<p>El 20 de abril de 1653 Vermeer se casa con Catherina Bolnes, hija de Maria Thins, ambas de religión católica. Este matrimonio ha hecho pensar a numerosos expertos que el pintor se convertiría al catolicismo, a pesar de que no existan pruebas que avalen esta hipótesis. Esta Santa Práxedes fue exhibida por primera vez en público en el Metropolitan Museum de Nueva York en 1969 pero atribuida al pintor florentino Felice Ficherelli. La obra sería considerada Vermeer en 1986, lo que ha servido a algunos especialistas para defender la conversión al catolicismo del pintor ya que está fechada en 1655. Santa Práxedes era una cristiana romana del siglo II, reverenciada por cuidar de los cadáveres de los mártires caídos por defender su fe. Ella y su hermana santa Pudenciana, que puede ser contemplada en el edificio del fondo, eran seguidoras de su padre, Pudens, discípulo de san Pablo. La santa aparece en esta escena arrodillada, escurriendo la esponja con la que ha limpiado el cadáver decapitado de un mártir que aparece en segundo plano. Su cándida mirada baja se dirige hacia la sangre que cae en una crátera ubicada sobre unas piedras. El intenso color rojo del vestido de la santa es una alusión al martirio, contrastando con el blanco de los puños y el escote y el azul del cielo. La aplicación del color recuerda a Cristo en casa de Marta y María, mientras que la iluminación está tomada de Caravaggio al provocar intensos contrastes lumínicos, si bien también hallamos referencias al clasicismo de los Carracci. Algunos especialistas dudan de la atribución a Vermeer y especulan que el lienzo fue pintado por Jan van der Meer de Utrecht, por lo que la firma que aparece en el cuadro -"Meer 1655"- sería perfectamente adecuada a este artista. Sin embargo, los argumentos para la atribución a Vermeer son mayores. Montias considera que este lienzo se debe a un encargo de los jesuitas de Delft ya que se trata de un motivo iconográfico que corresponde a la comunidad católica y especialmente a la Orden de Jesús.</p>
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Personaje
Religioso
Tradicionalmente se le atribuye ser testigo de numerosas apariciones de la Virgen y la capacidad de obrar milagros, lo que pronto congregó multitudes a su alrededor y fue utilizado por la Iglesia como ejemplo para la conversión y elemento devocional popular. En 1663 Clemente IX la beatificó como patrona del Perú, siendo canonizada en 1672.
obra
El 15 de abril de 1668 fue canonizada Santa Rosa de Lima, hecho de gran resonancia al ser la primera santa de origen americano. En Sevilla causó un profundo impacto ya que las relaciones con Perú eran muy estrechas gracias a los monjes y monjas dominicos. Angulo considera que la obra estaría relacionada con el ingreso de Francisca María, única hija de Murillo, en el convento dominico de la Madre de Dios durante 1671. La santa aparece en el jardín del convento, en el momento que se le aparece el Niño Jesús, sentándose sobre la labor que realizaba la monja para sustentar a sus ancianos padres. El Niño le ofrece un puñado de rosas al tiempo que la elige como esposa por lo que sale de su boca un letrero en latín que dice: "ROSA CORDIS MEI TV MIHI SPONSA ESTO". Junto al cesto hallamos un libro, posiblemente una de sus lecturas. Al fondo se aprecian las arquitecturas que aluden al edificio conventual, anticipadas por un seto con rosas y un árbol. Una vez más destaca el gesto de la santa, recogiendo el pintor la intimidad contemplativa de Santa Rosa hacia el Niño, consiguiendo Murillo uno de los mejores modelos espirituales de su producción. Posiblemente el pintor sevillano se ha inspirado en una serie de composiciones sobre la santa que realizó el romano Lazzaro Baldi, no directamente sino a través de un grabado de Thiboust. Los especialistas se basan en la similitud del idealizado rostro de la santa con el representado en la estampa. Una luz dorada baña a los dos personajes, creando un espectacular efecto atmosférico que no permite renunciar al naturalismo con el que Murillo detalla la cesta, el libro, el rosario o el hábito de la monja.
obra
Una más de las santas que adornan las vidrieras de la capilla de San Fernando en París, siguiendo modelos del Quattrocento. Acompaña a San Antonio, San Luis y San Rafael entre otros.
obra
Durante 1624, Van Dyck se traslada a Sicilia por expresa invitación del virrey español. En julio de ese mismo año se descubren en una gruta de la isla los restos mortales de Santa Rosalía, patrona de Palermo, avivándose el culto popular por la santa. Todo el mundo se encomendará a ella como intercesora ante las continuas plagas de peste que azotaban la zona. Esto motivó un aumento de las imágenes de la santa, por lo que Van Dyck va a recibir como encargo la realización de esta obra, una preciosa imagen de Santa Rosalía, cuyo rostro destaca por su belleza, que eleva la mirada hacia el cielo y coloca su mano derecha sobre el pecho y la izquierda sobre la calavera - símbolo del desengaño de las hermosuras -. Un querubín, en la esquina superior izquierda, porta una corona de rosas que alude al nombre de la santa y a su virtud. Van Dyck no se aleja de la típica composición barroca, emplea una diagonal que va de derecha a izquierda, destacando también la verticalidad que marca con la mirada. La iluminación procede de la izquierda y se centra en el rostro y en la mano, dejando el resto en semipenumbra. Se puede apreciar, por lo tanto, la influencia del clasicismo barroco italiano gracias al contacto con la pintura de Annibale Carracci.
obra
Entre 1660-1670 Murillo realizará sus obras más importantes por lo que es considerada la época de esplendor. En estas fechas pintará dos cuadros de las santas más veneradas de la ciudad de Sevilla: Santa Justa y santa Rufina. Debido a su tamaño posiblemente se trate de dos cuadros destinados a la devoción particular lo que permite al artista eliminar algunas notas divinas y convertir a ambas figuras en personajes populares, representándolas como dos bellas y elegantes damas de la Sevilla barroca. Las dos mujeres eran hijas de un alfarero y formaban parte de la comunidad cristiana en el siglo III. Al negarse a realizar donaciones al ídolo Salambó fueron apresadas y condenadas a muerte tras sufrir martirio. Esa es la razón por la que aparecen con vasijas en las manos y una palma. Santa Rufina vista un elegante traje de color verde con mangas blancas y manto rojo. Unas pulsera de cuentas rojas adornan sus muñecas, creando una sintonía cromática con el lazo del pelo y el del vestido. La santa dirige su tierna mirada hacia el espectador, destacando sus grandes y bellos ojos oscuros. La luz dorada crea una excelente sensación atmosférica reforzada por la rápida pincelada aplicada, acercándose con este estilo a la escuela veneciana. Murillo realizó un cuadro para el retablo de los Capuchinos de Sevilla en el que aparecen las dos santas juntas.
contexto
La primera iglesia de la Sabiduría Divina, Santa Sofía, fue fundada por Constantino y fue consagrada el año 360, pero se incendió en el 404. Era una basílica con techumbre de madera y había sido concebida de manera ambiciosa, por lo que no es de extrañar que para su dedicación, el emperador hiciese "muchas ofrendas, a saber, vasos de oro y plata de grandes dimensiones y muchas cubiertas para el santo altar tejidas con oro y piedras preciosas, y además varias cortinas doradas para las puertas de la iglesia, y otras de tela de oro para las puertas exteriores", relata el "Chronicon Paschale". De la segunda Santa Sofía, consagrada el año 415, se conserva únicamente parte del pórtico después de ser víctima de la insurrección Nika. La revuelta del año 532 destruyó no sólo la catedral sino también la iglesia de Santa Irene, las termas de Zeuxippo y una parte del Palacio Imperial, ofreciendo a Justiniano la oportunidad que buscaba. Seis semanas más tarde se iniciaron las obras que prosiguieron durante cinco años, once meses y diez días, hasta ser consagrada el 26 de diciembre del año 537. Desde entonces los elogios no han dejado de prodigarse, habiendo sido considerada unánimemente como paradigma del poderío bizantino, encarnando a la vez la idea imperial y el culto cristiano. El espacio que ocupa en la ciudad, coronando la colina de la primera Bizancio y junto al Palacio Imperial, no hace sino reforzar el significado apuntado. Para la realización de la obra, Justiniano se dirigió a dos arquitectos: el lidio Antemio de Tralles y el jonio Isidoro de Mileto, entendidos en estática y cinética y versados en matemáticas. Era corriente que las realizaciones monumentales fueran firmadas por dos técnicos. En realidad, se acudía, por un lado, a un teórico que establecía el plan sobre el que se iba a regir el edificio y, por otro, a un ingeniero que daría cuerpo a esta idea. Según Procopio, Antemio era el teórico e Isidoro el técnico y de ambos tenemos alguna noticia. Antemio procedía de un ambiente profesional; su padre era médico, como uno de sus hermanos, y según Agatias, debía tener conocimientos de pintura y escultura, lo que reforzaría su autoridad en lo relativo a las decoraciones de sus edificios. Era un experto, sin embargo, en geometría descriptiva. Isidoro era autor de una edición comentada del segundo libro de Arquímedes, dedicado a la esfera y al cilindro, y de un comentario al tratado de abovedamiento de Herón. Además, había enseñado estereometría en las universidades de Alejandría y Constantinopla. Ambos dominaban unos conocimientos teóricos que podrían aplicarse a la construcción, incluso en el caso de un sistema de abovedamiento tan complicado como el de Santa Sofía. En este sentido, la realización de esta obra puede considerarse como el testamento de las ciencias desarrolladas durante el helenismo y que tiene su canto de cisne con Isidoro el Joven. A partir de aquí, la arquitectura se modificaría profundamente, pasando de las formas calculadas a las estructuras experimentales y realizadas a la estima. La escala de construcción se reduce notablemente y se asiste a una rápida transición que conduce de la Antigüedad a la Edad Media. Santa Sofía vendría a suponer, en consecuencia, la última creación de la arquitectura antigua. Y aunque los conocimientos técnicos explican la edificación de Santa Sofía, el resultado fue tan extraordinario, que no se dejó de incluir la intervención divina. Entre los arquitectos demasiado humanos y un dios demasiado lejano -Dragon-, fue preciso un intermediario: el emperador, iniciador del proyecto y suministrador de los fondos. Este emperador estaba necesariamente inspirado por Dios, que habría comunicado el proyecto a Justiniano por medio de un ángel. El diseño no tenía antecedentes próximos. Está constituido por elementos corrientes en la época y familiares desde el Bajo Imperio: la planta basilical y la rotonda que, combinados, dieron como resultado un edificio nuevo, asentado sobre la cúpula y su sistema de contrarresto; sistema que contaba con dos semicúpulas dispuestas en el eje longitudinal del espacio, es decir, en el este y en el oeste; semicúpulas que descansan a su vez en dos pequeños nichos dispuestos en diagonal respecto al eje. La solución adoptada era completamente original al rechazar tanto las filas de columnas que separaban las naves de la basílica como las estructuras con deambulatorios concéntricos. Idearon un sistema audaz, capaz de dar una respuesta adecuada a un recinto de grandes dimensiones, un recinto de más de 1.000 metros cuadrados con una cúpula de 31 metros de diámetro y que no se apoya sobre muros sólidos sino que está suspendida en el aire. Es verdad que la del Panteón tiene 44 metros de diámetro, pero la formidable estructura de apoyo está ausente por completo aquí. El plano de cimentaciones fue llevado a cabo con toda exactitud y todos los elementos principales de apoyo, es decir, los pilares, fueron construidos con piedra que, aunque era caliza, no quedaba sujeta a la contracción y elasticidad del ladrillo con mortero. La estructura exterior, cuya función estática era secundaria, se hizo bastante delgada, pero aún en ella se utilizaron grandes bloques de piedra hasta una altura de unos siete metros. Sobre los pilares principales, que determinan un cuadrado de 44 metros de lado, se tendieron cuatro grandes arcos, los de los lados norte y sur embebidos en los muros laterales de la nave y apenas perceptibles desde el interior, pero fuertemente marcados en el exterior por encima del tejado. Sobre los vértices de los arcos y las cuatro pechinas irregulares que los unen, se alza la cúpula principal, una concha gallonada por cuarenta nervios y cuarenta plementos curvos, reforzada en el exterior mediante cuarenta nervaduras cortas, colocadas a estrechos intervalos y que enmarcan pequeñas ventanas. Para contener los empujes centrífugos de la cúpula, Antemio e Isidoro adoptaron una solución distinta para el eje este-oeste que para el norte-sur. De este modo, dispusieron delante y detrás de la cúpula central dos semicúpulas del mismo diámetro que la principal y que descansan, a su vez, en dos pequeños nichos, conformando un sistema de contención coherente y eficaz. En el eje transversal la solución es distinta; remite a muros tímpanos horadados que coronan un juego de arcadas apoyadas en columnas en los dos pisos. En el piso bajo, cuatro enormes fustes forman visualmente una especie de velo que define el espacio; en el superior, las seis columnas sostienen el tímpano, produciendo una impresión de notable ligereza. Detrás de estas columnatas, tanto en el lado norte como en el sur, se extienden dos galerías superpuestas, cubiertas con bóvedas de aristas. Allí, dos poderosos pilares sirven para contrarrestar los empujes de la cúpula central. La construcción, en cualquier caso, no estuvo exenta de dificultades y de ellas nos habla Procopio. Cuando se estaba construyendo el arco principal oriental, pero aún no se había llegado á la clave, los pilares en los que se apoya comenzaron a inclinarse hacia afuera -su inclinación actual es de 0,60 metros-. Los arquitectos expusieron el problema al emperador, quien les sugirió terminar el arco de modo que se mantuviese por sí solo. Los arcos meridional y septentrional, por otro lado, ejercían tanta presión sobre los muros de los tímpanos subyacentes que las columnas empezaron a desconcharse. De nuevo el emperador intervino y ordenó la demolición de los muretes bajo los arcos, hasta que éstos se hubieran secado por completo. Los ejemplos mencionados, ponen de manifiesto cómo el edificio se deformaba a medida que se iba construyendo, de manera que cuando se llegó a la base de la cúpula, el espacio a cubrir se había extendido más de lo planeado. Sin embargo, la cúpula, construida con ladrillos puestos de canto unidos con gruesos lechos de mortero al objeto de conseguir una mayor ligereza, fue terminada finalmente, aunque no duró más de 20 años. Resquebrajada por una serie de terremotos que sacudieron a la capital entre 553 y 557, se hundió definitivamente en el año 558. Por recomendación de Isidoro el Joven, los arcos meridional y septentrional fueron ensanchados progresivamente por el intradós, desde las impostas hasta la clave, de modo que el espacio central se aproximara más al cuadrado, elevándose la cúpula, el año 563, hasta los 56 metros de alto -desde los 51 originales-. Y aunque fue necesario efectuar algunas reparaciones -por ejemplo, en octubre del año 975, la semicúpula occidental se vino abajo por un terremoto, por lo que hubo de ser restaurada por Basilio II- y algunos añadidos como los minaretes obstaculizan la visión de la curva de la cúpula, el diseño de Isidoro el Joven no fue alterado sensiblemente. El recinto se completaría con un gran atrio al oeste, que daba paso a un exonártex y a un nártex, alcanzando así finalmente una superficie total de más de 10.000 metros cuadrados. El exterior es muy pesado y siempre lo fue, pues estaba sobrecargado de edificios de toda índole, aunque domina la ciudad y los volúmenes se acumulan hasta alcanzar la cúpula. Con esta visión, el visitante accedía al atrio para verse encerrado por pórticos, donde alternaban rítmicamente dos columnas por cada pilar. Sólo después de superar una de las cinco puertas de ingreso, veía la nave revelarse ante él, con su enorme cúpula y sus semicúpulas, empezando entonces a captar el dilatado espacio que en el exterior no era comprensible más que a medias.
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La revuelta popular que se produjo en Constantinopla en el año 532 acabó con la destrucción, entre otros edificios, de la catedral de Santa Sofía. Justiniano no dudó en edificar una nueva catedral, eligiendo para ello a los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto. Las obras duraron cinco años, once meses y diez días, siendo consagrado el templo el 26 de diciembre del año 537. Justiniano dijo en aquella ocasión: "Salomón, te he vencido" aludiendo a que con esta nueva iglesia había superado el famoso templo de Jerusalén edificado por el rey israelí. El diseño no tenía antecedentes próximos ya que mezcla la planta basilical -formada por un rectángulo de 77 metros por 72- y la rotonda, combinación que da como resultado un edificio asentado sobre la cúpula, elemento central del edificio. La cúpula de 31 metros de diámetro contrarrestaba sus empujes laterales a través de dos bóvedas de cuarto de esfera, cuyos empujes son a su vez recibidos por otras cuatro menores de igual forma y dos bóvedas de cañón en las naves laterales. Los diversos empujes se contrarrestan al tiempo con gruesos estribos en los que se alojan las escaleras. El acceso se realiza por un atrio, un exonartex y un nartex. En el alzado podemos contemplar las tres naves y los dos pisos de arquerías sobre columnas, aportando mayor ligereza a la construcción. Cuatro arcos sobre pilares soportan toda la estructura de la enorme cúpula, que se asienta sobre pechinas. Esta cúpula se eleva hasta los 65 metros de altura y está reforzada por 40 nervios, entre los cuales observamos ventanas que permiten una mayor luminosidad en el templo, al igual que las ventanas de los arcos y las paredes laterales. Bóvedas y cúpula están cubiertas de mosaicos mientras que las paredes se revisten con zócalos de mármol, material que también se empleó para las columnas.
obra
Ana de Orbea, condesa de Oñate y tía del ilustre monje Juan de Orbea, fundó en el monasterio del Carmen Calzado de Valladolid una capilla dedicada a Santa Teresa; la imagen de la santa fue obra de Fernández en 1624. Del maestro salió su definitiva efigie, la que todos conocemos: como doctora, con la pluma suspensa recibiendo la inspiración, el hábito marrón y un extremo del manto alzado en el aire, como si lo elevara la pujanza de lo que es revelado a la santa.