Pequeña población de pescadores del Cantábrico, a los pies del Monte Urgull, habrá que esperar hasta el año 1014 para que aparezca la primera referencia escrita sobre esta localidad. Ese año, el rey Sancho III el Mayor de Navarra hace redactar un diploma por el cual la población es entregada en donación al monasterio de Leire. A finales del siglo XII, Sancho VI otorga el Fuero de Estella, documento a partir del cual se fomenta el crecimiento de San Sebastián como salida marítima de Navarra. Los privilegios son confirmados por el rey Alfonso VIII en el año 1200, época en la que pertenece al reino de Castilla. El desarrollo de la economía lanar castellana impulsa a San Sebastián como puerto de salida de este producto hacia los puertos del norte de Europa. También se favorece la construcción de barcos. Ambas actividades, comercio y astillero, impulsan la economía de la ciudad, que crece considerablemente en las centurias siguientes, más aún tras el descubrimiento de América, labor para la que será creada, en el siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. La cercanía a Francia hará que San Sebastián -Donostia, en euskera- se encuentre en el centro de las disputas franco-españolas. Entre los años 1476 y 1512 se producen varios asedios, en los que la población es sometida a una dura prueba. En recompensa a su resistencia, Carlos V le concede el título de "muy noble y leal", aunque no será hasta el año 1662 cuando obtenga sus propios fueros. En 1808 San Sebastián es ocupada por las tropas de Napoléon, quienes permanecieron en ella hasta 1813. Los ejército anglo-portugueses, mandados por Wellington, echaron a los franceses, pero la ciudad quedó asolada. Reconstruida de nuevo, a mediados del siglo XIX será el lugar elegido para el asueto de la alta aristocracia y burguesía españolas. La llegada de la reina Isabel II en 1845, para curarse de una afección cutánea en las aguas del Cantábrico, hará que con ella se desplace la corte, costumbre que se repetirá cada verano. Y con la corte, llegan nuevas posibilidades económicas y un aumento de su población que, como en otros casos, se traduce en el derribo de las viejas murallas para construir nuevos barrios. Las nuevas construcciones se realizaron siguiendo la corriente modernista que imperaba en la época, y a San Sebastián llegaban nuevas invenciones como el tranvía, el alumbrado eléctrico o el teléfono. El desarrollo de San Sebastián continuó en las décadas siguientes, sin perder su carácter cosmopolita y abierto, aunque ciertamente algo elitista. Fruto de esto fue la construcción del Hotel María Cristina, del Teatro Victoria Eugenia o del Casino, desde 1947 ocupado por el Ayuntamiento. También siguió su crecimiento demográfico y así, si en 1880 contaba con 20.823 habitantes, en 1995 ya eran 65.930 las almas que poblaban sus calles y edificios. La industrialización de la década de los 60 del siglo XX afectó también a San Sebastián. La ciudad acogió una buena cantidad de población inmigrante del campo, creciendo en desorden. En la década de los 90 se intentó atajar el caos urbanístico con un Plan General que ha logrado hacer una ciudad más habitable y dotada de personalidad propia. El Centro Kursaal, de Rafael Moneo, o la rehabilitación de la Parte Vieja, entre otras actuaciones, han conseguido abrir San Sebastián a la modernidad sin perder de vista su tradición cultural. Además de los monumentos citados, hay que nombrar a las iglesias de Santa María del Coro, de construcción románica reformada en el siglo XVI y la de San Vicente (XVI); el Monasterio de San Telmo (XVI); el Convento de Santa Teresa (XVII); el Castillo de Santa Cruz de la Mota o El Macho, medieval, ampliado en el siglo XVI; la Catedral del Buen Pastor, construcción del siglo XIX debida a Manuel de Echave, o el Palacio de Miramar, edificado según un proyecto de 1888 y residencia estival de la monarquía española.
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La irracionalidad del ser humano se puede apreciar perfectamente en esta maravillosa imagen de El Greco. Siempre se ha considerado que este San Sebastián está cortado en dos partes debido a una herencia. El reparto de la obra de arte fue significativo: para una de las partes la zona superior y para otra la inferior, destrozando un cuadro de enorme calidad. La parte superior ingresó en el Museo del Prado en 1959 como regalo de una noble dama. Tres años después se encontraron unas piernas que encajaban perfectamente con el busto de San Sebastián, resultando la obra que aquí se contempla. San Sebastián está en primer plano, atado a un árbol y recibiendo las saetas que llegan de diferentes direcciones con gesto de consentimiento y ternura. Eleva su mirada hacia Dios, asumiendo su martirio. Tras él contemplamos un cielo tormentoso que se cierne sobre la ciudad de Toledo. La vista de esta villa al fondo fue empleada por Doménikos en varias ocasiones - San Martín y San José - recurriendo siempre a la misma fórmula: la figura se sitúa en un pequeño espacio de terreno y, como si se tratase de un precipicio, tras ella contemplamos a lo lejos la ciudad, tratada en tonos verdes y azules grisáceos, creando una sensación fantasmal o cuando menos dramática. La figura es muy alargada, como acostumbra el pintor en los últimos años, estilizando los músculos al máximo y dando la impresión de estar inconclusa. El fuerte foco de luz incide con tanta fuerza en el santo que casi se suprime el color de la carnación, convirtiéndose en blanco, igual que ocurre en el Laocoonte. Las sombras se distribuyen por el cuerpo, en el que se aprecia un lejano eco de Miguel Ángel. Sin duda, el objetivo de El Greco es mostrar a través de sus imágenes la espiritualidad del catolicismo contrarreformista; mirando el rostro del santo, se puede decir que lo ha conseguido con creces.
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La figura de san Sebastián será una de las más representadas durante el Renacimiento debido a su papel como intercesor ante la peste, que asolaba con enorme frecuencia Europa, provocando miles de víctimas. Además, era una excusa perfecta para mostrar la anatomía masculina al ser uno de los escasos semidesnudos permitidos. El santo ha sido atado a una columna clásica, delante de unos arcos y un muro en ruinas, hallándose restos por el suelo. La bicromía de las baldosas sirve para crear la perspectiva, reforzada por el paisaje que contemplamos al fondo en el que se aprecia un camino en cuesta y una ciudad tras un río, paisaje de clara reminiscencia flamenca. La figura exhibe la monumentalidad escultórica que caracterizará la pintura de Mantegna, al igual que los escorzos o el punto de vista bajo empleado para otorgar grandiosidad. San Sebastián eleva su mirada al cielo solicitando clemencia tras recibir una lluvia de flechas que milagrosamente no acabarán con su vida, siendo posteriormente decapitado. El foco de luz procedente de la izquierda resbala sobre el cuerpo del santo, acentuando el volumen y la torsión de la figura, en un alarde técnico que recuerda a la Escuela veneciana del Quattrocento. La musculatura de su torso es aún muy somera, acentuando los abdominales y las costillas. La influencia de la escultura de Donatello está presente, al igual que el interés del maestro por mostrar su erudición arqueológica mostrando la decoración y la construcción de la Antigüedad clásica.
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La relación de Ribera con los virreyes de Nápoles fue bastante estrecha a lo largo de toda su vida. El primer contacto lo estableció con don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, convirtiéndose el noble en uno de los más firmes defensores del artista español y en uno de sus mejores clientes. Este San Sebastián que contemplamos fue propiedad del duque, siendo a su muerte donado a la Colegiata de Osuna por su viuda, doña Catalina Enríquez de Ribera, al igual que el San Jerónimo, el San Pedro penitente, el San Bartolomé y el Calvario. San Sebastián es uno de los santos más solicitados desde la Edad Media ya que tenía una importante devoción popular al ser intercesor ante la peste. Los artistas sentían una especial admiración por él ya que les permitía desarrollar estudios anatómicos al presentarse siempre en el momento del martirio, cuando recibió un buen número de saetas de sus torturadores pero no falleció. Ribera sitúa al santo al aire libre, contemplándose un fondo de Paisaje similar al empleado en la Vista. A pesar del acentuado efecto lumínico empleado, con el que se crea un intenso contraste de luces y sombras tomado de Caravaggio, esta imagen nos muestra el continuo contacto de Ribera con la escuela boloñesa liderada por Carracci, especialmente su admiración por Guido Reni y los modelos de la antigüedad clásica en los que está directamente inspirado el santo. La posición del modelo parece derivar de una escultura griega, abriendo los brazos para recibir las flechas por lo que en su gesto no encontramos dolor sino que parece que el martirio es recibido con satisfacción. La expresión del rostro cambió a la largo de la ejecución según se ha constatado en las radiografías realizadas, estudiando las modificaciones a lo largo que avanzaba el trabajo. El resultado es una obra de gran calidad y belleza clásica en la que Ribera se manifiesta como un artista en busca de un estilo particular.
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La veneración a san Sebastián durante el Renacimiento y el Barroco vendrá motivada por su protección ante la peste, plaga que arrasaba periódicamente los pueblos y las ciudades de Europa cobrándose un elevado número de víctimas. El santo mártir será representado en multitud de ocasiones, eligiéndose el momento de su martirio, durante la lluvia de flechas con la que fue castigado. Mantegna realizó al menos tres representaciones a lo largo de su carrera, distribuidas por diferentes museos, en las que podemos apreciar su evolución pictórica. Este que contemplamos está fechado hacia 1490-1493, encontrándose una importante diferencia con el más conocido del Louvre: el maestro ha suprimido los elementos arquitectónicos y anecdóticos para mostrar la figura del santo recortada sobre un fondo oscuro, con el fin de no distraer nuestra atención. San Sebastián continúa con su aspecto escultórico y monumental pero ahora se presenta más escorzado e incluso con mayor expresividad, eleva su mirada hacia Dios y muestra cierto gesto de dolor en su rostro. Las saetas se distribuyen en todas las direcciones posibles, creando el efecto de profundidad, reforzado por el pie izquierdo del santo que parece proyectarse hacia el espectador. La iluminación y el punto de vista bajo otorgan a la imagen una soberbia grandiosidad, como si fuera una estatua que ha recobrado la vida. La obra quedó en el taller del maestro cuando éste falleció, especulándose con que estuviera destinada al cardenal Segismondo Gonzaga. El paño de pureza que oculta las zonas íntimas del santo fue retocado y ampliado, bien por el propio Mantegna o por algún ayudante al no ser del agrado del cliente, que añade una dosis más elevada de moral a esta estatua clásica.
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Las continuas epidemias de peste que asolaban Europa durante el Renacimiento convirtieron a San Sebastián en uno de los santos más representados. Otra de las razones sería la posibilidad de estudiar la anatomía masculina tal y como aquí observamos, un lienzo que se encontraba en el taller de Tiziano a su muerte el 27 de agosto de 1576.El particular estilo de esta obra, caracterizado por las pinceladas tremendamente fluidas y la economía del color, ha hecho que numerosos especialistas la consideraran como un estudio preparatorio o una obra inconclusa. Su comparación con trabajos de la última etapa del artista veneciano como el Desollamiento de Marsias, la Coronación de espinas de Munich o la propia Piedad han situado esta tela en su adecuado lugar, como una obra finalizada en la que el artista pone de manifiesto su último estilo identificado como "impresionismo mágico". Sin duda, esta espectacular obra supone la culminación de la carrera artística del genio de la luz y el color, cuya influencia dejará tanta huella en el arte de las siguientes generaciones, especialmente en la figura de Rubens.
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Las influencias de Perugino son aun notables en esta tabla que contemplamos protagonizada por san Sebastián, uno de los santos más pintados del Renacimiento ya que será el intercesor ante la peste. Habitualmente el santo aparece desnudo, siendo una recurrente excusa para representar la anatomía masculina pero en esta ocasión lo encontramos vestido con una bordada túnica oscura y un manto rojo como símbolo de martirio. Esta virtuosa representación de los detalles es una clara muestra de la influencia de Perugino, su maestro, al igual que el rostro ovalado, la amanerada posición de la mano que sostiene la flecha, situándose en escorzo, o el paisaje del fondo. Rafael se va apartando ligeramente de los modelos de su maestro para tomar un camino personal en el que las diversas influencias originarán un estilo exclusivo, uniendo bajo su poderosa personalidad todo tipo de elementos ajenos.
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Tras ser martirizado por una lluvia de saetas, San Sebastián fue atendido y curado por las santas mujeres, momento que recoge Ribera en este espectacular lienzo de gran sintonía con el Calvario de Osuna y el San Sebastián de esa misma colegiata. Los personajes se recortan ante un fondo neutro que impide contemplar cualquier referencia paisajística. El Santo está tumbado, con el brazo derecho aún atado al árbol donde sufrió el martirio, brazo al que dirige su mirada. Las santas mujeres le quitan las saetas y proceden a aplicarle el sanador ungüento que llevan en el tarro. En la parte superior izquierda contemplamos a dos angelitos que portan una corona y una palma. Las figuras muestran un sensacional escorzo, especialmente el santo, adaptándose al reducido marco que les proporciona la tela. La luz crea un espectacular contraste tenebrista que dota de mayor tensión y emotividad al conjunto, resaltando el naturalismo con el que Ribera trata tanto los gestos y las expresiones como los detalles de las ropas o las actitudes. La influencia de Caravaggio en el tratamiento lumínico, el dramatismo o las tonalidades oscuras utilizadas se compensa con el perfecto estudio anatómico del santo, inspirado en el clasicismo de Guido Reni, por el que Ribera siempre mostró su admiración.Casi con total seguridad se trata del lienzo que Felipe IV mandó llevar a El Escorial en 1656, junto con un buen lote de pinturas, procediendo Velázquez a su organización y distribución en las salas del Monasterio. Con la invasión napoleónica fue llevado a Madrid y regalado por el rey José I al Mariscal Soult, gran amante de la pintura española, en especial de las obras de Murillo.
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Partiendo de un estilo manierista tardío, Pacheco evolucionó en sus obras gracias a un viaje por tierras de Castilla realizado en 1611, visitando Madrid, El Escorial y Toledo donde se relacionó con El Greco. El contacto con obras del Renacimiento italiano provocó un avance en su pintura como observamos en esta escena, destruida durante la guerra civil española y ejecutada para una cofradía de caridad del Hospital de Alcalá de Guadaira. Pacheco presenta una composición con buenas dosis de innovación ya que combina una escena interior con otra exterior. En una habitación, tendido sobre una cama en un pronunciado escorzo, encontramos a San Sebastián, recuperándose de las heridas que le produjeron durante su martirio - que se exhibe en el fondo, enmarcado tras la ventana, siguiendo un grabado flamenco - al ser atendido por santa Irene, quien le proporciona una taza de caldo con hierbas medicinales, espantando las moscas con una ramita. El santo se lleva la mano izquierda al pecho en gesto de agradecimiento. En primer plano encontramos las ropas del santo, ejemplo del incipiente naturalismo que se empezaba a apreciar en Sevilla. Sin embargo, el estilo rígido y frío que caracteriza las obras de Pacheco en su juventud sigue presente en esta imagen, especialmente en los pliegues de los ropajes que otorgan cierto aspecto escultórico a las figuras. La perspectiva creada por la sucesión de planos y el escorzo de San Sebastián son dignos de elogio.
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San Sebastián es un santo de gran devoción popular, puesto que se le considera patrono de los enfermos. Georges de la Tour era de la región francesa La Lorena, que había sufrido terribles epidemias a lo largo del siglo XVII, de ahí el fervor que los fieles y el propio pintor sentían por San Sebastián. De la Tour pinta la escena con su habitual tenebrismo adaptado de Caravaggio. El santo, un soldado romano martirizado por sus compañeros al descubrirse sus creencias cristianas, es atendido de sus heridas por la viuda Irene. El cuerpo de San Sebastián destaca como el terciopelo, suave y cálido. San Sebastián era el prototipo de belleza masculina en la pintura religiosa. Toda la escena está iluminada irregularmente y con grandes contrastes producidos por la antorcha que porta Irene. De la Tour era muy aficionado a estos efectos provocados por la luz del fuego, que suele incluir en la mayor parte de sus obras.