En España, el pintoresquista e imaginativo paisaje de corte romántico fue sustituido por la reproducción de la naturaleza directamente desde sus propios escenarios, fórmula que experimentaron con anterioridad los pintores de Barbizon. Este abandono del estudio-taller, inconcebible para los pintores españoles de la época, tuvo como primer protagonista al artista de origen belga Carlos de Haes (1826-1898), que lo institucionalizó a partir de 1856, coincidiendo con su nombramiento como catedrático de paisaje en la Escuela de San Fernando. Natural de Bruselas, su familia se traslada a Málaga en 1835, iniciándose el joven Haes en la pintura de la mano del retratista y miniaturista Luis de la Cruz y Ríos. Su formación artística la continúa en Bélgica, donde se instala en 1850, bajo la dirección de J. Quineaux, quien le inculcó la práctica del paisaje natural. Cinco años más tarde, en 1855, regresa a Málaga, tomando la nacionalidad española. En 1857, obtenida la cátedra antedicha, sus innovadores métodos provocaron estupor en los medios artísticos. Al decir de su discípulo Aureliano de Beruete: "Los trabajos que fue realizando durante aquellos ejercicios producían tal sorpresa entre los opositores; los procedimientos de los que se servía eran tan diferentes de los conocidos; tan otra la brillantez de los colores que usaba, que en cierta ocasión hubieron de descerrajar la caja de su uso con el fin de sorprender algo que buscaban como causa secreta de lo que no era otra cosa que el fruto de una enseñanza sabia, basada en el estudio del natural, puesta al servicio de una inteligencia clara y despreocupada, todo ello en contraposición a los métodos inspirados en los amaneramientos de escuela y en convencionalismos tan al uso entonces en España". Haes gozó a través de su cátedra de un lugar privilegiado para imponer la moda de un nuevo paisaje pictórico hasta entonces desconocido en España. Y así, durante años sucesivos, la gran mayoría de los paisajistas recibieron su docencia y aprendieron a descubrir multitud de rincones naturales hasta entonces desconocidos o sólo barruntados. Fue el caso, entre otros muchos, de Beruete, Regoyos, Sáinz, Riancho, Morera, Avendaño, Gimeno y Lhardy. Caso aparte y excepcional de paisajista realista, ajeno a las enseñanzas de Haes, fue Martín Rico y Ortega (1833-1908), formado bajo la influencia de Genaro Pérez Villaamil, de quien dejó descritos sus extraños métodos pedagógicos en "Recuerdos de mi vida". Con Vicente Cuadrado se introdujo en el paisaje, inspirándose directamente en la naturaleza. Viajó a París, Suiza e Inglaterra, descubriendo en este último país a Turner. En Francia se dejó seducir por la Escuela de Barbizon y por los consejos de Daubigny. Sin embargo, fue su amistad con Fortuny la que marcó su estilo definitivo, hasta el punto de que sus paisajes se caracterizarán a partir de entonces por su brillantez, nitidez y precisión, así como por la exactitud de las arquitecturas y la delicadeza de las figuras. De toda su producción paisajística, la más preciada resulta la relativa a Venecia, cuyo éxito comercial suscitó el interés de los marchantes de la época. De la misma generación que Haes, anticipador del realismo y también protagonista de una fructífera labor como docente artístico en Barcelona, es Ramón Martí-Alsina (1826-1894). Nacido en la capital catalana, alternó los estudios de Filosofía con la asistencia a clases nocturnas de La Lonja. Extraordinariamente fecundo, trató casi todos los géneros, desde escenas de la vida cotidiana hasta el desnudo femenino, pasando por el bodegón y los temas de historia, si bien siempre sentiría especial inclinación por el paisaje. En 1848 viaja a París y, aunque no hay constancia de que conociera a Courbet, sí es evidente su contagio por las tendencias realistas, tanto por la elección de los temas como por la búsqueda del natural. Unos principios que inculca a todos sus alumnos desde que, en 1852 y hasta 1870, fecha en que fue cesado por su republicanismo, dicta sus clases en La Lonja. De su gran desigual producción, consecuencia de los muchos talleres que mantenía en Barcelona bajo su dirección, lo más notorio son los paisajes, plenos de dinamismo y de valores atmosféricos, tanto los de escenario urbano como los llevados a cabo en las costas catalanas. F. Torrescasana (1845-1918), J. Masriera (1841-1912) y M. Urgell (1839-1919) son sus continuadores más destacados. Un caso aparte lo constituirá Joaquín Vayreda (1843-1894). De familia originaria de Olot, tras pasar por el taller de Martí-Alsina y de La Lonja, regresó a su ciudad natal para fundar un centro artístico que, con el tiempo, llegaría a alcanzar gran notoriedad, al margen de cualquier influencia barcelonesa. Fue una institución pictórica que, bajo la dirección de J. Berga i Boix y con el espíritu renovador de Vayreda, tuvo gran relieve y por la que pasaron pintores de reconocida valía. Vayreda visitó París en 1871, quedando vivamente influido por la Escuela de Barbizon. De su vinculación con Francia da muestra el que enviara obras de su firma a varios Salones y Exposiciones Universales allí celebradas. Sus paisajes son una transposición de los de Corot, Rousseau y Daubigny a escenarios gerundenses. Se trata de composiciones jugosas, con celajes transparentes y diáfanos y de perspectivas serenas, pobladas en ocasiones de figuras meramente referenciales pero proporcionadoras de un fuerte componente lírico y bucólico.
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A propósito de la arquitectura pintoresca, hemos podido notar que las construcciones ambientadas y una artificiosa búsqueda de la vivencia de la naturaleza a través de la escenificación de ésta son una vía primordial en las innovaciones del arte romántico de la edificación. También el paisaje pintado es un género que adquiere un relieve muy especial en el contexto del arte romántico, no sólo por el número de sus cultivadores, sino incluso porque ha llegado a interpretarse, y no sin razones, como elemento sintomático de las intenciones estéticas de aquel período. Ph. O. Runge, que nunca pintó paisajes propiamente dichos, afirmaba, sin embargo, que las nuevas aspiraciones del arte tenían por horizonte la pintura de paisaje, que fue, ciertamente, el objeto de cultivo artístico que conoció las transformaciones más diligentes.Aunque se trate de una vertiente muy significativa de los hábitos artísticos del 1800, un intento de caracterización del paisaje romántico frente a otras tipologías del paisaje es un ensayo arduo al que esperan conclusiones inciertas. El paisaje romántico está constituido en realidad por manifestaciones de muy diverso tipo y no equiparables entre sí. Esto no es una hipótesis de trabajo, sino una tesis avalada por quienes consideran la necesidad de respetar objetivamente la importancia de los desarrollos independientes de los artistas que transformaron el género. Pensemos que el paisajismo romántico no afecta por igual a todas las escuelas nacionales, sino fundamentalmente a las pinturas británica y alemana. El proceso de desarrollo del paisajismo en las diversas escuelas locales, por lo demás, no es unívoco, y la procedencia de los modelos no es única.Conceptos como los de lo sublime, lo fantástico y otras categorías estéticas que tienen valor interpretativo en esta época, nos ayudan a orientamos en las propuestas artísticas del Romanticismo histórico en relación al paisaje, pero hemos de ser conscientes de la importancia no ya de sus tipicidades, sino igualmente de sus transformaciones y alteraciones en una compleja trayectoria. Consumado este exceso de insoportable didactismo que el lector me sabrá disculpar, querría que invirtiéramos estos mismos argumentos y buscáramos un ejemplo cuya romanticidad nadie pudiera poner en duda. Un paisaje romántico típico, dirán muchos, tampoco es tan difícil de encontrar. Ciertamente, pero la pregunta es si la lectura del paisaje romántico se agotaría en sus ejemplos típicos.
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Del individualismo de 1830, plagado de fantasías y evocaciones, al positivismo estricto de 1850, basado en realidades concretas, hubo de materializarse un eslabón que engarzara ambas aspiraciones y que se concretaría en la representación del paisaje. Quedaba así garantizado tanto el individualismo y la soledad ante la naturaleza como la aspiración de captar en ella la realidad visible y su experiencia directa. A esta conclusión ayudaron varios factores. De un lado, la influencia de los pintores ingleses, ejercida a través de sus visitas a París, bien de forma esporádica o bien de modo continuado, como fue el caso de Richard Parkes Bonington, así como por los desplazamientos que determinados artistas galos realizaron a Londres, entre ellos Géricault y Delacroix. Una influencia recíproca que se acentuaría con la presencia de obras del inglés Constable en el Salón de París de 1824 y que implicaría una aproximación más libre y directa con la naturaleza. De otra parte, entre los paisajistas románticos franceses figuraban algunos autores independientes, tales como Bruandet (1755-1804), Demarne (1754-1829) y Michel (1763-1843), no muy conocidos, cuya existencia bohemia les inducía a representar la periferia pobre de París y los fenómenos del cielo y de la naturaleza con un sentimiento lírico alejado de todo academicismo y clasicismo. Este tipo de pintura suponía un primer paso en el camino de prestar más atención a la realidad; un realismo que, más que con Courbet, se relacionaba con los pintores holandeses del siglo XVIII y, en particular, con Hobbema y con Ruysdael, autores que se centraban en el paisaje que les rodeaba. Fue Camille Corot (1796-1875) quien se manifestó como el más preclaro representante de este tránsito que va del paisaje clásico al paisaje realista, manteniéndose al margen de todas las escuelas. Nacido en París, en el seno de una familia de comerciantes acomodados, tras realizar sus primeros estudios en Rouan y Poissy, se empleó en el comercio de paños. Su incapacidad para este trabajo y su afición por la pintura convencerían a su familia, iniciando a los veintiséis años su carrera como pintor. Gracias a la ayuda familiar, Corot no conoció nunca la prisa, ni la ansiedad de obtener encargos, ni la imperiosa necesidad de vender sus obras para mantenerse. Esta libertad, y la escasa influencia que sobre sus criterios tuvieron las escuelas y los museos, propiciaron una producción pictórica extremadamente sincera y una evolución artística pausada y regular. Su predilección por el paisaje y su amor a la naturaleza le decidirían a recibir las enseñanzas de dos paisajistas. Se trata de Michallon (1796-1822) y de Bertin (1755-1822), trasmitiéndole este último la importancia del paisaje histórico. Sin embargo, Corot sería, ante todo y sobre todo, autodidacta, cayendo pronto en la cuenta de que era preferible subordinar la técnica a la visión personal, haciendo buena su afirmación de que "no hay que perder nunca la primera impresión que nos ha conmovido". La contemplación de los paisajes ingleses exhibidos en el Salón de 1824 y un viaje a Italia llevado a cabo al año siguiente le decidieron a vivir plenamente la experiencia de la naturaleza y a pintar al aire libre. Tras una breve estancia en Nápoles y Venecia, Corot se instaló por espacio de tres años en Roma, dedicándose a pintar sus alrededores y lugares históricos, tales como El Coliseo y El Foro (París, Museo del Louvre), desde distintas perspectivas y a diferentes horas del día. Corot descubrió la luz en Italia. En sus composiciones transpone al primer plano de la tela los volúmenes de las arquitecturas, recortándolas en una limpia atmósfera para destacar lo esencial de la visión panorámica. La gama de los tonos que emplea es restringida -azul para los cielos, ocres y rosas para las arquitecturas, castaños y verdes para la vegetación-, siendo sus más destacados valores la atmósfera plasmada y la dosis precisa de luz que proporciona a la superficie de los volúmenes. Todo ello porque, en palabras del propio artista: "El dibujo es lo primero que hay que buscar. Después, la relación de las formas y los valores. He aquí los puntos de apoyo. Después, el color y, finalmente, la ejecución". Su inquietud viajera volvería a llevarle a Italia en 1834 y 1843, país que le había cautivado. Pero también recorrió incansablemente numerosos rincones franceses, pintando tanto paisajes normandos y borgoñones como edificios monumentales -La catedral de Chartres (París, Museo del Louvre), La catedral de Nantes (Museo de Reims) y La iglesia de Marissel (París; Museo del Louvre)-, pasando por la representación de lugares simplemente evocadores del tipo de El viejo puente de Nantes (París, Museo del Louvre) o de Las casas Cabassud en Ville-d'Avray (París, Museo del Louvre), sitas muy cerca de una propiedad familiar que el pintor visitaba con alguna frecuencia. Corot empleaba en su método de trabajo la toma de apuntes del natural, a los que proporcionaba un lirismo especial. No de otro modo podría ser si se tiene en cuenta esta confesión del artista: "Mientras busco la imitación concienzuda, no pierdo ni un instante la emoción... Lo real es una parte del arte, pero el sentimiento lo completa. Si estamos verdaderamente conmovidos, la sinceridad de nuestra emoción se transmitirá a los demás". Pero Corot también cultivó la práctica de otra pintura paisajística. Se trata de los paisajes arcádicos, exquisitos y vaporosos, en cuyo marco bailan las ninfas o juegan los pastores, obras que le dispensaron un éxito notorio. Ninfa recostada (Museo de Ginebra) y Ninfa a orillas del mar (Nueva York, Metropolitan) son dos ejemplos significados de estas visiones imaginarias de la antigüedad, donde sus protagonistas, desnudos femeninos, reposan idílicamente entre el paisaje. La Exposición Universal de 1855 determinó la consagración definitiva de Corot. Allí tuvo la oportunidad de colgar sus obras junto a las de otros paisajistas como Paul Huet, Rousseau, Troyon, Daubigny, Jongking, incluidos sus amigos Millet y Courbet, siendo reconocido a partir de ese momento como el maestro del paisaje francés. Con el transcurso del tiempo, y a pesar de su éxito como paisajista, Corot tendería a disociar cada vez más el paisaje de la figura. Entre 1865 y 1875, cuando ya su salud le impedía viajar con la asiduidad de antes, su producción se centraría en el estudio de la figura femenina, de la que llegó a realizar casi trescientas muestras. Son ejemplos Mujer con la perla (París, Museo del Louvre), Lectura interrumpida (Chicago, Instituto de Arte), Joven peinándose y Muchacha con la falda rosa (París, Museo del Louvre), y Mujer con flor (Milán, Museo de Arte Moderno). Todas estas obras presentan una composición sencilla. Se trata de mujeres que no parecen haber posado para el artista, sino que han sido captadas con una inmediatez, belleza y serenidad sorprendentes en un pintor paisajista. Unas representaciones que, conocidas después de su muerte, fascinarían a Degas y a los pintores cubistas. Para los románticos un paisaje era un estado de ánimo. A fuerza de escrutar la naturaleza para encontrar la buscada inspiración, los pintores empezaron a interesarse por los aspectos tan variados que su contemplación ofrecía. La gran novedad que aportaron los pintores de la generación realista fue revelar la riqueza del paisaje francés. No había, pues, que viajar a Italia o a otros países para hallar la inspiración deseada. Y la tierra de origen, el terruño familiar, era el que se manifestaba como más expresivo porque se revelaba como el medio que mejor transmitía el contacto con lo real. Constataron así que podía componerse un cuadro sin recurrir a personas, castillos o animales; que el paisaje podía reducirse a un retazo de la naturaleza, al interior o al claro de un bosque o a un sendero; que el hombre y el animal podían fundirse con el paisaje sin que sufriera la estructura del conjunto. Estas innovaciones, que hoy pueden parecemos tímidas, supusieron una clara ruptura con los planteamientos animados y fogosos del paisaje romántico. Quienes las llevaron a cabo fueron los pintores de la llamada Escuela de Barbizon o de Fontainebleau, una escuela que, desde un punto de vista histórico, está considerada como el fundamento de la representación realista del paisaje y como la precursora del Impresionismo. Ello es así porque dichos pintores, además de descubrir para el arte el paisaje nativo y real, haciéndolo su único tema, aportaban la observación minuciosa de la luz y de la atmósfera características de la naturaleza en sus diversas manifestaciones. Puede considerarse a Théodore Rousseau (1812-1867) como el dirigente del grupo de Barbizon. Hijo de un sastre parisino, inició tempranamente su carrera artística bajo la tutela del clasicista Lethière y copiando los paisajes holandeses del Louvre. Basándose en el paisaje real, manifestó especial predilección por la representación de grandes árboles aislados, sin bien su tema favorito, sobre todo a partir de 1833, fueron los alrededores del bosque de Fontainebleau y, más en concreto, su realidad exterior. En 1836 se estableció en el pueblecito de Barbizon, lugar de encuentro de pintores como Jules Dupré (1811-1819), amigo y colaborador suyo durante mucho tiempo y que también cultivó el paisaje local, aunque de manera más efectista y superficial. También amigo y discípulo de Rousseau fue Narciso Díaz de la Peña (1807-1876), hijo de exiliados españoles, que interpretaba los mismos lugares boscosos envolviéndolos en efectos tormentosos y aplicando amplias pinceladas con manchas de colores muy personales. Nombre también a destacar de este grupo es Charles-François Daubigny (1817-1878), quien tras un período de formación con su padre, Edmon François, y con Bertin, Granet y Delaroche, logra el objetivo perseguido: la adecuación de la luz y de la atmósfera en el paisaje para darles el mismo valor. Un meta que alcanza a base de un trabajo sistemático á plain-air. Daubigny, que recorrió en barco los ríos Oise, Marne y Sena para imbuirse de la soledad y tranquilidad del paisaje natural, se estableció durante un tiempo en Auvers-sur-Oise, haciendo de ese lugar uno de sus motivos pictóricos predilectos, al igual que lo harían otros artistas como Pissarro, Guillaumin, Cézanne, Van Gogh y Vlaminck. La influencia de los pintores de la Escuela de Barbizon no se limitó a abrir nuevos caminos en la concepción del paisaje para ser seguidos por otros artistas franceses, sino que este nuevo hacer trascendió a toda Europa. Es el caso, por ejemplo, de los italianos Nino Costa (1826-1903) y Serafino de Tívoli (1826-1892), del húngaro Lászlo Paál (1846-1879), del rumano Jon Grigorescu (1838-1907) y de algunos paisajes de la primera época del español Martín Rico (1835-1908).
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El pajarito vicicilin La mejor ave para carne que hay en Nueva España son los gallipavos; los quise llamar así por cuanto tiene mucho de pavón y mucho de gallo. Tienen grandes barbas o paperas, que se mudan de muchos colores; se cogen aunque los tengan en las manos; mansedumbre o apetito grande; todos las conocen, no hay qué decir. No había de nuestras gallinas; hay ahora tantas, que llevan a un solo mercado ocho mil de ellas a vender. El año 39 les dio un mal que se murieron súbitamente casi todas; casa hubo donde murieron mil, sin contar doscientos capones. El pájaro más extraño es el vicicilin, el cual no tiene más cuerpo que el abejón, pico largo y delgado. Se mantiene del rocío, miel y licor de las flores, sin posarse sobre la rosa; la pluma es menuda, linda y de muchos colores; la estiman mucho para bordar con oro, especialmente la del pecho y pescuezo; muere o se adormece por octubre, asido de una ramita con las patas, en lugar abrigado; despierta o revive por abril, cuando hay muchas flores, y por eso lo llaman el resucitado, y por ser tan maravilloso hablo de él.
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Alberti escribió que el palacio era como una pequeña ciudad y, muchos años más tarde, Castiglione se refirió al palacio de Urbino como a una ciudad en forma de palacio. Entre el conjunto de edificios que formaban este último y el tipo de palacio a que se podía estar refiriendo Alberti hay bastantes diferencias en cuanto a su complejidad, pero ello no obsta para considerar que era una idea subyacente a la hora de definir la tipología de palacio. Organismos arquitectónicos en cierto sentido autosuficientes e incluso polifuncionales, un elemento como el patio del palacio será en ocasiones comparado a lo que era la plaza en el conjunto de la ciudad. Al fin y al cabo, si la plaza regular definía a la nueva ciudad, el patio que obedece a una proporción y a un ritmo arquitectónico definía el nuevo palacio, a pesar de las excepciones que podamos encontrar. La función que, en tanto que espacios representativos, cumplieron plaza y patio puede también asemejarles. El carácter de masa cúbica de los palacios los convirtió por otra parte en organismos aislados del resto de la ciudad. En el caso de los palacios florentinos, la parte inferior de la fachada y, en ocasiones, toda ella, con sus muros almohadillados recuerdan que en tiempos anteriores las casas nobles en la ciudad habían sido fortificadas. La nueva sociedad ya no exigía ese tipo de precauciones defensivas y fue en este siglo XV cuando el palacio se abrió a la ciudad multiplicando los vanos y suprimiendo las torres fuertes. Es la época en que se acaban las fortalezas familiares y, en cambio, se fortifican las ciudades. La fachada del palacio será, pues, antes que elemento de cierre del edificio, elemento que relacione a éste con el entorno urbano. Aunque el palacio Pitti, en Florencia, fuera muy transformado con el tiempo, ha permanecido como ejemplo de arquitectura palacial en el Quattrocento. Fue proyectado por Brunelleschi, aunque se construyera después de muerto éste, y se ha apuntado la posibilidad de que en origen fuera el proyecto que hizo para el palacio de Cosme de Médici enfrente de la iglesia de San Lorenzo, que nunca se construyó. Brunelleschi sólo proyectó los siete vanos centrales, que es como aparece el edificio en la vista de Utens. Situado en una zona nueva de la ciudad, cuando se construyó era un bloque aislado, cuya fachada podía ser vista desde lejos y frontalmente. Ello explica la importancia conferida al almohadillado, así como a las marcadas dovelas de los arcos que parecen dibujar el muro.
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Bonavia decidió la conclusión del palacio de Aranjuez construyendo el sector derecho y el centro de la fachada principal. Tras ella, la escalera ocupa la totalidad del espacio hasta el patio, con un desarrollo hasta entonces no alcanzado en ninguna residencia real española y cuya causa inmediata parece haber sido la idea de Scotti para ampliar las escaleras principales del palacio de Madrid, con arreglo a la cual Sacchetti concibió su proyecto de 1742. Todos los diseños para este tema -tan favorecido en España desde el siglo XVI propuestos en la Corte durante la década de 1740 tienen en común su carácter escenográfico, sobre todo en los tramos de arranque, influido por la gran escalera proyectada por Juvara para Madrid y en la arquitectura teatral de la que Bonavia era máximo exponente aquí en aquel momento. Característico de la amalgama entre el gusto francés y el italiano, de la que resulta el arte de corte dieciochesco, es la magnífica balaustrada a la francesa, elemento a la moda adoptado por Bonavia con soltura aquí y en otras obras suyas -iglesia de los Santos Justo y Pastor, hoy San Miguel, Madrid- frente a la postura italiana más purista de Sacchetti -apoyado en este punto por Scotti-, que se negó siempre a introducirlas, aunque la Corte se las impuso tanto en su diseño definitivo para la escalera principal como en los balcones del Palacio de Madrid, si bien ninguna de estas dos obras de forja llegó a realizarse de tal manera. Ni que decir tiene que los arquitectos franceses activos en Madrid -Carlier en las Salesas, luego Marquet en la Casa de Correos- emplearán estas formas. En el exterior del palacio, Bonavia se atuvo a las formas de Juan Bautista de Toledo y Herrera, pero introdujo modificaciones que lo modernizan, es decir, lo abarrotan, como las balaustradas sobre las cornisas y todos los elementos formales que introdujo en el sector central de la fachada. En ésta, rasgó las ventanas quinientistas del piso principal convirtiéndolas en balcones. Acabado el palacio, las actuaciones arquitectónicas en el Sitio durante el reinado de Felipe V se limitaron a algunos edilicios funcionales para el séquito, como las Caballerizas.
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El Palacio de Carlos V en Granada fue edificado sobre un barrio cristiano, añadido tardío del recinto nazarí. Durante su viaje de bodas a Granada con la Emperatriz Isabel, en 1526, el Emperador visitó la Alhambra y quedó prendado de la belleza de los palacios musulmanes. En consecuencia, pensó en ampliarlos y hacerlos adecuados a las necesidades de una Corte moderna. Carlos V encargó el diseño del Palacio a un hombre de su confianza, el marqués de Mondéjar, gobernador de la Alhambra. Amante del nuevo arte renacentista, el Marqués contrató para las obras al arquitecto Pedro Machuca, quien había trabajado en Italia, y a quien le seguirán en la dirección su hijo Luis y, posteriormente, Juan de Orea. El Palacio se proyectó con dos plazas porticadas, en las fachadas de Poniente y Sur, que nunca fueron realizadas. Hombre muy devoto, el Emperador pidió personalmente que su Palacio albergara una Capilla, "para dezir y oir missa". Pero la pieza más deslumbrante del Palacio es su gran patio interior. Sobrio, sencillo, austero... dos pisos adintelados marcan un espacio interior circular de treinta metros de luz y cuarenta y dos de diámetro. Se trata de un escenario ideal para representar la solemnidad de la corte y simbolizar el dominio universal de Carlos V. El desinterés del Emperador en la obra hizo que los trabajos se dilatasen en el tiempo. Además, la rebelión y posterior expulsión de los moriscos del reino de Granada, que eran quienes debían financiar las obras, impidió que el proyecto inicial llegase a ser completado en su totalidad. Nunca acabado y jamás utilizado por Carlos V, el Palacio hubo de esperar al año 1960 para que la capilla y las galerías del patio fueran por fin cubiertas.
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La ciudad de Granada fue la elegida por el emperador Carlos V para pasar la luna de miel, tras su matrimonio en Sevilla con Isabel de Portugal en el año 1526. Prendado de la belleza de los palacios nazaríes de la Alhambra, decidió ampliarlos para convertir esta ciudad en capital imperial. Carlos V encargó el diseño del nuevo Palacio a un hombre de su confianza, el marqués de Mondéjar, gobernador de la Alhambra. Amante del nuevo arte renacentista, el Marqués contrató para las obras al arquitecto Pedro Machuca, quien había trabajado en Italia, y a quien le seguirán en la dirección su hijo Luis y, posteriormente, Juan de Orea. El Palacio se proyectó con dos plazas porticadas, en las fachadas de Poniente y Sur, que nunca fueron realizadas. La planta del edificio se define mediante la conjunción de dos figuras geométricas: el círculo del patio, simbolizando lo divino, y el cuadrado de las fachadas, referencia a la materia terrenal. Las fachadas constan de dos cuerpos. El primero toscano, con sillares almohadillados y labrados a la rústica. El cuerpo alto es jónico y su ornamentación está resaltada por el contraste con el cuerpo inferior, más severo. Un amplio poyo, formando el zócalo, y las aldabas de bronce, conformadas por mascarones en forma de león, completan el programa exterior. El interior del Palacio se organiza en torno a un gran patio circular de treinta metros de luz y cuarenta y dos de diámetro. Presenta dos cuerpos, de orden jónico toscano el inferior y jónico el superior. Los muros de los pórticos se estructuran con pilastras que se corresponden con la columnata y que se abren, en relación con las fachadas, a cuatro zaguanes. Las cubiertas son una bóveda anular en la galería inferior y un techo de madera en el piso superior. Se trata de un escenario ideal para representar la solemnidad de la corte y simbolizar el dominio universal de Carlos V. El desinterés del Emperador en la obra hizo que los trabajos se dilatasen en el tiempo. Además, la rebelión y posterior expulsión de los moriscos del reino de Granada, que eran quienes debían financiar las obras, impidió que el proyecto inicial llegase a ser completado en su totalidad. Nunca acabado y jamás utilizado por Carlos V, el Palacio hubo de esperar al año 1960 para que la capilla y las galerías del patio fueran por fin cubiertas.
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El Palacio de Carlos V en la Alhambra de Granada es, con respecto a las construcciones de nueva planta, el edificio más significativo de este período. Proyectado como complemento de la residencia privada de la Alhambra para servir de escenario a las ceremonias y actos oficiales de la corte, el palacio se levantó, frente a la ciudad y el exterior, como símbolo del nuevo Estado, confirmando el interés del monarca por ofrecer una nueva imagen del reinado, sirviéndose para ello de una arquitectura clasicista y renovadora, y de un elaborado programa iconográfico. Pedro de Machuca, autor de sus trazas, contó desde el primer momento con el apoyo del rey y la protección del marqués de Mondéjar, capitán general de Granada, para la realización de su cometido, en el que fue auxiliado por Juan de Marquina como aparejador de las obras. El primer proyecto elaborado por Machuca, rectificado por el emperador en 1542, da buena cuenta del nuevo sentido espacial previsto para el conjunto nazarí, así como de las dimensiones y significación del programa, en el que se establecieron dos zonas claramente diferenciadas: una dedicada a residencia privada del monarca, centrada principalmente en las habitaciones de Daraxa y en el conjunto del Patio de los Leones de la Alhambra, y otra constituida por el nuevo palacio, dedicado a atender las necesidades funcionales y representativas de la corte. El proyecto se completaba con dos plazas porticadas frente a las fachadas occidental y meridional del palacio, que comunicaban con las dependencias de la tropa y las caballerizas. La disposición del palacio es verdaderamente novedosa para las fechas en que se comenzó a construir. De planta cuadrada, el espacio central lo configura un patio circular donde se ha aplicado rigurosamente el uso de los órdenes -dórico-toscano para el cuerpo bajo, jónico para el superior- en correspondencia con los alzados del muro perimetral, que comunica con las fachadas mediante cuatro zaguanes, uno de ellos de planta elíptica. En los espacios formados en la intersección en planta del círculo y el cuadrado se sitúan las escaleras, a excepción del sector noreste que comunica con la capilla, de planta octogonal. La galería del patio se cubre con una bóveda anular, que nos remite a soluciones similares de la antigüedad y la relaciona, junto con otros términos del conjunto, con determinados diseños de la arquitectura italiana contemporánea. En este sentido se han querido relacionar algunos edificios de Bramante y ciertos diseños de Rafael y Peruzzi con el palacio granadino, aunque por lo singular del conjunto y la temprana fecha del proyecto, resulte imposible encontrarle un precedente inmediato en la arquitectura italiana del quinientos. No menos interesante resulta la organización de alzados pensada para articular sus fachadas. Los cuatro frentes del palacio se ordenan con dos pisos: en el bajo, almohadillado a la rústica, se emplean pilastras dórico-toscanas; en el alto, se utilizan pilastras de orden jónico. Entre las pilastras de ambos cuerpos se articulan dos series de vanos, rectangulares los bajos y circulares los altos, completando el conjunto una sobria y elegante decoración de guirnaldas, putti y emblemas imperiales que, en el cuerpo superior, se distribuyen en los pedestales, en el remate de las ventanas y en los frontones y guardapolvos, que alternativamente coronan los vanos. Como ya señalara Rosenthal, fue todavía en tiempos de Machuca cuando se definió el programa iconográfico del palacio, mediante la inclusión de dos ciclos histórico-alegóricos en las portadas meridional y occidental, realizadas por Niccolo da Corte y Juan del Campo, junto a otros escultores como Antonio de Leval, Juan de Orea, Andrés de Ocampo y el propio Machuca. En lo que respecta a la primera, concebida como un doble arco triunfal, los trofeos y victorias de la parte baja sirven de complemento a los relieves sobre la fábula de Neptuno que, como las alegorías de la Historia y la Fama, flanquean la elegante serliana de la zona alta. Estos relieves sirven de exaltación de las empresas marítimas del emperador, y en concreto de su reciente conquista de Túnez, recordadas por la Historia e inmortalizadas por la Fama. Por otra parte, los relieves de la portada occidental se refieren a las victorias terrestres del monarca, con representaciones de batallas y una alegoría de la Paz Universal. Completan el programa dos Tondos con relieves de dos de los trabajos de Hércules alusivos al origen mítico de España y de la dinastía reinante, y a las virtudes heroicas del soberano. En conjunto, mediante esta serie de representaciones el palacio se concebía como imagen de la morada de un héroe virtuoso y venía a completar el programa de exaltación imperial iniciado en la Torre del Peinador de la Alhambra -con los frescos históricos, alegóricos y mitológicos realizados por los italianos Julio Aquiles y Alejandro Mainer- y en el Pilar de Carlos V, diseñado por el propio Machuca. En definitiva, las soluciones tipológicas y estructurales ensayadas por Machuca en el Palacio de Carlos V y la elaboración de su complejo programa iconográfico constituyen la adopción, sin reservas, del clasicismo en las obras patrocinadas por el César Carlos o generadas en el círculo de la corte. La ordenación de sus fachadas, la importancia concedida a sus ingresos principales, las referencias mitológicas alusivas a las virtudes del soberano y al poder imperial, nos permiten hablar de un lenguaje eminentemente clásico, e incluso de la superación del mismo a través de unas soluciones manieristas. Es más, si desde el punto de vista formal la interacción círculo-cuadrado de su planta puede interpretarse como un rasgo típicamente manierista, desde un planteamiento simbólico esta solución responde a la idea clásica de la divinización imperial, aplicada en este caso al monarca que fue capaz de formar un verdadero imperio cristiano.