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El reinado de Fernando VI (1746-1759) conoció importantes cambios estéticos en la Corte. Los artistas italianos de orientación rococó desbancaron definitivamente a los franceses en el ámbito cortesano; en ese cambio y en la orientación estética del rey y de su amada esposa, Bárbara de Braganza, tuvo un protagonismo sobresaliente el excepcional cantante Farinelli, que había llegado a la Corte de España en 1737. El divino castrato no sólo fue el encargado de todas las actividades musicales de la Corte, especialmente de las representaciones operísticas y de las veladas musicales, sino que también se convirtió en inductor de muchas de las decisiones estéticas que se tomaron en el reinado de Fernando VI, auspiciando la venida de artistas italianos al servicio del rey. Uno de ellos sería el pintor veneciano Giacomo Amigoni (1680-1752). Al llegar al trono, el rey se encontró con que las obras del Palacio Real nuevo iban a buen ritmo, y se hacía necesario ir pensando en su decoración pictórica. Una empresa tan importante y emblemática debía encomendarse a un artista destacado y experto en la decoración al fresco, por lo que Farinelli recomendó la venida de su amigo Amigoni. Este era un artista itinerante, que había trabajado, aparte de en Italia, en Baviera, Inglaterra y Francia como decorador y afamado retratista y, tras amasar una cuantiosa fortuna, había abierto un negocio de estampas en su Venecia natal. Llegó Amigoni a Madrid a comienzos de 1748, acompañado de su ayudante y discípulo, el francés Charles Flipart. Su actividad principal iba a ser la de decorador, pero también cultivó el retrato, lo que le hizo rivalizar con el retratista oficial y Primer Pintor Louis Michel Van Loo, y dividir a los entendidos cortesanos en partidarios de uno y de otro. De entre esos retratos habría que destacar el de la Infanta M? Antonia Fernanda (Prado), de hacia 1748-50, lleno de encanto rococó, con sus graciosos geniecillos alados ofreciendo flores a la retratada; o los retratos oficiales de Fernando VI y Bárbara de Braganza (colección marqués de Canosa, Verona), y del Marqués de la Ensenada (Prado). De gran espontaneidad son los retratos hechos a su amigo Farinelli, en uno de los cuales, el de la National Gallery of Victoria de Melbourne, se autorretrató Amigoni acompañado de otros amigos del cantante. Sus retratos debieron de resultar innovadores frente al elegante clasicismo de los de Van Loo. A la espera de su intervención en el Palacio nuevo, Amigoni decoró al fresco, entre 1748 y finales de 1750, el techo de la Sala de Conversación (hoy Comedor de Gala), del Palacio Real de Aranjuez, donde representó Las Virtudes que deben adornar la Monarquía con una brillantez de colorido y una soltura en la que confluían lo veneciano y lo romano en perfecta armonía rococó. Ejecutó también algunas de las sobrepuertas de la sala que, al morir Amigoni en agosto de 1752, serían completadas por su discípulo Flipart con el estilo del maestro. Ese año de 1752 sería clave para la consolidación de la pintura rococó en España, con la realización de un conjunto pictórico de primera magnitud en Zaragoza. Gracias a la intervención y a los deseos del secretario de Estado, José de Carvajal y Lancaster, se mandó venir de Roma al pintor madrileño Antonio González Velázquez, que desde 1746 estaba allí perfeccionándose, con una pensión real, bajo la dirección de Corrado Giaquinto, para que pintase al fresco la cúpula sobre la Santa Capilla de la basílica de El Pilar. Su habilidad y cualidades para la decoración mural ya las había demostrado en 1748 en la cúpula de la iglesia de los Trinitarios españoles de Via Condotti, en Roma. A primeros de octubre de 1752 llegaba González Velázquez a Zaragoza y traía consigo los modellini que había preparado en la Ciudad Eterna bajo la supervisión de Giaquinto. Estos dos modellini para la cúpula se guardan en el Museo Pilarista, y en ellos González Velázquez representó la Venida de la Virgen del Pilar y la Construcción de la Santa Capilla. Las dinámicas composiciones, la luminosa y cálida cromatura, con fondos amarillos y dorados de procedencia napolitana y la pincelada empastada y nerviosa plasmadas en esas telas preparatorias denotan la total dependencia del discípulo con respecto al maestro. El fresco de la cúpula fue pintado entre abril y octubre de 1753, para después pintar Las cuatro mujeres fuertes de la Biblia en las pechinas, que estaban acabadas en diciembre de ese año. Lamentablemente, ese conjunto decorativo que resultó, sin duda, de una novedad estética evidente y de gran espectacularidad, se halla totalmente oscurecido y con graves deterioros, lo que hace muy urgente su restauración. Su repercusión artística fue importantísima, pues no sólo fue un verdadero hito de la pintura rococó en España, la primera gran obra rococó hecha por un pintor español y la mejor de su producción, sino que en el panorama artístico zaragozano reforzó la renovación estética en clave rococó romano-napolitana que había iniciado José Luzán unos años antes, y sirvió de referente en el aprendizaje juvenil de Francisco Bayeu, Goya o Beratón, entre otros pintores aragoneses. Muerto Amigoni en el verano de 1752, se vio la necesidad inmediata de cubrir su puesto de decorador con otro pintor italiano, que fuera primera figura del panorama artístico del momento y experimentado en tal menester. Se sabe que se hicieron proposiciones para hacer venir a España al napolitano Francesco de Mura, pero no prosperaron. Paralelamente, y por intervención y recomendación del recién nombrado embajador español en Nápoles, Alfonso Clemente de Aróstegui, se contrató a la máxima figura de la pintura decorativa rococó en Roma, el molfetés Corrado Giaquinto (1703-1766). Giaquinto, de formación napolitana con Solimena, y luego colaborador de Sebastiano Conca en Roma, donde se instaló en 1723, se había consagrado como gran decorador al fresco con un conjunto tan importante como el de San Nicola dei Lorenesi (1731 y ss.) en Roma. Trabajó después en la corte de Turín (1741-42), convirtiéndose en la década de 1740 en el más importante pintor de frescos de Roma, realizando los de la capilla Ruffo de San Lorenzo in Damaso, los de la iglesia de San Giovanni di Dio o los de la catedral de Cesena. Además, su relación con la corte española ya existía con anterioridad a su venida, pues había sucedido a Sebastiano Conca como encargado de supervisar los estudios académicos de los pintores napolitanos y españoles pensionados en Roma, entre ellos Antonio González Velázquez y José del Castillo, éste pensionado por el ministro Carvajal. La elección fue, sin duda, muy acertada. En abril de 1753 abandonó Giaquinto Roma camino de España. Le acompañaban, aparte de sus familiares, sus discípulos Nicola Porta y el español José del Castillo. A primeros de junio se detuvo en Zaragoza, donde pudo contemplar la decoración que su también discípulo Antonio González Velázquez estaba ejecutando en la media naranja sobre la Santa Capilla, dándole, sin duda, consejos oportunos para su mejor ejecución. El 21 de junio ya estaba en la Corte.
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Frente al Antiguo Régimen y como consecuencia de la Revolución, se configurarían unas nuevas formas que darían lugar al llamado Nuevo Régimen. Esas nuevas formas no se impusieron ni triunfaron de una manera inmediata, sino que fueron asentándose, no sin una enorme resistencia por parte de las viejas estructuras que pugnarían tenazmente por su supervivencia. Sin embargo, al final acabarían por prevalecer. En el plano político, la Revolución dio a entender que un sistema monárquico en el que el rey legisle, juzgue y gobierne, es injusto. Hacía falta introducir un contrapeso a este formidable poder. La idea de los contrapesos nació con Montesquieu, quien propuso la separación de las tres formas de poder: el de hacer las leyes; el de hacer ejecutar esas leyes y el de poder juzgar si esas leyes han sido, o no, cumplidas. Son, en suma, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Las ideas de Montesquieu, que calaron mucho en España, serían la base del establecimiento de un nuevo sistema político en el que el poder del rey se veía limitado y controlado. Frente a la Monarquía absoluta, triunfaría la Monarquía liberal, constitucional o parlamentaria. En el aspecto social, lo que, al menos teóricamente, aporta el Nuevo Régimen es la desaparición de los privilegios y la igualación de los grupos sociales, tanto en el plano legislativo, como en el plano fiscal. Las bases de esa nueva sociedad se sustentarían en los principios de libertad, igualdad y propiedad. Sin embargo, en la práctica, lo que siguió a la Revolución fue el ascenso y el dominio de la burguesía. En efecto, teóricamente se tiende a la ruptura de la sociedad estamental y a la configuración de una clase única; en la práctica, se llegó a sustituir a los estamentos por clases que estaban definidas por dos cuestiones: el nivel económico y el nivel intelectual. En el terreno económico, la Revolución rompió con todas las trabas y los controles existentes hasta entonces e impuso una libertad en la producción, en el comercio y en las relaciones laborales. Se abolieron los gremios y se aprobaron una serie de leyes tendentes a eliminar todos los obstáculos que impedían o dificultaban la libertad de iniciativa en el desarrollo de las actividades económicas. En este sentido, cabe destacar la enorme trascendencia que tendrían las grandes desamortizaciones de los bienes eclesiásticos y civiles que servirían para impulsar la economía española, al facilitar el paso a la propiedad privada y libre de los bienes que hasta entonces habían estado vinculados a la Iglesia o a los Ayuntamientos. Así pues, en lo económico, la crisis del Antiguo Régimen presencia la transición de una economía de tipo feudal a una economía capitalista en la que prevalecerá el concepto de libertad individual y de propiedad sobre la idea del Estado como conductor y protector de las actividades productivas. Naturalmente, estas transformaciones no se producen súbitamente. Su implantación tiene lugar mediante un proceso no exento de tensiones, e incluso de violencias, en el que las nuevas corrientes tratan de vencer la resistencia que ofrecen las viejas estructuras. Todo ello da lugar durante estos años del reinado de Fernando VII a una serie de vaivenes en los que en unas ocasiones se impone lo viejo y en otras, lo nuevo, y que nos permiten periodificar con cierta claridad la etapa inicial de nuestra Historia Contemporánea.
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Tras la guerra, a partir del verano de 1946, el Kuomintang se lanzó a una serie de ofensivas militares contra las bases comunistas en el centro y en el Norte de China. Pero fue un factor político, la corrupción, quien acabó con él. En un momento en que resultaba imposible admitir la vuelta al pasado, el régimen de Chiang Kai Shek lo recordaba demasiado. Aunque la mayor parte de los apoyos de Mao procediera del campesinado, en el mundo urbano se reclutó buena parte de los cuadros de la revolución entre los estudiantes y antiguos miembros del Kuomintang y también se consiguió conquistar a importantes sectores de la burguesía, quizá por la persistente situación de anarquía en la que China había vivido en el pasado. La prolongación de esta situación todavía duró mucho tiempo. Tíbet fue ocupado en 1951 y el Ejército chino llevó allí una represión cercana al genocidio. En el Norte y el Noreste era donde la revolución tenía más raíces y donde Mao había realizado sus primeras experiencias. Acerca del resto de China, Mao llegó a hablar de la existencia de 400.000 bandidos que impedían que el nuevo poder se asentara debidamente. En la provincia de Guangdong, el Ejército libró una auténtica batalla contra combatientes irregulares, una guerrilla de 40.000 soldados. Este fenómeno del bandidismo se mantuvo hasta 1954 y su persistencia revela que se trataba de un fenómeno con raíces políticas. En estas condiciones, no puede extrañar que, a pesar de que Mao siempre fue proclive al predominio de los civiles, el poder revistiera durante bastante tiempo características militares. Mientras tanto, se había conseguido una cierta normalización en otros campos: en 1951 se había conseguido llegar a una tasa de inflación del 15%. Al mismo tiempo, se iniciaba cierto proceso de institucionalización política. En septiembre de 1949, fue creada una Conferencia Consultiva en la que se incluyó a un buen número de personalidades independientes y también a miembros de once pequeños partidos, todos ellos nombrados desde el poder. La República Popular China fue formalmente establecida en octubre de 1949. En un principio, sus líderes se enfrentaron con graves problemas, pero a la altura de 1957 tenían razones para juzgar que el balance de la obra realizada era globalmente positivo. A lo largo de todo ese período, el liderazgo se mantuvo unido, reduciéndose las disensiones a casos excepcionales que luego se comentarán. La proclamación de la República fue concebida, sin duda, como una ocasión para lograr la unidad nacional y la estabilidad largamente ansiadas. Pero esta interpretación del acceso de Mao al poder resulta compatible con la realidad de que existía para el Partido Comunista chino un modelo de socialismo a aplicar con el transcurso del tiempo y que era el de Stalin. La aparente paradoja del caso chino consiste en que un partido llegado al poder a partir de sus propias fuerzas se dedicara, en lo esencial, a imitar a un modelo extranjero. La ayuda soviética no lo explica, puesto que, como veremos, tardó en llegar y fue escasamente generosa. En realidad, los dirigentes chinos nunca adoptaron una posición que pudiera ser definida como de copia servil de la experiencia soviética, pero al mismo tiempo tampoco eran tan originales como en ocasiones se ha dicho. Por ejemplo, la organización de la lucha revolucionaria a través de la guerrilla debe entenderse, ante todo, porque no tenían medios para hacer otra cosa. Deseaban ocupar las ciudades, pero carecían de fuerzas para ello. En cuanto al futuro solían afirmar que "la URSS de hoy es la China de mañana", por la razón de que todos los comunistas del mundo afirmaban algo parecido. Esto no implica que, una vez llegado al poder, el comunismo chino no tuviera rasgos peculiares aun con coincidencias fundamentales. Una característica del comunismo chino fue, por ejemplo, su permanente esfuerzo de movilización popular. A diferencia de la URSS, no hubo en el caso de China ninguna aceptación de las minorías étnicas y brilló por su ausencia una policía política más o menos independiente del poder. Pero quizá la diferencia más sustancial de la Revolución china reside en el papel jugado en ella por Mao como jefe del Estado, a modo de un nuevo emperador. Esta referencia a la Historia china está perfectamente fundada en su caso. Procedente de la clase media alta y con una educación algo superior a la normal, Mao en realidad era un campesino que hasta los catorce años no había vivido en un lugar que tuviera agua corriente o energía eléctrica o en que se publicara un periódico. Por más que su pensamiento estuviera situado en el centro mismo de la ideología del partido comunista chino y conociera o citara el marxismo, en realidad da toda la sensación de que se guió principalmente por la sabiduría popular y el pensamiento tradicional chino o por el ejemplo de los emperadores del pasado. Al final de su vida, ésta difería muy poco de las de aquéllos, incluso en algunas muestras de ignorancia en materias elementales o en algunas aventuras sexuales más o menos extravagantes. Su estilo de ejercer el poder permaneció invariable. Mao servía de árbitro permanente entre las diferentes tendencias del partido observando, en general, las reglas de la dirección colectiva del partido, aunque tuviera una influencia excepcional en su seno. La clase dirigente comunista estaba formada por personas valiosas, compañeros en la guerra civil, que en ocasiones se habían enfrentado a él, lo que no impedía que compartieran el poder, como fue el caso de Chu En Lai. En realidad, Mao no tuvo un muy marcado papel en la dirección de los asuntos del partido ni tampoco en los de Gobierno, apareciendo siempre como una especie de árbitro supremo. En dos decisiones fundamentales tomadas al principio de su régimen -y desde su óptica estricta- consiguió acertar. Aunque el costo de la Guerra de Corea fue muy grande, de hecho proporcionó seguridad y estabilidad a China. Por otro lado, los resultados de la colectivización de la agricultura, a mediados de los años cincuenta, fueron positivos tras ser vencidos los intentos de moderarla, como había pretendido Deng Xiaoping. En esos años, China fue gobernada a través de un procedimiento imaginado por Mao: el Frente Unido. Once de los veinticuatro ministros eran personalidades independientes o pertenecían a otros partidos, pero existía un programa común dirigido hacia el socialismo que tenía como rasgo básico el hecho de que su aplicación no tenía por qué ser inmediata. Durante la primera fase del Gobierno revolucionario, la actuación práctica tuvo en gran medida un carácter descentralizado y regional. Gran parte de los cargos más importantes del PCC estuvo en los primeros años alejada de los centros de poder. Un ejemplo de Gobierno regional fue el existente en el Noreste, que en 1952 aportaba el 52% de la producción industrial. A partir de estas premisas, se llevó a cabo la revolución y, como en todo proceso de este tipo, también en China el terror tuvo un papel fundamental. Lo había tenido ya durante la guerra civil, pero ahora pudo ejercerse de una forma más efectiva, apoyándose en el poder de un Estado que siempre lo ha utilizado otorgándole un papel esencial en la vida china y que ahora fue empleado para destruir el mundo tradicional. El terror también se ejerció, como en el mundo soviético, a través de las purgas internas del partido: entre 1953 y 1954, alcanzó al 10% de sus militantes. Pero quienes lo padecieron fueron principalmente los imaginarios o reales desafectos al nuevo régimen. En el Ejército, muchos oficiales fueron ejecutados, pero los de más alta graduación no sufrieron esta pena sino que fueron empleados para "la educación del pueblo". A partir del año 1951, las purgas se hicieron más duras. En febrero, se adoptó un reglamento para el castigo de los contrarrevolucionarios y se emprendieron campañas sucesivas destinadas a perseguir las disfunciones del proceso revolucionario. Resulta casi imposible ofrecer cifras acerca de lo que supuso el terror revolucionario. Se ha llegado a elevar hasta a cinco millones el número de ejecuciones, mientras que unos diez millones permanecerían en los campos de trabajo o en las prisiones. Como en el caso de otras revoluciones similares, hubo diferentes formas de actuar en el campo y en la ciudad. La revolución se llevó al campo merced a destacamentos enviados por el poder político. Muchos de ellos sufrieron agresiones, hasta el punto de que se ha podido hablar de 3.000 muertes por esa causa. El nuevo liderazgo de los pueblos se entregó a los campesinos pobres o medios, mientras que los mayores propietarios -que, en ocasiones, apenas rebasaban el nivel de la pobreza- eran perseguidos y obligados a realizar actos de arrepentimiento público, cuando no ejecutados. La radicalización definitiva del movimiento se produjo a partir del estallido de la Guerra de Corea. Al mismo tiempo, el programa de redistribución de la tierra supuso la entrega del 43% de ésta al 60% de la población. Casi la mitad de la superficie cultivable, por tanto, cambió de manos y 300 millones de campesinos pobres accedieron a la propiedad o incrementaron su parcela. A continuación, se produjo un esfuerzo de colectivización, pero en 1955 sólo el 15% de los campesinos se había adherido a ella. A la altura de 1956, el proceso colectivizador de la agricultura había concluido. No hubo traslados o asesinatos masivos de "kulaks" -pequeños propietarios agrícolas- como en la URSS, y tampoco una extracción masiva de capital del mundo de la agricultura para transferirlo a la industria. Fue, por tanto, más suave, aunque dio lugar a idénticas resistencias. Deng fue acusado de desviacionismo de derechas por Mao, como consecuencia de haber querido adoptar un camino más pausado, pero no parece que esta cuestión hubiese producido una división propiamente dicha en el seno de la clase dirigente. Algo parecido se hizo, con distintas modalidades, en las ciudades. En ellas, por ejemplo, con preferencia a la celebración de juicios públicos se decidió el establecimiento de comités de barrio, dedicados a inspeccionar el comportamiento de la población. El propósito colectivizador fue idéntico. En 1952, el 80% de la industria pesada y el 40% de la ligera se habían convertido en propiedad pública, pero se mantenía al mismo tiempo el sector privado. Dado que la ligera tenía más importancia, todavía en 1952 el 40% de la producción estaba en manos de propietarios privados. En 1953, comenzaron a aplicarse los planes quinquenales. La ayuda soviética no supuso más del 3% de la inversión, pero a menudo resultó muy fecunda. La URSS envió unos 10.000 expertos y 13.000 chinos realizaron estudios universitarios en Moscú. En lo que respecta a la evolución política a partir de 1953, el régimen insistió todavía más en la sovietización; no en vano, fueron estos años en los que se mostró una mayor proximidad con respecto a la URSS. En 1953, el partido alcanzaba los seis millones y medio de afiliados y creaba múltiples organizaciones de masas, mientras que el Ejército experimentaba un creciente proceso de jerarquización, todo ello siguiendo las pautas de la URSS. En 1954, se aprobó una Constitución que obedecía a idénticos rasgos. El único signo de disidencia estuvo protagonizado por dos dirigentes regionales -Rao Gang y Rao Sushi- y se debió al temor que ambos tenían a que posibles ascensos en la clase dirigente acabaran desplazándolos. En lo que respecta a la política exterior, Mao siempre consideró que precisaba de la colaboración de la Unión Soviética, a pesar del escaso apoyo que recibía de ella. Durante la guerra civil, el único material de guerra que los soviéticos entregaron a los comunistas chinos había sido el abandonado por los japoneses en Manchuria. Aunque Stalin nunca tomó en serio a Mao -le describió como un nabo rojo por fuera y blanco por dentro-, luego aseguró a Kardelj que se había equivocado en relación con la Revolución China y que efectivamente había llegado a convertirse en comunista. En febrero de 1950, se firmó un tratado entre China y la URSS. Por él Pekín aceptaba la cesión de Mongolia Exterior y recibiría una ayuda de 300 millones de dólares en cinco años. A partir de 1956, con la llegada al poder de Kruschov, pareció, en un principio, abrirse una etapa óptima para las relaciones entre ambos países, ya que de inmediato concedió un segundo puesto de importancia a la Revolución China, solamente precedida por la Soviética. A pesar de este alineamiento, China tardó en decidir su propia intervención en Corea. Situó un único y reducido ejército tras el río Yalú, mientras que daba la sensación de estar más interesada en ocupar Taiwan y ni siquiera mantenía un embajador en Corea del Norte. Pero cuando la invasión fracasó y los norteamericanos parecieron llegar a sus fronteras, Mao se mostró partidario de la confrontación con ellos. La Guerra de Corea costó a China 800.000 bajas y un gasto militar equivalente al 40% del presupuesto pero, gracias a ella, consiguió organizar un Ejército moderno y establecer una influencia firme sobre Corea, superior incluso a la soviética. El de Indochina fue otro conflicto que China no creó, sino que se encontró ya entablado, pero que asimismo le sirvió para fortalecer su sistema de protección. En ambos conflictos, el adversario fueron los Estados Unidos. En junio de 1950, el despliegue de la Flota norteamericana evitó cualquier posibilidad de desembarco en Taiwan. Pero esta confrontación no anuló un margen para el acuerdo. En septiembre de 1955, fueron repatriados los prisioneros norteamericanos y, más adelante, se llegó a un convenio con Japón: 1.017 de los 1.062 criminales de guerra condenados fueron devueltos. En relación con el resto de los países asiáticos, muy pronto China empezó a diseñar una política propia. Con India se establecieron relaciones cordiales en 1950, pero en el momento del ataque a Corea se produjo un acercamiento a Pakistán. Ése fue el caso más evidente de coexistencia pacífica, pues China mantuvo la neutralidad cuando la URSS apoyó a la India en el conflicto de Cachemira. Pakistán formaba parte de una de las alianzas fraguadas por los norteamericanos y establecidas alrededor de la frontera soviética. En Malasia, por su parte, la actividad de la guerrilla comunista estaba muy relacionada con China. Pero, en muchas otras zonas del Extremo Oriente, la subversión comunista fue autónoma y Mao las definió como "zonas intermedias", no decantadas entre ambas superpotencias. En 1952, China reunió una conferencia sobre la paz y, además, el primer ministro Chu En Lai suscribió una declaración con Nehru sobre estas materias. Se decidió, por tanto, elegir una vía que se acercase a la posición de los neutrales sin perder la especificidad comunista. Pero, en el inmediato futuro, lo decisivo siguió siendo la evolución política interna. Mediados los años cincuenta, toda una serie de factores, desde la crisis económica a la relajación política y las deficiencias percibidas en el modelo soviético, hacían previsible un cambio político. Pero esto no supuso que la dirección comunista china tuviera una idea clara de la dirección sino que acumuló contradicciones en ella. A Mao la convicción de que la colectivización del campo había sido un éxito le llevó a adoptar una posición de mayor exigencia respecto a la industria: siempre fue partidario de la modernización económica y no de ciertas actitudes utópico-pastorales que se le han atribuido. Por otra parte, el partido había alcanzado ya la cifra de más de diez millones de miembros y eso justificaba la oposición a la burocratización. Aunque Mao de ninguna manera estaba dispuesto a seguir a las masas, nunca dejó de tenerlas presentes. A partir de mediados de los cincuenta, insistió en las contradicciones existentes en la propia sociedad china y en la lucha de clases que se estaba dando en su seno. Pretendió repudiar toda autoridad en el interior del partido, pero pronto se encontró en la alternativa de tener que elegir entre leninismo o anarquía. Así, tendría que recurrir al Ejército, donde publicó su libro de máximas. Idéntica contradicción se dio a la hora de admitir la crítica de los intelectuales. La divisa "Dejar a cien flores florecer; dejar que compitan cien escuelas" parecía significar apertura. Mao llegó a mostrar, incluso, su voluntad de retirarse y en el Congreso del partido desaparece la mención a su doctrina como elemento fundamental dentro de la ideología del comunismo. Luego, en cambio, se convirtió en un protagonista todavía más decisivo de la Historia de China. En lo único que parecía clara la evolución del pensamiento de Mao era en lo relativo a la consideración de que China había dependido en exceso de la imitación de los soviéticos. Por estas fechas, parecía mucho más atraído por la idea de que China tenía muchas ventajas debido al hecho de ser un país pobre y empezó a evolucionar en el sentido de aceptar de forma más clara las enseñanzas del pensamiento tradicional chino. Su evolución contraria al modelo soviético no sólo se explica por motivos de orgullo nacional, sino también por el hecho de que percibía en él graves inconvenientes. Ya en 1956 decía que tenía razón en un 30%, pero no en el restante 70%. Además, repudió el modo en que Kruschov realizó la desestalinización, entre otros motivos por no haberle consultado. Todos estos factores sirven para explicar la evolución de la política china en los años inmediatos.
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La Guerra de los Cien Años, cuya batalla decisiva se libró hace cinco siglos y medio -julio de 1453- en Castillon, no fue una guerra ni duró cien años. Fueron en realidad 116 años, salpicados por campañas militares, treguas y paces más o menos duraderas, en los que Inglaterra combatió por absorber a Francia y ésta hizo lo posible por evitarlo. Las causas del largo conflicto fueron múltiples. Inglaterra tenía ambiciones territoriales en el continente, porque del vasto imperio angevino, derivado de las posesiones de los reyes anglo-normandos y del matrimonio de Enrique II con Leonor de Aquitania, en 1152, retenía las ricas regiones de Guyena y Gascuña. Unos territorios que también ambicionaban los monarcas galos para unificar su reino. A ello se sumaba la paradoja de que los reyes de Inglaterra, por ser duques de Normandía, eran vasallos nominales del rey francés, lo cual se avenía mal con el orgullo de los Plantagenet. Éstos tampoco podían tolerar el apoyo francés a los rebeldes escoceses. Desde el punto de vista económico, Inglaterra se sentía también perjudicada por la intervención francesa en Flandes, que ponía en peligro el negocio de la venta de la lana inglesa a los comerciantes flamencos. Sin embargo, la causa directa del estallido de la guerra fue la sucesión a la corona de Francia, tras el fallecimiento sin descendencia masculina de Carlos IV Capeto. Eduardo III de Inglaterra, hijo de Isabel, hermana del monarca fallecido, era el heredero más directo al trono francés. Para evitar esa sucesión, los juristas franceses recurrieron a la antigua Ley Sálica, que impedía heredar la corona a las mujeres y, gracias a esa maniobra, Felipe de Valois, sobrino de Felipe IV, fue proclamado rey de Francia. Así empezaba, en 1337, esa interminable contienda de la que, más de un siglo después y tras haber pasado apuros que le pusieron en trance de desaparición, la corona de Francia saldría muy reforzada. En el final de la interminable contienda fue decisiva la revolucionaria intervención de la artillería móvil. La batalla de Castillon se produjo, además, en un contexto muy sensibilizado por la quema en la hoguera de la gran heroína de Francia, Juana de Arco.
obra
Es uno de los diversos bocetos que realizó Poussin para las llamadas "Bacanales Richelieu", compuestas por El triunfo de Baco, El triunfo de Sileno, El triunfo de Neptuno y Anfítrite y El triunfo de Pan. Fueron encargadas por el Cardenal Richelieu para su palacio de Poitou y realizadas en el periodo 1634-1636. Fue un proceso complejo, como lo atestiguan los varios estudios previos realizados por el pintor francés. El punto de partida de Poussin, como de costumbre, fueron los grabados sobre temas clásicos que tanto abundaban en el momento. De ellos toma diversos elementos, sometiéndolos luego a un proceso de reelaboración bajo su propia y genial perspectiva. En este caso, podemos apreciar cómo Poussin ha realizado dos tipos de composición en la misma hoja. Algunas de las figuras que permanecen en el cuadro, como la ninfa que adorna el herma, busto sin brazos colocado sobre un estípite (similar a la de Bacanal ante una Herma) o el trompetista del lado izquierdo de lienzo, aparecen aquí ya bosquejados.
obra
Pertenece al ciclo de triunfos o bacanales encargado por el Cardenal Richelieu para su palacio del Poitou, en donde iban a compartir espacio con obras de reconocidos autores renacentistas como Mantegna. Fueron ejecutadas entre 1634 y 1636, y proporcionaron un mayor prestigio en Francia al artista. Se han constatado con seguridad tres bacanales terrestres y una marina. Se trata de El triunfo de Pan, que es el que nos ocupa; El triunfo de Baco, El triunfo de Sileno y El triunfo de Neptuno. De la relativa al dios Pan existen dos versiones: una en el Louvre y otra en la National Gallery de Londres, que es la que podemos ver. Hay que poner, sin duda, esta obra en relación con la Bacanal delante de un herma. Poussin se aleja de la manera italianizante de El triunfo de Neptuno y se aproxima a una concepción más austera, más bidimensional y clasicista. Su pureza de contorno y abstracción de líneas se inspiran en los relieves dionisíacos, sobre todo helenísticos, que el autor había podido contemplar en Italia, en especial el llamado Vaso Salpión, por nombre del artista ateniense, que había podido estudiar en la catedral de Gaeta. Fue, por tanto, un reto a la hora de imitar la vitalidad de los autores clásicos. Las formas se unen en su desenfreno sensual y se reúnen en una disposición de friso. Se mueven con una aparente falta de esfuerzo en su danza sobre un fondo no integrado. En este caso, su interés por el diseño de una compleja composición nos aproxima al estilo manierista italiano.
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Frente al budismo decadente, sensual y ecléctico que define el estilo post-gupta Pala de Bengala, surge en el Estado de Maharashtra un arte nuevo, potente, que plasma uno de los más ancestrales cultos hindúes en la forma de un Mahadeva, de un Gran Dios por encima incluso de Brahma: el Triunfo de Siva.Siva, que en principio era la actitud destructora de Brahma (Vishnu es la preservadora), se ha convertido en el dios de la muerte, sin la cual es imposible la reencarnación, la vida y, consecuentemente, la purificación kármika. Se le adora no sólo como dios funerario sino también como potencia creadora en forma de Lingam (símbolo fálico), y como Pashupati o señor de la naturaleza y rey de los animales; también como Nataraja o rey de la danza cósmica (Génesis), y como Gangadhara cuando presta su cabeza para amortiguar la bajada de la diosa Ganga (río Ganges) a la tierra, permitiendo así la fertilidad y el renacimiento de los seres vivos. La energía del dios lo absorbe todo, por eso es frecuente encontrar imágenes de Siva andrógino o Ardhanari, o simplemente femenina: Parvati (su mujer, diosa de la destrucción a la vez que virtuosa doncella); junto a ellos aparecen sus hijos Ganesha (el dios elefante, patrón de las ciencias y de los intelectuales) y Skanda o Kartikeya (dios de la guerra), y su principal amigo Nandi (el cebú negro, símbolo de las pasiones que controla el dios y que le sirve de montura).El culto al lingam (falo), símbolo de potencia creadora, debe remontarse al neolítico, pues ya los invasores arios denominaron a los aborígenes del Valle del Indo adoradores del falo, entre otros adjetivos despreciativos como esclavos, chatos y oscuros. La fertilidad masculina, contemplada en el panorama matriarcal agrícola de manera más indirecta y potencial que la femenina, fue absorbida posteriormente (en fecha indefinida) en el hinduismo por Siva.El culto al lingam está profundamente arraigado entre la población hindú, no sólo entre los lingayat (secta lingavantha o de los portadores del falo), que lucen atado al cuello este símbolo, sino entre los fieles que acuden a los templos de Siva, cuya imagen principal de culto suele ser un lingam; también es frecuente entre las mujeres hindúes, que oran al atardecer ante pequeñas capillas exentas enclavadas en el campo o en plena urbe.La representación plástica del lingam ofrece una gran variedad, desde su máxima abstracción por medio de un círculo o un cilindro romo, hasta la más gráfica y realista. Suele ir asentado, como surgiendo de una yoni (símbolo vaginal) representado en la misma variedad del lingam, bien como un simple triángulo o concavidad, bien como una vulva muy naturalista.Lingam y yoni unidos, juntas la energía masculina y femenina, significan respectivamente la naturaleza fundamental y la naturaleza manifiesta; su unión da lugar a la potencia generadora y creadora del universo. Los brahmanes encargados del cuidado de estas imágenes deben ungirlas, perfumarlas y adornarlas con flores, al igual que con cualquier otra imagen de culto antropomórfica.Los términos más frecuentes para referirse a este símbolo son lingam, linga o lingga (todos significan señal), aunque también se puede llamar religiosamente shishna o shishana (literalmente miembro viril). Ninguno de estos nombres aparece en la literatura védica, por lo que se piensa que es una adaptación neobrahmánica tardía, en ningún caso anterior a la era cristiana.Todo este corpus iconográfico, además de innumerables creencias locales que multiplican infinitamente su culto, lo encontramos en los colosales altorrelieves del santuario rupestre de Siva en la isla de Elephanta (Bombay, año 625). En estos siglos post-gupta la dinastía Chalukya ocupa una gran parte de la meseta del Dekkan y de los Gathes Occidentales (actualmente Estado de Maharashtra). Adoradores de Siva, supieron imponer su culto por encima de cualquier otra divinidad hindú y definieron su iconografía.El protagonista indiscutible de las esculturas que decoran las cuevas de Elephanta es el colosal altorrelieve de la Trimurti de Siva. Lo que popularmente se llama trimurti o tres caras es un busto tricéfalo de 8 m de altura por 6 m de anchura, que muestra al dios en atuendo principesco como Mahesamurti o Supremo en su Triple Acción: imperturbable y transcendente en su rostro frontal, terrible y destructor (a su derecha), y sonriente y preservador (a su izquierda), usurpando con esta manifestación el poder absoluto del mismísimo Brahma.En el conjunto rupestre de Ellora (Aurangabad, 757 a 790) nos encontramos con otro gran coloso del triunfo de Siva: el Kailasanatha (morada mítica de Siva en el Monte Meru), o templo n.° 16 de un conjunto de más de 30 cuevas que, excavadas entre los siglos VI al XIII d. C., reparten su culto entre el hinduismo, budismo y jainismo. Así pues, además de un conjunto artístico sin par, son un magnífico ejemplo de la actitud permisiva y de la convivencia religiosa que caracteriza a la cultura india.Esta obra gigantesca de arquitectura excavada a cielo abierto mide aproximadamente 100 m de largo por 60 de ancho y 35 de alto, para lo que se tuvieron que extraer cerca de un millón de metros cúbicos de piedra. Presenta un aspecto estratificado a base de reiteración de elementos horizontales que evocan el carácter montañoso de la morada de Siva. Al ser uno de los primeros templos a él dedicados, constituye el modelo por excelencia de planta y distribución espacial: puertas monumentales que sacralizan el recinto, sala de paso de adoración al toro Nandi, siempre atento a las órdenes de su señor, mandapa o sala de oración destinada a los hombres y garbha grya o habitación del dios en la que se rinde culto al Lingam. Todo el templo parece ilusoriamente sustentarse sobre una manada de elefantes de piedra que, en tamaño natural, forman un friso escultórico espectacular. Las cubiertas se escalonan buscando la mayor altura en las estancias más sacras, que presentan dos pisos. Abundan las pasarelas, columnatas, capillas adosadas... y todo el conjunto tanto interior como exteriormente está cuajado de esculturas que suponen el corpus iconográfico sivaita más exhaustivo, además de constituir la más extensa narrativa del "Mahabharata" y del "Ramayana".Fue mandado excavar bajo los reinados de Dantidurga y Krishna de la dinastía Rashtrakuta. Este clan principesco había sido vasallo de los Vakataka y de los Chalukya, pero desde mediados del siglo VIII su poderío eclipsa el de los demás reinos del Dekkan, como muy bien evidencia este coloso de Ellora.
contexto
La continuidad de la escuela de Lisipo parece constituir, pese a todo, un caso aislado. Frente a ella, el ambiente normal de la escultura de la época es lo que hemos definido como un clasicismo totalizador o de síntesis. Parece como si los escultores quisiesen buscar un nuevo y último canon fundiendo la delicadeza de líneas y actitudes de Praxíteles, la esbeltez y ligereza atlética de Lisipo y la intensidad de mirada de Escopas, todo ello dentro de una calidad técnica y una creatividad de actitudes y ritmos ciertamente admirables. Y esto, para los estudiosos modernos, que ya no contamos con los textos antiguos como ayuda, supone una situación desesperante: ¿cómo hacer atribuciones en un ambiente tan ecléctico, en que los mejores artistas se ocultan tras un estudio exhaustivo de las conquistas plásticas del pasado?. El hecho se agrava aún más porque tal planteamiento estético no parece ser una moda limitada a discípulos y seguidores, y nacida al morir los grandes maestros, sino que también éstos se movían a veces por derroteros semejantes; recordemos cuánto debía el Póthos de Escopas a Praxíteles, o el Agias de Lisipo a Escopas, o cómo se fundieron estilos en el Mausoleo. Aun con su sensibilidad propia, los más famosos escultores se mantuvieron hasta el final de sus vidas abiertos a las ideas nuevas que otros quisiesen desarrollar. En consecuencia, cuando nos enfrentamos a las grandes obras de fines del siglo IV y principios del III a. C., algunas de ellas cargadas de prestigio precisamente por su carácter de síntesis de todo el clasicismo, no sabemos a quién atribuirlas. ¿Qué pensar, en efecto, de una de las más tempranas, el Efebo de Anticítera (h. 340 a. C.), un Perseo que duda entre estructuras peloponésicas y suavidad ática? ¿Qué hacer con las dos Herculanesas, damas elegantemente vestidas que oscilan entre el gusto ático por las telas y las proporciones de Lisipo?, o con la Deméter de Cnido, que pasa, según el gusto del historiador de turno, por las manos de Escopas, Briaxis, Leócares o la escuela de Praxíteles; o con el Ares Ludovisi, híbrido de Lisipo y Escopas; o con la serie de las llamadas Afroditas Púdicas (la de Medici, la Capitolina, la Venus del Delfín del Prado, etc.), interpretaciones de la Afrodita Cnidia en el canon de Lisipo; o con el fastuoso Grupo de los Nióbides, que ya los antiguos dudaban si atribuir a Escopas o a Praxíteles (Plinio, NH, XXXVI, 28); o con el etéreo Hipno del Prado, que ha sido atribuido indistintamente a Praxíteles y a su escuela, a Escopas o a Leócares... Pero quizá sean dos estatuas las que, por su propia y merecida fama, más dejan al descubierto esa desasosegante imposibilidad de definirse. La primera es, desde luego, el Apolo del Belvedere. Esbelto y elegante, su gesto y levedad lo convirtieron en obra maestra de Leócares, por comparación con el movimiento y actitud del pequeño Ganimedes del Vaticano. Pero, aparte de que ya esta última obra dista de ser copia segura del original de dicho maestro -la iconografía de Ganimedes es amplísima, y habría que discutirla en detalle, dado que poco sabemos con seguridad del arte de Leócares-, el problema se agrava por el propio academicismo del Apolo. Este, en efecto, es una copia romana, y si hemos de dar como más fiel al original la Cabeza Steinhäuser del Museo de Basilea, sin duda más dramática, con los ojos hundidos bajo las cejas y la boca entreabierta, en tensión, nos hallamos cerca del arte de Escopas, o incluso de tendencias más realistas de pleno siglo III a. C. Pero más grave aún, si cabe, es la situación en que nos hallamos con otra obra maestra indiscutible: el Hermes de Olimpia. Hallado donde, según Pausanias, se encontraba un Hermes de Praxíteles, su verdadera atribución lleva más de un siglo siendo quebradero de cabeza para todos los estudiosos. Ciertamente, se inclina buscando la curva praxitélica, su cara es suave como las de Praxíteles, y el grupo se estructura como el de Irene y Pluto de Cefisódoto el Viejo; la perfección de la talla es sublime, y la estatua ondula en dos dimensiones. Pero, por otra parte, su musculatura es más fuerte que las que suele usar Praxíteles, dando una cierta rigidez a su actitud; su cabello parece inacabado, como si esperase -igual que ciertas estatuas alejandrinas del siglo III a. C.- un recubrimiento de estuco y pan de oro; la frente se abomba sobre los ojos en lo que suele llamarse barra miguelangelesca, un elemento más bien usado en el taller de Lisipo; y, desde luego, el manto que cuelga sobre el árbol es tan realista que bien justifica la conocida frase del sabio alemán al que enseñaron las primeras fotos sacadas a la obra durante la excavación: "Muy bello, pero ¿por qué al sacar la fotografía han dejado ahí colgando esa capa?" Efectivamente, para un conocedor de la obra de Praxíteles tal realismo resulta sin duda chocante. ¿Qué es el Hermes de Olimpia? ¿Una obra tardía de Praxíteles, en la que éste asume con entusiasmo todo tipo de novedades? ¿Una escultura del siglo II a. C., como alguien ha querido demostrar, inspirada en el arte de Praxíteles y nacida en un ambiente neoclásico? ¿Una obra realizada por la escuela de Praxíteles ya bien comenzado el siglo III a. C.? Siempre se podría pensar que su verdadero autor fuese un Praxíteles que vivió, por lo que sabemos, en la primera mitad del siglo, y que retrató, según nos cuenta Diógenes Laercio (V, 2, 14 y 52), a un hijo de Aristóteles. Ante tal cúmulo de dudas, no queda más que confesar la ignorancia de la ciencia moderna y, por desgracia, expresar el convencimiento de que, en este punto, va a ser duradera.
contexto
La continuidad de las corrientes fijadas durante la primera mitad del Seicento es todavía más evidente en pintura. Precisamente, a fines del siglo, después de los grandes techos decorativos pintados por Lanfranco y Cortona, la pintura ilusionista vive momentos de inusitado esplendor. Los resultados más originales, aquellos que mejor consiguen expresar el sueño barroco de dominar el espacio infinito, gracias a refinados juegos perspectivos, vienen de la mano de Giovanni Battista Gaulli, llamado il Baciccia (Génova, 1639-Roma, 1709), con el Triunfo del Nombre de Jesús pintado en la iglesia del Gesú (1672-83), y del jesuita Andrea Pozzo (Trento, 1642-Viena, 1709), con la Gloria de San Ignacio realizada en la iglesia homónima (1691-94).Aunque ambas obras son gigantescas máquinas pictóricas en las que triunfa la decoración ilusionista, los contrastes entre ellas son muy significativos. En su retórica exuberante y envolvente, Baciccia se aproximó, particularmente, a las lecciones básicas de Bernini, como el principio de interacción material e ilusoria de todas las artes, en la unidad de percepción global y en la idea de ininterrumpida continuidad de las formas en el espacio. Pozzo, por el contrario, racionalizó en una síntesis pictórica todos sus enciclopédicos saberes matemáticos y geométricos y su amplia experiencia de escenógrafo, acostumbrado a crear espacios ficticios mediante trucos y engaños ópticos, que por lo demás coetáneamente sistematizaba en su "Perspectiva pictorum et architectorum" (1693).La obra de Baciccia fue considerada por pintores y escultores, sobre todo de otras ciudades de Italia e incluso europeos, como el modelo ideal de decoración religiosa. Aun así, padeció las secuelas de las áridas controversias que, cincuenta años atrás, habían enfrentado de manera irreconciliable a Pietro da Cortona y a Andrea Sacchi. Y es que las posiciones dogmáticas de Sacchi volvieron a ser repropuestas por Carlo Maratta (Camerano, 1625-Roma, 1713), el campeón romano del nuevo clasicismo que triunfaba tanto en Roma como en París y que haría de puente del neoclasicismo del siglo XVIII. Formado en la escuela de Sacchi, en el Triunfo de la Clemencia, pintado al fresco en el palacio Altieri (posterior a 1670), donde recupera el esquema del quadro riportato, Maratta enfatiza con su ecléctico clasicismo la vuelta a la concepción lineal e intelectual de la pintura en contra de la visión barroca -esencialmente pictórica y colorista-, marcando el triunfo de la reflexión abstracta sobre la fuerza creadora.