Los primeros trabajos de Correggio estarán bajo la órbita de los pintores que más admiró durante su aprendizaje en Parma. Los trabajos de Mantegna y Leonardo serán para el joven Antonio un interesante motivo de inspiración como bien podemos observar en esta Madonna cuya figura se recorta ante un fondo dorado, enmarcada por una corte de ángeles en la que destacan los dos músicos que aparecen junto a ella. Los rostros de la Virgen y el ángel de la izquierda parecen duplicados, dirigiendo sus miradas hacia abajo mientras el ángel de la derecha mira al Niño, cuya postura escorzada adelantará futuros trabajos del maestro. La luminosidad vaporosa que Allegri aplica a la composición ha motivado que algunos especialistas consideraran esta obra como de Tiziano, observándose por lo tanto cierta influencia de la escuela veneciana.
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La gran aportación de Fra Filippo Lippi al Quattrocento es el sentido humano de sus obras, especialmente de las Madonnas como ésta que contemplamos. Dos ángeles elevan al Niño hasta la Virgen que la recibe con las manos en actitud orante; en el rostro de María se aprecia a la bella Lucrecia Butti, novicia que raptó durante el tiempo que ocupó el cargo de capellán y con quien tuvo al también pintor Filippino Lippi. Los rostros son muy expresivos, especialmente el del ángel, que dirige su mirada hacia el espectador para involucrarle en el episodio. Tras las figuras encontramos un paisaje enmarcado por una ventana fingida, otorgando una magnífica sensación de profundidad. El sentido del volumen está relacionado con sus contemporáneos Masaccio o Paolo Ucello. La minuciosidad de las telas y los adornos de la Virgen parecen inspirados en la pintura flamenca. Este tipo de Madonnas servirá de inspiración a Botticelli, quien trabajó en el taller de Lippi en Prato.
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El tema de la Virgen y el Niño que se aparecen a una santa resulta muy habitual en los cuadros de altar del siglo XVII. En este caso Murillo presenta a la Virgen y el Niño ante Santa Rosalia, joven siciliana del siglo XII que se convertirá en la patrona de Palermo y que se hará muy popular en el Barroco al ser encontrados en julio de 1624 su restos mortales en una gruta, avivándose el culto entre el pueblo como santa intercesora ante la peste. La santa aparece ofreciendo unas rosas al Niño, quien extiende sus brazos abiertos hacia la mujer, vestida con el hábito franciscano. María apoya su mano en la espalda de la santa, cerrándose el grupo con las respectivas miradas. Tras el grupo principal aparecen varias mártires portando palmas mientras que en el cielo contemplamos a un grupo de angelitos, sentados entre las nubes. Al fondo de la composición se abre un paisaje urbano en el que se muestra una de las predicaciones de la santa. Murillo utiliza un esquema triangular que tiene como vértice la cabeza de la Virgen, recordando las obras del Renacimiento Italiano, especialmente a Rafael. Las tonalidades oscuras empleadas en primer plano se aclaran en el grupo de las santas mártires. Gracias a la luz crea el maestro una admirable sensación de profundidad, contrastando zonas claras con zonas oscuras, al mismo tiempo que consigue un efecto vaporoso similar al de Velázquez.
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En los años finales del Quattrocento las escenas se cargarán de devoción, eliminando los maestros las referencias arquitectónicas para resaltar las figuras ante un fondo neutro, lejos de cualquier referencia anecdótica. Es el caso de esta imagen, de la misma manera que se aprecia en la obra de Mantegna, el cuñado de Bellini que ejercerá una considerable influencia sobre el maestro veneciano. La Virgen y el Niño ocupan la posición central, acompañadas de santa Catalina a la izquierda y la Magdalena a la derecha, mostrando dos tipos de belleza femenina diferentes. El Niño se sienta sobre un cojín, proyectando sus piernecillas hacia el espectador y elevando su mirada hacia arriba. La iluminación dorada refuerza el carácter piadoso y casi místico de la composición, difuminando los contornos y anticipándose al naturalismo tenebrista en el empleo de contrastes lumínicos. La volumetría y la monumentalidad de las figuras hacen de esta obra una de las más atractivas del momento.
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Aunque su fama se deba a ser el maestro de Rafael, la calidad pictórica de Perugino es muy elevada, especialmente por la elegancia de sus figuras y su interés hacia la perspectiva, bien sea a través de paisajes como en esta Madonna bien de arquitecturas como en la célebre Entrega de las llaves. Las Vírgenes de Pietro están dotadas de blandura, de sentimentalidad y de belleza como bien apreciamos en esta composición donde parece repetir el rostro de María en las santas y los ángeles que la acompañan. La campiña de Umbría se presenta como cierre, creando una sensación espacial acertada, que elimina los telones de fondo de los primeros años del Quattrocento. La fuerte iluminación empleada resalta las formas seguras y dulces de las figuras, recreándose en la ejecución de los pliegues y en los detalles, como hacía la Escuela flamenca que tanto interesaba a los maestros italianos. La atracción hacia la línea firme y segura en sintonía con Botticelli puede tener como explicación el aprendizaje común en el taller de Fra Filippo Lippi.
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La sintonía entre Mantegna y su cuñado Giovanni Bellini en los últimos años del Quattrocento es significativa, como se puede apreciar en esta composición, presidida por la Virgen con el Niño en brazos. A su alrededor encontramos diversos santos perfectamente ubicados en el espacio, dotados cada uno de una monumentalidad típica del maestro. El colorido se ha hecho muy vivo, abundan los rojos, reforzado por el empleo de una luz muy clara y un cielo azulado como fondo. El punto de vista bajo que aporta grandiosidad a los personajes es un recurso muy apreciado por Mantegna que se repite a lo largo de su carrera.
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Al estar cronológicamente a caballo entre el Gótico Internacional y el Quattrocento, Gentile da Fabriano da muestras en esta tabla de su estilo firme y elegante, muy apreciado en todas las cortes pero aún algo primitivo. Los fondos dorados, la atención minuciosa a los detalles, las posturas forzadas como la Virgen o la diferenciación de escala en las figuras, son ejemplos de este lenguaje tardogótico muy cortesano con que Gentile obtuvo un sensacional éxito. Las figuras son blandas, sin apenas volumetría, rayando casi en la planitud. Entre los árboles sitúa una corte de ángeles músicos de tonalidad rojiza, prestando atención a los detalles superfluos como se verá en la pintura flamenca. Los pliegues de los ropajes están muy marcados, interesándose por la línea sinuosa tan apreciada en aquellos momentos. Los rostros carecen de expresividad, unificándolos una sensación de dulzura generalizada que aumentará la demanda de la obra de Gentile.
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Si se compara esta Virgen con Niño y santos con la Madonna Solly podemos apreciar una significativa evolución en la pintura de Rafael, concretamente en la expresión más natural de las figuras, tanto la Virgen como san Jerónimo y san Francisco, a izquierda y derecha de María respectivamente. En la tabla podemos encontrar aun referencias a Perugino como el brillante colorido o los rostros ovales, incorporándose influencias de Pinturicchio en los dorados del cojín y las vestiduras mientras que la Pintura Flamenca se encuentra presente en el paisaje del fondo, poblado por varios castillos de aspecto nórdico. El aire quattrocentista que aun se respira en la composición - recordando Madonnas de Fra Filippo Lippi o Botticelli - será superado cuando Sanzio se traslade a Florencia y se relacione con la pintura de Leonardo, Miguel Ángel y Fra Bartolomeo, introduciéndose de pleno en el Cinquecento.
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En 1506 está documentado el emplazamiento de este gran cuadro de altar en la capilla Ansidei de la iglesia de San Fiorenzo dei Serviti en Perugia. Este dato hace pensar a los especialistas que Rafael realizó el trabajo en dos etapas: una antes de su viaje a Florencia en 1504 y otra en uno de sus frecuentes regresos esporádicos a la capital de Umbria. El ambiente influido por Perugino que se aprecia en la composición confirma estas sospechas. Curiosamente la obra fue adquirida en 1764 por lord R. Spencer comprometiéndose a sustituir el retablo por una copia elaborada por Nicola Monti. En uno de los traslados se desmontó, perdiéndose algunas escenas de la predela, conservándose solamente la Predicación del Bautista.La Virgen aparece en el centro de la composición, sentada en un rico trono de inspiración clásica, portando al Niño en su pierna derecha mientras que en la izquierda observamos un libro abierto en el que leen ambas figuras. A su izquierda se sitúa san Nicolás de Bari y a su derecha san Juan Bautista. La escena se inscribe en un arco de medio punto transparente que permite contemplar el cielo azul, colocándose los personajes sobre un podium visto desde alto, manifestando un significativo escorzo. Estos elementos - junto al detallismo existente en los vestidos y diversos objetos que aparecen - son significativos de la influencia umbra mientras que la monumentalidad de las figuras es típicamente florentina. El colorido empleado por Sanzio es tremendamente brillante, incluyendo contrastes de claroscuro habituales en Leonardo.
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En la década de 1470 la fama de Botticelli empieza a crecer recibiendo numerosos encargos de la nobleza florentina. Esta obra que contemplamos es el primer retablo que realizó el maestro; los protagonistas del primer plano son los santos Cosme y Damián mientras que a la derecha de la Virgen encontramos a san Juan Bautista y a la Magdalena y a su izquierda a san Francisco de Asís y santa Catalina de Alejandría, cada uno de ellos con sus respectivos atributos. Estas composiciones serán un preludio de las "Sacras Conversaciones" que tan de moda se pondrán en el Cinquecento. Las figuras se sitúan en un espacio cerrado decorado con mármoles de diferentes colores - alusivo al ornato de los edificios de la Toscana - destacando su amplio canon con respecto a la habitación, excesivamente reducida. Las luces procedentes de la izquierda modelan a los personajes, acentuando su aspecto escultórico aprendido gracias a su relación con Verrocchio y Donatello. La perspectiva se pone de manifiesto gracias a las baldosas del suelo, disponiendo a María y al Niño en el centro, aludiendo a la perspectiva central que se había impuesto en aquellos momentos. A pesar de incorporar importantes novedades, Botticelli no abandona su deseo de implicar al espectador en la escena - dos de los seis santos dirigen su mirada hacia el exterior - así como su minuciosidad en los ropajes gracias a su aprendizaje como orfebre. La delicadeza de la línea, del color y del modelado convierten a Sandro en uno de los más importantes maestros de su tiempo, situándose muy cercano a las nuevas tendencias.