A los pies de la iglesia se construyó un recinto destinado a Panteón Real. En él se recogió la función del viejo enterramiento regio y la tradición que desde antaño habían puesto en uso los reyes ovetenses. Se trata de un espacio cuadrangular, dividido en seis tramos por dos gruesas columnas centrales. Un segundo cuerpo, conocido como Panteón de Infantes y también tripartito, enlaza con la muralla. Se cubren esos tramos con bóvedas capialzadas, hechas en piedra toba para aligerar su peso. Sirven de apoyo cuatro gruesos pilares, reforzados con columnas y los muros se articulan con arcos ciegos y columnas adosadas. Se le buscó, en ocasiones, a este recinto paralelos con torres-porche francesas anejas al muro de poniente de la iglesia, como es el caso, entre otros ejemplos, de Saint-Benoît-sur-Loire. Sin embargo, ni la función ni el diseño, en ambos edificios, son idénticos, pues el espacio de la construcción leonesa se concibió, claramente, como un recinto funerario y aislado. Parece que al sur lo cerraban aposentos palaciegos, mientras que a poniente lindaba con el lienzo de la muralla y, al norte, una arquería abierta comunicaba con otras estancias monásticas. Este emplazamiento lo convierte en un lugar recogido y no abierto al público. Se unía con la iglesia antigua mediante una puerta, hoy cegada. Por la parte del Panteón se dispuso, en el lugar del vano, un altar dedicado a santa Catalina y se adornó el fondo con pinturas góticas en las que se narra la vida de la santa. Posteriormente se abrió una segunda entrada que hoy facilita la comunicación de Panteón e iglesia. Desde que Gómez Moreno, Gaillard o J. K. Porter publicaron sus trabajos, ya clásicos, para el conocimiento del Románico, y por lo que al ámbito cronológico se refiere, la factura del Panteón isidoriano ha originado diversas controversias. Las campañas de excavación de J. Williams han demostrado que no es obra contemporánea de Fernando I, sino algo posterior, por lo que la historiografía reciente admite retrasar unos años su edificación. Si a esto unimos las peculiaridades de la escultura que orna el recinto, parece que la fábrica correspondería a la época de la infanta doña Urraca, en cuyo epitafio se lee: "haec ampliavit ecclesiam istam". Ella lo erigiría tras la muerte de su padre en 1065. Por el estilo de la escultura que adorna sus capiteles no debe ser anterior a 1080. En todo caso, se inserta en lo que fue la estética del Románico de finales del siglo XI, plenamente consolidada y, evidentemente, dentro de unos supuestos plásticos alejados del templo de Fernando I. No hay duda, sin embargo, que un detenido análisis de la factura y de los motivos decorativos que envuelven los capiteles del Panteón de reyes evidencia la intervención de varios talleres y el recuerdo de fuentes del pasado. Así parecen indicarlo las piñas y el adorno de algún astrágalo. Incluso a fuentes paganas se podría remontar el confuso significado de un capitel que muestra a un personaje montado sobre un unicornio. Se le buscaron también conexiones con la escultura visigoda. No faltan tampoco las grandes hojas diseñadas con trépanon, que sugieren a S. Noak-Haley el recuerdo mozárabe. Por otro lado, los abundantes roleos que envuelven el cuerpo de algunos capiteles y de los que emergen cabezas de animales, ponen en relación los relieves del Panteón isidoriano con otros similares del suroeste de Francia, como los de Saint-Sernin de Toulouse o, más concretamente, como han puesto de manifiesto M. Durliat y S. Moralejo, con los capiteles de los templos de Saint-Gaudens de Comminges y Saint Mont. En el ámbito hispano las similitudes no son menos elocuentes con la catedral de Jaca y con las iglesias palentinas de San Salvador de Nogal y Frómista. A esas mismas fuentes podemos atribuir los relieves prominentes de las figuras e incluso ciertas formas de interpretar los rostros y el cabello de los personajes, así como el plegado de los paños. Vemos, por tanto, que la escultura del Panteón Real se mueve en esa órbita de apertura e integración en las nuevas corrientes del momento, que se habían iniciado en tiempos de Fernando I y se continúan, ininterrumpidamente, en los de sus sucesores: Alfonso VI, Urraca y Alfonso VII. Y se inscribe en un ámbito geográfico que, desde Moissac hasta Jaca, conoció una ingente actividad constructora a finales del siglo XI, en la ruta del Camino de Santiago, vía de tránsito que permitió la movilidad de artistas que llegaron hasta los confines de los reinos cristianos del occidente peninsular. Por otro lado, y por lo que a su contenido simbólico se refiere, es muy significativo el conjunto de capiteles con complejos programas iconográficos. Este es el caso de los grifos bebiendo en la crátera, en clara alusión a las almas bienaventuradas saciándose en la Fuente de la Vida. Siguen, como es sabido, los viejos modelos vigentes desde el período paleocristiano. Asimismo, algunas versiones moralizantes se reflejan a través de la representación de la lucha de animales; de un personaje que alancea un felino, o de la mujer con las serpientes, que le succionan los pechos, como versión plástica de la lujuria. A las versiones iconográficas descritas hay que añadir otras inspiradas en el Antiguo Testamento, como la de Daniel en el foso de los leones. Por otro lado, merece especial atención la escena del Sacrificio de Isaac (Gén. XXII, 913), prefiguración del sacrificio de Cristo. En ella, se capta el instante preciso en el que Abraham va a llevar a cabo el sacrificio de su hijo quien, como víctima, se coloca sobre un altar. La intervención divina se plasma, en este relieve, mediante la presencia del Ángel del Señor que le muestra el carnero que, enredado entre unas zarzas, aparece milagrosamente para sustituir a Isaac, según se relata en el texto bíblico. En un capitel contiguo se muestran otras dos escenas veterotestamentarías. En una se esculpió a Balaam sobre el asno. Una inscripción explicativa nos lo dice: BALAAM SUPER ASINA SEDENS. Frente a él, el Ángel del Señor y la palabra ANGELUS. En la cara contigua Moisés con las Tablas de la Ley, con el texto esculpido: TABULAS MOISE ILI y un personaje que sobre sus hombros porta a otro hombre, posible alusión al pueblo de Israel, y símbolo de la antigua Alianza. En la interpretación de estos relieves, J. Williams le otorga un sentido antiislámico que encajaría muy bien en el papel histórico que protagonizaron los monarcas astur-leoneses en los siglos de la Reconquista. Por último, en los capiteles que flanquean la antigua puerta que comunicaba el Panteón con la iglesia se ofrecen sendos relieves con dos milagros de Cristo: la Curación del leproso, de acuerdo con las palabras evangélicas (Mc, 1, 40-42) y acompañado de la inscripción: VBI (IHESVS) TETIGIT LEPROSUS ET DIS(i)T VOLO: MUNDARE. En el contiguo, se relata sobre la piedra la Resurrección de Lázaro (Jn., XI, 25-26). En ambos casos la alusión a la salvación mediante la fe es suficientemente explícita. A la vista de lo expuesto comprobamos que el sentido global y simbólico de los relieves resulta perfectamente idóneo en un ámbito funerario como el que nos ocupa. No obstante, el programa se completa con el conjunto de las escenas que, pintadas al fresco, cubren la parte alta de los muros y de las bóvedas. En esas pinturas se observan pasajes ilustrativos del Apocalipsis y del Nuevo Testamento, así como representaciones de santos y personajes bíblicos. Junto a estas escenas sagradas se dispusieron otros temas como el Zodíaco, un mensario, motivos vegetales y geométricos. Especial interés merece, asimismo, un lienzo del muro con la Crucifixión y que ha dado la clave para las nuevas interpretaciones y cronología que, sobre las pinturas del Panteón, se han barajado en los últimos años. En un registro superior aparece Cristo crucificado con el sol y la luna en lo alto; a ambos lados, la Virgen y San Juan junto con los esbirros. En una franja inferior, bajo la cruz, la calavera nos pone en relación con la historia de Adán. Junto a ella, hay dos figuras orantes acompañadas por un guerrero y una oferente. Una cartela con la leyenda: FERDINANDO REX alude al monarca allí postrado. Se trata, pues, de una pareja real con su "armiger" y su "pedisecua". Tradicionalmente se venían considerando como Fernando II y su esposa en atención a que, cronológicamente, los murales se fechaban, a finales del siglo XII, en torno al reinado de este monarca. Los análisis de J. Williams, basándose en la grafía y el parentesco existente con el rey y el "armiger" del "Libro de los Testamentos" de la catedral de Oviedo que encabezan el documento testamentario de Alfonso el Casto, entre otros aspectos y conexiones, aproximan las pinturas a las primeras décadas del siglo XII. Igualmente, el hecho de que se haya roto el lienzo con la representación de la escena de la Natividad para abrir la puerta de comunicación entre la iglesia y el Panteón, permiten suponer que las referidas pinturas, en todo caso, son anteriores a la fábrica del nuevo templo. Finalmente, desde el punto de vista estético, los frescos del Panteón se pueden vincular con obras del sur y centro de Francia. Expuestos estos aspectos, observamos que el ámbito espacial del Panteón, y así lo ha planteado recientemente S. Moralejo, hay que analizarlo en una visión de conjunto. Sólo así se capta, plenamente, el significado penitencial y funerario para el que fue concebido. Además, desde el punto de vista plástico es un ejemplo de integración artística en el que cuidadosamente se han diseñado los programas iconográficos; programas que, incluso, en el caso más tardío de las pinturas, pudieron ser conocidos por la propia infanta Urraca.
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Dentro del panteón romano encontramos cuatro agrupaciones que tenían la función de representar al Estado: la tríada Júpiter-Marte-Quirino, la tríada capitolina constituida por Júpiter, Juno y Minerva; y los doce dioses principales: Vesta -diosa del fuego del hogar-, Juno -diosa del matrimonio y del hogar, hermana y esposa de Júpiter-, Minerva -diosa de la inteligencia, de la sabiduría y de las artes-, Ceres -diosa de la agricultura-, Diana -diosa de las doncellas, de los bosques y de la caza-, Venus -diosa de la belleza y del amor, esposa de Vulcano y amante de Marte-, Marte -dios de la guerra-, Mercurio -dios del comercio, de la elocuencia y de los ladrones, mensajero de los dioses-, Júpiter -dios supremo-, Neptuno -dios del mar-, Vulcano -dios de los infiernos, del fuego, del metal y de la fragua- y Apolo -dios de los oráculos, de la juventud, de la belleza, de la poesía, de la música y de las artes-. La tríada Ceres-Libero-Libera representaba a los plebeyos.
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En el emplazamiento de un Pantheon dedicado por Agripa en el 27 a.C. a los dioses de la gens Iulia y restaurado por Domiciano tras el calamitoso incendio que arrasó el Capitolio y el Campo de Marte en el 80 d.C., levantó Adriano desde sus cimientos su nuevo Pantheon. Lo hizo a nombre de Agripa, como consta en la inscripción del friso, y no en el suyo, pero las estampillas de los miles de ladrillos empleados en el nuevo edificio llevan el nombre de Adriano, y fechas que se extienden del año 118 al 125. Según el esquema habitual en los foros imperiales, el templo se alzaba al fondo de una plaza porticada y apenas se veía de él más que la enorme fachada de corte clásico; el resto, la enorme cella cilíndrica, quedó pronto recubierta de edificios y no descarnada como lo está en tiempos modernos. Realmente, la unión de un pórtico clásico, que por su magnitud podría ser, él sólo, un templo, y una naos de planta circular, perfectamente centrada y articulada, era querer conciliar lo irreconciliable. La solución de intercalar entre ambos un cubo de enlace que ni siquiera tiene nombre en el léxico de la arquitectura (el de cerrojo, Riegelkörper, que se lee en alguna autoridad, es puramente descriptivo) no remedió la incongruencia. De nada sirvió prolongar por el voluminoso y alto cuerpo del cerrojo la línea de la imposta intermedia de la rotonda, con sus mensulones, ni trazar con ella una réplica de la sima del frontón del pórtico. Como era de esperar de un genio, el mismo arquitecto se percató de lo incongruente y heterogéneo de los elementos en juego. Como si fuese independiente, el pórtico distribuye sus dieciséis columnas monolíticas de granito egipcio, con capiteles y basas de mármol blanco, en tres naves, la central de anchura doble que las laterales, y cubierta de la imitación en madera de una bóveda como la de la puerta del fondo, a la que estaba abocada. Las naves laterales, de techo plano, lo estaban, en cambio, a sendos nichos existentes en el cubo de enlace, destinados a estatuas colosales (se supone, en buena lógica, que de Augusto y Agripa). La rotonda es el polo opuesto a lo que se entiende por arquitectura clásica. Si en ésta el interior contaba infinitamente menos que el exterior, en el Pantheon ocurre lo contrario; pero lo supo disimular tan bien, que ni entonces ni más tarde provocó manifestación alguna de repulsa. Es más, la Iglesia lo aceptó agradecida cuando Focas, emperador de Bizancio, lo donó al Papa Bonifacio VIII y éste lo dedicó al culto de Santa María ad Martyres; más aún, el Pontífice alzó en el Foro Romano la Columna de Focas, el último monumento que la Antigüedad erigió en tan augusto paraje (año 606). El Pantheon hizo época: con la luz de su óculo cenital, de 8,92 m de diámetro, consagró para siempre en arquitectura aquella luz apacible y difusa del atrio de la casa itálica ancestral, que acendraba su encanto en las horas de los crepúsculos; luz de iglesia, propicia a la comunión con la divinidad. Su efecto tranquilizante, en el caso del Pantheon, recibe el apoyo de una singular armonía de proporciones, que el visitante percibe aun sin saber el secreto. Cuando se le dice que la altura a que la cúpula se encuentra es exactamente la misma que el diámetro de la rotonda (43,30 metros) empieza a percatarse de que tenían razón los griegos al considerar que el secreto de la belleza sensible estaba en el número. El pesado casquete de la cúpula descansa en el muro cilíndrico de la rotonda, de seis metros de espesor y que encierra todo un festoneado de bóvedas y de arcos de ladrillo que trasladan el peso del hormigón, de la masa muraria, a los puntos de mayor resistencia. Es costumbre en las escuelas dibujar una sección del Pantheon a partir de un círculo que el enseñante traza con mano maestra. Está bien que así se haga; pero en la continuidad del dibujo y en la explicación que la acompaña suele deslizarse un error que también figura en libros de texto: "La semiesfera de la cúpula parte exactamente de la mitad de la altura total..." (A. García y Bellido). Esa es una verdad aparente; el arranque de la cúpula está más arriba de lo que parece por dentro, pues la hilada inferior, de casetones pertenece en realidad al muro y no al casquete de la cúpula. El muro, a su vez, está sostenido por un anillo de cimentación de 7,30 m. de espesor, que después de hecho hubo de ser incrementado, como los muros hubieron de ser entibados, por el este y por el sur, con edificios anejos, aún en vida de Adriano. Las tres líneas de imposta, visibles por el exterior del cilindro, delimitan los tres sectores superpuestos que constituyen el verdadero muro, y en ellos los materiales de relleno se van aligerando de abajo a arriba. La distribución de las cargas permite que en el interior del cilindro puedan abrirse ocho nichos, uno ocupado por la puerta y los otros siete en alternancia de rectángulos y semicírculos, éstos en los extremos de los ejes y aquellos de las diagonales. Dos columnas, de pavonazzetto en los nichos semicirculares y de giallo antico en los rectangulares, cierran los respectivos vanos. De cada una de las paredes de los macizos intermedios, revestidas de mármoles incrustados, de una fastuosa policromía, sobresalen edículas rematadas por frontones triangulares o de segmento de círculo. Entre este sector bajo el muro, y el arranque aparente de la cúpula, corría un ático con ventanas, que experimentó una sensible transformación en el siglo XVIII. Hace unos años se restableció, en un tramo de dos ventanas, el dispositivo original, conocido por dibujos, en el que las ventanas, cerradas por celosías, estaban separadas por cuatro pilastrillas que rellenaban el tramo intermedio. Cada ventana se encontraba en la vertical del eje del nicho o de la edícula correspondiente. Libres del entresuelo que hoy los cubre, los nichos llegaban entonces hasta cerca del arranque de la cúpula y recibían la luz indirecta que se filtraba por las ventanas. La pared era, pues, antiguamente mucho más diáfana que lo ha sido después, merced a esas ventanas superpuestas al zócalo de la franja intermedia. Todo ello no pasaba de ser una fachada, bella e ingeniosamente concebida, con la doble función de ocultar todo el sistema de apoyos que mantenía en pie el edificio y de no romper con la tradición de la arquitectura arquitrabada: las columnas, las pilastras, las cornisas, todo, por superfluo que fuese (como superfluas son, pues nada sostienen, las hermosas columnas corintias de los vanos de los nichos) significaba continuidad y respeto al brillante pasado de la arquitectura, sobre todo de la flavia.
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El Papa es la cabeza suprema de la Iglesia católica, siendo la persona que tiene la primacía de jurisdicción así como el honor sobre toda la Iglesia. Como máximo representante de la Iglesia de Roma, el Papa tiene los títulos de Sucesor del Apóstol Pedro, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Patriarca de Occidente, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia de Roma, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano. Las disposiciones del Papa -enseñanzas- se importen de determinadas formas. Considerado infalible, su palabra se extiende por el mundo católico por medio de encíclicas, cartas apostólicas, mensajes, discursos, etc., y en algunas ocasiones como definiciones doctrinales infalibles. El Papa reúne en su persona y cargo los poderes legislativo, judicial y administrativo.
obra
Audiencia privada con Benedicto Su Santidad, el papa Benedicto XVI
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Sin duda una de las muestras más claras de cómo el Cristianismo fue el nuevo lenguaje del poder, y cómo se vino a sustituir la Ecumene romana por la Comunidad de la Iglesia, es la historia del Papado en estos siglos. La idea de que al obispo de Roma le correspondía la primacía entre los restantes obispos era bastante antigua, como mínimo del siglo II. La fundamentación teórica de la misma residía en la llamada comisión pietrina. La Iglesia fundada por el mismo Cristo con el acto de la comisión pietrina no era sino la sociedad entera de todos los cristianos. Considerada la Iglesia como un cuerpo indivisible, lo que aseguraba la cohesión de la misma era la fe y la adhesión de todos sus miembros a las normas de conducta deducible de ella. Esto último planteaba el problema de la autoridad directora, encargada de distinguir y exponer la "norma recte vivendi". Y esto no podía ser hecho más que por quienes poseyeran scientia. Así pues el gobierno de la Iglesia consistía en la transformación por quienes poseían esa sabiduría de la doctrina en regla de acción. Tal facultad de transformación exigía el ejercicio de una potestas, según las concepciones del Derecho romano. Pues bien, el Papado sostenía que esa potestas había sido concedida a san Pedro por Cristo. En estos siglos la tarea esencial de los Papas sería la de establecer explícitamente la vinculación entre los poderes confiados por Cristo a Pedro y los del Papa. Con ello los pontífices romanos conseguirían imponer la doctrina del principatus doctrinal y jurisdiccional del Papado. En esta tarea tuvo gran trascendencia León I (440-461). Éste se consideró explícitamente indigno heredero de san Pedro. Sucesión petrina que debía entenderse en el sentido de que el Papa había heredado los poderes otorgados por Cristo a Pedro, haciendo abstracción de las cualidades personales de cada Papa. Para sustentar esta idea los Papas del siglo V se basaron en la llamada "epistola Clementis", traducida al latín por Rufino de Aquileya y que se suponía escrita por Clemente a Santiago el Mayor. Además, en esta época la concepción de los poderes papales se mezcló con la idea de la disposición jerárquica de la sociedad, distribuyéndose en ella el poder de forma descendente. De esta forma los Papas, como sucesores de san Pedro, no eran unos miembros más de la Iglesia, sino que se encontraban fuera y por encima de la misma. Hacia finales del siglo V se acuñaría la frase que resumía tales ideas: el Papa no puede ser juzgado por nadie. Naturalmente estas aspiraciones papales no habrían sido fácilmente aceptadas ni por el poder secular (emperador) ni por el resto de la jerarquía eclesiástica. En el Concilio de Calcedonia del 454 tan sólo se concedió al Papa una primacía honorífica, pero en el plano jurisdiccional se le igualó con la sede de Constantinopla. Y ni los emperadores de Bizancio ni los otros grandes Patriarcados orientales estaban dispuestos a reconocer a la sede de Roma más que el patriarcado de todo Occidente. Sin embargo, la situación en Occidente era distinta. En Occidente no existían otras sedes que pudieran competir, ni siquiera de lejos, con la romana. En Occidente no existía tampoco poder político alguno comparable al del emperador bizantino. Además, en la segunda mitad del siglo VI la Italia central se vio sumida en un periodo de gran inestabilidad. Con el afianzamiento de los longobardos en el norte de Italia, Roma quedó situada en el punto de intersección de las influencias bizantinas y longobardas. Como consecuencia de ello y del progresivo deterioro del poder imperial el Papado conseguiría una gran autonomía política en la península, empezando a suplantar en la región de Roma a las autoridades imperiales. Poco a poco el Papado se fue afianzando como la única fuerza capaz de aglutinar a las regiones itálicas todavía no dominadas por los longobardos y que las tropas imperiales podían defender cada vez menos. En la base de este creciente poder estaba el enorme patrimonio fundiario del Papado, el Patrimonio de san Pedro, siempre en aumento continuo. Etapa crucial en esta evolución fue el pontificado de Gregorio Magno (590-604). Gregorio pertenecía a la aristocracia romana, llegando a ostentar con anterioridad el cargo de Prefecto de Roma. En 575 abandonó su carrera civil, ingresando en un monasterio por él fundado en Roma. Posteriormente desempeñó (579) el puesto de apocrisario del Papa en Constantinopla, familiarizándose con la política y diplomacia bizantinas. Sus actividades como Papa pueden encuadrarse en las siguientes vertientes: estadista en la crisis longobarda; reorganizador del patrimonio pontificio; Patriarca de Occidente para reivindicar las prerrogativas romanas sobre las restantes iglesias romano-germánicas; monje, teólogo y escritor. El corpus epistolar de Gregorio nos muestra su gran celo en la administración de los extensos patrimonios sicilianos de la sede, lo que le habría permitido tomar a su cargo el aprovisionamiento de grano a Roma, convirtiéndose así de hecho en el gobernador de la ciudad. Reclamó con energía el derecho a inspeccionar y corregir al resto de los obispos italianos, no obstante la oposición de los de Ravena, Aquileya y Milán. Logró con bastante éxito intervenir en la Iglesia africana, asentar su influencia en la franca y en la visigoda. Pero sería sobre todo en la Gran Bretaña donde lograse fundar su total primacía, con el éxito de la misión pontificia protagonizada por el posterior san Agustín de Canterbury. Como monje Gregorio tuvo la afortunada intuición de ver las posibilidades ilimitadas del naciente monaquismo benedictino, prestándole su protección, ligando así al Papado a la institución monástica. Como escritor y teólogo su obra informó gran parte de la Edad Media. Los sucesores de Gregorio Magno continuarían con mejor o peor éxito la tarea de afianzamiento del primado romano y de la autonomía papal frente al Imperio, no obstante los problemas que surgirían con la cuestión del Monotelismo. Una idea del camino recorrido la da la negativa del papa Sergio I a firmar las conclusiones del Concilio in Trullo (691-692). Aunque el emperador ordenase su aprisionamiento el enviado imperial se vio incapaz de ejecutarlo, llegando incluso a peligrar su vida. Para entonces el Papa era ya el auténtico dueño de la vieja capital del Imperio.
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De acuerdo con las constituciones de Clemente V, el cónclave se reunió en Carpentrás el 1 de mayo de 1314. Tal como había temido el Pontífice difunto, las tensiones en el interior del Colegio cardenalicio fueron terribles. Cardenales gascones, los designados por Clemente V, un sólido bloque, aunque numéricamente insuficiente para elegir un Papa, se enfrentan a otros dos grupos: italianos, muy divididos entre sí, y provenzales; el acuerdo se revela imposible de inmediato. Durante las sesiones del cónclave irá subiendo el tono de los enfrentamientos que acaban degenerando, en el mes de julio, en violencias callejeras y asalto a las residencias de los cardenales italianos, que, fugitivos, abandonan Carpentrás, mientras el grupo de cardenales gascones se retire a Aviñón. Casi dos años de difíciles negociaciones transcurrieron hasta que fue de nuevo posible la reunión del cónclave; durante ese tiempo la sombra del cisma planeó sobre la Cristiandad en varias ocasiones. Reunido de nuevo el cónclave en marzo de 1316, las posturas se mostraron, aunque menos violentamente, totalmente irreconciliables. Así se llega a una elección que, dada la edad del elegido, setenta y dos años, debe ser considerada como una tregua. La elección recaía, el 7 de agosto de 131ó, en Jacques Duèse, cardenal de la ultima promoción de Clemente V; había sido obispo de Aviñón, y realizado una carrera administrativa al servicio de los Anjou. Coronado en Lyón, se trasladó en octubre a Aviñón, instalándose primero en el convento de los dominicos y posteriormente en el palacio episcopal, en adelante residencia de los Papas. Sus dotes administrativas y su entusiasmo juvenil serán imprescindibles en un pontificado que, contra todo pronóstico, se alargó durante dieciocho años y en el que fue preciso hacer frente a una situación extraordinariamente difícil. Económicamente desastrosa, después de tan prolongada vacante que había deteriorado la ya delicada situación dejada por su predecesor; políticamente muy difícil y peligrosa en el propio entorno del Papa, contra cuya vida se tramaron diversas conjuras, desde el momento mismo de su elección. La creación de un eficaz sistema fiscal, la estricta regulación de los gastos y la organización de una administración eficazmente centralizada constituyen sus objetivos esenciales. La reserva de beneficios, es decir, la intervención directa del pontificado en la colación de títulos universitarios, en el nombramiento de cargos y en la provisión de beneficios en determinadas condiciones, establecidas por sus predecesores, y muy ampliadas por Juan XXII, es un medio de centralización, y un instrumento al servicio del poder del Pontificado y de su potencia económica. A través de ellas podía disponer de una jerarquía eclesiástica favorable, presionar sobre los poderes públicos, obligados a negociar en cada nombramiento, e ingresar un volumen de dinero muy considerable. La extensión del sistema de reserva tuvo a veces efectos saludables sobre el clero, haciéndole más independiente del poder político. En otras muchas ocasiones, sin embargo, elevó a personajes sin escrúpulos, o a funcionarios curiales, ausentes siempre de sus cargos; el sistema era imprescindible para retribuir a la creciente burocracia, pero suscitó numerosas protestas entre el clero contra el abuso de las reservas, la provisión de personas indignas o extranjeros, la salida de metal precioso del Reino, y la deficiente cura pastoral: son las demandas de reforma que veremos en los escritos de los reformadores. El sistema fiscal adquiere con Juan XXII un notable desarrollo; aunque no sea el quien crea algunos gravámenes, es durante su pontificado cuando se generalice su cobro. Es el caso de las annatas, renta producida por un beneficio durante el año siguiente a su provisión, entendiendo por renta la cantidad de excedente que el beneficiado necesita para sus gastos; los derechos de despojo, o facultad de tomar, en el momento del fallecimiento, los bienes muebles de un obispo, nombrado por la sede apostólica; las vacantes, o rentas de un beneficio durante el tiempo que permaneciese desprovisto. Existen otros impuestos, estipendios y derechos de cancillería que suponen un considerable volumen de ingresos. Al mismo tiempo se organiza un eficaz sistema de recaudación y contabilidad, a través de una nutrida red de colectores y subcolectores, distribuidos por toda la Cristiandad, y de una Cámara que lleva puntual cuenta de los ingresos habidos y gastos realizados. El sistema, muy eficaz, provoca protestas por lo que frecuentemente se tilda de rapacidad de los colectores, y por los inevitables contactos que fue preciso mantener con las instituciones bancarias. La acusación de avaricia, voracidad fiscal y ausencia de pobreza, serán otras de las acusaciones de los reformadores, no siempre llenas de buena intención. Una de las consecuencias de esa actitud fue la renovación de la querella, heredada del siglo anterior, en torno a la pobreza en el seno de la orden franciscana, cuestión, por otra parte, no resuelta a la muerte de Clemente V y avivada por la larga vacante del Pontificado. Juan XXII vio en los espirituales franciscanos una amenaza a la unidad de la orden y un peligro para la Iglesia; después de diversas fricciones y de presiones para lograr la obediencia de los espirituales a los superiores de la orden, condenó a los rigoristas situándoles en la proximidad de desviaciones doctrinales (enero de 1318). La distancia pontificia respecto a numerosos sectores franciscanos se incrementó con la condena, en noviembre de 1323, de la adhesión del Capítulo de la orden, celebrado en Perugia, a la idea de la pobreza absoluta de Cristo y los apóstoles. Además, la querella pasaba de ser disputa interna de la orden, a una discusión sobre la pobreza absoluta de Cristo y sus discípulos, e indirectamente acerca de la relación entre los poderes temporal y espiritual. La ruptura se radicaliza a consecuencia del enfrentamiento con el general de los franciscanos, Miguel de Cesena, que hasta entonces había combatido a los espirituales y que huyó de Aviñón en mayo de 1328, a consecuencia de la disputa en torno a la misma cuestión. Sustituido al frente de los franciscanos, Miguel de Cesena y un grupo muy importante de franciscanos, entre ellos Guillermo de Ockham, se refugió en la Corte de Luis de Baviera, en la que se hallaba también Marsilio de Padua, prestándole importante apoyo teológico y jurídico en el enfrentamiento con Juan XXII. Los escritos de Miguel de Cesena y los suyos dotaron a los "fratricelli" de una aura agresividad antipontificia, convirtiéndoles, de hecho, en una iglesia cismática. Los duros calificativos contra Juan XXII por parte de los "fratricelli" conducen a condenar al Papa como hereje, autentico precursor del anticristo, el jefe de la Iglesia carnal, todo ello en perfecta continuidad con las ideas expuestas en su día por Joaquin de Fiore y Pedro Olivi. Los "fratricelli" negaran la legitimidad de Juan XXII y, por la misma razón, de sus sucesores y de toda la jerarquía eclesiástica que les obedece. La cuestión de la pobreza se mantiene a lo largo de los siglos XIV y XV, insertándose en otros debates teológicos o disciplinares; los inicios de la verdadera solución al problema, una división de la orden, como ya pidieran en principio los espirituales, se hizo esperar hasta comienzos del siglo XVI. Por el momento, la querella agudizó el nuevo enfrentamiento entre el Pontificado y el Imperio, y facilitó un brote cismático, breve en esta ocasión.