Las tensiones anunciadas en 1854 hicieron crisis en los años sesenta. La crisis económica, desvelando la inviabilidad de la política económica, el fracaso de la Unión Liberal, provocando un régimen político muy restringido, poco representativo y cada vez más aislado, que acabará salpicando la propia corona de Isabel II (1833-1868), y el debate intelectual y cultural criticando al sistema, animaron a un sector de las elites políticas, militares y económicas a optar por el ensayo del liberalismo democrático. Pero, además, ahora el recambio desde arriba vino acompañado de la participación de capas populares, sobre todo urbanas, depositarias de una cierta cultura política. Así se perfiló un marco de crisis que, en último término, ponía de manifiesto el desajuste entre las nuevas demandas sociales y el sistema político nacido de la Constitución de 1845. La alternativa estaba servida: la tripleta ideológica formada por el ideario democrático, el krausismo y el librecambismo debían reconducir el rumbo del liberalismo con ocasión de la revolución de 1868. El ideario democrático llevaba a sus últimas consecuencias los principios del liberalismo. La Constitución de junio de 1869 y su desarrollo posterior estableció un marco de libertades públicas sin parangón posible en experimentos anteriores. La estructuración de un Estado democrático que adoptó la fórmula de la monarquía parlamentaria, en la persona de Amadeo de Saboya (1870-1873), basada en una conceptualización sin cortapisas de la soberanía nacional y de la primacía de la sociedad civil. Pero la imposibilidad de articular un sistema coherente de partidos como basamento del régimen acabó impidiendo su funcionamiento. En este aspecto el fracaso de la monarquía amadeísta representa también el fracaso de un sector de la elite política ejemplificado en los enfrentamientos entre Sagasta, Ruiz Zorrilla o Serrano. A la par, un régimen concebido sin carácter excluyente en realidad no pudo cumplir su voluntad integradora. En términos políticos, carlistas y republicanos protagonizaron alternativas, incluidas las insurreccionales, al sistema. Los levantamientos republicanos de 1869 o la sublevación general carlista de 1872 son buenos exponentes. En términos sociales, sectores populares de origen rural o urbano, que habían pretendido una mayor dimensión reformista en temas tales como la propiedad de la tierra, la cuestión de las quintas o las relaciones capital-trabajo, vieron frustradas sus aspiraciones. Ni el campesino andaluz consiguió colmar su hambre de tierras, ni el naciente movimiento obrero, con la llegada de la Internacional a España, a finales de 1868, encontró cauces apropiados para su desarrollo al cuestionarse su legalidad. Tampoco la efímera República (1873-1874), instaurada para llenar un vacío de poder tras la abdicación de Amadeo I, encontró suficientes bases políticas y sociales de sustentación. Ni su vocación reformista, ni su proyecto de estructuración federal del Estado lo lograron. En gran medida cayó desgarrada por sus propias tensiones internas. Más allá de las circunstancias políticas coyunturales, el Sexenio democrático dejó un sedimento perenne en el desarrollo del liberalismo español: formas de organización de la sociedad civil, libertades individuales, niveles de participación, modernización del Estado y del sistema judicial, régimen representativo, extensión del debate intelectual... en parte asumidos, a medio plazo, por el régimen político de la Restauración, preparado minuciosamente por Cánovas del Castillo y que se abre en 1875, tras el pronunciamiento del general Martínez Campos y la coronación de Alfonso XII.
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En el escenario arquitectónico español del siglo XVIII, Ventura Rodríguez se ha convertido, gracias a la más reciente investigación, en un punto de principal atracción. Su obra, agrupada y ordenada como merece, hoy se comprende y se estima, tanto en su conjunto como en los matices de su evolución y en los cauces de su expresión, en los que se resaltan los aciertos y también las contradicciones. Se contempla su obra como fruto de un obligado punto de partida nuevo, que fue consecuencia de un progreso científico, técnico y cultural, que llega a todos los campos y que requiere una renovada imagen artística.La historia de la arquitectura española del segundo tercio del siglo XVIII se identifica con la historia de los grandes proyectos cortesanos. El cambio deriva del establecimiento de unos nuevos patrones de composición, aplicados a los proyectos oficiales, mientras que al unísono, el barroco tardío nacional evoluciona en su propia esencia y se enriquece al mismo tiempo a los contactos del arte extranjero. La Corte fue, a partir de 1730, un centro artístico vivo de suma importancia. En ella se llevaba a cabo de forma sintonizada el desarrollo de la nueva pintura decorativa, el nuevo retrato rococó, la nueva escultura profana, el tema urbano-arquitectónico de visión europeizante, que se asocia a palacios, fundaciones religiosas, ciudades cortesanas, ornato público, etc.En el seno de esta renovación se integra la formación de Ventura Rodríguez, ayudante en Aranjuez de Etienne Marchand, delineante y aparejador segundo en el Palacio Real junto a Sachetti, diseñador de la obra por excelencia, el Palacio Real nuevo de Madrid. La acción y el beneficio de tales circunstancias serían reconocidos por el mismo arquitecto, quien señalaba como sus maestros a Marchand, Galluzzi, Juvara y Sachetti, declaración de criterios que se complementa con aquella sustanciosa confesión en la que reconoce, como pilares de su arte, a Bernini, a Borromini y a Fischer von Erlach. Esta declaración de principios conduce sin vacilación a los pilares italo-franceses del proyecto cortesano oficial, que son los mismos que le sirven de guía al arquitecto y los que justifican el lenguaje del gusto artístico en el que se ha de sentir implicado.Son muchos los tópicos que se han formulado en torno a su figura, comenzando por la definición que hiciera de su personalidad y de su obra el propio Jovellanos en el "Elogio" que dedica al artista. Opuesto el ilustrado al barroco vernáculo, inserta al artista en un arte académico que no define en su contenido, pero que resulta ambiguo y vacilante al no reparar en la integración en éste, de la borrominiana iglesia de San Marcos o a la Capilla del Pilar de Zaragoza, que proclaman la más rigurosa doctrina del barroco de Piamonte. La definición del arte de Ventura Rodríguez partió de este error, porque en aquel tiempo, Jovellanos, Ponz y otros pensadores a lo clásico, no alcanzaron a discernir los diferentes matices del barroco internacional, uno de ellos, el clasicista, portentosamente defendido por la Academia y vía de gran elocuencia en la que pervive el barroco romano del más alto grado creativo. Los postulados neoclásicos iban por otro camino. El barroco atemperado del siglo XVIII, que admite incursiones del rococó sin perturbarse, era la opción defendida por Juvara, Sachetti, Pavia, Ravaglio, Bonavia, Olivieri, Castro, Michel, etc., ambiente plenamente definido y aceptado, no sólo en el magisterio académico, sino puesto en vigor en las obras en vivo.Su formación en este ambiente cortesano y su talento, le llevaron a participar en 1752 en las tareas docentes de la Academia de San Fernando, donde pudo participar en el debate de italianos y franceses defendiendo la adquisición de tratados de arquitectura ligados al saber barroco. Este credo, que subyace permanentemente en sus planteamientos, tiene el empeño europeísta que se manifiesta latente en su estructuralismo y que confiesa públicamente, como se demuestra cuando para la elección de un modélico Hospital, toma como referencia Los Inválidos de París, una obra que conjuga el reticente clasicismo de Liberal Bruant y la elocuencia barroca de Hardouin Mansard.Parte de los tópicos sobre el artista se sustentan también en no reconocer el criterio ecléctico de Ventura Rodríguez, lo cual significa no prestar la debida atención a la riqueza del clasicismo del barroco tardío, orientado hacia nuevos repertorios tipológicos, que refunden el fuerte sentimiento expresivo de Bernini, su retórica clásica, a veces hasta yerta y fría, y la sutileza del frágil rococó planteada desde la aventurada fantasía laica. Ventura Rodríguez orienta su arquitectura al puro marco filológico barroco en su amplia perspectiva, se descubre en su obra una absoluta comprensión del diferente contexto del estilo, y una elección libre e imaginativa de sus formas. En su obra hay un haz de tendencias, controladas por el iconologismo italiano, que se interfieren en ocasiones extremistas, y a veces moderadas, con una exigencia de continuidad y de renovación al mismo tiempo. Busca la severidad en las fachadas, en las superficies, en la línea berniniana. En este aspecto se aparta de la corriente nacional que subraya, con cierta exigencia, el valor de lo escultural en un tono exaltado y enfático, vigorosamente persuasivo y tonante. Por contraste, somete el espacio a un constante experimentalismo, con mecanismos barrocos, donde se pone a prueba la intelectualidad vertida en el dibujo y la espectacularidad y dinámica de sus interiores.El estímulo que ejercían las formas barrocas en su imaginación, fue ciertamente legible en sus diseños para el Palacio Real, cuya serie constituye una rica ilustración de sus ideas. No son quimeras sino planteamientos verosímiles, saturados de remisiones simbólicas, de vivaces reclamos visivos, de espacios en plenitud enmarcados por una ornamentación prodigiosa. De gran elocuencia fue su trazado de la Iglesia de San Marcos (1749), en su ritmo borromoniano bien asimilado y recreado, donde la disposición elipsoidal sorprende, no sólo por su propia inversión de valores, por la articulación disimétrica de los espacios, por el juego sincopado de lo pequeño con lo colosal, por la convergencia y polaridad visual en el camarín, por la resonancia de sus bóvedas elípticas, sino por la configurabilidad personal que ha ido prestando al bien aprendido repertorio romano. En la Capilla del Pilar de Zaragoza, también la fuerza motriz se sustenta en la libertad inventiva, en este caso evocada desde una rigurosa asimilación guariniana, optando por espacios segmentados, cubierta elíptica perforada, formas trilobuladas, altar en forma de tríptico visualizado por diafragmas de sutiles columnas. El emplazamiento obligado del pilar de la Virgen, le obliga a un ejercicio visual escorzado, cuya polaridad de visión fue lograda por complejas fugas promovidas por la propia cualidad gestual y movimiento de las figuras escultóricas congregadas en los paneles del tríptico. En el Transparente de San Julián, en la Catedral de Cuenca, sin olvido de la tradición devocional hispánica, busca el espectáculo tratando de dilatar el campo de lo visible en busca del dominio de la imagen en el contexto del templo. En la fachada de la iglesia de San Norberto busca la fuerza de la curvatura convexa evocando el juego preciso y ágil de la colegiata de La Granja, la cual ha resumido las opciones renovadoras de Von Erlach.Su versatilidad le conduce a una actividad constructiva casi inabordable. La Capilla de San Pedro de Alcántara, en Arenas de San Pedro, el lugar al que volvería para realizar el bello palacio del Infante Don Luis Antonio. El convento de los Agustinos de Valladolid con su bloque autoritario, el Colegio de Cirugía de Barcelona, una invención con la que demuestra ser conocedor de un concepto estructuralista de gran tentativa, los proyectos no realizados para San Ildefenso de Alcalá de Henares, Biblioteca y Sacristía de San Isidro, diseños para una Catedral de Madrid, que traza con sus ojos puestos en Roma.En el planteamiento para la Casa Real del Correo, en la Puerta del Sol, dio pruebas de su concepto de edificio-entorno en el que se especula con rigor sobre el laberinto de calles y edificios antiguos. Abordó la arquitectura palacial en Madrid, dejando diseños en los que se refleja su dependencia del trazado de la residencia real: Liria, Astorga, Regalia, Osuna o Boadilla del Monte, nuevamente al servicio del Infante Don Luis. Fue en la arquitectura de signo aristocrático en la que mejor se reflejan las alternativas surgidas de la influencia que despierta el Palacio nuevo de la monarquía. Obtuvo el título de Maestro Mayor del Ayuntamiento de Madrid en 1764, y sus informes fueron decisivos para el ordenamiento urbano, para la reglamentación estructural de la arquitectura pública y normativas municipales. Fue arquitecto del Consejo de Castilla y director de la Academia en los períodos comprendidos de 1765 a 1768 y 1775 a 1777.Desarrolló también una actividad periférica de gran dimensión, diseñando ayuntamientos, escuelas, puentes, mataderos, etc. Para ornato público y dentro del proyecto del Prado de San Jerónimo realizó cinco diseños para la Puerta de Alcalá, en un rico despliegue de variaciones sobre el tema, en el que se muestra su habilidad para la adaptación de un tema triunfal, inspirado en los arcos romanos, en un organismo con evidente dependencia también del arte efímero barroco. La Plaza Mayor de Avila, la fachada de la catedral de Toledo, la cárcel de Brihuega, la iglesia Larravezna o Velez de Bernandalla en Granada. Destacan sus proyectos también para la Colegiata de Covadonga, el Colegio de Santa Victoria de Córdoba, y la transformación en Universidad del Colegio Máximo de Alcalá de Henares. Entre las obras finales, también resalta la fachada de la Catedral de Pamplona en la que rinde un claro homenaje al arte romano de Cortona. Sólo un año antes de morir trazaría la iglesia de la Concepción de Orotava.Otras muchas obras configuran la trayectoria de este excepcional arquitecto del siglo XVIII, que posiblemente conocía bien el radicalismo de algunos destacados pensadores, pero que no se quiso apartar de la línea estilística de los que había considerado sus maestros, no ya como imitación estilística, sino como justificación histórica de una arquitectura moderna que todavía recobraba con él una inquieta voluntad de renovación. Su obra está llena de experiencias audaces, postulando los extremos de la arquitectura barroca en operaciones que involucran términos estructurales del espacio. Pero imprimió orden y coherencia a su propia técnica, porque aspiró siempre a la esencia de las formas. Por ello en su proyectismo hay lógica, hay medida y control, una peculiaridad que otorga a sus superficies un alejamiento de las fantasías y de las utopías.Su obra tendrá continuación en numerosos discípulos. Entre ellos destacó su sobrino, Manuel Martín Rodríguez (1746-1820), autor entre otras obras del edificio de la Aduana de Málaga. Conservó sus máximas, su sencillez y su gusto para beneficio y utilidad, como dice Llaguno, de la arquitectura española.
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En el Viejo Continente destacaba Francia, aunque el momento culminante de gloria del Rey Sol se produjo en torno a 1684-1685 y los últimos años de su reinado significaron para los franceses una dura prueba. Si bien poseía enormes recursos económicos y demográficos -en 1700 de los 105/115 millones de europeos una quinta parte, 21.000.000, eran súbditos de Luis XIV-, Francia está agotada por los continuos esfuerzos bélicos a que le ha llevado la política expansionista del Borbón. Y en 1693 y 1694 una nueva carga fiscal, la capitación, que recaía sobre todos los franceses -incluidos los privilegiados- se sumó a las ya existentes, que no bastaban para hacer frente a los onerosos gastos de la política exterior y de Versalles y sus 6.000 cortesanos. Por otro lado, aunque uno de cada tres nobles y uno de cada doce plebeyos fueron soldados en la militarizada Monarquía de Luis XIV, las frecuentes campañas hicieron perentorio reponer las bajas de las unidades militares profesionales y Luis XIV se vio obligado a recurrir a las milicias locales, que combatirían codo con codo con las tropas de primera línea, con lo que se esbozaba lo que pasado el tiempo sería el servicio militar obligatorio. Era otra de las numerosas innovaciones llevadas a efecto, o esbozadas, por los hombres de gobierno de Luis XIV en los ejércitos reales, al fin y a la postre el gran instrumento de su política. También se crean o perfeccionan cuerpos nuevos, como la Artillería, la Intendencia, los Ingenieros, las instituciones dedicadas a la atención de los heridos o el asilo de los veteranos, se imponen los uniformes, se adoptan armas nuevas y se levantan almacenes, plazas fuertes y cuarteles. Preocupados por la disciplina, se regulariza la percepción de los haberes y son creadas compañías de cadetes y se organizan los escalafones. Y aparece una nomenclatura para cada uno de los nuevos empleos, unidades y armas: mariscales, tenientes generales, regimientos, escuadrones, bayonetas, etc. Todo ello acabaría por configurar el modelo del nuevo ejército moderno, pronto imitado por el resto de los países continentales y entre ellos España, e hizo posible que los ejércitos franceses llegaran a contar con más de 300.000 soldados en los años iniciales del siglo XVIII. Pero para lograr todo eso se precisaba que un eficaz funcionariado se encargase de llevar al plano de la realidad lo que una voluntad política, la del rey, quería. Fundamentalmente era necesario disponer de un complejo sistema de recaudación. Y durante la segunda mitad del siglo XVII Francia llegó a contar con un competente y bien coordinado régimen administrativo, aunque hoy se tiende a matizar el alcance real, los logros, del absolutismo centralista de Luis XIV, que tuvo imperfecciones y lagunas. Pese a ello, ningún Estado de la época llegó a alcanzar la eficacia del francés, por lo que suscitó la fascinación, y el recelo, de Europa. Aunque estaba cansada, efectivamente, Francia dominaba en el Continente e imponía su cultura. Se había creado enemigos en todas partes, desde los católicos a los protestantes, desde las potencias marítimas a las continentales, pero la mayoría de esos mismos enemigos la admiraban. Si Richelieu y Mazarino habían destruido, con su política militar y económica, la fuerza y el programa español en Europa, Luis XIV, obsesionado por superar la grandeza española, había heredado el proyecto de unidad europea. Y, como señaló Vicens Vives: "Intentó, como Felipe II, superar el fraccionamiento europeo, pero chocó con la oposición de las fuerzas nacionales y fracasó en su empresa. Pero si no pudo organizar en Europa una jerarquía política internacional dirigida por Francia, en cambio legó al Continente la cultura, los gustos y la moda de Francia, los cuales lo avasallaron todo en el siglo XVIII". El traje, la etiqueta, las costumbres se afrancesan. Apenas hay lugar en Europa que no se vea fascinado por la moda y las formas de vida francesas. Y el francés se convierte, desde entonces hasta el siglo XX, en la lengua culta por excelencia. Sustituye al latín en la documentación diplomática y es hablada por todo aquel europeo que se considere bien educado. Los franceses elevan a su rey a la categoría de representante de Dios en la Tierra. Y Luis XIV adquiere un carisma religioso tal que le permite "hacer milagros y curaciones: Los enfermos, escrofulosos o lamparosos, están colocados en dos filas. Luis XIV pone las manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, diciendo "Que Dios lo cure". Después lo besa. Había centenares de desgraciarlos -se contaron hasta ochocientos en un día.- que padecían estas enfermedades de la Piel" (Funck-Brentano). Y si Luis XIV es llamado el Grande, sus súbditos, orgullosos de sí mismos, de su poder, su cultura, su arte, su geografía, sus victorias, pensaban que "Francia era en relación al Universo como el Sol en relación a los planetas en el sistema de Copérnico. La Francia Sol era digna del Rey Sol" (Mousnier). Pero son precisamente sus grandes triunfos, simbolizados en la Tregua de Ratisbona de 1684 por la que obtiene Luxemburgo, Estrasburgo y el Hainaut, los que preparan el comienzo de su declive al movilizar en su contra al resto de los europeos atemorizados por el ingente poderío que estaba alcanzando el soberano de Versalles. Más aún, su galicanismo le enfrenta al Papa. Muchos católicos europeos, además, le critican su negativa a apoyar al emperador Leopoldo en su trascendental enfrentamiento con los turcos que amenazan Viena (1683). Precisamente las victorias de Leopoldo en el este de Europa orientan un interés hegemónico de Viena. Tal vez para congraciarse con los católicos, firma Luis XIV el Edicto de Fontainebleau (octubre de 1685) por el que se revocaba el Edicto de Nantes; pero el resultado de esta medida contra los hugonotes le convierte en un ser odiado en la Europa protestante. A esa hostilidad contra el rey de Francia contribuyen los más de 150.000 hugonotes exiliados en Holanda, Suiza, Inglaterra y Brandenburgo. (Muchas de estas comunidades calvinistas francesas que huyeron de Francia al prohibírseles la práctica de su religión contribuyeron decisivamente al despegue económico-industrial de aquellos lugares de exilio que les recibieron con los brazos abiertos. Es el caso de Prusia zonas de Berlín y Brandenburgo- que asiste desde estos años finales del siglo XVII a un brillante crecimiento industrial.) Se piensa en todo el Continente que los soldados de Luis XIV van a actuar en toda Europa tan violentamente como lo habían hecho las tropas de dragones del rey contra los protestantes del sur y el oeste francés. Y en las islas británicas temen que Luis XIV las envíe a apoyar al rey Jacobo II en su política de recatolización de Inglaterra. Por eso, a partir de que el Estatúder de las Provincias Unidas de Holanda y rey de Inglaterra desde el triunfo de la Revolución de 1688-89, Guillermo de Orange, se sume a la Liga de Augsburgo (firmada en 1686 por el emperador, algunos príncipes alemanes, el rey de España y el rey de Suecia) y se convierta en el líder de una gran coalición antiborbónica, las cosas comienzan a ir mal a los franceses. Tienen ya a toda Europa en contra. Y ellos, además, están agotados. Por otra parte, muchos de los grandes ministros y colaboradores de la primera mitad del reinado del longevo rey no han podido seguirle en su larga experiencia vital y han ido muriendo. Y una nueva generación de políticos y altos funcionarios ocupa los puestos que décadas atrás habían estado en manos de Colbert y Louvois (muertos en 1683 y en 1691, respectivamente).
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Una de las ciudades más antiguas de España, su fundación se debe al emperador romano Galba quien, en el año 68 d.C., dispuso que se asentase allí la Legión VII Gemina, para controlar a los astures. Pronto el campamento amurallado creció con la llegada de nuevas gentes, familiares de los legionarios, nativos y comerciantes, atraídos por las cercanas riquezas mineras, fundamentalmente el oro y la plata del noroeste peninsular. En consecuencia, surgieron templos, termas y villas, y la ciudad de Legio se convirtió en una de las más prósperas de la Hispania romana. Al igual que el resto del Imperio romano, la ciudad vivió una larga decadencia, de la que sólo salió con la llegada de los visigodos. Estos, fundamentalmente su rey Witiza, volvieron a levantar sus derruidas murallas e hicieron de León una próspera y esplendorosa ciudad. La rápida conquista árabe de la península, exceptuando algunos reductos septentrionales, afectó de lleno a León. Enseguida se convirtió en objeto de disputa entre los musulmanes y la monarquía asturiana hasta que, conquistada por los cristianos, el rey asturiano Ordoño II ordenó trasladar allí la capital desde Oviedo, en consonancia con el desplazamiento hacia el sur del centro de gravedad político debido al avance de la reconquista. No obstante, aun la frontera no quedaba demasiado lejos, y las campañas del poderoso caudillo Almanzor consiguieron alcanzar León a finales del siglo X. El siglo siguiente todo discurrió de manera distinta. La Reconquista ha llevado la frontera más al sur, aprovechando el debilitamiento del poder musulmán gracias a la desmembración del califato de Córdoba, de tal forma que León ya no ve tan cercana la posibilidad de un ataque enemigo. Así, Alfonso VI emprende la reconstrucción de la ciudad: manda llamar a nuevas gentes para repoblar el territorio, levanta nuevas murallas y otorga un Fuero. Esta León reconstruida contaba con una imponente muralla, abierta por cuatro puertas, de las que hoy en día puede verse el arco de una de ellas, la del Castillo. La pacificación y el incremento de la actividad económica hacen de León una de las principales ciudades de la Edad Media peninsular. A principios del siglo XIII comienza a levantarse su monumento más emblemático, la extraordinaria Catedral, embellecida con algunas de las mejores vidrieras del arte español. Por si fuera poco, cuenta también con monumentos de extraordinario interés, como la Colegiata de San Isidoro, de finales del siglo XI y principios del XII, el Panteón de los Reyes, con maravillosos frescos románicos, o el Convento de San Marcos, obra comenzada en 1513 destinada en principio a ser hospital de acogida para los peregrinos del Camino de Santiago.
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La insurrección de París, que había costado 1.500 muertos franceses, fue, como dice Latreille, un episodio que no alteró el avance aliado, pero sí dio un impulso aún mayor a la Resistencia, convirtiéndola en un elemento no despreciable de la política francesa, y demostrando que De Gaulle y el Partido Comunista tenían razón, cuando insistían en oponerse al invasor tras la derrota. Añadamos que el comandante alemán de París, von Choltitz, que había recibido órdenes tajantes de Hitler de destruir totalmente París como represalia por el levantamiento, no obedeció. París se había salvado. El 26 entraba en la capital de Francia De Gaulle, con el cometido de instaurar un gobierno. Los estadounidenses habían optado en su día por el general pronorteamericano Giraud, en vez de por el dictatorial y procomunista De Gaulle. Así mismo, antes de la invasión, sopesaron la idea de establecer un Gobierno Militar, Aliado, como en otros países ocupados, pero finalmente el poder fue entregado a De Gaulle, alma de la resistencia y recuperación de Francia (16). El día mismo de la invasión proclamó un Gobierno Provisional con De Gaulle al frente -éste seguía siendo comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas-. De Gaulle se encargará inmediatamente de organizar el país, restableciendo su estructura administrativa anterior, y fijando elecciones (para abril y mayo de 1945). El régimen de Pétain se había hundido. Este y Laval se salvaron huyendo a Alemania, donde fueron semi-internados (20 de agosto). La experiencia fascista directa de los franceses había concluido, Alemania perdía a uno de sus más ilustres "Quisling", y para los colaboracionistas comenzaban tiempos negros. Mientras, los alemanes se retiraban. El cruce del Sena les había costado ingentes cantidades de material, abandonado, equivalente, según el general Dietrich, a una gran batalla perdida. Entre el 6 de junio y el 26 de agosto las bajas alemanas se acercaban al millón, entre muertos, heridos, enfermos, desaparecidos y prisioneros (210.000 estos últimos). De los aproximadamente 2.300 carros (según C. Wilmot), sólo 100-120 pudieron cruzar el río. En opinión del general Model, las divisiones acorazadas alemanas disponían tan sólo entre 5 y 10 carros cada una. Las unidades de infantería y artillería tenían sus dotaciones de armas muy reducidas. Era un desastre, del que los alemanes ya no se recuperarán. En agosto, por si fuera poco, otra amenaza se cierne sobre ellos por el sur.
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El liberalismo como doctrina política derivaba del racionalismo del siglo XVIII, por cuanto se oponía al yugo arbitrario del poder absoluto, al respeto ciego al pasado, al predominio del instinto sobre la razón. Por el contrario, preconizaba la búsqueda de la verdad por parte del individuo sin ningún tipo de trabas, sino mediante el diálogo y la confrontación de pareceres, dentro de un clima de tolerancia, de libertad y de fe en el progreso. Esa doctrina se asentaba en la confianza en el poder de la razón humana que todo lo esperaba de las constituciones y de las leyes escritas. Su rasgo distintivo consistía en el deseo de querer resolverlo todo mediante la aplicación de unos principios abstractos y mediante la aplicación de los derechos de los ciudadanos y del pueblo. La Revolución fue lo que dio fuerza verdaderamente a estas ideas. Frente a los privilegios históricos y a las prerrogativas tradicionales del príncipe o de las clases gobernantes, el liberalismo opone los derechos naturales de los gobernados. Frente a la idea de jerarquía y de autoridad, el liberalismo presenta las ideas de libertad y de igualdad. Y estas ideas son aplicables a todos los terrenos: al gobierno, a la religión, al trabajo y a las relaciones internacionales. Pero el liberalismo se refiere fundamentalmente a dos aspectos: a lo político y a lo económico.El liberalismo como sistema político fue construido a partir de las doctrinas de los viejos maestros Montesquieu, Voltaire, Rousseau o Condorcet, que se consagran después de la caída de Napoleón y se extienden desde Francia e Inglaterra por el sur y por el este de Europa. El liberalismo político proponía una limitación del poder mediante la aplicación del principio de la separación entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, de tal manera que el legislativo quedaba en manos de una Asamblea elegida por sufragio censitario. Esa división debía establecerse mediante la creación de órganos que tuviesen la misma fuerza, pues en el equilibrio de los poderes residía la mejor garantía de su control mutuo y al mismo tiempo de la libertad del individuo frente al absolutismo. El liberalismo se distinguía de la democracia o del radicalismo porque defendía la idea de la soberanía de las asambleas parlamentarias frente a la soberanía del pueblo; porque daba primacía a la libertad sobre la igualdad y porque preconizaba el sufragio limitado frente al sufragio universal. Para los liberales, la Revolución francesa se había condenado a sí misma a causa de sus excesos: el reinado del Terror y la democracia popular habían conducido a la reacción y a la dictadura militar de Napoleón.El liberalismo comenzó a transformar a Europa a partir de la senda década del siglo XIX y fue precisamente en España donde tuvo una de sus más tempranas manifestaciones con la reunión de las Cortes de Cádiz y la elaboración de la Constitución de 1812, la cual se convirtió en un símbolo para muchos liberales europeos. De hecho, el término liberal fue utilizado por primera vez por los diputados españoles en aquellas Cortes en el sentido de abiertos, magnánimos y condescendientes con las ideas de los demás, en su lucha por acabar con el absolutismo tradicional de su Monarquía. Unas veces, el liberalismo se impuso mediante un movimiento revolucionario, como fue el caso de Francia en 1830, y otras recurrió a la reforma mediante una evolución progresiva del sistema político sin violencias, como ocurrió en los Países Bajos o en los países escandinavos.¿Cuáles son las características de los regímenes liberales? Veamos qué elementos y qué rasgos comunes podemos encontrar en ellos y de qué forma podríamos definirlos.En primer lugar hay que aclarar que aunque no forma parte sustancial de su doctrina política, el liberalismo acepta la Monarquía y de hecho en Europa durante el siglo XIX casi todos los regímenes liberales están presididos por el rey. No ocurre lo mismo, sin embargo, en América por la falta de tradición que el sistema monárquico tenía en los países de aquel continente. Como elemento esencial en todo régimen liberal está la Constitución, que es una ley fundamental por la que se rige el sistema político y está dictada siempre por una Asamblea constituyente, a diferencia de la Carta otorgada, que, como la promulgada en Francia en 1814 y siendo también una ley fundamental que tiende a cumplir la misma función, está dictada por el poder, es decir, impuesta de arriba a abajo. Comparada con la ausencia de textos del Antiguo Régimen, el deseo de definir por escrito la organización de poderes y el sistema de sus relaciones mutuas, es una novedad aportada por la Revolución que tomó el ejemplo de los Estados Unidos de América.Desde el punto de vista de la teoría política, la Constitución puede ser abierta o cerrada. Es abierta cuando especifica los derechos y los deberes de los ciudadanos y es cerrada cuando especifica solamente el funcionamiento del régimen, las obligaciones y deberes que tiene el Rey, hasta dónde alcanza su potestad, si el poder legislativo tiene que estar dividido en dos cámaras, etc. Puede establecerse también una división entre Constitución flexible y Constitución rígida. La primera es aquella cuyos términos pueden ser desarrollados posteriormente en otras leyes más específicas, como ocurre cuando se dice que las elecciones se efectuarán de la forma que determinen las leyes. Es decir, se dejan muchos de sus artículos a una interpretación posterior para que ésta pueda cambiar sin que por ello haya que modificar el texto constitucional. La Constitución rígida, por el contrario, no deja nada a la interpretación posterior: lo tiene todo previsto. La Constitución gaditana de 1812 es un claro ejemplo de Constitución rígida.La Constitución se considera como algo sagrado, intocable, en los regímenes liberales. Cuando hay algo que no está de acuerdo con ella, se saca a relucir inmediatamente el término anticonstitucional, y en el momento de su aprobación siempre se piensa que va a ser definitiva, cuando lo más frecuente es que no ocurra así. En Francia se elaboraron y aprobaron varias Constituciones en el siglo XIX y lo mismo ocurrió en España. La Constitución, tiene también un carácter universalista, es decir, está basada en unos principios tan generales y de tanto interés para todos que éstos podrían ser aplicados a todos los países, y de hecho así ocurrió por ejemplo en Portugal, donde se copió exactamente la Constitución gaditana de 1812.Según el esquema de Montesquieu en el que se basa el régimen político liberal, el poder legislativo elabora las leyes, el ejecutivo las hace cumplir y el judicial determina si estas leyes han sido cumplidas o no. El ejecutivo no tiene, en definitiva, más que un papel de gendarme. El elemento esencial del liberalismo es la Asamblea, que es la reunión de los representantes de la soberanía nacional y la que tiene la potestad de hacer las leyes. El sistema liberal admite la existencia de una sola asamblea, o dos. Cuando el poder legislativo está dividido en dos Cámaras, la Cámara Alta, compuesta generalmente por individuos que por su mayor edad o por su situación suelen ser más conservadores, actúa como freno de la Cámara Baja.La Asamblea crea el parlamentarismo, cuyo eje son los partidos políticos, no contemplados por la Constitución, pero que constituyen parte fundamental de la dinámica política de los sistemas liberales. En realidad, los partidos políticos, que comienzan a aparecer en los inicios del liberalismo, no son más que la agrupación de aquellos ciudadanos que defienden unos principios comunes expresados en unos programas en los que se exponen sus puntos de vista sobre los asuntos de su propio país y la solución que darían a sus principales problemas en el caso de que alcanzasen el poder. Benjamin Constant, uno de los principales teóricos del liberalismo doctrinario francés, afirmaba que los partidos políticos eran la esclavitud de unos pocos para la libertad de la mayoría.Los diputados de la Asamblea son elegidos por el cuerpo electoral. El liberalismo no considera que el derecho al voto sea un derecho natural, sino más bien una función, un servicio público para el que la nación habilita a una serie de ciudadanos que reúnen unas determinadas condiciones, generalmente económicas. El liberalismo, a pesar de que consagra el principio de la igualdad de derechos de los hombres, introduce una distinción entre el país legal y el país real. A pesar de que pueda ser contradictorio, en la sociedad liberal sólo una minoría dispone del derecho al voto, de la plenitud de los derechos políticos. Aunque esta discriminación sea al mismo tiempo selectiva y exclusiva, como señala René Remond, no es por eso definitiva o absoluta: no excluye de por vida al individuo. A éste le basta con reunir las condiciones exigidas -alcanzar los 300 francos del censo en el caso de Francia- para transformarse de inmediato en elector. "¡Enriquecéos!", espetaba Guizot a aquellos que reclamaban el derecho al voto. Sólo los que trabajaban, ahorraban y se enriquecían podían acceder a manifestar su voluntad política en el acto electoral. La política liberal se inscribe de esta manera en la perspectiva de una moral burguesa que ignora las dificultades y las trabas que tienen los individuos de las clases más deprimidas para promocionarse socialmente. Por eso, aunque el liberalismo se basa en la igualdad de derecho, en el sentido de que todos los ciudadanos gozan de los mismos derechos civiles, de hecho establece unas diferencias sociales basadas, no en el nacimiento y en la sangre como ocurría en el Antiguo Régimen, sino en la posesión de riquezas.El dinero es uno de los pilares fundamentales del orden liberal, por cuanto se convierte en un principio liberador. Frente a la escasa o nula movilidad social que ofrecía la propiedad del suelo, que ataba al individuo a la tierra, o el nacimiento, el dinero como pauta para establecer la jerarquización de la sociedad abre posibilidades a todos para alcanzar un puesto en su escalafón. Las sociedades de los países occidentales de Europa ofrecen numerosos ejemplos de individuos que han ascendido rápidamente en la jerarquía social. El dinero se convierte, pues, en un factor de liberación y en un medio para la emancipación social de los individuos.Pero el dinero puede ser también un motivo de opresión. Para aquellos que no pueden alcanzar la riqueza, la situación se agrava. El triunfo de una economía liberal, en la que se impone el beneficio sobre cualquier otra consideración, lleva aparejada la miseria de los más débiles, que se ven desprotegidos en una sociedad en la que sólo existen las relaciones jurídicas, impersonales y materializadas por el dinero. El liberalismo político alcanzaría un notable grado de desarrollo con los doctrinarios franceses, entre los que destacaron Benjamin Constant, Guizot y Royer Collard.Desde el punto de vista económico, el liberalismo defendía la libertad plena y total, la supresión de las corporaciones y de los gremios, y de todas las trabas que pudieran suponer un obstáculo para el libre desenvolvimiento de las empresas y de las asociaciones. El Estado burgués debía renunciar a los viejos principios del mercantilismo y a cualquier tipo de intervencionismo en la economía de los países. Jeremy Bentham (1748-1832) fue uno de los pensadores que más influyó en la consolidación de estas ideas en estos años iniciales del siglo XIX. Bentham aseguraba que "los individuos interesados son los mejores jueces para el empleo más ventajoso de los capitales y que el hombre de Estado tan propenso a inmiscuirse en las cuestiones de la industria y del comercio no es en nada superior a los individuos que quiere gobernar sino que le es inferior en muchos aspectos". En efecto, su argumento era que un ministro no tiene por qué saber mejor que un hombre de empresa cómo se manejan los negocios puesto que éste se ha dedicado a ello toda su vida, por consiguiente le es inferior. De ahí que concluyese que "la intervención de los gobiernos es una equivocación; actúa más como un obstáculo que como un medio". Para él, el Estado era incapaz de regular y de ordenar la sociedad económica y debía abstenerse y dejar al individuo que dispusiese libremente de sus propios intereses.En este mismo sentido desarrollaron sus teorías económicas liberales otros pensadores que se basaban a su vez en tratadistas del siglo XVIII como Adam Smith y los fisiócratas franceses, aunque ya no creían como ellos en un orden económico espontáneo debido a la bondad de la Providencia y al juego de la libertad individual. Entre ellos se hallaba Robert Malthus (1766-1836), quien publicó su polémica obra Ensayo sobre el principio de la población el mismo año en que estalló la Revolución francesa, aunque fue reeditada posteriormente en numerosas ocasiones. La idea fundamental de Malthus es que la población se acrecienta en progresión geométrica, mientras que la subsistencia lo hace sólo en progresión aritmética. De esa forma, la miseria en el mundo tendería a aumentar ya que la población crecería más rápidamente que la producción para alimentarla. "Un hombre que nace en un mundo que está ya completo -escribió Malthus-, si no puede obtener de sus padres la subsistencia que justamente les pide, y si la sociedad no necesita de su trabajo, no tiene ningún derecho a reclamar la más mínima porción de alimento y, de hecho, está de más. En el gran banquete de la naturaleza, no existe un cubierto para él". Los hechos demostraron posteriormente que los cálculos de Malthus eran equivocados. Ni la población creció tan rápidamente, ni la producción aumentó de forma tan lenta como había previsto. Sin embargo, introdujo el concepto de crecimiento, frente al sistema económico de tipo estático que describían Adam Smith y los fisiócratas.Del pesimismo de Malthus participaba también otro de los economistas liberales de la escuela inglesa: David Ricardo (1772-1823). Para él, no era posible extraer más riquezas de la tierra ya cultivada y por lo tanto sólo cabía esperar que aumentara la producción agrícola mediante la roturación de nuevas tierras que, por supuesto, eran de menor valor. Por eso, requerían un mayor esfuerzo para su cultivo, por lo que los precios tenderían a aumentar. Por otra parte, la introducción de nuevas técnicas en las tierras de buena calidad, no serviría para aumentar su rendimiento. Por el contrario, a partir de un cierto nivel de inversión para mejorar los cultivos, la producción no se incrementaría al mismo ritmo; es lo que se llama la ley del rendimiento decreciente. Consiguientemente, Ricardo creía que las dificultades económicas y la miseria no podrían ser corregidas ni por los progresos técnicos ni por las reformas sociales.Otro economista liberal de esta época y que representa el espíritu de la burguesía del siglo XIX es Stuart Mill (1806-1873), quien a diferencia de sus antecesores defendía una cierta intervención del Estado en la economía. Para Stuart Mill se había llegado al término de una evolución y no era posible ya que se produjeran grandes cambios; es más, había que poner todos los medios para impedir que éstos pudiesen darse.Resulta curioso señalar la relación existente entre liberalismo económico y conservadurismo. En efecto, para muchos el liberalismo puede evocar una noción de libertad, opuesta al conservadurismo. Sin embargo, en el terreno económico el liberalismo se caracteriza por un sistema que, bajo la máscara de la libertad, se basa en el principio de la selección de los seres vivos, mediante el que los más fuertes acaban con los más débiles.Otros economistas, en general franceses, proponían un liberalismo más optimista. Entre ellos cabe citar aquí alean Baptiste Say (1767-1832), F. Bastiat (1801-1850) y Charles Dunoyer (1786-1862). Todos ellos eran contrarios a la intervención del Estado en la economía pues existían leyes naturales que eran las que debían regirla. No eran partidarios de establecer ningún sistema de asistencia ni de atención a los menos favorecidos, porque eso -decían- contribuía a extender la pereza y la incuria. Sin embargo, eran partidarios de fomentar la industria y creían en el aumento ilimitado de la producción. Sólo en un punto parecen contradictorias las doctrinas de estos economistas: aunque contrarios a la intervención del Estado en el control interior de la producción y en lo relativo a las leyes sociales, se mostraban partidarios de la participación del mismo en las cuestiones aduaneras. Casi todos ellos eran proteccionistas.
contexto
Lindon B. Johnson llegó a la presidencia con 55 años y una trayectoria política brillante. Hijo de un matrimonio mal avenido, su padre era un político un tanto zafio y su madre una persona de preocupaciones intelectuales que creía haberse casado por debajo de sus posibilidades. De extracción social modesta, el conjunto de estas circunstancias contribuyó a crear un carácter duro y un poco salvaje, necesitado de cariño y ansioso de éxito y de actividad para compensar ese pasado. Quizá, sin embargo, la herencia más importante de su infancia fue su tendencia y, al mismo tiempo, su capacidad para trascender el conflicto que demostró fundamentalmente en su relación con el poder legislativo. Dedicado a la política profesional, Johnson llegó al Congreso en 1931 pero su verdadero éxito lo logró en el Senado a partir de su elección por su Estado natal de Texas (1948). En un principio fue un demócrata en relación estrecha con Roosevelt, pero acabó evolucionando hacia la derecha. Con el paso del tiempo utilizó la política para, a través de las concesiones de emisoras de radio, conseguir una pequeña fortuna personal. Fue líder demócrata del Senado con tan sólo 45 años y dominó esta Cámara como nadie lo había hecho hasta el momento. No era buen orador pero era capaz de manejar a las personas como pocos por el procedimiento de la adulación y la amenaza con lo que, además, superaba sus propios problemas personales. Dio la mejor prueba de su manejo del legislativo al asegurar a uno de sus colaboradores con absoluta precisión que podía convertir los proyectos de Kennedy en leyes con 27 votos republicanos. Tenía defectos evidentes -vanidad motivada por la inseguridad y tendencia a exigir sumisión de sus colaboradores más cercanos- pero profundamente despreciativo del "establishment" del Este seguía siendo mucho más liberal de lo que creyeron muchos de sus contemporáneos. No insistía en las divergencias ideológicas con los más conservadores pero tuvo siempre un sincero deseo de reforma social acompañado por una enorme capacidad de trabajo a pesar de haber sufrido un temprano infarto. De Gaulle aseguró que Kennedy era la máscara de los Estados Unidos y Johnson su verdadero rostro. Realmente había una gran diferencia entre ambos: el primero era preciso, distante y con ribetes intelectuales mientras que el segundo siempre fue emocional, expansivo y, ante todo, un político profesional. Johnson consiguió llevar a buen término buena parte de las medidas de reforma con las que Kennedy había fracasado ante el Congreso. Lo cierto es que se vio ayudado por la exigencia de transformación existente en la propia sociedad norteamericana. En 1962 Harrington había presentado, en La otra América, el panorama de una "cultura de la pobreza" que podía no aparecer a primera vista. Estos años hubo un gran crecimiento económico -entre el 7 y el 9% en el período 1964-6- mientras el desempleo, en cambio, estuvo por debajo del 5%. Johnson consiguió que este crecimiento fuera en beneficio de todos. Durante su presidencia la minoría negra pasó del 54 al 60% de la renta de los blancos mientras el número de las familias en el umbral de la pobreza disminuyó del 22 al 13%. El nuevo presidente empezó a desarrollar su tarea reformista pronto y con decisión. Los seis primeros meses de 1964 los dedicó a la ley de derechos civiles. Cortejó a los dirigentes del Congreso, según dijo luego, más que a su esposa en el tiempo del noviazgo. La ley pretendía la desaparición de la discriminación racial pero fue el comienzo para la desaparición también de las diferencias de trato de género. Con este impulso inicial y con el recuerdo del trágico final de su antecesor en la presidencia resultaba ya muy probable la victoria electoral de Johnson en las elecciones presidenciales de 1964, pero sus adversarios hicieron casi todo lo posible para que tuviera lugar. El candidato republicano fue el senador del Medio Oeste Barry Goldwater, un reaccionario dispuesto a oponerse a cualquier esfuerzo del Gobierno por imponer mediante el intervencionismo federal cualquier tipo de legislación sobre los derechos civiles. Sus posibles alternativas dentro de este campo político reaccionaron demasiado tarde para impedir su victoria y durante la campaña electoral Goldwater cometió todos los errores posibles, como declarar que no tenía un cerebro de primera categoría, que el niño no tenía derecho a la educación y en muchos casos era mejor que no estudiara. Le parecía bien emplear bombas atómicas para hacer desaparecer los bosques en Vietnam y aseguraba que la moderación en la defensa de las ideas correctas no significaba ninguna virtud. Con este lenguaje se puede decir que la campaña había concluido antes de comenzar pero, por si fuera poco, Johnson se demostró un candidato pragmático y efectivo eligiendo como compañero de candidatura a Humphrey, otro candidato del Medio Oeste prestigioso por su reformismo social. La victoria de los demócratas fue abrumadora logrando Johnson hasta el 90% del voto negro. En estas circunstancias pudo el vencedor iniciar su tarea legislativa bajo los mejores auspicios. Nunca un presidente dio semejante sensación de dominar la situación parlamentaria en tal grado como Johnson. De enero a agosto de 1965 envió 65 mensajes al Congreso proponiendo una legislación nueva. No sólo éste era más demócrata que nunca, sino que había mucha gente nueva en las filas de la mayoría. El clima de apertura hacia las reformas no sólo era patente en el legislativo sino también en el poder judicial. El Tribunal Supremo desde 1962 tomó decisiones que encantaron a muchos liberales y que incluían la inconstitucionalidad de obligar a los niños a aprender oraciones religiosas en la escuela. Presidido por Warren, creó, sobre todo, una conciencia de derechos que faltaban porque la legislación no había entrado en todos los terrenos posibles. Los principales avances se refirieron a los derechos de la minoría negra. La ley de 1965 sobre derechos de voto supuso que el poder federal podía intervenir en el caso que los exámenes para registrar electores en los Estados supusieran la marginación de un 50% del electorado de una minoría racial. Gracias a medidas como éstas en seis Estados se pasó de un porcentaje de población negra registrada para el voto del 30 al 45%. En 1967 habían alcanzado el 50% los negros que votaban en los Estados sureños. En 1968 la delegación en la convención demócrata de Mississippi, el Estado segregacionista por excelencia, tenía ya negros. A mediados de los setenta los negros empezaron a ganar las elecciones al Congreso en los Estados del Sur. Pero no sólo en este terreno la presidencia de Johnson demostró un excepcional impulso reformista en lo social. Pocos presidentes norteamericanos pusieron en práctica tantas ideas que hacía poco tiempo habían sido consideradas como visionarias. En educación, por ejemplo, triplicó el gasto federal. Más importante aún fue la introducción de un programa de sanidad pública. En 1965 la mitad de los norteamericanos mayores de 65 años no tenían seguro de enfermedad. El primer programa dirigido a proporcionársela - fue firmado ante Truman, quien había sido el primero en proponer la medida. Aun así -e incluido el posterior programa Medicaid-, en el comienzo de los años ochenta el 15% de los ancianos carecían de seguro médico, un porcentaje superior al de cualquier país industrializado. Durante la presidencia de Johnson se introdujo también un cambio de las leyes de inmigración que permitió la llegada anual de 300.000 inmigrantes y que, además, supuso por vez primera la posibilidad de traer a Estados Unidos a los parientes directos. Esta nueva legislación inmigratoria reflejó la actitud liberal del momento pero de ninguna manera se esperaba que el resultado a medio plazo fuera el incremento exponencial de los inmigrantes. Incluso, de una forma excepcional para lo que sigue siendo la cultura política de los Estados Unidos, se introdujeron programas destinados a ampliar la acción pública en materias en las que hasta el momento se había dejado la iniciativa a la propia sociedad. A tal propósito respondió la creación del National Endowment for the Arts y el National Endowment for the Humanities. La espectacularidad de todas estas acciones no debe hacer olvidar, sin embargo, que Johnson fue un presidente respetado pero no amado. A diferencia de Kennedy, sus relaciones con los medios de comunicación fueron siempre malas y en el fondo de la sociedad norteamericana aparecieron pronto signos de malestar bajo la apariencia brillante de estas espectaculares medidas reformistas. El propio Johnson tuvo una marcada tendencia a multiplicar la bondad de sus propias medidas y a mostrar un optimismo exagerado y, por ello, pernicioso. En realidad, muchas de las reformas parecían insuficientes a quienes hubieran debido estar más satisfechos por ser los principales beneficiarios de las mismas mientras que nacía un profundo descontento en quienes se sentían agraviados por ellas. Este fenómeno fue denominado "backlash" -algo así como culatazo- y pudo percibirse entre los blancos pobres del Sur pero también entre los obreros industriales de la misma raza en el Norte. Algunos de estos fenómenos fueron ya visibles a mediados de los sesenta. En la propia convención demócrata de 1964 un Partido Demócrata Libre de Mississippi, formado por los negros, no consiguió convencer a sus correligionarios de la ausencia efectiva de los derechos civiles en todo el Sur de Estados Unidos. Al mismo tiempo, tuvo lugar un súbito e inesperado crecimiento de los republicanos en el Sur, lo que fue presentado -con razón- como una tendencia de futuro. En efecto, el Sur había sido dominado por el sector más conservador del Partido Demócrata pero ahora, al convertirse en republicano dio la sensación de poder alterar el balance político del país. A mediados de 1965 empezaron a surgir problemas: los disturbios del barrio de Watts en Los Angeles demostraron que empezaba a existir entre los protestatarios, una tendencia hacia una violencia ciega mientras que algunos de los líderes negros como Malcolm X hacían bromas siniestras acerca del asesinato de Kennedy. Para los blancos pobres este género de protesta era la antítesis de los procedimientos gracias a los que podían conseguir prosperar en su propio status. No es posible saber si todos esos factores hubieran supuesto para la sociedad norteamericana el fuerte grado de polarización que se produjo con la Guerra de Vietnam pero ése fue, desde luego, el resultado. Como ya sabemos, la intervención norteamericana allí no fue un accidente ni tampoco una extravagancia radicalmente alejada de la línea vertebral de la política exterior seguida hasta el momento. Así como Truman, en el momento más grave de la fase inicial de la Guerra fría, aseguró que "Corea es la Grecia del Extremo Oriente"; luego se localizó en Vietnam el punto neurálgico de la resistencia frente al comunismo. En la época de Kennedy se convirtió en el test que necesitaba la Administración para demostrar que era posible una "respuesta flexible" y que, además, Norteamérica estaba dispuesta a resistir al adversario. En realidad, estaba en juego la visión de toda una generación acerca de los inconvenientes de haber adoptado una actitud en exceso tolerante respecto a la agresividad totalitaria. Pero ello tuvo el lógico inconveniente de enfrentarse a un adversario que era distinto de como se le percibía, mientras que también lo eran aquellos que aparecían como aliados. Dean Acheson había afirmado que "todos los estalinistas en áreas coloniales son nacionalistas", frase que tenía el inconveniente de que podía convertirse en reversible produciendo efectos desastrosos. Al mismo tiempo, los aliados de la democracia norteamericana eran en Vietnam quienes sólo se identificaban en la sociedad norteamericana con los círculos católicos más intransigentes. Johnson, como nuevo presidente, podía haber roto con los compromisos del precedente pero su política fue, en cambio, idéntica en parte porque coincidía con la visión de que las cesiones ante el adversario serían suicidas y en parte también porque no hubo verdadera oposición a la intervención en Vietnam. Para él "Vietnam era como El Álamo", es decir el equivalente a una resistencia patriótica en pro de la libertad, pero para muchos norteamericanos la guerra acabó siendo "la guerra de Johnson", es decir un conflicto lejano provocado por la insensatez y la ceguera de un gobernante megalómano. Existen otros factores que explican su posición. En un primer momento, el 70% de la población prestaba poca atención a lo que sucedía en el Sudeste asiático. Para el propio Johnson la prioridad no fue nunca Vietnam: decía de sí mismo que había tenido que abandonar a la mujer que quería -su programa de reformas identificado con la "Gran Sociedad"- por esa "puta guerra". A lo sumo temía que Bob Kennedy le achacara la ruptura con la que había sido política de su hermano. No era en absoluto un entusiasta de la contención en Vietnam sino que carecía del menor interés en esta materia, a diferencia del que había sido el caso de Kennedy. No trató de provocar nuevos enfrentamientos pero tampoco trató de evitarlos y de esta manera a la tenacidad de los nordvietnamitas respondió con una escalada intervencionista que tuvo escaso resultado bélico y que acabó por deteriorar su imagen ante la opinión pública norteamericana. Tuvo la sensación de que podía mantener a la vez la guerra y la reforma social. En un primer momento, durante 1964 y 1965, resistió la presión de los halcones que parecían movilizar la oposición más beligerante en contra de su persona. Entonces temió ser criticado no sólo por los adversarios sino por los próximos en un momento en que incluso los sindicatos estaban dispuestos a apoyar la intervención en Vietnam. Éste para Johnson no era más que "una nación de meada de hormiga", algo insignificante. Lo que le importaba era la credibilidad de Estados Unidos y a lo que creía que debía ser ésta sacrificó todo. No era un obseso de la guerra sino más bien un político que a cada momento tenía menos alternativas y que acabó encerrado en un callejón sin salida. Tanto los bombardeos como la escalada de envío de soldados norteamericanos a Vietnam no sirvieron más que para ratificar la decisión de combatir del Norte. Kennedy había iniciado su presidencia con 685 norteamericanos combatiendo en Vietnam y la dejó con 18.000. Johnson ganó las elecciones de 1964 con tan sólo 25.000 norteamericanos en Vietnam, y elevó la cifra a un millón. Pero todo ello no sirvió de nada. No se trata aquí de abordar el conjunto de la guerra en sí misma o desde el punto de vista de las relaciones internacionales del momento sino de describir su impacto en la sociedad norteamericana. La incapacidad de Johnson para explicar la guerra derivó, en primer lugar, del hecho de que ni siquiera la consideraba necesaria. Su creencia -y la de sus colaboradores- en la eficacia ilimitada de los medios técnicos puesta a disposición de la maquinaria bélica parecía eximirle de hacerlo. Pero el adversario era como un corcho que flotaba en el agua y al que no se conseguía derrotar por más que los golpes fueran cada vez más duros. Ball, el subsecretario de Estado que fue uno de los escasos opositores iniciales a la escalada en Vietnam dentro de la Administración, acabó asegurando que enviar más tropas a Vietnam era como someter a un tratamiento de cobalto a un enfermo de cáncer terminal. Las tropas americanas combatieron bien, en especial antes de 1969, pero siempre fueron extraños luchando en una tierra desconocida por una causa que no acababan de comprender. Johnson había tenido mayorías abrumadoras a su favor en los cuerpos colegisladores al comienzo del conflicto, pero éstas acabaron desvaneciéndose de forma súbita. Cuando sucedió, no quiso plantear la cuestión en toda su crudeza ante el Congreso o el Senado. En cuanto a la opinión pública, a diferencia de lo sucedido en la Guerra Mundial o en la de Corea, la mayor parte de los jóvenes en edad de ser reclutados no entraron en combate, pero sobre un amplio segmento de la sociedad planeó la posibilidad de que así sucediera. Es muy probable que lo decisivo de cara a la opinión pública fuera, mucho más que el temor a perder la vida, la absoluta incomprensión de la guerra y la aparente imposibilidad de ganarla. De este modo se deterioró brutalmente la imagen de Johnson, que en 1963 tenía tras de sí a ocho de cada diez norteamericanos y en 1967 conservaba sólo a cuatro. El momento decisivo fue la ofensiva del Tet en 1968 que, aunque fuera una derrota militar para el Vietcong, resultó una gran victoria de cara a la opinión norteamericana. La protesta en contra de la guerra quedó estrechamente vinculada a las demandas en el interior de la propia sociedad norteamericana. Se recordó, por ejemplo, que cuando sólo el 12% de los soldados eran negros, sufrían el 24% de las bajas. Johnson, obsesionado por el deterioro de su imagen e incapaz de comprender la protesta en las calles, acabó por no tomar mínimamente en serio a aquellos que, en su Administración, disentían de su política. En un principio, según cuenta en sus memorias, había interpretado como inevitable un cierto deterioro de su imagen por Vietnam -a Truman le había sucedido igual con ocasión de la Guerra de Corea- pero luego simplemente no entendió lo sucedido: "¿Cómo es posible después de lo que hemos conseguido?", se preguntaba teniendo en cuenta el éxito de su política interior. Nunca consiguió liberarse de Vietnam. Eso es lo que explica que otros presidentes muy criticados -incluso Nixon- consiguieran luego rehabilitar su imagen mientras que ése no fue el caso de Johnson a pesar de sus éxitos internos. Poco más cabe decir de la política exterior de Johnson, que también se vio condenada a quedar engullida por la vorágine de Vietnam. La intervención en Santo Domingo fue criticada por parecer una respuesta excesiva a un peligro comunista en realidad inexistente y provocó paralelismos que ofrecían una imagen deprimente del supuesto o real imperialismo norteamericano. No se tuvo en cuenta, en cambio, que fue Johnson quien dio orden de detener cualquier atentado contra Castro. Los gestores de la política exterior norteamericana descubrieron con disgusto que, a la hora de la verdad y respecto al Vietnam, nada quedaba de la solidaridad entre las potencias democráticas respecto al Sudeste asiático. Ya no sólo De Gaulle sino también los británicos se mantuvieron muy distantes de la política norteamericana.
contexto
En Venezuela, Miranda fue puesto a la cabeza de una junta surgida de los sucesos del jueves Santo de 1810, pero la oligarquía cacaotera, los mantuanos, que tenía un gran peso en el movimiento independentista lo recibió sin demasiada alegría. Miranda radicalizó la revolución y en junio de 1811 logró la declaración de la independencia. Sus partidarios controlaban el litoral cacaotero, mientras que el Oeste y el interior permanecían fieles a la corona. La base naval de Coro, al oeste de Caracas, seguía leal a España, bajo el mando del capitán Domingo de Monteverde, aunque sin causar demasiada alarma a los rebeldes. El terremoto que asoló Caracas, y que fue visto como castigo divino por los realistas, dio un giro importante a los acontecimientos. Monteverde se decidió a avanzar y la guarnición de Puerto Cabello abandonó la causa revolucionaria y se manifestó partidaria de la monarquía. Como en las plantaciones de cacao aumentaba el malestar entre los esclavos negros, los mantuanos, muy afectados por los sucesos de Haití, decidieron terminar con el experimento revolucionario. Esto se produjo con la firma de un armisticio. En un oscuro episodio, que contó con la participación de Bolívar, Miranda fue capturado por los realistas. Posteriormente Bolívar se refugiaría en Nueva Granada.Mientras los hacendados caraqueños cesaban en su lucha, la rebelión continuó en la costa de Cumaná y en la isla Margarita, impulsada por los negros y mulatos. La lucha se hizo más violenta y los rebeldes se dedicaron a matar a los colonos canarios, muy numerosos en la región. A su vez, éstos comenzaron a organizarse para defenderse de los ataques a los que eran sometidos y su respuesta no fue menos brutal. Se iniciaba la guerra a muerte, que a partir de junio de 1813 sería institucionalizada por Bolívar. Santiago Mariño, el líder rebelde de Cumaná, avanzó desde el este, mientras Bolívar, que había reaparecido en los Andes venezolanos, convergía sobre Caracas, adonde entró en agosto de 1813. Monteverde, derrotado, se refugió en Puerto Cabello. Los realistas iban a encontrar en José Tomás Boves a un nuevo y eficiente jefe, gracias a la entrada en la guerra de los Llanos ganaderos. Los llaneros siguieron a Boves contra los revolucionarios en una campaña exitosa que derrotó tanto a los costeros de Mariño como a los andinos de Bolívar. Bolívar huiría nuevamente a Nueva Granada, para luego buscar refugio en Jamaica. De este modo, Venezuela se convirtió en una poderosa fortaleza española, reforzada en 1815 por el envío de 10.000 hombres, al mando del general Pablo Morillo, que intentaría acabar con la revolución neogranadina. En Nueva Granada la respuesta contra la rebelión se concentró en el sur, especialmente en Pasto y Popayán, vecinas de las leales Quito y Perú. Aquí también, como en Chile, los conflictos entre los líderes independentistas fueron la peor amenaza para la revolución. El radical Antonio Nariño se impuso al moderado Lozano y se convirtió en el presidente de la república de Cundinamarca, contraria a la integración en las Provincias Unidas de Nueva Granada, con las que ya se había enfrentado. En 1814, los realistas peruanos avanzaron desde Popayán a Antioquía y tomaron prisionero a Nariño. Fue entonces cuando la confederación de Nueva Granada, con el apoyo de Bolívar, conquistó Bogotá, pero a causa de su debilidad, fue incapaz de imponer su control sobre la totalidad de su jurisdicción. Morillo, luego de conquistar Cartagena entró en Bogotá. Un año después de la tentativa fracasada de 1816, Bolívar, desde Haití, reinició el proceso emancipador en Venezuela. Dada la falta de recursos y de respaldos políticos, sus condiciones iniciales eran más dramáticas que las de San Martín. Para impulsar la independencia fue necesario cortar los lazos que seguían vinculando a los mantuanos con la revolución, dado que éstos últimos hacían primar sus intereses concretos sobre la marcha de los acontecimientos políticos. De este modo, y pese a su autoritarismo, la revolución bolivariana iba a tener un fuerte componente popular, cuya fuerza le permitiría extender su república de Colombia a Guayaquil e inclusive proyectar su influencia hasta el Alto Perú (no en vano la nueva república se llamaría Bolivia). Si en 1816 Bolívar dio un fuerte impulso a la revolución al prometer la liberación de los esclavos, a los que quería atraer a sus filas, en 1817 forjó una importante alianza con José Antonio Páez, un jefe guerrillero partidario de la independencia surgido de los Llanos, la misma región que Boves. La incorporación de los Llanos a la causa de Bolívar sería una de las claves de su triunfo. En un primer momento, el libertador intentó ocupar Caracas, pero como Morillo le cerró el paso, cambió su rumbo y retornó a los Llanos y a la Guayana, para desde allí cruzar los Andes en dirección a Colombia, con un ejército de 3.000 hombres. La victoria de Boyacá daría a Bolívar el control de Bogotá y del centro y norte de Nueva Granada, salvo Panamá. Se daban los primeros pasos para la creación de la república de Colombia y en 1819, el Congreso de Angostura formalizó su estructura política. Se creó una especie de república federal, presidida por Bolívar e integrado por Nueva Granada y Venezuela. Cada una de ellas tenía un vicepresidente a cargo de las tareas administrativas, mientras Bolívar seguía con la guerra. La liberación de Venezuela se convirtió en prioritaria. Las noticias del triunfo liberal en España tuvieron consecuencias nefastas para el bando realista, que veía cómo sus fuerzas se debilitaban. La victoria de Carabobo, en 1821, le permitió a Bolívar entrar en Caracas. Ese mismo año, Sucre, tras sus triunfos en Riobamba y Pichincha conquistó Quito. Al mismo tiempo Bolívar derrotaba a las fuerzas realistas de Pasto, en los Andes. La fortaleza de este emplazamiento radicaba en su población mestiza, que gracias a la prédica del obispo había sido ganada para la causa del rey. De este modo Colombia se veía libre de amenazas y Bolívar tenía las manos libres para dirigirse al Perú. En 1821 se celebró un nuevo congreso, esta vez en Cúcuta, que dio a Colombia una organización más centralizada que la de Angostura. Los tres pilares de la nación (Venezuela, Nueva Granada y Quito) perdían su autonomía y todo el territorio nacional, dividido en departamentos, sería gobernado desde Bogotá. La tarea se encomendó al vicepresidente Francisco de Paula Santander y fue de una gran dificultad. La autoridad de Bogotá sobre Venezuela era bastante relativa, ya que allí Páez, dueño del poder militar, era el árbitro absoluto de la vida política. En Bogotá, no se veía con buenos ojos la gestión demasiado liberal de Santander, de modo que el futuro, inestable y autoritario, no tenía buenas perspectivas para Nueva Granada.
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El libro I de las "Antigüedades" breve análisis de su contenido De los tres libros que integran esta obra, el primero es, sin duda, el más amplio y el de contenido más variado, y está dividido, a su vez, en 28 breves capítulos. Se abre el libro con una Descripción general de todas las Indias, en la que Hernández nos muestra su interés por ubicar geográficamente las Indias Superiores e Inferiores, entendiendo por esto los hemisferios norte y sur. Entra luego en materia con dos capítulos en los que se ocupa del primer momento de la vida del ser humano en la tierra, es decir, el parto de las mexicanas y las ceremonias que lo acompañaban. Destaca cómo este momento tan importante iba siempre acompañado de la expresión de textos especiales, los que en nahuatl se llaman huehuehtlahtolli o palabras de los viejos. Los huehuehtlahtolli eran piezas retóricas que se recitaban en los momentos más importantes de la vida del ser humano con objeto de mostrar a éste la doble cara de la realidad terrenal, sus aspectos más positivos y las dificultades que en la existencia salen de continuo al paso. Hernández en su obra no ofrece ningún huehuehtlahtolli completo, simplemente da un esbozo de ellos. Por su belleza de forma y de contenido, este tipo de discursos ceremoniales había cautivado desde temprana fecha a misioneros como fray Andrés de Olmos y fray Bernardino de Sahagún, quienes nos han dejado en sus obras un buen repertorio de ellos. Los religiosos se percataron de que estos textos encerraban reflexiones sabias e incluso trascendentales sobre el ser y el actuar del hombre, envueltas en un lenguaje retórico, preciso y de gran riqueza literaria. En los tres siguientes capítulos, Hernández hace una descripción de la educación que recibían los jóvenes en los centros especializados. Eran éstos el telpochcalli, o casa de muchachos, donde se les preparaba para las armas, y el calmécac, escuela donde se aprendía lo tocante a la naturaleza, lo sagrado, la interpretación de los libros de pinturas y los textos literarios transmitidos por tradición oral sistemática. Todas estas enseñanzas estaban orientadas a que la persona fuera dueña de un rostro y un corazón31, y se recibían en un régimen de vida austerísimo que incluía ayunos, punzamientos en diversas partes del cuerpo y otros sacrificios. En cuatro capítulos esboza Hernández los rasgos más sobresalientes de la vida familiar. Describe las ceremonias matrimoniales, en las que no faltaban los huehuehtlahtolli, y una gran fiesta comunitaria que corría a cargo de la familia del novio. Es interesante destacar que esta costumbre aún pervive en el México rural, mientras que en las ciudades lo común es que la fiesta corra a cargo de la novia, herencia de tradición hispánica. Al hablar del matrimonio distingue entre el de los ricos, pipiltin, y el de la gente del común, los macehualtin. Estos sólo tenían una esposa, mientras los primeros podían tener mujeres, amigas y concubinas al gusto. Hernández adorna este capítulo solazándose con la descripción de los bellos apartamentos de las mujeres de Moctezuma y ponderando el gran número de esposas del tlahtoani azteca. La descripción de la sociedad del México antiguo está centrada en dos niveles, por cierto muy contrastantes, el de los esclavos y el de los señores. A estos últimos dedica tres capítulos en los que analiza la llamada institución Teuyotl, de los señores o señorío, la cual nos hace recordar la caballería de la Edad Media. Un espíritu de dignidad y refinamiento presidía la vida de estos señores, lo mismo que la de la persona real. Lo sagrado está siempre presente, y en los momentos especiales no falta la palabra de los viejos. En este primer libro se ocupa también del sistema legal de los nahuas. Más que definir la esencia del derecho, se fija en el aparato establecido para administrar la justicia, montado sobre un número de jueces que informaba directamente al tlahtoani de México-Tenochtitlan. Describe los delitos y establece una distinción entre los castigos que se daban a señores o a la gente del común. Cosa curiosa, según él, las condiciones infrahumanas de las cárceles obedecían al propósito de que fueran ellas, en sí mismas, un escarmiento para la ciudadanía. En el conjunto de las obras que hoy llamaríamos de literatura antropológica del XVI, se concede particular atención a los huehuehtlahtolli, como hemos visto. Hernández, en el capítulo decimoséptimo, vuelve sobre ellos y resume en forma apretada nada menos que el libro VI de Sahagún, el dedicado a la Retórica, Filosofía Moral y Teología de la gente mexicana, donde hay cosas muy curiosas tocantes a los primores de su lengua, y cosas muy delicadas tocantes a las virtudes morales32. En obra como la presente, Hernández no puede reflejar estos primores y estas virtudes, pero al final del capítulo y, como para compensar, hace un comentario que vale la pena recordar: He considerado que no debía omitir por completo estas cosas con las que muestro cúan virtuosos eran, aún cuando idólatras y antopófagos, y cuánto cuidado tenían en educar a los hombres y cuánta fuerza en el discurso33. Un pueblo tan religioso como el mexica tenía creencias y ceremonias muy profundas sobre un alma inmortal y sobre el más allá. Hernández las describe en dos apartados, y se fija en los funerales y en los sacrificios que se llevaban a cabo con motivo de la muerte de los señores y del tlahtoani. Los últimos capítulos del primer libro ofrecen un interés especial porque es allí donde el protomédico expresa un buen número de opiniones propias. Tres de ellos, del 21 al 23, versan sobre la ciudad de México, tanto en el momento del contacto con los españoles como en la década de 1570, tiempo en que él la conoció. Hace precisiones muy atinadas sobre el valle de México y el entorno montañoso que lo rodea. La laguna, dice, hierve con chalupas..., llevando lo necesario para las poblaciones vecinas y limítrofes, que sólo aquellas que son de los mexicanos exceden en número de cincuenta mil. No son menores las alabanzas a la ciudad, de la que dice que abunda en toda clase de atractivos, y para abarcar mucho en pocas palabras, todo lo egregio que pueda ser encontrado en las ciudades más florecientes de España34. El clima del valle es también objeto de su atención. Lo define como entre frío y caliente pero un poco húmedo, debido a la laguna35. No es extraño que, viniendo de una tierra seca como es la de Toledo, encontrara muy húmedo el clima del valle de México, hoy, desde luego, mucho más seco que en el XVI. En el mismo capítulo donde habla de la humedad, Hernández hace observaciones muy interesantes sobre los diferentes climas que se suceden a lo largo del año. Distingue él tres temporadas: tiempo de lluvias, de mayo a septiembre, con temperatura como nuestra primavera. Los cuatro meses después, dice, se inclinan algo a lo frío, y desde febrero hasta mayo crece poco a poco el calor como en tiempo estivo. Esta periodización del año merece ser comparada con la existente en el México antiguo, de dos estaciones --xopan, tiempo de verdor, y tonalpan, tiempo de calor-- y es desde luego mucho más apropiada que el modelo europeo de primavera, verano, otoño e invierno. Asombra a Hernández la cantidad y calidad de los frutos, tanto los autóctonos como los de origen español, y se admira de la variedad de la fruta durante todos los meses del año. Sus alabanzas son dignas de ser recordadas: Apenas hay en el orbe una ciudad que, por la copia de los alimentos... y por la abundancia de los mercados, pueda ser comparada con México. ¿Qué más? Dirías estar en un suelo ubérrimo y fertilísimo, de tal manera brillan y abundan todas las cosas, con penuria de nada y con fertilidad y abundancia de todo36. Después de leer estas consideraciones, no cabe duda de que Hernández había quedado atrapado por el Nuevo Mundo, como otros muchos españoles de su tiempo. Muchas cosas le causaron asombro, admiración y gusto, y esto se percibe en varios párrafos de su obra. Como ejemplo, y para terminar esta breve descripción del libro primero, recordaré sus propias palabras: Qué diré de las admirables naturalezas de tantas plantas, animales y minerales; de tantas diferencias de idiomas, mexicano, tezcoquense, otomite, tlaxcalteco, huaxteco, michoacano, chichimeca y otros muchos que apenas pueden ser enumerados..., de tantas costumbres y ritos de los hombres, de tantos vestidos con los que se cubren, y modos y maneras de otros ornamentos que apenas pudiera seguirlos la inteligencia humana37.
contexto
El libro III: su contenido A diferencia de los libros anteriores de asunto variado, el tercero posee una unidad temática. Todo él está dedicado a exponer la vida religiosa de los nahuas, a excepción del último capítulo, que presenta una descripción de Tlaxcala. Como introducción, Hernández ofrece una síntesis del panteón mexica enfatizando la figura de tres dioses, Tezcatlipoca, el dios creador, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli. Se detiene también en el culto al sol, al cual llama lámpara esplendentísima del orbe45, y nos presenta un esbozo del precioso mito del nacimiento del sol y la luna en Teotihuacán. La parte principal del libro es la integrada por los capítulos dedicados a explicar las 18 fiestas del calendario, una por mes. En las fiestas se hacía presente el sacrificio de los dioses, quienes a su vez regían el destino de los hombres, el tonalli. En ellas el hombre mexica vivía los momentos culminantes de lo sagrado y además recreaba y afianzaba la vida comunitaria. Imposible es hacer aquí un estudio sobre el complejo significado de las fiestas como creaciones importantes dentro del ámbito cultural nahua. Me limitaré a describirlas brevemente y a ofrecer algunas interpretaciones recientes de especialistas de este tema. Para Hernández, el año comenzaba el día 2 de febrero en el mes denominado Atlcaualo, que quiere decir "son dejadas las aguas", y estaba consagrado a Tláloc, dios de la lluvia46. En el segundo mes, denominado Tlacaxipeualiztli, "Desollamiento", se hacían sacrificios a Xipe Tótec, nuestro señor el desollado. El tercero y cuarto mes tenían parecido significado ritual. Se llamaban Tozoztli, "Vigilia", y Huei Tozoztli, "Gran vigilia", y estaban dedicados respectivamente a Tláloc y a Cintéotl, este último dios del maíz en forma de mazorca. En el quinto mes, Tóxcatl, "Sequedad", se recordaba al dios supremo, Tezcatlipoca. Los tres meses siguientes eran también tiempo de evocación del agua y el maíz. El sexto, Etzalcuiliztli, "Comida de maíz y frijol", era dedicado a los dioses de la lluvia. El séptimo, Tecuilhuitontli, "Fiestecita de los señores", a Huixtocíhuatl, diosa de la sal, emparentada con los dioses de la lluvia, y el octavo, Huey Tecuílhuitl, "Gran fiesta de los señores", a Xilonen, diosa del maíz tierno. Durante los tres meses siguientes, el hombre nahua volvía sus ojos a otras divinidades igualmente importantes. Así en el noveno mes, Tlaxochimaco, "Se ofrecen flores", recibía culto Huitzilopochtli, dios supremo de los mexicas. En el décimo, Xócotl Huetzi, "árbol que cae", los ritos eran para Xiuhtecuhtli, el dios del fuego, dios viejo, y en el undécimo, Ochpaniztli, "Barrimiento", se adoraba a la diosa madre bajo la advocación de Toci, nuestra abuela o Teteoinan, la madre de los dioses. El mes doceavo era el denominado Teutleco, "Llegada de los dioses", y en él se hacía recordación de los dioses en general. El decimotercero se dedicaba a los montes, que en el pensamiento nahua se tenían como origen de las lluvias. Por eso era llamado Tepeílhuitl, "Fiesta de los montes". Quecholli, "Flamenco", era el nombre del mes decimocuarto consagrado a Mixcóatl, dios de la caza. De nuevo Huitzilopochtli era venerado en el mes decimoquinto, el llamado Panquetzaliztli, "Acción de levantar banderas". En el siguiente, el decimosexto, los nahuas volvían a implorar los favores de los dioses de la lluvia. El mes se llamaba Atemoztli, "Bajada del agua". El penúltimo mes del calendario estaba dedicado a la diosa madre bajo la advocación de Tonan, "Nuestra madre", y de Ilamatecuhtli, la señora abuela, y se llamaba Tititl, "Arrugamiento". En el último, el decimoctavo, se hacía la fiesta a Xiuhtecuhtli, el dios viejo. Esta última fiesta se llamaba Izcalli, "Resurrección", y revestía especial resplandor en el bisiesto que, según Hernández, se celebraba cada cuatro años. Las 18 fiestas, más otras movibles dedicadas a diversos dioses, constituían las coordenadas sobre las cuales se cimentaban no sólo el cómputo del tiempo sino también los momentos más importantes en la vida en el México antiguo. En ellas se plasmaba una síntesis de fenómenos naturales y sobrenaturales vividos por el ser humano. El hecho de que Panquetzaliztli y Etzalcualitztli fueran celebradas en el solsticio de invierno y de verano, respectivamente, indica una percepción por parte del hombre de dos fenómenos astrales y de su consecuencia en el clima de la tierra. Dentro de un contexto similar se sitúan Tlacaxipeualiztli y Tóxcatl, la primavera celebrada el equinoccio de primavera y la segunda durante el lapso cenital del sol47. En un mismo plano que estos fenómenos astrales el calendario recogía también las inquietudes y preocupaciones del hombre respecto de su mantenimiento diario. Estas preocupaciones se reflejan en la serie de fiestas dedicadas a los dioses de la lluvia y del maíz, y en menor medida del frijol, el segundo alimento básico de Mesoamérica. Los meses dedicados a tales fiestas integran un verdadero ciclo agrícola de importancia capital para los nahuas, en especial para los macehualtin. Desde un punto de vista social, las fiestas agrupaban a los pipiltin, a los macehualtin y a los grupos profesionales. En ellas había intercambio de regalos y se convivía en los banquetes rituales. Johanna Broda, que se ha ocupado de profundizar en el significado social de las fiestas, señala cómo en ellas se establecían lazos entre los diferentes rangos sociales y esto contribuía a calmar las grandes diferencias de la sociedad mexica48. En todas las fiestas, y como elemento sustancial, está la divinidad, el dios alrededor del cual se aglutina el sentimiento religioso y se articula el culto, principio y fin del sentimiento de lo sagrado en un pueblo que vivía intensamente la religiosidad. De ésta decía Alfonso Caso, que intervenía en todos los actos del individuo y era la suprema razón de las acciones individuales y la razón de Estado fundamental49. Y en verdad que el sentimiento religioso vivido en las fiestas estaba íntimamente unido a la exaltación del poderío del imperio mexica y de su papel histórico en los cuatro rumbos del mundo. Esta exaltación se hacía presente a través de la actuación de los guerreros victoriosos y de los cautivos sacrificados, todos ellos protagonistas principales de un drama en el que lo sagrado tenía una importante función política. Las fiestas, pues, cumplían la gran misión de unir a todos en las cosas divinas y humanas. Ellas eran el núcleo alrededor del cual giraba la vida y la historia de los pueblos nahuas. Como final del libro, y como para ampliar el contexto nahua, el protomédico se ocupa de los cholultecas y tlaxcaltecas. De los primeros pondera la gran fiesta que dedicaban a Quetzalcóatl cada cuatro años, durante la cual los sacerdotes hacían ayunos y penitencias corporales durísimos. Tal fiesta se realizaba en la gran pirámide de Cholula, la mayor del ámbito mesoamericano. Hernández la calificó de portentosa y vasta máquina que ya casi tocaba el cielo50. Al hablar de Tlaxcala, resalta Hernández su cercanía cultural y a la vez su enemistad con los aztecas. Culturalmente, los tlaxcaltecas eran gentes de habla nahuatl y participaban de una cultura común con otros pueblos nahuatlanos, entre ellos los mexicas. Pero esta comunidad cultual no implicaba hermandad ni siquiera amistad en conflicto permanente y habían establecido entre ellos un tipo de luchas muy sui géneris, lo que se conoce como guerras floridas. Tales luchas no tenían como meta aniquilar al enemigo ni incorporarlo a su imperio, sino proporcionar permanentemente un vivero de cautivos con que alimentar los sacrificios humanos. La historia universal está llena de muchos tipos de guerras, pero no abundan en ellas las guerras floridas como las de mexicas y tlaxcaltecas. A grandes rasgos, los tres libros de las Antigüedades son una síntesis breve pero muy compendiosa de la vida y las creaciones culturales del ámbito central del México antiguo, el de los pueblos nahuas. En pocas páginas, y de manera sencilla, el lector de esta obra puede lograr una cabal aproximación al pasado inmediatamente anterior a la Conquista de los citados pueblos. Y al hablar de Conquista conviene describir, aunque sea brevemente, el libro que Hernández dedicó a este suceso y que lleva por nombre De Expugnatione Novae Hispaniae.