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En el año 527, cuando Justiniano asciende al trono, era el único emperador cristiano, cabeza indiscutida de la comunidad cristiana. Todavía tendría que enfrentarse a la herejía y a los últimos restos del paganismo, pero en Constantinopla podía rodearse de toda la pompa y ceremonia que convenía al supremo magistrado de la Cristiandad, la figura que representaba a Dios ante el pueblo y al pueblo ante Dios. Era el Sacro Emperador, y el palacio en que vivía era el Palacio Sagrado. Profundamente religioso, estaba imbuido de la convicción de su misión divina: asentar las ortodoxias y conferir a las Iglesias el rango adecuado a su destacada posición. Aunque los logros se quedaron cortos respecto a sus propósitos, la sangrienta represión de la insurrección de Nika del año 532, que marca la última resistencia popular al gobierno autocrático y el fracaso de la conspiración de Marcelino en el año 556, el último de los levantamientos aristocráticos, le dejaron las manos libres para diseñar un sistema autocrático que le conduciría a la gloria. Para ello, contó con una burocracia manejable y fiable, que formaba sus cuadros en las universidades de Constantinopla y Beirut; un ejército disciplinado, con brillantes generales como Belisario y Narsés; un credo uniforme, inevitable en una sociedad en la que religión y política estaban tan estrechamente unidas, que las divergencias religiosas ponían en cuestión el poder imperial absoluto. Hizo también un código legal uniforme, que reforzó el gobierno autocrático e insistió en la continuidad del Estado romano hasta la época de Justiniano. Imaginaba un Imperio mediterráneo donde Rávena sería una subcapital, sujeta a Constantinopla pero compitiendo con ella en esplendor. Roma sería el centro espiritual que equilibraría la sede del Patriarca de Constantinopla y ésta trataría de revivir la gloria de la primitiva capital del Imperio. Para dar solución a estas preocupaciones, Justiniano reforzó las fortificaciones existentes o construyó otras nuevas, edificó acueductos y cisternas, tendió puentes y desvió ríos. Los trabajos más elaborados fueron los desarrollados en la frontera oriental, especialmente en Mesopotamia y Siria, donde el Imperio tenía que enfrentarse con su rival más temible: Persia. Dara y Zenobia son un reflejo de ello. En la frontera persa sería donde algunos de los más importantes arquitectos de Justiniano tuvieron su formación, lo que puede explicar -Mango- tanto sus atrevidos y prácticos procedimientos para resolver los problemas constructivos que se iban planteando, como su predilección por las formas orientales. También construyó una línea fortificada a lo largo de la margen derecha del Danubio, pero al estar desprovista de una guarnición permanente, el invasor siempre podía atravesar esa línea, como hicieron los hunos o los búlgaros y otros que les seguirían después. En este imperio cristiano el arte jugaría un papel fundamental, pues para Justiniano, las empresas arquitectónicas tenían el mismo rango que la restitución de la ortodoxia religiosa o la seguridad de las fronteras. Como buen autócrata, estaba convencido de que los grandes edificios eran una adecuada manifestación de grandeza; en consecuencia, el arte iba a desempeñar una notable labor de propaganda y dado su alto coste, casi exclusivamente imperial. A partir de ahora, iglesias, manuscritos, marfiles y otras obras de importancia, serán encargadas por el Emperador o los miembros de su familia al tener a su disposición todos los recursos de los talleres imperiales y sus artesanos. Allí era donde los equipos de pintores ilustrarían los deseados códices purpúreos, que el gobierno enviaba como regalo a los altos dignatarios; allí era donde se tallaban los delicados marfiles y se tejían las finas sedas. Ninguna ciudad de provincias hubiera podido permitirse esos lujos, sólo con sus propios recursos. Había, naturalmente, arte popular. Las iglesias y monasterios se encargaron de sus modestas decoraciones, aunque, al parecer, recurrían frecuentemente a los libros de muestras enviados desde la capital. Con Justiniano, por primera vez cabe hablar de un arte bizantino -Runciman-, el arte de un Imperio cristiano, irradiado desde un mismo centro y con una corte ansiosa de atender a las necesidades del Imperio y de la Iglesia de una manera digna. Los gustos fueron cambiando, pero triunfaron porque las autoridades imperiales así lo deseaban y eran lo bastante ricas para llevar adelante un programa de obras públicas de todo tipo, desde los grandes edificios hasta los dípticos consulares y los manuscritos didácticos ilustrados, todo ello con un lujo suntuoso. Era posible, pues, hacer experimentos en arquitectura o en decoración, pero presentándolos como expresión de la philantropia imperial. Esta debía quedar reflejada en aquellos regalos de Dios que llegaban hasta la comunidad por mediación del emperador. Justiniano fue plenamente consciente de ello.
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Los mosqueteros se caracterizaban por un sombrero de amplias alas adornado con plumas. Sin embargo, lo que principalmente les distinguía era su arma: el mosquete, del que derivaba su nombre. Esta arma, aunque carecía de la precisión de los fusiles, poseía una potencia de fuego muy superior a la de los arcabuces. Quizá esta sea la razón de que en los Tercios los mosqueteros formaran compañías independientes de las de los arcabuceros. Pero los mosquetes también tenían sus inconvenientes. Uno de ellos era el peso, que podía doblar al del arcabuz, por lo que había que apoyarlo en una horquilla para disparar. Esta horquilla consistía en un asta de madera -de unos 147 centímetros de altura- que en uno de sus extremos llevaba una "U" metálica donde descansaba el cañón del arma; el otro extremo se apoyaba en el suelo, estando rematado con una contera de metal que terminaba en punta. El cañón y la caja con los resortes mecánicos hacían que el peso del mosquete sobrepasara los ocho kilos en los modelos más ligeros, si bien en los más pesados se podían alcanzar hasta dieciséis. Los proyectiles eran de plomo de dos onzas -24 gramos. Por lo demás, el mecanismo de disparo era semejante al de los arcabuces. El mosquetero llevaba la pólvora para su arma en los llamados "doce apóstoles", unos frascos de madera o cobre que colgaban de una bandolera que se apoyaba en el hombro izquierdo. Cada frasco contenía la pólvora necesaria para un disparo. La bandolera incluía una pequeña bolsa en la que se guardaban la cuerda-mecha y las balas. Estas últimas las fabricaba el propio mosquetero con un molde, ya que el plomo se suministraba en forma de pasta. En caso de agotarse la pólvora de los frascos, se usaba la del polvorín de reserva dosificándola "a ojo", por lo que cuando esto sucedía las cargas y los disparos bajaban en precisión. El polvorín de reserva se llevaba colgando de una correa que descansaba sobre el hombro derecho, de tal forma que quedaba situado a la altura de la cadera izquierda, por encima del pomo de la espada. Las armas, la horquilla y los útiles de disparo sobrecargaban en exceso al mosquetero, por lo que en vez de armadura solía vestir un coleto o una casaca de paño marrón sin mangas. Su uniforme se completa con el sombrero ya descrito, un jubón de paño negro, un estrecho cinturón de cuero, unas largas y amplias calzas acuchilladas de color azul grisáceo, unas medias blancas de una sola pieza y unos zapatos marrones de cordobán.
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En una familia impregnada de un alto sentido de la herencia y la transmisión, no sólo patrimonial sino también genética y social, el hijo se convierte en una especie de tesoro familiar. Es objeto de atenciones y mimos especiales. En él se invierte en su educación, en su salud, en su alimentación. El niño representa el futuro, la pervivencia familiar más allá de la propia existencia.. Es el eslabón de una cadena familiar, considerada desde un punto de vista evolucionista como sucesivas etapas cada una de ellas representadas por un individuo en constante progresión con respecto a sus predecesores. En el hijo se proyecta lo que los padres no tienen y desean; para él y su vida futura se espera lo mejor, mayor calidad de vida, mejores condiciones existenciales. Por eso todo gasto se contempla como una inversión. El hijo no es sólo patrimonio familiar, sino también social. Como individuo, su existencia es importante para el conjunto, unidad mínima de la nación y la raza. Sus funciones adultas las desempeñará no sólo para sí sino también para su país: será ciudadano, soldado, productor y reproductor. Su papel esencial hace que sobre el hijo recaiga no sólo la atención de los padres sino también del Estado y la sociedad, por lo que se impone la existencia de controles y vigilancias ya desde el momento mismo de la procreación y a lo largo de la vida infantil. Estos controles son ejercidos por especialistas -médicos, maestros, jueces-, en cuya potestad puede estar anular las leyes naturales y biológicas para imponer las sociales. La pérdida de la patria potestad o los internados son soluciones habituales para casos extremos, en los que el Estado, por medio de sus representantes, percibe desatención o carencias en la vida del niño. La procreación se convierte también en un acto de Estado, perdiendo su carácter exclusivamente privado. El peligro de la natalidad decreciente hace que el Estado intervenga para garantizar los nacimientos en las mejores condiciones posibles. Las maternidades en los hospitales sustituyen a los partos en el hogar y los médicos a las vecinas o familiares. El registro de los recién nacidos otorga al Estado un control del individuo desde el mismo momento de su entrada en la vida. Con todo, el tener un hijo se convierte cada vez más en un acto voluntario, lo que implica una valoración de las consecuencias que la paternidad acarrea en el futuro. Los gastos se acrecientan, los niños requieren más atención y cuidados; por ello, cada vez hay una mayor tendencia al control de la concepción, realizado con medios escasos y dotado de un velo de oscuridad. La abstinencia, el "coitus interruptus" por parte de la mujer o del hombre, son las prácticas más frecuentes. Pero también existen otras, de más dudosa eficacia, que los hombres conocen en los burdeles e importan a sus hogares: el lavado femenino, causa de la popularización del bidé. Si todos estos mecanismos, el aborto es la última solución, especialmente en los medios urbanos y entre mujeres casadas. El infanticidio, aun más allá, supone el punto final a un embarazo no deseado entre mujeres de escasos medios -solteras, sirvientas rurales, criadas-, humilladas por un nacimiento que las proscribe socialmente. El interés por la transmisión del patrimonio genético y cultural hace desechar la opción por la adopción en caso de esterilidad en la pareja.
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Las investigaciones sobre el urbanismo emeritense constituyen actualmente, por las incógnitas que se plantean al encontrarse la ciudad actual superpuesta a la antigua, una de las empresas más atrayentes que tiene ante sí el arqueólogo local. Dos teorías fundamentales se han formulado acerca del recinto urbano hasta ahora. Una de ellas, sustentada por Schulten y seguida por Mélida, Gil Farrés, García y Bellido, etc., y otra que explicó Richmond. Según la primera, Emerita habría contado con un recinto inicial, cuyos límites habrían sido la Puerta del Puente y la Puerta de la Villa para el decumanus maximus y los arcos de Trajano y Cimbrón para el kardo maximus. Dentro de estos hipotéticos límites, obtenidos esencialmente del plano de las cloacas de la red colonial publicado por primera vez por Macías, Schulten asigna al recinto unas dimensiones de 350 x 350 metros, configurándose por tanto un esquema de urbs quadrata, muy en consonancia con las rígidas concepciones urbanísticas de la época. Con posterioridad, dentro de los mismos esquemas, habría ocupado una superficie de 700 x 700 metros, es decir, 49 ha. Para Gil Farrés, el recinto fundacional habría tenido 28 ha, mientras que en el Bajo Imperio esta superficie habría sido de 84 ha, el triple de la primitiva. Para García y Bellido, el recinto primitivo fue un rectángulo de 400 x 700 metros (28 ha), que formaba un reticulado de 32 insulae, para alcanzar en su máximo período de extensión 80 ha. Esta teoría del recinto fundacional, con ampliaciones posteriores, ofrece serios inconvenientes. Hay que decir, en primer lugar, que los límites asignados para el decamanus maximus son acertados, pero no los del kardo. El denominado Arco de Trajano, nombre puramente arbitrario asignado por el elemento popular emeritense, no es una puerta de la ciudad como la han considerado los teorizantes del recinto fundacional, sino un arco, ubicado, como tantos otros, sobre una de las viae más importantes de la ciudad, cuyo carácter y función es fácil de determinar. Su estructura es sencilla, con un núcleo de hormigón y un paramento de sillares que, a su vez, recibieron un revestimiento de lastras marmóreas, que se conservan en su base, hoy no visible. Destaca la concepción de su bóveda, pétrea, con dos series de dovelas sobre las que se establecen sillares monolíticos, lo que emparenta al arco con diversos planteamientos de la arquitectura de la parte oriental del Imperio. Era de un solo vano, con otras dos pequeñas aberturas laterales, igualmente de medio punto. Fue el historiador local, Fernández y Pérez, el primero en considerarlo como límite de una calle principal que concluiría en el Arco de Cimbrón. La hipótesis fue aceptada por Plano, quien llegó, incluso, a afirmar que sobre el kardo hubo otro arco, quizá de ingreso al foro desde la calle. Macías se debate entre considerarlo arco de triunfo o parte de un suntuoso edificio, mientras que Mélida se inclinó a interpretarlo como puerta monumental. Se trata a nuestro juicio, como ya intuyera en su día Almagro Basch, de una simbólica puerta de acceso a un recinto, en este caso un templo de culto imperial, cuyas ruinas descubrimos en 1983 al final de calle Holguín. Es, por tanto, un caso más de los varios que conocemos en el mundo romano: Arco di Via di Pietra, que daba acceso al templum divi Hadriani, o arcos del Iseo Campense, entre otros. Por otra parte, el pretendido Arco de Cimbrón pudo haber existido, pero nunca, como el referido Arco de Trajano, hubo de tener el carácter de puerta del recinto murado, sino, como en el caso del anterior también, el de entrada a un recinto, el foro en ese caso. Examinadas las razones que impiden, según nuestra opinión, pensar en la posibilidad de que hubiera podido existir un recinto fundacional, pasamos a exponer brevemente la teoría que nos parece más acertada, la que considera que la ciudad romana se trazó toda de una vez, dejando dentro del recinto unos espacios vacíos, que con el tiempo irían siendo ocupados a medida que las necesidades derivadas del auge de la ciudad lo precisaran. Fue, como hemos adelantado, Richmond, uno de los más expertos conocedores de su tiempo de la topografía y el urbanismo romanos, quien la formuló, al considerar que el caso de Mérida no es igual al de Turín o Aosta, claros ejemplos del sistema castramental. Como puntos de apoyo de sus atinadas observaciones, se fijó en que el Anfiteatro, del año 8 a. C., se apoyaba en la cerca murada, por lo que ésta era lógicamente anterior, y en que la conducción de Cornalvo, que él consideraba augustea con razón, iba establecida en buena parte, en su recorrido meridional, sobre la muralla. A estas observaciones se podrían añadir otras más como la posición del foro municipal, de primera época, las áreas de necrópolis, etc. Como puede apreciarse, Emerita fue un ejemplo más dentro de las ideas urbanísticas del período augusteo, que concebían una planificación con amplia idea de futuro, a lo grande desde el principio, dejando espacios sin construir que luego serían ocupados con el devenir de los siglos.
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Las transformaciones urbanísticas del país se inician con la subida al trono de Isabel II, desde su minoría de edad. Antes, la llegada al trono español, a comienzos de siglo, de José Bonaparte había supuesto la posibilidad de llevar a cabo una serie de reformas que podían hacer cambiar la estructura de algunos sectores de la entonces vetusta capital española; el arquitecto elegido por el monarca fue Silvestre Pérez, técnico aragonés de profunda convicción neoclásica y, durante los años de la invasión francesa, arquitecto de Madrid. Es lástima que la corta duración y lo agitado del período bonapartista hicieran irrealizable los proyectos elaborados por este arquitecto, pues, por su calidad, han perdurado a pesar del tiempo. Recordemos como ejemplo el proyecto que uniría el Palacio Real con la iglesia de San Francisco el Grande a base de diferentes plazas y espacios abiertos. El retorno de Fernando VII significa una paralización de todo tipo de renovación urbana, entre otras razones por el estado crítico de la Hacienda estatal. Se hace necesario esperar la llegada de la Regencia de María Cristina para que se inicien los planteamientos urbanos que ya eran una realidad en otros muchos lugares de Europa. La puesta en funcionamiento del ferrocarril permitió el acceso de una gran masa campesina a las grandes ciudades, que ven aumentar su población hasta extremos angustiosos. La carencia de una mínima infraestructura y el freno que suponían las murallas para la ampliación de los limites urbanos se traducen en el mantenimiento de unas condiciones pésimas; el hacinamiento general es uno de los mayores de Europa, llevando en algunas ocasiones, como en el caso de Madrid, a la aparición de nuevos núcleos al otro lado de las murallas. De todas maneras la primera posibilidad de cambio se produce en el interior a causa de la desamortización. Después del intento fallido durante el reinado de Fernando VII, la desamortización, llevada a cabo por Mendizábal durante la regencia de María Cristina, permite disponer de un cierto número de espacios que darían pie a los primeros indicios de renovación en las ciudades. No todos los espacios tomados a las órdenes religiosas sirvieron para una reforma de la trama urbana, pues un número no corto fue adquirido con fines especuladores, pero se pudo contar con suelo para efectuar un primer equipamiento; destaquemos, entre otras, las zonas dedicadas a espacios abiertos de los que tan necesitados estaban las ciudades españolas. Poniendo como ejemplo la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, donde el suelo perteneciente a las órdenes religiosas suponía el 13 por 100 del espacio urbano, un 50 por 100 aproximadamente se transformó en construcciones privadas y la otra mitad en lugares públicos, de los que las dos terceras partes se dedicarían a edificios oficiales y el tercio restante a jardines. Se hacía imprescindible, por tanto, la ampliación de las urbes pero no se había creado un cuerpo jurídico que encauzara este fenómeno. Aun así, se legisló atendiendo a las necesidades derivadas de las poblaciones mayores, de modo que ciertas ciudades españolas se vieron frenadas ante la inexistencia de medios para llevar a cabo lo demandado por el gobierno. Si la ley de 29 de junio de 1864 no exigía condiciones excesivamente arduas para regularizar el ensanche y atender a sus gastos, la de 22 de diciembre de 1876 (que fue a la que se tuvieron que atener la mayoría de las poblaciones menores), que derogaba la anterior, reclamaba, al menos en el reglamento de 19 de febrero de 1877, una memoria con una serie de estudios (geológicos, topográficos, meteorológicos...) que para muchos era irrealizable por carecer de profesionales que los efectuaran. En consecuencia, los proyectos se iban demorando y las poblaciones, con frecuencia, crecían sin la debida reglamentación. Las primeras reformas afectaron a los propios cascos urbanos. Navascués nos comenta una de las más trascendentales de Madrid, la reforma de la Puerta del Sol, obligada por unas necesidades de comunicación en un lugar donde se hacía imprescindible un tráfico más fluido. Barcelona no le fue a la zaga con los trabajos en la plaza de Sant Jaume (1848) y en ese mismo año el proyecto de la Plaza Real. Influidos por el ejemplo francés, algunas poblaciones españolas se interesaron por el Plan Haussmann que transformaba París a partir de la década de los 60; de ahí saldrían diferentes trazados urbanos (muchos de ellos denominados Gran Vía), siempre rectilíneos y de amplias dimensiones, en muchos de cuyos casos (el de Granada, por, ejemplo) no se tuvo reparos en alterar la antigua trama derruyendo lo que fuera necesario. Aunque no pocas de estas actuaciones se producen a comienzos de este siglo, representan siempre epígonos de la mentalidad decimonónica. El fenómeno de los ensanches, en opinión de Solá Morales, es una expresión característica de los países mediterráneos, marcados por una organización diferente a los norteuropeos (agrícola éstos e industriales aquéllos). La ordenación de la nueva ciudad, que es en realidad el ensanche, se estructura socialmente de forma metódica y cuidadosa, procurando establecer una distribución social bastante rígida de modo que se distingan los diferentes barrios según las clases. Ello se puede programar gracias al sentido global con el que se concibe el nuevo trazado, donde se prevén los más mínimos detalles pues se trata, en la práctica, de un núcleo distinto en el cual se brinda la solución a una nueva forma de vida. La trama en cuadrícula, damero o similares, es, tal como enuncia Antonio Bonet, habitual en los ensanches meridionales. También resulta bastante común que el autor sea ingeniero y no arquitecto lo que significa acabar con una tradición secular. Por ello, todos estos planes están marcados por un nuevo sentido pragmático; pragmatismo que se aprecia en el trazado ortogonal, repetido hasta la saciedad en los proyectos más variados. Cuando en un segundo momento, algunos arquitectos se incorporen a la realización de planes de ensanche mantendrán el camino trazado por los ingenieros, adhiriéndose a este concepto racionalista. Si bien no fueron los primeros (Vigo, por ejemplo, le precedió) los planes de ensanche de Madrid y Barcelona fueron paradigmáticos por la trascendencia que ambos tuvieron. El primero fue proyectado por el ingeniero Carlos María de Castro a petición de Claudio Moyano, ministro de Fomento, que se concluiría el año 1857 para ser aprobado tres años después. En esencia, el Plan Castro hacía avanzar el límite de la ciudad en sus sectores norte y este, lugares en que la edificación presentaba mejores condiciones, mientras que por el contrario en los dos lados restantes el cauce del río dificultaba su expansión. Mantenía su trama cuadriculada y ponía un especial interés en el respeto a las zonas verdes, hasta el punto de que equiparaba las zonas construidas con las ajardinadas, añadiendo a esto una ampliación del Retiro y una nueva zona en el depósito del Canal de Isabel II, además de un cierto número de manzanas sólo dedicadas a estos espacios verdes. Cuidaba también la altura, concediendo sólo tres plantas a los edificios. El Plan presentaba también aspectos negativos, pero dos en especial contrastaban con la modernidad de los otros ya mencionados: el primero era el hecho de que concebía Madrid como una ciudad cerrada, por lo cual la cercaba con un amplio camino de ronda y foso. La segunda es la desconexión en que dejaba la fusión de la antigua ciudad con la nueva, de modo que se limitaba a yuxtaponer ambas sin ninguna solución de continuidad. El Plan Castro sólo se llevó a cabo de forma parcial y aun así la sociedad de la Restauración logró que el Gobierno derogara aspectos tan positivos como el que se refiere a alturas y zonas ajardinadas. Ildefonso Cerdá, ingeniero catalán, fue el ejecutor del ensanche barcelonés, contemporáneo al de Madrid (1858). La dinámica poblacional e industrial que Barcelona venía experimentando (115.000 hab. en 1800, 175.000 en 1850 y 533.000 en 1990) obligaba a resoluciones drásticas y rápidas. Para empezar dispuso que la ciudad alcanzara sus límites naturales, o sea, el río Besós, el mar y la montaña (Montjuic), todo él siguiendo una trama en damero sólo interrumpida por dos grandes vías diagonales encargadas de permitir el recorrido del ensanche con facilidad. Pero quizá los dos aspectos más interesantes del autor sean su visión de futuro y la preocupación social con la que diseña este proyecto. En el primero debemos comentar el sentido de autosuficiencia con el que dota al conjunto a base de células dentro de las cuales se disponían los servicios que cada una iba a necesitar. Pensó siempre en la ciudad del futuro, donde las comunicaciones debían ser ágiles a base de vías de comunicación amplias o con detalles tan prácticos como el achaflanamiento de las manzanas. Por último, quizá influido por la idea de la ciudad jardín, dispone las construcciones rodeadas de zonas verdes. De este modo las manzanas sólo podían ser ocupadas por dos edificios, paralelos, entre los que se desarrollaba la vegetación. Como en otras ocasiones la especulación impidió que se cumpliera esta intención. La ideología social que Cerdá habría puesto en este proyecto chocó frontalmente con la mentalidad pequeño-burguesa de la sociedad catalana, para la que el ensanche fue siempre un negocio lucrativo, y terminó por destruir la idea primordial del autor. Cuando el siglo está a punto de terminar surge el proyecto quizás más renovador en el campo de la urbanística, y la aportación española más importante del siglo XIX: la Ciudad Lineal. Su autor es Arturo Soria y Mata quien en la década de los años 90 pone en práctica una nueva idea: trazar una ciudad de 50 km de longitud con un eje central de comunicación y una anchura mínima, de manera que no se perdería el contacto con el campo. Soria parte de unos principios básicos que serían: 1) la abundancia de zona verde (una quinta parte para construir y el resto huertas, jardines y similares). 2) edificaciones singulares e individuales, con una altura limitada (no más de tres alturas). 3) un espacio mínimo, de cinco metros, desde la calle a la vivienda con lo que las casas se encontraban en medio de un espacio verde. 4) al no existir un centro que sirviera de punto de referencia la valoración de las parcelas dependía sólo del volumen de la vivienda. A pesar de toda la carga utópica que en ciertos aspectos (especialmente los sociales) tuvo el proyecto de Soria, su ejecución fue llevada a cabo con tal pragmatismo siguiendo el axioma principal "del problema de la locomoción se derivan todos los demás de la urbanización". Por ello se creó un tranvía de circunvalación ya que la idea general consistía en una línea que, rodeando la capital, vinculara los pueblos cercanos a Madrid (desde Fuencarral a Pozuelo de Alarcón); conseguido tal objetivo en 1892, el siguiente paso se concretó en la creación, en 1894, de la Compañía Madrileña de Urbanización, encargada de llevar a la práctica la construcción y comercialización de la nueva ciudad que debería ejecutarse en ocho años. Utilizando como eje la línea del tranvía, el plan consistía en una calle central (por donde discurriría la vía) de cuarenta metros de anchura, las manzanas de las viviendas, con solares siempre rectangulares "por ser más bellas, más cómodas y más baratas que las irregulares", unas vías transversales delimitadoras que alcanzarían veinte metros de ancho y las posteriores de diez, acotando el exterior una franja de bosques aisladores de cien metros y a continuación campos de cultivo. La idea tenía un contenido social inusual para aquellos años. Aunque se habla de tres clases de hoteles para tres estamentos sociales, la única diferencia era su mayor o menor volumen; la decoración era la misma y el material, pobre. Por lo que respecta a la ubicación de cada estamento no se consideraba selectivo como en otros planes urbanísticos, de modo que alternaba la vivienda obrera con la burguesa, dotándose el conjunto de todo tipo de inmuebles públicos (iglesia, teatro, escuelas, dispensarios...). Estas preocupaciones sociales fueron posiblemente las que le hicieron perder las ayudas oficiales y que, desde un principio, fuera considerado un proyecto irrealizable. Soria no se desanimó y logró el dinero, creando una sociedad por acciones con una clientela de tipo medio, pero como contrapartida de los 50 km proyectados se ejecutaron sólo cinco.
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Los castros, recintos fortificados construidos en alturas variables y de diferente tipología, en función de su emplazamiento y destino, experimentaron una evolución desde las primeras ocupaciones en el Bronce Final hasta las grandes transformaciones habidas a partir de la conquista romana. A las primeras construcciones, realizadas con materiales perecederos, que nos dan el modelo más antiguo de planta circular propio del Noroeste, suceden en el tiempo la petrificación, primero de las construcciones y después la utilización de construcciones rectangulares, con esquinales redondeados o no, que coexistirán con el modelo anterior y que, sin duda, corresponden a la época romana. En los castros más antiguos no se aprecia una clara organización de las construcciones, que aparecen dispuestas por la superficie del castro sin una ordenación definida. Será a partir de los contactos con Roma cuando se aprecien transformaciones sustanciales en los poblados, tanto en su organización como en la utilización de la piedra para las murallas y las viviendas como en la complejidad de las edificaciones. A partir de Augusto y en los periodos siguientes, se puede hablar de la existencia de un claro urbanismo en los castros galaico-portugueses. Este urbanismo se manifiesta en las grandes murallas de piedra, como las de San Cibrán de Lás, en la existencia de calles y plazas empedradas, como en las citanias de Briteiros y Monte Mozinho, y en la construcción de aljibes, como en Elviña. Al lado de esto, las construcciones aparecen agrupadas en conjuntos de varias edificaciones y de distinta tipología que obedecen, sin duda, a la diferente función que tendrían para los habitantes de esa zona: vivienda, almacén, etcétera.Y formando parte de las casas castreñas hay un gran número de piedras decoradas de distinta funcionalidad, como jambas y dinteles, frisos o piedras para amarrar el ganado. Todas ellas poseen una decoración muy variada: sogueados, esvásticas, rosetas, helicoidales, triskeles y múltiples combinaciones. Sobre el origen de los motivos hay diversas interpretaciones, que van desde una procedencia mediterránea hasta una derivación de la ornamentación existente en la cerámica y en la orfebrería castreña. En su inmensa mayoría pertenecen al ámbito meridional de la cultura castreña y su cronología corresponde al siglo I.
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Aun siendo la producción de los Azul y Blanco la más característica de la dinastía y la más solicitada en todos los mercados de la época, el gusto por las piezas polícromas fue dando paso a una disminución de la demanda y a una decadencia palpable a finales del siglo XVII. La gama cromática iniciada con las piezas Azul y Blanco se amplía mediante la combinación de colores y la técnica de decorar conjuntamente con barnices y esmaltes. Ya durante el reinado de Xuande (1426-1435) se experimentó con la aplicación de motivos decorativos en azul sobre un fondo de esmalte amarillo. Así surgieron los Dou Cai o colores contrastados, resultado de la combinación de esmaltes de fuego bajo con azul bajo cubierta. Este proceso se realizaba en dos tiempos. Primero se dibujaba con pigmento azul, sobre la pasta cruda, los contornos y algunos detalles de la decoración. Se sometía la pieza a una primera cocción y se le añadían los esmaltes aplicados con toques muy precisos que completaban la decoración contorneada en azul. Una vez realizada esta operación, se introducía de nuevo en el horno, a una temperatura baja (800° C) también llamada fuego de mufla. El proceso decorativo requería un alto nivel de perfección, ya que no permitía arrepentimientos puesto que la pasta cruda había absorbido la primera decoración en azul. La combinación de esmaltes de fuego bajo con azul bajo cubierta, denominada Dou Cai (colores contrastados) supuso el inicio de toda la producción de porcelana decorada polícromamente. Dado lo costoso de esta técnica, se aplicó fundamentalmente en piezas de pequeño tamaño, destinadas al uso de la corte. En el pequeño jarrón de la Sir Percival and David Foundation de Londres se aprecia toda la belleza decorativa de la combinación de colores formando una composición ornamental, con rocas y flores que parecen emerger de un fondo marino, todo ello sabiamente distribuido en el espacio globular de la pieza. Los labios y bordes están señalados por dobles líneas rojas y azules. Sin duda, las piezas más conocidas, entre las realizadas con la técnica Dou Cai son unos cuencos de pequeño tamaño (8,2 cm de altura), denominados cuencos de pollo por ser éste su tema decorativo. Su forma es muy peculiar, ya que son poco profundos, con sus bordes apenas abiertos y una base ancha sin pie. El interior no estaba decorado y en su base son frecuentes las marcas inscritas en un doble círculo o cuadrado. El diseño es mínimo, para la máxima calidad y refinamiento. La producción de estas piezas estuvo marcada por su carácter elitista; sin embargo, en la dinastía Qing se copiaron siguiendo los mismos criterios de calidad, siendo pequeños detalles como el color de la pasta o el tono de la composición los que ayudan a conocer en qué período fueron realizadas. Las piezas Wu Cai o cinco colores (amarillo, turquesa, berenjena, púrpura y negro), ampliaron la gama utilizando la misma técnica que los Dou Cai, esto es, la combinación de pigmentos bajo cubierta con esmaltes sobre cubierta. Al aplicar un mayor número de colores el procedimiento es más largo y complejo. Esta técnica decorativa se desarrolló durante el reinado del emperador Jiajing (1522-1566), perfeccionándose con las piezas del reinado de Wanli (1573-1620). Efectivamente, durante el reinado de Wanli, la producción de las piezas Wu Cai aumentó considerablemente. Esta técnica se aplicó tanto sobre piezas pequeñas, tratadas con gran refinamiento, como sobre piezas grandes de desigual calidad. La imitación de las formas de los antiguos bronces fue muy frecuente en las piezas Wu Cai, así como la gran diversidad de motivos decorativos, partiendo de los más tradicionales (dragones, fénix) a recreaciones de pasajes de novelas o temas mitológicos. Puede decirse que los Wu Cai fueron los antecesores de las familias decorativas de los siglos XVII y XVIII. Un tercer grupo decorativo es el de los Dorados, resaltando los esmaltes, especialmente el rojo de hierro y el verde pálido con contornos dorados o bien mediante la aplicación de hojas finas de oro, fijadas por medio de adhesivos y recortadas según el diseño decorativo. Al lado de estas innovaciones cromáticas, los alfareros Ming continuaron investigando acerca de nuevas formas de aplicación, tanto en piezas monocromas como polícromas. Junto a las piezas polícromas mencionadas (Azul y Blanco, Dou Cai, Wu Cai...), los alfareros Ming retomaron el uso de tres colores (San Cai) de la dinastía Tang. El sentido expresionista de entonces, al aplicar libremente los colores sobre las piezas, no tiene ya cabida a finales del siglo XV. Fue entonces cuando a estas piezas San Cai se asoció un tipo de decoración llamada Fa Hua, que define un método de aplicación de los motivos decorativos por medio del uso de tabiques de arcilla para evitar su mezcla en la cocción. Sin duda constituyó una de las innovaciones más originales de la cerámica china. En la mayoría de los casos, esta técnica se aplicó sobre piezas de gran tamaño: ánforas, botellas, tiestos, sillas de jardín, donde los brillantes barnices azules utilizados se asociarían a amarillos, verdes e incluso blancos, todos ellos suavizados por una cubierta transparente.