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Acción que provocó una reforma del islamismo en Sumatra a principios del siglo XIX.
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A grandes rasgos, se puede decir que, en el siglo XIX, parte del excedente de población de la periferia marítima emigra preferentemente hacia el ultramar (América y Norte de África), mientras que las provincias del interior lo hacen en mayor número a determinadas ciudades españolas en crecimiento. La emigración al exterior tuvo una primera fase prohibicionista en el siglo XIX (si bien hubo un considerable número de clandestinos) y otra liberalizadora desde los años cincuenta. Fue el triunfo de las tesis liberales sobre las mercantilistas. Desde principios del siglo XIX se observa una doble dirección en la salida, Argelia y América. Los españoles que llegan al Norte de África proceden de Alicante, Murcia y Almería. En muchos casos, como ha estudiado Juan Bautista Vilar (1975), se trata de una emigración temporal y anual tipo golondrina. En 1861 vivían en Argelia casi 60.000 españoles que ya eran 114.000 en 1881. La emigración al continente americano, relativamente débil en el siglo XVIII, se mantiene hasta la independencia (aunque continúa a Cuba y Puerto Rico, territorios españoles durante el siglo XIX). La corriente volverá con cierta fuerza desde comienzos de los años cincuenta aunque este período del proceso emigratorio al continente americano está muy mal estudiado, entre otros motivos por la falta de estadísticas que comienzan a principios de los años ochenta del siglo XIX. En todo caso, la mayor parte de los emigrantes proceden de las provincias costeras del Norte de España (de Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco) Cataluña y las Islas Canarias. La emigración interna, el movimiento de población del campo a la ciudad, es relativamente claro desde la década de 1830 y se intensifica desde la de 1850, sin llegar a las masivas movilizaciones que se darán cien años más tarde, en períodos muy cercanos a nuestros días. La mayor parte de los emigrantes que llegan a las ciudades en crecimiento no proceden de los pequeños pueblos, tan habituales en buena parte de España, sino más bien de los pueblos intermedios, muchos de ellos cabeceras de comarca con una población entre 5.000 y 10.000 habitantes, así como de otros pueblos mayores y ciudades en declive. El conjunto de la población de las localidades de más de 10.000 habitantes no aumenta excesivamente su porcentaje de habitantes respecto al total nacional, pero sí lo hacen algunas ciudades concretas, como enseguida veremos. Barcelona y su entorno es una avanzada de la inmigración en la primera mitad del siglo XIX. Conforme se afianza la industria, otras ciudades del Norte de España tienden a ser zonas de atracción. Además, hay núcleos interiores como Madrid, Zaragoza y Valladolid. Durante los primeros setenta años del siglo la mayor parte de la inmigración a las ciudades se abastece de las comarcas cercanas. Como indica Shubert (1990), la mayoría de los trabajadores en las fábricas de Barcelona en el siglo XIX eran probablemente inmigrantes del campo catalán. No será hasta finales de este siglo y durante el XX cuando lleguen de regiones más alejadas, especialmente del sur de España. Algo similar ocurre en las demás ciudades de crecimiento basado en la industria y los servicios. Hay una excepción: Madrid, capital a la que afluyen desde principios del siglo inmigrantes procedentes de toda la nación. En 1850 los nacidos en Madrid o su provincia eran sólo el 40 por ciento de su población. En todo caso, como ha puesto de manifiesto Antonio Fernández, la primera etapa (1800-1840) es de estancamiento de la población. En las décadas de los cuarenta y cincuenta hay un claro crecimiento del vecindario de la Villa. El crecimiento vegetativo es escaso o incluso negativo durante años. Si hay crecimiento se debe al componente inmigratorio. Los inmigrantes de Madrid proceden de toda España, con un porcentaje importante de asturianos y gallegos (especialmente de Lugo), además de las provincias cercanas de Castilla la Vieja y la Nueva. Este trasvase de población, que afectó especialmente, como queda dicho, a la periferia y al norte como regiones receptoras, significó un espectacular crecimiento de algunas ciudades que aumentan de población a un ritmo mucho mayor que la media nacional. Si bien, aunque hay incremento de la población de algunas ciudades, habrá que esperar a finales del siglo XIX y al siglo XX para que haya un definitivo despegue urbano. Entre 1850 y 1900, España dobló su población urbana, mientras que Gran Bretaña lo triplicó y Alemania lo cuadruplicó. Los tres primeros tercios del siglo fueron de un crecimiento moderado del conjunto de la población española, pero mucho más importante si consideramos sólo el de las ciudades. La población de las capitales de provincia representaba en 1834 el 10,87% del total nacional y en 1877 el 13,53%. En este mismo período diecisiete capitales duplicaron su población. No obstante, de estas ciudades sólo doce superan los 50.000 habitantes en 1877, con un máximo de 400.000 habitantes (Madrid) y 250.000 (Barcelona) y un mínimo de 50.000 (Valladolid). En conjunto, estas ciudades tienen más de un millón y medio de habitantes, que representan casi el 10% del total nacional. La mayoría de las capitales de provincia había crecido, o al menos se había mantenido, como ciudades de servicios: comerciales, militares, administrativos, políticos, jurídicos, educativos y eclesiásticos. Es el caso, por ejemplo, de Burgos, Pamplona, Zaragoza, Murcia, Córdoba, Jaén o Granada. El naciente ferrocarril en los años cincuenta, sesenta y setenta creó nudos de comunicaciones que beneficiaron a algunas ciudades, como es el caso de Valladolid. Por fin, alguno de estos núcleos se convirtieron también en ciudades industriales: algunas de las mayores como Barcelona (y las ciudades de su alrededor), Málaga, Bilbao o Valladolid sumaron esta industria a los papeles comerciales y administrativos. Además de estas ciudades principales, existían otros núcleos más o menos urbanos (superiores a 10.000 habitantes). En los 84 núcleos de población de más de 10.000 habitantes, vivían a finales del siglo XVIII el 14,2% de la población y en 1860 el 14,5% de la población y en 1900 cerca del 21%. Si tomamos como referencia los pueblos de más de 5.000 habitantes, el porcentaje es 22,5 y casi el 30% respectivamente. Muchos de estos núcleos eran cabecera de comarca. Aún existían otras ciudades más pequeñas que apenas sobrepasaban los diez mil habitantes tales como Béjar, Marbella o Antequera que se configuran o reafirman como sedes de una industria más o menos duradera. La afluencia de inmigrantes y el crecimiento de las ciudades con mayor vitalidad exigió buscar nuevos espacios para albergar la población. Un fenómeno común fue el del crecimiento en altura y la construcción de muchos más edificios en el centro, urbanizando los espacios hasta entonces ocupados por huertas o zonas amplias de conventos y monasterios nacionalizados y subastados como consecuencia del proceso desamortizador. Otra manifestación es la necesidad de ensanchar las ciudades, como el barrio de Salamanca en Madrid, o el trazado de proyectos a largo plazo (planes Cerdá y Castro en Barcelona y Madrid, por ejemplo) y el derribo de las murallas de las ciudades en desarrollo que son derribadas en Burgos (1831), Almería (1854), San Sebastián (1864), Valencia (1865), Madrid (1868) y Barcelona (1868). En contraposición a los ensanches y derribos de murallas, podemos señalar para otras ciudades un hecho tan significativo o más: la continuación de las murallas en muchas ciudades del interior, prueba de su congelación y falta de vitalidad.
contexto
Como dijimos más arriba, la respuesta cristiana a las críticas de los filósofos prefiere seguir, otras veces, vías distintas. Para quienes las eligen, el método analítico y racional no agota en sí mismo todas las posibilidades de saber ni representa la única opción válida para el progreso del hombre. Éste no es sólo fría y objetiva razón; junto a ella, y no con menos importancia, se encuentran también la imaginación, el sentimiento, mejores sendas para llegar al conocimiento de Dios. Partiendo de esta premisa, se exalta frente a la actitud empírica, la necesidad de una intensa vida interior, de la oración, de la meditación sobre los textos sagrados y de la conformidad de nuestras actuaciones con el Evangelio como los medios adecuados para llegar a encontrar las verdades que otros buscan, inútilmente, en el mundo exterior. Esta actitud la vamos a encontrar sobre todo en el seno del protestantismo, donde contaba con profundas raíces, y se extiende por Europa bajo distintas denominaciones, de las cuales veremos, a continuación, las más significativas. Conocido como la religión del corazón, puede decirse que el pietismo fue más una actitud ante la vivencia religiosa que un credo propiamente dicho. Creado por Felipe Jacobo Spener (1635-1705), pastor protestante de Frankfurt, su objetivo inicial era la lucha contra los vicios del clero y la excesiva rigidez en que había caído la Iglesia establecida. De ahí que retome la primitiva idea luterana de la democracia eclesiástica y vuelva a propugnar el sacerdocio universal así como la lectura regular de la Biblia. Ello, a su vez, concuerda con la mayor importancia que otorga a la conversión individual y a la oración realizada en soledad por el creyente. Este protagonismo dado a la acción personalizada de cada fiel en su salvación y dentro de la Iglesia, no impide a Spener poner, paralelamente, especial énfasis en ensalzar la predicación y la educación en tanto que medios excepcionales para propagar y mantener la fe. A fin de favorecer esta última, propugna la reforma de la enseñanza de la teología e inicia, en 1670, la fundación de los llamados Colegios de Piedad, lugares donde se podrá rezar y estudiar los textos bíblicos en grupos reducidos. Cinco años más tarde, el pensamiento pietista queda recogido en la obra de su creador Pia desideria... La difusión de las ideas de este pastor alemán no va a tardar en producirse gracias no sólo a las fuerzas que dedicó a ello sino también a la protección recibida de algunos gobernantes del Imperio. Primero fue el elector de Sajonia quien, tras la llegada de Spener a Dresde en 1686, le nombra su confesor y miembro del Consistorio superior. Más tarde, cuando se traslada a Berlín, el de Brandeburgo, donde el pietismo cuenta, desde 1694, con un excepcional punto de apoyo que ningún otro movimiento de estas características tendrá: una facultad de teología dentro de la prestigiosa universidad de La Halle. Puesta bajo la dirección de Francke, discípulo directo de su fundador, se va a convertir en el centro pietista por excelencia y contribuirá de forma decisiva a caracterizar el núcleo universitario en que se inserta. La evolución descrita produjo, era de prever, un conflicto abierto con el luteranismo oficial. La extensión del pietismo no quedó limitada por las fronteras de los territorios alemanes. Pronto alcanzó áreas de influencia próximas, sobre todo Suecia y Dinamarca, e incidió en otros brotes religiosos como los hermanos moravos y el metodismo. Pero su importancia va incluso más allá, pues por su individualismo incide en la orientación del pensamiento alemán y sus postulados los encontraremos en el pensamiento protestante del siglo XIX. El grupo religioso de "los hermanos moravos" tuvo su centro, al igual que el anterior, en tierras alemanas. Su fundador fue el conde Ludwig von Zinzendorf (1700-1760), ahijado de Spener, y, por consiguiente, conocedor directo de las ideas pietistas. Hombre de su época, dedicó parte de su vida a los viajes, recorriendo los Países Bajos, Suiza y, cómo no, Francia, donde entró en contacto con los círculos jansenistas en 1722. Ese mismo año, el conde acogió dentro de su Estado en Sajonia a un grupo de bohemios perseguidos a los que intentó ganar para el pietismo. Sus esfuerzos encontraron tal resistencia que se vio obligado a cambiar de planes y reorganizarlos según el modelo de la Iglesia primitiva. Surgió, así, una pujante comunidad de hermanos moravos cuyo centro espiritual fue el convento fundado en Herrnhut. Sus miembros estaban sometidos a una estrecha disciplina y vigilancia, lo que algunos autores ven como un medio de tratar de encubrir el comportamiento autocrático y engañoso de Zinzendorf Idéntica misión tendría, inicialmente, la reserva que caracterizaba la vida de estos grupos y que va a ser la causa principal de su expulsión de Sajonia en 1736. Desde el comienzo, los hermanos moravos dieron signos de gran vitalidad. En 1727 habían organizado su propia liturgia y su separación de la Iglesia protestante, sin estar entre los objetivos iniciales, no tardó en llegar. Como tampoco lo hizo el nombramiento de su primer obispo, cargo que recayó, era obvio, en Zinzendorf (1737). Su autoridad superaba, por entonces, las fronteras germanas, al existir comunidades en otras partes de Europa y en América. Convertidos en los mayores misioneros de su época, influyeron de forma decisiva en el metodismo y cuando acaba la centuria ilustrada podemos encontrarlos en todos los continentes, incluyendo zonas tan extremas como la península del Labrador y Groenlandia. El Metodismo va a significar la mayor reforma ocurrida dentro de la Iglesia anglicana desde su fundación. Su principal artífice es John Wesley (1703-1791), hijo de un rector anglicano, y él mismo sacerdote. Sus primeras actuaciones se producen junto a su hermano Charles y su amigo George Whitefield con quienes funda en Oxford, donde estudian, el Holy Club. Su objetivo era potenciar las obras religiosas en el seno de la alta Iglesia al tiempo que difundían el comportamiento religioso entre el mundano ambiente universitario. Fue entonces cuando se les dio, de forma irónica, el apelativo de metodistas, por ciertas formas de su espiritualidad. La obra personal de John Wesley se inicia años después, tras su regreso de Georgia, a donde marchó al morir su padre (1735), y sus contactos con los hermanos moravos. De ellos tomó su fervor y el impulso misionero que siempre le caracterizó y que faltaba en la Iglesia inglesa, incapacitada por su piedad fría y racional para llegar a las clases populares, en especial a las incipientes concentraciones de obreros industriales. A estos grupos va a dirigir principalmente su mirada; para ellos elaborará una teología ecléctica adecuada a su objetivo: calmar la ansiedad que detecta en gran parte del pueblo y que él mismo había compartido hasta entonces. Como fecha de inicio de su actividad evangelizadora se suele dar la de su sermón en Oxford en 1738, donde proclama que la fe salvadora no es sólo racional sino asimismo una actitud del corazón. Ese año visita Herrnhut y entra a formar parte de la primera comunidad Metodista-moravo-anglicana: Sin embargo, esta unión no dura mucho. Para 1742 el metodismo se separa por disidencias en ciertos puntos doctrinales y por lo que podríamos llamar incompatibilidad de caracteres entre Wesley y Zinzendorf La trayectoria que desde este momento signe el movimiento reformador inglés es muy similar, en lineas generales, a la que hemos visto en los alemanes. Su fundador mantiene casi intacta la teología de la Iglesia establecida -en este caso, la anglicana-, pero se aleja de ella en la práctica de la fe y la organización de los fieles, temas en los que resurgen ideas del primitivo luteranismo. Wesley y los metodistas ponen el acento en la perfección de la vida cristiana, la evangelización popular, el poder de la gracia y el sacerdocio universal, reivindicado en razón de la importancia dada al sentimiento personal de lo religioso. En este terreno se va a ir más 'allá de lo conocido, desdeñándose las órdenes eclesiásticas y capacitándose a los seglares para predicar e impartir los sacramentos. Los primeros son ordenados en 1763 por un obispo griego. También sus comunidades, aun recomendando la obediencia parroquial, se organizan de forma diferente a la establecida. Las primeras reglas datan de 1743 y se irán completando progresivamente. Poco a poco, más que un grupo dentro del anglicanismo es otra ecclesia, con ritos, incluso himnos propios y, además, con creciente eco social debido a la naturaleza revitalista de su doctrina, la energía puesta en las predicaciones, la actitud tolerante y flexible de su fundador en el momento de admitir seguidores. Al final, la escisión está servida; para cuando muera Wesley, en 1791, es un hecho irreversible. El metodismo tuvo desde sus inicios varias ramas, una de ellas en América, cuya identidad básica no impide la existencia de rasgos diferenciadores. Asimismo ejerció influencia decisiva en el resurgir de las Iglesias evangélicas en Inglaterra, si bien éstas mantuvieron la obediencia a las jerarquías eclesiásticas y se dirigieron, ante todo, a las clases medias de las que extraen sus seguidores y sus principales figuras. Entre ellas destaca, en la época que nos ocupa, el comerciante John Thornton. El Quietismo es el único movimiento basado en la fuerza del sentimiento religioso que se produce en el seno del catolicismo. Su cuna, Francia; su enunciadora, madame Guyon du Chesnoy (1648-1717); su difusor, Fenelon (1651-1715). Su contenido queda expresado en el Medio breve y fácil para la oración..., obra publicada por aquélla en 1685. Desde sus páginas se nos dice que el cristiano no debe afanarse en nada ni preocuparse por nada, antes bien, abandonarse en Dios, entregarle el presente. Tampoco debe pedirle nada, sino esperarlo todo de Él; el futuro ha de confiarse a su divina Providencia. Sólo éste es el camino de la perfección. Y en este camino, la oración, que debe realizarse con un amor puro alejada de ritualismos, juega un papel primordial pues nos conduce a alcanzar los más altos grados del espíritu. Teniendo en cuenta las ideas precedentes, no debe extrañarnos el rechazo de los quietistas a la Iglesia establecida, a sus ministros y hasta a la sociedad, de los que se apartan para vivir en pequeñas comunidades en donde ponen en práctica sus abandonos celestiales. A través de ellas pretenden escapar de las corrupciones que acarrea el progreso, de las perversiones de la moderna ciencia, en una palabra, de un mundo en el que dicen reina el Anticristo y está necesitado de una nueva redención por haberse terminado los beneficios de la primera. Esperarla sin más, en la seguridad de que ha de venir, es lo que ellos hacen en medio de exaltaciones místicas, éxtasis y suplicios que a veces les ocasionan la muerte. Aunque el quietismo consigue una cierta difusión por Europa, no llega a tener ni la importancia ni la trascendencia de los anteriores. Sus postulados prácticamente les situaban fuera del mundo en que vivían y nunca llegaron a provocar escisiones en el seno de las Iglesias establecidas donde surgieron.
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La crítica de Teba al absolutismo desde la perspectiva antiliberal, era muy distinta a la que se hacía desde el liberalismo. La guerra con Francia tuvo también un efecto propagandístico opuesto al deseado por las autoridades, puesto que los principios de la Revolución se difundieron en todos los ambientes. Así lo constataba Juan Pablo Forner en una carta enviada desde Madrid a un amigo sevillano: "En el café no se oye más que batallas, revolución, Convención, representación nacional, libertad, igualdad; hasta las putas te preguntan por Robespierre y Barrére, y es preciso llevar una bueno dosis de patrañas gacetales para complacer a la moza que se corteja". A los ilustrados radicales, la Revolución les había abierto un horizonte de posibilidades, y para ellos la regeneración de España pasaba necesariamente por acabar con los privilegios. Entre quienes estuvieron en la vanguardia de este movimiento favorable al liberalismo se encontraban los españoles exilados en Francia, entre los que destacó José Marchena, el español más comprometido con la Revolución Francesa y hoy conocido por la excelente biografía política e intelectual realizada por Juan Francisco Fuentes. Marchena pertenecía a una minoría de intelectuales críticos que se enfrentaron a quienes, antes del estallido revolucionario en Francia, pusieron sus plumas al servicio del gobierno y exaltaron, mediante apologías, el nacionalismo español. Para Marchena, sin embargo, las apologías fomentadas y financiadas por Floridablanca, eran "una prueba de la verdad que intentan combatir", es decir, el retraso español respecto al resto de las naciones europeas. Su convicción de que en España sólo era posible publicar "cuentos de hadas o libros ascéticos", lo llevó al exilio francés. Desde abril de 1792, Marchena pasó a residir en Bayona. En agosto de 1792 editó la Gaceta de la Libertad y de la Igualdad, redactada en español y francés, y cuya finalidad era "preparar los espíritus de los españoles para la libertad". Los revolucionarios franceses, y los girondinos especialmente, pusieron un gran empeño en convertir a Bayona en un centro difusor de propaganda revolucionaria hacia España, y la Junta de Bayona dio cobijo a quienes, venidos de España, estaban dispuestos a participar en esa empresa propagandística. Junto a Marchena colaboró el marino Miguel Rubín de Celis, y ambos trabajaron en la traducción al español de los discursos de Mirabeau, que no llegaron a editarse. También intervinieron en la célula de propaganda de Bayona otros españoles partidarios de la Revolución, como José Manuel Hevia y Miranda y Vicente Santibáñez, más radicales en sus posiciones que Marchena y Rubín de Celis. La aportación más importante de Marchena fue la proclama titulada A la Nación española, publicada en Bayona en octubre de 1792 con una tirada de 5.000 ejemplares. Según su contenido, dirigido especialmente a la nobleza y al clero, Marchena proyectaba promover en España un proceso revolucionario, pero no mimético del francés, sino que atendiera a las particularidades españolas, entre ellas la falta de una burguesía capaz de encabezar el proceso, como había sucedido en Francia. Con su proyecto de Revolución a la española, Marchena deseaba revitalizar las instituciones representativas para lograr cohesionar una realidad hispánica que consideraba poco integrada y compuesta de regiones diversas, lo que, en el fondo, no consistía en otra cosa que en acelerar el reformismo ilustrado: supresión de la Inquisición, restablecimiento de las Cortes estamentales y limitación de los abusos y poderes del clero. Su intención era ofrecer un proyecto atractivo al conjunto de la sociedad española, en el que el pueblo accedería lenta y gradualmente a la plenitud de sus derechos políticos. El texto de Marchena respondía a su ideología posibilista, más próxima a los girondinos. Sin embargo, otro era el criterio del profesor Santibáñez, proclive al sistema centralizado de los jacobinos y, por tanto, más radical, quien en la primavera de 1793 redactó sus Reflexiones imparciales de un español a su nación sobre el partido que debería tomar en las ocurrencias actuales. En este escrito, que remitió al ministro Lebrun, preconizaba sustituir las antiguas Cortes españolas por un cuerpo político que fuera el resultado de la representación nacional. A fines de 1792 se abrió en Bayona un "Club español" dedicado por entero a labores propagandísticas, contando con Marchena como uno de sus miembros más activos. Un año después, el Club se transformó, por indicación de las autoridades parisinas, en el Comité español de Instrucción Pública, del que forman parte el propio Marchena junto a Santibáñez, Hevia y jacobinos franceses. Su objetivo siguió estando centrado en la propaganda: propagar en España nuestras máximos políticas, ya sea a partir de nuevas publicaciones o a través de traducciones de nuestras mejores obras revolucionarias, según indicación del comisario francés encargado de dinamizar su actividad. Actividad que fue breve, porque las luchas política entre montañeses y girondinos alcanzaron también a estas organizaciones políticas. Desaparecido el Comité, fue creado el Club de los Amigos de la Constitución, del que Santibáñez era secretario, pero acusado éste de apropiación indebida de fondos fue encarcelado, falleciendo en prisión pocos meses después. Marchena, acompañado de Hevia, se encontraba por entonces en París dedicado a labores de traducción de textos políticos, como el manifiesto de la Convención dirigido a los pueblos de Europa. Perseguido y encarcelado durante el Terror, su libertad no llegó hasta después de Thermidor, interviniendo desde entonces en la política parisina, pero sin relación con los asuntos de España. Sólo en 1799 Marchena tradujo y editó el Contrato Social de J.J. Rousseau para su difusión en España y América. En su introducción exigía un alzamiento popular contra una monarquía responsable de la ignorancia y del atraso español. No obstante estas manifestaciones de oposición, que brotaban de sectores muy diversos y con intencionalidad distinta, Manuel Godoy había decidido dar un giro a lo que hasta entonces había sido su política exterior, e inaugurar una nueva línea política de acercamiento a Francia y enfrentamiento con Inglaterra.
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El sedentarismo era la nota dominante en la sociedad europea del siglo XVIII. Abundaban, es cierto, los matrimonios entre miembros de localidades vecinas, se acudía con frecuencia (al mercado y a otros asuntos) a las ciudades o villas cabecera de comarca más próximas, se iba en romería o se visitaba en fechas señaladas algún santuario..., pero nada de ello, por lo general, implicaba salir de un puñado de kilómetros cuadrados y la vida de muchos hombres transcurría en ese reducido espacio. Sin embargo, la estabilidad no era total y aunque la movilidad geográfica no solía afectar sino a una minoría, en determinadas circunstancias podía llegar a ser significativa. En cada país solía haber una colonia de extranjeros, militares, estudiantes, religiosos que iban de convento en convento, artesanos cualificados para poner en marcha ciertas industrias, mercaderes y negociantes que se agrupaban en ciudades portuarias, músicos y artistas que recorrían diversas cortes, constituyen ejemplos de personas que, más o menos habitualmente, se desplazaban, a veces, a largas distancias. Mucho más numerosos, junto a los pocos que tenían en el nomadismo su forma de vida (gitanos), mendigos y vagabundos erraban constantemente por los caminos. Considerados inútiles desde el punto de vista económico y peligrosos socialmente, los intentos de acabar con ellos, cuando se hicieron, resultaron bastante ineficaces. Y su número, lógicamente, se incrementaba de forma considerable en momentos de dificultades económicas. Se ha llegado a estimar en cerca de 1 millón los existentes en Francia al final del Antiguo Régimen. Por otra parte, no eran raros los desplazamientos estacionales, impuestos por la propia estructura geoeconómica -la referencia a los pastores trashumantes castellanos es obligada- o por otras razones, no siempre suficientemente aclaradas, pero entre las que destaca, sin duda, la necesidad de buscar ingresos suplementarios. Los franceses - de Auvernia, Pirineos, llanuras del Sudoeste- que venían a España durante la recolección o a partir del otoño para ejercer los más diversos oficios o trabajaban en su país como buhoneros, quincalleros o caldereros ambulantes son, entre muchos otros, buenos ejemplos de ello. Las ciudades y núcleos grandes, ya lo hemos dicho, constituían un importante foco de atracción, temporal o definitivo, para quienes buscaban mejorar su situación o, simplemente, ahorrar lo suficiente para hacer frente al matrimonio. La atracción no se limitaba en modo alguno al entorno más próximo, sino que podía afectar a una área muy extensa. E. A. Wrigley estimó que, a finales del siglo XVII, una sexta parte de la población inglesa había residido alguna temporada en Londres, proporción que, sin duda, aumentaría en el siglo XVIII, sobre todo, si extendemos la consideración a todas las ciudades (pero la sociedad inglesa fue una de las de mayor movilidad geográfica durante la Edad Moderna). Los desplazamientos, en ocasiones, implicaban el abandono definitivo del propio país. Y no siempre de forma voluntaria. La intransigencia política y religiosa, si bien algo más atemperada que en tiempos anteriores, continuó forzando o condicionando migraciones. Sirvan como ejemplo de ello, entre los muchos casos que se podrían citar, los cerca de 20.000 protestantes expulsados de sus territorios por el arzobispo de Salzburgo en 1728; o los presbiterianos del Ulster (en número superior a los 100.000) que emigraron a América, entre otras razones, por las exclusiones de que eran objeto por su confesión religiosa. Y a finales del siglo, los huidos de los acontecimientos de la Francia revolucionaria conformarán una nueva oleada de exiliados. Los movimientos de colonización de tierras originaron también corrientes migratorias de diversa importancia. Podemos citar, a pequeña escala, la repoblación de Sierra Morena por Carlos III, o las desecaciones de tierras pantanosas llevadas a cabo en muchos países. Y entre los más importantes se cuentan, por ejemplo, el llevado a cabo por Federico el Grande de Prusia -continuando un proceso iniciado anteriormente-, que afectó probablemente a cerca de 300.000 colonos o la colonización de la Gran Llanura húngara, tras su reconquista por los Habsburgo a los turcos, con pobladores magiares y también alemanes, franceses, italianos, albaneses... Finalmente, se ha de considerar la emigración a las colonias, la única corriente migratoria de importancia que trascendió los límites continentales. De difícil evaluación, se ha estimado recientemente en algo más de 2, 7 millones de emigrantes a lo largo del siglo. De ellos, 1,5 millones (británicos en su inmensa mayoría) se habrían dirigido a la América continental inglesa, de 620.000 a 720.000 portugueses habrían ido al Brasil y quizá no más de 100.000 españoles se habrían establecido en la América hispana, siendo muy exigua -unos pocos miles de personas- la emigración francesa al Canadá y más numerosa -de 100.000 a 150.000- la que tuvo por destino las Antillas francesas. Por lo demás, América recibía otra aportación humana de muy distinto signo, la de los esclavos negros, a cuyas cifras y significación nos referimos en otro lugar. La repercusión demográfica que la emigración a América tuvo en Europa no fue grande. En conjunto, las salidas no representaron más que una pequeña proporción del excedente de población acumulado en el Viejo Continente. Y analizándolo por países, sólo pudo frenar el crecimiento en Inglaterra y, dadas las cortas cifras de partida, en Portugal. En cuanto a las migraciones internas, su papel de redistribución de los excedentes humanos constituye un factor de equilibrio en la relación entre población y recursos. Los movimientos estacionales, normalmente, tendían a reducir la fecundidad en los lugares de origen, igual que el retraso del matrimonio y el mayor índice de celibato definitivo que no pocas veces experimentaban los inmigrantes en las ciudades. Esto, y los más elevados índices de mortalidad urbana, ha llevado a concluir a J. de Vries, en contra de una opinión muy extendida que consideraba marginales sus efectos, que las migraciones, y en concreto las que tenían por destino las ciudades, ejercían un notable papel moderador del crecimiento demográfico.
contexto
Dos focos mundiales de fuerte densidad, Europa y parte de Asia, enviaron sus emigrantes hacia cinco zonas fundamentales: América, Asia central y Siberia, África y Australia. En el caso de Europa, sus habitantes (entre 1800 y 1930) emigran en número aproximado a los 50.000.000 (según Carr Saunders en torno al 40 por 100 del crecimiento anual de la población europea), dando origen a lo que Reinhard ha denominado "Nuevas Europas". Del Reino Unido salen nada menos que 17.000.000, 10 de Alemania, 9,5 de Italia, 4,5 de Europa balcánica y danubiana, 4,4 de España, 2 de los países escandinavos, 1,6 de Portugal y 0,5 de Bélgica y Holanda. Asia, por su parte, alimenta la corriente migratoria con cerca de 10.000.000 de personas procedentes, sobre todo, de China y la India. Referencia especial merecen los 10.000.000, aproximadamente, de rusos europeos que se desplazan hacia Siberia entre 1850 y 1914. Se distinguen dos períodos de emigración en consonancia con la respectiva evolución de los países: hasta 1880 emigran especialmente británicos (suponen el 80 por 100 del total en 1850), y otros países anglosajones; desde 1880, las 4/5 partes de los emigrantes son latinos y eslavos. Como causas de esta emigración, pueden mencionarse la correlación entre presión demográfica y emigración y ciertos acontecimientos de los países receptores. Como ha demostrado Jérôme, el descubrimiento de oro en California, a partir de 1848, atrae muchos emigrantes. Por otra parte, las dificultades de este país en ciertos momentos (la Guerra de Secesión, por ejemplo), frenan la corriente migratoria. Así pues, hay que contar, positiva o negativamente, con las situaciones concretas económicas, legales y políticas de las zonas que reciben a los emigrantes. También hay que considerar la situación geográfica, tanto del país de origen como del país receptor: zonas marítimas, distancias, comunicaciones, sin olvidar la existencia de colonias pobladas anteriormente por compatriotas que actúan de reclamo para los nuevos pobladores. La llegada de emigrantes a los países receptores contribuyó al desarrollo de su economía y palió en cierto modo los efectos del desempleo en determinados países de Europa. La incidencia del fenómeno migratorio, no será, sin embargo, idéntica en cada una de las metas de esta avalancha. Los Estados Unidos de Norteamérica son un claro ejemplo de las alteraciones producidas por el movimiento migratorio. Entre 1790 y 1950, Estados Unidos recibe cerca de 40.000.000 de extranjeros. Asimismo, el ritmo de crecimiento natural de la nación es notablemente elevado, si bien el índice de natalidad no dejó de disminuir: 50 por 1.000 en 1800, 35 por 1.000 en 1880 y 26 por 1.000 en 1920. Estos cambios se debían al aumento de las ciudades, en las que la fecundidad era inferior a la del campo. Como contrapeso, la duración de la vida media aumentaba. En todo caso, los índices de crecimiento natural y, por supuesto, de inmigración eran superiores a los europeos. Ambos factores hicieron surgir una nueva potencia demográfica (4.000.000 de habitantes en 1790, más de 50 en 1880 y 100 en 1918). A pesar de este importante aumento, la densidad de población permaneció relativamente baja debido a la amplitud de territorios constantemente en progreso con la incorporación de nuevas tierras hacia el Oeste. Las migraciones interiores hacia el Oeste se vieron favorecidas por el establecimiento de los ferrocarriles transcontinentales y por la ley que regulaba la concesión de tierras. Paralelamente al ferrocarril, los colonos se establecieron a lo largo de los itinerarios creando Estados nuevos: Nevada, Montana, Arizona, Kansas, Wyoming, Nebraska, etc. También se colonizaron Texas y California. De este modo, se construían y se diferenciaban grupos humanos cuyas características subsisten todavía, pero cuyo origen y relaciones, favorecidos por las nuevas comunicaciones, permitían a la Federación mantener su unidad a pesar del espacio y de la inmigración. La inmigración se produce de manera especial entre 1860 y 1913 (más de 26.000.000 de inmigrantes). Durante este periodo, se asiste a cambios significativos en cuanto a la procedencia. Así, hasta 1880, los europeos que se asientan en Estados Unidos son en su mayoría son originarios de los países del Noroeste de Europa. A partir de esta fecha, aumenta la incorporación de eslavos y latinos, sin olvidar el ritmo creciente de los pueblos asiáticos. Esta nueva procedencia plantea problemas de adaptación, lo que provoca, desde la Primera Guerra Mundial, que se limite el contingente eslavo-latino en beneficio de los nórdicos. Estas circunstancias y las peculiaridades de Estados Unidos, hacen que afloren problemas con relación a los respectivos núcleos de población. El problema principal, más grave y de mayor entidad hasta la actualidad, es, especialmente en el área sur, el creado por la población de color (el 92,1 por 100 de los negros del país, en 1850, habita en esos Estados; en 1900 era todavía el 89,7 por 100). En la primera mitad del siglo XIX, la mayoría eran esclavos; después de la abolición, su condición social no mejoró mucho. Los negros tomaron conciencia de pertenecer a América, pero no por ello pasaron a ser verdaderos ciudadanos. El desprecio anglosajón se manifestó desde la segregación (escuelas, transportes, viviendas, etc.) hasta el linchamiento. A pesar de contar con una mayor tasa de natalidad, decrece la proporción de negros en relación al total de la población: 15,7 por 100 (3,6 millones) en 1850, 11,6 por 100 (8,7 millones) en 1900. Esta aparente contradicción se debió a que apenas si hubo emigrantes de raza negra y un índice de mortalidad mayor: en 1900, un 17,6 por 1.000 para los blancos y un 27,8 por 1.000 para los negros. La segunda raza con dificultades es la amarilla. En 1892 se había prohibido la emigración de chinos. El progreso del "problema amarillo", especialmente notorio en la zona costera estadounidense del Pacífico, entre 1871 y 1878, fue demasiado rápido y provocó la caída de salarios, al conformarse con sueldos bajos. Pese a las trabas, los japoneses siguen emigrando a EE.UU. hasta 1907, año en que se frena la emigración. Además de las motivaciones económicas y laborales, existe un motivo racial en el rechazo de la población amarilla por parte de los blancos, solucionado de momento con las cuotas establecidas por el gobierno y el nacimiento de barrios separados. Por último, por lo que respecta a la población autóctona, en 1890 había aproximadamente 240.000 indios, es decir, menos de la mitad que los que había a la llegada de los blancos. Este retroceso se explica por una eliminación sistemática, aunque muy variada en cuanto a los medios utilizados. Un proverbio indio compendia las causas de este proceso de destrucción: "El hombre blanco, el whisky, la viruela, la pólvora y las balas, la exterminación". La realidad es que para evitar que ocuparan demasiado espacio se les molestó, se les redujo a la esclavitud y se les expulsó. Los cheroquis, por ejemplo, fueron obligados a un éxodo de más de 1.000 kilómetros que fueron jalonando de cadáveres. Quedaron algunas reservas, pero fueron cada vez más escasas y reducidas. La evolución estadística de los respectivos países de América Latina no es fácil de reconstruir. Las series son incompletas, la población indígena no fue exterminada y su evaluación es sumamente difícil, al igual que los habitantes de otras zonas insertos en Latinoamérica. Esta variada población, lejos de segregarse racialmente, ha dado lugar a un innumerable conjunto de razas, grupos, categorías, etc., que llega hasta el momento presente. La inmigración es también importante, aunque menor que en EE.UU. Se estima en torno a 12.000.000 entre 1810 y 1950. Aunque, étnicamente, los pobladores de tan diverso origen no son solamente ibéricos, la civilización dominante (lengua, literatura, religión, costumbres) tiene un fondo hispano-portugués. De entre todos los países de América Latina dos son los más favorecidos por la emigración europea: Brasil (como Estados Unidos) combina una fuerte emigración con un elevado crecimiento natural, lo que le permite pasar de 3.000.000 a principios del siglo XIX a 27,3 millones en 1920. La República Argentina experimenta un movimiento parecido, pasa de 1.000.000 en 1850 a 7,5 en 1914. La inmigración procede de Italia (la mitad aproximadamente) y España (un tercio). En buena parte se instalan en las ciudades: en 1914, el 75 por 100 de los habitantes de Buenos Aires está inscrito en las estadísticas bajo la rúbrica "nacidos en el extranjero". La política populacionista en los gobiernos de ambos países contribuyó a la expansión económica y social de los mismos. Regiones del continente australiano, casi vacías aún a mediados del siglo XIX (en 1850 en torno a 400.000 habitantes), son pobladas por británicos hasta 1914. El asentamiento inglés en Australia, iniciado por Coock en 1770, progresa en la centuria siguiente y se consuma en 1870, después de fundar nuevas colonias británicas. La primera colonización se hizo con "forzados" en régimen penitenciario; a partir de 1830, Gran Bretaña cambia de política intentando atraer a los emigrantes, a los que les paga el viaje, ayudando a los colonos a establecerse en la tierra. El descubrimiento de oro (1851) en Nueva Gales del Sur y Victoria es decisivo en este sentido. Al cabo de siete años (1858), se había doblado la población: 1.000.000, que se convierte en casi cuatro en 1900. Los colonos ingleses en Nueva Zelanda disfrutan de la riqueza ganadera y minera del territorio. Las estimaciones referentes a la mayor parte de África no tienen interés para el siglo XIX, debido a la escasez de datos fiables, especialmente para el África negra. Sólo se pueden dar algunas cifras aproximadas para Sudáfrica (foco de emigración de ingleses y holandeses) que pasa de 70.000 habitantes (1850) a 6.000.000 en 1914. Otro foco de emigración es el Norte de África (Argelia y Túnez), zona de atracción de los franceses, españoles e italianos, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, aunque para los españoles fue durante largo tiempo un territorio caracterizado por la emigración temporal o "golondrina". Respecto al continente asiático, conviene llamar la atención sobre el rápido crecimiento del Japón, lo que unido a sus reducidas dimensiones insulares, contribuye a alentar un sentimiento imperialista al compás de la revolución Meiji. Japón pasa de 26 a 52.000.000 entre 1868 y 1913, de forma totalmente opuesta a Europa, pues se da una gran industrialización al tiempo que se propugna el populacionismo (su índice de crecimiento es de 6,6 por 100 en 1880 y de 13 por 100 en 1912). De las grandes masas humanas (India y China) tenemos datos muy vagos. Por lo que sabemos, experimentan un crecimiento natural debido a la diferencia entre una elevada mortalidad y una fuerte natalidad, pero esta diferencia se refiere a tales masas humanas que el aumento es impresionante. Estos países aportan contingentes notables a la emigración: chinos hacia el Pacífico e indios hacia Sudáfrica y Madagascar. Por último, Siberia se poblará entre los últimos años del siglo XIX y el siglo XX por los rusos, empeñados en una política colonizadora.
contexto
Fue en Cataluña donde cobró mayor consistencia política la protesta social contra el estado de cosas existente, dominado por un profundo malestar ante los efectos desastrosos que la guerra estaba produciendo y por la crisis económica que afectaba a amplios sectores de población. Los campesinos se encontraban especialmente molestos por la presencia perturbadora de los soldados, enviados a tierra catalana para estar más cerca del campo de operaciones en la lucha contra Francia, lo que se unía a las ya difíciles condiciones de vida que padecían. La respuesta a todo esto fue la agitación que iniciaron, que tuvo su momento culminante tras la entrada y toma de la ciudad de Barcelona en el llamado "Corpus de Sangre" de junio de 1640, una de cuyas víctimas principales fue el virrey, marqués de Santa Coloma, que murió asesinado por las iras populares. Las masas urbanas se sumaron a la revuelta, generándose una crítica situación que alarmó a las propias autoridades locales, temerosas de la radicalización social del movimiento. Los componentes del gobierno de la Diputación catalana dudaban en la actitud a tomar, teniendo en cuenta su manifiesta oposición a las directrices emanadas del poder central, que por su parte tenía que reaccionar ante los graves disturbios que se estaban produciendo, decidiendo el envío de tropas para intentar dominar la situación. El gobierno de la Generalidad se inclinó hacia la petición de ayuda a Francia, queriendo contrarrestar de este modo la presión militar que ya se estaba ejerciendo por parte de la Corte castellana, desde donde se consideraba cada vez con mayor intranquilidad el grado de subversión que había alcanzado la revuelta de los catalanes, sobre todo una vez que éstos reconocieran a Luis XIII de Francia como soberano. Se concretaba así la separación de Cataluña de la Monarquía hispana, reafirmada con el fracaso de las tropas reales castellanas ante Barcelona, al que seguiría la pérdida de Perpiñán. La frontera quedó fijada entre Cataluña y Aragón, permaneciendo estable durante algunos años, en el transcurso de los cuales se puso de manifiesto la dominación francesa sobre Cataluña, que se haría incluso más insoportable que la sufrida hasta entonces y achacable al Gobierno de Madrid. A la subordinación política se añadirían los graves daños que las epidemias, las crisis de subsistencias y la inflación causarían, produciendo todo ello un claro deterioro en las condiciones de vida de la población catalana. Cataluña se mantuvo segregada de la Monarquía hispana hasta su definitiva reincorporación ya en los últimos años del reinado de Felipe IV. A finales del crítico año 1640, se abría otro frente de guerra con el comienzo de la independencia de Portugal, que se añadía a los enfrentamientos contra Francia y Cataluña. Precisamente por esto, el gobierno de Olivares no pudo dedicar muchas fuerzas a reprimir dicho levantamiento, ya que el grueso del ejército castellano se encontraba ocupado en la contienda del Norte. El conflicto de Portugal se prolongaría durante casi tres décadas, finalizando con la separación irreversible del territorio portugués del conjunto integrado por la Monarquía hispana, que si bien pudo recuperar posteriormente Cataluña vio cómo la tan querida y anhelada Portugal se escapaba definitivamente de sus manos. Además del país vecino se perdía su inmenso imperio colonial, a excepción de Ceuta que quedó incorporada como posesión española. Las rebeliones de Cataluña y Portugal fueron importantes en sí mismas y por las secuelas que dejaron. El poder central hispano se encontraba muy debilitado y el momento era propicio para realizar otras intentonas separatistas, aunque las que se planearon resultaron de tono menor, insuficientemente planteadas y con muy poco apoyo social, siendo abortadas sin muchas dificultades. En Andalucía fue descubierta la conspiración nobiliaria del duque de Medina Sidonia y del marqués de Ayamonte, que pretendían tomar el poder en esta zona contando con el apoyo portugués (la hermana del primero se había convertido en reina del país vecino). La suerte de ambos intrigantes fue desigual, pues mientras a Medina Sidonia le cayó una pena de destierro y la pérdida de señoríos destacados, contra el marqués de Ayamonte fue dictada pena de muerte al considerársele cabecilla de la conspiración. Su ejecución se llevó a efecto, ya desaparecido Olivares, en 1648, año en que se volvió a descubrir otra intentona de ruptura con Castilla, esta vez procedente de tierras aragonesas y cuyo protagonista era el duque de Híjar, que pretendía proclamarse rey de Aragón. Nuevas revueltas y disturbios ocurrieron por estos años y los siguientes, pero con motivaciones más sociales y económicas que políticas. Tales podrían ser considerados los levantamientos de 1646-1648 en Valencia, las rebeliones de 1647 y 1648 acaecidas en las posesiones italianas de Sicilia y Nápoles y las alteraciones andaluzas de 1647 a 1652, prueba elocuente todas ellas de la difícil situación en que se encontraba la Monarquía hispana y de los padecimientos que experimentaban las poblaciones de los territorios que la formaban. En la última fase del reinado de Felipe IV se habían producido algunos cambios significativos entre los dirigentes políticos a consecuencia de las muchas oposiciones y rechazos que el mandato de Olivares provocara. Las críticas a su gestión llegaron de todas partes hasta el punto de quedarse aislado, lo que, unido al fracaso de sus planteamientos, motivó la decisión regia de apartarlo del poder, hecho que se concretó cuando en enero de 1643 el monarca aceptaba la petición de retirada presentada por su hasta entonces hombre de confianza. A continuación, Olivares se retiraría de la Corte, pasando unos años de intenso desequilibrio y angustia hasta su muerte en 1645. Tras la caída del valido, Felipe IV pretendió asumir personalmente el gobierno aunque tardó muy poco tiempo en claudicar, ya que pronto aceptó un nuevo consejero a modo de primer ministro, don Luis Méndez de Haro, sobrino del conde-duque, quien durante casi las dos décadas que quedaba de reinado pasó a ser el nuevo hombre fuerte del Gobierno, pero sin alcanzar la elevada posición ni la influencia sobre el rey de que había gozado su tío, al que había sucedido como valido. Por otro lado, el propio monarca escuchaba con gran atención y credibilidad los consejos espirituales y políticos de la religiosa sor María de Agreda, curioso personaje que cobró importancia relevante cerca de la figura regia incidiendo sobremanera en sus decisiones. En 1661 moría el oscuro y poco definido don Luis Méndez de Haro, quedando de nuevo una especie de vacío de poder que los afanes postreros del monarca no pudieron llenar, anunciándose ya la presencia de los grupos nobiliarios que pronto se iban a disputar el control del Gobierno, pues se avecinaba un período de minoría regia que tan propicio era para ello.