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Motín que hubo contra Cortés, y el castigo Hubo muchos en el campamento que murmuraron de la elección de Cortés, porque con ella excluían de aquella tierra a Diego Velázquez, cuyas partes tenían, unos como criados, otros como deudores, y algunos como amigos; y decían que había sido por astucia, halagos y sobornos; y que el disimulo de Cortés en hacerse de rogar para que aceptase aquel cargo, fue fingido, y que no pudo ser hecha ni debía valer tal elección de capitán y alcalde mayor, sin autoridad de los frailes jerónimos que gobernaban las indias, y de Diego Velázquez, que ya tenía la gobernación de aquella tierra de Yucatán, según fama. Cortés se enteró de esto; se informó de quién levantaba la murmuración; prendió a los principales y los metió en una nao; mas después los soltó por complacer a todos, que fue causa de empeorar, por cuanto aquellos mismos quisieron después alzarse con un bergantín, matando al maestre, e irse a Cuba con él, a avisar a Diego Velázquez de lo que pasaba, y del gran presente que Cortés enviaba al Emperador, para que se lo quitase a los procuradores al pasar por la Habana, juntamente con las cartas y relación, para que no las viese el Emperador y se tuviese por bien servido de Cortés y de todos los demás. Cortés entonces se enojó de veras. Prendió a muchos de ellos, y les tomó sus dichos, en que confesaron ser verdad aquello. Por lo cual condenó a los más culpados, según el proceso y tiempo. Ahorcó a Juan Escudero y a Diego Cermeño, piloto. Azotó a Gonzalo de Umbría, que también era piloto, y a Alonso Peñate. A los demás no los tocó. Con este castigo se hizo Cortés temer y tener en más que hasta allí; y en verdad, si hubiese sido blando, nunca los hubiese señoreado, y si se descuidara, se perdiera; porque aquéllos hubieran avisado con tiempo a Diego Velázquez, y él hubiese tomado la nao con el presente, cartas y relaciones; pues aun después la procuró tomar, enviando tras ella una carabela de armada, pues no pasaron tan secretos Montejo y Portocarrero por la isla de Cuba que no se enterase Diego Velázquez a lo que iban.
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La cáustica sentencia de "La Ilustración" de París, recogida al principio, viene a constatar la anunciada decadencia del arte español -"¿Puede acaso, se preguntaba Eugenio de Ochoa ya en 1836, ser más lastimero? ¿Qué corazón no se llena de amargura al ver el vergonzoso abatimiento en que han caído aquellas hermosas hijas del cielo, objeto el más digno, después de la divinidad, del culto del hombre?"- por mor de la desaparición del antiguo sistema de mecenazgo, propulsor del otrora glorioso arte español: La Iglesia tras la desamortización había perdido su capacidad adquisitiva; la aristocracia, o yacía en lastimosa postración, la antigua, o carecía de sensibilidad artística, la nueva; mientras que el trono había sido sustituido en sus funciones por el Estado. Este desolado panorama se ve agravado porque en España, a diferencia de lo ocurrido en otros países como Francia, aún no se había generalizado el nuevo sistema del mercado artístico. En consecuencia, como se preguntaba el crítico Salas y Quiroga, "¿Qué puede ser de la pintura de un país en donde no se encargan cuadros, en donde no se venden cuadros, y en donde no se entiende nada de cuadros? ¿Qué en un país en donde, empezando por las personas más condecoradas y pudientes, y acabando por las que más decantan gusto y protección, todas, todas estiman más unas monedas de oro que un magnífico cuadro? ¿Qué es un país en que los mejores y más afamados pintores tienen que dedicarse a hacer retratos, que son tan sólo juzgados por el parecido?". Las respuestas no dejan lugar a dudas: la decadencia, la desaparición del arte. En contrapartida, era igualmente clara su trascendencia, tal como se desprende de la definición formulada por A. Fernández de los Ríos a mediados de siglo: "Las bellas artes son, si nos es lícito usar de esta frase, la reverberación de la fisonomía de los pueblos. Es un prisma multiforme en que todos ellos vienen alternativamente a, reflejar los mil matices de su carácter y con su auxilio los distinguimos en las edades, ora abrumados por la barbarie, ora resplandeciendo con los beneficios de la civilización, en proporción con el interés con que cultivan las artes". Trascendencia que explica la coincidencia en su valoración de todos los sectores españoles, a pesar de sus manifiestos e irreconciliables diferencias en otros campos como el político o el religioso, al atribuir al arte un papel primordial en las relaciones humanas, objeto sublime y prueba de su dimensión espiritual. Pero no sólo del hombre como individuo, sino también en su condición de miembro de una colectividad. El arte pasa, así, a ser elemento definidor de los pueblos, la expresión más exacta de la sociedad a que pertenecen. En consecuencia, no es extraño que frecuentemente se recurra a él como termómetro o índice del grado de civilización de los pueblos y, por extensión, hasta de los derechos y prerrogativas de las personas. El arte se presenta, pues, como una de las manifestaciones más altas del género humano, una especie de sucedáneo de la religión, tal como apunta Bialostocki: "La peregrinación a un museo y la asistencia a un museo se convirtieron en una nueva liturgia que permitía al hombre de tipo medio librarse del mundo de las necesidades prácticas y materiales, y entrar en contacto con un mundo que superaba ampliamente las normas de la onda práctica diarias. Estas visitas se transformaron en actividades por las que el hombre obtenía satisfacciones específicas, así como una sensación de pureza y de elevación". Ceremonial característico de la época que lógicamente se repite también en acontecimientos como las exposiciones, auténticos fenómenos de masas. Esta misión del arte justificaba, en opinión de los críticos y aficionados, el que, ante la manifiesta falta de actividad artística en España, el Estado, como nuevo depositario de la sociedad siguiendo la pauta que anteriormente marcara el trono, tomara bajo su decidida protección el desarrollo de la cultura en general y del arte en particular, por su carácter social y nacional. Lo que, por añadidura, no precisaba de nuevas aportaciones económicas o gastos extraordinarios, sino simplemente la racionalización de las cantidades invertidas en su fomento y protección, pues se daba la paradoja de ser España una de las naciones que más dinero gastaban en este campo y menos beneficios obtenían, cuando siempre ha sido notable la rentabilidad del arte. La explicación estaba en la desproporción entre los recursos dedicados a la enseñanza u órganos administrativos y los aplicados directamente al arte. La forma de solventar esta desproporción y atender a las nuevas necesidades no era otra que aplicar los recursos directamente a los artistas y a las obras de arte. En otras palabras, seguir el modelo extranjero con la organización de exposiciones sufragadas por el Estado, en las que pudieran participar todos los artistas para recibir las propuestas de compra de los particulares y del propio Estado. Al menos así lo veía Galofre en una proposición, dirigida al Congreso de los Diputados en 1851, defendiendo la necesidad de organizar un buen número de exposiciones anuales para que las obras tengan salida, y el público español participe del sentimiento y amor a las artes que tanta gloria le dieron en otros tiempos, y los artistas ellos mismos y por su propio ingenio vayan saliendo a medida de lo que pida la sociedad. Propuesta aceptada por el ministro de Fomento, Agustín Esteban Collantes, pues en el preámbulo del Real Decreto de 28-XII-1853 recoge, como justificante de la creación de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, todos los argumentos esgrimidos por Galofre y los demás partidarios de estos certámenes: la importancia social del arte, su carga nacionalista, su capacidad didáctica, ser fórmula por y para el progreso, la deplorable situación en la que se encontraba debido a los cambios socioeconómicos, la necesidad y hasta la obligatoriedad de la protección estatal, pero sin coartar por ello su libertad, ni tampoco ignorar la posibilidad de obtener una rentabilidad política y hasta económica.
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La variedad de formas y técnicas decorativas van unidas a un rico repertorio iconográfico, adecuado no sólo a la forma sino también al uso posterior de la pieza. Hemos visto cómo se inició con la porcelana Yuan la asociación simbólica de diversas flores con las estaciones del año, las virtudes de los letrados, o las cualidades de hombres y mujeres. Todos ellos se asocian a su milenaria tradición, iniciada con los bronces Shang y Zhou, de dotar a los motivos decorativos procedentes del mundo animal y vegetal de uno o varios significados. Sobre ningún material (bronce, porcelana, laca...) los artesanos-decoradores eligen sus temas al azar; todo tiene un simbolismo y por ello ha de ser utilizado correctamente. Cada forma requiere un tipo determinado de decoración, que armonice con ella y no se superponga en su contemplación. Se distribuye con un esquema radial o concéntrico, se compartimenta en cartelas rectangulares, cuadradas, lobulares, expandiéndose o limitándose según lo demande la forma. Su distinta distribución nunca dificultó la lectura de los símbolos, diferenciándose limpiamente unos de otros, por mucho que se mezclaran diferentes temas. A la vivacidad en el nuevo uso de barnices y esmaltes se unió la maestría en la aplicación de los motivos, dotándoles de gran fuerza plástica y expresiva. No son estáticos, ya que las ramas del ciruelo parecen ser mecidas por el viento, los dragones surgen de las aguas o los personajes han sido captados como una fotografía en movimiento. Sólo aquellos que no proceden del mundo natural (ocho tesoros, cenefas geométricas...) permanecen sin movimiento, sin vida. Si los agrupamos por categorías, observamos que muchos de ellos se utilizan sólo como motivo principal (animales mitológicos, paisajes, flores y pájaros, personajes, emblemas o símbolos...), mientras que se establece una segunda categoría para aquellos que sirven de marco y que se sitúan en los bordes de los platos o labios de las jarras. Estos son las cenefas en sus múltiples variedades, donde se combinan elementos geométricos y naturalistas, que caracterizan a la porcelana de cada reinado. Junto a este tipo de motivos decorativos, hay que añadir los signos caligráficos, asociados siempre a los buenos augurios: longevidad, bondad, abundancia... o a dedicatorias de las piezas. Además, durante la dinastía Ming, junto a los caracteres chinos, fueron muy populares las inscripciones en árabe o persa, y en menor medida en tibetano y sánscrito. Ligados a las inscripciones y aunque su principal función no fuera la decorativa, aparecen por primera vez durante esta dinastía las marcas. Se comienzan a usar durante el reinado del emperador Yongle, extendiéndose su uso en las piezas de Xuande. Las marcas tienen como función identificar el reinado en el que fueron hechas. Se componen de cuatro o seis caracteres, cuya traducción es: "hecho en el reinado de... de la gran dinastía Ming". Dependiendo de su colocación en la pieza, se disponen horizontal, verticalmente o en columnas. En general, si se sitúa en el exterior de la pieza, en los hombros, se disponen horizontalmente; en las vertederas verticalmente, y en la base en columnas enmarcadas por un doble círculo o cuadrado. Se pintan en azul bajo cubierta y, en muy pocas ocasiones, en rojo o incisas bajo la cubierta. Junto a estas marcas de reinado existieron diferentes tipos: las cíclicas, corresponden a una división en períodos de sesenta años; las marcas de taller, hacen alusión a nombres poéticos tales como Taller del Gran Arbol o Sala de los Bambúes ondulantes; las marcas simbólicas pueden ser el loto, la liebre, la seta sagrada, mientras que las marcas de buenos augurios, felicitan, desean larga vida, doble felicidad o prosperidad eterna. Junto a estos tipos, también existieron marcas de apreciación, en las que se lee "antiguo, artístico, verdadero jade". La existencia o ausencia de las marcas nunca debe inducir al estudioso o aficionado a pensar que la pieza que observa pertenece realmente al período que indica la marca. El deseo de elevar una pieza de categoría, ya fuera por vanidad o por fraude, hizo que se usaran marcas de reinados reconocidos por la buena calidad de la producción de ese momento. El estilo caligráfico en el que fueron escritas es, sin duda, una ayuda para reconocer la autenticidad de la marca; es frecuente que las marcas con cuatro caracteres estuvieran escritas en estilo zhuanshu -caligrafía de tipo artístico-, mientras que aquellas de seis caracteres utilizaron fundamentalmente el estilo caishu, el más común. Hay que destacar que estas marcas nunca tuvieron ninguna indicación acerca del alfarero que las creó, salvo en las piezas monocromas blancas de Fujien, donde sí es frecuente encontrar nombres de alfareros, así como indicaciones precisas como el lugar y la hora de una ofrenda. A la hora de identificar una pieza hay que basarse en criterios tales como la calidad de la pasta, el color de los barnices y esmaltes, su aplicación, los temas decorativos, las formas..., siendo la marca el último elemento para atribuir cronológicamente las obras a uno u otro período.
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Polibio vio claramente que la hostilidad entre Roma y Cartago no había quedado resuelta tras la primera Guerra Púnica y descubrió en la actitud prepotente de Roma y en el vergonzoso comportamiento en el asunto de Cerdeña, motivos para que la humillada Cartago alimentase un odio que, tarde o temprano, llevaría a una nueva guerra. Ciertamente, Cartago había comprendido que Roma sólo cumplía sus tratados en tanto y en cuanto los considerase ventajosos. Roma, por su parte, no estaba dispuesta a consentir que, después de una guerra de veinticuatro años, con todo el coste humano y económico que había tenido que soportar, fuese amenazado su papel hegemónico indiscutible. Para ello, se trataba de evitar que Cartago pudiese volver a convertirse en una potencia. Cuando en el 238 Amílcar Barca, que en la primera Guerra Púnica se había mantenido en Sicilia y después había sofocado la revuelta de los mercenarios, arribó a las costas de la Península Ibérica, enviado por el Senado cartaginés, el objetivo era sin duda mejorar la posición de Cartago para la inevitable confrontación. Roma, por su parte, vigilaba los avances de Cartago y, en el 232, mandó una embajada a Hispania a fin informarse sobre los progresos cartagineses. Lo que dicha embajada vio no fue del agrado de Roma. En pocos años, Amílcar Barca había sometido una gran extensión territorial del Sur y Este peninsular. Había fundado varias ciudades, entre ellas Alicante, y después de la muerte de Amílcar, en el 229, su yerno Asdrúbal fundó Cartago Nova. Pero, además, la posesión de las minas de plata españolas no sólo permitía pagar las enormes indemnizaciones de guerra, sino que constituía una base importante para que Cartago consolidase su propia posición económica con vistas a una confrontación con Roma. En el 226 a.C., Roma impuso a Cartago un acuerdo en virtud del cual los cartagineses no podían extender su influencia al norte del Ebro, lo cual no impidió que Roma estableciera un tratado de alianza con Sagunto que, obviamente, estaba en la esfera cartaginesa. Cuando Anibal, en el 219 ataca a Sagunto, Roma no duda en declarar la guerra a Cartago, declaración que lleva una embajada romana a Cartago en el 218.
Personaje
Literato
Religioso
Fra y Toribio de Benavente será uno de los doce franciscanos que propagaron el cristianismo en México bajo la obediencia de fray Martín de Valencia. El 25 de enero de 1524 se embarcaron en Sanlúcar, llegando a San Juan de Ulúa cuatro meses después. La primera palabra que escuchó el fraile en tierras mexicanas fue "Motolinía" -desdichado, infeliz, pobre- por lo que la adoptó como apelativo. Dedicado a extender la religión cristiana por tierras mexicanas, llegó a las apartadas regiones de Guatemala y Nicaragua, fundando varios conventos. En 1536 era guardián del convento de Tlaxcala donde inició su "Historia de los Indios de Nueva España" , una de las mejores fuentes para conocer la evangelización de Nueva España, mostrándose como un firme defensor de los indios.
Personaje
Militar
Político
Fue uno de los líderes indiscutibles de la resistencia francesa. Desde esta formación se encargó de la organización de guerrillas. Así en 1940, bajo la denominación de Combat, forma tres grupos de resistencia. Fiel al general De Gaulle, en 1941 se trasladó a Gran Bretaña para mantener con él una entrevista. En estos días le destinan a Francia y le nombran delegado general de la Francia Libre. Por otra parte, a este personaje se debe la creación del Consejo Nacional de Resistencia. Sin embargo, en estos días es arrestado y torturado hasta morir.