En febrero de 1906, después de una exposición de Nolde en la galería Arnold de Dresde, recibió una carta en la que, entre otras cosas, se leía: "El grupo de artistas Die Brücke... consideraría un honor tenerle a usted entre sus miembros... Pero... decida lo que decida, nosotros queremos... rendir homenaje a sus tempestades de color".Emil Nolde (1867-1956) era mayor que todos ellos y estuvo vinculado al grupo poco más de un año, entre 1906 y 1907, cambiando su retiro en la isla de Alsen por Dresde. Individualista e independiente, no era hombre de grupos y mantuvo su propio estudio; su modo de hacer no se vio modificado por su colaboración con El Puente, pero su ejemplo sí sirvió de modelo para el resto de los artistas. Obsesionado en la búsqueda de un primitivismo en sentido plástico, pero sobre todo moral, la Naturaleza era uno de sus motivos principales, como lugar privilegiado que había permanecido igual desde miles de años atrás. En sus vistas casi a ras del suelo, como ha señalado Argan, "las pinceladas siguen la marcha de los pétalos de las rosas, de los hilos de la hierba, como si a partir de la sensación visual quisieran reconstruir no tanto la noción de la cosa como la cosa misma".La Naturaleza, en mares o en jardines, era uno de sus temas, y la religión, otro. En grandes cuadros monumentales interpreta la Biblia desde su perspectiva peculiar, humana y nada tradicional, que le trajo problemas por acusaciones de inmoralidad, obscenidad e irreverencia. Profundamente religioso y también profundamente convencido de la necesidad de crear un arte alemán, acabó en el partido nazi, que -como premio- le prohibió pintar. En sus cuadros, muy empastados, predomina el color, al que se subordina todo, con un dibujo deliberadamente torpe y ningún apego a la verosimilitud; un sentido dramático muy acentuado y una voluntad de expresión cargada de violencia que deforma los rasgos de sus personajes, haciéndolos grotescos.En los años 1910 y 1911 se sintió atraído, como el resto de los expresionistas de El Puente, por la vida urbana. Pintó escenas de cabaret, de café y de teatro: "Dibujaba una y otra vez la luz de las salas, el brillo superficial, las gentes, buenas o malas, completamente o semiarruinadas. Dibujaba ese otro lado de la vida con su maquillaje, su suciedad brillante y su corrupción". Sus Bailarinas con velas (1912, Seebüll, Fundación Nolde), resueltas en rojos violentos, transmiten una sensación de vitalidad primitiva y salvaje. Pero sólo en el mundo verdaderamente primitivo podían quedar rastros de pureza y en su busca se fue, en 1914, a los mares del Sur.
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Que el monacato constituyó un agente repoblador decisivo, sobre todo en los primeros siglos de la reconquista, es algo que ya no se discute. La repoblación del valle del Duero se llevó a cabo, en gran medida, por monjes y hombres libres venidos del norte, a los que se unieron los religiosos inmigrados desde al-Andalus. Pero el papel del monacato fue aún más allá, como muy certeramente ha señalado Moxó, constituyó uno de los principales creadores de nuevas fuentes de riqueza y, sobre todo, su contribución fue decisiva en la formación de la rudimentaria articulación social que resultaba indispensable a la monarquía astur-leonesa, para la consolidación del territorio. A través del monasterio y sus abades se van a canalizar un gran número de actividades, en especial las económicas, y, cómo no, en sus edificaciones se van a ir plasmando y consolidando las formas arquitectónicas que caracterizarán el período. Así, sus obras se convertirán en el principal vehículo de transmisión de los léxicos constructivos. Aunque lamentablemente no contamos con restos suficientes conservados, salvo los templos, no puede negarse que el principal punto de atención de la arquitectura de la décima centuria es el monasterio. Tampoco la información documental es lo suficientemente explícita respecto a la calidad y, menos aún, a la topografía de los conjuntos monásticos. Sólo algunas referencias muy puntuales, como la que se encuentra en un escrito fechado en 927, en el cual el obispo Cixila, fundador del monasterio de San Cosme y San Damián, de Abeliar, describe la fundación y las dependencias del monasterio, pero de forma muy genérica: habla de que cuenta con los edificios necesarios para los monjes y para la ayuda a huéspedes, peregrinos, pobres y cautivos, pero entre los edificios sólo señala "la claustra". Este mismo término vuelve a repetirse en otro documento posterior, referido al monasterio de Valdesaz. Ante la parquedad de los datos y atendiendo a otras circunstancias conocidas, debemos suponer que el monasterio del siglo X presentaría pocas variantes respecto a las manifestaciones de época visigoda. No en vano, las órdenes monásticas hispanogodas, como es sabido, estuvieron en vigor hasta el siglo XII en que fueron sustituidas -a la par que la vieja liturgia hispana- por la reforma cluniacense y la liturgia romana. Sin embargo, a la luz de la ilustración del Beato Tábara, puede pensarse que los edificios monásticos, al margen de la iglesia, eran simples estructuras funcionales, cubiertas con madera. Seguramente esta circunstancia explique, por sí misma, la total desaparición de aquéllos. No obstante, pese a esta pobreza aparente, la fundación de monasterios en número muy elevado es un hecho que debe tenerse en cuenta. Somos conscientes de que la principal fuente de información documental que hoy podemos manejar es, especialmente, monástica, lo que justificaría la abundante cantidad de datos disponibles; sin embargo, también es cierto que la mayoría de los edificios de repoblación conservados responden a aquéllos, lo que corrobora su importancia en la arquitectura del momento. Seguramente la causa de su proliferación estribe en que el monasterio en sí constituye un centro de producción, con una gran repercusión social y económica, lo que inscrito en una sociedad, cuya base fundamental es la agricultura -cada vez con unos horizontes más amplios-, hace de él un elemento imprescindible en la tarea de roturación de las nuevas tierras. Por otra parte, junto a este proceso de benedictinización -discutido por los historiadores- entre las comunidades monásticas surgen algunas fórmulas que también contribuyen a su multiplicación. Una de ellas es el llamado pactualismo o pactismo, consistente en la fundación de comunidades a partir de un compromiso, un pacto -de aquí el término- entre un individuo, que pasa a ser el abad, y otros varios que quedan sometidos a él. Detrás de estas comunidades generalmente se esconde una motivación económica, pues el abad, en muchos casos, es elegido por su preeminencia social y, al mismo tiempo, se produce una aportación material de cada uno de los miembros, contribución que pasa al conjunto comunitario. Esta fórmula, que en realidad era un viejo uso de origen suevo-visigótico, encaja muy bien en la dinámica económica y social de la época y, de hecho, encontraremos algunas pervivencias muy posteriores en el valle del Duero.
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El Paraguay colonial Los territorios que en el siglo XVIII acabarían formando el virreinato del Río de la Plata se encontraban, en los inicios del siglo anterior, en una situación complicada. La región había gozado de una efímera notoriedad cuando se esperaba alcanzar a través de ella el país del oro y de la plata (es decir el Imperio Inca) del que los españoles tenían vagas referencias, pero incapaces en un principio de vencer las dificultades opuestas por la naturaleza y conseguida la conquista del altiplano andino por las tropas de Pizarro, los motivos que habían provocado la ocupación inicial de la zona y el arribo de contingentes españoles considerables en la desdichada expedición de D. Pedro de Mendoza, perdieron completamente su razón de ser. Aquel área, sin recursos minerales de ningún tipo, con indígenas en general bastante poco sumisos y muy mal comunicada con la metrópoli o los grandes núcleos de riqueza de la colonia, ocupaba una posición absolutamente marginal dentro del gran imperio español. Buenos Aires, incapaz de resistir la presión indígena, hubo de ser abandonada y los núcleos de población existentes eran poco más que aldeas perdidas en medio de los bosques, rodeadas por una empalizada y esperando un ataque inminente y fulminante. En algunas regiones particularmente aisladas, como el Guairá, puede decirse incluso que la colonización estaba retrocediendo. En aquellos momentos una serie de movimientos mesiánicos y proféticos de los indígenas canalizaban una resistencia eficaz contra los invasores. El gobernador de Asunción durante aquel periodo era una figura notable. D. Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, fue el primer criollo que ocupó la gobernación del Paraguay y, consciente de la imposibilidad de consumar una conquista clásica de los enormes territorios de su gobernación, decidió impulsar nuevas tentativas colonizadoras. Los franciscanos ya habían conseguido algunos resultados nada desdeñables y Hernandarias aspiraba a reforzar aquella vía mediante la llegada de un contingente de jesuitas. La creación de las misiones del Paraguay En 1604 se estableció la provincia jesuítica del Paraguay, independiente de las del Perú y Brasil, y constituida por las regiones del Río de la Plata y Chile9. Se nombró como Provincial al P. Diego de Torres Bollo, zamorano, quien había adquirido gran experiencia en el trato con los indígenas, debido a que durante años fue Superior de la importante misión de Juli, a orillas del lago Titicaca. A mediados de 1607 salió de Lima el primer grupo de jesuitas que debían formar, junto a algunos individuos que ya se encontraban en la zona, la provincia del Paraguay. El P. Diego de Torres había comprendido, durante su estancia en Juli, la dificultad de estabilizar un proyecto misionero entre poblaciones sujetas a encomienda, por lo que orientó toda la actividad de la Compañía en la provincia recién fundada hacia una denuncia de los mecanismos de dominación de los indígenas que imperaban en aquellas regiones. Su postura en estas cuestiones era radical, adherida a las tesis más consecuentemente lascasianas. Para él, las reducciones y las encomiendas eran dos sistemas incompatibles, que no podían convivir en ningún caso. Sus primeras medidas consistieron en liberar a los indígenas que la Compañía tenía asignados y en garantizar unas condiciones de autonomía de las misiones que habían de fundarse, para permitirlas un funcionamiento aislado de la sociedad colonial. Este es quizá el aspecto más interesante de las famosas reducciones del Paraguay. Frente a la actitud de los franciscanos y del propio Hernandarias, para quienes las misiones debían servir como correctores de los abusos de los encomenderos, los jesuitas van a oponer las misiones a las encomiendas, como dos formas antitéticas de concebir la colonización, que si bien coincidían en sus objetivos teóricos y últimos, divergían absolutamente en la metodología a aplicar. Las reducciones debían así posibilitar el establecimiento de un nuevo orden social y cristiano, conscientemente marginado de las tendencias dominantes. Como puede suponerse, la idea utópica de un reino de Dios en la tierra estaba casi servida. Los indígenas Un aspecto importante de este proceso que acabamos de esbozar es el de la reacción de los nativos guaraníes frente a la opción reduccional. Tampoco para los indígenas del Río de la Plata, los primeros años del siglo XVII estaban resultando fáciles. Los españoles habían sido recibidos amigablemente por los guaraníes en un primer momento, repitiéndose una situación muy común que consiste en intentar aliarse con los conquistadores para canalizar su agresividad hacia otros grupos enemigos. Generalmente estas alianzas no suelen ir muy lejos, pues los intereses de unos y otros son radicalmente diferentes. Los guaraníes, para sellar aquella amistad, ofrecieron sus hijas y hermanas a los españoles, quienes al poco tiempo tenían verdaderos harenes de 30, 40 ó 50 indias, pero no por eso su relación con los indígenas era la de parientes. El fundador de la primera misión jesuita de la zona, el P. Marcial de Lorenzana, describe así la situación creada: #viendo los indios que los españoles no los trataban como a cuñados y parientes, sino como a sus criados, se comenzaron a retirar y a no querer servir al español# el español quiso obligarles, tomaron las armas los unos y los otros y de aquí se fue encendiendo la guerra, la cual ha perseverado hasta ahora. La única riqueza efectiva en aquella aislada gobernación la constituía la mano de obra indígena y era por tanto la posesión más preciada. En el Archivo de Indias pueden verse multitud de relaciones que denuncian la explotación abusiva de los nativos del Paraguay, relatando casos realmente estremecedores. Somos informados que en esa provincia se van acabando los indios naturales, por los malos tratamientos que sus encomenderos les hacen, escribía Felipe II en 1582, y lo cierto es que, según todos los datos existía una política agresiva de caza y captura de los indígenas para integrarles en el sistema de semiesclavitud encomendera. Quienes sin ninguna ambigüedad se dedicaban a perseguir a los indígenas para convertirles en esclavos que se enviaban a las grandes plantaciones del nordeste brasileño, eran los habitantes de la ciudad de Sao Paulo, en aquel tiempo un clásico lugar de frontera, con una población marginal de aventureros, los famosos mamelucos, a los que una y otra vez se refieren las crónicas jesuitas. Aprisionados entre aquellas dos fuerzas irresistibles, se encontraban los guaraníes. Es en ese contexto donde puede valorarse la oportunidad de la propuesta misionera. Era de hecho, como señala Bartomeu Meliá10, el único espacio de libertad posible que les restaba a los indígenas y a él se acogieron mayoritariamente. Por supuesto, no fue un proceso sencillo y se produjeron múltiples resistencias y oposiciones. Según el P. Ruiz de Montoya11, los chamanes encabezaron la resistencia contra los jesuitas. Los demonios nos han traído a estos hombres --decía uno de estos dirigentes a su gente-- pues quieren con nuevas doctrinas sacarnos del antiguo y buen modo de vivir de nuestros antepasados, los cuales tuvieron muchas mujeres, muchas criadas y libertad en escogerlas a su gusto y ahora quieren que nos atemos a una mujer sola. No es razón que esto pase adelante, sino que los desterremos de nuestras tierras o les quitemos las vidas. También refiere otro caso en el que uno de ellos salió diciendo a voces: Ya no se puede sufrir la libertad de estos que en nuestras mismas tierras quieren reducirnos a vivir a su mal modo. Bastantes misioneros pagaron con la vida su pretensión de una entrada pacífica entre los guaraníes, pero hay que reconocer que incluso desde el punto de vista interno de los indígenas, aquélla era la menos mala de las opciones posibles. Los jesuitas, además, supieron aprovechar con sagacidad algunas estructuras e instituciones tradicionales, readaptándolas a las necesidades de la nueva sociedad misionera. El mantenimiento de los cacicazgos y la ritualización religiosa de la vida colectiva son quizá los aspectos más característicos, pero no los únicos, de esa tendencia. Muchos indígenas sólo entraban a formar parte de las reducciones cuando obtenían la garantía de los jesuitas de que no serían encomendados en el futuro a ningún particular, y hay que reconocer que el mantenimiento de esas promesas ayudó a aumentar el prestigio de los misioneros y de su obra.
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Paréntesis porque no pasó de ser un efímero incidente en la historia multisecular de Egipto. Y si en la historia de la Egiptología es mucho más que eso, se debe a dos sensacionales descubrimientos de nuestro siglo: el de la Ciudad de Tell el-Amarna, de su archivo palaciego y del taller de su escultor Tutmés, y el de la Tumba de Tutankhamon, que han hecho de este faraón, de su antecesor, Amenofis IV, y de la esposa de éste, Nefertiti, los personajes más populares del Egipto faraónico. Amenofis IV (1364-1347) segundo de los hijos varones de Amenofis III, apenas era conocido antes de suceder a su padre en el trono. Es incluso probable que Amenofis III pensase en la mayor de sus hijas, Satamón, como presunta sucesora, pues en las postrimerías de su reinado, esta princesa cobra mucho más relieve que el príncipe, su hermano; tiene ella como administrador de sus bienes a Amenhotep, hijo de Hapu, y ostenta el título de Esposa Real, como cumplía a una heredera. En todo caso, es seguro que Amenofis III no hizo a su hijo corregente, como a veces se lee, y que después de su muerte, Satamón desaparece como por ensalmo. Amenofis IV figura hoy en la historia de las religiones como un gran reformador religioso, el primer monoteísta. Si llegó a serlo, lo fue de una manera gradual. Sus nombres indican la evolución de sus ideas. En el nombre de coronación llama ya la atención el último elemento: Nefer-khaper-wanre. Este wa'-n-re' terminal quiere decir "único de Re"; y más sorprende aún que, además de rey, se autodenomine sumo sacerdote de Harakhte. Se ve que ya le bullía en la cabeza la idea de contraponer a Amón la figura del dios Sol, el viejo Re. Su primera obra, en efecto, va a ser un grupo de templos, fuera del recinto de Karnak, en donde el Sol reciba culto a cielo abierto, como enseguida vamos a ver. El nuevo dios es rebautizado con un nombre que explica su figura y su esencia: "Reharakhte, el que se regocija en el horizonte, su nombre, Resplandor (Shu), que está en el Disco Solar (Atón)". No, pues, la figura tradicional del hombre con cabeza de halcón, sino, sencillamente, un disco con muchos rayos luminosos, terminados en manecitas humanas. Ya Amenofis III había empleado un nombre parecido para describir a Amón-Re, pero Amenofis IV omite la equiparación con Amón y adopta la forma de culto que Re tenía en Heliópolis, obeliscos incluidos. Con un celo propio de un fanático, impone el rey a todos sus súbditos la obligación de dirigir sus preces exclusivamente al disco solar. Para tener las manos libres, el rey comenzó a construir su futura residencia a unos 225 kilómetros al norte de Tebas, junto al actual pueblo de Amarna, y le dio el nombre de Akhenaton -Horizonte de Atón-. Fue entonces también cuando Amenofis abandonó su nombre familiar, de Amenhotep, y adoptó el de Akhenaton -Util a Atón-; declaró la guerra a muerte a Amón y demás dioses, y mandó raer sus nombres de todos los monumentos, desde el Delta a las más remotas ramblas de Nubia. Corría el año 6 de su reinado. En el 5, aún se llamaba Amenhotep y permitía que se hablase de los dioses. La conmoción llegó al extremo de confiscar todas las propiedades y rentas de Amón, con sus consecuencias económicas y sociales. El visir de Tebas, y sumo sacerdote de Amón, el elegante y bello Ramose, abandona sus cargos y su tumba-museo, y como él, caen en desgracia el tío del rey y el segundo sacerdote de Karnak, reemplazados por hijos de nadie cuyos únicos méritos eran la lealtad al rey, como en el caso de su antiguo pedagogo, Eye, que ahora se arroga el título de Padrino, y su esposa, la antigua niñera de la reina Nefertiti. Algunos son extranjeros, como el poderoso ayuda de cámara, Dudú el Amorreo. Nefertiti había dado ya a su marido dos hijas, con las que aparece ofreciendo sacrificios en los primeros relieves de Karnak, pero había de tener cuatro hijas más. Las atribuciones de la reina eran como las de un rey varón; valgan como testigos los relieves en que se la ve recibiendo a prisioneros en cadenas y aporreando a otros en la cabeza. Entre los años 8 y 12 del reinado, se aprecia otro cambio teológico. En vez de Reharakhte, el que se regocija en el horizonte..., se le denomina ahora "Re, señor del horizonte, el que se regocija en el horizonte, el padre, el que ha regresado en el Disco Solar". Ha desaparecido de la nomenclatura el nombre Resplandor que parecía aludir y evocar al antiguo dios del aire Shu, y se atempera su calidad de luz cálida, para resaltar, en cambio, su identidad con Re, el antiguo dios progenitor, Re el Padre, de modo que el disco solar reinante en la actualidad, y visible en el cielo, es el que ha regresado y es, al mismo tiempo, Padre del Rey. Como éste es el único que conoce la voluntad del Padre, es también el único que puede enseñar la verdadera doctrina, el único mediador entre Dios y los hombres, el único a través del cual pueden éstos llegar a Aquél. Por eso no hay, en las casas, capillas de Atón, sino sólo capillas del rey, como único que reza a Dios. En los muchos altares y estelas hallados en estas capillas, aparece el rey representado en toda su humanidad, un poco obesa, con su mujer y sus hijas, a las que besa y con las que come, algo nunca visto en Egipto, pero que hubo de ser promovido por el rey, pues de otro modo no lo hubiese consentido. Ese calor humano era el mensaje del dios hecho hombre. Si la filosofía que inspiraba este movimiento era la de la verdad por encima de todo, ya se comprende que la primera víctima iba a ser el estilo bello de Amenofis III, con todas sus secuelas: el artificio, la escultura cortesana, los relieves como los de la abandonada tumba de Ramose; incluso en el lenguaje literario, la afectada imitación del estilo del Imperio Medio a expensas de la graciosa y sabrosa lengua vulgar. Había llegado la hora de lo que realmente está ahí, lo que en arte equivale al aspecto real y verdadero de los hombres, las bestias y las cosas, tal como ellos y ellas son a la cálida y vivificante luz del sol. El hecho, tal vez imprevisto, de que a partir de aquí se impusiese un estilo, o mejor dicho, dos estilos consecutivos, tan formalistas como los antiguos, con normas y leyes fijas e imperativas, acaso se deba a la idiosincrasia del egipcio antiguo, porque a nadie se le escapa que entre el estilo expresionista de los colosos de Amenofis IV, de su primera obra de Karnak, y sus retratos y los de la bella Nefertiti realizados en Amarna por el escultor áulico Tutmés, media un abismo. Este será todo lo vasto que se quiera, pero ambos, el primero y el segundo, son tan artísticos como el estilo bello de Amenofis III que venían a reemplazar. Quizá la "raison d´etre" de ese abismo haya que buscarla en el cambio que se observa entre las dos concepciones, y en el papel del rey entre la primera y la segunda época de Amarna. En el segundo y tercer año de su reinado, Amenofis IV celebró en Karnak su solemne jubileo, que iba a ser la ceremonia inaugural de una nueva era y tener como exponente una serie de edificios dignos de la efemérides, que dejarían en la sombra, como de costumbre, a todos sus precursores. Conocemos los nombres de cinco de ellos y tenemos restos de algunos. El más conspicuo, y en parte excavado, era el Gen-po-Aton, "El disco solar es hallado", situado a unos cien metros al este del recinto de Amón, donde la misión norteamericana dirigida por D. B. Redford inició la búsqueda en 1975. Cincuenta años antes (1925) el ayuntamiento de Luxor había abierto allí una zanja de drenaje y encontrado restos de una serie de estatuas de Amenofis IV y gran cantidad de bloques de arenisca, muchos de ellos con relieves del estilo típico de Amarna. Henri Chevrier, entonces inspector de antigüedades, inició una labor de recuperación que resultó infructuosa por no haber descendido, según se ha comprobado ahora, a la profundidad conveniente. Los trabajos actuales han demostrado que los relieves y las estatuas pertenecían a un gran patio, rodeado de un pórtico de pilares, precedidos de estatuas del rey, de seis metros de altura. Es posible que aquí se encontrase también la que las inscripciones llaman "Mansión de la piedra Ben-ben", trasunto de la antiquísima del mismo nombre existente antaño en Heliópolis, y que tenía por centro un obelisco. La reforma religiosa estaba, pues, en marcha y así lo acreditan este santuario y los nombres de sus edificios: "Exaltados son por siempre los monumentos de Atón, El Robusto y la Caseta del Disco Solar". Todos ellos fueron demolidos hasta sus cimientos al término de la época de Amarna, y sus bloques -recuperados hoy en número de más de 40.000- reutilizados en la construcción del Pílono II y de otras obras realizadas entonces y después, incluso en El Cairo.
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En efecto, aparte de ocuparse en otras realizaciones paralelas, la ejecución de los frescos Barberini tuvo que interrumpirla, en 1637, al acompañar al cardenal Sacchetti a Florencia, donde -a petición del gran duque Ferdinando II de Medici- decoraría, en una síntesis, a la vez plástica (encuadres de estuco en blanco y oro) y pictórica (cielos en el centro al fresco), la sala della Stufa en el palacio Pitti, con las Cuatro edades del hombre, según un programa preparado por M. A. Buonarroti el Joven, y que completaría en un segundo viaje (1640), tras una visita a Venecia, breve pero muy fructífera y un rápido retomo a Roma para ultimar la bóveda Barberini. Vuelto por tercera vez a Florencia, afrontaría en el mismo palacio Pitti la decoración en los aposentos ducales de las salas de los Planetas: Venus, Júpiter y Marte (1641-47), siguiendo un complejo plan mitológico-astrológico inspirado por el escritor Francesco Rondinelli, que proponía, para exaltar a la dinastía Medici y glorificar la virtud de Cosimo I como fundador del Gran Ducado de Toscana, ¿cuáles deben ser, bajo el signo de los planetas, las virtudes necesarias a un príncipe, desde la adolescencia a la vejez? Dejada sin acabar la sala de Apolo y sin empezar la de Satumo, las ultimaría su discípulo Ciro Ferri.A su regreso definitivo a Roma, su estilo había cambiado de modo sensible: aclara los tonos, contiene su bulliciosa emotividad y, sin renunciar ni al fasto ni a los grandes espacios ilimitados, controla su exaltada escenografía. Así aparece en las Historias de Eneas (1651-54) pintadas, según su propia invención, sin ataduras programáticas previas, para el papa Inocencio X en el palacio Doria- Pamphili en la plaza Navona, frescos que parece recordar Luca Giordano en su obra florentina en el palacio Medici-Riccardi.Su actividad como pintor de grandes frescos concluye con los de la Chiesa Nuova, que tanta influencia tendrán en los espectaculares e increíbles engaños de Baciccia y Pozzo, al separar con claridad la zona decorativa de la propiamente pictórica, abriendo en las bóvedas o en los cielos rasos una gran ventana al infinito. Su primer trabajo se remonta al techo de la sacristía (1633-34), al que siguieron la pintura de la Gloria de la Santísima Trinidad y de los símbolos de la Pasión en la cúpula (1647-51), versión moderna de los rompimientos gloriosos de Lanfranco; los Evangelistas de las pechinas y la Asunción de la Virgen del ábside (1655-59); y en fin, su obra de mayor empeño sacro, la Aparición de la Virgen a San Felipe Neri durante la construcción de la iglesia en la bóveda de la nave (1664-65), que anuncia a G. B. Tiepolo.
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París fue en el s. XIX el primer gran proyecto de transformación y ampliación urbana al que seguirían otras capitales europeas. La población de la ciudad había pasado de 547.000 habitantes a principios de la centuria a la desorbitada cifra de 1.538.000 en 1861, esta era una razón suficiente para planificar un cambio ordenado de esta capital para convertirla en una ciudad-monstruo capaz de absorber todas las iniciativas y energías de Francia. Realmente París fue obligada a sufrir cambios fundamentales debido a que a lo largo del s. XIX fue escenario de una época de verdadera movilidad socio-política ya que comenzaría este período con el recién estrenado (1799) golpe militar de Napoleón I y su proclamación como emperador en 1804. Todos los cambios políticos que acontecieron tras este hecho histórico tuvieron su marco de acción especialmente en París, donde la clase burguesa, la clase obrera y los jefes de gobierno se alternaban para producir conflictos sociales. Tanto si nos referimos a la restauración de los Borbones (1814-1830) o a la revolución liberal del 1848 (II república), al golpe de estado de Napoleón III o a la entrada de los alemanes en París (1871) fue una época realmente convulsiva hasta que a finales de este siglo la III república parece que estabilizó el país, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial.Pero aunque el nuevo impulso comenzara entorno a 1799 el momento en que más se expandió esta urbe fue en la época de Napoleón III. Es precisamente en esta ciudad donde se forja la insurrección proletario-socialista europea más importante de este siglo, La Comuna de París (Abril 1871), que creó un proyecto de estado formado por una federación de comunes libres y autónomos y que terminó con una represión sangrienta por parte del conservador Mac Mahon.En este ambiente y a mediados de siglo, coincidiendo con el momento de mayor efervescencia política, surge el cambio de tendencia artística, se abandona la visión clásica y romanticista para entrar en una época en que la atención se dirige hacia lo particular, lo perecedero, en definitiva el costumbrismo y el realismo. Jean François Millet es un claro ejemplo de esta pintura así como los trabajos de Gustave Courbet y Honoré Daumier, en muchas de las obras de estos artistas se traslucen los sentimientos socialistas y revolucionarios del momento.El fin de siglo se vería coronado por la gran Exposición Universal que se celebraría en París en 1889, donde se dieron cita muchos artistas e intelectuales bajo el recién estrenado, para la ocasión, nuevo símbolo de París "La Torre Eiffel".
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<p>1.Los orígenes de París y la época medieval. </p><p>2.París durante el Renacimiento y el Barroco. </p><p>3.El París revolucionario. </p><p>4.El París de los Impresionistas. </p><p>El Impresionismo. </p><p>Manet o la modernidad. </p><p>Degas y la mujer. </p><p>Monet, Sisley y Pissarro: luz y paisaje. </p><p>Renoir y la alegría de vivir. </p><p>El Postimpresionismo. </p><p>El Neoimpresionismo. </p><p>La conciencia y la experiencia de las cosas: </p><p>Cézanne. </p><p>La naturaleza reanimada: </p><p>Vincent van Gogh. </p><p>Gauguin y su constelación: el Grupo de Pont-Aven y los Nabis. </p><p>Toulouse-Lautrec: el cartel y el mundo como mercancía. </p><p>5.París contemporáneo.</p>
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París vivió en el siglo XIX el primer gran proyecto de transformación y ampliación urbana al que seguirían otras capitales europeas. La población de la ciudad había pasado de 547.000 habitantes a principios de la centuria a la desorbitada cifra de 1.538.000 en 1861; ésta era una razón suficiente para planificar un cambio ordenado de esta capital para convertirla en una ciudad-monstruo capaz de absorber todas las iniciativas y energías de Francia. Realmente París fue obligada a sufrir cambios fundamentales debido a que a lo largo del siglo XIX fue escenario de una época de verdadera movilidad socio-política ya que comenzaría este período con el recién estrenado (1799) golpe militar de Napoleón I y su proclamación como emperador en 1804. Todos los cambios políticos que acontecieron tras este hecho histórico tuvieron su marco de acción especialmente en París, donde la burguesía, la clase obrera y los jefes de gobierno se alternaban para producir conflictos sociales. Tanto si nos referimos a la restauración de los Borbones (1814-1830) o a la revolución liberal del 1848 (II república), al golpe de estado de Napoleón III o a la entrada de los alemanes en París (1871) fue una época realmente convulsiva hasta que a finales de este siglo la III República parece que estabilizó el país, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Pero aunque el nuevo impulso comenzara en torno a 1799 el momento en que más se expandió esta urbe fue en la época de Napoleón III. Es precisamente en esta ciudad donde se forja la insurrección proletario-socialista europea más importante de este siglo, La Comuna de París (abril 1871), que creó un proyecto de estado formado por una federación de comunes libres y autónomos y que terminó con una represión sangrienta por parte del conservador Mac Mahon. En este ambiente y a mediados de siglo, coincidiendo con el momento de mayor efervescencia política, surge el cambio de tendencia artística, se abandona la visión clásica y romanticista para entrar en una época en que la atención se dirige hacia lo particular, lo perecedero, en definitiva el costumbrismo y el realismo. Jean François Millet es un claro ejemplo de esta pintura así como los trabajos de Gustave Courbet y Honoré Daumier, en muchas de las obras de estos artistas se traslucen los sentimientos socialistas y revolucionarios del momento.
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Los últimos años del siglo XVIII marcan un antes y un después para París, Francia y el resto de Europa. En 1789 estallaba la Revolución Francesa, que habría de señalar el nacimiento del mundo moderno. El 14 de julio de ese año el pueblo de París ocupó la prisión de la Bastilla, símbolo del absolutismo y del terror. Entre 1789-804, año de coronación de Napoleón, los acontecimientos se sucedieron vertiginosamente en la capital de Francia. En 1792 se abolió la Monarquía y se proclamó la Republica. Un año después se instauraba el Reinado del Terror y , en 1794, el rey Luis XVI y su familia eran guillotinados. Desde el punto de vista cultural, destaca de estos años la inauguración del Museo del Louvre. A pesar de ello, gran cantidad de obras de arte fueron destruidas, principalmente religiosas. Desaparecieron en poco tiempo de la escena política parisina los personajes que la habían dominado por tanto tiempo. Tras años de luchas internas, pérdida de vidas humanas, destrucción, etc. se proclamaba a Napoleón Bonaparte como Emperador de Francia (1804) en la Catedral de Notre-Dame. Entre 1804-1814 la ciudad se embelleció continuamente con grandes obras de arte: la columna de la Place Vendome, el Arco del Triunfo, mejora del Louvre, etc. Posteriormente, París vivió la caída de otras monarquías (Carlos X, Luis Felipe de Borbón-Orleans) y asistió al nacimiento del Segundo Imperio de Napoleón III, periodo en el que se llevó a cabo el proyecto de reestructuración de la ciudad, confiado al Barón Hausmann; se configuraron los bosques de la Boulogne y de Vincennes, se construyeron los mercados de Les Halles, se edificó el Teatro de la Opera y se reordenó el trazado de las calles y avenidas. En 1870 la derrota de Napoleón III en Sedán por los prusianos provocó una revuelta parisina, La Comuna (1871), en la que se destruyeron muchos edificios ricos en historia y belleza, como el Hôtel de Ville y el Palacio de las Tullerías, conservándose en la actualidad el Jardín.
contexto
El Park Güell se encuentra emplazado en la barcelonesa montaña del Carmelo, que junto con la Creueta y la Montaña Pelada separan los barrios de Gracia y Horta del resto de la Ciudad Condal. En la actualidad el Park (siempre lo denominaremos así por ser la manera en que lo bautizó Gaudí, en alusión a su idea de parque a la inglesa) es uno de los lugares de interés culturals y turístico más visitados de Barcelona. En 1899 el industrial y mecenas de las artes Eusebi Güell decidió la compra de la finca conocida como Can Muntaner de Dalt, para dar forma a su proyecto de construcción de una Ciudad Jardín, que contaría con un total de sesenta parcelas urbanizables. La compra de los terrenos coincidió con un momento de euforia urbanística en Barcelona. Desde el derribo de las murallas medievales, a mediados del siglo XIX, la nueva burguesía industrial catalana había demostrado un gran interés en la construcción de nuevas viviendas en zonas, hasta aquel momento poco explotadas, que ofrecían mejores condiciones de vida, siendo el ejemplo más paradigmático el Eixample (Ensanche) de Barcelona. La barriada del La Salud, lugar en donde se encontraba Can Muntaner de Dalt, es una zona con una compleja orografía, que presentaba diversas dificultades para la construcción de viviendas. Popularmente todo el barrio era conocido como La Muntanya Pelada. Güell confió la obra a un joven arquitecto de su total confianza: Antoni Gaudí i Cornet. Éste proyectó una compleja red viaria que cruzaba, y salvaba las pendientes. Dotó al complejo de un mercado cubierto, una gran plaza y parcelas. El desarrollo del proyecto se llevó a cabo entre los años 1900 y 1914. Únicamente se llegaron a construir dos viviendas: la propia Casa Gaudí (en realidad era la Casa-Muestra) y la Casa Trias. La ciudad soñada por Güell partía de los modelos utópicos de Garden City inglesas, nacidas como reacción a las aglomeraciones urbanas, a la superpoblación y a las condiciones insalubres herederas directas de la Revolución Industrial. No se trataba del único proyecto de similares características nacido en la capital condal, unos años antes el ingeniero Ildefons Cerdà planteó su Eixample de Barcelona dentro de unas directrices muy parecidas. El proyecto, muy atractivo, no tuvo el éxito esperado entre la burguesía barcelonesa, convirtiéndose rápidamente en un estrepitoso fracaso. Los motivos hay que buscarlos en la lejanía de la ciudad y en la incomodidad para los desplazamientos y para la construcción de las casas que presentaba el territorio. Ante este estado de las cosas no constituyó ninguna sorpresa que los herederos de Eusebi Güell abandonaran el proyecto a la muerte de éste, acaecida en 1918. Poco tiempo después el propio Antoni Gaudí decidió vender su casa a un reconocido constructor de pianos italiano llamando Chiappo Arietti. Gaudí, por su parte, se mudó a sus dependencias en la Sagrada Familia, vivienda que no abandonó hasta su muerte. Cuatro años después, en 1922, el Ayuntamiento de Barcelona decidió comprar la urbanización con la idea de convertirla en parque público. En 1984 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. En ese momento se procedió al inicio de diversas campañas de restauración dirigidas por los arquitectos Elies Torres, J. A. Martínez Lapeña, Joan Bassegoda i Francesc Maña.