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Tal vez éste fuera el edificio predilecto de Ramiro I ya que fue concebido como palacio campestre, sin embargo el propio rey mandó convertirlo en iglesia. La imagen que contemplamos corresponde a la sala de audencias, cuyo espacio termina en dos amplios miradores. La creación de un espacio rotundo, cuya continuidad lineal en segmentos puede dar una secuencia inagotable, es un propósito buscado también por otras arquitecturas palatinas, para reforzar la idea de magnitud del poder regio y su extensión inalcanzable, que puede ser ampliada sin limitaciones a través de los miradores o de las arquerías laterales. Fue restaurada en 1930.
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La imagen nos permite observar el sistema de abovedamiento que presenta el edificio de Santa María del Naranco, a base de arcos fajones apeando sobre un muro armado con una arquería ciega, que descansa a su vez sobre haces de columnas con decoración de sogueado. El sistema responde a la tradición constructiva romana y muestra la pervivencia de soluciones arquitectónicas del mundo tardoantiguo a través de la época goda. El edificio, por sus características, podría ser considerado a su vez como protorrománico.
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El arquitecto del Naranco tuvo la libertad necesaria para ejecutar edificios con propósitos meramente estéticos como este palacete con miradores, emplazado en un ambiente natural al estilo de una villa palladiana. Sorprende el tratamiento de la edificación como un volumen de estricta regularidad geométrica, en el que no se deja manifestar la existencia de soportes, techumbres o elementos estructurales que pueden alterar la forma ideal del edificio, que es, sencillamente, la del templo griego y romano. Todo el complejo fue construido en tiempos de Ramiro I y en él también se incluye la iglesia de San Miguel de Lillo.
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La forma general del pabellón real del Naranco, convertido después en iglesia de Santa María, es la de un prisma rectangular alargado con cubierta inclinada a dos vertientes; en el exterior sobresalen a cada lado dos series de cuatro esbeltos contrafuertes verticales con estrías y acanaladuras, en los lados largos se adosan una escalera doble exterior y un pórtico con un mirador.
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Para contrarrestar la juventud con la vejez en el sexo femenino Ribera empleó a la Magdalenay Santa María Egipciaca, respectivamente. Junto al San Juan Bautista y San Bartolomé, forman parte de una serie realizada por el maestro valenciano hacia 1641 en la que se aprecian las dos etapas de la evolución del ser humano.Santa María Egipciaca era cortesana en Alejandría. Con motivo de un viaje a Jerusalén se convirtió al cristianismo, abandonando su profesión y retirándose al desierto de Transjordania para realizar penitencia y ayuno, viviendo 60 años con tres panes que compró gracias a la limosna proporcionada por un desconocido.La santa aparece en el interior de una cueva en actitud orante, elevando su rostro hacia el cielo y dejando ver parte de su anatomía al caer el manto que la cubre. Junto a ella contemplamos un pan seco que es su atributo y una calavera como alegoría de la fugacidad de la vida terrenal, situados ambos elementos sobre una piedra que simboliza la penitencia. La cueva se abre en la zona derecha para permitir la contemplación de un paisaje con un cielo nuboso e iluminación de atardecer.La composición repite el esquema piramidal de San Bartolomé y la iluminación es la más vinculada al tenebrismo, aunque se emplea una luz dorada que crea efectos atmosféricos, en sintonía con la escuela veneciana. El naturalismo vuelve a estar presente tanto en gestos como en calidades, aplicando la materia pictórica de manera más pictoricista al utilizar una factura más rápida, suelta y empastada.
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Santa María Egipciaca era cortesana en Alejandría. Con motivo de un viaje a Jerusalén se convirtió al cristianismo, abandonando su profesión y retirándose al desierto de Transjordania para realizar penitencia y ayuno, viviendo 60 años con tres panes que compró gracias a la limosna proporcionada por un desconocido. La santa aparece en el interior de una cueva que deja ver al fondo alguna referencia a un paisaje montañoso. Ante ella contemplamos el pan duro que se convierte en su atributo y una calavera como alegoría de la fugacidad de la vida. Ribera la presenta de frente al espectador para acentuar de esta manera su espiritualidad. El amplio manto pardo deja ver su hombro y parte de un seno, mostrándose el naturalista cuerpo de una mujer de edad que aún mantiene la belleza de la juventud. Los ojos enrojecidos y la actitud orante refuerzan su gesto penitente, tan característico del Barroco. Si bien Ribera ha utilizado iluminaciones inspiradas en la escuela veneciana, el naturalismo sigue presente como contemplamos en las arrugas del rostro y las manos o los pliegues de la tela, sin renunciar el maestro a captar los gestos y expresiones de un modelo popular. La composición está estructurada a través de una pirámide que aporta monumentalidad al conjunto. A pesar de la limitada gama de color, las pinceladas se aplican de manera fluida y vibrante.
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Santa María Egipciaca será una de las santas más tratadas en los últimos años por los pinceles de Ribera. La santa era cortesana en Alejandría y con motivo de un viaje a Jerusalén se convirtió al cristianismo, abandonando su profesión y retirándose al desierto de Transjordania para realizar penitencia y ayuno, viviendo 60 años con tres panes que compró gracias a la limosna proporcionada por un desconocido. Esa vida de renuncias está perfectamente interpretada por el maestro, captando el dolor en los llorosos y tristes ojos de la mujer. Ribera interpreta a la perfección la emoción y los sentimientos de sus personajes, expresando sus emociones a través de sus rostros y sus gestos, gracias al naturalismo con el que siempre supo tratar a sus protagonistas. Estilísticamente, el maestro recupera una iluminación derivada del tenebrismo aunque la factura sea más fluida y la luz más dorada para crear cierto efecto atmosférico inspirado en los venecianos.
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Al igual que ocurre con la Huida a Egipto y Santa María Magdalena, en esta escena de la planta baja de la Scuola Grande di San Rocco. La pequeña figura de la santa levanta sus ojos del libro que sostiene entre sus manos y dirige su mirada al amplio paisaje, iluminado por la luz lunar que se refleja en el agua del riachuelo y en las cúspides de las colinas. Las largas pinceladas configuran el conjunto, creando en algunas zonas un ambiente empapado de sentimiento religioso.
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La tradición cuenta que esta imagen de Santa María fue hallada por el rey don García en la cueva de Nájera cuando, durante una cacería, perseguía a una perdiz. La Virgen aparece como reina y como madre. Su mirada es dulce y con su mano izquierda aprieta con cariño a su hijo. El gesto, las facciones del rostro, las manos y la vestimenta son elementos que indican una elegancia relacionada con el hieratismo bizantino. La imagen fue restaurada en 1948 por el Instituto Príncipe de Viana.