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Este fresco decora la basílica Inferior de San Francisco en Asís, exactamente en la parte inferior del transepto derecho de la iglesia, en el lugar conocido como el Altar de Santa Isabel. A la izquierda observamos a Santa Isabel, vestida a la manera cortesana como una reina, que mira hacia sus dos acompañantes, más cerca, Santa Margarita que sostiene una pequeña cruz y luego, a su lado, San Enrique de Hungría, el hijo de San Esteban, que lleva en su mano unos lirios. Plásticamente destaca el canon alargado de las figuras, y su tendencia a ocupar todo el marco del cuadro. La gama delicada de los colores es sorprendente, actuando de complementarios el color amarillo de las figuras con el violeta del fondo. Destaca también el alto contenido decorativo de los paños, especialmente los de Santa Isabel, y el magnifico repujado del marco que separa a las figuras y las aureolas que adornan a los santos. El fresco parece exaltar las virtudes de santidad con que se adorna la casa real de Hungría y sus relaciones con la dinastía de los Anjou.
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Santa Justa y Santa Rufina son las patronas de Sevilla y su representación es muy popular en la capital andaluza. Se trata de dos hermanas alfareras que formaban parte de la clandestina comunidad cristiana de Sevilla durante el siglo III. Se negaron a financiar al ídolo local Salambó por lo que fueron condenadas a prisión y martirizadas. Esta es la razón por la que en este cuadro Murillo pinta a una de las santas portando cacharros y con la palma del martirio en la mano. La santa está representada como una joven sevillana del siglo XVII, secularizando la figura que más bien parece tratarse de un retrato profano debido a la belleza, elegancia y sensualidad de la modelo. El tamaño de los dos lienzos ha hecho pensar que se trataría de cuadros de devoción personal, encargados por algún cliente particular. Para el retablo de los Capuchinos de Sevilla pintará Murillo un gran lienzo con las dos santas juntas que tendrá mucha devoción, siendo tomado como inspiración dos siglos después por Goya.
Personaje Religioso
Hijas de un pobre alfarero y miembros de la clandestina comunidad cristiana en la Sevilla del siglo III, se ganaban la vida vendiendo los cacharros que realizaba su padre, de gran calidad por lo que alcanzaron cierta fama. Al negarse a vender sus vasijas para ser utilizadas en ceremonias paganas y rechazar la entrega de un donativo a una imagen del ídolo Salambó, el portador del ídolo destruyó sus cacharros y ellas respondieron derribando la imagen, por lo que sufrieron prisión, martirio y muerte (278), en tiempos del gobernador Diogeniano. Sus cuerpos fueron, al parecer, rescatados por Sabino (luego santo) quien las enterró en el cementerio cristiano, sito que estaban en lo que hoy se conoce en Sevilla como Prado de Santa Justa. Según la tradición, su milagrosa intervención, abrazando la torre para que no se cayera, salvó la Giralda tras el terremoto de 1504. Son las patronas de Sevilla desde tiempos de Fernando III el Santo, quien levantó una iglesia y un monasterio bajo su advocación, al parecer, sobre las mismas cárceles en que las santas sufrieran el martirio.
Personaje Religioso
Perteneciente a una familia noble de Toledo, cuando todavía era una niña fue denunciada por creer en el el cristianismo, por lo que tuvo que comparecer ante el gobernador Daciano. A pesar de las presiones, nunca renegó de sus creencias cristianas, por lo que fue encarcelada y torturada hasta morir. Su sepulcro rápidamente se convirtió en un lugar de culto y allí se levantó una basílica. En esta iglesia posteriormente se convocarían varios Concilios. En el siglo IX, con la invasión árabe, su cuerpo fue trasladado a Oviedo, donde también se encontraba el de San Ildefonso y luego fue llevado a Flandes. Su cuerpo regresó a Toledo en el siglo XVI en pleno conflicto religioso con los Países Bajos.
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Maella recoge el momento en el que el pretor exige a la santa doncella que realice sacrificios a los dioses paganos, recibiendo la lógica negativa. La figura del romano se presenta sobre un pequeño podium, portando el rollo de la ley en su mano derecha y en actitud plenamente condenatoria. Santa Leocadia es acompañada por los soldados; eleva su mirada hacia el cielo donde se aprecia un dorado foco de luz y las figuras de varios querubines. En primer plano nos encontramos al sacerdote que ofrece a los dioses paganos señalando a la estatua junto a varias figuras a ambos lados de la composición, abriendo el centro para contemplar la belleza de la santa. La disposición de la perspectiva ha sido magníficamente estudiada, recurriendo a diferentes planos alejados en profundidad y a arquitecturas a la manera renacentista. La monumentalidad de los personajes, sus vestimentas y los colores empleados están inspirados en el mundo clásico, siguiendo el ideal neoclásico impuesto por Mengs en España. Maella quizá se relacione con el mundo barroco en la iluminación empleada al resaltar las luces doradas para remarcar el efecto sobrenatural. Esta obra, de la que contemplamos un boceto muy acabado, estaba destinada a la decoración del claustro de la catedral de Toledo, concretamente el ala norte, acompañando a la Muerte de Santa Leocadia. La humedad del lugar ha provocado la destrucción casi en su totalidad a los pocos años de la finalización. En este mismo encargo trabajó Francisco Bayeu.
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Carmona comparte con Olivieri y Castro la práctica de un arte cortesano por su participación en la gran empresa escultórica del Palacio Real y sus trabajos en el Real Sitio de San Ildefonso de La Granja, pero le diferencia de ellos su conocimiento de la imaginería tradicional en sus variedades regionales como podemos observar en esta imagen de la santa, de curiosa iconografía y cuidada policromía, mostrando en su túnica el estampado de las telas de la época.
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Este sensacional retablo procede de la ermita de Arcabell, en las cercanías de la localidad ilerdense de Estimariú - de donde procede el nombre de su autor-. El retablo se dedica a Santa Lucia, poniendo el autor de manifiesto los rasgos que definen su estilo: la monumentalidad y el abuso de la línea característicos del franco-gótico junto a ciertos elementos tomados del Trecento como la elegancia y la ingenuidad de las escenas o los personajes.
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Posiblemente pareja de Santa Apolonia, formaba parte de una serie dedicada a santas y vírgenes. La leyenda de Lucía, cuyo nombre significa "luz", nos habla de su vida en el siglo IV, todavía bajo el agonizante Imperio romano. Lucía era hija de una familia noble y estaba prometida. Convertida al cristianismo, se erigió en su defensora, llegó a curar milagrosamente a su madre enferma, recibió las apariciones de Santa Águeda y dedicó toda su fortuna a repartirla entre los pobres. Esto hizo que su prometido la odiara y llegara a denunciarla ante los agentes del emperador Diocleciano, quien realizó varias campañas de persecución contra los cristianos. Fue juzgada y condenada a ejercer la prostitución pero ante su negativa se la torturó y degolló. La tradición quiere creer que el atributo de su suplicio, los ojos, se debe a que le fueron arrancados por sus verdugos, o a que se los arrancó ella misma para enviarlos a su prometido y alejarlo de ella. Sea como fuere, la forma típica de representar a la santa es portando en una bandeja o ensartados en una vara sus dos ojos. En el lienzo de Zurbarán, Lucía los lleva como si fueran una ofrenda, mientras que en la otra mano porta su hoja de palma. Está vestida tan lujosamente como su compañera Apolonia, a la moda de la Venecia del siglo XVI, y no como se debían vestir las rígidas damas españolas del XVII.
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Comparada con la Santa Lucía que Zurbarán pintara años atrás y que hoy se expone en el Museo de Chartres, esta imagen sale perdiendo. Se trata evidentemente de una obra de taller, aunque imita y emula los modelos que el maestro proponía a sus pintores. Las características principales de la obra son similares a las comentadas en la Santa Catalina que forma parte del mismo conjunto.
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La obra de Zurbarán no siempre fue pintada exclusivamente por el maestro. Como podemos apreciar en este caso, la intervención de pintores secundarios de su taller fue abundante, especialmente cuando se trataba de obras estereotípicas, que la clientela religiosa de la Sevilla del siglo XVII solicitaba con relativa frecuencia. Entonces, los modelos establecidos por el pintor jefe, en este caso Zurbarán, se seguían con fidelidad. Pero la ejecución y la calidad no siempre podían ser imitadas, lo cual se comprueba si comparamos las diferencias entre esta santa y la Santa Lucía del Museo de Bellas Artes de Chartres.