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Sin duda una de las muestras más claras de cómo el Cristianismo fue el nuevo lenguaje del poder, y cómo se vino a sustituir la Ecumene romana por la Comunidad de la Iglesia, es la historia del Papado en estos siglos. La idea de que al obispo de Roma le correspondía la primacía entre los restantes obispos era bastante antigua, como mínimo del siglo II. La fundamentación teórica de la misma residía en la llamada comisión pietrina. La Iglesia fundada por el mismo Cristo con el acto de la comisión pietrina no era sino la sociedad entera de todos los cristianos. Considerada la Iglesia como un cuerpo indivisible, lo que aseguraba la cohesión de la misma era la fe y la adhesión de todos sus miembros a las normas de conducta deducible de ella. Esto último planteaba el problema de la autoridad directora, encargada de distinguir y exponer la "norma recte vivendi". Y esto no podía ser hecho más que por quienes poseyeran scientia. Así pues el gobierno de la Iglesia consistía en la transformación por quienes poseían esa sabiduría de la doctrina en regla de acción. Tal facultad de transformación exigía el ejercicio de una potestas, según las concepciones del Derecho romano. Pues bien, el Papado sostenía que esa potestas había sido concedida a san Pedro por Cristo. En estos siglos la tarea esencial de los Papas sería la de establecer explícitamente la vinculación entre los poderes confiados por Cristo a Pedro y los del Papa. Con ello los pontífices romanos conseguirían imponer la doctrina del principatus doctrinal y jurisdiccional del Papado. En esta tarea tuvo gran trascendencia León I (440-461). Éste se consideró explícitamente indigno heredero de san Pedro. Sucesión petrina que debía entenderse en el sentido de que el Papa había heredado los poderes otorgados por Cristo a Pedro, haciendo abstracción de las cualidades personales de cada Papa. Para sustentar esta idea los Papas del siglo V se basaron en la llamada "epistola Clementis", traducida al latín por Rufino de Aquileya y que se suponía escrita por Clemente a Santiago el Mayor. Además, en esta época la concepción de los poderes papales se mezcló con la idea de la disposición jerárquica de la sociedad, distribuyéndose en ella el poder de forma descendente. De esta forma los Papas, como sucesores de san Pedro, no eran unos miembros más de la Iglesia, sino que se encontraban fuera y por encima de la misma. Hacia finales del siglo V se acuñaría la frase que resumía tales ideas: el Papa no puede ser juzgado por nadie. Naturalmente estas aspiraciones papales no habrían sido fácilmente aceptadas ni por el poder secular (emperador) ni por el resto de la jerarquía eclesiástica. En el Concilio de Calcedonia del 454 tan sólo se concedió al Papa una primacía honorífica, pero en el plano jurisdiccional se le igualó con la sede de Constantinopla. Y ni los emperadores de Bizancio ni los otros grandes Patriarcados orientales estaban dispuestos a reconocer a la sede de Roma más que el patriarcado de todo Occidente. Sin embargo, la situación en Occidente era distinta. En Occidente no existían otras sedes que pudieran competir, ni siquiera de lejos, con la romana. En Occidente no existía tampoco poder político alguno comparable al del emperador bizantino. Además, en la segunda mitad del siglo VI la Italia central se vio sumida en un periodo de gran inestabilidad. Con el afianzamiento de los longobardos en el norte de Italia, Roma quedó situada en el punto de intersección de las influencias bizantinas y longobardas. Como consecuencia de ello y del progresivo deterioro del poder imperial el Papado conseguiría una gran autonomía política en la península, empezando a suplantar en la región de Roma a las autoridades imperiales. Poco a poco el Papado se fue afianzando como la única fuerza capaz de aglutinar a las regiones itálicas todavía no dominadas por los longobardos y que las tropas imperiales podían defender cada vez menos. En la base de este creciente poder estaba el enorme patrimonio fundiario del Papado, el Patrimonio de san Pedro, siempre en aumento continuo. Etapa crucial en esta evolución fue el pontificado de Gregorio Magno (590-604). Gregorio pertenecía a la aristocracia romana, llegando a ostentar con anterioridad el cargo de Prefecto de Roma. En 575 abandonó su carrera civil, ingresando en un monasterio por él fundado en Roma. Posteriormente desempeñó (579) el puesto de apocrisario del Papa en Constantinopla, familiarizándose con la política y diplomacia bizantinas. Sus actividades como Papa pueden encuadrarse en las siguientes vertientes: estadista en la crisis longobarda; reorganizador del patrimonio pontificio; Patriarca de Occidente para reivindicar las prerrogativas romanas sobre las restantes iglesias romano-germánicas; monje, teólogo y escritor. El corpus epistolar de Gregorio nos muestra su gran celo en la administración de los extensos patrimonios sicilianos de la sede, lo que le habría permitido tomar a su cargo el aprovisionamiento de grano a Roma, convirtiéndose así de hecho en el gobernador de la ciudad. Reclamó con energía el derecho a inspeccionar y corregir al resto de los obispos italianos, no obstante la oposición de los de Ravena, Aquileya y Milán. Logró con bastante éxito intervenir en la Iglesia africana, asentar su influencia en la franca y en la visigoda. Pero sería sobre todo en la Gran Bretaña donde lograse fundar su total primacía, con el éxito de la misión pontificia protagonizada por el posterior san Agustín de Canterbury. Como monje Gregorio tuvo la afortunada intuición de ver las posibilidades ilimitadas del naciente monaquismo benedictino, prestándole su protección, ligando así al Papado a la institución monástica. Como escritor y teólogo su obra informó gran parte de la Edad Media. Los sucesores de Gregorio Magno continuarían con mejor o peor éxito la tarea de afianzamiento del primado romano y de la autonomía papal frente al Imperio, no obstante los problemas que surgirían con la cuestión del Monotelismo. Una idea del camino recorrido la da la negativa del papa Sergio I a firmar las conclusiones del Concilio in Trullo (691-692). Aunque el emperador ordenase su aprisionamiento el enviado imperial se vio incapaz de ejecutarlo, llegando incluso a peligrar su vida. Para entonces el Papa era ya el auténtico dueño de la vieja capital del Imperio.
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De acuerdo con las constituciones de Clemente V, el cónclave se reunió en Carpentrás el 1 de mayo de 1314. Tal como había temido el Pontífice difunto, las tensiones en el interior del Colegio cardenalicio fueron terribles. Cardenales gascones, los designados por Clemente V, un sólido bloque, aunque numéricamente insuficiente para elegir un Papa, se enfrentan a otros dos grupos: italianos, muy divididos entre sí, y provenzales; el acuerdo se revela imposible de inmediato. Durante las sesiones del cónclave irá subiendo el tono de los enfrentamientos que acaban degenerando, en el mes de julio, en violencias callejeras y asalto a las residencias de los cardenales italianos, que, fugitivos, abandonan Carpentrás, mientras el grupo de cardenales gascones se retire a Aviñón. Casi dos años de difíciles negociaciones transcurrieron hasta que fue de nuevo posible la reunión del cónclave; durante ese tiempo la sombra del cisma planeó sobre la Cristiandad en varias ocasiones. Reunido de nuevo el cónclave en marzo de 1316, las posturas se mostraron, aunque menos violentamente, totalmente irreconciliables. Así se llega a una elección que, dada la edad del elegido, setenta y dos años, debe ser considerada como una tregua. La elección recaía, el 7 de agosto de 131ó, en Jacques Duèse, cardenal de la ultima promoción de Clemente V; había sido obispo de Aviñón, y realizado una carrera administrativa al servicio de los Anjou. Coronado en Lyón, se trasladó en octubre a Aviñón, instalándose primero en el convento de los dominicos y posteriormente en el palacio episcopal, en adelante residencia de los Papas. Sus dotes administrativas y su entusiasmo juvenil serán imprescindibles en un pontificado que, contra todo pronóstico, se alargó durante dieciocho años y en el que fue preciso hacer frente a una situación extraordinariamente difícil. Económicamente desastrosa, después de tan prolongada vacante que había deteriorado la ya delicada situación dejada por su predecesor; políticamente muy difícil y peligrosa en el propio entorno del Papa, contra cuya vida se tramaron diversas conjuras, desde el momento mismo de su elección. La creación de un eficaz sistema fiscal, la estricta regulación de los gastos y la organización de una administración eficazmente centralizada constituyen sus objetivos esenciales. La reserva de beneficios, es decir, la intervención directa del pontificado en la colación de títulos universitarios, en el nombramiento de cargos y en la provisión de beneficios en determinadas condiciones, establecidas por sus predecesores, y muy ampliadas por Juan XXII, es un medio de centralización, y un instrumento al servicio del poder del Pontificado y de su potencia económica. A través de ellas podía disponer de una jerarquía eclesiástica favorable, presionar sobre los poderes públicos, obligados a negociar en cada nombramiento, e ingresar un volumen de dinero muy considerable. La extensión del sistema de reserva tuvo a veces efectos saludables sobre el clero, haciéndole más independiente del poder político. En otras muchas ocasiones, sin embargo, elevó a personajes sin escrúpulos, o a funcionarios curiales, ausentes siempre de sus cargos; el sistema era imprescindible para retribuir a la creciente burocracia, pero suscitó numerosas protestas entre el clero contra el abuso de las reservas, la provisión de personas indignas o extranjeros, la salida de metal precioso del Reino, y la deficiente cura pastoral: son las demandas de reforma que veremos en los escritos de los reformadores. El sistema fiscal adquiere con Juan XXII un notable desarrollo; aunque no sea el quien crea algunos gravámenes, es durante su pontificado cuando se generalice su cobro. Es el caso de las annatas, renta producida por un beneficio durante el año siguiente a su provisión, entendiendo por renta la cantidad de excedente que el beneficiado necesita para sus gastos; los derechos de despojo, o facultad de tomar, en el momento del fallecimiento, los bienes muebles de un obispo, nombrado por la sede apostólica; las vacantes, o rentas de un beneficio durante el tiempo que permaneciese desprovisto. Existen otros impuestos, estipendios y derechos de cancillería que suponen un considerable volumen de ingresos. Al mismo tiempo se organiza un eficaz sistema de recaudación y contabilidad, a través de una nutrida red de colectores y subcolectores, distribuidos por toda la Cristiandad, y de una Cámara que lleva puntual cuenta de los ingresos habidos y gastos realizados. El sistema, muy eficaz, provoca protestas por lo que frecuentemente se tilda de rapacidad de los colectores, y por los inevitables contactos que fue preciso mantener con las instituciones bancarias. La acusación de avaricia, voracidad fiscal y ausencia de pobreza, serán otras de las acusaciones de los reformadores, no siempre llenas de buena intención. Una de las consecuencias de esa actitud fue la renovación de la querella, heredada del siglo anterior, en torno a la pobreza en el seno de la orden franciscana, cuestión, por otra parte, no resuelta a la muerte de Clemente V y avivada por la larga vacante del Pontificado. Juan XXII vio en los espirituales franciscanos una amenaza a la unidad de la orden y un peligro para la Iglesia; después de diversas fricciones y de presiones para lograr la obediencia de los espirituales a los superiores de la orden, condenó a los rigoristas situándoles en la proximidad de desviaciones doctrinales (enero de 1318). La distancia pontificia respecto a numerosos sectores franciscanos se incrementó con la condena, en noviembre de 1323, de la adhesión del Capítulo de la orden, celebrado en Perugia, a la idea de la pobreza absoluta de Cristo y los apóstoles. Además, la querella pasaba de ser disputa interna de la orden, a una discusión sobre la pobreza absoluta de Cristo y sus discípulos, e indirectamente acerca de la relación entre los poderes temporal y espiritual. La ruptura se radicaliza a consecuencia del enfrentamiento con el general de los franciscanos, Miguel de Cesena, que hasta entonces había combatido a los espirituales y que huyó de Aviñón en mayo de 1328, a consecuencia de la disputa en torno a la misma cuestión. Sustituido al frente de los franciscanos, Miguel de Cesena y un grupo muy importante de franciscanos, entre ellos Guillermo de Ockham, se refugió en la Corte de Luis de Baviera, en la que se hallaba también Marsilio de Padua, prestándole importante apoyo teológico y jurídico en el enfrentamiento con Juan XXII. Los escritos de Miguel de Cesena y los suyos dotaron a los "fratricelli" de una aura agresividad antipontificia, convirtiéndoles, de hecho, en una iglesia cismática. Los duros calificativos contra Juan XXII por parte de los "fratricelli" conducen a condenar al Papa como hereje, autentico precursor del anticristo, el jefe de la Iglesia carnal, todo ello en perfecta continuidad con las ideas expuestas en su día por Joaquin de Fiore y Pedro Olivi. Los "fratricelli" negaran la legitimidad de Juan XXII y, por la misma razón, de sus sucesores y de toda la jerarquía eclesiástica que les obedece. La cuestión de la pobreza se mantiene a lo largo de los siglos XIV y XV, insertándose en otros debates teológicos o disciplinares; los inicios de la verdadera solución al problema, una división de la orden, como ya pidieran en principio los espirituales, se hizo esperar hasta comienzos del siglo XVI. Por el momento, la querella agudizó el nuevo enfrentamiento entre el Pontificado y el Imperio, y facilitó un brote cismático, breve en esta ocasión.
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Durante la primera mitad del siglo VIII se turnaran en Roma papas nacidos en la ciudad con otros de ascendencia griega o siria. A costa de grandes esfuerzos lograron preservar su autoridad en la capital frente a las presiones de bizantinos y lombardos que, a su vez, pugnaban por extender su dominio en la península itálica. Luitprando (712-744) será el más poderoso rey lombardo. Uno de sus sucesores, Astolfo, expulsó de Ravena (752) al último exarca bizantino. Cuando los lombardos estaban a punto de convertirse en los dueños de toda Italia y amenazaban con ello la independencia de los papas, éstos recurrieron a los francos. El papa Zacarías, el papa Esteban II o el papa Adriano I (entre el 741 y el 795) sí vieron favorecidos por la generosidad de los primeros monarcas carolingios. La coronación imperial de Carlomagno fue la culminación de una prolongada complicidad política. La figura de Carlomagno como Defensor Ecclesiae relegó a un segundo papel a los papas de su época. A su muerte se habían perfilado en Roma tres partidos que, de hecho, van a pugnar a lo largo del Medievo: el imperial; el senatorial, integrado por las familias de la nobleza romana, y el papal, representante de la burocracia eclesiástica. La decadencia del poder central franco bajo los sucesores de Carlomagno y las pugnas entre estas tres facciones hicieron muy inestable la posición de los pontífices. A mediados del siglo IX, sin embargo, gobernó un papa de indudable talla: Nicolás I (858-867). El peso de su autoridad se dejaría sentir en tres ámbitos: En primer lugar, en relación con los altos dignatarios eclesiásticos cuyo prestigio social había crecido al convertirse, bajo Carlomagno y Luis el Piadoso, en importantes consejeros políticos. Nicolás I manifestó su interés en demostrarles que su jurisdicción dependía de Roma. Así se lo hizo saber al metropolitano Juan de Ravena a quien se obligó a devolver la administración de algunas diócesis que había usurpado. Y así se lo hizo saber también al metropolitano Hincmar de Reims, una de las más prestigiosas figuras de su época en los terrenos eclesiástico, cultural y político. El conflicto entre el Papa y el metropolitano surgió en el 861 a propósito de la sanción que éste aplicó a un obispo de su provincia eclesiástica. El Papa acabó imponiendo su autoridad a Hincmar recordándole que todas las causas mayores -tales como la destitución de obispos- eran incumbencia exclusiva de Roma. Los incidentes volvieron a repetirse en el 867 con idénticos resultados: el sometimiento del metropolitano de Reims a los dictados papales. La autoridad de Nicolás I se dejó sentir, en segundo lugar, frente a los reyes, especialmente frente a Lotario II. El motivo: el repudio del monarca a su mujer legítima Teutberga para casarse con su concubina Waldrada. Un asunto a cuya dimensión canónica se sumaban otras circunstancias: las ambiciones territoriales sobre Lotaringia de Carlos el Calvo. Y un asunto en el que el Pontífice mostró su firmeza en pro de la indisolubilidad del matrimonio. El tercer asunto de importancia que hubo de afrontar Nicolás I afectaba a las relaciones de Roma con Constantinopla. Se acostumbra a conocer con el nombre de Cisma de Focio. En la ruptura entre las dos sedes pesaron diversas circunstancias. El detonante pudo ser el irregular ascenso de Focio al patriarcado de Constantinopla frente al titular legitimo Ignacio. Pero en el fondo había otras cuestiones en juego. Estaban viejas y nuevas cuestiones de índole administrativa: la jurisdicción sobre las diócesis de Iliria disputada por Roma y Constantinopla, o la autoridad sobre una Bulgaria que (864) acababa de convertirse al Cristianismo. Y estaba también una añeja polémica que periódicamente cobraba nueva fuerza: la cuestión del Filioque. Se trataba de una expresión que los latinos habían introducido en el Credo de Nicea para reconocer la doble procedencia (del Padre y del Hijo) del Espíritu Santo. Constantinopla la consideraba incorrecta. Éstas y otras circunstancias menores provocaron una ruptura que sólo se superó tras la muerte de Nicolás I. En efecto, en el 869 el emperador bizantino Basilio I deponía a Focio y reanudaba sus relaciones con Roma. En el 877 volvería a ocupar la silla patriarcal pero reconciliado plenamente con el Papado. No puede hablarse de segundo cisma de Focio aunque la figura del patriarca sería invocada en los siglos siguientes cada vez que Constantinopla tratara de afirmar su independencia frente a Roma. El hundimiento del edificio político carolingio liberó al Papado de una tutela que podía resultar pesada. Pero le privó también de un aliado frente a los excesos de las grandes familias romanas. Hablar, sin embargo, de Edad de Hierro del Pontificado -ya lo hemos adelantado- es recurrir a un fácil tópico. La primera mitad del siglo X conoció también papas de talla como Juan X, verdadero defensor de Italia frente a los ataques sarracenos ante la inoperancia de los poderes políticos del momento. Mucho del desprestigio que cayó sobre la sede romana se debió no sólo a la inmoralidad y corrupción patrocinadas por la familia de Teofilacto, sino también a la propaganda urdida interesadamente por los apologetas de la restauración imperial otoniana. En efecto, la coronación de Otón en el 962 trajo la recuperación del partido imperial en Roma que llegó a arrogarse el derecho a imponer en la sede de San Pedro a aquellos candidatos que considerara más dignos. El cesaropapismo de Carlomagno se reproduce perfectamente en los emperadores de la casa de Sajonia. La más acabada muestra la daría Otón III en relación con su consejero Gerberto de Aurillac. El favor imperial le permitió ocupar la sede metropolitana de Ravena y poco después (999) le auparía a la Cátedra de San Pedro. El nombre tomado (Silvestre II) estaba cargado de simbolismo: pretendía ser para el emperador teutón lo que Silvestre I había sido para Constantino según la tradición: un mentor espiritual y un buen colaborador político. Inconscientemente se estaban creando para el futuro graves equívocos en las relaciones entre poder temporal y poder espiritual.
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Las conceptualizaciones del New Deal rooseveltiano tardaron bastante en imponerse en la escena internacional y, de no haber estallado la guerra mundial, la recuperación económica norteamericana no se hubiera logrado tan rápidamente. Sin embargo, ya antes del conflicto se habían formado en Estados Unidos los frentes de una estrategia que desembocó en un esfuerzo sostenido para crear un orden económico internacional que evitase las aberraciones del período de entreguerras y adaptase a un nuevo contexto una versión modernizada de los principios fundamentales que habían inspirado el fenecido orden liberal. Como hace ya muchos años puso de relieve uno de los primeros historiadores de la diplomacia económica anglonorteamericana en el período de la guerra mundial, Richard N. Gardner, había razones para pensar que Estados Unidos no desempeñase un papel tan prominente en la configuración del orden económico internacional del futuro. En primer lugar, pesaba sobre Norteamérica el distanciamiento político frente al Viejo Continente como traducción de un cierto aislacionismo o autoconcentración en los propios problemas, ciertamente acuciantes en la década de los treinta. Era Gran Bretaña el foco neurálgico de la economía mundial, no Estados Unidos, con intereses globales entonces todavía limitados. En segundo lugar, estaba la atracción del nacionalismo económico, que, en un país de las dimensiones continentales de Estados Unidos, iba acompañada de una clara tentación de autosuficiencia. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, el comercio exterior norteamericano no representaba más allá del 5 por 100 de la renta nacional. En tercer lugar, la filosofía política y económica norteamericana era prisionera de la ortodoxia del "laissez-faire", que en la época del capitalismo salvaje reducía la intervención del Estado a los más bajos niveles posibles. Reconstruir un nuevo orden económico a escala internacional implicaría esfuerzos intervencionistas que chocarían con la oposición de aquellos grupos que se oponían a ello en el plano nacional. Cabría mencionar, por último, la peculiar estructura política norteamericana, que tendía a subordinar los intereses nacionales a los locales y los internacionales a los nacionales, en razón de la diseminación y difusión del poder entre los distintos grupos sociales y regionales. Frente a ello, había un deseo claro de eliminar barreras a los movimientos de bienes, servicios y factores, y de hacer depender de la iniciativa privada, con preferencia a la estatal, el control de tales movimientos. Este deseo terminó imponiéndose, aunque no sin dificultades. Tres razones lo explican. En primer lugar, según indica Krasner, los políticos y economistas norteamericanos fueron influidos muy poderosamente por la experiencia de la entreguerra y por la ascensión del nacionalismo económico. Este último se relacionó no sólo con el deseo de los distintos países de protegerse de los efectos de un contexto internacional desfavorable, sino también con la subida de Hitler (en general, de los fascismos) al poder. Eran estos regímenes (sobre todo la Alemania nazi) los que con mayor intensidad habían puesto en práctica planteamientos de política económica internacional extraordinariamente discriminatorios que exaltaban la capacidad intervencionista de los aparatos estatales. En consecuencia, no fueron pocos quienes equipararon el nacionalismo económico con una amenaza a la paz y a la prosperidad. El secretario de Estado, Cordell Hull, se había lanzado a una fuerte batalla para demostrar que la liberalización del comercio constituía un camino hacia la recuperación y exigía que Estados Unidos, reduciendo su aislacionismo, pusiera en práctica una política de puertas abiertas. Numerosos funcionarios y asesores no dejaron de cantar las excelencias de una línea de actuación que ampliase los intereses económicos norteamericanos en el extranjero, incluso en los países poco desarrollados y en las colonias de otras potencias. El segundo factor fue cobrando peso a medida que transcurría la Segunda Guerra Mundial. En efecto, Estados Unidos saldría del conflicto en una posición de superioridad económica relativa (que llegó a ser, al menos en el mundo occidental, hegemónica durante muchos años), y la introducción de una política de corte neoliberal serviría para alcanzar, cuando menos, dos finalidades: primero, mantener elevados niveles de ocupación en el aparato productivo norteamericano, contrarrestando la tendencia a la crisis que, se temía, podría materializarse al terminar la guerra. Segundo, un orden económico internacional abierto acrecentaría la influencia política de Estados Unidos, al aumentar las dependencias de otros países para obtener recursos y tecnología con que reconstruir unas economías destrozadas o devastadas por la guerra. Un tercer factor, subrayado por Maier, fue la importancia que adquirió la política de intensificación de la productividad como forma de trascender los conflictos de clase que se habían exacerbado durante los años de depresión precedentes. El fomento de la producción permitía augurar que Estados Unidos podría elevar el nivel de bienestar sin tener que realizar una redistribución significativa del poder económico y sin afectar, por consiguiente, a la estructura de clases cristalizada. Se trataba, en último término, de hacer el pastel más grande, de tal suerte que todos, incluso los menos afortunados, pudieran recibir los frutos del reparto sin mengua de las porciones que obtuvieran los poderosos. En la medida en que la intervención estatal removiese los obstáculos que dificultaban la expansión de la producción, la planeación terminaría siendo bien venida hasta el punto de que el secretario de Comercio de la posguerra, W. Averell Harriman, pudo exclamar en 1946 que a los norteamericanos ya no les asustaba la famosa palabra. Ya antes de que Estados Unidos interviniera en el conflicto (diciembre de 1941) habían comenzado las especulaciones en la Administración acerca de cómo podría configurarse el mundo de la posguerra partiendo de la hipótesis de que cualquier acuerdo general que abriera la puerta de éste tenía que ser pensado con suficiente antelación. En el otoño de 1939 un conjunto de especialistas bajo la dirección de Leo Pasvolsky, asesor de Hull, empezó a realizar este tipo de trabajo especulativo en el Departamento de Estado, uno de los centros de la labor de planeación. Los otros dos serían el Departamento del Tesoro, al frente del cual se encontraba Hehry Morgenthau, Jr., que contaría con la valiosa colaboración del experto en asuntos financieros internacionales, Harry Dexter White, uno de los artífices de los novedosos esquemas de cooperación monetaria, y la Junta de Guerra Económica, dirigida por el vicepresidente de Estados Unidos, Henry A. Wallace. Las hipótesis de los planificadores para la posguerra eran dos: Estados Unidos no debía repetir el error de inhibirse de una futura organización mundial, lo que traducía los principios universalistas que habían inspirado a muchos líderes del New Deal, pero también la desconfianza en la noción de que los intereses norteamericanos se verían servidos de la mejor forma posible si se vinculaban estrechamente con los de Gran Bretaña. Y un orden mundial razonable debía construirse sobre sólidas bases económicas, lo que incitaba a dar una preponderancia a los factores económicos hasta entonces desconocida en la planeación. Una mezcla, pues, de intereses objetivos, internos y externos; una orientación estratégica y el rechazo de la experiencia histórica anterior impulsarían el papel central de Estados Unidos en la definición de cómo pudieran abordarse las relaciones económicas -y políticas- posteriores al conflicto. Sin tal empuje, el mundo de la posguerra hubiera sido, probablemente, muy diferente, porque la otra gran potencia, Gran Bretaña, que se veía abocada a una posición deudora, no compartía del todo los intereses norteamericanos.
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"Me pesa no haber liquidado a Yasser Arafat durante la guerra de 1982 en Líbano", declaraba el primer ministro israelí, Ariel Sharon, al diario israelí Maariv, que publicó una entrevista el viernes 1 de febrero de 2002. A la consiguiente tormenta mediática se sucedieron las condenas internacionales: "Me siento angustiado", declaró Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea; "Tales declaraciones merecen nuestro rechazo y condena", dijo Josep Piqué, ministro español de Exteriores y, por turno, de la Unión Europea; "Espero que las declaraciones no sean ciertas y, si lo son, que no se repitan nunca más", manifestó Javier Solana, representante de la UE. En Washington, donde por cierto se hallaba el primer ministro israelí cuando aparecieron sus declaraciones (cuarta visita en un sólo año; Arafat, ninguna), sólo hubo una discreta declaración del portavoz del Departamento de Estado, lamentando cuanto "no ayude a pacificar la situación". Así celebraba Ariel Sharon su primer aniversario como jefe del Gobierno, al que llegó prometiendo paz y seguridad. Lo curioso es que, tras haber vivido uno de los años más violentos de su historia, Sharon conserva buena parte de la popularidad que tenía cuando ganó las elecciones. Eso sintoniza con los planes que acaricia hoy la derecha israelí: ocupación militar de las zonas bajo la Autoridad Nacional Palestina; expulsión de su cúpula dirigente; aniquilamiento de cuantos palestinos estén vinculados a organizaciones extremistas; provocación de un nuevo éxodo civil hacia Jordania, "el Estado de los palestinos", según cree Sharon-; anexión definitiva de los territorios ocupados; anulación de los derechos civiles de los palestino-israelíes, de modo que ni puedan votar ni acceder a la Knesset (Parlamento)... Es decir, los viejos planes soñados por el Likud desde 1967 y que Ariel Sharon, ya trató de imponer en 1982 con la invasión de Líbano.
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La Iglesia de los siglos IV-V había adquirido un relevante poder económico y social, logrando una estructura jurídico-política acorde con su poder. Las donaciones imperiales habían constituido la base sobre la que se levantaría este poder. Por otra parte, esta generosidad imperial había atraído también hacia las iglesias el evangelismo de la oligarquía. Además de las numerosas exenciones fiscales, tanto a las iglesias como a los clérigos,los intereses particulares de la Iglesia determinaron diversas transformaciones jurídicas, tales como las referentes al derecho sucesorio, relajando los antiguos vínculos del derecho familiar: la política de la Iglesia se encaminó a favorecer la libertad del individuo a la hora de donar sus bienes, emancipándole de los vínculos naturales de la comunidad familiar. De este modo, el patrimonio eclesiástico aumentó considerablemente, nutrido por las donaciones y testamentos. Valentiniano I y Teodosio adoptaron disposiciones contra las donaciones de los fieles a las iglesias o a los clérigos, para evitar que familias enteras quedaran en la miseria. Pero, a juzgar por los numerosos testimonios de que disponemos, es evidente que dichas disposiciones no fueron cumplidas. La mayoría de estos donativos consistía en fundos más o menos considerables que, de hecho, convirtieron a muchas iglesias (entre ellas las de Milán, Rávena, Roma, Arlés, Marsella, Cartago, etc.) en grandes propietarias de tierras, equiparables en muchos casos a las de algunos clarissimi. Durante el siglo V las decretales conciliares y la normativa jurídica imperial dedicaron abundantes disposiciones a propósito de la adquisición y la administración de los bienes eclesiásticos: prohibiciones de alienar los bienes de las iglesias -que los obispos matizan aceptando la alienación cuando los bienes donados son de poco rendimiento-, de que las iglesias dispusieran libremente de los bienes recibidos, incumpliendo la voluntad del testador... Dentro de los benefactores eclesiásticos hay que destacar el importante papel que tuvieron las mujeres como donantes. Se conocen muchos testimonios de mujeres que hicieron edificar iglesias a su nombre (cada iglesia tenía que ir acompañada por una extensión de tierra necesaria para el mantenimiento de los clérigos), sosteniendo los gastos con sus riquezas personales que, a veces, estaban constituidas por vestidos y joyas o, en otras ocasiones, por vastísimas massae, como las concedidas por Melania a la Iglesia. Ciertamente, la Iglesia detentó durante el Bajo Imperio el monopolio de la asistencia social y su patrimonio pasó a ser designado patrimonium pauperum, o patrimonio de los pobres, pero aun cuando el número de excepciones y de obispos que realmente ejercieron una labor de auténticos sostenedores de su comunidad es numeroso, lo cierto es que las decretales de los papas Simplicio y Gelasio disponen, como principio administrativo para el conjunto de las iglesias, una normativa que dejaba poco espacio a la asistencia social. De las rentas que generaran las propiedades de cada iglesia, se harían cuatro partes equivalentes: tres de ellas se atribuirían a la propia iglesia -una para el obispo, otra para el mantenimiento del edificio eclesiástico y otra como salario para los clérigos- y sólo una cuarta parte de estas rentas se destinaría a los pobres. La poderosa Iglesia oficial contó con muchos detractores que, dentro de ella, repudiaban la secularización y enriquecimiento de la misma: el monacato, por ejemplo, progresa en gran medida en Occidente durante el siglo V, alentado por la voluntad de establecer con la fe un compromiso más auténtico. Dos de estos monjes nos dejan testimonio de su visión de la Iglesia de esta época: "Que Dámaso -obispo de Roma- y los demás obispos prevaricadores guarden pues sus basílicas brillantes de oro, insolentes en sus revestimientos de mármol, elevadas sobre la magnificencia de sus columnas. Que guarden también las posesiones que se extienden hasta la lejanía. A causa de ellas la verdadera fe ha periclitado". De este modo, si la expansión del régimen de los grandes dominios fue una causa determinante de la ruina de las ciudades, de las dificultades financieras del fisco estatal y, consiguientemente, del hundimiento del Imperio, la Iglesia oficial, gran propietaria de dominios y dotada de una serie de privilegios que aumentaban su autonomía frente al Estado (como la capacidad judicial otorgada a los obispos), no fue ajena tampoco al hundimiento del Imperio. Lo que en tiempos de Constantino se había iniciado como una estrecha colaboración Iglesia-Estado pasó a lo largo de los siglos IV-V a convertirse en un instrumento del desarrollo del poder hegemónico de la Iglesia en perjuicio del Estado. Por otra parte, si la Iglesia se había mostrado dispuesta desde la época de Constantino a mantener el consenso social que todo poder político necesita, lo cierto es que este consenso comenzó a tener fisuras muy poco tiempo después de su reconocimiento. El fraccionamiento producido en el concilio de Nicea hizo necesario que los emperadores, interesados en el mantenimiento de la unidad y de una Iglesia sólida y compacta, participaran intensamente en los asuntos internos de la misma, contribuyendo a establecer una serie de alianzas con el Estado, que implicaban un aumento del poder político de los obispos y un debilitamiento del prestigio imperial, sometido a las solicitudes de una de las iglesias y a los ataques de la iglesia contraria, ya fuese arriana, monofisita, etc. Estas disensiones internas, en forma de sectas o herejías, se produjeron durante todo el Bajo Imperio y la enumeración de las mismas resultaría excesivamente larga, aunque en el Código Teodosiano aparecen condenas, proscripciones o multas a prácticamente todas ellas en un momento u otro. Si ciertamente la Iglesia no funcionó como un elemento de cohesión ni en la parte oriental ni en la parte occidental, lo cierto es que en Oriente la mayoría de las controversias religiosas no tuvo -sin duda por los mayores niveles de prosperidad- el impacto social que en Occidente. La atribulada vida del Imperio occidental era terreno abonado para que algunas de estas sectas sirvieran como canalización de la protesta social e incluso de la revuelta. Es el caso por ejemplo del priscilianismo y mucho más claramente de la secta donatista que actuó como fermento de un clima social en el norte de África, contrario a la Iglesia Católica y, consecuentemente, a quien la apoyaba, el emperador. Aun cuando muchas de ellas tuvieran un carácter rigorista y de oposición puramente teológico, como el maniqueísmo, el pelagianismo, el novacianismo, los catafrigas, los bionitas, etc., sus adeptos participaban del enfrentamiento a la Iglesia oficial y al Imperio católico y su propaganda minaba la autoridad de ambos. Así pues, las disensiones internas de la Iglesia tuvieron no sólo repercusiones puramente religiosas, sino que en ellas arrastraron a aquellos que se habían convertido en su brazo secular.
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Los cambios técnicos, aunque algunos hubo, no resultan determinantes para explicar la evolución de la industria en el siglo XVII, que dependió más de cambios de tipo organizativo. Las técnicas, en gran medida, siguieron siendo las de la manufactura tradicional, basada en el trabajo manual. Por lo tanto, la cualificación humana resultaba un factor esencial. Las estrategias de desarrollo industrial pasaban por la atracción de artesanos hábiles, expertos conocedores de las labores de fabricación. La difusión de técnicas dependió en buena medida de la emigración forzosa de obreros cualificados desplazados por conflictos de carácter político-religioso. Fueron trabajadores textiles flamencos emigrados quienes impusieron en Inglaterra la fabricación de los "hondschootes", paños baratos de lana fina que obtuvieron un gran éxito en el mercado. La revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV en 1685 provocó también un flujo migratorio de hugonotes franceses, muchos de ellos expertos artesanos, hacia Inglaterra o Prusia. De todas maneras, las técnicas experimentaron un cierto avance. Ello es patente, por ejemplo, en la manufactura textil, que constituía el sector básico de la industria en el Antiguo Régimen. Jan de Vries hace referencia a diversos ingenios que consiguieron mejorar la productividad en este sector de actividad. De algún modo, puede considerarse que estos adelantos fueron precursores de la mecanización textil del siglo XVIII. Entre ellos hay que contar el telar de William Lee para géneros de punto, a cuya introducción se resistieron activamente los gremios, el telar holandés de cintas y el molino para torcer seda. Los holandeses se sirvieron de nuevas técnicas para el desarrollo de su potente industria de construcción naval, concentrada en activos astilleros próximos a Amsterdam. También utilizaron el molino de viento para mecanizar diversos procesos industriales, entre ellos la producción de papel. En Alemania, Inglaterra y Lieja, la industria metalúrgica incorporó máquinas de estirado y molinos de corte que contribuyeron a mejorar su nivel productivo.
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Durante el estudio de la participación de las mujeres en la producción artística, siempre se han tenido en cuenta como únicos objetivos de estudio la perspectiva creadora de las mujeres y su figura como valor iconográfico. Desde hace relativamente poco tiempo, existe un nuevo objetivo, un nuevo campo de estudio que analiza al importante grupo de mujeres que cumplieron un papel protagonista: el de la promoción artística. Gráfico Gracias a estos estudios de muy reciente aparición, se pueden llegar a conocer datos como el modo de financiación, la elección de temas y artistas e incluso la implicación personal en el encargo para ver el resultado del producto artístico finalizado correctamente. A pesar de la escasa atención prestada hasta ahora a las promotoras artísticas en el sentido de valorar su trabajo como mujeres y la poca curiosidad por averiguar los requisitos y las razones que las guiaron en sus iniciativas, es paradójico el que la historia del arte las ha valorado más que a las propias mujeres artistas. De todas formas, existe explicación a este fenómeno de ocultación de estas actividades femeninas. Por una parte, estas mujeres solían pertenecer a las clases sociales dominantes, por lo que su labor contribuía al crecimiento del prestigio familiar y no al suyo propio. Por otra parte, el objetivo más habitual de su promoción era de carácter religioso, por lo que con el paso de los tiempos su mecenazgo se ve relegado al olvido. Lo habitual es que se conozca a las promotoras como escasas personalidades que destacaron entre una inmensa mayoría de hombres, dedicadas a fomentar iniciativas con sus recursos económicos en la creación de obras artísticas. Un estudio más minucioso permite conocer la labor de unas damas poderosas, normalmente conocidas por su papel en la historia pero desconocida su labor de mecenas y promotoras. También destaca otro gran número de mujeres, viudas y religiosas generalmente, ya que estos estados sociales les permitió una gran libertad e independencia socio-económica durante la Edad Moderna. La promoción artística se realizaba de muchas formas, el que la iniciativa llegase a buen puerto no dependía de que partiese del patrocinio de un hombre o una mujer, sino de su estatus social y económico. Las fuentes documentales no aportan gran ayuda, sino confusión en muchos casos, puesto que las hay que señalan a la mujer como promotora por formar unidad patrimonial con el marido -cuando la labor de fomento de la mujer era simplemente la de figurar como esposa- y nos pueden llevar a engaño. También se han encontrado casos en los que el contrato era firmado por el varón, como figura pública representante de la familia y todo su patrimonio, a pesar de que la iniciativa artística la llevase a cabo su esposa, madre o alguna otra familiar. Hay que señalar que ni las circunstancias ni la educación recibida por las mujeres hasta el siglo XX, facilitaron para nada que pudiesen destacar mujeres con formación y libres simultáneamente que se dedicasen a la promoción artística. Lo que sí que es seguro es que más que formación o alto nivel cultural, parece ser que lo más necesario era disponer de un amplio patrimonio, por lo que las promotoras solían pertenecer a familias de clase alta. Aunque no era lo habitual, existían circunstancias en las que las mujeres podían acceder al patrocinio, con algo más de independencia económica, de estado y de criterio - viudas y religiosas principalmente, antes comentado-. Era frecuente de todas formas entre estas mujeres que la donación se hiciese a la muerte -del marido o a su propia muerte- en forma de mandas testamentarias y de manera que se respetase el patrimonio de los herederos, no suponiendo una gran merma de éste. El gran gasto funerario compensaba la paz en la otra vida.
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Los siglos XVI-XVIII son los siglos del asentamiento de la presencia española en Filipinas. Como ya se ha dicho este asentamiento tuvo sobre todo un carácter urbano y que se concentrará en la ciudad de Manila, principal foco de atención por el comercio del Galeón de Acapulco. Aunque el archipiélago no se sumó a los movimientos independentistas americanos del siglo XIX, se fue perfilando a lo largo de ese siglo una conciencia nacional, que si bien en un principio no tuvo un marcado carácter independentista, desembocó finalmente en la emancipación de 1898. Gráfico Algunos elementos determinaron el malestar creciente hacia la presencia española: la ausencia de diputados filipinos en las Cortes españolas desde la aplicación del decreto de octubre de 1837 por el que se disponía que las provincias de ultramar se regirían por leyes especiales (en la práctica dejaban de ser provincias para ser colonias); el rígido sistema tributario y de prestaciones personales; el resentimiento contra las Órdenes religiosas; las interferencias de la masonería y la lejanía con la metrópoli. Algunos levantamientos fueron formando el germen separatista, aumentado por la imprudente actuación española: el movimiento apolinarista, el inicial 1832-1841 y su resurgimiento, ya sin sus connotaciones religiosas y de matiz claramente indigenista e independentista; la sublevación de Cavite en 1872, de los soldados y suboficiales indígenas, confiados en que serían apoyados por la población, cosa que no ocurrió. El 7 de julio de 1892 nació oficialmente el Katipunan (Kataastaasan Kagalanggalong na Katipunan ng mga Anak ng Bayan) que traducido viene a significar Venerable Sociedad Suprema de los Hijos del Pueblo. Su finalidad era luchar por la independencia de Filipinas. Fue nombrado presidente de la Sociedad Deodato Arellano y secretario Andrés Bonifacio, aunque muy pronto será Bonifacio quien asuma la presidencia de la organización. Gráfico Bonifacio había estado en contacto con la masonería desde muy joven, concretamente con la logia Taliba, y empezó a colaborar también con la liga filipina tras el destierro de Rizal a Dapitán. Bonifacio era un líder de masas. Bajo su mandato el Katipunan tomó un gran impulso, aunque el movimiento se orientó sobre todo a los obreros y artesanos de escasos recursos, desplazando a la clase media intelectual que no gozaba de la confianza de Bonifacio. Su objetivo era la independencia de España y la eliminación de toda huella hispánica. En esta labor de difusión y organización del movimiento, Bonifacio contó con la ayuda de un grupo de mujeres que se comprometieron activamente con la causa independentista. Unas procedían, como la mayoría de los entonces afiliados, de sectores empobrecidos como Melchora Aquino, una aguerrida mujer que se unió al Katipunan y colaboró dejando su almacén para las reuniones. Precisamente fue allí donde fueron sorprendidos en agosto de 1896, Andrés Bonifacio y sus seguidores por las autoridades para impedir el alzamiento. Bajo el grito de "Viva el Katipunam, Viva Filipinas", Bonifacio atacó a los asaltantes y logró huir. Sin embargo, Melchora fue arrestada y confinada en la isla de Guam. No volvería al archipiélago hasta 1899 tras el establecimiento del poder norteamericano en Filipinas. Gráfico Pero tal vez el grupo más importante es el que se formó alrededor de la esposa de Bonifacio, Gregoria de Jesús. Desde su matrimonio trabajó activamente junto a él para organizar y preparar la insurrección. De hecho, fue la fundadora y vice-presidenta de la rama femenina del Katipunam, además de custodiar los documentos y el sello de la sociedad secreta. Su papel fue fundamental durante la organización de la revuelta. A pesar de la muerte de su marido a manos de la facción contraria dentro del Katipunan siguió luchando por la independencia hasta la firma de los acuerdos de Biak-na-bató. Su mayor colaboradora fue Marina Dizon, procedente de una familia de fuertes sentimientos nacionalistas. Marina había sido iniciada por Gregoria en 1893. Era ella la que presidía los ritos para las mujeres, guardaba los informes y enseñaba a las nuevas la constitución y principios del Katipunan. El 29 de agosto de 1896 comenzaron los levantamientos en varios puntos próximos a la capital. El gobernador mandó las tropas para reprimir con dureza las guerrillas formadas en Cavite, Bulacán, Morong, etc. En Cavite se encontraba Águeda Esteban, mujer de Mariano Barroga, un Katipunero, teniente coronel del Ejército Revolucionario. Desde Cavite, dónde fue asignado su marido, ella viajaba a Manila para comprar los materiales necesarios con los que fabricar armas y municiones. Águeda formó parte desde el primer momento en las batallas. Se la recuerda vestida de blanco, armada con un rifle y un bolo luchando contra las fuerzas españolas, como más tarde lo volvería a hacer contra las americanas. Estaba, por ejemplo, entre los soldados que, armados con rifles y machetes y liderados por el General Artemio Recarte, asaltaron con éxito la guarnición española de San Pablo en octubre de 1897. Por sus méritos en la batalla se le concedió en 1899 el título de Generala. Algunos revolucionarios que se hallaban en Hong-Kong redactaron un manifiesto denunciando a España y solicitando la ayuda de las potencias internacionales. Pero, a la vez que se desarrollaba la guerra hispano-filipina, nacen en el seno del Katipunan divisiones internas: Se forman dos grupos enfrentados, uno encabezado por Bonifacio y otro por Aguinaldo. A fines de 1897 se firma el Acta de Tejeros, con la oposición de Bonifacio y sus seguidores, por la que se acuerda que Emilio Aguinaldo será Presidente de la futura República filipina. En diciembre de 1897 se firmó con el nuevo gobernador Primo de Rivera el pacto de Biak-na-bató por el que gobierno filipino rebelde aceptaba abandonar el archipiélago y marcharse a Hong-Kong. Desde Hong-Kong, Aguinaldo inició las conversaciones con el gobierno de Estados Unidos que le prometió su apoyo. Efectivamente la escuadra americana venció a la española en la terrible batalla de Cavite el 1 de mayo de 1898. Las guerrillas filipinas iniciaron también el ataque en el territorio al mando de Aguinaldo. La rendición de España tuvo lugar el 14 de agosto de 1898. En el resto de provincias e islas del archipiélago hubo también mujeres que colaboraron de forma muy directa en el proceso independentista, sin miedo a tomar las armas cuando fue necesario. En Visayas, en la ciudad de Santa Bárbara (Ilo-Ilo), Patrocinio Gamboa era conocida como la madre de los revolucionarios. Su posición social y el hecho de ser mujer la eximía de sospechas revolucionarias lo que le facilitó los desplazamientos para conseguir armas, municiones, fondos económicos o alimentos. Formaba parte del Comité Revolucionario que reconoció a Emilio Aguinaldo como Presidente de Filipinas. Precisamente fue ella la que consiguió que la nueva bandera fuera desplegada en la ceremonia inaugural del nuevo gobierno celebrada en Santa Bárbara el 17 de noviembre de 1898. También en Ilo-Ilo Teresa Magbanua se unió al ejército rebelde venciendo las reticencias del propio general de las tropas. Ante su insistencia capitaneó un destacamento de tropas que luchó contra las fuerzas americanas. En Bulacan encontramos a Trinidad Tecson, que pertenecía a la rama femenina del Katipunan desde 1895. Como otras mujeres su actividad se desplegó tanto para conseguir armas como al mando de las tropas luchando al lado de los rebeldes filipinos. También luchó contra las fuerzas americanas hasta la rendición. El 21 de enero de 1899 quedó aprobada la constitución y el 23 es constituida oficialmente la República de Filipinas en la ciudad de Malolos. El presidente elegido fue Emilio Aguinaldo. Aguinaldo nombró a Trinidad Comisario de Guerra. Muy pronto, el nuevo gobierno filipino se dio cuenta de que la ayuda americana tenía un precio. Estados Unidos no reconocía el nuevo estado republicano. Aguinaldo fue capturado y detenido y se inició la guerra americano-filipina (cuatro años de guerra en los que fueron destruidos pueblos enteros y cosechas). En 1902 se rindieron los filipinos y hasta 1946 Estados Unidos no concederá la independencia real de Filipinas.
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El exterior, más austero que en Grecia o los Balcanes, ofrece un buen ejemplo de otra de las características de la arquitectura del período: el papel dominante que éste asume en la definición del edificio y, como consecuencia de ello, la reversión gradual del principio que había gobernado la arquitectura bizantina desde sus comienzos. Ahora se anima plásticamente, se colorea... y gracias también a la multiplicación y elevación de las cúpulas, se altera el perfecto equilibrio del espacio interior. Este, por su parte, sería testigo de la introducción del iconostasio, sólido muro de iconos que se alzaba entre los creyentes y el misterio de la liturgia cristiana. Su asentamiento, finalmente, posibilitaría que todo lo dominase la pintura.Por estos mismos años -antes de 1321- el Gran Logoteta Teodoro Metoquites restauró el monasterio de Cora (Kariye Camii). Desgraciadamente, no se ha conservado ni el palacio que se hizo construir ni las estructuras conventuales de Cora, aunque dada la posición del mecenas -fue primer ministro del Imperio con Andrónico II- hubieron de ser acordes con su categoría y formación. Un texto del propio Metoquites, describe el palacio, y en particular la capilla, en los términos siguientes: "En el interior del palacio había una capilla, una encantadora visión... Permanecía impertérrita, basada en la solidez de su construcción, con sillares uniformemente dispuestos. En el interior, el techo estaba sostenido por columnas y también en el exterior, rodeando el agradable vestíbulo, se levantaban en círculo las columnas, produciendo enorme gozo por su brillo. El perímetro entero, tanto en el interior como en el exterior, se componía de mármoles multicolores, maravillosos, cortados en dos, y también los había en vertical, alrededor. Así era la capilla de mi palacio. Alrededor había casas, tal como corresponde a la condición de los nobles, pero también muy útiles. Había también jardines de encantadora belleza y fuentes siempre manantes chorreando, alimentadas desde el exterior por conducciones bien construidas.Había también un patio rodeado por un pórtico protegido de los rayos del sol, y era una delicia pasear a través de él. Era muy grande, tal como corresponde a los edificios y grato el contemplar su situación y las proporciones de su longitud y anchura. Estaba pavimentado con piedra de cantera espolvoreada con viejo polvo de cal, formando así una superficie uniforme y seca que facilitaba el paso de hombres y caballos, librándolos del obstáculo del suelo pantanoso".En el caso de la iglesia del monasterio, no se hizo sino ampliar la que ya existía desde el siglo XII. Se colocó una cúpula nueva en el tramo central; tanto el nártex como el exonártex se hicieron de nueva planta y se incorporó la parakklesion mortuoria a la parte meridional de la iglesia.Las partes añadidas hubieron de adaptarse a los elementos antiguos y a ciertas exigencias funcionales, y ello condujo a una considerable irregularidad, pero el juego sutil de los volúmenes espaciales, el gracioso oleaje de las bóvedas, el hábil engarce entre antesala y capilla y la concentración gradual de la luz hacia el tramo central, proyectan la delicadeza y refinamiento de que hace gala el edificio, uno de los de mayor nivel artístico de la época. Y, sin embargo, el interés del patrono y el entusiasmo de los artistas se volcaron en la pintura, con tal acierto que llegarían a eclipsar el diseño arquitectónico. Aquí y en mayor medida en el futuro, en contraste con las artes figurativas, la arquitectura será relativamente estéril.El mecenazgo de Teodoro Metoquites ilustra con claridad el carácter del arte bizantino tardío que ya no era imperial; a comienzos del siglo XIV, la corte ya no era la principal patrocinadora de las artes, pues tenía menos dinero que alguno de sus súbditos; en consecuencia, la fundación, rehabilitación y decoración de las iglesias correría a cargo de particulares. Así ocurrió en los ejemplos citados. En Salónica, la iglesia de los Santos Apóstoles fue construida y decorada por el metropolitano de la ciudad, Nifón, después Patriarca de Constantinopla.La obra de Cora refleja también el carácter de los nuevos mecenas y que en el caso que nos ocupa tenía una sólida formación. Filósofo, astrónomo, gran conocedor de la cultura clásica, fue consciente de la importancia de las obras que encargaba, y así nos lo recuerdan sus poemas y los de su discípulo y amigo Nicéforo Gregoras. En cualquier caso, lo podemos contemplar en el mosaico del tímpano que da acceso a la naos, vestido lujosamente y con tocado oficial de Gran Logoteta o supervisor del tesoro imperial; arrodillado ante Cristo, le ofrece el modelo de iglesia a El consagrada, evocando, tal vez, la conocida imagen de Santa Sofía en la que Justiniano se dirige en el mismo sentido a la Virgen. Poco después de la terminación de la obra, cayó en desgracia y acabó sus días como un humilde monje en la fundación que él había dotado magníficamente.El grueso de la decoración de la iglesia se circunscribe a los mosaicos de los dos nártex que muestran escenas de la vida de Cristo y de la Virgen -los principales temas evangélicos reservados a la nave han desaparecido-. En buena medida son relatos apócrifos -Protoevangelio de Santiago- y revelan dos tendencias nuevas en el campo de la pintura. Nos encontramos aquí con mosaístas que se esmeran en la búsqueda de lo descriptivo, con una plenitud de detalles y una elaboración que no se habían visto hasta ahora. Cada escena forma necesariamente un cuadro en sí misma, pero sin dejar de formar parte del conjunto decorativo y litúrgico del edificio.La escena tiene, a menudo, que mostrar una sucesión de hechos hasta formar un episodio completo. La Natividad, por ejemplo, tiene que incluir a la Madre acostada, el Niño en el pesebre y el baño ceremonial del recién nacido, además de la aparición del ángel a los pastores.A la vez, los artistas paleólogos han transformado el severo tema de antaño en una encantadora y sugerente escena en la que los ángeles, pastores, comadronas... habitantes del cielo y de la tierra, parecen participar de una agradable conversación alrededor de las figuras centrales. La poesía de la infancia y la feminidad, de la emoción delicada y discreta, alcanza aquí su expresión más lograda. La escena de la Anunciación a Santa Ana, en un verde jardín con surtidores de agua, o La Natividad de la Virgen, con una bella composición de fondo, así lo revelan. Los Siete Primeros Pasos de la Virgen es una de las más cautivadoras: en un sencillo fondo arquitectónico flanqueado por dos cipreses, la Virgen, observada con preocupación por su niñera, camina indecisa hacia Santa Ana que la espera sentada. Las caricias de los padres, la distribución de la púrpura y los reproches de José, poseen la inocencia de la forma infantil e irradian juvenil ternura.En el relato de los milagros se halla el mismo arte intenso y reflexivo a la vez, marcado por una juventud encantadora, pero traspuesto a un registro superior (Papaioannu). En Las Bodas de Caná, las jarras de vino y la atareada actividad de los muchachos trayendo las viandas para la fiesta, remiten a un segundo plano a la Virgen, San Juan y San Pedro, que acompañan a Cristo. El artista, además, se ha embelesado con los ritmos formales de las grandes tinajas, complementado con el decrescendo de las extrañas formas arquitectónicas del fondo. Y la misma sensación de paz luminosa y de intimidad con lo divino se experimenta ante las figuras, pensativas y radiantes, de santos y mártires.Cabe recordar, por otro lado, que este gusto por la anécdota y el detalle preciso, había caracterizado con anterioridad a la ilustración de textos que ahora escasamente alcanzan el nivel de períodos anteriores. Una excepción la representa la iluminación del "Tratado Teológico" de Juan VI Catacuzeno (1347-54), testimonio de un oficio excelente y por consiguiente todavía vivo en Bizancio. Sin embargo, en la época de los Paleólogos, la pintura portátil va a estar representada, fundamentalmente, por el icono y no por la miniatura, una parte de cuya herencia había pasado ya a la pintura mural.En las escenas de Cora, se mezclan observaciones de la naturaleza con representaciones bucólicas a la antigua y motivos clásicos -pavos, doseles, edículos... -. La vegetación y la fuente con el agua rumorosa y el hombre con el cesto -José avisa a la Virgen- y, sobre todo, los grupos de enfermos en las escenas milagrosas, revelan esa búsqueda de lo pictórico en la naturaleza. Y en materia de vestimenta, se renuncia a los ropajes convencionales e intemporales: el fundador Teodoro Metoquites, está representado con un bello vestido de seda de su tiempo. Es un paso más en el proceso de humanización.Los mosaicos son notables por la maestría con la que los materiales han sido empleados. En los antiguos mosaicos imperiales, el movimiento lo aportaba el juego de la luz sobre las teselas, pero las figuras en sí eran sobrehumanas y serenas. En la iglesia de Cora, aunque las figuras de Cristo y de los santos conservan algo de la radiante humanidad de otros tiempos, tienen rostros y gestos humanos; y en las escenas colectivas, rostros, gestos y posturas están calculados para realzar el aspecto humano de los episodios y, sobre todo, el dibujo tiene movimiento. La luz tan pronto modela las vestiduras como anima una decoración de fondo -las rocas en La Huida a Egipto- o aclara zonas enteras -La Virgen bendecida por el Sumo Sacerdote-. Sin embargo, estos efectos carecen en Cora de la intensidad que alcanzarán en Mistra.Si pasamos a los frescos de la capilla lateral -la parekklesion-, veremos cómo este arte alcanza en ella su máximo esplendor. La síntesis es allí perfecta. Hay una nueva y rica gama cromática, usada con brillantez y delicadeza para complementar el modelado del dibujo. Dibujo y composición reflejan las tradiciones clásicas helenísticas, pero vivificadas por una tremenda sensación de movimiento y salvadas de sentimentalismos fáciles por un toque de profundidad emotiva, heredada del siglo XII. La gran Anástasis del ábside, es, probablemente, la manifestación más excelsa.Allí, Cristo, fuente de toda vida, con vestiduras de una blancura sobrenatural y aureolado por una triple corona azul salpicada de estrellas, arrebata al sepulcro a un Adán y Eva trastornados, en presencia de los Justos, para conducirlos a la Vida Eterna. En los mosaicos de Quíos, los gestos y los rostros de los resucitados expresan más una súplica que una certeza. En el fresco de Sopocani, al igual que en los Santos Apóstoles de Salónica, aún conserva su prerrogativa la pesantez; pero aquí, Dios y los hombres flotan sobre vencidos abismos y montañas de relieve quebrado y su ser es pura danza, torbellino liberador, realeza y ternura.Todos los personajes están animados de un dinamismo que complementa el de los tres actores principales. Producen la impresión de participar realmente en lo que acontece a su alrededor, dando como resultado un diálogo interior de extraordinaria intensidad. La escena cobra así una honda unidad espiritual, gracias a las sugerencias de las miradas o los ademanes del cuerpo. Este propósito de ahondar en el alma para que afloren los sentimientos en el rostro de los actores, servirá para eliminar el hierático aislamiento de las figuras, tan querido por los artistas bizantinos del período medio. En adelante, la pintura bizantina se habrá liberado de la inmovilidad y frontalidad que la había caracterizado con anterioridad. Sin embargo, las pinturas de Cora nunca llegan a alcanzar la ilusión espacial completa.