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El mariscal Erich Ludendorff contaba en el frente de Francia con casi cuatro millones de hombres, y el día 21 de marzo lanzó a una cuarta parte de ellos (47 divisiones) sobre el frente del Somme. En una semana progresó unos 70 km capturando cien mil prisioneros. En vista de este éxito, proyectó una fuerza similar en dirección al Lys, pero su derroche de hombres obtuvo una compensación muy reducida. Tras un respiro para reorganizarse, volvió al ataque en mayo, logrando alcanzar el Marne. El agotamiento de ambos bandos era tremendo al finalizar la primavera, pero los Aliados estaban recibiendo la transfusión de sangre americana y se preparaban ya para pasar a la contraofensiva. Con todo, aún intentaría Ludendorff romper las defensas francesas frente a Nancy, fracasando por completo, y el 15 de julio, a la desesperada, envió cuanto podía moverse, 57 divisiones, con cerca de un millón de soldados, contra el Marne. Los alemanes pasaron el río y, por unas horas, hicieron peligrar las líneas defensivas de París. Entre aquellas fuerzas que atravesaron el Marne y soñaron con la conquista de la capital de Francia se hallaba el cabo Adolf Hitler. Pero el dispositivo francés no cedió. En aquella resistencia se distinguieron ya los primeros norteamericanos en recibir el bautismo de fuego. Tres días después, el 18 de julio, el mariscal Ferdinand Foch, generalísimo de los ejércitos aliados del frente de Francia, pasó al contraataque y rechazó a los alemanes hasta el río Aisne; allí combatieron ya unos 200.000 norteamericanos. Foch no cedería la iniciativa. A lo largo del mes de agosto y comienzos de septiembre recuperó todo lo perdido en primavera. Los alemanes hubieron de batirse en retirada en un frente de 350 km y establecer nuevas líneas defensivas, la primera entre Brujas y la margen derecha del río Aisne (Línea Hermann-Stellung) y la segunda, desde Amberes a las cercanías de Verdún, apoyada en la ribera derecha del Mosa (Línea Amberes-Mosa).
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"Los bandidos que se hicieron dueños de Constantinopla, hambrientos de oro, como todos los pueblos bárbaros, se libraron a inauditos excesos de pillaje y desolación. Abrieron las tumbas de los emperadores que decoraban el Hieron del templo; se llevaron las riquezas que encontraron, las perlas, las piedras preciosas, los diamantes, tesoros respetados durante muchos siglos, de los que se apoderaron con una avidez desenfrenada". Estas palabras de Nicetas Choniates, alto funcionario bizantino, tratan de expresar el impacto que causó en los súbditos imperiales la toma de Constantinopla por los cruzados en 1204.Fue un golpe del que el Imperio no pudo recuperarse del todo. Y aunque no fue el fín del mundo bizantino, fue el comienzo de una muerte lenta arrastrada durante casi doscientos cincuenta años. Ya Miguel Paleólogo, cuando libera la capital en 1261, se encuentra con una ciudad arruinada, cuya población había bajado del millón de habitantes a los cien mil. La euforia que siguió, en realidad, no duró mucho. El Imperio se hallaría crecientemente amenazado por los reinos balcánicos en expansión y por un pujante emirato turco que había surgido en Anatolia occidental: los otomanos. De hecho, a fines del siglo XIV, en el momento de su muerte, Juan V era vasallo del sultán cuyos territorios rodeaban por completo las escasas posesiones que le quedaban: Constantinopla, Salónica y algunas ciudades costeras e islas. Solo el Peloponeso, donde gobernaban descendientes de la casa imperial en el despotado de la Morea, pudo manifestar algún tipo de euforia. Las guerras civiles y las epidemias no harían sino contribuir a la decadencia general.No es de extrañar pues, que en 1403, cuando Ruy González de Clavijo, el embajador del rey de Castilla ante Tamerlán, describe Constantinopla, nos hable de una ciudad que había vivido ya sus mejores días: "En esta ciudad de Constantinopla hay muy grandes edificios de casas y de iglesias y de monasterios que es lo más de ello todo caído, y bien parece que en otro tiempo, cuando esta ciudad estaba en su virtud, era una de las nobles ciudades del mundo. Dicen que hoy en día hay en esta ciudad tres mil iglesias entre grandes y pequeñas, y que dentro en la ciudad hay grandes pozos de agua dulce. Por la ciudad en una parte, bajo la iglesia que llaman del Santo Apóstol, en la una parte hay un puente de un valle a otro por entre estas casas y huertas y por este puente solía ir agua que regaba estas huertas". Poco después, en 1434, cuando uno de los más venerados santuarios, la iglesia de Nuestra Señora de Blanquernas, quedó destruido por un incendio, no se hizo ningún intento por volver a reconstruirlo.No es de extrañar tampoco que el viajero borgoñón Bertrandon de la Broquière, quedase sorprendido al ver que la emperatriz María iba a misa a Santa Sofía a caballo, con un séquito compuesto por dos damas, dos caballeros y tres eunucos. Iba espléndidamente vestida, pero, para entonces, las joyas imperiales estaban siendo sustituidas por vidrios de colores y el oro y la plata estaban dejando paso a la cerámica. Hacía tiempo que los mejores bordados adornaban únicamente las vestiduras eclesiásticas. Cuando al trono otomano ascendió un sultán enérgico, Mohamed II, Constantinopla quedó condenada. Bien es verdad que su caída en 1453 tuvo un significado más simbólico que práctico.Sobre este trasfondo, Bizancio se afirma como una potencia cultural, tanto en los territorios que quedaron bajo su gobierno directo -Nicea, Constantinopla, Epiro, Salónica y Mistra- como en aquéllos situados al otro lado de la frontera. Las dinastías surgidas tras la fragmentación del Estado -los Angel, Lascaris, Paleólogos- pronto necesitaron signos externos de su poder y trataron de encontrarlos en la literatura, pintura o arquitectura, hasta el punto de propiciar un brillante período conocido con el nombre de "Renacimiento de los Paleólogos".Por otro lado, el arte bizantino, que se había asentado en los países balcánicos y eslavos gracias, en buena medida, a la severa vigilancia de la Iglesia, continuó ejerciendo su influencia en estos territorios. De hecho, después de la caída del Imperio, la cultura bizantina gozó de una vitalidad considerable, fundamentalmente en el campo de la pintura, pues la arquitectura, o bien tomó derroteros propios o languideció en reiteraciones sin interés.
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Tras la muerte del pontífice Della Rovere, un miembro de la no menos poderosa familia de los Médicis ascendió al trono de San Pedro: el hijo de Lorenzo el Magnífico, Juan, quien tomó el nombre de León X (1513-1521). Con él la práctica del nepotismo se dejó sentir de nuevo, esta vez a favor del célebre linaje florentino, manteniendo por lo demás el mecenazgo cultural e incrementando la fastuosidad y sensualidad de la Corte papal. Nada cambió, pues, en el abandonado ámbito espiritual por parte del Pontífice, a pesar de que fuera precisamente durante su mandato cuando se produjo el inicio de la contestación luterana, sin que surgiera ninguna reacción especial por su parte, lo que venía a demostrar cuán lejos se hallaba la cúspide eclesiástica de cualquier preocupación reformista. León X moriría sin tener plena conciencia de la bomba que había estallado, ni de las trascendentales consecuencias que para la Iglesia tendría. Los años de su pontificado transcurrieron, por otra parte, en un ambiente menos belicista que el de su antecesor, más relajado y diplomático si se quiere, a lo que contribuyó bastante la propia personalidad del papa Médici, que se alejó todo lo que pudo de los grandes conflictos armados, propiciando acuerdos con las fuerzas rivales, especialmente con la Monarquía francesa, consecuencia de lo cual fue la firma del Concordato de 1516 con Francisco I que fijó para mucho tiempo el marco de las relaciones entre la Iglesia de Roma y el Estado francés, en la línea que ya se estaba imponiendo en relación con las demás Monarquías autoritarias de sometimiento del estamento eclesiástico nacional a los designios de la Corona y, consecuentemente, de un menor control del Papado sobre las respectivas iglesias. Ello supuso, por otro lado, una relativa pérdida económica para las finanzas de la Santa Sede, por los obstáculos puestos por los reyes a la salida de numerario en dirección a Roma, inconveniente que el Papado procuró contrarrestar con un mayor reforzamiento de su fiscalidad y con una utilización cada vez más abusiva de ciertas partidas, como pudieron ser, por ejemplo, las indulgencias, circunstancia que precipitaría la protesta luterana a raíz de la autorización papal para la predicación y venta en Alemania de una de estas indulgencias. La reacción en territorio germánico tuvo su acto culminante en la fijación por Lutero, en Wittenberg, de sus famosas tesis en octubre de 1517.
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La situación política de Francia, ocupada parcialmente por los ingleses, a comienzos del siglo XV, determina la marcha de muchos artistas hacia Bourges y otros lugares, aunque algunos se quedan y trabajan para el duque de Bedford. Sin embargo, es claro que, durante el resto de la centuria, París deja de ser la gran capital artística que hasta entonces había sido. Se originan nuevos centros que la sustituyen y los mejores pintores y miniaturistas trabajan al margen. Por otro lado, en contraste, la destrucción de muchas obras hace que conozcamos mal el panorama completo, porque de algunos artistas se conserva escasa producción. De todos modos se adivina una etapa importante con tendencias contrapuestas.Jean Fouquet y Bartolomé van Eyck serán los más grandes pintores y miniaturistas. El primero resulta difícil de definir por su conocimiento de Italia, que incorpora sólo relativamente a parte de su pintura. Viajó por este país y estuvo desde muy pronto relacionado con la corona y altos cargos de la administración. En el Díptico de Melun (Museo de Berlín y de Amberes), pintado hacia 1450, retrata a Etienne Chevalier acompañado de su santo patrón arrodillado ante una Virgen con el Niño de equívoco erotismo aumentado por la leyenda que veía en ella un retrato de la amante del rey. Las diferencias entre ambas tablas, entre lo terreno y lo sagrado, son evidentes hasta en el color, pero queda esa impresión poco clara del pecho desnudo de María. Probablemente poco después retrata al propio rey Carlos VII (Museo del Louvre). En ambos casos se muestra como muy capaz de estas empresas, con un arte sobrio, monumental en ocasiones y capaz de registros expresivos variados. Esta impresión se refuerza en la imponente Piedad de Nouans.Pero Fouquet es además miniaturista excepcional. "Las Horas de Etienne Chevalier", algo posteriores a la pintura citada (h. 1452-1460), están entre lo más importante que se haya realizado en este medio (Museo Condé, Chantilly). Toda la complejidad de su formación se pone de manifiesto en los dos folios contrapuestos en los que el promotor se presenta arrodillado ante la Virgen. La arquitectura limita un espacio unitario. Es de tipo clásico, aunque dorada y sobre ella están ángeles portadores de guirnaldas. Sin embargo, la Virgen se sienta ante una gran portada gótica. Esta misma mezcla de elementos contrapuestos reaparece en otras partes. En todas ellas es patente la creatividad de Fouquet que convierte cada escena en un gran cuadro de pequeño tamaño. También completó unas Antigüedades Judaicas (Biblioteca National, París).Bartolomé van Eyck es casi sin duda el verdadero autor de pinturas y miniaturas que se habían puesto bajo nombres distintos y en las que coincidía el hecho de ser próximas a René de Anjou. Este curioso personaje, más famoso por su leyenda que por sus hechos poco felices, lo es también como gran promotor de las artes y sensible hombre de letras, muy imbuido de la cultura caballeresca que correspondía a su status social. Sus empresas fallidas acaban llevándole a Provenza y allí se harán las obras mejores de su pintor preferido.Bartolomé pudo haber estado emparentado con los Van Eyck flamencos y ése era su origen. En 1444 se habla de él en relación a Enguerrand Quarton. Por entonces pinta el Tríptico de la Anunciación de Aix, que hizo que se le bautizara coro Maestro de Aix. En él es patente el recuerdo inmediato del arte flamenco del que procede. Pero sus mejores obras están en la ilustración del libro. René tuvo aficiones literarias y cada una de sus obras quiso copiarla en ejemplares de lujo iluminados por su miniaturista. En unos como "Le Livre des Tournois" (París, Biblioteca Nacional) se manifiesta como buen dibujante y creador de vastas escenas donde se mueven multitud de personajes de pequeña talla.Pero su obra maestra y una de las más importantes de la historia de la miniatura es el "Coeur d' Amours Espris" (Biblioteca Nacional, Viena). El autor del texto es de nuevo René, que quiso crear un asunto de amor cortés cargado de alegorías. El mismo es el protagonista al que en una noche misteriosa arranca el corazón el mismo Amor. A partir de entonces se inicia un viaje iniciático por un mundo desconocido de maravillas. En dieciséis miniaturas Bartolomé imagina unos ambientes de luces cambiantes, nocturnas y diurnas, sin precedente hasta entonces y sin que haya nadie que le siga por esa vía. Todavía ilustrará otra obra del mentor: "Le mortifiement de la Vaine Plaisance" (Biblioteca de Metz). Finalmente, es suyo un espléndido códice de la Teseida (Biblioteca Nacional, Viena).En Provenza trabajan otros artistas distinguidos. Para el propio René lo hace Nicolás Froment que pinta el tríptico de la Zarza ardiente (catedral del Salvador, Aix-en-Provence), con dos alas en las que está René a un lado y su esposa Juana de Laval al otro. Pero más importante es Enguerrand Quarton, colaborador ocasional de Bartolomé van Eyck. Después de los últimos descubrimientos, es patente que se trata de un pintor y miniaturista de amplio registro. En la enorme Coronación de la Virgen (Museo de Villeneuve-lés-Avignon) resuelve el embrollado programa iconográfico que plantea el canónigo Jean de Montagnac cuando contratan con él hacia 1453 la obra, haciendo uso de una paleta de tonos claros y creando un amplísimo espacio sobre el que planea, casi anulándolo, la Trinidad y María. En la Piedad de Avignon (Museo del Louvre) la ambientación cambia radicalmente: el fondo es de oro, el paisaje apenas se sugiere, imponiéndose un reducido grupo de expresivas figuras. También fue miniaturista, como Fouquet y Bartolomé van Eyck.El Maestro de Moulins, tal vez Jean Hey, es el último de los grandes pintores en el tiempo, porque debe sobrepasar el 1500. Su paleta y ciertos rostros indican un conocimiento de lo flamenco próximo a Van der Goes y Justo de Gante. Trabaja en la zona central de Francia y su clientela es también distinguida. El cardenal Jean Rolin está detrás de la encantadora Natividad del Museo Rolin de Autun. Su empresa más ambiciosa es el Tríptico de la catedral de Moulins, donde retrata a Pedro de Borbón y Ana de Francia, hija del rey Luis XI. Diversos retratos llevan su firma, con cromatismos claros y combinaciones similares a las de los nombrados maestros de Flandes.A1 margen de estos artistas trabajan muchos otros. En la miniatura alcanza cierto renombre el maestro Frangois, con una obra muy extensa que indica éxito. Jean Colombe es el miniaturista al que se acude para que ponga fin a las "Ricas Horas de Jean de Berry", con escenas complejas, donde se respira el mismo aire ambiguo de Fouquet, contrastado entre la tradición francesa y las novedades italianas. Jean Bourdichon sigue este camino, pero su trabajo sobrepasa el cambio de centuria. Un caso especial lo constituye Simón Marmión citado indistintamente en lo flamenco y lo francés. Por formación está dentro de la primera tradición y su lugar habitual de trabajo es el Norte. Pintor y miniaturista, se le ha adjudicado un rico catálogo, tal vez debido a varios artistas. Uno de ellos, seguramente él, utiliza un lenguaje amable y atractivo, con tonos claros, sin llegar al rigor de dibujo detallado de los grandes pintores flamencos.En el Imperio, Bohemia pierde el protagonismo que tenía en los años anteriores, después de la muerte de Wenceslao y a consecuencia de la terrible guerra civil que sobrevendrá años más tarde. La especial disposición del país sigue favoreciendo la existencia de varios centros. Tal vez sea más importante la escultura que la pintura, pero también ésta presenta notable interés. La influencia flamenca existe en muchos casos, pero tarda en manifestarse abiertamente.Varios pintores marcan los cambios de diversa manera. Esteban Lochner ha sido citado anteriormente y representa la transición, sin dejar la elegancia del internacional, pero demostrando con un sólido dibujo que es sensible a los tiempos nuevos. Lucas Moser en 1431 pinta el retablo de la Magdalena, de la iglesia de Tiefenbronn, aún algo ingenuo en su visión paisajista, pero lejos de la expresiva curva anterior. Hans Multscher ha sido citado ya como escultor destacado, pero se cree que también fue pintor. Pertenece a una generación posterior (muere en 1467) pero es en 1437 cuando lleva a cabo el gran retablo de Wurzach (Museo de Berlín). Hay un cierto contraste entre la escultura y el lenguaje profundamente expresivo de la pintura, que, por otro lado, no es especialmente plástica.Seguramente el más personal de los pintores de esta generación es el suizo Conrado Witz. Su dibujo es irregular, menos sólido que el de otros, incluso algo torpe en ocasiones. Pero las escenas limpias en las que surgen un grupo de personajes de corta talla, cabeza grande y rasgos anticlásicos, son de una modernidad que enlaza con el mismo surrealismo. En la Pesca Milagrosa, del retablo de Ginebra (Museo de Ginebra) imagina un paisaje inspirado en su medio, sin parangón en el arte alemán y por muchos motivos en el flamenco, donde aquellas características semioníricas se refuerzan.La aceptación plena de las fórmulas flamencas se percibe nítidamente en el anónimo Maestro de la Vida de la Virgen, a quien se cree fascinado por obras de aquella procedencia. Tampoco alcanza la perfección del detalle de sus modelos, pero obtiene efectos similares en el amplio número de obras que se le atribuyen.De nuevo un brillante escultor posee el oficio de pintor: Michel Pacher en Austria. Y de nuevo el contraste entre el lenguaje al servicio de cada técnica es distinto aparentemente. En el magnífico retablo de San Wolfgang el preciosismo gótico de la talla se opone a la monumentalidad solemne de la pintura, donde es patente que Pacher visitó Italia y entró en contacto con la obra de Mantegna y pintores próximos. En otras ocasiones la sensación se vuelve a repetir, como en los imponentes Padres de la Iglesia en el retablo de su nombre (Museo de Munich). Muere en 1498, pero como sucede en la escultura, aún en otros lugares sigue viva la tradición tardogótica.
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Este panorama bastante desolador se continúa a última hora, aunque esporádicamente surjan obras y artistas de alguna significación. Es el caso del fresquista italiano Mateo Pérez de Alessio. Pese a que él mismo afirma su procedencia romana hubo de nacer en el sur de Italia, en Alessio, lo que justificaría su primer apellido español. Trabajó en Sevilla solamente cinco años -de 1583 a 1588-, tras lo cual marchó a Perú donde debió morir antes de 1616, en que ya consta su fallecimiento. Su obra sevillana más aparatosa es el San Cristóbal, situado en el crucero de la catedral. Es un fresco de tamaño monumental, pues mide más de nueve metros de altura, donde se representa al santo atravesando un río con el Niño Jesús a hombros, como es frecuente en muchas iglesias españolas. Bien conservado el fresco presenta además de sus colosales dimensiones muy buena factura, apretado dibujo y brillante colorido, lo que nos pone delante de un fresquista bien dotado, que tanto escaseaba en la Sevilla de fines del siglo XVI. Otro extranjero es Vasco de Pereira, portugués. Más joven que Vargas, hubo de conocerle, pues se encuentra en Sevilla ya en 1562, año en que firma un San Sebastián. Lo menos atractivo de la composición es precisamente el desnudo del santo, de una tosquedad próxima a Esturmio. Sin embargo el amplio paisaje con soldados y jinetes es de excelente factura y refleja cierto conocimiento de la paisajística flamenca del momento. La Anunciación de la iglesia de San Juan, de Marchena, pese a ser una copia literal del mismo tema de Tiziano en la iglesia veneciana de El Salvador, ampliamente difundida en grabado por lo que se halla invertida respecto al original, tiene quizá por ello un toque ágil y vibrante de pincelada que coloca a Pereira en cabeza de los artistas de la última generación del siglo que trabajaban en Sevilla, y de los primeros que abren camino entre el manierismo y el naturalismo barroco. Discípulo del cordobés Pablo de Céspedes es Alonso Vázquez, un rondeño que al menos desde 1590 se afinca en Sevilla, donde realizó diferentes trabajos para luego marchar a México, pero su obra mexicana no ha llegado hasta nosotros. Ha de ser considerado artista de formación y desarrollo plenamente manieristas. De dibujo firme y preciso, de colores ácidos pero de expresividad muy acentuada, es su principal obra la Santa Cena, que, procedente de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, se halla hoy en el Museo de Bellas Artes sevillano. Atribuida previamente a Céspedes, Angulo hace un estudio estilístico concienzudo y lo atribuye a Vázquez, señalando su tendencia a las anatomías muy marcadas, incluso a través de unas ropas muy acentuadas que considera consecuencia de la utilización de tela engomada o papel mojado sobre maníquíes. Esta técnica también fue utilizada en el siglo XVII hasta por Zurbarán. Se advierten estímulos de procedencia norteña como de Hendrick de Clerck, ya apuntados por Angulo, pero veo más clara la influencia de la familia de pintores brujesa de los Claessens. Pese al clasicismo del fondo arquitectónico y de la composición general hay un cúmulo de detalles en los elementos de la mesa -servilletas, panes, recipientes, bandejas- que nos colocan a Vázquez a un paso del naturalismo del siglo XVII. El artista que cierra el ciclo de pintores educados en pleno siglo XVI, pero cuya actividad se prolonga a buena parte del siguiente, es Francisco Pacheco. Más conocido por ser suegro y educador del joven Velázquez o por sus obras literarias sobre arte, de consulta obligada para todos, es sin embargo un creador de poca relevancia, utilizador de fórmulas y de escasa inventiva, pero laborioso y tenaz. Sobrino de un canónigo, se conectó desde joven con círculos intelectuales y parlanchinas tertulias que le enriquecieron en todos los sentidos. Se sabe que viajó a Gante y a Toledo, donde conocería a un Greco ya muy maduro, y que fue amigo personal de Vicente Carducho. Ninguno de estos conocimientos dejó huella en él como pintor, pero le pulió intelectualmente hasta hacerle capaz de escribir su "Arte de la Pintura", donde vierte opiniones de las más arbitrarias sobre el Arte y los artistas, pero de conocimiento indispensable para cualquier interesado en el tema. Como pintor tiende a repetirse a sí mismo y a otros hasta el aburrimiento y no precisamente a través de una técnica muy depurada. Prueba de ello es el Embarque de fraile mercedario, del Museo de Sevilla, de composición pobre y anatomías miguelangelescas mal asimiladas. Interesante, sin embargo, es lo que queda de sus incursiones en la pintura mural, más por lo que tienen de raro que por su calidad, como el techo de uno de los salones de la Casa de Pilatos. De estructura muy manierista, simbología para entendidos y factura tan desabrida como le es habitual, no deja de ser paradójica esta intromisión en la mitología poblada de desnudos que contrasta con su natural pacatería demostrada en sus escritos. Viene muy al caso, y para terminar, comentar brevemente otros techos pintados en Sevilla en el tránsito del siglo XVI al XVII. Uno de ellos está también en la Casa de Pilatos, pero muy alterado por el tiempo y restauraciones erróneas. Otro es el que decora el salón del palacio arzobispal. Como los anteriormente citados no es pintura al fresco, técnica poco utilizada en Sevilla, sino óleo sobre lienzos fijados después al techo con molduras. Nada se sabe de su autor -o autores, como supone Valdivieso-, pero sí que fue contratada por el cardenal Niño de Guevara en 1604. El tercero y más interesante, aunque también anónimo, es el que decora el techo del palacio del poeta Juan de Arguijo, hoy Junta de Andalucía. Grandes molduras doradas zigzaguean hasta subdividir el espacio en nueve compartimentos. El mayor y central está ocupado por Zeus rodeado de los dioses olímpicos, los cuatro esquineros por alegorías de la Justicia y la Envidia más representaciones de Ganimedes y Faetón. Los dos restantes son paneles decorativos con grutescos de fina traza y buen colorido y los dos últimos son escudos heráldicos. Coincido con varios compañeros en que nadie había en Sevilla entre los siglos XVI y XVII que pudiera acercarse á la decoración mitológica con un ímpetu tan italianizante y con tal acierto, lo que lleva a pensar que se trate de obra encargada fuera de España o de algún extranjero -holandés o flamenco- en tránsito por Sevilla. Convendría hacer alguna consideración final a modo de conclusión y que enlazara con algo ya insinuado al principio: no existe buena pintura sevillana en el siglo XVI salvo honrosas excepciones (Vargas, Vázquez), puesto que la mejor está realizada por extranjeros, ya sean portugueses o nórdicos. Hablemos por tanto de pintura hecha en Sevilla y no de pintura sevillana en sentido literal.
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En el año 527, cuando Justiniano asciende al trono, era el único emperador cristiano, cabeza indiscutida de la comunidad cristiana. Todavía tendría que enfrentarse a la herejía y a los últimos restos del paganismo, pero en Constantinopla podía rodearse de toda la pompa y ceremonia que convenía al supremo magistrado de la Cristiandad, la figura que representaba a Dios ante el pueblo y al pueblo ante Dios. Era el Sacro Emperador, y el palacio en que vivía era el Palacio Sagrado. Profundamente religioso, estaba imbuido de la convicción de su misión divina: asentar las ortodoxias y conferir a las Iglesias el rango adecuado a su destacada posición. Aunque los logros se quedaron cortos respecto a sus propósitos, la sangrienta represión de la insurrección de Nika del año 532, que marca la última resistencia popular al gobierno autocrático y el fracaso de la conspiración de Marcelino en el año 556, el último de los levantamientos aristocráticos, le dejaron las manos libres para diseñar un sistema autocrático que le conduciría a la gloria. Para ello, contó con una burocracia manejable y fiable, que formaba sus cuadros en las universidades de Constantinopla y Beirut; un ejército disciplinado, con brillantes generales como Belisario y Narsés; un credo uniforme, inevitable en una sociedad en la que religión y política estaban tan estrechamente unidas, que las divergencias religiosas ponían en cuestión el poder imperial absoluto. Hizo también un código legal uniforme, que reforzó el gobierno autocrático e insistió en la continuidad del Estado romano hasta la época de Justiniano. Imaginaba un Imperio mediterráneo donde Rávena sería una subcapital, sujeta a Constantinopla pero compitiendo con ella en esplendor. Roma sería el centro espiritual que equilibraría la sede del Patriarca de Constantinopla y ésta trataría de revivir la gloria de la primitiva capital del Imperio. Para dar solución a estas preocupaciones, Justiniano reforzó las fortificaciones existentes o construyó otras nuevas, edificó acueductos y cisternas, tendió puentes y desvió ríos. Los trabajos más elaborados fueron los desarrollados en la frontera oriental, especialmente en Mesopotamia y Siria, donde el Imperio tenía que enfrentarse con su rival más temible: Persia. Dara y Zenobia son un reflejo de ello. En la frontera persa sería donde algunos de los más importantes arquitectos de Justiniano tuvieron su formación, lo que puede explicar -Mango- tanto sus atrevidos y prácticos procedimientos para resolver los problemas constructivos que se iban planteando, como su predilección por las formas orientales. También construyó una línea fortificada a lo largo de la margen derecha del Danubio, pero al estar desprovista de una guarnición permanente, el invasor siempre podía atravesar esa línea, como hicieron los hunos o los búlgaros y otros que les seguirían después. En este imperio cristiano el arte jugaría un papel fundamental, pues para Justiniano, las empresas arquitectónicas tenían el mismo rango que la restitución de la ortodoxia religiosa o la seguridad de las fronteras. Como buen autócrata, estaba convencido de que los grandes edificios eran una adecuada manifestación de grandeza; en consecuencia, el arte iba a desempeñar una notable labor de propaganda y dado su alto coste, casi exclusivamente imperial. A partir de ahora, iglesias, manuscritos, marfiles y otras obras de importancia, serán encargadas por el Emperador o los miembros de su familia al tener a su disposición todos los recursos de los talleres imperiales y sus artesanos. Allí era donde los equipos de pintores ilustrarían los deseados códices purpúreos, que el gobierno enviaba como regalo a los altos dignatarios; allí era donde se tallaban los delicados marfiles y se tejían las finas sedas. Ninguna ciudad de provincias hubiera podido permitirse esos lujos, sólo con sus propios recursos. Había, naturalmente, arte popular. Las iglesias y monasterios se encargaron de sus modestas decoraciones, aunque, al parecer, recurrían frecuentemente a los libros de muestras enviados desde la capital. Con Justiniano, por primera vez cabe hablar de un arte bizantino -Runciman-, el arte de un Imperio cristiano, irradiado desde un mismo centro y con una corte ansiosa de atender a las necesidades del Imperio y de la Iglesia de una manera digna. Los gustos fueron cambiando, pero triunfaron porque las autoridades imperiales así lo deseaban y eran lo bastante ricas para llevar adelante un programa de obras públicas de todo tipo, desde los grandes edificios hasta los dípticos consulares y los manuscritos didácticos ilustrados, todo ello con un lujo suntuoso. Era posible, pues, hacer experimentos en arquitectura o en decoración, pero presentándolos como expresión de la philantropia imperial. Esta debía quedar reflejada en aquellos regalos de Dios que llegaban hasta la comunidad por mediación del emperador. Justiniano fue plenamente consciente de ello.
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Los mosqueteros se caracterizaban por un sombrero de amplias alas adornado con plumas. Sin embargo, lo que principalmente les distinguía era su arma: el mosquete, del que derivaba su nombre. Esta arma, aunque carecía de la precisión de los fusiles, poseía una potencia de fuego muy superior a la de los arcabuces. Quizá esta sea la razón de que en los Tercios los mosqueteros formaran compañías independientes de las de los arcabuceros. Pero los mosquetes también tenían sus inconvenientes. Uno de ellos era el peso, que podía doblar al del arcabuz, por lo que había que apoyarlo en una horquilla para disparar. Esta horquilla consistía en un asta de madera -de unos 147 centímetros de altura- que en uno de sus extremos llevaba una "U" metálica donde descansaba el cañón del arma; el otro extremo se apoyaba en el suelo, estando rematado con una contera de metal que terminaba en punta. El cañón y la caja con los resortes mecánicos hacían que el peso del mosquete sobrepasara los ocho kilos en los modelos más ligeros, si bien en los más pesados se podían alcanzar hasta dieciséis. Los proyectiles eran de plomo de dos onzas -24 gramos. Por lo demás, el mecanismo de disparo era semejante al de los arcabuces. El mosquetero llevaba la pólvora para su arma en los llamados "doce apóstoles", unos frascos de madera o cobre que colgaban de una bandolera que se apoyaba en el hombro izquierdo. Cada frasco contenía la pólvora necesaria para un disparo. La bandolera incluía una pequeña bolsa en la que se guardaban la cuerda-mecha y las balas. Estas últimas las fabricaba el propio mosquetero con un molde, ya que el plomo se suministraba en forma de pasta. En caso de agotarse la pólvora de los frascos, se usaba la del polvorín de reserva dosificándola "a ojo", por lo que cuando esto sucedía las cargas y los disparos bajaban en precisión. El polvorín de reserva se llevaba colgando de una correa que descansaba sobre el hombro derecho, de tal forma que quedaba situado a la altura de la cadera izquierda, por encima del pomo de la espada. Las armas, la horquilla y los útiles de disparo sobrecargaban en exceso al mosquetero, por lo que en vez de armadura solía vestir un coleto o una casaca de paño marrón sin mangas. Su uniforme se completa con el sombrero ya descrito, un jubón de paño negro, un estrecho cinturón de cuero, unas largas y amplias calzas acuchilladas de color azul grisáceo, unas medias blancas de una sola pieza y unos zapatos marrones de cordobán.