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Podríamos hoy aproximarnos al arte griego en España desde una multitud de puntos de vista. Cada uno de estos ángulos de observación nos llevaría a una consideración distinta de lo griego. Con toda justicia, presentaríamos entonces bajo un mismo título aproximaciones parcial o, incluso, completamente diferentes. Ante todo será, pues, preciso indicar qué vamos a entender aquí por arte griego para definir, en la medida de lo posible, nuestra perspectiva y, con ella, los limites de nuestro encuentro. Los investigadores de comienzos del siglo XX hubieran preferido tal vez llamar a este trabajo, personalizando el título, "el arte de los griegos en España", pues a los autores de entonces les agradaba vincular estrechamente el genio de un pueblo con sus manifestaciones artísticas. En efecto, al menos hasta los años 40, el estudio del arte griego en el Mediterráneo y, en concreto, en España se había asociado con frecuencia a una extendida concepción occidental de la civilización que encubría una valoración jerárquica de las culturas y adoptaba un narcisista eurocentrismo de raíces grecorromanas. En esta línea de pensamiento, la historiografía arqueológica más tradicional había sobrevalorado durante muchas décadas lo griego frente a lo bárbaro. En el arte griego clásico se condensaría lo civilizado y lo perfecto -como modélico y canónico- en contraposición con un mundo periférico. Aquél se caracterizaría por su plenitud frente a éste, marcado por la inmadurez de las imitaciones. El modelo estaba en Grecia y se querían hallar sus reflejos, como en un espejo, en el Occidente antiguo. Para ello se buscaba en los datos históricos transmitidos por las fuentes escritas la justificación que sustentara un desarrollado arte griego en España, que hasta entonces permanecía impreciso, indefinido, evanescente, es decir, más como una proyección teórica que como una realidad palpable. Por el prestigio de la cultura clásica, a inicios del siglo XX se siente la necesidad de inventar un arte griego en España.
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La época de Adolfo Schulten asociaba también muy estrechamente el arte griego en España a la colonización jonia en el extremo Occidente. Consideraban en la presencia griega más sus supuestos aspectos civilizadores que los prioritariamente comerciales. Por tanto, la principal manifestación de aquélla era la gran escultura o los grandes epígrafes -éstos tan escasos, por otra parte- y no la más humilde y funcional cerámica del comerciante que nos ha ocupado a los arqueólogos preferentemente en estas últimas décadas. Pues prevalecía además, en estos autores, una concepción jerárquica, heredada del neoclasicismo, que distinguía artificialmente entre artes mayores y menores. En este ambiente, José Ramón Mélida, a quien podemos considerar con justicia el padre de la arqueología clásica en España, buscaba en las esculturas los testimonios de la colonización y del comercio griego en la Península: el pequeño Hércules en mármol de Alcalá la Real, en el Museo Arqueológico Nacional, que hoy clasificamos como una copia clasicista de época romana, fue considerado entonces por Mélida como un original griego del último arcaísmo. Paralelizó históricamente su hallazgo al del Esculapio de Ampurias, éste sí, efectivamente griego. Pero, al contrario que en Ampurias, Alcalá la Real no es un yacimiento griego por lo que Mélida, en 1930, tuvo que proponer que allí "sin duda fue llevada la estatuita como objeto de culto, y acaso de Mainake, la colonia griega que se cree existió en la costa al lado occidental de Málaga". Los modelos clásicos de la escultura y una modernizante concepción colonial de la polis -al modo de las colonias europeas a lo ancho del mundo- estaban presentes con frecuencia en el pensamiento de nuestros predecesores. Todo ello condicionaba en el arqueólogo la clasificación misma, la interpretación, los resultados. Pues habría de ser función de las supuestas colonias griegas en el extremo occidente el extender entre los indígenas de la Península el arte superior de su pueblo. Con anterioridad a Mélida, el investigador norteamericano Rhys Carpenter había publicado en 1925 un precioso librito -The Greeks in Spain-, "Los Griegos en España", donde se plantea de nuevo la relación del arte griego con la colonización jonia en el Extremo Occidente. Quiso establecer los vínculos entre la perfección técnica del arte griego y una emulación inmadura, lastrada por la falta de medios técnicos, de los iberos.
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En los siglos IV y V d. C. la civilización de la India Antigua alcanza su cenit. La formación intelectual y científica de sus gobernantes, los múltiples focos de irradiación cultural, el purismo volumétrico y la contención expresiva de las formas artísticas, la libertad religiosa, la solvencia económica de un estable comercio terrestre y marítimo... se conjugan para obrar el milagro de dos siglos de paz y esplendor. "En el año 300 d. C. un personaje oriundo del Ganges, hasta entonces indocumentado, que se autodenomina Chandragupta (a semejanza del primer emperador indio), reúne y dirige los ejércitos indios victoriosos contra los antiguos invasores Kushana. En el año 320 d. C. instaura su dinastía imperial con las dos últimas sílabas de su nombre, Gupta, y unifica los reinos de Magadha (Ganges) y Gandhara (Indo). Sus descendientes, sagaces políticos, liberales y permisivos, fueron a veces brillantes artistas y siempre mecenas culturales, por lo que todas las cortes provinciales imitaron su estilo de vida y de gobierno". Los reinos florecientes pertenecen a Samudragupta (335-375), Chandragupta II (375-415), Kumaragupta (415-445) y Skandagupta (445-476). La segunda mitad del siglo V está ensombrecida por la invasión de los hunos heftalitas, que impedirán el acceso a la Ruta de la Seda y forzarán a los príncipes Gupta a refugiarse en las cortes meridionales hasta su total extinción. Después de la invasión de los bárbaros, viene la desmembración política, el caos del orden social, la cultura recluida en centros religiosos: son los siglos VI, VII y VIII del medievo indio. Pero cuando la India que renace de esta pesadilla busque sus raíces culturales y su antiguo esplendor, siempre evocará este modelo digno de imitación o, lo que es lo mismo, esta India Clásica. Aunque la cultura Gupta funcionó en India y en todo el Sudeste Asiático como un inagotable manantial del pensamiento humano, al igual que la cultura greco-romana en Occidente, el término Clásico debe aplicarse en su significado original de modelo o paradigma, sin que ello suponga ninguna referencia directa al mundo clásico occidental. Gupta significa algo más que una mera localización temporal y espacial. Desde el punto de vista artístico indio supone el máximo grado de belleza, la culminación del arte budista y la virtualidad del arte hindú. Los palacios Gupta alojaban a todos los autores célebres del momento, por lo que las principales ciudades se convirtieron en centros de irradiación cultural, y no había una sola corte que no se preciara de su biblioteca y de sus talleres artísticos. Guiados por su espíritu clasicista, mandaron analizar y catalogar los textos antiguos, además de recopilar y completar todas las colecciones literarias. A este fervor intelectual debemos la conservación de las letras indias hasta nuestros días; posiblemente no haya habido otro florecimiento tan espectacular del sánscrito como con los Gupta; el sánscrito se convierte ahora en el idioma oficial, no sólo dentro de India sino en todas las cortes indianizadas de Asia. En sánscrito se cultivan los nuevos géneros literarios del teatro y el cuento, de gran repercusión hasta la actualidad. Aunque en la corte Gupta florecieron todas las artes, el auge más importante fue el literario, que cubre el más amplio abanico de géneros existentes en la antigüedad, tanto en prosa como en verso, y cuya mayor evidencia la constituyen las Nueve Joyas Literarias, escritores ilustres entre los que destaca Kalidasa. También hay que valorar los avances en el campo científico. Las matemáticas alcanzaron su culmen hacia finales del siglo V, cuando Aryabhta inventó el cero y el sistema decimal, y ajustó el valor exacto del número Pi. Cuando los árabes entraron en contacto con la cultura india denominaron a las matemáticas hindisat o arte indio. Es, pues, más que probable que Occidente deba este importante avance científico a la cultura india y a sus transmisores árabes. Hubo además grandes descubrimientos astronómicos, como el de que la tierra gira alrededor de su propio eje, o el de la explicación de los eclipses de sol y de luna. Y en cuanto a los avances de la química baste decir que en época Gupta se logró fundir la columna o stambha de hierro inoxidable, que tanto asombró a los invasores islámicos que la trasladaron en el siglo XI a Delhi, donde todavía hoy podemos contemplarla en el centro del patio de la vieja mezquita o Quwwat-al-Islam. Los progresos médicos se debieron, entre otros, a Susruta (siglo IV), que difundió la práctica de la disección; los príncipes Gupta donaron sumas cuantiosas para la construcción y mantenimiento de hospitales gratuitos, justificando una vez más la confianza de sus súbditos.
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La cultura heládica proviene de la mezcolanza de diferentes influencias, de pueblos que atravesaban el Mediterráneo comerciando con sus productos, transmitiendo su lenguaje y su arte: fenicios, egipcios, tartesos... Alrededor del Mediterráneo, en sus costas griegas, se va a producir la eclosión de tres civilizaciones sucesivas que nos acercan a la predominante Grecia de los siglos posteriores. Estos pueblos son el duro y guerrero Micenas, de construcciones ciclópeas y arte rudo; la Creta minoica, regida por el culto al toro y la leyenda del Minotauro; y la Grecia Proto-geométrica, los primeros núcleos de población que preludian la organización panhelénica posterior. El estilo variará de una a otra, aunque cierto poso común se mantiene, como es la influencia del mar y sus productos en vasijas y pinturas palaciegas, o incluso en el arte funerario, como bien se ve en el precioso Sarcófago de Ayia Triadha.
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El arte hispanorromano, por la diversidad de las culturas hispanas preexistentes, por el distinto y escalonado grado de romanización que se registra en ellas, por los múltiples niveles en los que el mismo arte romano se expresa o se proyecta, por las numerosas vías por las que penetró en Hispania, será un arte heterogéneo y complejo de ordenar, clasificar y valorar científicamente, según vamos viendo en lo que va dicho. Buena parte de su problemática es la que corresponde a una cuestión medular en el arte del Imperio, que es el llamado arte romano provincial. Los planos en los que se desenvuelve el arte romano son fundamentalmente dos, en los que se compendian muchos estratos de matices distintos. Puede hablarse de un arte oficial, trasunto más o menos directo de los modelos de la corte, e incluso de un arte culto, de espectro más amplio, vinculado igualmente a las directrices romanas o a la de los ambientes elevados de tradición helenística de forma más general. Estos dos niveles, resumibles en uno de los correspondientes a la clasificación en dos de que se hablaba, se expresan de manera más o menos homogénea en todo el Imperio. Es el gran arte romano, sobre todo en el campo de la escultura, fuertemente deudor del clasicismo griego o de los estilos helenísticos, convertido por Roma en una expresión altamente politizada, al servicio de los poderosos aglutinantes ideológicos que un Imperio como el romano precisaba. No será por ello extraño que buena parte de la producción de este arte superior, se concibiera al servicio del culto al Emperador, a la Casa Imperial o a Roma y sus dioses tutelares. Pero junto a este arte áulico conviven en el Imperio formas de arte distinto, como el provinciano, de raíz más popular, que en cada lugar se ofrece con rasgos propios; corresponde a una parcela de la producción artística muy próxima, en cuanto a condicionantes y resultados, a la del arte plebeyo, según lo caracterizó el investigador Ranucchio Bianchi Bandinelli para el ámbito itálico. Como expresiones artísticas de propósitos más finalistas y prácticos, comparten una menor preocupación formal, la tendencia a primar los aspectos irracionales y simbólicos sobre la pureza estilística, a optar por las soluciones plásticas o técnicas más simples, como el linealismo en los pliegues de los ropajes, y otros rasgos. Como quiera que los niveles expresados no son estancos, sino que se influyen continuamente entre sí, los fenómenos propios del arte provincial resultan de una gran complejidad. La discusión sobre sus problemas y su significación empezó ya en el siglo XIX, y suscitó una interesante polémica en las primeras décadas de este siglo. Se ponía en cuestión el arte de las provincias, particularmente la escultura, con especial atención a lo que ocurría en la Galia, las regiones centroeuropeas y la propia Italia. Era preciso poner en orden la crítica artística de una interesante producción que no obedecía a las pautas del arte romano oficial, así como proceder a su correcta valoración cultural e histórica. El arte provincial entendido como tosca o bárbara imitación del oficial era una concepción simplista de una realidad mucho más compleja y rica en matices. Según el arqueólogo italiano G. A. Mansuelli, en el estudio de esa realidad se advierten desde posturas nacionalistas, tendentes a contraponer a las aportaciones romanas la persistente vitalidad de las etnias y las culturas locales (una afirmación del Kunstwollen prerromano), a las no menos unilaterales tesis centristas, que consideran a lo romano el principal o único protagonista de las iniciativas que conforman el arte provincial. Han sido de gran interés, en esta línea, los estudios de Bianchi Bandinelli. Subraya éste la diversidad de color de los diferentes artes provinciales, aunque se detecten rasgos comunes. En general, la mayor parte de la producción provincial es obra del artesanado popular, impulsado muchas veces por la necesidad o el deseo de ofrecer un trasunto asequible y económico de las obras de alto precio que se importaban de Roma o de otros centros de tradición helenística. Pero el arte popular -añade el citado autor- no es sólo imitación ni sólo reflejo del arte de Roma; puede contener elementos de gusto personal que, sobre todo en las individualidades más capaces, se concentran en afirmaciones de una poética nueva. Ciertas técnicas propias de lo provincial, como la simplificación, el linealismo en los plegados, o el surco de contorno en los relieves (para forzar artificialmente la sensación de bulto), se elevan al rango de estilo. Uno de los meollos de la tesis de Bianchi Bandinelli es que ese estilo provincial, bien representado en monumentos como el mausoleo de los Julios de Saint-Remy (Provenza) o, en España, la Torre de los Escipiones (Tarragona), junto con el plebeyo -en su afán narrativo, simbólico, expresionista, determinante de efectos como la perspectiva jerárquica-, se imponen en el arte oficial romano, de forma paralela al fenómeno sociológico por el que fueron cobrando importancia en Roma las clases medias, y ascendiendo a la corte las elites provinciales. Estos fenómenos, que cobraron notable fuerza con los Flavios, adquirieron carta de naturaleza con Trajano. La progresiva imposición, desde fines del siglo II d. C., de las tendencias irracionalistas y simbólicas, frente a las racionalistas y naturalistas de raíz helénica, caracterizaron el arte romano tardío y -concluye B. Bandinelli- prepararon la transición al arte de la Edad Media. En Hispania existen espléndidos ejemplos de arte áulico u oficial, en general en las grandes ciudades, como Emerita, Tarraco, Corduba, Italica, etc., donde la vida oficial exigía o propiciaba su implantación, y más repartidamente en todas partes donde hubiera gentes capaces de conectar con los gustos de ese arte áulico y soportar sus costes. Su estudio queda facilitado por la pertenencia a un lenguaje de normas bastante fijas, con patrones válidos en todo el Imperio, y girando fundamentalmente en torno a las tendencias definidas para Roma. Son igualmente abundantes los testimonios del arte provincial, y aquí las dificultades de estudio, de interpretación, de valoración como obra de arte y como expresión cultural, se acentúan extraordinariamente. Entre otras cosas porque aspectos básicos, como los impulsos culturales y mentales que los determinaron y les dieron forma, pueden quedar oscurecidos por la expresión de un lenguaje artístico menos legible o traducible. Es como una escritura cuyos signos no estuvieran claramente definidos, y que expresara una lengua poco o nada conocida. Eso nos daría la imagen de una complejidad extrema poco común, pero con la que subrayo las dificultades que entraña el acercamiento a esta parcela del arte antiguo. Pongamos un ejemplo apropiado entre los que nos ofrece la Hispania romana. Y lo tenemos en una copiosa producción de estelas funerarias, que se reparten por un amplio sector de la Meseta, el norte y el noroeste de la Península. Uno de los grupos más característico y justamente famoso se concentra en la provincia de Burgos, en particular en Lara de los Infantes. Son estelas para hincar sobre la tumba, decoradas por su cara anterior, en la que figura a menudo la cartela con la inscripción dedicatoria. La ornamentación suele constar de figuras animales y humanas, aisladas o formando escenas -jinetes, temas de caza y de guerra, banquetes funerarios, etc.-, y abundantes motivos geométricos, como sumarias representaciones arquitectónicas y, particularmente, signos astrales, muchas veces a la manera de un gran disco que alberga una roseta o un vórtice helicoidal, en la parte superior de la estela. En las representaciones figuradas se acentúan la ingenuidad y la torpeza de los dibujos y, en todo, predomina el relieve plano y el recurso a la incisión para indicar los detalles. Los mejores efectos decorativos caen del lado de los geometrismos, a veces muy primorosos. Estos monumentos funerarios han dado lugar a una amplia literatura científica, que ha visto en su innegable expresividad la posibilidad de escudriñar sobre las creencias y señas de identidad de quienes los encargaron. En general, su localismo artístico, el tipo de escenas representadas en ellas y, sobre todo, la proliferación de signos astrales, todo ello unido a su área geográfica de distribución, las hizo ver como clara expresión de indigenismo, y Antonio García y Bellido, que les dedicó espléndidos estudios, sentenciaba su abolengo céltico. Sin embargo, en una reconsideración reciente del arte y de la significación de estos monumentos, José Antonio Abásolo considera más atinado quitar peso a la supuesta carga indigenista de las estelas, cuyo repertorio formal -decorativo y simbólico- se mueve en el marco de lo puramente romano, atestiguado por todo el Imperio. La morfología y la decoración responden a una inspiración clásica, de modo que sus formas remedan a menudo, con sus simplificadas arquitecturas, los esquemas de monumentos mayores del tipo de los turriformes con edícula u otros parecidos. Y el conjunto de signos o motivos decorativos que ofrecen, se comprenden igualmente en el seno del simbolismo funerario romano, tal y como se manifiesta en todo el Imperio. En ello habría que incluir los mismos signos astrales, aunque también pueda entenderse su proliferación, o la importancia compositiva que se les concede, como resultado de una particular predisposición a las manifestaciones de este tipo en las gentes de la zona.Se trataría, en suma, de productos de arte romano provincial, formado a impulsos de corrientes venidas de forma poco precisable, pero que pudieron ser vehiculadas por los movimientos de la milicia y contactos de otro tipo, que enlazan estos monumentos con tendencias que parecen especialmente propias del norte de Italia. Son una buena muestra de un arte provinciano, en el que se añaden elementos también locales, y en cuya configuración cuentan factores muy complejos, e inciden las tendencias reiterativas de talleres artesanales poco dados a la renovación de sus repertorios artísticos.
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A finales del siglo V cae la dinastía Gupta y sus príncipes se ven obligados a refugiarse en las cortes orientales y meridionales de sus antiguos vasallos que todavía les son fieles: los Vakataka de Ajanta y los Pala de Bengala; mientras, y a lo largo de todo el siglo VI, la India del noroeste está siendo arrasada por los hunos heftalitas. De las cenizas surgirá a principios del siglo VII un nuevo caudillo que intentará reunificar el asolado imperio Gupta: el rey Harsha (606-647) de la dinastía Vardhana, cuya capital fue la gloriosa Kanauj (en Uttar Pradesh), visitada entonces por el peregrino chino Xuanzang, y disputada posteriormente por los Pala de Bengala y los Pratihara de Ujjain (en Madhya Pradesh), para ser finalmente conquistada en el siglo XI por los islámicos afganos acaudillados por Mahmud de Ghazhi.El intento unificador de Harsha Vardhana no tendrá éxito, y los restantes principados indios (Chalukya y Rashtrakuta del Dekkan, además de los ya mencionados) guerrearán incansablemente para extender sus dominios, hasta que en el siglo IX se definan cuatro principales dinastías y reinos: los Ganga en Orissa, los Chandella en Bundelkhand, los Pratihara en Rajputana y los Solanki en Gujarat. Cuatro poderosos reinos que acaban con la inestabilidad del período post-gupta, y que dan lugar a los más espléndidos estilos del arte hindú en el norte de India.Por otra parte, y como veremos al tratar el arte hindú del sur de la India, este caos político y cultural que caracteriza los siglos post-gupta (VI, VII y VIII) no afecta a las dinastías meridionales, que desde el siglo vi han consolidado su reino, y que no van a sufrir la invasión islámica.Artísticamente se debe tener mucho cuidado a la hora de aplicar el término unificador post-gupta a los diversos estilos que esclarecen esta etapa medieval de India, que sirve de puente entre el clasicismo gupta y el renacimiento hindú. Hay que tener en cuenta que, aunque la mayoría de estas dinastías son hindúes, rinden culto a diferentes divinidades, y que incluso alguna todavía sigue profesando el budismo, si bien en clara decadencia y plagado de cultos locales de diversa índole.Por lo tanto, entendemos que el arte sea post-gupta sólo en algún detalle ornamental o en alguna iconografía concreta destinada a Vishnu. Los escasos pero llamativos centros de interés artístico no adolecen de un manierismo gupta, sino que precisamente triunfan gracias a la fuerza que presenta cualquier estilo primerizo, arcaico pero innovador, tosco pero vigoroso.
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El arte musulmán se va a desarrollar entre los Pirineos y la India debido a la amplia expansión conseguida por el Islam tras la muerte de Mahoma. Esta amplitud geográfica explica las numerosas influencias procedentes de diferentes lugares -Bizancio, Grecia, Mesopotamia, Occidente- y el desarrollo de escuelas locales que manifiestan ciertas características específicas. Las principales muestras del arte islámico se producen en la arquitectura ya que el Corán limita la representación figurativa de la escultura y la pintura al ser el Islam una religión sin imágenes. El edificio capital es la mezquita, templo que cuenta con escasas exigencias arquitectónicas pero cuyo tipo monumental de planta rectangular consta de un patio para las abluciones, un alminar o minarete para llamar a la oración y una zona cubierta o sala de oración cuyo fondo se denomina quibla, siempre dirigido a La Meca, donde se abre el mihrab. La mezquita de la Cúpula de la Roca en Jerusalén y la mezquita de Damasco son los dos edificios más importantes del primer arte islámico. La de Damasco crea el tipo característico de mezquita al contar con planta rectangular y tres naves longitudinales separadas con columnas sobre las que se levantan otras de menor altura. La mezquita de la Roca presenta planta octogonal y en su interior tiene doble arquería sobre columnas y pilares, permitiendo la circulación alrededor de la roca, cubierta con una cúpula. La mezquita de Kairuán (Túnez) del siglo IX presenta importantes novedades como los arcos de herradura con tirantes y una nave transversal a la quibla, formando una característica T. La mezquita de Ibn Tulún en El Cairo (872) utiliza pilares con pequeñas columnas adosadas en las esquinas y arcos apuntados, destacando la parte superior de su torre al ser cilíndrica y con rampa helicoidal. Quizá sea la de Córdoba una de las mezquitas antiguas más importantes. Construida sobre el solar que ocupaba la iglesia visigoda de San Vicente, Abd al-Rahman I levanta en poco tiempo once naves de norte a sur. En esta primera construcción se presentan los característicos arcos en los que superponen columna abajo y pilar arriba, con arcos de herradura y medio punto respectivamente y alternancia de piedra y ladrillo. Abd al-Rahman II derriba la primera quibla y amplía la construcción hacia el río, lo mismo que hará Al Hakan II, el impulsor de las bellas cúpulas y los arcos polilobulados que rodean el actual mihrab, quizá una de las zonas más bellas del edificio. La ampliación de Almanzor es la más extensa pero a la vez la más pobre. También en época califal se levanta el palacio de Medinat al-Zahara, a las afueras de Córdoba, una auténtica ciudad-palacio construida por Abd al-Rahman III donde destacan las decoraciones geométricas y vegetales de sus salones. La mezquita del Cristo de la Luz en Toledo completa este manojo de extraordinarias construcciones islámicas en España, pudiendo apreciarse en su reducido espacio nueve bóvedas diferentes, caracterizadas por no cruzarse sus nervios en el centro.
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Al- Andalus antes del Califato. El Califato andalusí. Arte Islámico. Temas y conceptos. El amor por la geometría. La arquitectura, el arte por excelencia. Decoración de los edificios. Cuestión de injertos. El entorno construido. La ciudad: el laberinto orgánico. Arquitectura militar. La casa musulmana. El mercado. La mezquita: oración y teología. La sanidad y las estrellas. Los alcázares. Los jardines. La Mezquita de Córdoba. La sorpresa del encuentro. El piadoso emigrado. La teoría del acueducto. Un genio sin nombre. El estilo árabe-bizantino. Octógonos mágicos. La cabellera de Rainer María Rilke. La obra de Almanzor. Puertas y postigos. Madinat al-Zahra, la ciudad de los sultanes.
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El califato de Córdoba, entre los siglos X y XI, es el momento de mayor esplendor político, económico, artístico y cultural de los más de siete siglos de historia de al-Andalus. En estos años se finalizarán los trabajos de ampliación de la gran mezquita aljama cordobesa, creando una de las joyas del arte hispánico de todos los tiempos. Incluso el califa Abd al-Rahman III no dudará en construir una nueva ciudad palatina en las cercanías de Córdoba, la capital. Madinat al-Zahra sorprendió a todos los que la visitaron, conservándose algunos restos de aquella maravilla que nos hacen rememorar tiempos de pasado esplendor. Numerosas fortalezas y castillos, salpicados por buena parte de la geografía peninsular, completan la nómina de construcciones de este extraordinario periodo de nuestra historia.
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Al- Andalus tras el Califato. Artes decorativas. La escultura: el arte maldito. La miniatura islámica. Artesanía de lujo. Cerámica y metalistería islámica. La Aljafería de Zaragoza. La Alhambra y el Generalife. La magia de la Alhambra. La Alhambra actual y la Alhambra nazarí. Focos de luz sobre la Alhambra. La Alhambra antes de los nazaríes. La Alhambra militar del sultán Muhammad I. El Generalife, jardín del Paraíso. La Alhambra del sultán Yusuf I. La Alhambra del sultán Muhammad V.