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Los erasmistas realizaron una ofensiva a favor del matrimonio como respuesta a la numerosa literatura antifeminista y satírica hacia la institución matrimonial. Y es que el español parece asumir el matrimonio como una visión tremendamente pesimista por lo que se exalta la feliz soltería. Al contrario de lo que se pueda pensar, el amor no está ausente de las relaciones matrimoniales, especialmente entre los miembros de las clases medias y bajas mientras que en las altas el matrimonio concertado es más frecuente. Juan de Molina alude a los alicientes del amor y del sexo matrimonial. La institución matrimonial se legitimará tras el Concilio de Trento donde se dio carta de naturaleza sacramental al matrimonio. Se apostó por los intereses de los padres al impedir matrimonios clandestinos por lo que se penalizaban las relaciones prematrimoniales. Se evitará que lleguen a consumarse los matrimonios realizados sin consentimiento paterno, actuando el párroco en connivencia con los padres. El matrimonio debía celebrarse, previas amonestaciones, ante el párroco de la novia y dos o tres testigos. La familia española se diferencia de la europea en la precocidad de la edad matrimonial de la mujer, la baja natalidad y la abundante ilegitimidad. La edad de las mujeres al casarse fue muy temprana en el Siglo de Oro. En Valencia la media es de 20 años y siete meses; en Valladolid, 20 años y dos meses; en Zaragoza, 19 años y medio mientras que en Francia o Inglaterra se establece una media de 26-27 años. En Cataluña se encuentra la mayor precocidad matrimonial mientras que Galicia será la región donde la mujer se casa más tarde -de 22 años y dos meses a 25 años y 9 meses-. La justificación de esta precocidad podía estar en la ausencia de relaciones matrimoniales y en el atractivo de la supuesta suculenta dote, que muchas veces era falsa. Las consecuencias del fenómeno serían los numerosos fracasos matrimoniales, el frecuente control del hogar por parte de padres y suegros y los cortos noviazgos. Pese a los tópicos existentes, la natalidad no fue muy elevada en España. La ratio oscilaría entre 3´1 y 4´2 hijos por mujer, estableciendo los periodos intergenésicos más largos de Europa. El País Vasco sería la región con mayor natalidad mientras que Galicia será la menor. Entre los factores que explicarían este fenómeno podíamos hablar del largo periodo de lactancia, las alternativas sexuales extraconyugales, la emigración masculina en algunos lugares como Galicia y el control voluntario sobre los nacimientos -los abortos provocados serían combatidos por los sermones de san Vicente Ferrer ya en el siglo XIII-. La escasa natalidad iría acompañada de una elevada mortalidad infantil. Los nacimientos ilegítimos serán muy abundantes, especialmente en la ciudad. Entre las explicaciones podríamos encontrar la escasa represión sexual o la importancia de la seducción donjuanista. Esta elevada ilegitimidad provocará el fenómeno de los niños abandonados, el 20 % de los bautizados en Valencia a finales del siglo XVII. La legitimación de hijos naturales irá en progreso -802 hijos en 1585, 211 en 1604 y 96 en 1645-. De esta manera el bastardo se convierte en toda una institución en España, no sólo entre las clases medias o hidalgas sino entre la propia familia real. Un hijo natural de Fernando el Católico llegaría a ser arzobispo de Zaragoza y regente de Aragón mientras que don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos I, será el gran triunfador de Lepanto. En caso de extrema necesidad, los padres podían vender a sus hijos como esclavos. Se prefería el nacimiento de varones sobre hembras tal y como ocurrió en el caso del condestable de Castilla que dio 50 ducados al mensajero cuando recibió la noticia del nacimiento de dos nietas, una viva y otra muerta, diciendo al emisario "Mira que estos cincuenta ducados no los doy por la viva, sino por la muerta". Al ser frecuente el fallecimiento de la esposa tras el parto, encontramos abundantes segundas y terceras nupcias, tanto en el hombre como la mujer ya que era también habitual el matrimonio entre hombres mayores con jóvenes o casi adolescentes -Alonso Cano se casó con una niña de 13 años-.
obra
Es el último lienzo de la serie de los Sacramentos pintada para Chantelou. Comenzado a fines de 1647, fue entregado en marzo de 1648. Para simbolizar este sacramento emplea el matrimonio de San José y la Virgen, como ya hiciera en la serie de Dal Pozzo. En un marco arquitectónico absolutamente clásico sitúa una escena de alegría contenida, la cual, a pesar de su austeridad, recibe cierta luminosidad a través de las aberturas del fondo de la sala, lo que le permite jugar con diferentes luminosidades. Con todo, no se separa de la línea marcada por La Extremaunción. Su éxito fue tal que el propio Chantelou abrió una exposición para los estudiosos en una sala dedicada al efecto en su mansión parisina.
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Considerado casi una obligación, el matrimonio entre los judíos es motivo de grandes manifestaciones de alegría por parte de familiares y allegados, en una ceremonia especial llamada qiddusim (santificación). Tradicionalmente era acordado por los padres cuando los contrayentes eran aún niños, aunque en época medieval se impuso esperar a su mayoría de edad religiosa para realizarlo. Un día antes de la boda el rabino u otra persona cualificada pregunta al novio ante testigos si está dispuesto a cumplir con las obligaciones que la tradición le impondrá como marido, entre las que está la de mantener a su futura esposa o, si se diese el caso, como viuda. Como muestra de su consentimiento, y en señal del acuerdo (kinyan), el novio entrega al rabino un objeto, generalmente un pañuelo. El rabino redacta entonces un contrato matrimonial de obligación jurídica, la ketubah (escrito), tradicionalmente en arameo, en el cual se detallan las obligaciones del marido. El documento ha de ser rubricado ante y por testigos judíos, siendo ricamente decorado con miniaturas e ilustraciones, sobre todo durante la Edad Media. Ya durante la ceremonia de boda, los novios son colocados bajo palio (huppah), lo que simboliza el techo común bajo el que vivirán en adelante y la protección de Dios. Entonces son pronunciadas diversas bendiciones dando las gracias por el matrimonio y rogando por la felicidad de la pareja. Después de la primera bendición el novio pone el anillo en el dedo de la novia, diciendo en hebreo: "Con este anillo quedas santificada para mí según la ley de Moisés". El último acto de la ceremonia es el llamado yihud, cuando la pareja es dejada a solas, tradicionalmente el momento en que el matrimonio debe ser consumado, aunque hoy en día se tiene más bien por un espacio de merecido descanso para los contrayentes tras una larga ceremonia. Por último, citar que la ley judía prohíbe las relaciones sexuales durante la menstruación. Cuando ésta finaliza, la mujer ha de bañarse en una piscina de aguas vivas o bien en una construida con esta función (mikveh). También la novia, antes de la boda, debe bañarse en la piscina. La Torá permitía la poligamia, aunque esta práctica quedó suprimida en la Edad Media.
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Dada su trascendencia individual y comunitaria, el matrimonio se ve regulado a un tiempo por la sociedad, la Iglesia y el Estado, que, además, asumen conjuntamente la labor de su defensa. Desde el punto de vista religioso, los rasgos que definen la unión matrimonial durante el siglo XVIII son los establecidos dos centurias antes. Para los católicos se trata de un sacramento indisoluble, basado en el consentimiento mutuo de los contrayentes, que son sus ministros. En consecuencia, se condena el adulterio y no se admite el divorcio, todo lo más, la separación de cuerpos que no da derecho a nuevas uniones. Su fin está en la procreación de los hijos, sólo ella legitima la relación carnal de los esposos. De ahí, el anatema que cae sobre el aborto, el infanticidio y hasta la mera contracepción, siempre que ésta no sea fruto de la abstinencia. Los protestantes, por su parte, pese a haber reducido la unión matrimonial a un mero contrato, no por ello resultan menos estrictos a la hora de definir sus rasgos. Condenan, igualmente, el adulterio y mantienen duras posiciones respecto al divorcio, si bien lo admiten en los casos extremos de ser algún miembro de la pareja adúltero reconocido o haber abandonado el hogar. Las relaciones de los esposos, asimismo, han de dirigirse a engendrar nueva vida, por lo que se condenan el aborto, el infanticidio y se acepta, como único medio de contracepción, el abstenerse. Mas, en este punto existe una diferencia en las posiciones de las dos Iglesias. El protestantismo considera el acto sexual un donde Dios y, por tanto, con justificación propia, independiente de su objetivo, e insiste en que se procreen sólo los hijos que puedan cuidarse. Desde el punto de vista social, al matrimonio también se le supone como fin natural la procreación y el cuidado de los hijos hasta ser capaces de atender sus necesidades. Además, sirve para asegurar la herencia y evitar la fornicación. Como en siglos anteriores, constituye un acontecimiento familiar importante que había de prepararse con esmero entre los grupos sociales acomodados e, incluso, planificarse mediante negociaciones en las que estaba permitido todo tipo de estrategias, desde la intriga a la mediación. La norma común es la de buscar pareja dentro del propio estrato socio-profesional. Esta homogamia alcanza su máxima expresión en el seno de la burguesía y, sobre todo, de la nobleza, para la que es otro medio de defender privilegios y frenar el ascenso social de aquélla. Es, de igual modo, entre estos grupos donde se deja sentir más otra regla común de la que a duras penas escapan los pobres, por carecer de bienes económicos, y los huérfanos. Nos referimos al control paterno en el momento de elegir cónyuge, especialmente cuando se trata de las hijas. Apenas cuenta en estos momentos la voluntad de los contrayentes, que a veces ni siquiera se conocen hasta la boda; son los intereses familiares los que se imponen. Ahora bien, junto a este modelo de comportamiento, mayoritariamente aceptado, exaltado aún por el teatro de la calle y la literatura popular, la centuria ilustrada nos va a proponer otro en el que la conveniencia familiar, el nacimiento o la fortuna dejan de ser los motivos únicos que conducen al matrimonio. En su lugar se coloca el afecto que puedan profesarse los futuros cónyuges, algo considerado, hasta el momento, secundario e, incluso, sin importancia. Un afecto que se convierte en valor absoluto y para el que se reclama el respeto de los mayores. Un afecto que conduce a anteponer la voluntad de los hijos al deseo de los padres y a las conveniencias sociales en el momento de elegir pareja. Esta es la propuesta que recoge Moratín en su teatro -El sí de las niñas- o Richardson en sus novelas -Pamela, Clarisa-. Un afecto, en fin, que Armstrong define como "...amor de clase media, la materia de la que están hechas las familias modernas". Para Shorter este hecho es el fruto de las transformaciones sociales que ocurren en el paso a la sociedad industrial. Stone y Elías, por el contrario, lo consideran la culminación de un proceso iniciado en el siglo XVI, roto hacia 1560 con el triunfo de la sociedad de rango, que da relevancia a la pareja al tiempo que reprime las relaciones fuera de ella, y que se reinicia en ciertos Estados europeos hacia 1747-1760, cuando el relajamiento religioso unido al triunfo del hedonismo crean un clima sexual más permisivo, llevado a sus extremos por la aristocracia, y unas condiciones favorables a que nazca el ideal del matrimonio por amor. Prueba de la nueva situación es el aumento, a fines del siglo XVIII y en las grandes ciudades, del número de parejas que no legalizan su unión por la vicaría, proceso favorecido por cuestiones económicas y el desligue de la comunidad de origen que permite la emigración. Asimismo, durante la segunda mitad de la centuria se detecta en Gran Bretaña un incremento de los matrimonios realizados según fórmulas consuetudinarias no eclesiásticas, a fin de evitar el reforzamiento de la autoridad paterna que había supuesto la prohibición en 1754 de los matrimonios clandestinos. Por su parte, André Burguière estima que el único campo donde parece ser realidad la evolución de las mentalidades propuesta por la literatura es en el incremento experimentado, desde la mitad del Setecientos, por la ilegitimidad y las concepciones prenupciales, signos ambos de la existencia de relaciones amorosas anteriores a la vida conyugal aún en contra de la norma religiosa y el sentir mayoritario. En el primer caso, acaban mal; en el segundo, sólo suponen un adelanto a la bendición social. El cambio en el motivo último del matrimonio, va a ir acompañado de la propuesta de un nuevo modelo de hogar que se extenderá a grupos sociales muy diversos. En él, las formas que reviste el intercambio sexual y los ideales a que deban tender en su comportamiento los esposos se redefinen. Al hombre le corresponderá aportar los ingresos para el sostenimiento material de la familia; la mujer se encargará de transformarlos en calidad de vida para el grupo. Su misión será la de gobernar la casa, tratar a los criados, supervisar a los hijos, cuidar a los enfermos y hasta planificar el entretenimiento de todos. Como es fácil imaginar, poco encaja con estos cometidos el ideal aristocrático vigente de mujer ociosa, superficial, a la que una generosa dote permite exigir una vida ostentosa. Por ello, queda convertido, poco a poco, en un modelo desfasado frente al cual emerge, exaltado y promovido por los libros de instrucción para niñas, el de la mujer educada de forma discreta, modesta y frugal; en la que el valor fundamental es su feminidad, antes que los signos del estamento, y que destaca sus cualidades diferenciadoras respecto al hombre. Éstas no son otras que las de: modestia, frugalidad, discreción, regularidad. Todas, con el tiempo, acabarán definiendo también al hogar. Además, se va a producir una inversión de los términos en que se habían expresado las condiciones de los sexos desde la Edad Media al menos. Por vez primera, a los hombres se les considera espiritualmente inferiores y más lascivos, lo que lleva a liberarlos del peso de la constancia moral pues carecen de cualidades para mantenerla. Se les pide que sean virtuosos, pero si no lo son no dejan por ello de ser hombres, pues el valor de su masculinidad reside en su voluntad de poder. Las mujeres, al contrario, reputadas por naturaleza espiritualmente superiores y menos lascivas, se convierten en seres con capacidad suficiente para controlar sus instintos y ese poder de su conciencia moral sobre la mente y el corazón las hace puras. Ellas no sólo deben de, sino que tienen que ser virtuosas, pues el valor de la feminidad se identifica con el valor moral, con la fuerza interior para mantener su pureza. Perder ésta equivale a dejar de ser mujer. De tal idea sobre la pureza femenina nacerá, por extensión, a fines del siglo XVIII, la de las mujeres como madres morales, creadoras e instructoras de una conciencia en los hijos que triunfará en la centuria posterior. A ello contribuirá, de forma decisiva, el alejamiento físico del padre por motivos laborales, que hace recaer sobre aquéllas la tarea educativa.
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El Concilio de Trento había dejado bien claro las condiciones para la celebración de los matrimonios. Los contrayentes debían haber dado libremente su consentimiento; se establecía la edad mínima de doce años para la mujer y de dieciséis para el varón; había obligación de hacer público el matrimonio durante tres domingos consecutivos en la misa mayor y los novios no debían tener un parentesco cercano. Previo a la celebración del matrimonio, tenían que confesarse y la ceremonia debía hacerse ante dos testigos y el ministro. Finalmente el matrimonio se registraba en el libro parroquial. La ceremonia del matrimonio constaba de dos partes que consistía en la misa nupcial, seguida por una velación, ceremonia del velo. La misa nupcial se celebraba en la catedral o alguna de las parroquias de la ciudad, aunque a las hijas de los comerciantes más ricos o de los linajes encumbrados las casaba el obispo en su palacio episcopal. A menudo la misa nupcial era privada y se limitaba a los parientes más cercanos y amigos. Cuando el matrimonio era de personas importantes de la ciudad o algún alto funcionario del gobierno atraía a gran número de espectadores. Tanto la misa como la velación incluían la presencia de testigos que actuaban también como padrinos de la pareja, aunque también se podían nombrar padrinos diferentes para cada ceremonia. Era frecuente que el primer hijo llegara dentro del primer año y medio del matrimonio, aunque es cierto también que el número de hijos estuvo relacionado con el prestigio y la riqueza. Debido al rol central de la mujer en el establecimiento de los clanes, la familia extensa tenía sobre todo características matriarcales. En el caso de que el marido fuera un español peninsular, habían dejado a gran parte de sus parientes en España y, por consiguiente, buscaban sus contactos sociales entre los parientes consanguíneos de sus mujeres, si eran criollas. Casi siempre eran los miembros de la familia de su mujer -su padre, su madre, sus hermanos, como también primos y sobrinos- quienes servían de padrinos para casamientos y bautismos o eran nombrados ejecutores de patrimonios o tutores de los hijos menores. Las mujeres no gozaron de tantas libertades como los hombres, pero tampoco era obstáculo para conseguir marido el tener uno o más hijos naturales. Ciertamente en las familias acaudaladas o con pretensiones de hidalguía se cuidaba con mayor esmero la castidad de las doncellas. Incluso si no llegaban vírgenes al altar se defendían con la excusa de que habían cedido a las súplicas de un novio formal que les había dado palabra de matrimonio; el incumplimiento de una promesa de esta índole deshonraba más al caballero que a la dama. La reparación del daño podía limitarse al pago de una indemnización o llegar a imponer un matrimonio forzoso. Aunque es cierto que el modelo de mujer que proponían los manuales piadosos era el de la mujer virtuosa que debía a su marido obediencia y sumisión, también es cierto que tanto marido como mujer eran conscientes de que ambos estaban igualmente obligados a la fidelidad y apoyo mutuo. Por la gracia del sacramento cada uno era dueño del cuerpo del otro, con derecho a reclamar el débito conyugal. Marido y mujer habían adquirido un mutuo compromiso libremente. Las mujeres conocían estos derechos como se puede deducir de las demandas judiciales iniciadas por ellas cuando sus maridos no cumplían con sus obligaciones. Gráfico Por causas justificadas era posible pedir la nulidad del matrimonio o la separación. Uno de los motivos más esgrimidos ante las autoridades eclesiásticas fueron los malos tratos de los maridos, denuncias que parecen ser más frecuentes conforme avanza el siglo XVIII. Más que pensar en un aumento real de la violencia doméstica, que siempre existió, habría que buscar la causa en una mayor autonomía de la mujer que ya no estaba dispuesta a tolerar lo que antes se consideraba usual. De hecho, los maridos demandados solían reflejar sorpresa ante las denuncias y, lejos de negar los hechos, los justificaban como castigos merecidos por esposas insumisas. La sevicia fue alegada como causa de separación o nulidad en casi todos los casos, a veces acompañada de quejas por abandono de hogar, por adulterio, por embriaguez o por no proporcionar el dinero suficiente para la subsistencia de la esposa y los hijos. Otra de las causas alegadas en los procesos de nulidad era la falta de libertad en el consentimiento. Las mujeres denunciaban a sus padres, si eran indias a sus caciques, de haberles obligado a contraer ese matrimonio. La mayoría de los juicios de separación fueron promovidos por esposas quejosas, aunque también hubo maridos que consideraban insoportable el mal genio, la rudeza de trato o el mal manejo del hogar por parte de sus esposas. Es interesante contrastar la inconformidad de estas mujeres del siglo XVIII con la aparente sumisión de sus descendientes en el XIX, cuando disminuyó notablemente el número de los divorcios y de las quejas por malos tratos. Durante el siglo XVIII las mujeres americanas intentaban superar su tradicional sumisión y reclamar un trato más digno; pero no lo proclamaban como una bandera igualitaria y ni subyace a esas quejas una actitud de rebeldía contra las estructuras vigentes. Más bien procuraron dejar establecido que ellas no intentaban evadir sus compromisos como esposas sino que aspiraban a que los maridos cumpliesen igualmente sus obligaciones y que reconocían el derecho de ellos a corregirlas y aun golpearlas, pero sólo cuando existiera causa justa y lo hicieran con moderación.
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La base de la familia egipcia era el matrimonio, que debía concertarse lo más pronto posible, pues fundar una familia era de gran importancia en la sociedad egipcia. La edad adecuada para ese matrimonio sería de 20 años para el hombre y entre 15 y 18 para la mujer. Estos enlaces solían ser concertados entre los miembros de la familia, siempre dentro de la misma clase social. El permiso del padre para llevar a cabo la boda era un requisito imprescindible. Concertado el matrimonio, se procedía a la redacción de un contrato en el que se incluían las aportaciones y los derechos de ambos cónyuges, en términos de igualdad, lo que resulta chocante para la época. Para la celebración del matrimonio no era necesaria ninguna ceremonia. Existía el divorcio cuando una de las partes era repudiada, lo que motivaba el abandono del hogar por parte de uno de los cónyuges, generalmente la mujer. El marido debía mantener a la ex-esposa. El adulterio podía ser castigado hasta con la muerte, especialmente si la adúltera era la mujer. Pero, según las muestras y los textos que nos han quedado, en muchas ocasiones se representaba a la pareja con las manos entrelazadas y se aconsejaba al marido que dispensase un buen trato a la esposa, como en las Instrucciones de Ani, en las que se lee: "No censures a tu esposa cuando sabes que es eficiente en su casa. No le digas "¿Dónde está tal cosa?, ¡Tráela!", cuando la ha puesto en el lugar debido. Deja que tus ojos observen en silencio. Entonces debes reconocer su habilidad y, cuando vuestras manos estén entrelazadas, reinará la alegría. Muchos no lo entienden. Si un hombre decide no pelearse en casa, nunca encontrará el momento de empezar. Todos los hombres que tienen la fortuna de fundar una familia, deberían contener el mal genio". El objetivo del matrimonio era la procreación para asegurar el linaje y un decoroso entierro para los padres. La criatura sería amamantada por la madre en los tres primeros años. Parece ser que no transcurría mucho tiempo desde el destete al inicio de la educación. El padre solía dirigir el proceso educativo, enseñando al hijo el oficio familiar en el taller o la tienda. El niño se iniciaría así como aprendiz, sistema que se continuará en los gremios medievales.
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A la llegada de los españoles, la sociedad mexica había experimentado en un corto lapso de tiempo el paso desde una sociedad tribal hacia un estado centralizado, dotado de una compleja estructura social. En dicha transformación algunos elementos permanecieron o apenas evolucionaron, mientras que otros cambiaron su fisonomía radicalmente o bien surgieron de la nada. Uno de los primeros es la familia, cuya estructura era básicamente patrilineal y monogámica, si bien existían algunas excepciones, como casos de poliginia entre las capas altas de la sociedad. La esposa se incorporaba al casarse al "calpulli" (división político territorial) de su marido, debiendo casar de nuevo con el hermano de su esposo en caso de que éste falleciera. Además, sólo los hijos varones heredaban, favoreciendo así la unidad de los calpulli. Los matrimonios eran concertados y fruto de una larga negociación entre los padres de los contrayentes, en las que era frecuente la mediación de un sacerdote, quien auguraría la conveniencia o no de la unión. Además, unas ancianas celestinas o "cihuatlanque" ejercían de intermediarias. Los requisitos para la unión eran que el joven hubiera acabado sus estudios en el "telpochcalli" y hubiera alcanzado el estatus de guerrero, esto es, haber conseguido capturar un prisionero, en caso de ser noble. Si el joven pertenecía al estamento dominado, "macehualtin", sólo se le requería tener un oficio con el que sustentarse él y su familia. A la joven, en ambos casos, se le pedía saber cocinar y tejer, tareas a las que se dedicará el resto de sus días. El desposorio se oficiaba en casa del novio al atardecer. La novia se preparaba durante la tarde, bañándose y acicalándose, embelleciendo sus brazos y piernas con plumas rojas y pintándose la cara de amarillo. Un cortejo la llevaba hasta el lugar de celebración, donde se sentaba en una estera en compañía del novio. Entonces se producía el ritual: intercambian vestidos, se anudan las puntas de sus mantos, se rocían de copal y se dan de comer mutuamente. Tras la ceremonia, y mientras el resto de invitados bailan, cantan y comen, los novios se instalan en la habitación nupcial, donde deberán orar durante cuatro días sin consumar la unión, sacrificando sangre y ofrendas a los dioses. El quinto día, tras bañarse en el "temascal" y recibir la bendición de un sacerdote, el matrimonio se considera consumado. El divorcio está permitido en función de la carencia de aptitudes de la mujer para desempeñar sus tareas domésticas, entre las que se incluye la de tener hijos, si bien el juez media entre los esposos para intentar evitar la separación. El hecho de que el divorcio sea posible hace que los casos de adulterio se castiguen con sumo rigor, llegando incluso a la muerte. Los matrimonios entre contrayentes nobles se acompañan además de concubinas, por lo que alcanzan un gran número de hijos. Sin embargo, de estos sólo son considerados legítimos los que son fruto del matrimonio principal. Tras la familia, la siguiente división social en la que se insertaba el individuo era el "calpulli", una agrupación de personas que atendía a varios factores, como el parentesco, la división tribal, la organización política y religiosa y la posesión de la tierra. Cada calpulli tenía un dios y un templo propio y una casa de hombres jóvenes solteros, "telpochcalli", donde recibían educación. Además, los guerreros de cada calpulli se organizaban de manera particular. El jefe del "calpulli", llamado "calpulec", era siempre miembro de una familia concreta y organizaba la distribución de tierras, ostentando la representación grupal y estando asesorado por ancianos.
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El matrimonio romano es un acto privado, ningún poder público tiene que sancionarlo y no existen contratos matrimoniales. Bien es cierto que conocemos procedimientos matrimoniales, en concreto tres: el más antiguo se manifiesta cuando el pater familias posee a su familia durante un año ininterrumpidamente, pudiendo ser disuelto cuando pasa tres noches consecutivas fuera del lecho conyugal. El segundo procedimiento consiste en la realización de un sacrificio en honor de Júpiter ante su sacerdote y el Pontífice; el sacrificio consiste en la ofrenda de un pan de trigo. El tercero era una falsa compra que se realizaba en presencia del padre de la novia, cinco testigos y el portador de la balanza. El divorcio era legal aunque sólo estaba justificado en determinados casos como "el adulterio, el beber vino o la falsificación de la llave de la cella vinaria". Durante el Alto Imperio el fenómeno se generalizará y se agilizarán los trámites necesarios. La llegada del cristianismo provocó la realización de un acto donde se bendecía religiosamente el matrimonio y la limitación del divorcio a tres supuestos: adulterio femenino, que la esposa fuera alcahueta o que se dedicara a violar tumbas.
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Hasta el siglo XII el matrimonio no se impuso como sacramento, tras siglos de lucha por parte de la Iglesia para controlar la monogamia y la exogamia. No cabe duda que el matrimonio supuso importantes mejoras para la mujer, especialmente al prohibirse el divorcio y la repudiación, al tiempo que se necesitaba el consentimiento de la interesada para llevarse a cabo. De esta manera se consigue un cierto papel de igualdad respecto al varón. Desde el siglo XIII la Iglesia iniciará una importante labor al santificar a mujeres casadas como santa Isabel de Hungría, santa Isabel de Portugal o santa Eduvigis. La dote matrimonial introduce un curioso elemento económico en el matrimonio ya que según el derecho romano la mujer nunca forma parte de la familia del marido sino de su padre, por lo que éste debe aportar a su hija una dote importante con la que "mantenerse". El derecho germánico establecía que era el marido quien debía dar la "morgenbabe" a la esposa. Tanto uno como otro serán los bienes que la esposa tenga, bienes que el marido administra. La mayoría de las familias medievales no tuvo problemas a este respecto ya que no podía dar a sus hijas o esposas ni dote ni arras pero en las clases altas sí constituyó algunos conflictos. En la Florencia de la Baja Edad Media resulta curioso contemplar como una joven viuda es rescatada por su propia familia para establecer, con ella y su dote, una nueva alianza con otra familia. Los hijos habidos del primer matrimonio se quedarían con la familia del padre. En este caso, la mujer no dejaba de ser un mero objeto de intercambio para aumentar las relaciones sociales y económicas de los miembros del patriarcado. En Valencia, la familia de la mujer solía reclamar al marido la dote si no había descendencia. Mientras viva, el marido está considerado el administrador de los bienes de la esposa. Al enviudar la mujer consigue su propia autonomía, recibiendo a menudo la tutela de los hijos menores, la libertad para volver a casarse sin consentimiento paterno y poder administrar sus bienes. Si estos bienes son cuantiosos podemos afirmar que el papel de la viuda es importante en la sociedad. En aquellas regiones donde se establezca el sistema de primogenitura la viuda debe acudir al convento donde, para ingresar, también debe aportar una dote. Para que ingresar en un convento no esté reservado a mujeres con posibles, a finales de la Edad Media se crearon fundaciones cuyo objetivo era dotar huérfanas y muchachas pobres.
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El matrimonio era en Babilonia la base sobre la que se sustentaba la familia, siendo de hecho un vínculo jurídico suscrito entre dos familias a través de la unión legal de dos de sus miembros. De esta forma, los enlaces eran acordados cuando aún los contrayentes eran niños, considerando ambas familias que tal unión sería beneficiosa para sus intereses. Llegado a un acuerdo, la familia del novio debía entregar a la de la novia un presente simbolizando el compromiso alcanzado. Este acto era denominado terhatum. Al alcanzar la edad adecuada para el enlace, la mujer podía pasar a vivir a casa de los padres de su futuro marido, donde se celebraba la boda. El enlace era una ocasión festiva y ceremonial de varios días de duración, que contaba con actos muy diversos. A veces los novios eran rociados con perfumes por sus cabezas, mientras recibían joyas. Después los familiares del novio entregaban regalos a la esposa y ofrecían viandas a los invitados. La familia de la novia estaba obligada a entregar una dote, para que la aportase a su futura familia. El núcleo de la ceremonia matrimonial era la entrega de la mujer (khirtum, "primera esposa") a su marido (mutum). En ésta, el hombre cubría a la mujer con un velo que ella deberá llevar siempre, al tiempo que ha de pronunciar ante testigos: "Se tú mi esposa y yo seré tu esposo". La unión legal se formalizaba mediante un contrato oral o escrito, en el que se especifican las obligaciones y derechos de ambos cónyuges. El tipo de residencia del matrimonio podía ser patrilocal, matrilocal o bien neolocal. Sometida al marido, los derechos de la mujer aumentan cuando tiene hijos, ya que entonces ya no puede ser repudiada, ni tiene la obligación de autorizar a su marido para unirse a otras esposas o concubinas. Si el marido fallece, es hecho prisionero en guerra o abandona el hogar, la ley considera que, para hacer frente a su sostenimiento y al de sus hijos, debe ser considerada como una heredera más y puede disponer de los bienes que le había regalado su marido. También le era permitido vivir en el domicilio conyugal, aunque no le estaba permitido enajenar bienes, pues se consideraba que el patrimonio era familiar. Si quería casarse de nuevo, lo que le estaba permitido, debería previamente hacer un inventario judicial de los bienes patrimoniales, para no causar perjuicio a los hijos del primer marido. Por el contrario, si era el hombre quien quedaba viudo, para él no existía requisito legal alguno.