El martirio de San Pablo tuvo lugar a unos 11 kilómetros del de San Pedro, en Aquae Salviae (actualmente Tre Fontane), en la Vía Ostiense. El cadáver fue sepultado a tres kilómetros de ahí, en la propiedad de una dama llamada Lucina. Aquí se levantó la iglesia de San Pablo Extramuros de Roma, construida hacia el año 385, donde se repite el modelo basilical de San Pedro del Vaticano o de San Juan de Letrán. Fue construida por el emperador Teodosio I y el Papa San León Magno. En 1823 fue consumida por un incendio. Se reconstruyó, haciendo una imitación de la anterior y fue consagrada por el Papa Pío IX el 10 de diciembre de 1854, pero la fecha de su conmemoración se celebra en este día, como lo hace notar el Martirologio.
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Maderno será el encargado de ampliar las naves de la Basílica de San Pedro, cambiando la disposición centralizada de Miguel Ángel con la planta central por una planta de cruz latina, más tradicional. El atrio también es obra de Maderno y a esta zona se abren las cinco puertas de bronce de la Basílica: la Puerta de la Muerte, de Giacomo Manzú (1964) fue donada por Jorge de Baviera, canónigo de San Pedro; la Puerta del Bien y del Mal es obra de Luciano Minguzzi (1977), la central es la Puerta realizada por Filarete en 1445; la Puerta de los Sacramentos, de Venanzo Crocetti (1964); y la Puerta Santa, de Vico Consorti, que fue donada por los católicos suizos para el Jubileo del año 1950.
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En 1624, Bernini recibió el primer encargo oficial: el Baldaquino de San Pietro, toda vez que la Basílica volvía a concentrar el interés de un papa mecenas, deseoso de sistematizar la zona de su altar mayor, verdadero nudo arquitectónico y simbólico del templo. Su ejecución consumió nueve años de trabajo (1624-33), generando muchos problemas. Como el de la provisión de los materiales, que Bernini, seguro de la concesión pontificia, resolvió expoliando todo el bronce del Panteón, lo que suscitó numerosas críticas, entre ellas las del médico papal G. Mancini, culto coleccionista y experto en pintura, al que se atribuye el satírico dístico "quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini". Otro problema fue la ubicación de la estructura definitiva que sustituiría a la provisional erigida sobre el altar mayor, un lugar caracterizado arquitectónicamente. Bernini, fundiendo la espectacularidad de la obra interina (cuatro ángeles que sostenían un rígido pabellón metálico) y la reevocación de la pergula constantiniana, concibió una máquina estupefaciente transportando sus dimensiones a la escala monumental del gigantesco ámbito del crucero basilical, sometido a la gran cúpula miguelangelesca. Bernini superó las soluciones convencionales de los baldaquinos realizados como obras arquitectónicas con forma de templo, diseñando una estructura dinámica que es, a un mismo tiempo, arquitectura, escultura y decoración. Quiso repetir en las columnas la forma de aquellas torcidas de la antigua pergula columnaria con balaustrada que, desde el siglo IV, separaba el presbiterio del resto de la iglesia, y que se creían procedentes del Templo de Salomón, testimoniando así, mediante la pervivencia formal, la continuidad ideal del Cristianismo. El Baldaquino, por su dinámica estructura transparente y sus gigantescas dimensiones, deja libre la visión del estático ambiente arquitectónico y se convierte en el único interlocutor del espacio miguelangelesco, atrae hacia sí las miradas y las dirige después hacia el espacio circundante, y, a su vez, por el color oscuro y dorado del bronce, crea un atractivo contraste con el blanco de los pilares que sostienen la cúpula, con cuya rectitud contienden los fustes contorneados de sus columnas. El nexo de varias artes en una concepción unitaria, absolutamente innovadora, culmina en su coronamiento donde se funden formas arquitectónicas, fantásticas y naturales, y donde el estro creador de Bernini se alió con el ímpetu creativo de Borromini, ideador del remate. Iconográficamente, el Baldaquino no deja de ser, además de una celebración de la continuidad histórica de la Jerusalén bíblica en la Roma papal, triunfante sobre la Reforma, una glorificación del nuevo Salomón: Urbano VIII. Las abejas del escudo familiar de los Barberini campean en los lambrequines de la cubierta y el sol resplandeciente, otro símbolo familiar, brilla sobre los entablamentos de las columnas. Celebración de los Barberini y glorificación de la Iglesia católica, el Baldaquino es un palio gigante que, en mitad de una procesión, lo impulsan los fieles y lo mueve el viento. Tan perfecta es la ilusión de ser una estructura en movimiento, que las gualdrapas del remate parece que las zarandea el aire. Nada de esto debe extrañar, ya que el proyecto berniniano, se ha dicho, imita el aparato efímero construido para la canonización de Santa Isabel de Portugal.
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Al mismo tiempo que trabajaba en la urbanización de la plaza, Bernini afrontó la ejecución de la extraordinaria Cátedra de San Pedro (1657-66), sistematizando por fin el ábside de San Pietro, otro de los problemas siempre pospuestos. Con su acostumbrada fantasía inventiva, habilidad técnica y capacidad teatral, ideó una gran máquina fantasmagórica, de bronce, mármoles y estuco, que contiene el trono ígneo de San Pedro, sostenido por cuatro padres de la Iglesia -Ambrosio, Agustín, Atanasio y Juan Crisóstomo-, delante de un luminoso y espectacular rompimiento de gloria con ángeles en torno al Espíritu Santo. Asumiendo el complejo programa simbólico, tendente a exaltar la infalibilidad y la primacía del papa, la Cátedra aparece, visualmente, unida al Baldaquino, entre cuyas columnas se ve desde lejos, como si de una milagrosa aparición se tratara.
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Miguel Angel retomó la prístina idea bramantesca del plan central, ahora con una sola entrada principal y no las cuatro abiertas por Bramante a los extremos de la cruz griega, y la dotó de robustos pilares ochavados en el crucero para sostener una más grandiosa cúpula sobre tambor. Esta se eleva, con sus 42 m de diámetro, no sólo por encima de las colinas famosas de la urbe, sino sobre toda la arquitectura romana imperial, al superponer la magnitud del Panteón de Agripa sobre unas naves que rivalizan con las bóvedas de la basílica de Majencio y Constantino.
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Del prestigio alcanzado por Maderno es prueba que, en 1603, fuese nombrado superintendente de la fábrica de la Basílica Vaticana y que, en 1607, fuera elegido su proyecto en el concurso convocado para la terminación de la fábrica de San Pietro, sin duda el acontecimiento de mayor relieve del pontificado de Pablo V. El concurso estuvo rodeado por interminables debates sobre el problema secular de la alternativa entre planta central y planta basilical. A Maderno le correspondió intervenir, ejecutando la nueva propuesta post-tridentina en la que se volvía al esquema basilical. Con el máximo respeto posible a la obra de Michelangelo, añadió la nave longitudinal, tratándola como un recorrido introductor a la estructura centralizada preexistente y al gran vano de la cúpula. El problema, sin embargo, era mucho más complicado al exterior, porque la prolongación de la nave alejaba la cúpula miguelangelesca a una distancia que comprometía su visión. Consciente, Maderno levantó una fachada de desarrollo horizontal, no pudiendo evitar del todo el aplastamiento y la disgregación del organismo miguelangelesco. Aun así, todavía se le reconoce haber hecho el mayor esfuerzo posible para atenuar el desvarío nacido entre la concepción de San Pietro como monumento de forma simbólica, perfecta y absoluta expresada por el plan de Michelangelo (en línea con el de Bramante) y la de San Pietro como iglesia de la Contrarreforma, lugar de culto y reunión de fieles, vuelto hacia la ciudad. El defecto de la fachada no está tanto en su desarrollo en anchura, única solución posible, cuanto en que en sus extremos se levantan las bases de dos campanarios que no llegaron a realizarse, con lo que se aumentan las proporciones de la fachada. La adopción del orden gigante deducido del proyecto miguelangelesco dice de la cautela del modo de operar de Maderno, que se esfuerza por reavivar los ritmos y por activar la plasticidad de la cúpula sin provocar sobresaltos. Sin embargo, para volver a dar vida a San Pietro era preciso medirse de igual a igual con el gran Buonarroti. Y eso es lo que haría Bernini con la plaza que se levantaría delante.