Entre las preferencias literarias de Poussin, como en las de tantos lectores cultos del siglo XVII, se encuentran dos poemas: la "Jerusalén liberada", de Torcuato Tasso, al que dedicó sus lienzos Tancredo y Herminia del Ermitage, Tancredo y Herminia de Birmingham y el Rinaldo y Armida, y el "Orlando Furioso", de Ariosto. En este dibujo, excepcional dado el escaso tratamiento gráfico que Poussin otorgó al Rolando, observamos a un caballero en persecución de una pareja que huye en un hipogrifo, animal fabuloso mitad caballo y mitad grifo con alas. Parece representar el momento en que el mago Atlante rapta a la dama del caballero Pinabel. La firmeza de los rasgos, el dinamismo de la escena, en una acertada composición diagonal, así como lo marcado de las sombras, cuadran bien con esta primera época romana.
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El poema más extenso del mundo, el Mahabharata (Gran Poema épico de la India o Grandes hijos de Bharata), cuenta con unos cien mil versos escritos en sánscrito, siendo, junto con el Ramayana, las obras más conocidas de la religión hindú. En el Mahabharata se narran los enfrentamientos entre los descendientes de un rey llamado Bharata, un nombre que muchos indios emplean para referirse a la India. El núcleo de la epopeya cuenta el enfrentamiento entre los Pandu y los Kuru, dos familias que luchan por el control del reino de Barat. El conflicto da lugar a terribles batallas en las que se ven implicados otros reinos, saliendo por fin victoriosos los Pandu. Sin embargo, todos sus hijos y sus más cercanos parientes han muerto. Durante más de 2000 años los versos del Mahabharata han sido leídos por miles de generaciones, siendo comentados e interpretados en numerosas ocasiones. En muchas familias indias existe un ejemplar de este poema épico, en especial de su episodio más célebre, el Bhagavad Gita.
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El libro que mejor expresó la idea de crisis fue La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (1880-1936) cuyo primer volumen apareció antes incluso de que terminase la guerra, en el verano de 1918. Spengler proponía en su obra una morfología cíclica y biológica sobre la historia de las civilizaciones, de acuerdo con la cual toda civilización, como todo organismo, tendría su ciclo vital determinado que le llevaría desde su nacimiento hasta su decadencia y extinción. El libro, por tanto, venía a mostrar el agotamiento vital de la civilización occidental, que habría culminado en la guerra del 14. Su éxito fue excepcional. Se vendieron de inmediato miles de ejemplares. Se tradujo también enseguida y con igual éxito a varios idiomas. No exageraba Ortega y Gasset cuando, al aparecer la versión española en 1923, lo definió como "la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años". El pesimismo y la incertidumbre impregnaron muchas otras manifestaciones literarias. En Demian (1919), Hermann Hesse (1877-1962), bajo la forma de la historia de la relación entre los personajes Demian y Sinclair, del relato de la pérdida de la infancia de este último y de la búsqueda de su destino, rechazaba los valores (religión, Estado nacional, técnica, ciencia, gregarismo, viejos códigos de moral) de la civilización occidental, y proclamaba frente a ellos el derecho a la afirmación -casi mística- de la propia individualidad y de la propia conciencia, filosofía que reafirmará en Siddharta (1922) y en El lobo estepario (1927). La gran obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, publicada entre 1919 y 1927, tenía mucho de evocación de un mundo elegante y aristocrático irremediablemente perdido. El teatro de Pirandello, cuyas principales obras (Seis personajes en busca de un autor, Así es si así os parece, Enrique IV) se estrenaron entre 1921 y 1924, también con gran éxito internacional, giraba en torno a los enigmas de la vida y de la personalidad, a los conflictos entre apariencia, ilusión y realidad. La tierra baldía (1922), el espléndido poema de T. S. Eliot, era una reflexión desesperanzada sobre la esterilidad de la vida contemporánea. Ulises, de Joyce, también de 1922, era igualmente una visión metafórica de la sordidez de la existencia. El tema esencial de las novelas de Kafka -de las que El proceso y El castillo se publicaron en 1925 y 1926, respectivamente- era la impotencia y el desamparo del individuo ante el mal. La montaña mágica, de Thomas Mann, también de aquellos mismos años, de 1924, quería ser la novela por excelencia de una Europa enferma y en decadencia. Desilusionados con la civilización occidental, artistas e intelectuales descubrieron con fascinación civilizaciones y culturas no europeas (Hesse, la India; D. H. Lawrence, los aztecas; Malraux, Indochina; T. E. Lawrence, el mundo árabe) o regiones supuestamente "singulares" de Europa (Norman Douglas, Capri; Brenan y Hemingway, España). La desaparición de los imperios multinacionales de la Europa central y la irrupción en esa región de violentos nacionalismos antisemitas, destruyeron el mundo en el que había germinado la formidable intelectualidad judía de la preguerra. Algunos de esos intelectuales (Buber, Scholem) optaron por el sionismo; otros (Ernst Bloch, Walter Benjamin, Gyorgy Lukacs) por el marxismo; Freud, por citar un caso señero, se exiló, y Stefan Zweig y el mismo Benjamin terminaron suicidándose. La generación europea de 1914 fue una generación marcada por el desencanto y la decepción. Significativamente, su equivalente norteamericana -Dos Passos, Gertrude Stein, Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Henry Miller- se percibió a sí misma como la "generación perdida". El sentimiento de desencanto y desorientación fue igualmente perceptible en el arte. Ya en 1916 -poco después, por tanto, de que estallara la guerra- había surgido en Zurich el movimiento dadaísta (Tzara, Duchamp, Man Ray, Picabia, Max Ernst ...) que hizo de la provocación artística una forma extrema de rechazo de los valores -para los dadaístas, delirantes y absurdos- en que se fundamentaba la sociedad moderna. La misma palabra que dio nombre al movimiento, Dada, era significativa: un término sin sentido, para un mundo igualmente carente de sentido. Mondrian llevó los procesos de simplificación geométrica y abstracción del cubismo y de otras experiencias artísticas anteriores hasta sus últimas consecuencias y, a partir de 1916-17, produjo una pintura de pureza casi ascética y máxima simplicidad, hecha de rectángulos y cuadrados de color separados por líneas horizontales y verticales, que parecía configurarse como un refugio de espiritualidad -Mondrian fue un hombre inspirado por un intenso misticismo- en una sociedad que carecía de ella. A principios de los años veinte, músicos (Stravinsky, Prokofiev, Hindemith), pintores y escultores (Picasso, Brancusi, Carrá, Sironi, Maillol y antes, De Chirico) y junto a ellos escritores como Váléry y Gide y algo después Giraudoux volvieron hacia el mundo clásico, desde la perspectiva de la vanguardia, para recobrar así la quietud y el orden, la objetividad y la serenidad que parecía requerir un mundo sumido en la contradicción y el desorden. En Alemania, el país más traumatizado por la guerra mundial y la crisis de la posguerra, el pesimismo de intelectuales y artistas adquirió una evidente intencionalidad política y social: así por ejemplo, las obras de Bertold Brecht, el teatro de Piscator, películas como El Angel Azul (1930), de Sternberg, o Hampa (1931) de Jutzi, los cuadros crueles y esperpénticos de Otto Dix y Georg Grosz, la pintura alegórica pero igualmente torturada de Max Beckmann y novelas como Sin novedad en el frente (1928) de Remarque y Berlín Alexanderplatz (1929), de Döblin. Los arquitectos, artistas y diseñadores asociados a la Bauhaus, escuela de diseño, artes y oficios creada en 1919, esto es, Walter Gropius, Mies van der Rohe, Kandinsky, Paul Klee, Moholy-Nagy y otros, querían aplicar los principios del arte de vanguardia a la vida cotidiana de las clases trabajadoras (fábricas, viviendas obreras, etcétera) para crear así entornos revolucionarios de gran simplicidad y belleza. Otros escritores intentaron definir un nuevo código de conducta moral. Pocos tuvieron una influencia tan fuerte y liberadora como D. H. Lawrence (1885-1930), en particular a través de libros como Mujeres enamoradas (1920) y El amante de Lady Chatterley (1928). La obra de D. H. Lawrence fue una exaltación del instinto frente a la razón, de la pasión vital frente al intelectualismo, de la espontaneidad frente al convencionalismo y la sumisión. Como ya ha quedado dicho, D. H. Lawrence sería también un expatriado y de forma explícita, responsabilizaría de la infelicidad del hombre moderno a la hipocresía y falsedad de la civilización europea. Su desafiante vitalismo, no exento de resonancias criptofascistas -puesto que D. H. Lawrence veía en la democracia la forma política natural del gregarismo de los europeos- le llevaría a abogar por una liberación de los instintos primarios del hombre, y en concreto, del sexo, como vía hacia su plena realización y hacia su verdadera libertad. Por su sensibilidad estética y pulcritud moral, André Gide (18691951) no fue nunca tan lejos. Pero en sus obras de los años veinte, afloraron igualmente, aunque de forma siempre cuidada y exquisita, la casi totalidad de los problemas y preocupaciones -sexuales, morales, políticos- de su tiempo. Su autobiografía, Si la semilla no muere (1926), revelaría la tensión moral a que se vio sometida una sensibilidad artística y moral delicada en un tiempo de crisis o, si se quiere, revelaría la crisis de la burguesía intelectual europea ante la descomposición del orden moral de la propia Europa. Con Los conquistadores (1928) y La condición humana (1932), Malraux creó la novela de la revolución. Aldous Huxley alertó en Un mundo feliz (1932) contra los peligros del totalitarismo. Evelyn Waugh, escritor de ideas conservadoras y católicas y simpatizante de Mussolini y Franco, satirizó a la alta sociedad británica en una serie de farsas brillantes y divertidísimas (Declive y caída, Cuerpos viles, Un puñado de polvo), en las que sutilmente alentaba, sin embargo, un sentimiento de amargura y desesperación. En Viaje al fin de la noche (1932), la mejor novela de la década -pesimista, cruel, audaz, sarcástica-, Céline, hombre próximo a la ultraderecha francesa, escribió la metáfora de la vida como destrucción y muerte. Saint-Exupéry (1900-1944) vio en los valores de fraternidad, servicio, camaradería y solidaridad de los protagonistas de sus novelas (Correo del Sur, Vuelo de noche, Tierra de hombres), la alternativa a una época en la que el hombre moría de sed, en la que toda promesa de vida -como una rosa nueva o un "principito"- parecía, según el escritor, condenada a morir irremediable y prontamente. Que la década se cerrase con una novela titulada La náusea (1938) -primera y mejor novela de Sartre, explícitamente deudora de la obra de Céline- resultaba de suyo significativo.
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En la década posterior a la muerte de Rafael (1520-1530) la práctica artística había desembocado en una reacción anticlásica que ponía en cuestión la validez del ideal de belleza defendido en el alto Renacimiento. Esta etapa recibe el nombre de manierismo. Su origen etimológico proviene de la definición que ciertos escritores del siglo XVI, como Vasari, asignaban a aquellos artistas que pintaban "ala manera de...", es decir, siguiendo la línea de Miguel Ángel, Leonardo o Rafael, pero manteniendo, en principio, una clara personalidad artística. El significado peyorativo del término se utilizará más adelante, cuando esa "maniera" fue entendida como una fría técnica imitativa de los grandes maestros. Si en un primer momento la actitud manierista se limitaba a la escuela pictórica italiana de la segunda mitad del siglo XVI, se ha puesto de manifiesto también su presencia en las demás ramas del arte, tanto en la arquitectura de Vignola y Palladio como en las esculturas de Cellini y Giovanni da Bologna. Por tanto, no se trataría de un fenómeno aislado sino de todo un movimiento con entidad propia, fiel a los principios esenciales legados de la Antigüedad, pero sin la serenidad y la armonía características del Renacimiento. Por otro lado, la caracterización general del manierismo contiene rasgos muy dispares, difíciles de reunir en un concepto unitario: cada artista está inmerso en un estilo que debe ser considerado como un espacio muy amplio donde se admiten gran variedad de soluciones personales. El concepto despectivo del manierismo ha variado cuando se ha visto que, hasta cierto punto, los grandes artistas clásicos habían iniciado nuevas y desacostumbradas experiencias en el terreno de la composición o en el colorido, respaldados por la fama de que habían disfrutado en sus últimos años. En este sentido, Miguel Ángel, sobre todo, manifestó, en algunas ocasiones, el abandono de las normas de la tradición clásica para seguir su propio temperamento, especialmente en sus trabajos arquitectónicos, como en la realización de la Biblioteca Laurentina. El manierismo pictórico está dominado por la arbitrariedad en el uso del color y la alteración, voluntaria, de las proporciones anatómicas, es decir, la distorsión y el dislocamiento como formas de expresar una dramática escisión en la conciencia y en el mundo. El espacio clásico se descompone, no sólo externamente, sino también interiormente. A veces, el motivo aparentemente principal queda relegado y desvalorizado en un segundo plano. El efecto final es el movimiento de figuras reales en un espacio irracional construido caprichosamente.
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Entre los impactantes acantilados de Etrerat destaca la formación cretácica de la Manneporte, un enorme arco que avanzaba hacia el mar. Monet se trasladó a una playa de difícil acceso para pintar esta imagen, interesándose como hacía en estos años por efectos de luz, color y atmósfera. En este trabajo se manifiesta una considerable tendencia hacia la síntesis, suprimiendo la impresión del conjunto de la misma manera que hacía Hokusai en sus grabados. El mar y la roca parecen estar en el mismo plano, diferenciándose en la estructura de la pincelada y en las tonalidades empleadas. El mar parece moverse gracias a las pinceladas en tonalidades blancas, verdes y azules mientras que los toques de color en la roca parecen representar las capas de roca. El potente foco de luz ilumina la zona interior del arco de la Manneporte, creando espacios de penumbra en la parte frontal, reforzando el dramatismo de la composición. Esta tendencia a la reducción provocará la reacción de algunos miembros del grupo. Estos trabajos fueron retenidos por Monet en su taller y Durand-Ruel se las solicitó en numerosas ocasiones para una exposición individual que quería montar en febrero de 1883, pero las marinas no fueron expuestas.
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En agosto de 1884 Monet regresaba a Etrerat en compañía de su familia. Allí se encontrará con el cantante Jean-Baptiste Faure, propietarios de una villa que pondrán a disposición del pintor. Monet volverá a la villa Faure en septiembre del año siguiente para pasar tres meses. Durante este tiempo realizó diversas vistas del Manneporte interesándose por efectos lumínicos como observamos en esta escena o Etrerat, la lluvia. La impresionante roca cretácea tenía un difícil acceso desde la costa lo que no impidió a Monet acercarse para realizar esta magnífica vista, interesándose, como hacía en estos años, por efectos de luz, color y atmósfera. En este trabajo se manifiesta una considerable tendencia hacia la síntesis, suprimiendo la impresión del conjunto de la misma manera que hacía Hokusai en sus grabados. El mar y la roca parecen estar en el mismo plano, diferenciándose en la estructura de la pincelada y en las tonalidades empleadas. El mar parece moverse gracias a las pinceladas en tonalidades blancas, malvas, verdes y azules mientras que los toques de color en la roca parecen representar las capas de roca. La luz resbala por la piedra y crea sombras coloreadas típicas del Impresionismo, acentuando el aspecto abocetado del conjunto. Las pinceladas son tremendamente rápidas, con cortos trazos en forma de coma y mancha, perdiendo paulatinamente las formas y los volúmenes para acercarse a la abstracción.
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La forma de trabajar de Monet sufrió un importante cambio con los cuadros de Etrerat. Ahora empezará a realizar estudios directamente del natural para luego retomarlos en el taller, donde eran perfeccionarlos. De esta manera, recuperaba la fórmula de los cuadros enviados al Salón y podía pasar más tiempo con Alice, quien se quejaba de pasar largas temporadas sola. Esta obra que contemplamos fue realizada durante el otoño de 1885, tomando un punto de vista diferente al acostumbrado -véase El Manneporte cerca de Etrerat- pero que no deja de causar impresión en el espectador. Los impactantes acantilados de las cercanías de Etrerat son realizados tomando un punto de vista elevado, como si de una vista aérea se tratara, interesándose el maestro por efectos de luz y color. Así, una sensación atmosférica envuelve los contornos y crea un efecto de bruma que lleva a unir el mar y el cielo, suprimiendo la línea del horizonte. Las sombras adquieren tonalidades violáceas características del Impresionismo. La manera de aplicar las pinceladas indica la calma en el mar -sólo las olas llegan a la playa o los farallones- creando efectos de contraste en las zonas de sombra. El resultado es de una gran belleza visual a pesar de estar realizado en el taller y no a "plein-air".
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Realizado en 1823, fue expuesto en la Academia de Praga a comienzos del año siguiente como "Escena del Mar del Norte con fondo azul e icebergs". El noruego Andreas Aubert, quien redescubrió de forma curiosa la figura de Friedrich a fines del siglo pasado mientras estudiaba la obra de Dahl, propuso la identificación de este paisaje marino con la costa de Noruega. Por ello, se ha venido titulando también 'Mar nórdico a la luz de la luna' en la mayoría de las obras. Friedrich no estuvo nunca en Noruega, pero, como en El templo de Juno en Agrigento o El Watzmann, pudo servirse de la obra de otros artistas, grabadores o científicos. En este caso se trataría del geólogo Karl Friedrich Naumann, quien publicó precisamente en 1824 una obra sobre aquel país en dos tomos. El interés de Friedrich por Islandia y los mares nórdicos es bien conocido. Precisamente, el año anterior había ejecutado un cuadro, hoy perdido, titulado 'Naufragio en la costa de Groenlandia durante el mes de mayo' por encargo del magnate J. G: von Quandt, de Dresde. Sin embargo, su concepto es aún más próximo al de las vistas costeras de Greifswald a la luz de la luna que al excepcional El mar helado, del mismo 1824.
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Pertenece, al igual que Vista del mar a través de las dunas, a la serie de acuarelas que Friedrich realizó en para una obra sobre 37 vistas de la isla de Rügen, grabadas al aguatinta, que finalmente no fue publicada. De este modo, Friedrich continuaba su trabajo a pesar de la dolencia que le había causado el exceso de trabajo. El lugar ha sido identificado como la bahía alrededor del Thiessower Haken, en la parte sudoriental de la isla.