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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO IV Estado político de Yucatán. --Alianza con Texas. --Presentación al Gobernador. --Su carácter y apariencia personal. --Recibimiento cordial. --Llegada de varios extranjeros. --Un cosmopolita. --Otro antiguo conocido. --Población, clima y aspecto general de Mérida. --Edificio interesante. --Modo de dar denominación a las calles. --Figuras esculturadas. --Iglesias. --Convento de San Francisco. --Memorial de lo pasado. --Ciudades arruinadas de América. --Confirmación de mi primer juicio sobre ellas Desde el tiempo de la Conquista, Yucatán había existido en una capitanía general distinta, sin conexión con Guatemala ni sujeción al Virrey de México. Así continuó hasta el tiempo de la revolución mexicana. La independencia de Yucatán se siguió a la de México, sin lucha ni conflicto alguno; y tal vez porque España no hizo ningún esfuerzo para mantener sujeto aquel país. Separado de la Madre Patria, Yucatán envió en mala hora misionados a México para deliberar sobre el modo de organizar un gobierno; y, al regreso de estos comisionados y sobre su simple relato, renunció su posición independiente y entró en la confederación mexicana, como uno de los Estados de aquella República. Desde entonces, el país había estado sufriendo las consecuencias de esa malhadada unión, y poco antes de mi primera visita había estallado en él una revolución, cuyo término, que se consumó durante aquella visita, fue el de ser lanzada fuera de Yucatán la última guarnición mexicana.
El Estado reasumió entonces los derechos de su soberanía, organizó sus poderes independientes sin separarse enteramente de México, sino declarándose parte integrante de aquella República bajo ciertas condiciones. La cuestión de su independencia agitábase sin embargo; la Cámara de Diputados la había decretado; pero la de Senadores aún no había resuelto cosa alguna, y el éxito de aquella declaratoria se consideraba dudoso. Al mismo tiempo se había enviado a Texas un comisionado, y dos días después de nuestra llegada a Mérida arribó a Sisal la goleta texana de guerra "San Antonio" con objeto de proponer a Yucatán el pago de ocho mil pesos mensuales para sostener la escuadra texana, que permanecería en las costas de Yucatán para protegerlas contra una invasión de México. Aceptose inmediatamente la propuesta y se entablaron negociaciones, que aún estaban pendientes, para cooperar ulteriormente, reconociéndose ambos su independencia. Así, mientras que Yucatán estaba esquivando una abierta declaración, ensanchada la brecha, cometiendo una ofensa que México no podría perdonar nunca, al aliarse con un pueblo al cual aquel gobierno, o mejor dicho el General Santa Anna, miraba como el peor de los rebeldes, y para cuyo sometimiento se desarrollaban todos los recursos del país. Tal era la falsa posición en que se encontraba Yucatán al tiempo en que fuimos presentados al Gobernador. Hicímosle nuestra visita en su residencia privada, que era cual convenía a la situación de un caballero particular, y que no era indigna ciertamente de su carácter público.
Su salón de recibo era la sala de su casa, y en el centro, según la costumbre de Mérida, había tres o cuatro sillones, cubiertos de marroquí colocados en líneas opuestas. D. Santiago Méndez era como de cincuenta años, alto y delgado, de una marcada fisonomía intelectual y de apariencia y porte verdaderamente caballerosos. Libre de guerras intestinas y salvo, por su posición geográfica, de los sanguinarios choques comunes en los demás Estados mexicanos, Yucatán no había tenido escuela para soldados: no había allí militares, ni preocupaciones en favor de la gloria militar. D. Santiago Méndez era un mercader colocado, desde pocos años antes, al frente de una respetable casa de comercio de Campeche. Era tan considerado por su rectitud e integridad, que en medio de aquella confusión de negocios fue escogido por los dos bandos opuestos como la persona más cualificada en el Estado para ocupar la silla del gobierno. Su popularidad, sin embargo, iba entonces en decadencia, y su posición no era tranquila ni envidiable. Desde una vida quieta y ocupaciones pacíficas, encontrose de repente en la primera fila de una rebelión abierta. Temíase constantemente una invasión de México, que, en caso de tener buen éxito, pondría en peligro la cabeza del Gobernador, mientras que otros se escaparían, en razón de su insignificancia. Los dos grandes partidos, el uno en favor de mantener abierta la puerta de la reconciliación con México, y el otro en favor de una pronta y absoluta separación, urgían al Gobernador, cada uno de por sí, para que llevase adelante sus miras; pero él temiendo aventurarse en los extremos, estaba vacilante, indeciso e imposibilitado de acudir a las emergencias.
Al mismo tiempo, el entusiasmo que produjo la Revolución y que habría producido la independencia estaba extinguiéndose; el disgusto y el descontento prevalecían; ambos partidos increpaban al Gobernador, y él mismo ignoraba a cuál de ellos pertenecía. Sin embargo, no fue nada equívoca la recepción que nos hizo. Supo el objeto de nuestra vuelta al país, y nos ofreció para realizarlo todo lo que dependiese del Gobierno. Sea el que fuese el destino de Yucatán, fue para nosotros una fortuna el encontrarlo libre de la dominación de México, y enteramente opuesto a la suspicaz política de poner obstáculos en su camino a los extranjeros, que pretenden explorar las antigüedades del país; y también fue una fortuna haber recibido una impresión favorable en mi primera visita a Yucatán, porque, de otra suerte, mi situación habría sido embarazosa, y los dos periódicos de Mérida, El Boletín Comercial y El Siglo XIX, en vez de darnos la bienvenida y favorecernos, nos habrían dado el consejo de regresar a nuestro país por el mismo buque que nos trajo. Nuestro único negocio en Mérida era preguntar sobre ruinas y hacer los preparativos necesarios para nuestro viaje al interior, pero al mismo tiempo teníamos lugar para otras ocupaciones. La casa de D.? Micaela era el punto de reunión de todos los extranjeros en Mérida, y pocos días después de nuestra llegada había allí una concurrencia de ellos, sin precedente hasta entonces. Allí estaban Mr. Auchincloss y su hijo, Mr.
Tredwell, Mr. Northop, Mr. Gleason y Mr. Robinson, antiguo cónsul americano en Tampico, todos los cuales eran ciudadanos de los Estados Unidos y habían venido de pasajeros en la "Lucinda". Además de éstos, la llegada de la goleta de guerra "San Antonio", procedente de Texas, nos trajo a un ciudadano del mundo, o al menos de una gran parte de él. Mr. George Fisher, según aparecía de sus varios papeles de naturalización, era "natural de la ciudad y fortaleza de Belgrado en la provincia de Servia del Imperio Otomano". Su nombre esclavón era Ribar, que significa en alemán Fischer, según se tradujo en la escuela austríaca, y después se modificó en los Estados Unidos en Fisher. A la edad de diecisiete años se comprometió en una revolución para sacudir el yugo del Sultán, pero fue sofocada esa tentativa, y más de cuarenta mil esclavones, hombres, mujeres y niños, se vieron obligados a cruzar el Danubio y refugiarse en el territorio austríaco. Disgustado el Gobierno de este país con tener tantos revolucionarios dentro de casa, permitió que se organizase una legión esclavona. Alistose en ella Mr. Fisher, hizo una campaña en Italia y al fin de un año fue desbandada la legión en el interior del país, en donde no había peligro alguno de que los enemigos difundiesen sus principios revolucionarios. Después de algunas expediciones de varias especies a lo largo del Danubio, Turquía, Adrianópolis y las costas del Adriático, retrocedió, haciendo a pie la mayor parte del camino, hasta Hamburgo, en donde se embarcó para Filadelfia en 1815.
De allí cruzó el Ohio, y, fijando su residencia por cinco años en el Estado de Mississipi y abjurando toda otra alianza, vino a ser un ciudadano de los Estados Unidos. Después que México hizo su independencia, Mr. Fisher pasó a aquel país, en donde, cumpliendo con las formalidades de la ley, se hizo también ciudadano mexicano. Allí estableció un periódico que llegó a ser tan notable por sus opiniones liberales durante la presidencia de Santa Anna, que en una hermosa mañana se presentó en su casa un oficial llevándole un pasaporte para salir del país "por el tiempo necesario", lo cual equivalía a decir que no regresase demasiado pronto. Con esto cejó para Texas y se hizo ciudadano de aquella joven República. No dejaba de ser extraño encontrar en aquel país remoto y aislado a un hombre que venía de otro país, todavía más remoto y menos conocido, que hablaba todos los idiomas europeos, que conocía la topografía de aquella parte del mundo, la historia de todas las familias reinantes, los límites territoriales de cada príncipe; y que, además, era ciudadano de tantas Repúblicas. Suprema era su última alianza: todos sus sentimientos eran texanos, y nos suministró muchas particularidades interesantes con respecto a la actual condición y al porvenir de aquel país. Por supuesto en lo relativo a la política de Yucatán, estaba como en su casa, y no le faltaba algún interés personal en observarla cuidadosamente. Si Santa Anna recobraba su ascendiente, el clima se hubiera convertido en demasiado caluroso para él.
A excepción de un caballo, tenía listos en su cuarto silla, freno, espada, pistolas y cuanto podría necesitar para escaparse a la primera noticia adversa. El encuentro con este caballero añadió mucho interés a nuestra residencia en Mérida. De noche, después de arreglar los negocios de Yucatán, hacíamos una incursión a la Iliria o al interior de Turquía, porque estaba tan familiarizado con los pequeños pueblos de esos países como con los de México: extenso era su conocimiento de los lugares y personas, derivado de su actual observación; en suma, toda su vida había sido un capítulo de incidentes y aventuras, y éstas aun no estaban en su término. En Yucatán tenía abierto un nuevo campo. Nos separamos de él en Mérida, y, cuando volvimos a tener noticias suyas era que se hallaba en otra posición tan extraña como todas las demás, que, en su vida, eran habituales. Sin embargo, nada había en él de negligencia, descuido o vaguedad: era exacto y metódico en todas sus nociones y modo de obra. En Wall-street se le habría considerado como un hombre grave, maduro y circunspecto; y era suficientemente sistemático en sus hábitos para poder ser director del Banco de Inglaterra. Entre las personas que frecuentábamos diariamente, no debo omitir nombrar otro conocido nuestro del hotel español de Fulton Street, D. Vicente Calero, que durante nuestra primera visita estaba aún viajando por los Estados Unidos. En el tiempo que medió entre una y otra visita había vuelto, casádose y fijado de nuevo su domicilio en la ciudad natal.
Acompañados de él atravesamos Mérida en todas direcciones y visitamos todos los edificios y establecimientos públicos. La población de Mérida es probablemente de cerca de veintitrés mil habitantes. La ciudad se encuentra en un gran llano de piedra calcárea, y la temperatura y el clima son muy uniformes. Durante los trece días que estuvimos en Mérida sólo varió el termómetro nueve grados; y, conforme a una tabla de observaciones seguidas en muchos años por el estimabilísimo cura Villamil, resulta que durante el año comenzado en 1.? de septiembre de 1841, que comprende el tiempo que permanecimos en el país, la mayor variación no pasó de veintitrés grados. Debimos a la bondad del cura una copia de esa tabla, de donde he extractado las observaciones de los días que pasé en Mérida. Esas observaciones se hicieron por un termómetro de Fahrenheit puesto en la sombra y al aire, y observado a las seis de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde. Diré, sin embargo, que en el interior del país hallé mucha mayor variación de la observada en la tabla 6 DE LA MAÑANA 12 DEL DIA 6 DE LA TARDE Octubre 30 Octubre 31 Noviembre 1 Noviembre 2 Noviembre 3 Noviembre 4 Noviembre 5 Noviembre 6 Noviembre 7 Noviembre 8 Noviembre 9 Noviembre 10 Noviembre 11 78 81 82 80 78 80 77 74 74 75 75 74 76 81 82 83 82 80 77 78 77 76 78 78 79 79 81 82 82 81 80 77 78 76 76 78 78 79 79 El aspecto de la ciudad es morisco, como que fue construida en la época en que prevalecía ese estilo en la arquitectura española.
Las casas son espaciosas, de piedra por lo general, de un solo piso, con ventanas balaustradas y grandes patios. En el centro de la ciudad está la plaza mayor, que es un cuadrilátero, como de seiscientos pies. Ocupan el costado oriental la catedral y el palacio del obispo. En el del oriente, existen la casa consistorial y la de D.? Joaquina Cano; al norte, el palacio de gobierno, y al sur, el edificio que, en nuestra primera visita, nos llamó la atención al momento en que entramos en la plaza mayor. Distínguese por una fachada ricamente esculpida de curiosos dibujos y artificios. Hay en él una piedra con la siguiente inscripción: ESTA OBRA MANDO HACERLA EL ADELANTADO D. FRANCISCO DE MONTEJO. AÑO DE MDXLIX. El objeto representa dos caballeros armados, con viseras, peto y yelmo, descansando sobre los hombros de dos figuras desnudas abatidas, con la idea, sin duda, de representar al conquistador español hollando al indio. Mr. Catherwood intentó sacar una copia de aquel grupo, y para evitar el calor del sol fue a la plaza una mañana muy temprano con aquel objeto; pero se vio tan embarazado por la muchedumbre, que tuvo que desistir de su propósito. No faltan razones para creer que aquella obra es una combinación del arte español e indio. Ciertamente que el diseño es español; pero, como en aquel primitivo período de la Conquista, nada más que siete años después de la fundación de Mérida, eran tan poco numerosos los españoles y cada hombre se consideraba un conquistador, probablemente no había entre ellos ninguno que ejerciese las artes mecánicas.
Así, pues, la ejecución no hay duda que pertenece a los indios, y acaso la esculpieron con sus propios instrumentos, y no con los que usaban los conquistadores. La historia de la construcción de este edificio debería ser interesante e instructiva; y, esperando saber algo relativo a él, me había propuesto examinar los archivos del Cabildo; pero se me hizo saber que todos los archivos antiguos estaban perdidos, o en tal confusión que habría sido uno de los trabajos de Hércules el explorarlos; y esto me habría robado más tiempo del que podría consagrar a aquella obra. Fuera de la inscripción que hay en aquella lápida, la única noticia que existe relativa a ese edificio es una aserción de Cogolludo, de que la fachada costó catorce mil pesos. La casa pertenece hoy a D. Simón Peón y la ocupa su familia. No hace mucho que se reedificó, y es bien seguro que algunas de las vigas que existen sostuvieron el techo que cubrió el Adelantado. Ocho calles parten de la plaza mayor: dos hacia cada uno de los puntos cardinales. En cada calle, a distancia de pocas cuadras, existe una puerta desmantelada hoy, más allá de la cual están los barrios o suburbios. Hay un modo peculiar de distinguirse las calles en Yucatán. En la azotea de cada esquina se ve una figura de madera pintada que representa un elefante o un toro, que da el nombre a la calle. En una de estas esquinas está la figura de una anciana con enormes espejuelos en la nariz, y esa calle se denomina de la Vieja.
La nuestra tenía en la esquina un flamenco, y por tanto se llamaba la "calle del Flamenco". El motivo de dar a conocer las calles de esta manera puede presentar alguna idea del carácter de aquel pueblo. Siendo indios los que forman la gran mayoría de sus habitantes, y no sabiendo ellos leer, serían inútiles los signos impresos; pero no hay indio que desconozca la figura de un elefante, o de un toro o de un flamenco. Lo más característico de Mérida, así como de todas las ciudades de la América española, consiste en sus iglesias. La gran catedral, la parroquia y convento de San Cristóbal, la iglesia de los jesuitas, la iglesia y convento de la Mejorada, las capillas de San Juan Bautista, Candelaria, Santa Lucía y la Virgen, así como el convento, iglesia y claustros de las monjas que ocupan dos manzanas de la ciudad son interesantes en su historia. Algunas tienen arquitectura de buen estilo y poseen ricos ornamentos; pero hay otro edificio que no he mencionado todavía, y me parece el más notable e interesante de Mérida. Hablo del antiguo convento de San Francisco. Está erigido en la parte superior de una eminencia, hacia el oriente de la ciudad, y encerrado dentro de una alta muralla con baluartes, que forman lo que hoy se llama el Castillo. Estas murallas y baluartes están en pie todavía, pero en el interior no hay más que ruinas irreparables. En 1820, llegó a las colonias la nueva constitución que obtuvieron los patriotas de España, y que el treinta de mayo hizo publicar en la plaza de Mérida D.
Juan Rivas Vértiz, jefe político a la sazón, y que hoy reside en aquella ciudad como un monumento vivo de los tiempos antiguos. El clero sostenía el antiguo orden de cosas, y confiados los franciscanos en que podrían dominar los sentimientos del pueblo, se empeñaron en sofocar aquella demostración de las ideas liberales. Formose un motín en la plaza, en que aparecieron los frailes agitándolo: trajéronse algunas piezas de batalla, dispersose el motín, y D. Juan Rivas marchó hacia el convento de San Francisco, abrió de par en par las puertas, lanzó fuera más de trescientos frailes a punta de bayoneta y entregó el edificio a su total destrucción. El superior y algunos hermanos se hicieron clérigos seculares, otros volvieron a la vida del mundo; y de ésta antes poderosa orden sólo quedan once individuos, que visten el sayo monacal. En compañía de uno de éstos hice mi última visita al convento. Entramos por el gran pórtico del castillo a un gran patio cubierto de yerbas. En el frente estaba el convento con sus espaciosos corredores y dos grandes iglesias, cuyas murallas todas estaban en pie, pero sin puertas ni ventanas. La bóveda de una de las iglesias se había desplomado, y la brillante luz del día iluminaba el interior. De allí pasamos a la otra iglesia, que es la más antigua, e identificada con los tiempos de los conquistadores. Cerca de la puerta había una fragua, en que un mestizo agitaba los fuelles, soplando sobre una candente barra de hierro, de que salían numerosas chispas al sufrir el golpe del martillo.
Todo el pavimento estaba cubierto de indios y musculosos mestizos puliendo madera, forjando clavos y haciendo cartuchos de cañón. Los altares estaban destruidos y desfiguradas las paredes: sobre éstas se veía escrito en gruesos caracteres encarnados "Primera escuadra". "Segunda escuadra", y a la testera de la iglesia, bajo el dombo, se leían estas palabras: "Batallón ligero permanente". Era que aquella iglesia se había convertido en cuartel, y aquellos lugares estaban destinados para colocar las armas. Al pasar nosotros, los operarios clavaban la vista sobre mi compañero de incursión, o más bien sobre el sayal azul, el cordón que le ceñía y la cruz que pendía de él; todo lo cual formaba el traje de su dispersada orden. Era la primera vez que ponía los pies en aquel sitio, después de la expulsión de los religiosos. Si para mí era tan triste contemplar la ruina y profanación de ese noble edificio, ¡cuánto no lo sería para él! Cerca del altar y en la sacristía se veían abiertas las bóvedas sepulcrales; pero los huesos de los antiguos religiosos habían sido extraídos y yacían arrojados por el suelo. ¡Algunos de esos huesos pertenecían sin duda a sus antiguos amigos! Pasamos de allí al refectorio, y señalome el sitio de la larga mesa en que la comunidad tomaba sus alimentos, y la fuente de piedra en que hacía sus abluciones. Representose a sus antiguos compañeros revestidos de sus anchos ropajes azules, dispersados hoy para siempre y convertida su morada en un teatro de desolación y de ruina.
Pero este edificio contiene un monumento mucho más interesante todavía que sus propias ruinas: un monumento que hace retroceder al espectador algunos siglos atrás para referirle la historia de una grande y sombría calamidad. En uno de los claustros más bajos, que salen del lado del norte y al pie del dormitorio principal, hay dos corredores paralelos. El exterior de uno de estos corredores, que mira al gran patio, tiene aquel arco peculiar de que he hablado tan a menudo en mi anterior obra, es decir, dos lados del arco se levantan para juntarse, y antes de formar el ápice dejan el claro, como de un pie, cubierto de una capa espesa de piedras. Era imposible equivocarse sobre el carácter de este arco. No es presumible en manera alguna que los españoles construyesen una obra tan diferente de sus reglas conocidas de arquitectura, y es incuestionable que ese arco formaba parte de uno de esos misteriosos edificios que han dado lugar a tantas conjeturas, y cuya construcción se ha atribuido a los pueblos más antiguos del Viejo Mundo y a razas que se han perdido, perecieron o son desconocidas. Me alegro de que al principiar estas páginas se me presente la oportunidad de ratificar la opinión, que he manifestado en mis anteriores volúmenes, respecto a los que construyeron las ciudades antiguas de la América. La conclusión que deduje entonces fue que "no había suficiente motivo para creer en la gran antigüedad que se atribuía a aquellas ruinas; que no necesitábamos acudir a ninguna nación del Antiguo Mundo para hallar a los que edificaron a estas ciudades: que no eran ellas obra de un pueblo que hubiese desaparecido y cuya historia no existiese; sino que por el contrario había poderosas razones para creer que habían sido edificadas por las mismas razas que habitaban el país al tiempo de la conquista española, o por algunos progenitores suyos no muy remotos".
Esta opinión no la emití con ligereza. Pesábame en verdad este modo de sentir, pues habría hallado mucho placer en encontrarme en medio de unas ruinas llenas del interés que ofrece una edad muy antigua y misteriosa; y aun hoy mismo, sin embargo de serme lisonjero conocer que mi opinión ha sido bien sostenida, preferiría abandonarla y envolverme con el lector en la duda, si no fuera porque las circunstancias me lo prohíben. Más todavía; debo decir que las subsiguientes investigaciones han fortificado y corroborado de tal manera mi juicio anterior, que lo que fue primero una mera opinión es hoy una convicción arraigada. Cuando escribí el relato de mis anteriores excursiones, la mayor dificultad que encontraba era la falta de toda noticia histórica concerniente a los sitios que visité. Copan tenía alguna historia; pero era oscura, incierta y poco satisfactoria. Quirigua, Palenque y Uxmal no la tenían en absoluto, pero un rayo de luz brilla sobre el arco solitario que se ve en el arruinado convento de Mérida. En el relato hecho por Cogolludo de la conquista de Yucatán se refiere que a la llegada de los españoles al pueblo indio de Thoo, en cuyo sitio debe tenerse presente que existe hoy la ciudad de Mérida, hallaron algunos cerros hechos a mano, o artificiales, y que los españoles establecieron su campo en uno de ellos. Dice también que este montículo o colina se hallaba en el terreno mismo que hoy ocupa la plaza mayor. Al oriente de éste, había otro cerro, y los españoles erigieron la ciudad entre ambos; porque, según se dice, las piedras facilitaban la fabricación y economizaban el trabajo de los indios; y añádese que los cerros eran tan grandes, que con las piedras de ellos los españoles edificaron la ciudad, en términos que se niveló enteramente la plaza mayor.
Hácese una especificación de los edificios construidos, y se agrega que había material abundante para cuantos quisiesen construir los españoles. También se hace mención de otros cerros, que embarazaban la rectificación de las calles, conforme al plan propuesto; y hay una circunstancia que, en mi opinión, es concluyente y conduce directamente al punto discutido. En la historia de la construcción del convento de San Francisco, fundado en 1547, cinco años después de la llegada de los españoles a Thoo, se dice expresamente haberse construido sobre un pequeño monte artificial, uno de los muchos que había entonces en aquel sitio, y sobre el cual había algunos edificios antiguos. Ahora bien, o suponemos que los españoles arrasaron aquellos edificios y construyeron el extraño arco de que hablamos, cuya suposición creo que es absolutamente insostenible, o ese corredor formaba parte de los edificios antiguos, que, conforme al relato del historiador, se encontraban sobre el cerro artificial, y que por este u otro motivo los frailes incorporaron en su convento. No hay más que un argumento contra esta última conclusión, y es que esos cerros, lo mismo que el edificio antiguo, estaban ya en ruinas cuando formaron parte del convento. Pero en tal caso nos veríamos obligados a suponer que un gran pueblo, cuya fama llegó hasta los españoles en Campeche, y que hizo tan desesperada y sangrienta resistencia para dejarse ocupar, no era otra cosa que una reunión de algunas hordas que andaban vagando alrededor de los arruinados edificios de otra raza.
¿Además, es de mucha importancia observar que no se hace mención de estos montes artificiales para describir aquel pueblo indio, supuesto que no se hace descripción ninguna; sino que únicamente se habla de ellos por incidencia, como que ofrecían comodidad a los españoles en la reunión de materiales para construir la ciudad, o como objetos que embarazaban la rectificación de las calles, conforme al plan propuesto. Y aun tal vez no se habría hecho mención alguna del cerro en que está el convento, si no hubiese sido por la circunstancia de que el padre Cogolludo era un fraile franciscano, y al mencionarlo se le presentaba la oportunidad de pagar un tributo a la memoria del bendito fray Luis de Villalpando, superior entonces del convento, y de mostrar la alta estima en que era tenido, pues dice que el Adelantado había escogido aquel sitio para erigir una fortaleza, pero que hubo de cederlo para el convento a la simple petición del superior. Además de todo esto, hasta en el modo incidental con que se habla de estos cerros hay una circunstancia que patentiza claramente que no estaban en ruinas, sino que, por el contrario, hallábanse entonces en uso actual y ocupados por los indios; y es que Cogolludo menciona con mucha individualidad uno de ellos, que obstruía completamente la dirección de cierta calle y que, según él, se llamaba el Gran Ku, adoratorio que era de los ídolos. Ahora bien; la palabra Ku en la lengua maya, tal cual la hablan actualmente los indios de Yucatán, significa un lugar destinado al culto; y la palabra adoratorio, según la define el diccionario español, es el nombre que los conquistadores dieron en América a los templos de los ídolos.
Así, pues, cuando el historiador describe este cerro como el grande de los Kues, el adoratorio de los ídolos, quiere decir con esto que había un gran templo de ídolos, o el mayor entre los sitios destinados al culto por los indios. Llámase el grande, para distinguirlo de otros más pequeños, entre los cuales estaba el que hoy ocupa el convento de San Francisco. A mi modo de ver, el arco solitario, hallado en este convento, es una prueba muy fuerte, si no concluyente, de que todas las ruinas dispersas sobre Yucatán pertenecieron a los mismos indios que ocupan el país al tiempo de la Conquista española, o, para volver a mi antigua conclusión, fueron obra de la misma raza, o de sus progenitores no muy lejanos. Cuáles hayan sido éstas, de dónde vinieron o quiénes fueron sus progenitores no me he atrevido, ni aun hoy me atrevo a decirlo.
El Estado reasumió entonces los derechos de su soberanía, organizó sus poderes independientes sin separarse enteramente de México, sino declarándose parte integrante de aquella República bajo ciertas condiciones. La cuestión de su independencia agitábase sin embargo; la Cámara de Diputados la había decretado; pero la de Senadores aún no había resuelto cosa alguna, y el éxito de aquella declaratoria se consideraba dudoso. Al mismo tiempo se había enviado a Texas un comisionado, y dos días después de nuestra llegada a Mérida arribó a Sisal la goleta texana de guerra "San Antonio" con objeto de proponer a Yucatán el pago de ocho mil pesos mensuales para sostener la escuadra texana, que permanecería en las costas de Yucatán para protegerlas contra una invasión de México. Aceptose inmediatamente la propuesta y se entablaron negociaciones, que aún estaban pendientes, para cooperar ulteriormente, reconociéndose ambos su independencia. Así, mientras que Yucatán estaba esquivando una abierta declaración, ensanchada la brecha, cometiendo una ofensa que México no podría perdonar nunca, al aliarse con un pueblo al cual aquel gobierno, o mejor dicho el General Santa Anna, miraba como el peor de los rebeldes, y para cuyo sometimiento se desarrollaban todos los recursos del país. Tal era la falsa posición en que se encontraba Yucatán al tiempo en que fuimos presentados al Gobernador. Hicímosle nuestra visita en su residencia privada, que era cual convenía a la situación de un caballero particular, y que no era indigna ciertamente de su carácter público.
Su salón de recibo era la sala de su casa, y en el centro, según la costumbre de Mérida, había tres o cuatro sillones, cubiertos de marroquí colocados en líneas opuestas. D. Santiago Méndez era como de cincuenta años, alto y delgado, de una marcada fisonomía intelectual y de apariencia y porte verdaderamente caballerosos. Libre de guerras intestinas y salvo, por su posición geográfica, de los sanguinarios choques comunes en los demás Estados mexicanos, Yucatán no había tenido escuela para soldados: no había allí militares, ni preocupaciones en favor de la gloria militar. D. Santiago Méndez era un mercader colocado, desde pocos años antes, al frente de una respetable casa de comercio de Campeche. Era tan considerado por su rectitud e integridad, que en medio de aquella confusión de negocios fue escogido por los dos bandos opuestos como la persona más cualificada en el Estado para ocupar la silla del gobierno. Su popularidad, sin embargo, iba entonces en decadencia, y su posición no era tranquila ni envidiable. Desde una vida quieta y ocupaciones pacíficas, encontrose de repente en la primera fila de una rebelión abierta. Temíase constantemente una invasión de México, que, en caso de tener buen éxito, pondría en peligro la cabeza del Gobernador, mientras que otros se escaparían, en razón de su insignificancia. Los dos grandes partidos, el uno en favor de mantener abierta la puerta de la reconciliación con México, y el otro en favor de una pronta y absoluta separación, urgían al Gobernador, cada uno de por sí, para que llevase adelante sus miras; pero él temiendo aventurarse en los extremos, estaba vacilante, indeciso e imposibilitado de acudir a las emergencias.
Al mismo tiempo, el entusiasmo que produjo la Revolución y que habría producido la independencia estaba extinguiéndose; el disgusto y el descontento prevalecían; ambos partidos increpaban al Gobernador, y él mismo ignoraba a cuál de ellos pertenecía. Sin embargo, no fue nada equívoca la recepción que nos hizo. Supo el objeto de nuestra vuelta al país, y nos ofreció para realizarlo todo lo que dependiese del Gobierno. Sea el que fuese el destino de Yucatán, fue para nosotros una fortuna el encontrarlo libre de la dominación de México, y enteramente opuesto a la suspicaz política de poner obstáculos en su camino a los extranjeros, que pretenden explorar las antigüedades del país; y también fue una fortuna haber recibido una impresión favorable en mi primera visita a Yucatán, porque, de otra suerte, mi situación habría sido embarazosa, y los dos periódicos de Mérida, El Boletín Comercial y El Siglo XIX, en vez de darnos la bienvenida y favorecernos, nos habrían dado el consejo de regresar a nuestro país por el mismo buque que nos trajo. Nuestro único negocio en Mérida era preguntar sobre ruinas y hacer los preparativos necesarios para nuestro viaje al interior, pero al mismo tiempo teníamos lugar para otras ocupaciones. La casa de D.? Micaela era el punto de reunión de todos los extranjeros en Mérida, y pocos días después de nuestra llegada había allí una concurrencia de ellos, sin precedente hasta entonces. Allí estaban Mr. Auchincloss y su hijo, Mr.
Tredwell, Mr. Northop, Mr. Gleason y Mr. Robinson, antiguo cónsul americano en Tampico, todos los cuales eran ciudadanos de los Estados Unidos y habían venido de pasajeros en la "Lucinda". Además de éstos, la llegada de la goleta de guerra "San Antonio", procedente de Texas, nos trajo a un ciudadano del mundo, o al menos de una gran parte de él. Mr. George Fisher, según aparecía de sus varios papeles de naturalización, era "natural de la ciudad y fortaleza de Belgrado en la provincia de Servia del Imperio Otomano". Su nombre esclavón era Ribar, que significa en alemán Fischer, según se tradujo en la escuela austríaca, y después se modificó en los Estados Unidos en Fisher. A la edad de diecisiete años se comprometió en una revolución para sacudir el yugo del Sultán, pero fue sofocada esa tentativa, y más de cuarenta mil esclavones, hombres, mujeres y niños, se vieron obligados a cruzar el Danubio y refugiarse en el territorio austríaco. Disgustado el Gobierno de este país con tener tantos revolucionarios dentro de casa, permitió que se organizase una legión esclavona. Alistose en ella Mr. Fisher, hizo una campaña en Italia y al fin de un año fue desbandada la legión en el interior del país, en donde no había peligro alguno de que los enemigos difundiesen sus principios revolucionarios. Después de algunas expediciones de varias especies a lo largo del Danubio, Turquía, Adrianópolis y las costas del Adriático, retrocedió, haciendo a pie la mayor parte del camino, hasta Hamburgo, en donde se embarcó para Filadelfia en 1815.
De allí cruzó el Ohio, y, fijando su residencia por cinco años en el Estado de Mississipi y abjurando toda otra alianza, vino a ser un ciudadano de los Estados Unidos. Después que México hizo su independencia, Mr. Fisher pasó a aquel país, en donde, cumpliendo con las formalidades de la ley, se hizo también ciudadano mexicano. Allí estableció un periódico que llegó a ser tan notable por sus opiniones liberales durante la presidencia de Santa Anna, que en una hermosa mañana se presentó en su casa un oficial llevándole un pasaporte para salir del país "por el tiempo necesario", lo cual equivalía a decir que no regresase demasiado pronto. Con esto cejó para Texas y se hizo ciudadano de aquella joven República. No dejaba de ser extraño encontrar en aquel país remoto y aislado a un hombre que venía de otro país, todavía más remoto y menos conocido, que hablaba todos los idiomas europeos, que conocía la topografía de aquella parte del mundo, la historia de todas las familias reinantes, los límites territoriales de cada príncipe; y que, además, era ciudadano de tantas Repúblicas. Suprema era su última alianza: todos sus sentimientos eran texanos, y nos suministró muchas particularidades interesantes con respecto a la actual condición y al porvenir de aquel país. Por supuesto en lo relativo a la política de Yucatán, estaba como en su casa, y no le faltaba algún interés personal en observarla cuidadosamente. Si Santa Anna recobraba su ascendiente, el clima se hubiera convertido en demasiado caluroso para él.
A excepción de un caballo, tenía listos en su cuarto silla, freno, espada, pistolas y cuanto podría necesitar para escaparse a la primera noticia adversa. El encuentro con este caballero añadió mucho interés a nuestra residencia en Mérida. De noche, después de arreglar los negocios de Yucatán, hacíamos una incursión a la Iliria o al interior de Turquía, porque estaba tan familiarizado con los pequeños pueblos de esos países como con los de México: extenso era su conocimiento de los lugares y personas, derivado de su actual observación; en suma, toda su vida había sido un capítulo de incidentes y aventuras, y éstas aun no estaban en su término. En Yucatán tenía abierto un nuevo campo. Nos separamos de él en Mérida, y, cuando volvimos a tener noticias suyas era que se hallaba en otra posición tan extraña como todas las demás, que, en su vida, eran habituales. Sin embargo, nada había en él de negligencia, descuido o vaguedad: era exacto y metódico en todas sus nociones y modo de obra. En Wall-street se le habría considerado como un hombre grave, maduro y circunspecto; y era suficientemente sistemático en sus hábitos para poder ser director del Banco de Inglaterra. Entre las personas que frecuentábamos diariamente, no debo omitir nombrar otro conocido nuestro del hotel español de Fulton Street, D. Vicente Calero, que durante nuestra primera visita estaba aún viajando por los Estados Unidos. En el tiempo que medió entre una y otra visita había vuelto, casádose y fijado de nuevo su domicilio en la ciudad natal.
Acompañados de él atravesamos Mérida en todas direcciones y visitamos todos los edificios y establecimientos públicos. La población de Mérida es probablemente de cerca de veintitrés mil habitantes. La ciudad se encuentra en un gran llano de piedra calcárea, y la temperatura y el clima son muy uniformes. Durante los trece días que estuvimos en Mérida sólo varió el termómetro nueve grados; y, conforme a una tabla de observaciones seguidas en muchos años por el estimabilísimo cura Villamil, resulta que durante el año comenzado en 1.? de septiembre de 1841, que comprende el tiempo que permanecimos en el país, la mayor variación no pasó de veintitrés grados. Debimos a la bondad del cura una copia de esa tabla, de donde he extractado las observaciones de los días que pasé en Mérida. Esas observaciones se hicieron por un termómetro de Fahrenheit puesto en la sombra y al aire, y observado a las seis de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde. Diré, sin embargo, que en el interior del país hallé mucha mayor variación de la observada en la tabla 6 DE LA MAÑANA 12 DEL DIA 6 DE LA TARDE Octubre 30 Octubre 31 Noviembre 1 Noviembre 2 Noviembre 3 Noviembre 4 Noviembre 5 Noviembre 6 Noviembre 7 Noviembre 8 Noviembre 9 Noviembre 10 Noviembre 11 78 81 82 80 78 80 77 74 74 75 75 74 76 81 82 83 82 80 77 78 77 76 78 78 79 79 81 82 82 81 80 77 78 76 76 78 78 79 79 El aspecto de la ciudad es morisco, como que fue construida en la época en que prevalecía ese estilo en la arquitectura española.
Las casas son espaciosas, de piedra por lo general, de un solo piso, con ventanas balaustradas y grandes patios. En el centro de la ciudad está la plaza mayor, que es un cuadrilátero, como de seiscientos pies. Ocupan el costado oriental la catedral y el palacio del obispo. En el del oriente, existen la casa consistorial y la de D.? Joaquina Cano; al norte, el palacio de gobierno, y al sur, el edificio que, en nuestra primera visita, nos llamó la atención al momento en que entramos en la plaza mayor. Distínguese por una fachada ricamente esculpida de curiosos dibujos y artificios. Hay en él una piedra con la siguiente inscripción: ESTA OBRA MANDO HACERLA EL ADELANTADO D. FRANCISCO DE MONTEJO. AÑO DE MDXLIX. El objeto representa dos caballeros armados, con viseras, peto y yelmo, descansando sobre los hombros de dos figuras desnudas abatidas, con la idea, sin duda, de representar al conquistador español hollando al indio. Mr. Catherwood intentó sacar una copia de aquel grupo, y para evitar el calor del sol fue a la plaza una mañana muy temprano con aquel objeto; pero se vio tan embarazado por la muchedumbre, que tuvo que desistir de su propósito. No faltan razones para creer que aquella obra es una combinación del arte español e indio. Ciertamente que el diseño es español; pero, como en aquel primitivo período de la Conquista, nada más que siete años después de la fundación de Mérida, eran tan poco numerosos los españoles y cada hombre se consideraba un conquistador, probablemente no había entre ellos ninguno que ejerciese las artes mecánicas.
Así, pues, la ejecución no hay duda que pertenece a los indios, y acaso la esculpieron con sus propios instrumentos, y no con los que usaban los conquistadores. La historia de la construcción de este edificio debería ser interesante e instructiva; y, esperando saber algo relativo a él, me había propuesto examinar los archivos del Cabildo; pero se me hizo saber que todos los archivos antiguos estaban perdidos, o en tal confusión que habría sido uno de los trabajos de Hércules el explorarlos; y esto me habría robado más tiempo del que podría consagrar a aquella obra. Fuera de la inscripción que hay en aquella lápida, la única noticia que existe relativa a ese edificio es una aserción de Cogolludo, de que la fachada costó catorce mil pesos. La casa pertenece hoy a D. Simón Peón y la ocupa su familia. No hace mucho que se reedificó, y es bien seguro que algunas de las vigas que existen sostuvieron el techo que cubrió el Adelantado. Ocho calles parten de la plaza mayor: dos hacia cada uno de los puntos cardinales. En cada calle, a distancia de pocas cuadras, existe una puerta desmantelada hoy, más allá de la cual están los barrios o suburbios. Hay un modo peculiar de distinguirse las calles en Yucatán. En la azotea de cada esquina se ve una figura de madera pintada que representa un elefante o un toro, que da el nombre a la calle. En una de estas esquinas está la figura de una anciana con enormes espejuelos en la nariz, y esa calle se denomina de la Vieja.
La nuestra tenía en la esquina un flamenco, y por tanto se llamaba la "calle del Flamenco". El motivo de dar a conocer las calles de esta manera puede presentar alguna idea del carácter de aquel pueblo. Siendo indios los que forman la gran mayoría de sus habitantes, y no sabiendo ellos leer, serían inútiles los signos impresos; pero no hay indio que desconozca la figura de un elefante, o de un toro o de un flamenco. Lo más característico de Mérida, así como de todas las ciudades de la América española, consiste en sus iglesias. La gran catedral, la parroquia y convento de San Cristóbal, la iglesia de los jesuitas, la iglesia y convento de la Mejorada, las capillas de San Juan Bautista, Candelaria, Santa Lucía y la Virgen, así como el convento, iglesia y claustros de las monjas que ocupan dos manzanas de la ciudad son interesantes en su historia. Algunas tienen arquitectura de buen estilo y poseen ricos ornamentos; pero hay otro edificio que no he mencionado todavía, y me parece el más notable e interesante de Mérida. Hablo del antiguo convento de San Francisco. Está erigido en la parte superior de una eminencia, hacia el oriente de la ciudad, y encerrado dentro de una alta muralla con baluartes, que forman lo que hoy se llama el Castillo. Estas murallas y baluartes están en pie todavía, pero en el interior no hay más que ruinas irreparables. En 1820, llegó a las colonias la nueva constitución que obtuvieron los patriotas de España, y que el treinta de mayo hizo publicar en la plaza de Mérida D.
Juan Rivas Vértiz, jefe político a la sazón, y que hoy reside en aquella ciudad como un monumento vivo de los tiempos antiguos. El clero sostenía el antiguo orden de cosas, y confiados los franciscanos en que podrían dominar los sentimientos del pueblo, se empeñaron en sofocar aquella demostración de las ideas liberales. Formose un motín en la plaza, en que aparecieron los frailes agitándolo: trajéronse algunas piezas de batalla, dispersose el motín, y D. Juan Rivas marchó hacia el convento de San Francisco, abrió de par en par las puertas, lanzó fuera más de trescientos frailes a punta de bayoneta y entregó el edificio a su total destrucción. El superior y algunos hermanos se hicieron clérigos seculares, otros volvieron a la vida del mundo; y de ésta antes poderosa orden sólo quedan once individuos, que visten el sayo monacal. En compañía de uno de éstos hice mi última visita al convento. Entramos por el gran pórtico del castillo a un gran patio cubierto de yerbas. En el frente estaba el convento con sus espaciosos corredores y dos grandes iglesias, cuyas murallas todas estaban en pie, pero sin puertas ni ventanas. La bóveda de una de las iglesias se había desplomado, y la brillante luz del día iluminaba el interior. De allí pasamos a la otra iglesia, que es la más antigua, e identificada con los tiempos de los conquistadores. Cerca de la puerta había una fragua, en que un mestizo agitaba los fuelles, soplando sobre una candente barra de hierro, de que salían numerosas chispas al sufrir el golpe del martillo.
Todo el pavimento estaba cubierto de indios y musculosos mestizos puliendo madera, forjando clavos y haciendo cartuchos de cañón. Los altares estaban destruidos y desfiguradas las paredes: sobre éstas se veía escrito en gruesos caracteres encarnados "Primera escuadra". "Segunda escuadra", y a la testera de la iglesia, bajo el dombo, se leían estas palabras: "Batallón ligero permanente". Era que aquella iglesia se había convertido en cuartel, y aquellos lugares estaban destinados para colocar las armas. Al pasar nosotros, los operarios clavaban la vista sobre mi compañero de incursión, o más bien sobre el sayal azul, el cordón que le ceñía y la cruz que pendía de él; todo lo cual formaba el traje de su dispersada orden. Era la primera vez que ponía los pies en aquel sitio, después de la expulsión de los religiosos. Si para mí era tan triste contemplar la ruina y profanación de ese noble edificio, ¡cuánto no lo sería para él! Cerca del altar y en la sacristía se veían abiertas las bóvedas sepulcrales; pero los huesos de los antiguos religiosos habían sido extraídos y yacían arrojados por el suelo. ¡Algunos de esos huesos pertenecían sin duda a sus antiguos amigos! Pasamos de allí al refectorio, y señalome el sitio de la larga mesa en que la comunidad tomaba sus alimentos, y la fuente de piedra en que hacía sus abluciones. Representose a sus antiguos compañeros revestidos de sus anchos ropajes azules, dispersados hoy para siempre y convertida su morada en un teatro de desolación y de ruina.
Pero este edificio contiene un monumento mucho más interesante todavía que sus propias ruinas: un monumento que hace retroceder al espectador algunos siglos atrás para referirle la historia de una grande y sombría calamidad. En uno de los claustros más bajos, que salen del lado del norte y al pie del dormitorio principal, hay dos corredores paralelos. El exterior de uno de estos corredores, que mira al gran patio, tiene aquel arco peculiar de que he hablado tan a menudo en mi anterior obra, es decir, dos lados del arco se levantan para juntarse, y antes de formar el ápice dejan el claro, como de un pie, cubierto de una capa espesa de piedras. Era imposible equivocarse sobre el carácter de este arco. No es presumible en manera alguna que los españoles construyesen una obra tan diferente de sus reglas conocidas de arquitectura, y es incuestionable que ese arco formaba parte de uno de esos misteriosos edificios que han dado lugar a tantas conjeturas, y cuya construcción se ha atribuido a los pueblos más antiguos del Viejo Mundo y a razas que se han perdido, perecieron o son desconocidas. Me alegro de que al principiar estas páginas se me presente la oportunidad de ratificar la opinión, que he manifestado en mis anteriores volúmenes, respecto a los que construyeron las ciudades antiguas de la América. La conclusión que deduje entonces fue que "no había suficiente motivo para creer en la gran antigüedad que se atribuía a aquellas ruinas; que no necesitábamos acudir a ninguna nación del Antiguo Mundo para hallar a los que edificaron a estas ciudades: que no eran ellas obra de un pueblo que hubiese desaparecido y cuya historia no existiese; sino que por el contrario había poderosas razones para creer que habían sido edificadas por las mismas razas que habitaban el país al tiempo de la conquista española, o por algunos progenitores suyos no muy remotos".
Esta opinión no la emití con ligereza. Pesábame en verdad este modo de sentir, pues habría hallado mucho placer en encontrarme en medio de unas ruinas llenas del interés que ofrece una edad muy antigua y misteriosa; y aun hoy mismo, sin embargo de serme lisonjero conocer que mi opinión ha sido bien sostenida, preferiría abandonarla y envolverme con el lector en la duda, si no fuera porque las circunstancias me lo prohíben. Más todavía; debo decir que las subsiguientes investigaciones han fortificado y corroborado de tal manera mi juicio anterior, que lo que fue primero una mera opinión es hoy una convicción arraigada. Cuando escribí el relato de mis anteriores excursiones, la mayor dificultad que encontraba era la falta de toda noticia histórica concerniente a los sitios que visité. Copan tenía alguna historia; pero era oscura, incierta y poco satisfactoria. Quirigua, Palenque y Uxmal no la tenían en absoluto, pero un rayo de luz brilla sobre el arco solitario que se ve en el arruinado convento de Mérida. En el relato hecho por Cogolludo de la conquista de Yucatán se refiere que a la llegada de los españoles al pueblo indio de Thoo, en cuyo sitio debe tenerse presente que existe hoy la ciudad de Mérida, hallaron algunos cerros hechos a mano, o artificiales, y que los españoles establecieron su campo en uno de ellos. Dice también que este montículo o colina se hallaba en el terreno mismo que hoy ocupa la plaza mayor. Al oriente de éste, había otro cerro, y los españoles erigieron la ciudad entre ambos; porque, según se dice, las piedras facilitaban la fabricación y economizaban el trabajo de los indios; y añádese que los cerros eran tan grandes, que con las piedras de ellos los españoles edificaron la ciudad, en términos que se niveló enteramente la plaza mayor.
Hácese una especificación de los edificios construidos, y se agrega que había material abundante para cuantos quisiesen construir los españoles. También se hace mención de otros cerros, que embarazaban la rectificación de las calles, conforme al plan propuesto; y hay una circunstancia que, en mi opinión, es concluyente y conduce directamente al punto discutido. En la historia de la construcción del convento de San Francisco, fundado en 1547, cinco años después de la llegada de los españoles a Thoo, se dice expresamente haberse construido sobre un pequeño monte artificial, uno de los muchos que había entonces en aquel sitio, y sobre el cual había algunos edificios antiguos. Ahora bien, o suponemos que los españoles arrasaron aquellos edificios y construyeron el extraño arco de que hablamos, cuya suposición creo que es absolutamente insostenible, o ese corredor formaba parte de los edificios antiguos, que, conforme al relato del historiador, se encontraban sobre el cerro artificial, y que por este u otro motivo los frailes incorporaron en su convento. No hay más que un argumento contra esta última conclusión, y es que esos cerros, lo mismo que el edificio antiguo, estaban ya en ruinas cuando formaron parte del convento. Pero en tal caso nos veríamos obligados a suponer que un gran pueblo, cuya fama llegó hasta los españoles en Campeche, y que hizo tan desesperada y sangrienta resistencia para dejarse ocupar, no era otra cosa que una reunión de algunas hordas que andaban vagando alrededor de los arruinados edificios de otra raza.
¿Además, es de mucha importancia observar que no se hace mención de estos montes artificiales para describir aquel pueblo indio, supuesto que no se hace descripción ninguna; sino que únicamente se habla de ellos por incidencia, como que ofrecían comodidad a los españoles en la reunión de materiales para construir la ciudad, o como objetos que embarazaban la rectificación de las calles, conforme al plan propuesto. Y aun tal vez no se habría hecho mención alguna del cerro en que está el convento, si no hubiese sido por la circunstancia de que el padre Cogolludo era un fraile franciscano, y al mencionarlo se le presentaba la oportunidad de pagar un tributo a la memoria del bendito fray Luis de Villalpando, superior entonces del convento, y de mostrar la alta estima en que era tenido, pues dice que el Adelantado había escogido aquel sitio para erigir una fortaleza, pero que hubo de cederlo para el convento a la simple petición del superior. Además de todo esto, hasta en el modo incidental con que se habla de estos cerros hay una circunstancia que patentiza claramente que no estaban en ruinas, sino que, por el contrario, hallábanse entonces en uso actual y ocupados por los indios; y es que Cogolludo menciona con mucha individualidad uno de ellos, que obstruía completamente la dirección de cierta calle y que, según él, se llamaba el Gran Ku, adoratorio que era de los ídolos. Ahora bien; la palabra Ku en la lengua maya, tal cual la hablan actualmente los indios de Yucatán, significa un lugar destinado al culto; y la palabra adoratorio, según la define el diccionario español, es el nombre que los conquistadores dieron en América a los templos de los ídolos.
Así, pues, cuando el historiador describe este cerro como el grande de los Kues, el adoratorio de los ídolos, quiere decir con esto que había un gran templo de ídolos, o el mayor entre los sitios destinados al culto por los indios. Llámase el grande, para distinguirlo de otros más pequeños, entre los cuales estaba el que hoy ocupa el convento de San Francisco. A mi modo de ver, el arco solitario, hallado en este convento, es una prueba muy fuerte, si no concluyente, de que todas las ruinas dispersas sobre Yucatán pertenecieron a los mismos indios que ocupan el país al tiempo de la Conquista española, o, para volver a mi antigua conclusión, fueron obra de la misma raza, o de sus progenitores no muy lejanos. Cuáles hayan sido éstas, de dónde vinieron o quiénes fueron sus progenitores no me he atrevido, ni aun hoy me atrevo a decirlo.