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San Roque es uno de los santos protectores de la peste, epidemia que desde la Edad Media venía asolando los países europeos con cierta frecuencia por lo que sus poblaciones se encomendaban a estos santos para buscar la necesaria protección. El santo se nos muestra con su inseparable perro y portando un bastón en la mano derecha. La figura se recorta ante un fondo neutro, recibiendo un potente impacto luminoso procedente de la izquierda que sirve para destacar el rostro y las manos, fundiendo todo el conjunto en un efecto tenebrista de inspiración caravaggiesca. El naturalismo que define el estilo de Ribera se hace patente en las manos, el rostro o la cabeza del perro, dando la impresión de estar tomados directamente del natural.
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Entre 1474 y 1476 Antonello da Messina se halla en Venecia realizando una serie de obras claves para su producción; entre ellas destaca el San Sebastián, considerada su obra maestra. La figura del santo se presenta en primer plano, atada a un árbol, perfectamente modelada y vista desde un punto de vista bajo que recuerda a Mantegna. Tras él hay todo un sensacional desarrollo arquitectónico con el que aporta la perspectiva, uniendo edificios característicos de Venecia con elementos clásicos como una base de columna. Numerosas figurillas pueblan ese entramado arquitectónico en el que se perciben ecos de Piero della Francesca. La aportación de Antonello reside en la iluminación, creando una sensación atmosférica que envuelve el espacio y distorsiona los contornos, atmósfera que será fundamental para la generación veneciana que se desarrolla en el Cinquecento encabezada por Tiziano.
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Discípulo de Ludovico Carracci, Guido Reni se reveló, desde su llegada a Roma en 1602, de más temperamento que ningún otro "incamminato" y con una mayor autonomía en sus relaciones con Annibale, adoptando desde un principio posiciones orgullosas y competitivas con sus colegas, sobremanera con Domenichino y Albani. Protegido por Pablo V y por el cardenal Scipione Borghese, a más de por el cardenal Sfondrato, de los que obtuvo importantes encargos, mantuvo una actitud de constante búsqueda expresiva y una voluntad de abierto cotejo lingüístico con otras propuestas del panorama romano coetáneo, especialmente con la poética caravaggiesca. Reni dio del clasicismo la interpretación más convincente, la más integral, donde el estudio de Raffaello, de Correggio, de la estatuaria antigua, es enunciado de un modo programático con los pinceles: equilibradísima composición, elegantes cadencias rítmicas, calidades luminosas y color transparente. Su ideal de perfección y belleza del cuerpo humano, unido a sus criterios estéticos de gracia, los expuso de modo magistral en este San Sebastián. Reni define su poética ya del todo formada, más lírica que la de cualquier otro de los clasicistas, consistente en el culto de la idea que se manifiesta en la relación dialéctica entre naturaleza y regla clásica.
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Cincuenta ducados recibió Ribera por cada una de las figuras que pintó para las habitaciones particulares del prior de la Cartuja de San Martino, Giovan Battista Pisante. La serie consta de tres obras: San Jerónimo, San Bruno y este San Sebastián que contemplamos. El estilo de la obra corresponde a la etapa madura del maestro, resolviendo las composiciones con una iluminación en la que elimina los contrastes de claroscuro, disolviendo las figuras y los paisajes en la luz de la misma manera que hacían los venecianos. Sin embargo, Ribera es más naturalista como observamos en el meditativo rostro del santo, cuya mirada se eleva al cielo como pidiendo una respuesta a su martirio. La figura es más serena que en composiciones juveniles pero todavía manifiesta una significativa dependencia del clasicismo, con el que mantuvo un estrecho contacto a través de Reni y Lanfranco.
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En la década de 1640 Ribera tiene bastante definido su estilo, inspirado en los clasicistas boloñeses, la escuela veneciana y Van Dyck. Una buena muestra de este estilo maduro lo encontramos en este San Sebastián, cuyo cuerpo desnudo tiene claros aires renacentistas. El santo está atado a un árbol, recibiendo las flechas como corresponde a su martirio y elevando sus ojos llorosos al cielo, en actitud de súplica que se refuerza en el gesto de su mano derecha. Una acentuada diagonal, formada por los brazos del santo y reforzada por el árbol en el que está atado, organiza la composición, mientras que al fondo observamos un paisaje con un azulado cielo y nubes plateadas. La intensa iluminación empleada rompe con el tenebrismo de tradición caravaggista.
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San Sebastián es uno de los santos más demandados en la pintura europea desde el Gótico ya que tenía un importante papel como intercesor ante la peste, enfermedad que será de las más terribles de todos los tiempos. Además a los artistas le permitía realizar un estudio anatómico masculino ya que el santo se representaba sólo vestido con un ligero paño como aquí observamos. El santo aparece atado a un árbol, dejando caer su cuerpo en un acentuado escorzo tras sufrir el martirio, consiguiendo una notable expresividad en el elegante cuerpo. Los minuciosos trazos de la pluma en pequeñas líneas paralelas indican que el maestro aún no domina el estilo, realizando unos contornos ligeros, casi quebradizos. Sin embargo la evolución dibujística de Ribera pronto nos dará obras maestras como la Santa Irene.
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Mattia Preti inició sus experiencias formativas en Roma (1630), asimilando el caravaggismo, y las continuó en Venecia (1640-46), haciendo suyo el cromatismo véneto. Sin embargo, más estimulante fue el contacto con las obras emilianas de Lanfranco y Guercino, de las que tomó la amplitud y el ímpetu compositivos, que madurarían a su arribo a Nápoles, el mismo año de la peste, en un estilo espectacular, lleno de escorzos perspectivos, y acusadamente dramático. La facilidad de su gusto decorativo continuaría en los frescos para la catedral de Malta, donde trabajó desde 1661, sin por ello perder el contacto con Nápoles.
contexto
Pequeña población de pescadores del Cantábrico, a los pies del Monte Urgull, habrá que esperar hasta el año 1014 para que aparezca la primera referencia escrita sobre esta localidad. Ese año, el rey Sancho III el Mayor de Navarra hace redactar un diploma por el cual la población es entregada en donación al monasterio de Leire. A finales del siglo XII, Sancho VI otorga el Fuero de Estella, documento a partir del cual se fomenta el crecimiento de San Sebastián como salida marítima de Navarra. Los privilegios son confirmados por el rey Alfonso VIII en el año 1200, época en la que pertenece al reino de Castilla. El desarrollo de la economía lanar castellana impulsa a San Sebastián como puerto de salida de este producto hacia los puertos del norte de Europa. También se favorece la construcción de barcos. Ambas actividades, comercio y astillero, impulsan la economía de la ciudad, que crece considerablemente en las centurias siguientes, más aún tras el descubrimiento de América, labor para la que será creada, en el siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. La cercanía a Francia hará que San Sebastián -Donostia, en euskera- se encuentre en el centro de las disputas franco-españolas. Entre los años 1476 y 1512 se producen varios asedios, en los que la población es sometida a una dura prueba. En recompensa a su resistencia, Carlos V le concede el título de "muy noble y leal", aunque no será hasta el año 1662 cuando obtenga sus propios fueros. En 1808 San Sebastián es ocupada por las tropas de Napoléon, quienes permanecieron en ella hasta 1813. Los ejército anglo-portugueses, mandados por Wellington, echaron a los franceses, pero la ciudad quedó asolada. Reconstruida de nuevo, a mediados del siglo XIX será el lugar elegido para el asueto de la alta aristocracia y burguesía españolas. La llegada de la reina Isabel II en 1845, para curarse de una afección cutánea en las aguas del Cantábrico, hará que con ella se desplace la corte, costumbre que se repetirá cada verano. Y con la corte, llegan nuevas posibilidades económicas y un aumento de su población que, como en otros casos, se traduce en el derribo de las viejas murallas para construir nuevos barrios. Las nuevas construcciones se realizaron siguiendo la corriente modernista que imperaba en la época, y a San Sebastián llegaban nuevas invenciones como el tranvía, el alumbrado eléctrico o el teléfono. El desarrollo de San Sebastián continuó en las décadas siguientes, sin perder su carácter cosmopolita y abierto, aunque ciertamente algo elitista. Fruto de esto fue la construcción del Hotel María Cristina, del Teatro Victoria Eugenia o del Casino, desde 1947 ocupado por el Ayuntamiento. También siguió su crecimiento demográfico y así, si en 1880 contaba con 20.823 habitantes, en 1995 ya eran 65.930 las almas que poblaban sus calles y edificios. La industrialización de la década de los 60 del siglo XX afectó también a San Sebastián. La ciudad acogió una buena cantidad de población inmigrante del campo, creciendo en desorden. En la década de los 90 se intentó atajar el caos urbanístico con un Plan General que ha logrado hacer una ciudad más habitable y dotada de personalidad propia. El Centro Kursaal, de Rafael Moneo, o la rehabilitación de la Parte Vieja, entre otras actuaciones, han conseguido abrir San Sebastián a la modernidad sin perder de vista su tradición cultural. Además de los monumentos citados, hay que nombrar a las iglesias de Santa María del Coro, de construcción románica reformada en el siglo XVI y la de San Vicente (XVI); el Monasterio de San Telmo (XVI); el Convento de Santa Teresa (XVII); el Castillo de Santa Cruz de la Mota o El Macho, medieval, ampliado en el siglo XVI; la Catedral del Buen Pastor, construcción del siglo XIX debida a Manuel de Echave, o el Palacio de Miramar, edificado según un proyecto de 1888 y residencia estival de la monarquía española.