Busqueda de contenidos

contexto
Capítulo IV De cómo volvió Montenegro en la nave con algunos españoles a las islas de las Perlas a buscar mantenimiento, sin llevar de comer, sino fue un cuero de vaca seco y algunos palmitos amargos; y del trabajo y hambre que pasó Pizarro y los que con él quedaron Determinado por el capitán y sus compañeros que el navío volviese a las Perlas por algún bastimento, pues tanta necesidad de ello tenían, no sabían con qué podrían los que habían de ir, sustentarse en el camino, porque no había maíz ni cosa otra que pudiesen comer, y buscarlo por la tierra no tenía remedio; porque los indios estaban poblados en las montañas entre ríos furiosos y ciénagas; y después de lo haber tanteado y mirado, no hallaron otro remedio para todos no perecer, sino que el navío fuese y llevase para comer, los que en él habían de ir, un cuero de vaca que había en la misma nao bien seco y duro y señalaron entre todos a Montenegro para que fuese a hacer lo susodicho; y sin el cuero cortaron junto a la costa algunos palmitos amargos. Algunos de ellos comí yo en la montaña de Caramanta, cuando íbamos descubriendo con el licenciado Juan de Vadillo. Montenegro prometió que, dándole Dios buen viaje, procuraría con brevedad volver a remediar la necesidad que les quedaba. Y el cuero hacían pedazos, teniendo en agua todo un día y una noche, lo cocían y comían con los palmitos; y encomendándose a Dios enderezaron su viaje a las islas de las Perlas. Como la nao se fue, el capitán y sus compañeros buscaban por entre aquellos manglares, deseando dar en algún poblado; mas los fatigados hombres no hallaban sino árboles de mil naturas y muchas espinas y abrojos, y mosquitos y otras cosas que todas daban pena y con ninguna tenían contento, como la hambre les fatigase cortaban de aquellos palmitos amargos, y entre la montaña hallaban, unos bejucos en donde sacaban una fruta como bellota que tenían el olor como el ajo, y con la hambre comían de ellas; y por la costa algunos días tomaban pescado; y con trabajo sustentaban sus vidas, deseando más que el vivir volver a ver el navío en que fue Montenegro, con refresco. Mas como la necesidad fuese tanta y los trabajos grandes y la tierra tan enferma y sombría y que lo más del tiempo llueve, paráronse tan malos, que murieron más de veinte españoles sin los cuales se hincharon otros, y todos estaban tan flacos que era muy gran lástima verlos. Pizarro tuvo ánimo digno de tal varón, como él fue, en no desmayar con lo que veía, antes él mismo buscaba algunos peces, trabajando por los esforzar, poniéndoles esfuerzo para que no desmayasen, diciéndoles que presto verían venir el navío en que fue Montenegro. Y habían hecho algunas chozas que acá llamamos ranchos, en que estaban para se guarecer del agua; y estando de esta manera, dicen que se pareció una vista de allí, que sería término de ocho leguas, una playa, y que un cristiano llamado Lobato dijo al capitán que le parecía debían ir algunos de ellos allá, y por ventura hallarían alguna cosa que comer, pues de su estada allí no se esperaba otra cosa que la muerte; y teniendo por bueno el dicho de este Lobato, el capitán, con los que más aliviados estaban, se partieron para ella con sus espadas y rodelas, quedándose los demás españoles en el real que allí tenían hecho; y como se partieron para la playa, anduvieron hasta llegar a ella, donde fue Dios servido que hallaron gran cantidad de cocos y vieron ciertos indios, y por tomar algunos, se dieron prisa a andar los españoles; mas como los indios los sintieron pusiéronse en huida. Y afirmóme Nicolás de Ribera que vieron que uno de aquellos indios se echó al agua y que nadó cosa espantosa, porque fue más de seis leguas sin parar; lo vieron ir nadando hasta que la noche vino y lo perdieron de vista. Los indios que más huyeron se metieron por unas ciénagas; los españoles tomaron dos de ellos; los demás fueron a salir a un crecido río donde tenían sus canoas, y como los que escapan de ballesta así ellos se fueron alegres por no haber sido presos por los españoles, de quienes se espantaban poder sufrir tanto trabajo, y diz que decían que por qué no rozaban y sembraban y comían de ello sin querer buscar lo que ellos tenían para tomárselo por fuerza. Estas cosas, que estos indios dicen y otras, sábese de ellos mismos cuando eran tomados por los españoles, porque quiero en todo dar razón al lector. Estos indios traían arcos y flechas con yerba tan mala, que hiriendo a un indio de los mismos con una flecha, murió dentro de tres o cuatro horas. En este alcance, hallaron los españoles cantidad de una fanega de maíz, lo cual fue repartido entre ellos.
contexto
CAPÍTULO IV Estado político de Yucatán. --Alianza con Texas. --Presentación al Gobernador. --Su carácter y apariencia personal. --Recibimiento cordial. --Llegada de varios extranjeros. --Un cosmopolita. --Otro antiguo conocido. --Población, clima y aspecto general de Mérida. --Edificio interesante. --Modo de dar denominación a las calles. --Figuras esculturadas. --Iglesias. --Convento de San Francisco. --Memorial de lo pasado. --Ciudades arruinadas de América. --Confirmación de mi primer juicio sobre ellas Desde el tiempo de la Conquista, Yucatán había existido en una capitanía general distinta, sin conexión con Guatemala ni sujeción al Virrey de México. Así continuó hasta el tiempo de la revolución mexicana. La independencia de Yucatán se siguió a la de México, sin lucha ni conflicto alguno; y tal vez porque España no hizo ningún esfuerzo para mantener sujeto aquel país. Separado de la Madre Patria, Yucatán envió en mala hora misionados a México para deliberar sobre el modo de organizar un gobierno; y, al regreso de estos comisionados y sobre su simple relato, renunció su posición independiente y entró en la confederación mexicana, como uno de los Estados de aquella República. Desde entonces, el país había estado sufriendo las consecuencias de esa malhadada unión, y poco antes de mi primera visita había estallado en él una revolución, cuyo término, que se consumó durante aquella visita, fue el de ser lanzada fuera de Yucatán la última guarnición mexicana. El Estado reasumió entonces los derechos de su soberanía, organizó sus poderes independientes sin separarse enteramente de México, sino declarándose parte integrante de aquella República bajo ciertas condiciones. La cuestión de su independencia agitábase sin embargo; la Cámara de Diputados la había decretado; pero la de Senadores aún no había resuelto cosa alguna, y el éxito de aquella declaratoria se consideraba dudoso. Al mismo tiempo se había enviado a Texas un comisionado, y dos días después de nuestra llegada a Mérida arribó a Sisal la goleta texana de guerra "San Antonio" con objeto de proponer a Yucatán el pago de ocho mil pesos mensuales para sostener la escuadra texana, que permanecería en las costas de Yucatán para protegerlas contra una invasión de México. Aceptose inmediatamente la propuesta y se entablaron negociaciones, que aún estaban pendientes, para cooperar ulteriormente, reconociéndose ambos su independencia. Así, mientras que Yucatán estaba esquivando una abierta declaración, ensanchada la brecha, cometiendo una ofensa que México no podría perdonar nunca, al aliarse con un pueblo al cual aquel gobierno, o mejor dicho el General Santa Anna, miraba como el peor de los rebeldes, y para cuyo sometimiento se desarrollaban todos los recursos del país. Tal era la falsa posición en que se encontraba Yucatán al tiempo en que fuimos presentados al Gobernador. Hicímosle nuestra visita en su residencia privada, que era cual convenía a la situación de un caballero particular, y que no era indigna ciertamente de su carácter público. Su salón de recibo era la sala de su casa, y en el centro, según la costumbre de Mérida, había tres o cuatro sillones, cubiertos de marroquí colocados en líneas opuestas. D. Santiago Méndez era como de cincuenta años, alto y delgado, de una marcada fisonomía intelectual y de apariencia y porte verdaderamente caballerosos. Libre de guerras intestinas y salvo, por su posición geográfica, de los sanguinarios choques comunes en los demás Estados mexicanos, Yucatán no había tenido escuela para soldados: no había allí militares, ni preocupaciones en favor de la gloria militar. D. Santiago Méndez era un mercader colocado, desde pocos años antes, al frente de una respetable casa de comercio de Campeche. Era tan considerado por su rectitud e integridad, que en medio de aquella confusión de negocios fue escogido por los dos bandos opuestos como la persona más cualificada en el Estado para ocupar la silla del gobierno. Su popularidad, sin embargo, iba entonces en decadencia, y su posición no era tranquila ni envidiable. Desde una vida quieta y ocupaciones pacíficas, encontrose de repente en la primera fila de una rebelión abierta. Temíase constantemente una invasión de México, que, en caso de tener buen éxito, pondría en peligro la cabeza del Gobernador, mientras que otros se escaparían, en razón de su insignificancia. Los dos grandes partidos, el uno en favor de mantener abierta la puerta de la reconciliación con México, y el otro en favor de una pronta y absoluta separación, urgían al Gobernador, cada uno de por sí, para que llevase adelante sus miras; pero él temiendo aventurarse en los extremos, estaba vacilante, indeciso e imposibilitado de acudir a las emergencias. Al mismo tiempo, el entusiasmo que produjo la Revolución y que habría producido la independencia estaba extinguiéndose; el disgusto y el descontento prevalecían; ambos partidos increpaban al Gobernador, y él mismo ignoraba a cuál de ellos pertenecía. Sin embargo, no fue nada equívoca la recepción que nos hizo. Supo el objeto de nuestra vuelta al país, y nos ofreció para realizarlo todo lo que dependiese del Gobierno. Sea el que fuese el destino de Yucatán, fue para nosotros una fortuna el encontrarlo libre de la dominación de México, y enteramente opuesto a la suspicaz política de poner obstáculos en su camino a los extranjeros, que pretenden explorar las antigüedades del país; y también fue una fortuna haber recibido una impresión favorable en mi primera visita a Yucatán, porque, de otra suerte, mi situación habría sido embarazosa, y los dos periódicos de Mérida, El Boletín Comercial y El Siglo XIX, en vez de darnos la bienvenida y favorecernos, nos habrían dado el consejo de regresar a nuestro país por el mismo buque que nos trajo. Nuestro único negocio en Mérida era preguntar sobre ruinas y hacer los preparativos necesarios para nuestro viaje al interior, pero al mismo tiempo teníamos lugar para otras ocupaciones. La casa de D.? Micaela era el punto de reunión de todos los extranjeros en Mérida, y pocos días después de nuestra llegada había allí una concurrencia de ellos, sin precedente hasta entonces. Allí estaban Mr. Auchincloss y su hijo, Mr. Tredwell, Mr. Northop, Mr. Gleason y Mr. Robinson, antiguo cónsul americano en Tampico, todos los cuales eran ciudadanos de los Estados Unidos y habían venido de pasajeros en la "Lucinda". Además de éstos, la llegada de la goleta de guerra "San Antonio", procedente de Texas, nos trajo a un ciudadano del mundo, o al menos de una gran parte de él. Mr. George Fisher, según aparecía de sus varios papeles de naturalización, era "natural de la ciudad y fortaleza de Belgrado en la provincia de Servia del Imperio Otomano". Su nombre esclavón era Ribar, que significa en alemán Fischer, según se tradujo en la escuela austríaca, y después se modificó en los Estados Unidos en Fisher. A la edad de diecisiete años se comprometió en una revolución para sacudir el yugo del Sultán, pero fue sofocada esa tentativa, y más de cuarenta mil esclavones, hombres, mujeres y niños, se vieron obligados a cruzar el Danubio y refugiarse en el territorio austríaco. Disgustado el Gobierno de este país con tener tantos revolucionarios dentro de casa, permitió que se organizase una legión esclavona. Alistose en ella Mr. Fisher, hizo una campaña en Italia y al fin de un año fue desbandada la legión en el interior del país, en donde no había peligro alguno de que los enemigos difundiesen sus principios revolucionarios. Después de algunas expediciones de varias especies a lo largo del Danubio, Turquía, Adrianópolis y las costas del Adriático, retrocedió, haciendo a pie la mayor parte del camino, hasta Hamburgo, en donde se embarcó para Filadelfia en 1815. De allí cruzó el Ohio, y, fijando su residencia por cinco años en el Estado de Mississipi y abjurando toda otra alianza, vino a ser un ciudadano de los Estados Unidos. Después que México hizo su independencia, Mr. Fisher pasó a aquel país, en donde, cumpliendo con las formalidades de la ley, se hizo también ciudadano mexicano. Allí estableció un periódico que llegó a ser tan notable por sus opiniones liberales durante la presidencia de Santa Anna, que en una hermosa mañana se presentó en su casa un oficial llevándole un pasaporte para salir del país "por el tiempo necesario", lo cual equivalía a decir que no regresase demasiado pronto. Con esto cejó para Texas y se hizo ciudadano de aquella joven República. No dejaba de ser extraño encontrar en aquel país remoto y aislado a un hombre que venía de otro país, todavía más remoto y menos conocido, que hablaba todos los idiomas europeos, que conocía la topografía de aquella parte del mundo, la historia de todas las familias reinantes, los límites territoriales de cada príncipe; y que, además, era ciudadano de tantas Repúblicas. Suprema era su última alianza: todos sus sentimientos eran texanos, y nos suministró muchas particularidades interesantes con respecto a la actual condición y al porvenir de aquel país. Por supuesto en lo relativo a la política de Yucatán, estaba como en su casa, y no le faltaba algún interés personal en observarla cuidadosamente. Si Santa Anna recobraba su ascendiente, el clima se hubiera convertido en demasiado caluroso para él. A excepción de un caballo, tenía listos en su cuarto silla, freno, espada, pistolas y cuanto podría necesitar para escaparse a la primera noticia adversa. El encuentro con este caballero añadió mucho interés a nuestra residencia en Mérida. De noche, después de arreglar los negocios de Yucatán, hacíamos una incursión a la Iliria o al interior de Turquía, porque estaba tan familiarizado con los pequeños pueblos de esos países como con los de México: extenso era su conocimiento de los lugares y personas, derivado de su actual observación; en suma, toda su vida había sido un capítulo de incidentes y aventuras, y éstas aun no estaban en su término. En Yucatán tenía abierto un nuevo campo. Nos separamos de él en Mérida, y, cuando volvimos a tener noticias suyas era que se hallaba en otra posición tan extraña como todas las demás, que, en su vida, eran habituales. Sin embargo, nada había en él de negligencia, descuido o vaguedad: era exacto y metódico en todas sus nociones y modo de obra. En Wall-street se le habría considerado como un hombre grave, maduro y circunspecto; y era suficientemente sistemático en sus hábitos para poder ser director del Banco de Inglaterra. Entre las personas que frecuentábamos diariamente, no debo omitir nombrar otro conocido nuestro del hotel español de Fulton Street, D. Vicente Calero, que durante nuestra primera visita estaba aún viajando por los Estados Unidos. En el tiempo que medió entre una y otra visita había vuelto, casádose y fijado de nuevo su domicilio en la ciudad natal. Acompañados de él atravesamos Mérida en todas direcciones y visitamos todos los edificios y establecimientos públicos. La población de Mérida es probablemente de cerca de veintitrés mil habitantes. La ciudad se encuentra en un gran llano de piedra calcárea, y la temperatura y el clima son muy uniformes. Durante los trece días que estuvimos en Mérida sólo varió el termómetro nueve grados; y, conforme a una tabla de observaciones seguidas en muchos años por el estimabilísimo cura Villamil, resulta que durante el año comenzado en 1.? de septiembre de 1841, que comprende el tiempo que permanecimos en el país, la mayor variación no pasó de veintitrés grados. Debimos a la bondad del cura una copia de esa tabla, de donde he extractado las observaciones de los días que pasé en Mérida. Esas observaciones se hicieron por un termómetro de Fahrenheit puesto en la sombra y al aire, y observado a las seis de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde. Diré, sin embargo, que en el interior del país hallé mucha mayor variación de la observada en la tabla 6 DE LA MAÑANA 12 DEL DIA 6 DE LA TARDE Octubre 30 Octubre 31 Noviembre 1 Noviembre 2 Noviembre 3 Noviembre 4 Noviembre 5 Noviembre 6 Noviembre 7 Noviembre 8 Noviembre 9 Noviembre 10 Noviembre 11 78 81 82 80 78 80 77 74 74 75 75 74 76 81 82 83 82 80 77 78 77 76 78 78 79 79 81 82 82 81 80 77 78 76 76 78 78 79 79 El aspecto de la ciudad es morisco, como que fue construida en la época en que prevalecía ese estilo en la arquitectura española. Las casas son espaciosas, de piedra por lo general, de un solo piso, con ventanas balaustradas y grandes patios. En el centro de la ciudad está la plaza mayor, que es un cuadrilátero, como de seiscientos pies. Ocupan el costado oriental la catedral y el palacio del obispo. En el del oriente, existen la casa consistorial y la de D.? Joaquina Cano; al norte, el palacio de gobierno, y al sur, el edificio que, en nuestra primera visita, nos llamó la atención al momento en que entramos en la plaza mayor. Distínguese por una fachada ricamente esculpida de curiosos dibujos y artificios. Hay en él una piedra con la siguiente inscripción: ESTA OBRA MANDO HACERLA EL ADELANTADO D. FRANCISCO DE MONTEJO. AÑO DE MDXLIX. El objeto representa dos caballeros armados, con viseras, peto y yelmo, descansando sobre los hombros de dos figuras desnudas abatidas, con la idea, sin duda, de representar al conquistador español hollando al indio. Mr. Catherwood intentó sacar una copia de aquel grupo, y para evitar el calor del sol fue a la plaza una mañana muy temprano con aquel objeto; pero se vio tan embarazado por la muchedumbre, que tuvo que desistir de su propósito. No faltan razones para creer que aquella obra es una combinación del arte español e indio. Ciertamente que el diseño es español; pero, como en aquel primitivo período de la Conquista, nada más que siete años después de la fundación de Mérida, eran tan poco numerosos los españoles y cada hombre se consideraba un conquistador, probablemente no había entre ellos ninguno que ejerciese las artes mecánicas. Así, pues, la ejecución no hay duda que pertenece a los indios, y acaso la esculpieron con sus propios instrumentos, y no con los que usaban los conquistadores. La historia de la construcción de este edificio debería ser interesante e instructiva; y, esperando saber algo relativo a él, me había propuesto examinar los archivos del Cabildo; pero se me hizo saber que todos los archivos antiguos estaban perdidos, o en tal confusión que habría sido uno de los trabajos de Hércules el explorarlos; y esto me habría robado más tiempo del que podría consagrar a aquella obra. Fuera de la inscripción que hay en aquella lápida, la única noticia que existe relativa a ese edificio es una aserción de Cogolludo, de que la fachada costó catorce mil pesos. La casa pertenece hoy a D. Simón Peón y la ocupa su familia. No hace mucho que se reedificó, y es bien seguro que algunas de las vigas que existen sostuvieron el techo que cubrió el Adelantado. Ocho calles parten de la plaza mayor: dos hacia cada uno de los puntos cardinales. En cada calle, a distancia de pocas cuadras, existe una puerta desmantelada hoy, más allá de la cual están los barrios o suburbios. Hay un modo peculiar de distinguirse las calles en Yucatán. En la azotea de cada esquina se ve una figura de madera pintada que representa un elefante o un toro, que da el nombre a la calle. En una de estas esquinas está la figura de una anciana con enormes espejuelos en la nariz, y esa calle se denomina de la Vieja. La nuestra tenía en la esquina un flamenco, y por tanto se llamaba la "calle del Flamenco". El motivo de dar a conocer las calles de esta manera puede presentar alguna idea del carácter de aquel pueblo. Siendo indios los que forman la gran mayoría de sus habitantes, y no sabiendo ellos leer, serían inútiles los signos impresos; pero no hay indio que desconozca la figura de un elefante, o de un toro o de un flamenco. Lo más característico de Mérida, así como de todas las ciudades de la América española, consiste en sus iglesias. La gran catedral, la parroquia y convento de San Cristóbal, la iglesia de los jesuitas, la iglesia y convento de la Mejorada, las capillas de San Juan Bautista, Candelaria, Santa Lucía y la Virgen, así como el convento, iglesia y claustros de las monjas que ocupan dos manzanas de la ciudad son interesantes en su historia. Algunas tienen arquitectura de buen estilo y poseen ricos ornamentos; pero hay otro edificio que no he mencionado todavía, y me parece el más notable e interesante de Mérida. Hablo del antiguo convento de San Francisco. Está erigido en la parte superior de una eminencia, hacia el oriente de la ciudad, y encerrado dentro de una alta muralla con baluartes, que forman lo que hoy se llama el Castillo. Estas murallas y baluartes están en pie todavía, pero en el interior no hay más que ruinas irreparables. En 1820, llegó a las colonias la nueva constitución que obtuvieron los patriotas de España, y que el treinta de mayo hizo publicar en la plaza de Mérida D. Juan Rivas Vértiz, jefe político a la sazón, y que hoy reside en aquella ciudad como un monumento vivo de los tiempos antiguos. El clero sostenía el antiguo orden de cosas, y confiados los franciscanos en que podrían dominar los sentimientos del pueblo, se empeñaron en sofocar aquella demostración de las ideas liberales. Formose un motín en la plaza, en que aparecieron los frailes agitándolo: trajéronse algunas piezas de batalla, dispersose el motín, y D. Juan Rivas marchó hacia el convento de San Francisco, abrió de par en par las puertas, lanzó fuera más de trescientos frailes a punta de bayoneta y entregó el edificio a su total destrucción. El superior y algunos hermanos se hicieron clérigos seculares, otros volvieron a la vida del mundo; y de ésta antes poderosa orden sólo quedan once individuos, que visten el sayo monacal. En compañía de uno de éstos hice mi última visita al convento. Entramos por el gran pórtico del castillo a un gran patio cubierto de yerbas. En el frente estaba el convento con sus espaciosos corredores y dos grandes iglesias, cuyas murallas todas estaban en pie, pero sin puertas ni ventanas. La bóveda de una de las iglesias se había desplomado, y la brillante luz del día iluminaba el interior. De allí pasamos a la otra iglesia, que es la más antigua, e identificada con los tiempos de los conquistadores. Cerca de la puerta había una fragua, en que un mestizo agitaba los fuelles, soplando sobre una candente barra de hierro, de que salían numerosas chispas al sufrir el golpe del martillo. Todo el pavimento estaba cubierto de indios y musculosos mestizos puliendo madera, forjando clavos y haciendo cartuchos de cañón. Los altares estaban destruidos y desfiguradas las paredes: sobre éstas se veía escrito en gruesos caracteres encarnados "Primera escuadra". "Segunda escuadra", y a la testera de la iglesia, bajo el dombo, se leían estas palabras: "Batallón ligero permanente". Era que aquella iglesia se había convertido en cuartel, y aquellos lugares estaban destinados para colocar las armas. Al pasar nosotros, los operarios clavaban la vista sobre mi compañero de incursión, o más bien sobre el sayal azul, el cordón que le ceñía y la cruz que pendía de él; todo lo cual formaba el traje de su dispersada orden. Era la primera vez que ponía los pies en aquel sitio, después de la expulsión de los religiosos. Si para mí era tan triste contemplar la ruina y profanación de ese noble edificio, ¡cuánto no lo sería para él! Cerca del altar y en la sacristía se veían abiertas las bóvedas sepulcrales; pero los huesos de los antiguos religiosos habían sido extraídos y yacían arrojados por el suelo. ¡Algunos de esos huesos pertenecían sin duda a sus antiguos amigos! Pasamos de allí al refectorio, y señalome el sitio de la larga mesa en que la comunidad tomaba sus alimentos, y la fuente de piedra en que hacía sus abluciones. Representose a sus antiguos compañeros revestidos de sus anchos ropajes azules, dispersados hoy para siempre y convertida su morada en un teatro de desolación y de ruina. Pero este edificio contiene un monumento mucho más interesante todavía que sus propias ruinas: un monumento que hace retroceder al espectador algunos siglos atrás para referirle la historia de una grande y sombría calamidad. En uno de los claustros más bajos, que salen del lado del norte y al pie del dormitorio principal, hay dos corredores paralelos. El exterior de uno de estos corredores, que mira al gran patio, tiene aquel arco peculiar de que he hablado tan a menudo en mi anterior obra, es decir, dos lados del arco se levantan para juntarse, y antes de formar el ápice dejan el claro, como de un pie, cubierto de una capa espesa de piedras. Era imposible equivocarse sobre el carácter de este arco. No es presumible en manera alguna que los españoles construyesen una obra tan diferente de sus reglas conocidas de arquitectura, y es incuestionable que ese arco formaba parte de uno de esos misteriosos edificios que han dado lugar a tantas conjeturas, y cuya construcción se ha atribuido a los pueblos más antiguos del Viejo Mundo y a razas que se han perdido, perecieron o son desconocidas. Me alegro de que al principiar estas páginas se me presente la oportunidad de ratificar la opinión, que he manifestado en mis anteriores volúmenes, respecto a los que construyeron las ciudades antiguas de la América. La conclusión que deduje entonces fue que "no había suficiente motivo para creer en la gran antigüedad que se atribuía a aquellas ruinas; que no necesitábamos acudir a ninguna nación del Antiguo Mundo para hallar a los que edificaron a estas ciudades: que no eran ellas obra de un pueblo que hubiese desaparecido y cuya historia no existiese; sino que por el contrario había poderosas razones para creer que habían sido edificadas por las mismas razas que habitaban el país al tiempo de la conquista española, o por algunos progenitores suyos no muy remotos". Esta opinión no la emití con ligereza. Pesábame en verdad este modo de sentir, pues habría hallado mucho placer en encontrarme en medio de unas ruinas llenas del interés que ofrece una edad muy antigua y misteriosa; y aun hoy mismo, sin embargo de serme lisonjero conocer que mi opinión ha sido bien sostenida, preferiría abandonarla y envolverme con el lector en la duda, si no fuera porque las circunstancias me lo prohíben. Más todavía; debo decir que las subsiguientes investigaciones han fortificado y corroborado de tal manera mi juicio anterior, que lo que fue primero una mera opinión es hoy una convicción arraigada. Cuando escribí el relato de mis anteriores excursiones, la mayor dificultad que encontraba era la falta de toda noticia histórica concerniente a los sitios que visité. Copan tenía alguna historia; pero era oscura, incierta y poco satisfactoria. Quirigua, Palenque y Uxmal no la tenían en absoluto, pero un rayo de luz brilla sobre el arco solitario que se ve en el arruinado convento de Mérida. En el relato hecho por Cogolludo de la conquista de Yucatán se refiere que a la llegada de los españoles al pueblo indio de Thoo, en cuyo sitio debe tenerse presente que existe hoy la ciudad de Mérida, hallaron algunos cerros hechos a mano, o artificiales, y que los españoles establecieron su campo en uno de ellos. Dice también que este montículo o colina se hallaba en el terreno mismo que hoy ocupa la plaza mayor. Al oriente de éste, había otro cerro, y los españoles erigieron la ciudad entre ambos; porque, según se dice, las piedras facilitaban la fabricación y economizaban el trabajo de los indios; y añádese que los cerros eran tan grandes, que con las piedras de ellos los españoles edificaron la ciudad, en términos que se niveló enteramente la plaza mayor. Hácese una especificación de los edificios construidos, y se agrega que había material abundante para cuantos quisiesen construir los españoles. También se hace mención de otros cerros, que embarazaban la rectificación de las calles, conforme al plan propuesto; y hay una circunstancia que, en mi opinión, es concluyente y conduce directamente al punto discutido. En la historia de la construcción del convento de San Francisco, fundado en 1547, cinco años después de la llegada de los españoles a Thoo, se dice expresamente haberse construido sobre un pequeño monte artificial, uno de los muchos que había entonces en aquel sitio, y sobre el cual había algunos edificios antiguos. Ahora bien, o suponemos que los españoles arrasaron aquellos edificios y construyeron el extraño arco de que hablamos, cuya suposición creo que es absolutamente insostenible, o ese corredor formaba parte de los edificios antiguos, que, conforme al relato del historiador, se encontraban sobre el cerro artificial, y que por este u otro motivo los frailes incorporaron en su convento. No hay más que un argumento contra esta última conclusión, y es que esos cerros, lo mismo que el edificio antiguo, estaban ya en ruinas cuando formaron parte del convento. Pero en tal caso nos veríamos obligados a suponer que un gran pueblo, cuya fama llegó hasta los españoles en Campeche, y que hizo tan desesperada y sangrienta resistencia para dejarse ocupar, no era otra cosa que una reunión de algunas hordas que andaban vagando alrededor de los arruinados edificios de otra raza. ¿Además, es de mucha importancia observar que no se hace mención de estos montes artificiales para describir aquel pueblo indio, supuesto que no se hace descripción ninguna; sino que únicamente se habla de ellos por incidencia, como que ofrecían comodidad a los españoles en la reunión de materiales para construir la ciudad, o como objetos que embarazaban la rectificación de las calles, conforme al plan propuesto. Y aun tal vez no se habría hecho mención alguna del cerro en que está el convento, si no hubiese sido por la circunstancia de que el padre Cogolludo era un fraile franciscano, y al mencionarlo se le presentaba la oportunidad de pagar un tributo a la memoria del bendito fray Luis de Villalpando, superior entonces del convento, y de mostrar la alta estima en que era tenido, pues dice que el Adelantado había escogido aquel sitio para erigir una fortaleza, pero que hubo de cederlo para el convento a la simple petición del superior. Además de todo esto, hasta en el modo incidental con que se habla de estos cerros hay una circunstancia que patentiza claramente que no estaban en ruinas, sino que, por el contrario, hallábanse entonces en uso actual y ocupados por los indios; y es que Cogolludo menciona con mucha individualidad uno de ellos, que obstruía completamente la dirección de cierta calle y que, según él, se llamaba el Gran Ku, adoratorio que era de los ídolos. Ahora bien; la palabra Ku en la lengua maya, tal cual la hablan actualmente los indios de Yucatán, significa un lugar destinado al culto; y la palabra adoratorio, según la define el diccionario español, es el nombre que los conquistadores dieron en América a los templos de los ídolos. Así, pues, cuando el historiador describe este cerro como el grande de los Kues, el adoratorio de los ídolos, quiere decir con esto que había un gran templo de ídolos, o el mayor entre los sitios destinados al culto por los indios. Llámase el grande, para distinguirlo de otros más pequeños, entre los cuales estaba el que hoy ocupa el convento de San Francisco. A mi modo de ver, el arco solitario, hallado en este convento, es una prueba muy fuerte, si no concluyente, de que todas las ruinas dispersas sobre Yucatán pertenecieron a los mismos indios que ocupan el país al tiempo de la Conquista española, o, para volver a mi antigua conclusión, fueron obra de la misma raza, o de sus progenitores no muy lejanos. Cuáles hayan sido éstas, de dónde vinieron o quiénes fueron sus progenitores no me he atrevido, ni aun hoy me atrevo a decirlo.
contexto
CAPÍTULO IV Del primer género de idolatría de cosas naturales y universales Después del Viracocha o supremo Dios, fue y es en los infieles el que más comúnmente veneran y adoran, el sol, y tras él esas otras cosas que en la naturaleza celeste o elemental se señalan, como luna, lucero, mar, tierra. Los Ingas, señores del Pirú, después del Viracocha y del sol, la tercera guaca o adoratorio, y demás veneración, ponían al trueno, al cual llamaban por tres nombres, Chuquiilla, Catuilla y Intiillapa, fingiendo que es un hombre que está en el cielo con una honda y una porra, y que está en su mano el llover, y granizar y tronar, y todo lo demás que pertenece a la región del aire, donde se hacen los nublados. Ésta era guaca (que así llaman a sus adoratorios) general a todos los indios del Pirú, y ofrecíanle diversos sacrificios. Y en el Cuzco, que era la corte y metrópoli, se le sacrificaban también niños como al sol. A estos tres que he dicho: Viracocha, Sol y Trueno, adoraban en forma diversa de todos los demás, como escribe Polo haberlo él averiguado, que era poniendo una como manopla o guante en las manos cuando las alzaban para adorarles. También adoraban a la Tierra, que llamaban Pachamama, al modo que los antiguos celebraban la diosa Tellus, y al mar que llamaban Mamacocha, como los antiguos a la Thetis o al Neptuno. También adoraban al arco del cielo, y era armas o insignias del Inga, con dos culebras a los lados a la larga. Entre las estrellas comúnmente todos adoraban a la que ellos llaman Collca, que llamamos nosotros las Cabrillas. Atribuían a diversas estrellas diversos oficios y adorábanlas los que tenían necesidad de su favor, como los ovejeros hacían veneración y sacrificio a una estrella que ellos llamaban Urcuchillay, que dicen es un carnero de muchos colores, el cual entiende en la conservación del ganado, y se entiende ser la que los astrólogos llaman Lira. Y los mismos adoran otras dos, que andan cerca de ella, que llaman Catuchillay, Urcuchillay, que fingen ser una oveja con un cordero. Otros adoraban una estrella que llaman Machacuay, a cuyo cargo están las serpientes y culebras, para que no les hagan mal, como a cargo de otra estrella que llamaban Chuquichinchay, que es tigre, están los tigres, osos y leones. Y generalmente de todos los animales y aves que hay en la tierra, creyeron que hubiese un semejante en el cielo, a cuyo cargo estaba su procreación y aumento, y así tenían cuenta con diversas estrellas, como la que llaman Chacana, y Topatorca y Mamana, y Mirco y Miquiquiray, y así otras, que en alguna manera parece que tiraban al dogma de las ideas de Platón. Los mexicanos cuasi por la misma forma, después del supremo Dios adoraban al sol, y así a Hernando Cortés, como él refiere en una carta al Emperador Carlos Quinto, le llamaban Hijo del Sol, por la presteza y vigor con que rodeaba la tierra. Pero la mayor adoración daban al ídolo llamado Vitzilipuztli, al cual toda aquella nación llamaba el Todopoderoso y señor de lo creado, y como a tal, los mexicanos hicieron el más suntuoso templo y de mayor altura, y más hermoso y galán edificio, cuyo sitio y fortaleza se puede conjeturar por las ruinas que de él han quedado en medio de la ciudad de México. Pero en esta parte, la idolatría de los mexicanos fue más errada y perniciosa que la de los ingas, como adelante se verá mejor; porque la mayor parte de su adoración e idolatría se ocupaba en ídolos, y no en las mismas cosas naturales, aunque a los ídolos se atribuían estos efectos naturales, como del llover y del ganado, de la guerra, de la generación, como los griegos, y latinos pusieron también ídolos de Febo y de Mercurio, y de Júpiter y de Minerva, y de Marte, etc. Finalmente, quien con atención lo mirare, hallará que el modo que el demonio ha tenido de engañar a los indios, es el mismo con que engañó a los griegos y romanos, y otros gentiles antiguos, haciéndoles entender, que estas criaturas insignes, sol, luna, estrellas, elementos, tenían proprio poder y autoridad para hacer bien o mal a los hombres, y habiéndolas Dios creado para servicio del hombre, él se supo tan mal regir y gobernar, que por una parte se quiso alzar con ser Dios, y por otra dio en reconocer y sujetarse a las criaturas inferiores a él, adorando e invocando estas obras, y dejando de adorar e invocar al Creador, como lo pondera bien el Sabio por estas palabras: vanos y errados son todos los hombres en quien no se halla el conocimiento de Dios. Pues de las mismas cosas que tienen buen parecer, no acabaron de entender al que verdaderamente tiene ser. Y con mirar sus obras, no atinaron al Autor y Artífice, sino que el fuego o el viento, o el aire presuroso o el cerco de las estrellas, o las muchas aguas, o el sol o la luna, creyeron que eran dioses y gobernadores del mundo. Mas si enamorados de la hermosura de las tales cosas les pareció tenerlas por dioses, razón es que miren cuánto es más hermoso que ellas el Hacedor de ellas, pues el dador de hermosura es el que hizo todas aquestas cosas. Y si les admiró la fuerza y maravilloso obrar de estas cosas, por ellas mismas acaben de entender cuánto será más poderoso que todas ellas el que les dio el ser que tienen. Porque por la propria grandeza y hermosura que tienen las criaturas se pueden bien conjeturar qué tal sea el Creador de todas. Hasta aquí son palabras del libro de la Sabiduría, de las cuales se pueden tomar argumentos muy maravillosos y eficaces, para convencer el grande engaño de los idólatras infieles, que quieren más servir y reverenciar a la criatura que al Creador, como justísimamente les argulle el Apóstol. Mas porque esto no es del presente intento y está hecho bastantemente en los sermones que se escribieron contra los errores de los indios, baste por agora decir que tenían un mismo modo de hacer adoración al sumo Dios y a estos vanos y mentirosos dioses. Porque el modo de hacerle oración al Viracocha y al sol, y a las estrellas y a las demás guacas o ídolos, era abrir las manos y hacer cierto sonido con los labios como quien besa, y pedir lo que cada uno quería, y ofrecerle sacrificio. Aunque en las palabras había diferencia cuando hablaban con el gran Ticciviracocha. Este modo de adorar abriendo las manos y como besando, en alguna manera es semejante al que el santo Job abomina como proprio de idólatras, diciendo: Si besé mis manos con mi boca mirando al sol cuando resplandece, o a la luna cuando está clara, lo cual es muy grande maldad y negar al altísimo Dios.
contexto
Capítulo IV De las riquezas del reino del Perú No hay duda sino que lo mejor, más florido y estimado de todas las Indias occidentales es el Perú, y el más rico y poderoso reino en oro y plata, que el día de hoy se sabe, en toda la redonda del mundo, porque cosa notoria es a todos los que han sido versados en historia, que, antiguamente, el reino de España fue tenido y apreciado por el más rico de todos los que se sabían, por la mucha abundancia de minerales de otro y plata que en España había. Así concurrieron de todas las regiones del mundo a España, y aun poblaron en ella, y los últimos fueron los visigodos, que repararon en ella, como la tierra más fértil, rica y colmada de todos los bienes necesarios a la vida humana. Pues, después que las Indias y especialmente el Perú se descubrió y conquistó, no hay nadie que ignore, cuánto se han crecido y aumentado las riquezas de España en el común perteneciente a las rentas reales, que son hoy tres veces dobladas, de lo que solían ser antes que las Indias pareciesen, pues en los particulares de duques, marqueses, condes, señores de vasallos, bien se saben sus rentas cuánto han sobrepujado y, por lo menos, se han doblado. Porque el que, ahora cien años, tenía veinte mil ducados de renta, tiene hoy cuarenta mil y cincuenta mil ducados y aun más. Pues los mayorazgos ricos y costosos que de nuevo se han fundado, y otros que se han añadido a los antiguos las riquezas sin número de los mercaderes y labradores, quién podrá contar lo que han crecido como espuma, de sesenta años a esta parte, que han empezado a ir de las Indias, o por mejor decir del Perú, las flotas cargadas de barras y de tejuelos de oro y ricas piedras preciosas porque, aunque es verdad que cada año van de Nueva España, Honduras, Yucatán, del Nuevo Reino de Granada, de Santo Domingo y demás islas, muchas naos cargadas, que llevan plata y oro y otras cosas de valor y precio, con que enriquecen hinchan a España. Pero es todo poco respecto de las barras y tejuelos de oro, que van en ocho o diez galeones, que cada año salen de Puerto Belo para España que, sin duda, son otros tantos millones, como parecerán claramente en lo que diré en este capítulo. Este reino del Perú es el más rico de minerales de cuantos se sabe, porque casi se puede llamar todo él, en la Sierra, una mina de plata y de oro, pues en poquísimas provincias hay, que no haya noticia de haber minas de plata y de oro, o de otros metales, y muchas no se descubren porque los indios las encubren, a causa que los españoles, en labrándose y beneficiándose, han de hacer asiento en sus pueblos, y todo ha de ser con daño y menoscabo de los indios. A la verdad, no se engañan en ello, porque el español es fuego que todo lo abrasa donde está, y reciben dellos mil molestias y vejaciones. Otras minas, aunque se han descubierto, no se labran ni cultivan, respecto de la falta que hay de indios y la disminución en que cada día van, y no querer los virreyes darlos para todas las labores. otras minas se dejan de labrar, porque al principio descubren poca plata, y a la mayor parte son hombres pobres los que las bebefician, y no quieren gastar sus haciendas en ellas y perderse. Muchas, si se siguiesen, darían grandes riquezas en lo hondo, porque práctica es de mineros, que la mina, desde veinte y cinco estados adelante, descubre la abundancia de plata que está encerrada en las venas de la tierra, y que, la que en la superficie la da, en lo hondo se desvanece, y así, si todas las minas que hay en el Perú se cultivasen, sería tanta la infinidad de plata que della se sacase, que como las piedras se estimaría. Las minas que se benefician son las de Choclococha, en la ciudad de Castro Virreyna; las de la Villa Rica de Oropesa, fundada por el virrey don Francisco de Toledo, de azogue; las de Carabaya, del más rico y subido oro que se sabe en el mundo, aunque entre el de Tibar famoso; las de Oruro, nuevas, riquísimas; las de Porco, las de los Aullagas, las de Potosí, villa imperial, donde está el más célebre y mentado cerro que en toda la redondez de la tierra se sabe, y que hasta los confines del oriente, de septentrión y mediodía se trata de sus riquezas. Allá es sublimado por la mina más abundante, y de donde más plata se ha sacado de cuantas desde la creación del mundo acá se han labrado, las minas de Caruma. Destas minas que tengo referidas, no tienen número, ni hay aritmético que alcance a contar y sumar las barras y tejuelos que se han sacado, y cada día se sacan y van a España, porque de Potosí, poco más o menos, se sabrá, que cada año por el mes de marzo suben de Lima dos navíos al puerto de Arica, que llevarán a lo menos arriba de seis mil barras. Entre año bajan en navíos más de otras seis mil del puerto de Chile; y de Arequipa bajarían más de mil barras antes de la tempestad, y bajarán con el favor de Dios de aquí en adelante, pues las viñas reverdecen que era su riqueza. De las demás minas de Oruro, Vilcabamba, Choclococha y de las demás ciudades de arriba, que bajan a la Ciudad de los Reyes por tierra, en Marrieros, en todo el discurso del año, no tiene cuenta las barras y reales y oro que todo va a dar a la Ciudad de los Reyes, adonde por el mes de abril se embarcan en cuatro o cinco navíos, que van a Panamá lastrados de barras, pues de Quito y de las ciudades de abajo como son Trujillo, Saña, Loja, Cuenca, Zamora, también sale mucha cantidad de oro y plata, y toda se embarca en Puertobelo con la que se envía de Panamá, que también es procedida del Perú, de manera que, quien quiere dijere que van cada año a España siete u ocho millones del Perú, no se alargará muchos. Esto así de las rentas reales de quintos y de alcabalas y derechos y de tributos de las provincias y repartimientos, que están encomendados en la Corona Real, como de mercaderes que van a emplear, y otros a vivir a España, dejado aparte que no hay año que para México no salgan dos o tres navíos cargados de plata para emplear, que se aprecia en más de un millón. Pues ¡qué reino hay hoy en el mundo, por rico, florido y poderoso que sea, que cada año eche de sí ocho millones y más en plata sola y oro, no en mercaderías! No me lo podrá señalar nadie; y más que queda rico, queda abundante y no se hecha de ver la saca ni falta, porque cada día se saca más de las minas. Es cierto que, si por cuatro o seis años se pusiera estanco en ello y se prohibiera la saca, pudieran los mercaderes y hombres ricos hacendados del Perú enladrillar sus casas de barras y los templos con chapas de oro, y si la majestad del Rey don Felipe, nuestro señor, no tuviera guerra ni tan excesivos gastos fuera de sus reinos con moros, turcos y herejes, pudiera juntar más y mayor tesoro sin comparación, que el rey David dejó a su hijo Salomón; y todos los reyes del mundo juntos no tuvieran tanta plata y oro y perlas y piedras preciosas como él solo. Si de España no se sacara a reinos extraños ocultamente y aun públicamente la plata y oro, no hubiera en ella hombre pobre; y aun con todo eso: es el más rico y poderoso reino de los de Europa y África y aun de Asia, en los que conocemos y palpamos. Las mercaderías que cada año vienen de España, de México, de la China, a este reino del Perú, también son causa de enriquecerle, pues pocos hombres hay en el Perú que no vistan seda y oro; digo poco, sino ninguno, con bordaduras y recamados. Demás desto, aumentan sus riquezas las infinitas crías que hay en todo el reino de ganado vacuno y ovejuno y de cerda, que más barato sin comparación se come en el Perú la carne que en España, y más en abundancia, pues los ganados de la tierra, que he dicho en el capítulo precedente, tan necesarios para el trajín de las mercaderías, que el Collao vale un carnero de carga ocho pesos y diez, y lleva ciento y cincuenta leguas y doscientas dos botijas de vino. En ellos se transportan de unas partes a otras el maíz el trigo, la harina y las cosas necesarias, pues un carnero de Castilla, en todo el Perú, en las partes más caras no vale un ducado, y en Castilla vale dos y más. Las cabras, de que se hacen en diversas partes infinitos cordobanes, son en tanto número como los átomos del sol. Los obrajes que hay en todo el reino, de paños muy buenos, que se hacen en Quito, y se traen a Lima, Cuzco y Potosí y de Guanuco. Otros hay de sayales y jergas. Las crías de caballos y mulas, repartidas por todos los lugares de la Sierra y de los llanos, y las que suben del reino de los caracas de Quito, son infinitas, de manera que un caballo vale muchos menos en el Perú que en España y una mula. Las sementeras de trigo son tantas y tan colmadas, que no se pasa en el Perú hambre: Antes, de todos los valles de Santa, Trujillo y Saña se cargan cada año navíos para Panamá de harina, pues la copia que se coge en estos mismos valles de azúcar, de miel, de sebo, de manteca, cordobanes, y se lleva a Panamá, a la Ciudad de los Reyes y lo mismo en otros muchos valles del reino. Se coge infinita azúcar alrededor de Guamanga, en el valle de Abancay y Casinchigua, que está en la provincia de los aymaraes y quichua, en Amaybamba y Quellabamba, pues la cogida de vino en el valle de Yca y de La Nasca en Camaná, los Majes y Victor quién niega que sea de las más ricas del mundo; pues Yca y La Nasca, que porveen a la Ciudad de los Reyes, y los valles de abajo hasta Quito y aun a México, no hay duda sino que dan cada año más de trescientas mil botijas de vino. Arequipa daba antes de la ceniza casi otras tantas en sus valles de Victor y Siguas. Los olivares, que cada día van en más aumento, no son de las cosas de menor importancia, que hacen crecer cada día más las riquezas deste reino del Perú. De suerte que qué se puede pedir para ser un reino rico, poderoso y abundante, mas de las cosas que están referidas, y que cada día se aumenta, y fáciles de llevar de un cabo a otro, porque, en tierra, mediante los carneros de carga que tengo dicho, y las gruesas recuas de mulas, todo se lleva y transplanta. Por la mar bien se sabe cuán seguros tiene los puertos, y cuántos en todos los lugares que están en la costa, y la facilidad con que se hacen los navíos en Huayaquil, en Panamá y aun en el Callao de la Ciudad de los Reyes, y cuán fuertes y ligeros y mejores de vela, que todos los del mundo. Así es fácil llevar de unas partes a otras las mercaderías y bastimentos. Sólo le falta al Perú seda y lino, para con ello tenerlo todo de sobra, y no haber necesidad de mendigar ni esperar nada de otro ningún reino ni provincia del mundo (porque hierro, si lo buscasen, sin duda, hallarían minerales dello), y seda y lino, si las plantaran, se dieran en cantidad increíble. Así la tierra y su disposición y fertilidad no tiene la culpa de haber mengua dello, sino los moradores que la habitan, que no se dan a ello, pues fuera fácil sembrarlo y cogerlo, y aun hilarlo y tejerlo. Una riqueza que nos quedaba que referir, y la más principal, de quien penden todas las demás deste reino, y que sin ella todas se han de deshacer y consumir, se va poco a poco disminuyendo. Estos son los indios dél, que por ocultos caminos se menoscaban y cada día parecen menos, y en los llanos, como ya dije, no hay que hacer caudal de ellos. En la Sierra, donde se han conservado mejor, también se van acabando, especialmente en los lugares y pueblos donde van a la labor de las minas. Dios lo remedie como puede, que si ellos faltan, toda la riqueza y abundancia de barras, de tejuelos y de las demás cosas que tengo referidas en este capítulo, se acabarán y fenecerán, pues ellos las crían, conservan, cultivan, labran, multiplican, trajinan y sustentan, y de ellos pende el ser y fundamento del reino que, aunque son como la estatua que vio Nabucodonososr, de diferentes metales: oro, plata, cobre, hierro, los pies eran de barro, y en deshaciéndose los pies, cayó y se deshizo la estatua. Si estos pies de barro faltaren, caerá toda la máquina del reino del Perú. Dios lo conserve, amén.
contexto
CAPÍTULO IV Trata del curaca Cofaqui y del mucho regalo que a los españoles hizo en su tierra Luego que el curaca Cofaqui recibió los recaudos de su hermano y del gobernador, mandó apercibir todo lo necesario, así de gente noble para la ostentación de la grandeza de su casa como de bastimentos y gente de servicio para servir y regalar a los españoles. Y, antes que el gobernador entrase en ella, le envió cuatro caballeros principales acompañados de mucha gente que le diesen la buena hora y el pláceme de su venida y la obediencia que se le debía, y le dijesen cómo lo esperaban con toda paz y amistad y deseo de le servir y regalar en todo lo que su habilidad y posibilidad alcanzase. Con esta embajada recibió contento el general y toda su gente porque no pretendían amigos forzados sino de gracia, y así caminaron hasta llegar al término de Cofaqui, donde a los indios que con ellos habían ido de la provincia de Cofa les dieron licencia para que los de guerra y los de servicio se volviesen a sus casas y, en lugar de ellos, trajeron los de Cofaqui otros que llevaron las cargas. El gobernador llegó al primer pueblo del Cofaqui, donde estaba el cacique, el cual, como por sus atalayas supiese que el general iba cerca, salió a recibirle fuera del pueblo, acompañado de muchos hombres nobles hermosamente arreados de arcos y flechas y grandes plumas, con ricas mantas de martas y otras diversas pellejinas también aderezadas como en lo mejor de Alemania. Entre el gobernador y el curaca pasaron muy buenas palabras, y lo mismo hubo entre los indios principales y los caballeros y capitanes del ejército, dándose a entender parte por palabras y parte por señas. Y así entraron en el pueblo con gran fiesta y regocijo de los indios. El cacique por su persona aposentó a los españoles y él se fue, con licencia del gobernador, a otro pueblo que estaba cerca, donde había mudado su casa por desembarazar aquél para alojamiento de los españoles. Y luego otro día, bien de mañana vino a visitar al gobernador, y, después de haber hablado largo en cosas que tocaban a la relación de aquella provincia, dijo el indio: "Señor, yo deseo saber la voluntad de vuestra señoría, si es de quedarse aquí donde deseamos servirle o de pasar adelante, para que, conforme a ella, se provea con tiempo lo que conviene a vuestro servicio." El gobernador dijo que iba en demanda de otras provincias que le habían dicho estaban adelante y que la una de ellas se llamaba Cofachiqui, y que no podía hacer asiento ni parar en parte alguna hasta que las hubiese visto y andado todas. El curaca respondió que aquella provincia confinaba con la suya y que entre la una y la otra había un gran despoblado que se andaba en siete jornadas y que para el camino ofrecía a su señoría los indios de guerra y de servicio necesarios, que le sirviesen y acompañasen hasta donde su señoría quisiese llevarlos. Asimismo le ofrecía todo el bastimento que fuese menester para el viaje, que le suplicaba pidiese y mandase proveer lo que fuese servido llevar como si estuviera en su propia tierra, que toda aquélla estaba a su voluntad y muy deseosa de servirle. El gobernador le agradeció el ofrecimiento y le dijo que, pues él como capitán experimentado y como señor de aquella tierra sabía el camino que se había de andar y el bastimento que sería menester, lo proveyese como en causa propia, que los españoles no tenían necesidad de otra cosa sino de comida y que en dejársela toda a su voluntad y arbitrio vería la poca o ninguna molestia que deseaban darle. Con esta confianza que el gobernador hizo del cacique le obligó a que hiciese más que hiciera si señaladamente le pidiera lo que había menester, y así lo dijo él. Y luego mandó que con mucha diligencia y solicitud se juntase el bastimento y los indios de carga que lo hubiesen de llevar, lo cual fue obedecido y proveído con tanta prontitud que, en cuatro días que los españoles descansaron en el pueblo Cofaqui, se juntaron cuatro mil indios de servicio para llevar la comida y la ropa de los cristianos, y otros cuatro mil de guerra para acompañar y guiar el ejército. El bastimento principal que los castellanos procuraban dondequiera que se hallaban era el maíz, el cual, en todas las Indias del nuevo mundo, es lo que en España el trigo. Con el maíz proveyeron los indios mucha fruta seca, de la que hemos dicho atrás que la tierra produce de suyo sin cultivarla, como son ciruelas pasadas y pasas de uvas, nueces de dos o tres suertes y bellota de encina y roble. Provisión de carne no hubo alguna, porque ya hemos dicho que no la tienen de ganado doméstico sino la que matan cazando por los montes. El gobernador y los suyos, viendo tanta junta de gente, aunque se juntaban para les servir, se recataban y velaban de noche y de día más que lo ordinario, porque los indios debajo de amistad, viéndolos descuidados, no se atreviesen a hacer alguna cosa en daño de ellos. Mas los indios estaban bien descuidados y ajenos de ofender a los españoles: antes, con todas sus fuerzas y ánimo, atendían a les servir y agradar para con el favor y amparo de ellos vengarse de las injurias y daños que de sus enemigos, los de Cofachiqui, habían recibido, como luego veremos. Un día antes del día señalado para la partida de los españoles, estando el curaca en la plaza del pueblo con el general y otros capitanes y caballeros principales del ejército, mandó llamar a un indio que para todas las cosas de guerra que se le ofreciesen tenía elegido por capitán general y al presente lo estaba para ir con el gobernador. Al cual, venido que fue ante él, le dijo: "Bien sabéis la guerra y enemistad perpetua que nuestros padres, abuelos y antepasados siempre han tenido, y nosotros al presente tenemos, con los indios de la provincia de Cofachiqui, donde ahora vais en servicio de nuestro gobernador y de estos caballeros, y también son notorios los muchos y notables agravios, males y daños que los naturales de aquella tierra de continuo han hecho y hacen en los de la nuestra. Por lo cual, será razón que, pues la ventura nos ofrece para nuestra venganza una ocasión tan buena como la presente, que no la perdamos. Vos, mi capitán general, como tenemos acordado, habéis de ir en compañía y servicio del gobernador y de su invencible ejército, con cuyo favor y amparo haréis en satisfacción de nuestras injurias y daños todo lo que contra nuestros enemigos pudiereis imaginar y, porque entiendo no hay necesidad de que se gasten con vos muchas palabras para encargaros lo que habéis de hacer, me remito a vuestro ánimo y voluntad, la cual sé que se conformará con mi pretensión y con lo que en este caso a nuestra honra conviene."
contexto
CAPÍTULO IV Continuación de la jornada en busca de ciudades arruinadas. --Jornada al rancho Kiuic. --Edificio arruinado. --Extravío del camino. --Llegada a Kiuic. --La casa real. --Visita del propietario, que era un indio puro. --Su carácter. --Visita a las minas. --Garrapatas. --Paredes viejas. --Fachadas. --Imponente escena de las ruinas. --Entrada principal. --Departamentos. --Pinturas curiosas. --Excavación de una piedra. --Un edificio largo. --Otras ruinas. --Continuación de la escasez de agua. --Visita a una caverna llamada por los indios Actún. --Escena selvática. --Una aguada. --Visita a la casa real. --Crisis monetaria. --Viaje a Xul. --Entrada en el pueblo. --El convento. --Recepción. --El cura de Xul. --Su carácter. --Mezcla de los tiempos antiguos con los modernos. --La iglesia. --Visita de recepción. --Un feliz arribo A la mañana siguiente continuamos nuestro camino en demanda de ciudades arruinadas, siendo el primer punto de nuestro destino el rancho Kiuic, distante de allí tres leguas. Precedionos Mr. Catherwood con los sirvientes y equipajes, y cerca de una hora después nos pusimos en marcha el Dr. Cabot y yo. Como los indios nos dijeron que no había dificultad ninguna en hallar el camino, salimos solos enteramente. Cerca de una milla del rancho pasamos, a la izquierda del camino, un edificio arruinado, coronado de una pared elevada con aberturas oblongas y semejante al de Zayí, que ya he mencionado, como parecido a una fábrica de Nueva Inglaterra. El terreno era quebrado, y más claro y abierto que todo el que hasta allí habíamos visto. Pasamos por medio de dos ranchos de indios y, a una legua más allá, llegamos a un punto en que el camino se dividía y por lo mismo nos encontramos en el mayor embarazo. Uno y otro camino eran apenas meras veredas de indios, en donde raras veces o nunca transitaban gentes de a caballo. No teniendo más que una sola probabilidad en contra, nos determinamos a seguir el camino que continuaba en línea recta al que hasta allí habíamos traído. Al cabo de una hora de marcha, la dirección había cambiado de tal manera, que retrocedimos llegando, después de una marcha fatigosa, al mismo punto divisorio en donde tomamos el otro camino que dejamos. Éste nos condujo a una sabana o pradera selvática, rodeada de colinas, y en la cual nos encontramos con huellas que guiaban a distintas direcciones, en medio de las cuales nos vimos completamente desorientados. La distancia a Kiuic era únicamente de tres leguas y llevábamos ya seis horas de una marcha penosa: comenzamos entonces a temer seriamente que habíamos hecho mal en retroceder del primer camino, y que a cada paso nos alejábamos más y más del punto de nuestro destino. En medio de nuestras perplejidades encontrámonos con un indio que llevaba del cabestro un potro cerrero, y, antes de que le dirigiéramos una sola pregunta ni tomarse la pena de hacérnosla, ató el caballo a un arbusto, nos hizo volver grupas guiándonos a través de la llanura a otra vereda, siguiendo la cual por alguna distancia nos hizo al cabo cejar de ella y penetrar en otra nueva vereda, en la cual nos dejó volviéndose de prisa a recoger el potro. Sentíamos perderlo, y le instamos para que nos sirviese de guía, pero estuvo impenetrable, hasta que con el auxilio de un medio real se determinó a continuar delante de nosotros. Todo el paisaje eran tan selvático y solitario, que comenzamos a dudar muy seriamente que la especie de senda que seguíamos pudiese guiar a ningún rancho o habitación humana, pero al mismo tiempo había una circunstancia interesante. En la senda solitaria en que nos vimos, a la sazón descubrimos, en diferentes sitios distantes e inaccesibles, cinco elevados montículos en que descollaban las ruinas de antiguos edificios, e indudablemente había otros muchos más sepultados en los bosques. A las tres de la tarde entramos en una espesa floresta, y súbitamente nos dimos de cara con la casa real de Kiuic, que descollaba solitaria y casi oculta entre los árboles, siendo la única habitación de cualquiera especie que se presentaba a la vista; y para que se aumentase el admirable interés que nos esperaba en cada uno de los pasos de nuestro viaje en aquel país, la tal casa real estaba sobre la plataforma de una antigua terraza, cubierta de los restos de un edificio arruinado. Los escalones de la terraza habían caído, pero estaban ya renovados; las paredes estaban intactas, conservando las piedras su primitivo sitio y colocación. Aparecieron a nuestra vista Mr. Catherwood con nuestros sirvientes y equipajes; y, conforme íbamos subiendo, presentaba aquello una extraña confusión de cosas pasadas y presentes, de escenas antiguas y sucesos comunes en la vida, si bien Mr. Catherwood disipó un tanto nuestras primeras ilusiones con asegurarnos que la casa real estaba cuajada de pulgas. Atamos los caballos al pie de la terraza y subimos los escalones. La casa real tiene paredes de barro, techo de paja y una enramada delante. Sentados bajo la enramada con nuestro "hotel" sobre aquella antigua plataforma, raras veces habíamos experimentado una satisfacción más cumplida al llegar a un nuevo y desconocido campo de ruinas, aunque tal vez en aquella circunstancia entraba por mucho el que, después de una caminata tan incierta y calurosa, hubiésemos llegado sanos y salvos al punto de nuestro destino. Quedaban todavía dos horas de sol, y, deseando echar una ojeada sobre las ruinas antes de que anocheciera, nos pusimos a comer unos huevos fritos y algunas tortillas hechas de prisa. Mientras que despachábamos rápidamente nuestra refacción, el dueño del rancho, acompañado de varios indios, vino a hacernos una visita. El tal propietario era un indio puro, el primero de esta antigua, pero degradada raza, a quien hubiésemos visto en la posición de ser dueño y propietario de tierras: era como de cuarenta y cinco años de edad, y muy respetable en su apariencia y maneras. Había heredado de sus padres aquella finca, sin saber cuánto tiempo hacía que se les hubiese transmitido, si bien estaba en la creencia de que siempre había estado en su familia. Sirvientes suyos eran los indios del rancho, y en ningún pueblo o hacienda habíamos visto hombres de mejor apariencia y mejor disciplinados. Esto produjo en mi ánimo la fuerte impresión de que, indolente, abatida e ignorante cual hoy se encuentra la raza indígena bajo el dominio de los extranjeros, los indios no son incapaces de llenar los deberes de una posición más elevada de la que el destino les ha señalado. No es exacto que el indio sea apto solamente para los trabajos manuales, sino que es muy capaz de poseer lo que se necesita para dirigir los trabajos de otros; y, cuando este señor indio se sentó en la terraza rodeado de todos sus dependientes, me figuré ver al descendiente de una larga línea de caciques, que en tiempos antiguos hubiesen reinado en la ciudad, cuyas ruinas formaban hoy su herencia. Involuntariamente le tratamos con todo el respeto y miramiento que jamás habíamos mostrado antes a ningún indio; pero, ¡quién lo sabe!, tal vez en esto no estábamos enteramente libres de la influencia de los sentimientos que gobiernan en la vida civilizada, y nuestro respeto pudo haber provenido de saber que nuestro conocido nuevo era un propietario que poseía no solamente algunos acres de tierra, indios y una finca productiva, sino también dinero efectivo, el gran disederatum de estos tiempos positivos. Y dígolo, porque, cuando dimos a Albino un peso fuerte para que comprase huevos, nos significó la dificultad que habría de conseguir cambio en el rancho para una moneda de tanto valor; pero a su regreso nos dijo, con cierto aire de sorpresa, que el amo había dado el cambio de la moneda en el momento en que se le presentó. Concluida nuestra precipitada refacción, pedimos indios que nos guiasen a las ruinas, y no dejó de sorprendernos la objeción que hacían con motivo de las garrapatas. Desde que salimos de Uxmal, una de nuestras mayores molestias durante nuestras labores habían sido las garrapatas, que en efecto producen una molestia intolerable. Frecuentemente nos pusimos en contacto con los arbustos cubiertos naturalmente de ellas, y de los cuales se desprendían millares sobre nosotros en forma de granos de arena movible, hasta que el cuerpo casi desaparecía debajo de ellas. Nuestros caballos sufrían acaso más que nosotros mismos, y cada vez que desmontábamos teníamos la costumbre de rasparles los costados con una varilla áspera. Durante la estación de la seca, el calor acaba con esta mala peste, y también los pájaros, que se comen las garrapatas; y si esto no fuera así, yo creo en verdad que el país llegaría a ser inhabitable. Por todo el viaje se nos decía que la estación de la seca estaba próxima, y que pronto se acabarían las garrapatas; pero ya habíamos comenzado a desesperar de tal estación, y perdido por tanto la esperanza de librarnos de aquel insecto. Por tanto, no dejó de sobresaltarnos el aviso que nos venía con la especie de resistencia opuesta por los indios; y cuando insistimos en salir, diéronnos otra alarmante intimación cortando unas varillas con que, desde el momento que nos pusimos en marcha, iban sacudiendo los arbustos de uno y otro lado, y barriendo el camino. A la salida del bosque llegamos a un campo comparativamente claro y despejado, en que a través de los árboles y en todas direcciones vimos las Paredes viejas, o Xlab-Pak, que nos eran tan familiares y presentaban una colección de inmensos restos de muchos edificios arruinados. Forzamos nuestro camino hasta ponernos en disposición de lanzar una ojeada sobre ellos. Las fachadas no estaban tan recargadas de adornos como muchas de las que hasta allí habíamos visto; pero las piedras eran más macizas, y era simple, severo y grande el estilo de su arquitectura. Casi todas las casas se habían desplomado, y un largo frontispicio cubierto de adornos yacía en tierra abierto y formando un doblez superior, como si hubiese caído por el efecto de las vibraciones de un terremoto, y luchase aún por conservar su posición recta. El conjunto presentaba una escena pintoresca e imponente de ruinas, trayendo al espíritu la vivísima imagen de la escoba destructora del tiempo, barriendo una ciudad. Sobrecogionos la noche en el momento de estar viendo una pintura misteriosa, y regresamos a la casa real para dormir. A la mañana siguiente, muy temprano, nos dirigimos otra vez al terreno, con nuestro indio propietario y una gran parte de sus criados; y como ya el lector debe estar familiarizado con el carácter general de estas ruinas, voy a escoger de la gran masa de ellas que nos rodeaba las que ofrezcan algún carácter particular. La primera que nos llamó la atención fue la que representaba una gran puerta de entrada, que es lo único que permanece en pie, de una prolongada fachada que se ha desplomado. Es notable por su simplicidad y aun por la grandeza de sus proporciones, supuesto el estilo de aquella arquitectura. El departamento a donde esta puerta conduce nada tenía de particular que lo distinguiese de los centenares de otros que ya habíamos visto; pero en uno de sus ángulos existía la pintura misteriosa que estábamos mirando el día anterior, cuando nos sorprendió la noche. Una de las paredes de la testera había caído hacia dentro; pero todas las demás aún permanecían en pie. El techo, lo mismo que en todos los demás edificios, se formaba por el encuentro de las dos paredes maestras que iban declinando hasta juntarse, y cubierto en el punto de conjunción por una capa de piedras planas de un pie de espesor. En todas las demás bóvedas, sin una sola excepción, esa capa era completamente llana; pero en ésta había una piedra, que se hacía distinguir por una pintura que cubría la superficie de la parte expuesta a la vista. La pintura en sí misma era curiosa: los colores, entre los cuales dominaban el rojo y el verde, eran brillantes; las líneas claras y distintas, y el conjunto más perfecto que el de cualquier otra pintura que hubiésemos visto hasta allí. Pero, más que la pintura, sorprendionos la posición en que estaba: se hallaba en la parte más extraviada del edificio todo, y, si no hubiese sido por los indios, ni aun hubiésemos reparado en ella. Por qué esta capa de piedras tuviese semejante adorno, o por qué esta piedra en particular se distinguiese de las otras, eso fue lo que no pudimos descubrir y, sin embargo, estábamos persuadidos de que eso no se habría hecho así sin objeto o por mero capricho. En efecto, mucho tiempo hacía que opinábamos que cada piedra en estos antiguos edificios, y cada diseño o adorno que los decoraba, tenía alguna significación cierta, por más inescrutable que hoy fuese. La tal pintura representa la ruda imagen de un hombre, rodeada de jeroglíficos, que sin duda expresan su historia. Es de treinta pulgadas de largo, dieciocho de ancho y el rojo es el color que domina. De su posición resultaba la imposibilidad de copiarla sin echarla abajo, lo cual deseábamos verificar, no tan sólo para formar un dibujo sino para traérnosla. Yo tenía la aprensión de que el propietario hiciese alguna resistencia, porque él y los indios nos habían designado la tal pintura como la parte más curiosa de las ruinas; pero afortunadamente no tenían ellos formada ninguna opinión en el particular, y todos estaban dispuestos a ayudarnos en cuanto hubiésemos querido. El único medio de sacarla era cavar en el techo, y, como siempre, allí estaba un árbol amigo que nos favoreció. El techo era plano, formado de piedra y mezcla, y tenía algunos pies de espesor. Carecían de barreta los indios; pero, apartando la mezcla con sus machetes y las piedras por medio de unos troncos aguzados y recios, lograron cavar hasta el tope o clave del arco: la piedra principal estaba engarzada como un pie de cada lado y era imposible extraerla por el agujero practicado en el techo, no quedando por lo mismo otro recurso que hacerla descender en el interior de la pieza. El dueño envió algunos indios al rancho en demanda de una soga, y por vía de precaución hice cortar algunas ramas para formar una especie de cama de varios pies de espesor bajo la piedra. Algunos indios que trabajaban aún en el techo estuvieron a punto de dejarla caer; pero afortunadamente se hallaba allí el Dr. Cabot, que los detuvo. Volvieron los indios con la soga y, mientras bajábamos la piedra, rompiose una de las amarras y cayó precipitada; pero la cama de ramas evitó la destrucción de la pintura. El propietario no hizo resistencia alguna para que yo me la llevase; pero era demasiado pesada para la carga de una mula, y los indios no se hubieran atrevido a sacarla en hombros. El único medio de extraerla era cortarla hasta reducirla a un tamaño portable, y, cuando salimos de allí, el propietario me acompañó hasta el pueblo próximo, con el objeto de proporcionarnos un cantero; pero no había uno solo en el pueblo, ni probabilidad de proporcionarse ni uno en veintisiete millas a la redonda. Incapaz de poder sacar ningún partido de la tal piedra, supliqué al propietario que la colocase en un sitio abrigado de la lluvia; y si no me he equivocado acerca del carácter de aquel mi amigo indio, heredero de una ciudad arruinada, sin duda existe allí todavía a mis órdenes. En tal virtud, por el tenor de las presentes autorizo al primer viajero americano que vaya allí a que traiga a su costa la susodicha piedra y la deposite en el Museo Nacional de Washington. Nosotros dejamos las ruinas de Kiuic como las habíamos encontrado. Edificios desplomados y fragmentos de piedras esculpidas eran los objetos que escombraban el terreno en todas direcciones; pero es imposible dar al lector una idea de la impresión que produce el andar errante entre esas ruinas. Por un brevísimo espacio interrumpimos solamente el sombrío silencio de la desolada ciudad, y la dejamos otra vez sepultada en su majestuosa desolación. Tenemos motivo para creer que ningún hombre blanco la ha visto jamás, y probablemente serán muy pocos los que puedan lograrlo, porque la ruina y destrucción crecen más y más de año en año. Existía aquí la misma escasez de agua que, a excepción de Sabacché, era característica de toda esta región, en lo que de ella habíamos visto. El depósito de donde se proveía la antigua ciudad era un objeto que había llamado la atención del propietario indio; y mientras que Mr. Catherwood se ocupaba en dibujar el último edificio, los indios nos condujeron a una caverna llamada Actún, en su lengua, y que ellos suponían fuese el pozo de la antigua ciudad. La entrada era una abertura a través de una roca perpendicular: pasamos por ella con el auxilio de un árbol cuyas ramas nos sirvieron de escalones, y con este auxilio pudimos descender a la plataforma de la roca. Encima había una inmensa bóveda rocallosa, y en el fondo, una gran caverna con precipicios de treinta o cuarenta pies de profundidad, en donde, a juicio de los indios, debía de haber algún pasadizo que guiase a los depósitos de agua. Cuando hicimos brillar nuestras antorchas por el medio de la hendidura, apareció una escena tan imponente y grandiosa que, si hubiéramos podido disponer siquiera de una hora libre, nos habría venido la tentación de explorarla; pero nosotros teníamos más que hacer del necesario para llenar nuestro tiempo. Saliendo de la caverna, nos dirigimos a la aguada que distaba de allí cerca de una legua. Era un pequeño y fangoso estanque con árboles dentro de él y en las orillas, y que en otros países se habría tenido como un bebedero malsano hasta para las bestias. El propietario y todos los indios nos dijeron que en la estación de la seca se dejaba ver el fondo de piedra labrada, hecho, según ellos, por los antiguos habitantes. El tal banco o fondo estaba azolvado de fango; por medio de un tablado formado sobre troncos dentro del lodo, los indios se dirigían al punto conveniente para extraer el agua. Nuestros caballos fueron guiados hasta aquel sitio, pero tenían que beber el agua en los calabazos de los indios. A las dos de la tarde regresamos a la casa real. Habíamos concluido ya con una ciudad en ruinas y estábamos listos para ir a ver otra; mas tuvimos un serio y grave inconveniente en el camino. Ya he dicho que a nuestra llegada a Kiuic dimos a Albino un peso, pero se me olvidó añadir que ese peso era el único que teníamos. Al ponernos en marcha para esta jornada habíamos reducido nuestro equipaje a las hamacas y petaquillas, que son unas cajas o cestas de palma sin cerradura de ninguna especie, y nada seguras, por consiguiente, para guardar dinero, mientras que la moneda de plata, única que pudiese ser corriente en esa región, era demasiado pesada para llevarla uno consigo. En Sabacché descubrimos que nuestros gastos había excedido del cálculo formado y, en consecuencia, enviamos a Albino a Nohcabab con la llave del baúl en que teníamos el dinero, con encargo de que se diese prisa para venir a juntársenos en Kiuic. El tiempo graduado para su ida, detención y regreso había expirado, y Albino no aparecía. Nada nos hubiera hecho una ligera dilación, si no hubiese sido por la estrechez y urgencia de nuestras necesidades. Podía haberle sobrevenido algún accidente, o también la tentación podía haber sido demasiado viva. Nuestros negocios se acercaban a una verdadera crisis, y la ignorancia de la gente del país en materias financieras estaba pesando sobre nosotros. Si necesitábamos de alguna gallina, de forraje para los caballos, o del trabajo de un indio, el dinero debía estar listo en el momento. Lo mismo nos sucedió en todo el resto de nuestro viaje: cualquier orden para la compra de un artículo de nada servía, si no iba acompañada del dinero contante. Educados y nutridos bajo las alas del crédito, semejante sistema nos era siempre odioso. Nada podíamos atentar sobre una escala amplia, sin que al punto nos viésemos obligados a calcular nuestros medios, puesto que no podíamos hacer gasto ninguno sin tener en el acto mismo y en el lugar donde había de hacerse el gasto el dinero efectivo que se necesitaba. Por descontado que un método semejante era capaz de trastornar cualquiera empresa; y a la sazón lo estábamos experimentando, pues por un mal cálculo nos vimos súbitamente detenidos. Al hacer un examen de los rarísimos medios que aún formaban nuestro bolsillo, hallamos que teníamos lo suficiente para pagar la traslación de nuestro equipaje al pueblo de Xul; pero, si nos deteníamos una sola noche esperando la vuelta de Albino y éste no llegaba, corríamos el riesgo de partir en ayunas al día siguiente, tanto nosotros como nuestros caballos, so pena de vernos imposibilitados de pagar la conducción de nuestro equipaje. ¿Qué debíamos preferir en esta disyuntiva? ¿Esperar nuestro destino en el rancho o dirigirnos al pueblo y confiar en la fortuna? En tan delicada crisis de nuestros negocios, sentámonos a comer uno de los mejores revoltijos de pollos, arroz y frijoles que Bernardo solía prepararnos, con lo que se concluía la última comida que nos era posible pagar. Terminada ésta, apelamos a un paquete de cigarrillos de La Habana, en el que sólo había tres por junto, resto último de nuestra provisión, reservada para algún lance extraordinario. Convencidos de que no podía presentarse una ocasión más solemne en que necesitásemos más de ajeno auxilio, encendimos nuestros tres cigarrillos y sentámonos bajo la enramada; y mientras que el humo giraba y se perdía en prolongadas espirales, fijábamos el oído para escuchar si se aproximaba el trote de algún caballo. Era realmente muy embarazoso saber lo que debíamos hacer; pero nada había más cierto que, si permanecíamos en el rancho, en el momento en que se gastase el último medio quedábamos completamente derrotados. Acaso nuestra situación podría mejorarse en el pueblo, y por lo mismo determinamos alzar los reales y trasladarnos allí. Dejando encargo especial para que Albino nos siguiese tan pronto como arribase al rancho, partimos de él a las tres de la tarde en compañía del propietario. A las cinco y media verificamos nuestra entrada solemne en el pueblo con caballos, criados y conductores, y con un solo medio en el bolsillo por todo capital sonante. La casa real era de lo más pobre y miserable que yo hubiese visto en todo el país; y en tan críticas circunstancias claro era que no había sitio para nosotros, supuesto que en el acto mismo en que desmontásemos habría sido necesario pedir maíz y ramón para los caballos, acompañando el dinero a la orden. A las inmediaciones de la puerta había una turba de ociosos azorados, y, si nos hubiésemos detenido en semejante sitio, habría sido preciso darnos en espectáculo, sin lograr la oportunidad de prevenirles con nuestra historia y hacernos de algunos amigos. En el lado opuesto de la plaza había uno de aquellos edificios que tan a menudo nos habían servido de refugio en los días de mayor conflicto; pero yo vacilaba esta vez en acercarme al convento. La fama del cura de Xul había llegado a nuestros oídos, y se decía que era rico, especulador y algo excéntrico. Era dueño, entre otras varias posesiones, de una ciudad arruinada que nos proponíamos visitar con tanto mayor interés cuanto que se nos había asegurado que dicha ciudad se hallaba a la sazón habitada de indios. Deseábamos que nos facilitase el modo de explorar estas ruinas con provecho, y estábamos dudosos de que para un hombre rico fuese recomendación, que le inclinase a favorecernos, eso de entrar haciendo su conocimiento con pedirle dinero prestado. Pero, aunque rico, al fin el cura de Xul era padre. Así, pues, sin desmontar me dirigí al convento. El cura vino a mi encuentro, y me dijo que hacía días que nos esperaba de un momento a otro. Así que me hube apeado, tomó mi caballo de la brida, le hizo cruzar la sala y salir de ella al patio. Preguntóme por qué mis compañeros no venían; y a un signo que les hice se presentaron y sus caballos siguieron al mío a través de la sala. Hasta allí no estábamos enteramente tranquilos. En Yucatán, lo mismo que en Centroamérica, bien sea que el viajero se apee en una casa real, en un convento, o en la casa de un amigo, es costumbre recibida que debe comprar maíz y ramón para sus caballos; y no se tiene por falta de hospitalidad en el huésped dejar de atender a las cabalgaduras del recién venido, después de haber provisto de local para acomodarlas. Esto podía traernos definitivamente a una explicación con el cura; pero en el instante se presentaron cuatro indios cargados de ramón. Acertamos luego a lanzar una indirectilla respecto del maíz, y en un instante desapareció toda nuestra presente ansiedad acerca de los caballos: con eso tuvimos todo el resto de la noche para preparar nuestra coducta. D. José Gerónimo Rodríguez, cura de Xul, era un gachupín, o nativo de la antigua España, de lo que estaba algo orgulloso, lo mismo que todos sus compatriotas residentes en el país. Él había sido educado para fraile franciscano, y en efecto vistió el hábito de tal; pero unos treinta años antes, con motivo de las revoluciones y persecuciones de su orden, huyose de España y se refugió en Yucatán. Al destruirse la orden franciscana en Mérida, expulsándose a los frailes del convento, entró en el clero secular. Había sido primero cura de Ticul y Nohcacab, y como unos diez años antes se le nombró para el curato de Xul, y él era uno de los curas llamados beneficiados; esto es, en consideración de haber fabricado la iglesia, atender a sus mejoras y desempeñar las funciones ministeriales del párroco, pertenecía al beneficiado, después de deducir una séptima parte para la iglesia, toda la obvención pagada por los indios y los derechos de bautismo, casamiento, entierro, misas y salves. Al tiempo de ser nombrado cura el padre Rodríguez, el sitio ocupado actualmente por el pueblo era un mero rancho de indios. El terreno de este distrito era, en general, bueno para las siembras de maíz; pero lo mismo que el de toda esa región se hallaba destituido de agua, o al menos muy escasamente provisto de ella. La primera atención del cura había sido remediar este inconveniente, para lo cual hizo cavar un pozo de doscientos pies de profundidad, que le tuvo de costo mil quinientos pesos. Además de este pozo, tenía grandes y sólidas cisternas para depósitos de agua de lluvia, iguales a las que yo había visto en el país. Con eso había logrado reunir a su alrededor una población de siete mil almas. Mas para nosotros había algo de más interesante que esta creación de un pueblo numeroso en el bosque, porque allí había también la misma extraña mezcla de las cosas antiguas con las modernas. El pueblo está situado nada menos que sobre el antiguo asiento de una primitiva ciudad indígena. En el ángulo de la plaza, ocupado hoy por la casa del cura y cuyo patio contiene el pozo y las cisternas de que he hablado, existió antes un cerro piramidal con un edificio en la parte superior. El mismo cura había hecho arrasar este montículo de tal manera, que nada existía que pudiese indicar el sitio en que estuvo. Con sus materiales había construido su casa y las cisternas, y algunas partes del antiguo edificio formaban las paredes del nuevo. Con un singular buen gusto, que mostraba el giro práctico de su espíritu y también su vena de anticuario, fijó en los lugares más notables, cuando esto convenía a su objeto, algunas de las piedras esculpidas del antiguo edificio. El convento y la iglesia ocupaban otro lado de la plaza. A lo largo del corredor del convento se veía un banco prolongado de piedras alisadas con el uso, que se habían tomado de las mismas ruinas; y por doquiera podían verse vestigios de lo pasado, formando el eslabón de una cadena entre los muertos y los vivos, y sirviendo para mantener en pie el hecho palpitante, que sin eso dentro de pocos años ya estaría olvidado, de que en el pueblo de Xul estuvo antes una ciudad de los indios antiguos. Pero la obra de que el cura se mostraba más orgulloso, y que acaso le habrá dado más crédito, era la iglesia. Era una de las muy pocas cuya fábrica se hubiese intentado en los últimos años, después de haber desaparecido el tiempo en que el trabajo de todo un pueblo se consagraba a esta clase de fábricas. Presenta la tal iglesia una combinación de sencillez, comodidad y buen gusto mucho más conforme con el espíritu del siglo, que las gigantescas pero vacilantes construcciones que vi en otros pueblos, mientras que no por eso era menos atractiva a los ojos de los indios. El cura empleó un amanuense en formar la descripción de su iglesia destinada, según me dijo, para darle publicidad en mi libro. Sin embargo, véome en la necesidad de omitirla haciendo mención únicamente de que en el altar mayor había dieciséis columnas extraídas de las ruinas del rancho Nohcacab, que era el que nos proponíamos visitar próximamente. Durante la velada tuvimos una visita de recepción de los principales vecinos del pueblo, que eran como seis u ocho. Entre ellos se encontraba el dueño del rancho y ruinas de Nohcacab, a cuyo conocimiento fuimos introducidos por el cura con especial recomendación de nuestra habilidad anticuaria, científica y médica, lo que demostraba un cierto aprecio de mérito, que rara vez habíamos tenido la buena fortuna de encontrar. El dueño de las ruinas apenas pudo darnos muy superficiales informes acerca de ellas; pero se encargó de hacer todos los arreglos necesarios para nuestra exploración, y de acompañarnos él mismo en ella. En aquel momento habíamos tocado el apogeo de nuestro buen concepto: pedir entonces un préstamo de algunos pesos hubiera sido caer materialmente hasta lo más bajo de esa buena reputación. Gastábase la noche sin que se nos ofreciese una oportunidad de entrar en materia, cuando escuchamos con gran satisfacción nuestra, el trote de un caballo, apareciendo en el momento el esperado Albino. El recibo de un saco de pesos acabó de fijarnos en nuestra culminante posición, proporcionándonos la facilidad de pedir indios para que nos acompañasen a Nohcacab, al siguiente día. Concluida nuestra hora de tertulia, tomamos en una batea un baño caliente bajo la dirección personal del cura, lo que calmó algo la irritación causada por las mordeduras de las garrapatas, y de allí nos retiramos a nuestras hamacas.
contexto
CAPÍTULO IV Que ninguna nación de indios se ha descubierto que use de letras Las letras se inventaron para referir y significar inmediatamente las palabras que pronunciamos, así las mismas palabras y vocablos, según el filósofo, son señales inmediatamente de los conceptos y pensamientos de los hombres. Y lo uno y lo otro (digo las letras y las voces), se ordenaron para dar a entender las cosas: las voces a los presentes; las letras a los ausentes y futuros. Las señales que no se ordenan de próximo a significar palabras sino cosas, no se llaman ni son en realidad de verdad letras, aunque estén escritas, así como una imagen del sol pintada no se puede decir que es escritura o letras del sol, sino pintura. Ni más ni menos otras señales que no tienen semejanza con la cosa, sino solamente sirven para memoria, porque el que las inventó no las ordenó para significar palabras, sino para denotar aquella cosa, estas tales señales no se dicen ni son propriamente letras ni escritura, sino cifras o memoriales, como las que usan los esferistas o astrólogos para denotar diversos signos o planetas de Marte, de Venus, de Júpiter, etc., son cifra y no letras, porque por cualquier nombre que se llame a Marte, igualmente lo denota al italiano, y al francés y al español, lo cual no hacen las letras, que aunque denoten las cosas, es mediante las palabras y así no las entienden sino los que saben aquella lengua. Verbigratia: Está escrita esta palabra, sol; no percibe el griego ni el hebreo qué significa, porque ignora el mismo vocablo latino. De manera que escritura y letras solamente las usan los que con ellas significan vocablos, y si inmediatamente significan las mismas cosas, no son ya letras ni escritura, sino pintura y cifras. De aquí se sacan dos cosas bien notables: la una es que la memoria de historias y antigüedad puede permanecer en los hombres por una de tres maneras: o por letras y escritura, como lo usan los latinos, y griegos y hebreos, y otras muchas naciones, por pintura, como cuasi en todo el mundo se ha usado, pues como se dice en el Concilio Niceno segundo, la pintura es libro para los idiotas que no saben leer, o por cifras o caracteres, como el guarismo significa los números de ciento, de mil y los demás, sin significar esta palabra ciento, ni la otra mil. El otro notable que se infiere es el que en este capítulo se ha propuesto; es a saber: que ninguna nación de indios que se ha descubierto en nuestros tiempos, usa de letras ni escritura, sino de las otras dos maneras, que son imágenes o figuras, y entiendo esto no sólo de los indios del Pirú y de los de Nueva España, sino en parte también de los japones y chinas, y aunque parecerá a algunos muy falso lo que digo, por haber tanta relación de las grandes librerías y estudios de la China y del Japón, y de sus chapas y provisiones y cartas; pero es muy llana verdad, como se entenderá en el discurso siguiente.
contexto
Capítulo IV Conquistadores y clérigos Que como la gente mexicana tuvo señales y profecías de la venida de los españoles y de la cesación de su mando y religión, también las tuvieron los de Yucatán algunos años antes que el adelantado Montejo los conquistase; y que en las sierras de Maní, que es en la provincia de Tutu Xiu, un indio llamado Ah Cambal, de oficio Chilán, que es el que tiene a su cargo dar las respuestas del demonio, les dijo públicamente que presto serían señoreados por gente extranjera, y les predicarían un Dios y la virtud de un palo que en su lengua llamó Vahomché, que quiere decir palo enhiesto de gran virtud contra los demonios. Que el sucesor de los Cocomes, llamado don Juan Cocom, después de cristiano, fue hombre de gran reputación y muy sabio en sus cosas y bien sagaz y entendido en las naturales; y fue muy familiar del autor de este libro, fray Diego de Landa, y le contó muchas antigüedades y le mostró un libro que fue de su abuelo, hijo del Cocom que mataron en Mayapán, y en él estaba pintado un venado; y que aquel su abuelo le había dicho que cuando en aquella tierra entrasen venados grandes, que así llaman a las vacas, cesaría el culto de los Dioses; y que se había cumplido porque los españoles trajeron vacas grandes. Que el adelantado Francisco de Montejo fue natural de Salamanca y que pasó a las Indias después de poblada la ciudad de Santo Domingo y la Isla Española, habiendo estado primero algún tiempo en Sevilla donde dejó un hijo niño que allí hubo; y que vino a la ciudad de Cuba donde ganó de comer y tuvo muchos amigos por su buena condición y entre ellos fueron Diego Velázquez, gobernador de la Isla, y Hernando Cortés; y que como el gobernador determinó enviar a Juan de Grijalva, su sobrino, a rescatar a tierras de Yucatán y a descubrir más tierra después de la nueva que Francisco Hernández de Córdoba trajo cuando la descubrió, que era tierra rica, determinó que Montejo fuese con Grijalva. (Montejo) como era rico, puso uno de los navíos y muchos bastimentos y fue así de los segundos españoles que descubrieron a Yucatán. Y que vista la costa de Yucatán tuvo deseos de enriquecerse allí antes que en Cuba, y vista la determinación de Hernando Cortés, le siguió con su hacienda y persona y Cortés le dio un navío a su cargo haciéndole capitán de él. Que en Yucatán recogieron a Gerónimo de Aguilar de quien Montejo entendió la lengua de aquella tierra y sus cosas, y que llegado Cortés a la Nueva España comenzó a poblar y al primer pueblo llamó la Veracruz conforme al blasón de su bandera; y que en este pueblo fue Montejo nombrado Alcalde del Rey, cargo en que se mantuvo discretamente y así lo publicó por tal Cortés cuando tomó por allí después del camino que hizo navegando la tierra a la redonda, y que por eso lo envió a España como uno de los procuradores de la Nueva España y para que llevase el quinto del rey con una relación de la tierra descubierta y de las cosas que comenzaban a hacerse en ella. Que cuando Francisco de Montejo llegó a la corte de Castilla, era Presidente del Consejo de Indias Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, quien estaba mal informado contra Cortés por parte de Diego Velázquez, gobernador de Cuba, que pretendía también lo de Nueva España; y que estaban los más del Consejo contra los negocios de Cortés que parecía que no enviaba dineros al Rey sino que se los pedía, y entendiendo que por estar el Emperador en Flandes se negociaba mal, perseveró siete años desde que salió de las Indias, que fue en 1519, hasta que se embarcó, que fue en 26, y que con esta perseverancia recusó al Presidente y al Papa Adriano que era gobernador y habló al emperador, lo cual aprovechó mucho, pues se despachó lo de Cortés como era de razón. Que en este tiempo que Montejo estuvo en la corte negoció para sí la conquista de Yucatán aunque pudo haber negociado otras cosas; le dieron el título de adelantado y se vino a Sevilla llevando a un sobrino suyo de trece años de edad y de su mismo nombre, y en Sevilla halló a su hijo de 28 años a quien llevó consigo. Trató palabras de casamiento con una señora de Sevilla, viuda rica, y así pudo juntar 500 hombres a quienes embarcó en tres navíos. Siguió su viaje y aportó a Cuzmil, isla de Yucatán, donde los indios no se alteraron porque estaban domesticados con los españoles de Cortés, y que allí procuró saber muchos vocablos de los indios para entenderse con ellos, y que de allí navegó a Yucatán y tomó posesión diciendo un alférez suyo con la bandera en la mano: "en nombre de Dios tomo la posesión de esta tierra por Dios y por el rey de Castilla". Que de esta manera se fue costa abajo, que estaba bien poblada entonces, hasta llegar a Conil, pueblo de aquella costa, y que los indios se espantaban de ver tantos caballos y gente, que dieron aviso a toda la tierra de lo que pasaba, y esperaban el fin que tenían los españoles. Que los indios señores de la provincia de Chicaca vinieron al adelantado, a visitarle en paz y fueron bien recibidos; entre ellos había un hombre de grandes fuerzas, quien quitó un alfange a un negrillo que lo llevaba detrás de su amo y quiso matar con él al adelantado quien se defendió, y se llegaron españoles y se apaciguó el ruido, y entendieron que era menester andar sobre aviso. Que el adelantado procuró saber cuál era la mayor población y supo que la de Tekoch en donde eran señores los Cheles, la cual estaba en la costa tierra abajo por el camino que los españoles llevaban; y que los indios, pensando que caminaban para salirse de la tierra, no se alteraban ni les estorbaban el camino y de esta manera llegaron a Tekoch al que hallaron ser pueblo mayor y mejor de lo que habían pensado. (Y el adelantado) fue dichoso de que no fuesen señores de aquella tierra los Couohes de Champotón, que siempre fueron de más coraje que los Cheles, quienes con el sacerdocio que les dura hasta hoy no son tan orgullosos como otros y por ello concedieron al adelantado que pudiese hacer un pueblo para su gente y les dieron para ello el asiento de Chichenizá, a siete leguas de allí, que es muy excelente, y que desde allí fue conquistando la tierra lo cual hizo fácilmente porque los de Ah Kin Chel no le resistieron y los de Tutu Xiu le ayudaron; y con esto, los demás hicieron poca resistencia. Que de esta manera pidió el adelantado gente para edificar en Chichenizá y en breve edificó un pueblo haciendo las casas de madera y la cobertura de ciertas palmas y paja larga, al uso de los indios. Y que así, viendo que los indios servían sin pesadumbre contó la gente de la tierra, que era mucha, y repartió los pueblos entre los españoles y, según dicen, a quien menos cabía alcanzaban dos o tres mil indios de repartimiento; y así comenzó a dar orden a los naturales de cómo habían de servir a aquella su ciudad, y que no agradó mucho a los indios, aunque disimularon por entonces. Que el adelantado Montejo no pobló a propósito de quien tiene enemigos porque estaba muy lejos de la mar para tener entrada y salida a México y para las cosas de España; y que los indios, pareciéndoles cosa dura servir a extranjeros donde ellos eran señores, comenzaron a ofenderle por todas partes; aunque él se defendía con sus caballos y gente, y les mataba muchos, los indios se reforzaban cada día de manera que les vino a faltar la comida. Que al fin una noche dejaron la ciudad poniendo un perro atado al badajo de la campana y un poco de pan apartado para que no lo pudiese alcanzar, y que cansaron el día antes a los indios con escaramuzas para que no los siguiesen y el perro repicaba la campana para alcanzar el pan lo cual maravilló mucho a los indios pensando que querían salir a ellos; mas después de sabido estaban muy corridos de la burla y acordaron seguir a los españoles por muchas partes porque no sabían el camino que llevaban. La gente que fue por aquel camino alcanzó a los españoles dándoles mucha grita, como a gente que huía, por lo cual seis de a caballo los esperaron en un raso y alancearon a muchos de ellos. Uno de los indios asió a un caballo por la pierna y le detuvo como si fuese un carnero. Los españoles llegaron a Zilán que era muy hermoso pueblo cuyo señor era un mancebo de los Cheles, ya cristiano y amigo de españoles, quien los trató bien. Zilán estaba muy cerca de Ticokh la cual, y todos los otros pueblos de aquella costa, estaban en obediencia de los Cheles: y así les dejaron estar seguros algunos meses. Que el adelantado viendo que desde allí no se podía socorrer de las cosas de España, y que si los indios tornaban sobre ellos serían perdidos, acordó irse a Campeche y (de allí) a México, dejando a Yucatán sin gente. Había desde Zilán a Campeche cuarenta y ocho leguas muy pobladas de gente. Dieron arte a Namux Chel, señor de Zilán, y él se ofreció a asegurarles el camino y acompañarlos. El adelantado trató con el tío de éste, que era señor de Yobain, que le diese dos hijos bien dispuestos que tenía para que le acompañasen, de manera que con tres mancebos primos hermanos, dos en colleras y el de Zilán a caballo, llegaron seguros a Campeche donde fueron recibidos en paz. Los Cheles se despidieron y volviendo a sus pueblos cayó muerto el de Zilán. Desde allí partieron para México donde Cortés había señalado repartimiento de indios al adelantado, aunque estaba ausente. Que llegado el adelantado a México con su hijo y sobrino, llegó luego en busca suya doña Beatriz de Herrera, su mujer, y una hija que en ella tenía llamada doña Catalina de Montejo. El adelantado se había casado clandestinamente en Sevilla con doña Beatriz de Herrera y dicen algunos que la negaba, pero don Antonio de Mendoza, Virrey de la Nueva España, se puso de por medio y así la recibió y a él lo envió el mismo Virrey por gobernador de Honduras, donde casó a su hija con el licenciado Alonso Maldonado, Presidente de la Audiencia de los Confines; y que después de algunos años le pasaron a Chiapa desde donde envió a su hijo a Yucatán, con poderes, y lo conquistó y pacificó. Que este don Francisco, hijo del adelantado, se crió en la corte del rey católico y le trajo su padre cuando volvió a las Indias, a la conquista de Yucatán, y de allí fue con él a México; y que el Virrey don Antonio y el marqués don Hernando Cortés le quisieron bien y fue con el marqués a la jornada de California. Y que tornado, le proveyó el Virrey para regir Tabasco y se desposó con una señora llamada doña Andrea del Castillo, que había pasado doncella a México con parientes suyos. Que salidos los españoles de Yucatán faltó el agua en la tierra, y que por haber gastado sin orden su maíz en las guerras de los españoles, les sobrevino gran hambre; tanta, que vinieron a comer cortezas de árboles, en especial uno que llaman cumché, que es fofo y blando por dentro. Que por esta hambre, los Xiues, que son los señores de Maní, acordaron hacer un sacrificio solemne a los ídolos llevando ciertos esclavos y esclavas a echar en el pozo de Chichenizá. Mas como habían de pasar por el pueblo de los señores Cocomes, sus capitales enemigos, y pensando que en tal tiempo se renovarían las viejas pasiones, les enviaron a rogar que los dejasen pasar por su tierra. Los Cocomes los engañaron con buena respuesta y dándoles posada a todos juntos en una gran casa les pegaron fuego y mataron a los que escapaban; y por esto hubo grandes guerras. (Además) se les recreció la langosta por espacio de cinco años, que no les dejaba cosa verde; y vinieron a tanta hambre que se caían muertos por los caminos, de manera que cuando los españoles volvieron no conocían la tierra aunque con otros cuatro años buenos después de la langosta, se había mejorado algo. Que este don Francisco se partió para Yucatán por los ríos de Tabasco y entró por las lagunas de Dos Bocas y que el primer pueblo que tocó fue Champotón con cuyo señor, llamado Moch Kovoh les fue mal a Francisco Hernández y a Grijalva; mas por ser ya muerto no hubo allí resistencia, antes bien, los de este pueblo sustentaron a don Francisco y su gente dos años en cuyo tiempo no pudo pasar adelante por la mucha resistencia que hallaba. Que después pasó a Campeche y vino a tener mucha amistad con los de aquel pueblo. De manera que con su ayuda y la de los de Champotón acabó la conquista prometiéndoles que serían remunerados por el rey por su mucha fidelidad, aunque hasta ahora el rey no lo ha cumplido. Que la resistencia no fue bastante para que don Francisco dejase de llegar con su ejercito a Tihó donde se pobló la ciudad de Mérida; y que dejando el bagaje en Mérida prosiguieron la conquista enviando capitanes a diversas partes. Don Francisco envió a su primo Francisco de Montejo a la villa de Valladolid para pacificar los pueblos que estaban algo rebeldes y para poblar aquella villa como ahora está. Pobló en Chectemal la villa de Salamanca y ya tenía poblado Campeche. (Entonces) dio orden para el servicio de los indios y el gobierno de los españoles hasta que el adelantado, su padre, vino a gobernar desde Chiapa con su mujer y casa; y fue bien recibido en Campeche llamando a esa villa de San Francisco por su nombre. Después pasó a la ciudad de Mérida. Que los indios recibían pesadamente el yugo de la servidumbre, mas los españoles tenían bien repartidos los pueblos que abrazaban la tierra, aunque no faltaba entre los indios quien los alterase, sobre lo cual se hicieron castigos muy crueles que fueron a causa de que apocase la gente. Quemaron vivos a algunos principales de la provincia de Cupul y ahorcaron a otros. Hízose información contra los de Yobain, pueblo de los Cheles, y prendieron a la gente principal y, en cepos, la metieron en una casa a la que prendieron fuego abrasándola viva con la mayor inhumanidad del mundo, y dice este Diego de Landa que él vio un gran árbol cerca del pueblo en el cual un capitán ahorcó muchas mujeres indias de las ramas y de los pies de ellas a los niños, sus hijos. Y en este mismo pueblo y en otro que dicen Verey, a dos leguas de él, ahorcaron a dos indias, una doncella y la otra recién casada, no por otra culpa sino porque eran muy hermosas y temían que se revolviera el real de los españoles sobre ellas y porque pensasen los indios que a los españoles no les importaban las mujeres; de estas dos hay mucha memoria entre indios y españoles por su gran hermosura y por la crueldad con que las mataron. Que se alteraron los indios de la provincia de Cochua y Chectemal y los españoles los apaciguaron de tal manera que, siendo esas dos provincias las más pobladas y llenas de gente, quedaron las más desventuradas de toda aquella tierra. Hicieron (en los indios) crueldades inauditas cortando narices, brazos y piernas, y a las mujeres los pechos y las echaban en lagunas hondas con calabazas atadas a los pies; daban estocadas a los niños porque no andaban tanto como las madres, y si los llevaban en colleras y enfermaban, o no andaban tanto como los otros, cortábanles las cabezas por no pararse a soltarlos. Y trajeron gran número de mujeres y hombres cautivos para su servicio con semejantes tratamientos. Se afirma que don Francisco de Montejo no hizo ninguna de estas crueldades ni se halló en ellas, antes bien le parecieron muy mal, pero que no pudo (evitarlas). Que los españoles se disculpaban con decir que siendo pocos no podían sujetar tanta gente sin meterles miedo con castigos terribles, y traen a ejemplo la historia de los hebreos y el paso a la tierra de promisión (en que se cometieron) grandes crueldades por mandato de Dios; y por otra parte tenían razón los indios al defender su libertad y confiar en los capitanes muy valientes que tenían para entre ellos y pensaban que así serían contra los españoles. Que cuentan de un ballestero español y de un flechero indio que por ser muy diestros el uno y el otro se procuraban matar y no podían cogerse descuidados; el español fingió descuidarse puesta una rodilla en tierra y el indio le dio un flechazo en la mano que le subió brazo arriba y le apartó las canillas una de otra; pero al mismo tiempo soltó el español la ballesta y dio al indio por el pecho y sintiéndose herido de muerte, porque no dijesen que un español le había muerto, cortó un bejuco, que es como mimbre aunque mucho más largo, y se ahorcó con él a la vista de todos. De estas valentías hay muchos ejemplos. Que antes que los españoles ganasen aquella tierra vivían los naturales juntos en pueblos, con mucha policía, y tenían la tierra muy limpia y desmontada de malas plantas y puestos muy buenos árboles; y que su habitación era de esta manera: en medio del pueblo estaban los templos con hermosas plazas y en torno de los templos estaban las casas de los señores y de los sacerdotes, y luego la gente más principal, y así iban los más ricos y estimados más cercanos a éstas y a los fines del pueblo estaban las casas de la gente más baja. Los pozos, donde había pocos, estaban cerca de las casas de los señores, y que tenían sus heredades plantadas de los árboles de vino y sembraban algodón, pimienta y maíz, y vivían en estas congregaciones por miedo de sus enemigos que los cautivaban, y que por las guerras de los españoles se dispersaron por los montes. Que los indios de Valladolid por sus malas costumbres o por el mal tratamiento de los españoles, se conjuraron para matar a los españoles cuando se dividían a cobrar sus tributos; y que en un día mataron diecisiete españoles y cuatrocientos criados de los muertos y de los que quedaron vivos; y luego enviaron algunos brazos y pies por toda la tierra en señal de lo que habían hecho, para que se alzasen, mas no lo quisieron hacer y con esto pudo el adelantado socorrer a los españoles de Valladolid y castigar a los indios. Que el adelantado tuvo desasosiegos con los de Mérida y mucho mayores con la cédula del emperador con la cual privó de indios a todos los gobernadores, y fue un receptor a Yucatán y quitó al adelantado los indios y los puso en cabeza del rey, y que tras esto, la Audiencia Real de México le tomó residencia, remitiéndolo al Consejo Real de Indias, en España, donde murió lleno de días y trabajos, y dejó en Yucatán a su mujer doña Beatriz más rica que él murió, y a don Francisco de Montejo, su hijo, casado en Yucatán y a su hija doña Catalina, casada con el licenciado Alonso Maldonado, Presidente de las Audiencias de Honduras y Santo Domingo, de la Isla Española, y a don Juan Montejo, español, y a don Diego, mestizo que hubo en una india. Que este don Francisco después que dejó el gobierno a su padre el adelantado, vivió en su casa como un vecino particular en cuanto al gobierno, aunque muy respetado de todos por haber conquistado, repartido y regido aquella tierra. Fue a Guatemala con su residencia y tornó a su casa. Tuvo por hijos a Don Juan de Montejo, que casó con doña Isabel, natural de Salamanca; a doña Beatriz de Montejo, con su tío, primo hermano de su padre; y a doña Francisca de Montejo, que casó con don Carlos de Arellano, natural de Guadalajara; murió de larga enfermedad después de haberíos visto a todos casados. Que fray Jacobo de Testera, franciscano, pasó a Yucatán y comenzó a adoctrinar a los hijos de los indios, y que los soldados españoles querían servirse tanto de los mozos que no les quedaba tiempo para aprender la doctrina; y que por otra parte disgustaban a los frailes cuando los reprendían del mal que les hacían a los indios y que por esto, fray Jacobo se tornó a México donde murió. Después fray Toribio Motolinia envió desde Guatemala frailes, y de México fray Martín de Hojacastro envió más y todos tomaron su asiento en Campeche y Mérida con favor del adelantado y de su hijo don Francisco, los cuales les edificaron un monasterio en Mérida, como está dicho, y que procuraron saber la lengua, lo cual era dificultoso. El que más supo fue fray Luis de Villalpando, que comenzó a saberla por señas y pedrezuelas y la redujo a alguna manera de arte y escribió una doctrina cristiana en aquella lengua, aunque había muchos estorbos de parte de los españoles que eran absolutos señores y querían que se hiciese todo enderezado a su ganancia y tributos, y de parte de los indios que procuraban estarse en sus idolatrías y borracheras; principalmente era gran trabajo por estar tan derramados por los montes. Que los españoles tomaban pesar de ver que los frailes hiciesen monasterios y ahuyentaban a los hijos de los indios de sus repartimientos, para que no viniesen a la doctrina; y quemaron dos veces el monasterio de Valladolid con su iglesia, que era de madera y paja, tanto que fue necesario a los frailes irse a vivir entre los indios; y cuando se alzaron los indios de aquella provincia escribieron al virrey don Antonio que se habían alzado por amor a los frailes y el virrey hizo diligencia y averiguó que al tiempo que se alzaron aún no eran llegados los frailes a aquella provincia; (aun los encomenderos) velaban de noche a los frailes con escándalo de los indios y hacían inquisición de sus vidas y les quitaban las limosnas. Que los frailes viendo este peligro enviaron al muy singular juez Cerrato, Presidente de Guatemala, un religioso que le diese cuenta de lo que pasaba, el cual, visto el desorden y mala cristiandad de los españoles, que se llevaban absolutamente los tributos y cuanto podían sin orden del rey (y obligaban a los indios) al servicio personal en todo género de trabajo, hasta alquilarlos para llevar cargas, proveyó cierta tasación, harto larga aunque pasadera, en que señalaba qué cosas eran del indio después de pagado el tributo a su encomendero, y que no fuese todo absolutamente del español. (Los encomenderos) suplicaron de esto y con temor de la tasa sacaban a los indios más que hasta allí, y entonces los frailes tornaron a la Audiencia y reclamaron en España e hicieron tanto que la Audiencia de Guatemala envió a un oidor, el cual tasó la tierra y quitó el servicio personal e hizo casar a algunos, quitándoles las casas que tenían llenas de mujeres. Éste fue el licenciado Tomás López natural de Tendilla, y ello causó que aborreciesen mucho más a los frailes, haciéndoles libelos infamatorios y cesando de oír sus misas. Que este aborrecimiento causó que los indios estuviesen muy bien con los frailes considerando los trabajos que tomaban sin interés ninguno para darles libertad, tanto que ninguna cosa hacían sin dar parte a los frailes y tomar su consejo, y esto dio causa a los españoles para que por envidia dijesen que los frailes habían hecho esto para gobernar las Indias y gozar de lo que a ellos se había quitado. Que los vicios de los indios eran idolatrías y repudios y borracheras públicas y vender y comprar esclavos; y que por apartarlos de estas cosas vinieron a aborrecer a los frailes; pero que entre los españoles los que más fatigaron a los religiosos, aunque encubiertamente, fueron los sacerdotes, como gente que había perdido su oficio y los provechos de él. Que la manera que se tuvo para adoctrinar a los indios fue recoger a los hijos pequeños de los señores y gente más principal, poniéndolos en torno de los monasterios en casas que cada pueblo hacía para los suyos, donde estaban juntos todos los de cada lugar, cuyos padres y parientes les traían de comer; y con estos niños se recogían los que venían a la doctrina, y con tal frecuentación muchos con devoción, pidieron el bautismo; y estos niños, después de enseñados, tenían cuidado de avisar a los frailes de las idolatrías y borracheras y rompían los ídolos aunque fuesen de sus padres, y exhortaban a las repudiadas; y a los huérfanos, si los hacían esclavos que se quejasen a los frailes y aunque fueron amenazados por los suyos, no por eso cesaban, antes respondían que les hacían honra pues era por el bien de sus almas. Y que el adelantado y los jueces del rey siempre han dado fiscales a los frailes para recoger los indios a la doctrina y castigar a los que se tornaban a la vida pasada. Al principio daban los señores de mala gana sus hijos, pensando que los querían hacer esclavos como habían hecho los españoles y por esta causa daban muchos esclavillos en lugar de sus hijos; mas como comprendieron el negocio, los daban de buena gana. Que de esta manera aprovecharon tanto los mozos en las escuelas y la otra gente en la doctrina, que era cosa admirable. Que aprendieron a leer y escribir en la lengua de los indios la cual se redujo tanto a un arte que se estudiaba como la latina y que se halló que no usaban de seis letras nuestras que son D, F, G, Q, R y S que para cosa ninguna las han menester; pero tienen necesidad de doblar y añadir otras para entender las muchas significaciones de algunos vocablos, porque Pa quiere decir abrir, y PPa, apretando mucho los labios, quiere decir quebrar; y Tan es cal o ceniza, y Than, dicho recio, entre la lengua y los dientes altos, quiere decir palabra o hablar; y así en otras dicciones, y puesto que ellos para estas cosas tenían diferentes caracteres no fue menester inventar nuevas figuras de letras sino aprovecharse de las latinas para que fuesen comunes a todos. Dióseles también orden para que dejasen los asientos que tenían en los montes y se juntasen como antes en buenas poblaciones, para que más fácilmente fuesen enseñados y no tuviesen tanto trabajo los religiosos para cuya sustentación les hacían limosnas las pascuas y otras fiestas; y hacían limosnas a las iglesias por medio de dos indios ancianos nombrados, para esto, con lo cual daban lo necesario a los frailes cuando andaban visitándoles, y también aderezaban las iglesias de ornamentos. Que estando esta gente instruida en la religión y los mozos aprovechados, como dijimos, fueron pervertidos por los sacerdotes que en su idolatría tenían y por los señores, y tornaron a idolatrar y hacer sacrificios no sólo de sahumerios sino de sangre humana, sobre lo cual los frailes hicieron inquisición y pidieron la ayuda del alcalde mayor prendiendo a muchos y haciéndoles procesos; y se celebró un auto en que pusieron muchos en cadalsos encorozados, y azotados y trasquilados y algunos ensambenitados por algún tiempo; y otros, de tristeza, engañados por el demonio, se ahorcaron, y en común mostraron todos mucho arrepentimiento y voluntad de ser buenos cristianos. Que a esta sazón llegó a Campeche don fray Francisco Toral, franciscano, natural de Úbeda, que había estado 20 años en lo de México y venía por obispo de Yucatán, el cual, por las informaciones de los españoles y por las quejas de los indios, deshizo lo que los frailes tenían hecho y mandó soltar los presos y que sobre esto se agravió al provincial quien determinó ir a España quejándose primero en México y que así vino a Madrid donde los del Consejo de las Indias le afearon mucho que hubiese usurpado el oficio de obispo y de inquisidor, para descargo de lo cual alegaba la facultad que su orden tenía para en aquellas artes, concedida por el Papa Adriano a instancias del emperador, y el auxilio que la Audiencia Real de las Indias le mandó dar conforme a como se daba a los obispos; y que los del Consejo se enojaron más por estas disculpas y acordaron remitirle con sus papeles y los que el obispo había enviado contra los frailes, a fray Pedro Bobadilla, provincial de Castilla, a quien el rey escribió mandándole que los viese e hiciese justicia. Y que este fray Pedro, por estar enfermo, sometió el examen de los procesos a fray Pedro de Guzmán, de su orden, hombre docto y experimentado en cosas de inquisición, y se presentaron los pareceres de siete personas doctas del reino de Toledo, que fueron fray Francisco de Medina, fray Francisco Dorantes, de la orden de San Francisco; el maestro fray Alonso de la Cruz, fraile de San Agustín que había estado 30 años en las Indias, y el licenciado Tomás López que fue oidor en Guatemala en el nuevo reino y fue juez en Yucatán; y don Hurtado, catedrático de cánones; y don Méndez, catedrático de sagrada escritura; y don Martínez, catedrático de Scoto en Alcalá, los cuales dijeron que el provincial hizo justamente el auto y las otras cosas en castigo de los indios, lo cual, visto por fray Francisco de Guzmán, escribió largamente sobre ello al provincial fray Pedro de Bobadilla. Que los indios de Yucatán merecen que el rey los favorezca por muchas cosas y por la voluntad que mostraron a su servicio. Estando necesitado en Flandes, envió la princesa doña Juana, su hermana, que entonces era gobernadora del reino, una cédula pidiendo ayuda a los de las Indias; célula que llevó a Yucatán un oidor de Guatemala y para esto juntó a los señores y ordenó que un fraile les predicase lo que debían a su majestad y lo que entonces les pedía. Concluida la platica se levantaron dos indios en pie y respondieron que bien sabían lo que eran obligados a Dios por haberles dado tan noble y cristianísimo rey y que les pesaba no vivir en parte donde le pudieran servir con sus personas y por tanto que viese lo que de su pobreza quería, que le servirían con ello y que si no bastase, venderían a sus hijos y mujeres.
contexto
Capítulo IV Que trata de cómo salió el general Pedro de Valdivia a hacer su jornada Oída la exhortación y merced que el marqués le hizo, con la crianza y buen miramiento que se requería, dijo ansí: "Beso las manos a vuestra Señoría por las mercedes tan crecidas, en pagarme por una parte mis pequeños servicios, en darme autoridad y ser, para que el deseo que tengo de vivir y morir en el servicio de su Majestad y de vuestra Señoría, en su real nombre, lo pueda poner en efecto, y bien conocido tengo el amor que siempre vuestra Señoría me ha tenido, tiene y tendrá. Y para más breve comenzar a efectuar mi propósito, suplico a vuestra Señoría me la haga en mandarme dar su bendición". El marqués don Francisco Pizarro le abrazó y él se despidió de él, quedándose en Yucay. Pedro de Valdivia se fue al Cuzco, donde hizo pregonar su provisión, y alzó su bandera allegando gente para comenzar su jornada. Allí hizo su teniente y capitán a Alonso de Monroy, natural de la ciudad de Salamanca, hijo de algo y hombre de confianza. E hizo su maese de campo a Pedro Gómez de Don Benito. Y ansí comenzaron de allegar soldados. De sus amigos despachó tres, dándoles conducta de capitanes para que hiciesen gente. El uno envió a la provincia de las Charcas, a la villa de la Plata y a Porco, y el otro a la ciudad de Arequipa, y al tercero envió a la ciudad de los Reyes y que pasase por Guamanga. Y a cada uno dio su traslado de la provisión, autorizado para que la hiciese a pregonar en los pueblos porque viniese a noticia de todos, e los que quisiesen ir aquella jornada se fuesen a juntar en el Collao, que es porque de allí tomasen el camino que habían de hacer, y es parte fértil y abundantosa. Gastando en el Cuzco alguna moneda, que es el nervio de la guerra, hizo ciertos soldados el general Pedro de Valdivia, y con ellos despachó a su teniente Alonso de Monroy, y mandóle que ajuntase los caballeros que hallase en el Collado, y que fuese al valle de Tacana, que es junto a la costa y principio del camino, y que allí dejase toda la gente, y él se fuese a la ciudad de Arequipa a hacer más gente, y que le esperase allí. El general Pedro de Valdivia se partió del Cuzco y se fue a la ciudad de los Reyes. Dio orden en como subiesen un navío cargado de mercaderías para las provincias de Chile, y mandó a su capitán, que allí había enviado, que después de haber despachado el navío, se fuese con la gente que tuviese hecha a Tacana, porque allí le esperaría hasta que allegase. Hecho esto y dada la mejor orden que pudo, él partió para la ciudad del Cuzco con toda la priesa que pudo, poniendo gran solicitud en juntar la gente por los apellidos y bandos que en aquella sazón había, porque los unos eran Pizarros y los otros Almagros. Allegado al Cuzco, que de la ciudad de los Reyes son ciento y sesenta leguas, halló allí doce soldados que habían quedado aderezándose para la jornada, y con éstos se salió del Cuzco y fue a la ciudad de Arequipa, que es de la ciudad del Cuzco sesenta leguas, donde halló a su capitán Alonso de Monroy. Luego lo despachó para el Collao y que recogiese toda la gente que por allí se hubiese recogido para la jornada, y que llegase a las Charcas con cierta cantidad de moneda para socorrer a los soldados que hallase en la villa de la Plata y en Porco y que con todos se viniese al valle de Tarapacá, que es en el mismo camino que habían de llevar, treinta y siete leguas adelante del valle de Tacana y ochenta leguas de Arequipa. Llegado a Tacana, pueblo de indios fértil, allí esperó el navío y al capitán que dejó en la ciudad de los Reyes. Y estando aquí vinieron ciertos soldados de la ciudad de los Reyes y le dijeron como el caudillo que había dejado para traer el navío y gente, se había ido a la gobernación de Pascual de Andagoya, y que el maestre del navío, creían, que por haberse ido el caudillo, que no pondría en efecto su viaje y que le negaría lo prometido. Oída la nueva por el general, salió de Tacana con la gente que tenía y fuese al valle de Tarapacá, valle fértil de bastimento. En la comarca de este valle hay gran cantidad de sal por los campos encima de la tierra, fraguada y hecha del rocío de la noche, maravillosamente hecho, y como no llueve, acreciéntase y hay muy gran copia de ella. En esta provincia hay ríos que proceden de las sierras y cordillera nevada que atraviesa por toda esta tierra. E de la nieve que se derrite bajan estos tíos por estos valles, e los naturales tienen abiertas muchas acequias de donde riegan sus sementeras. Estos valles tienen el largo, el compás que hay de las nieves hasta la costa del mar, que son quince y diez y seis leguas. Tienen de ancho estos valles a legua y a legua y media y algunos más y menos. El compás que hay de valle a valle son seis, siete y ocho leguas, y en algunas partes hay más y menos. Todo el compás de tierra que está fuera de los valles es estéril y despoblado e de grandes arenales. En todo este compás de tierras que hay estos valles, no llueve las quince y diez y seis leguas que digo que hay de la cordillera nevada hasta la mar, y dentro en la mar no se sabe. El compás en que no llueve es desde Tumbes hasta el valle del Guasco, que serán setenta leguas. E me he querido ocupar en esto, aunque adelante contaré más largo de la cordillera y daré más relación de todo.
contexto
CAPÍTULO IV Los españoles vuelven el saco al curaca Chisca y huelgan de tener paz con él El general y sus capitanes y soldados que de todo el invierno pasado venían hartos y ahítos de pelear y traían muchos heridos y enfermos, así hombres como caballos, ninguna inclinación tenían a la guerra sino a la paz y, con el deseo de ella, confusos de haber saqueado el pueblo y de haber enojado al curaca, le enviaron otros muchos recaudos con todas las buenas palabras blandas y suaves que se sufrían decir, porque demás de los inconvenientes que los españoles traían consigo, vieron que en menos de tres horas que hubieron llegado al pueblo se habían juntado con el cacique casi cuatro mil hombres de guerra, todos apercibidos de sus armas, y temieron los nuestros que, pues aquéllos se habían juntado en tan breve tiempo, vendrían muchos más adelante. Vieron asimismo que el sitio del lugar, así en el pueblo como fuera de él, era muy bueno y favorable para los indios y malo y desacomodado para los castellanos, porque por los muchos arroyos y montes que en todo aquel espacio había no podían aprovecharse de los caballos, como era menester para ofender a los indios. Y lo que les era de mayor consideración, y ellos lo traían bien experimentado, era ver que con la guerra y batallas no medraban nada, sino que antes se iban consumiendo, porque de día en día les mataban hombres y caballos, por todo lo cual instaban a la paz con mucho deseo de ella. Al contrario, entre los indios (después que se juntaron a consultar los recaudos de los nuestros) había muchos que deseaban la guerra porque estaban lastimados con la prisión de sus mujeres e hijos, hermanos y parientes, y con la hacienda robada y, para restituirse en todo lo perdido, les parecía, según la ferocidad de los ánimos, que no tenían camino más corto que el de las armas, y cualquier otro se les hacía largo. Y, deseando verse ya en la batalla, contradecían la paz sin dar razón alguna más que la de su pérdida. Asimismo había otros indios que sin haber perdido cosa alguna que deseasen cobrar, sino sólo por mostrar sus fuerzas y valentía y por la natural inclinación que generalmente tienen a la guerra contradecían la paz. Los cuales proponían un caso de honra, diciendo que sería bien experimentar qué hombres eran en las armas aquéllos tan extraños y no conocidos y a dónde llegaban sus fuerzas y ánimos. Y, para que ellos, y otros por ellos, escarmentasen (en lo por venir) de ir a sus tierras, sería muy bien hecho darles a conocer su esfuerzo y valentía. Otros indios hubo más pacíficos y cuerdos que dijeron se debía aceptar la paz y amistad que los españoles ofrecían porque con ella, más seguramente que con la guerra y enemistad, podían cobrar las mujeres e hijos presos y la hacienda perdida y asegurar que la que se podía perder (como era ver quemar sus pueblos y talar los campos en tiempo que las mieses estaban tan cerca de sazonar) no se perdiese, y que no había para qué experimentar cuán valientes fuesen aquellas gentes, pues la razón claramente les decía que hombres que tantas tierras de enemigos habían pasado para llegar a las suyas no podían dejar de ser valentísimos, cuya paz y concordia les era mejor que la guerra, la cual, sin los daños propuestos, causaría la muerte de muchos de ellos, la de sus hermanos, parientes y amigos, y darían venganza de sí a sus enemigos los indios comarcanos. Por tanto, sería mejor aceptasen la amistad y viesen cómo les iba con ella que, cuando no les fuese bien, con mucha facilidad y con más ventajas que las que entonces tenían, podrían volver a tomar las armas y salir con lo que ahora pretendían. Este consejo venció a los demás, y el curaca se inclinó a él, y, guardando su enojo para cuando se ofreciese mejor ocasión, respondió a los mensajeros del gobernador diciendo que ante todas cosas le dijesen qué era lo que los castellanos querían y, siéndole respondido que no más de que les desembarazasen el pueblo para su alojamiento y les diesen la comida que hubiesen menester, que sería poca, porque ellos pasaban de camino y no podían parar mucho en su tierra, dijo que era contento de concederles la paz y amistad que le pedían y desocupar el pueblo y dar el bastimento, con condición que soltasen luego sus vasallos y les restituyesen toda la hacienda que les habían tomado sin que de ella faltase ni una sola olla de barro (palabras fueron suyas), y que no subiesen a su casa ni le viesen, que con estas condiciones él sería amigo de los españoles, donde no, que los desafiaba luego a la batalla. Los nuestros aceptaron las condiciones porque no habían menester la gente que habían preso, que ellos traían servicio bastante, y la hacienda toda era una miseria de gamuzas y algunas mantas, pocas y pobres. Toda se les restituyó, que no faltó ni una olla de barro, como dijo el curaca. Los indios desocuparon el pueblo y dejaron la comida que en sus casas tenían para los castellanos, los cuales por causa de los enfermos, porque se regalasen, pararon en aquel pueblo llamado Chisca seis días. El último de ellos, con permisión del cacique, que ya estaba menos enojado, le visitó el gobernador y le agradeció la amistad y hospedaje, y, otro día siguiente, se partió en demanda de su viaje y descubrimiento.