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La cáustica sentencia de "La Ilustración" de París, recogida al principio, viene a constatar la anunciada decadencia del arte español -"¿Puede acaso, se preguntaba Eugenio de Ochoa ya en 1836, ser más lastimero? ¿Qué corazón no se llena de amargura al ver el vergonzoso abatimiento en que han caído aquellas hermosas hijas del cielo, objeto el más digno, después de la divinidad, del culto del hombre?"- por mor de la desaparición del antiguo sistema de mecenazgo, propulsor del otrora glorioso arte español: La Iglesia tras la desamortización había perdido su capacidad adquisitiva; la aristocracia, o yacía en lastimosa postración, la antigua, o carecía de sensibilidad artística, la nueva; mientras que el trono había sido sustituido en sus funciones por el Estado. Este desolado panorama se ve agravado porque en España, a diferencia de lo ocurrido en otros países como Francia, aún no se había generalizado el nuevo sistema del mercado artístico. En consecuencia, como se preguntaba el crítico Salas y Quiroga, "¿Qué puede ser de la pintura de un país en donde no se encargan cuadros, en donde no se venden cuadros, y en donde no se entiende nada de cuadros? ¿Qué en un país en donde, empezando por las personas más condecoradas y pudientes, y acabando por las que más decantan gusto y protección, todas, todas estiman más unas monedas de oro que un magnífico cuadro? ¿Qué es un país en que los mejores y más afamados pintores tienen que dedicarse a hacer retratos, que son tan sólo juzgados por el parecido?".

Las respuestas no dejan lugar a dudas: la decadencia, la desaparición del arte. En contrapartida, era igualmente clara su trascendencia, tal como se desprende de la definición formulada por A. Fernández de los Ríos a mediados de siglo: "Las bellas artes son, si nos es lícito usar de esta frase, la reverberación de la fisonomía de los pueblos. Es un prisma multiforme en que todos ellos vienen alternativamente a, reflejar los mil matices de su carácter y con su auxilio los distinguimos en las edades, ora abrumados por la barbarie, ora resplandeciendo con los beneficios de la civilización, en proporción con el interés con que cultivan las artes". Trascendencia que explica la coincidencia en su valoración de todos los sectores españoles, a pesar de sus manifiestos e irreconciliables diferencias en otros campos como el político o el religioso, al atribuir al arte un papel primordial en las relaciones humanas, objeto sublime y prueba de su dimensión espiritual. Pero no sólo del hombre como individuo, sino también en su condición de miembro de una colectividad. El arte pasa, así, a ser elemento definidor de los pueblos, la expresión más exacta de la sociedad a que pertenecen. En consecuencia, no es extraño que frecuentemente se recurra a él como termómetro o índice del grado de civilización de los pueblos y, por extensión, hasta de los derechos y prerrogativas de las personas. El arte se presenta, pues, como una de las manifestaciones más altas del género humano, una especie de sucedáneo de la religión, tal como apunta Bialostocki: "La peregrinación a un museo y la asistencia a un museo se convirtieron en una nueva liturgia que permitía al hombre de tipo medio librarse del mundo de las necesidades prácticas y materiales, y entrar en contacto con un mundo que superaba ampliamente las normas de la onda práctica diarias.

Estas visitas se transformaron en actividades por las que el hombre obtenía satisfacciones específicas, así como una sensación de pureza y de elevación". Ceremonial característico de la época que lógicamente se repite también en acontecimientos como las exposiciones, auténticos fenómenos de masas. Esta misión del arte justificaba, en opinión de los críticos y aficionados, el que, ante la manifiesta falta de actividad artística en España, el Estado, como nuevo depositario de la sociedad siguiendo la pauta que anteriormente marcara el trono, tomara bajo su decidida protección el desarrollo de la cultura en general y del arte en particular, por su carácter social y nacional. Lo que, por añadidura, no precisaba de nuevas aportaciones económicas o gastos extraordinarios, sino simplemente la racionalización de las cantidades invertidas en su fomento y protección, pues se daba la paradoja de ser España una de las naciones que más dinero gastaban en este campo y menos beneficios obtenían, cuando siempre ha sido notable la rentabilidad del arte. La explicación estaba en la desproporción entre los recursos dedicados a la enseñanza u órganos administrativos y los aplicados directamente al arte. La forma de solventar esta desproporción y atender a las nuevas necesidades no era otra que aplicar los recursos directamente a los artistas y a las obras de arte. En otras palabras, seguir el modelo extranjero con la organización de exposiciones sufragadas por el Estado, en las que pudieran participar todos los artistas para recibir las propuestas de compra de los particulares y del propio Estado.

Al menos así lo veía Galofre en una proposición, dirigida al Congreso de los Diputados en 1851, defendiendo la necesidad de organizar un buen número de exposiciones anuales para que las obras tengan salida, y el público español participe del sentimiento y amor a las artes que tanta gloria le dieron en otros tiempos, y los artistas ellos mismos y por su propio ingenio vayan saliendo a medida de lo que pida la sociedad. Propuesta aceptada por el ministro de Fomento, Agustín Esteban Collantes, pues en el preámbulo del Real Decreto de 28-XII-1853 recoge, como justificante de la creación de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, todos los argumentos esgrimidos por Galofre y los demás partidarios de estos certámenes: la importancia social del arte, su carga nacionalista, su capacidad didáctica, ser fórmula por y para el progreso, la deplorable situación en la que se encontraba debido a los cambios socioeconómicos, la necesidad y hasta la obligatoriedad de la protección estatal, pero sin coartar por ello su libertad, ni tampoco ignorar la posibilidad de obtener una rentabilidad política y hasta económica.

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