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El origen de la ciudad de Oviedo se remonta al año 761, con la creación de un establecimiento agrícola-monástico a cargo de los presbíteros Máximo y Fromistano. Sobre este primitivo lugar, más tarde se fundaría una pequeña iglesia dedicada a San Vicente.Su situación central determinó que el rey asturiano Fruela I ordenara construir un palacio y una iglesia, si bien no fue sino hasta el reinado de Alfonso II (791-842), su hijo, cuando la corte se trasladó desde Pravia hasta Oviedo. Así, se ordenó además levantar una nueva iglesia bajo la advocación de El Salvador. Alfonso II se vio obligado a reconstruir la capital, pues había sido destruida por un ataque musulmán en el año 794.La instalación de la corte en la ciudad da el impulso definitivo para su desarrollo, generando la llegada de nuevos pobladores y la construcción de edificios. Tal desarrollo constructivo da lugar a un nuevo estilo arquitectónico, conocido como arte asturiano o prerrománico, que tiene sus mejores manifestaciones muy cerca de Oviedo, durante la época de Ramiro I, con la construcción del palacio de Santa María del Naranco y la iglesia de San Miguel de Lillo.El programa constructivo continúa con el monarca Alfonso III el Magno, quizás el mayor impulsor de la ciudad. Bajo su mandato, Oviedo se convierte en un centro de acogida de peregrinos, que llegan a la capital atraídos por las reliquias que se conservan en la basílica de El Salvador. Este edificio será la base sobre la que se edificará la posterior catedral, impulsada por el obispo don Gutierre de Toledo, de finales del siglo XII (1382-88). El nuevo edificio será realizado en un estilo gótico flamígero, imperante en la época, aunque tuvieron que pasar casi tres siglos para que la fábrica de la catedral estuviera finalizada.
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Todavía pudo un miembro del GATCPAC, en plena descomposición, realizar desde París la obra quizás más significativa y representativa de la situación dramática por la que atravesaba España en estos años. José Luis Sert y Luis Lacasa reciben el encargo de levantar el Pabellón por parte de la República. La premura y la limitación de materiales se solucionaba con el uso de elementos prefabricados de rápido montaje, lo cual facilitó su construcción. El estilo venía determinado por la aplicación de los principios racionales y funcionales, por la modulación y la obtención de tres plantas libres enlazadas con escalera o rampa laterales, por la consecución de transparencia y concatenación espaciales (grandes lunas vítreas, espacios fluidos), en fin, por la negación de cualquier ornamento superfluo que perturbase la información sobre el devenir en España o la integración de importantes artes de vanguardia: Fuente de Mercurio, de Calder; Montserrat (Stedelijk Museum, Amsterdam), de González; El payés catalán en rebeldía, de Miró; Guernica (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid), de Picasso; El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, de Alberto Sánchez... Una obra total que se manifestaba entre la muerte y la esperanza, digna de ser estudiada por Fernando Martín (Universidad de Sevilla, 1983) y por Josefina Alix (CARS Madrid, 1987).
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Aunque la guerra en Asia había comenzado en los años treinta, la guerra en el Pacífico se considera abierta tras el ataque japonés contra Pearl Harbor, la gran base donde el día 7 de diciembre de 1941 se hallaba el grueso de la flota norteamericana. En este amplio capítulo se trata el ataque a Pearl Harbor, con las circunstancias que le acompañaron; los primeros meses de aquella guerra, formados por un rosario de victorias japonesas, que se van mencionando un tanto de pasada, deteniéndonos en los dos mayores desastres occidentales de aquella campaña: Singapur y Filipinas. Finalmente, Tokio había logrado materializar su sueño: la Gran Asia japonesa ¿qué dirección dar a la guerra?
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En tiempos muy remotos el hombre llevó consigo el perro y, en torno al año 4000, importó un pequeño jabalí, el cerdo indonesio, que aclimató en todas las islas del Pacífico, a excepción de Australia, convirtiéndose en el principal factor económico del mundo oceánico. Su posesión supone riqueza y poder. Ningún suceso importante puede tener lugar sin que conlleve la correspondiente matanza e ingestión de cerdos. Constituye la principal moneda de transacción; es el elemento esencial de la dote o precio de la novia; se utilizan en los rituales de preparación de una guerra, en los de iniciación y en los funerales. Después de la matanza, los cerdos se reparten generosamente entre parientes y clanes amigos quienes, a su vez, se sienten obligados a corresponder con la misma generosidad en futuras ocasiones. Ello crea un lazo de unión y a la vez de dependencia entre individuos y clanes e incluso, estimula la economía, ya que todos ellos se esfuerzan en criar más de los que necesitan para su subsistencia, con objeto de rivalizar en generosidad y prestigio con otros clanes. A pesar de las notables diferencias entre las diversas culturas del Pacífico, hay también otros muchos elementos comunes: algunos visibles y evidentes, otros más difíciles de percibir. Por ejemplo, en el uso de los materiales disponibles, el cocotero y el pandano son, probablemente, los árboles más representativos de las islas del Pacífico, esenciales en la construcción de viviendas, en la artesanía y en el tejido; en ciertas zonas cercanas al sureste asiático, en torno al 7000, ya se habían domesticado plantas específicas de Oceanía, que después los oceánidas llevaron consigo y aclimataron en el resto de las islas: taro, ñame, árbol del pan, palmera sagú, betel, batata, caña de azúcar y plátano, cultivándolos a veces con una técnica de huertos aterrazados muy complicada; la kava, infusión preparada a base de la raíz de una planta, que produce efectos eufóricos, es la bebida más generalizada. La economía de los pueblos del Pacífico ha sido, y sigue siendo en muchos sitios, una economía de subsistencia, basada en la caza, siempre precaria; en la pesca, abundante en muchos sitios; en la recolección de frutos y raíces silvestres; y en la agricultura de huerta. Los metales son muy abundantes en algunas zonas, pero los indígenas jamás los han utilizado. Sin embargo, este escaso bagaje cultural y técnico fue suficiente para que todos estos pueblos conservaran su modo de vida ancestral hasta la llegada de los europeos. Muchas de las facetas de su vida religiosa y ceremonial y, sobre todo, la codificación de sus elaborados sistemas socio-matrimoniales y de parentesco no están todavía muy claros para los occidentales. Pero lo cierto es que estos pequeños grupos familiares, desprovistos, prácticamente, de todo lo que nosotros llamamos bienes materiales, han desarrollado una riqueza mental y estética excepcional.
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El día 27 de septiembre de 1940 tenía lugar en la Cancillería de Berlín, y presidida por Adolf Hitler, la firma denominada Pacto Tripartito que unía los intereses políticos, militares y económicos de Alemania, Italia y el Imperio japonés. En el plano técnico se trataba de hecho de un desarrollo del tratado Antikomintern -dirigido contra un posible expansionismo soviético- que el Reich había promovido en noviembre de 1935. Cinco años más tarde, la situación había dado un giro en beneficio de las potencias totalitarias y todo hacía pensar en la viabilidad y efectividad de este nuevo acuerdo, que servía para sellar de forma visible unas connivencias ya manifestadas bajo todas las formas posibles con anterioridad. Los ministros de Asuntos Exteriores alemán e italiano -Ribbentrop y Ciano- y el embajador japonés firmaron este acuerdo, pensado como instrumento sobre el que funamentar las bases de un nuevo ordenamiento del mundo. En él, las potencias agresoras habrían de decidir el sistema organizador, una vez situados todos sus oponentes en posiciones de dependencia mediante el uso directo de las urnas. Alemania e Italia se reservaban por el mismo la libertad de actuación sobre el escenario europeo, mientras que Japón lo hacía con respecto a Asia y el Pacífico. Los tres países interesados conseguían de esta forma un refuerzo diplomático para lanzarse a una abierta política de expansionismo que de hecho no era más que la lógica continuación de la que ya habían emprendido durante la segunda mitad de la anterior década. El texto del acuerdo observaba el mantenimiento de permanentes y regulares contactos entre los países firmantes con referencia a los aspectos más destacados de la actividad exterior de cada uno de ellos. Asimismo, preveía la prestación de ayuda inmediata a cualquiera de los miembros signatarios en caso de ataque por parte de otro país. Muy pronto, sin embargo, podría comprobarse en la práctica que estos deseos proclamados de permanente cooperación no tendrían plasmación entre Alemania e Italia por una parte y el Japón por otra. El llamado Pacto de Acero no superaría de esta forma los niveles de una importancia simbólica dirigida a ofrecer una imagen del mundo definida por unas concretas concepciones del poder. Desde un punto de vista formal, la finalidad del tratado era la de hacerlo extensivo y vinculante para una serie de países europeos, tanto los ya conquistados por Alemania como aquellos otros con los que el Reich mantenía relaciones de amistad y cooperación o intereses en común. Para entonces, Polonía había sido ya desmembrada entre alemanes y soviéticos mientras que Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia se encontraban ocupadas. Gran Bretaña, por su parte, comenzaba a sufrir los efectos de los bombardeos lanzados sobre sus ciudades, al tiempo que Finlandia combatía contra el ataque dirigido sobre su territorio por la Unión Soviética. En España, hacía más de un año que había concluido la guerra civil con la victoria final de las fuerzas rebeldes, que habían obtenido su éxito bélico debido en gran medida al apoyo material prestado por las potencias totalitarias. La situación no podía de esta forma manifestarse más amenazadora para los defensores de la libertad, a los que todavía los Estados Unidos no habían comenzado a prestar su ayuda directa. En este sentido, los analistas más lúcidos del momento consideran que el tratado comprometía al Japón a lanzar un definitivo ataque contra Norteamérica, que en efecto sería decidido y efectuado en diciembre del siguiente año mediante el bombardeo de la base de Pearl Harbour. En general, el Pacto de Acero se presentaba como un anuncio o amenaza dirigida en contra de la misma supervivencia de los regímenes democráticos enfrentados al expansionismo nazi y fascista. A partir del momento de la firma, Hitler y Mussolini tratarán de incluir en el pacto a sus homólogos del continente, Pétain y Franco en primer lugar. Sin embargo, el resultado de las conversaciones mantenidas en este sentido no resultaría positivo. El general español presentaría en la conferencia de Hendaya una serie de condiciones inaceptables al tiempo que mostraba la imagen de un país exhausto y desangrado después de tres años de enfrentamiento civil. Por su parte, el mariscal francés solicitaba de su sometido pueblo la colaboración con el ocupante, pero no se decidiría a firmar el tratado. La Unión Soviética, asimismo presionada para que entrase a formar parte del acuerdo, mantendría una actitud negativa no explícita pero reveladora de sus temores con respecto a los futuros efectos del mismo. De forma paralela, algunos países menores como Hungría, Rumania y Eslovaquia se verán forzados a transigir con la voluntad alemana y firmarán el acuerdo durante los últimos días del mes de noviembre. Más adelante, en marzo de 1941, otros dos Estados incluidos dentro de la órbita germana -Bulgaria y Yugoslavía- serán inducidos a realizar la misma operación. Las fantasías expansionistas de Mussolini tendrán de esta forma posibilidades de plasmación práctica. Sin embargo, el fracaso de su intento sobre Grecia no hará más que situar a Italia en posiciones de mayor dependencia con respecto a su amenazante aliado del norte. El Pacto de Acero mostraría de esta forma su verdadera naturaleza como instrumento a utilizar en exclusivo beneficio del Reich. De hecho, el poderío alemán no precisaba de tales medios para respaldar sus actuaciones, pero todavía seguía actuando según las formas pactistas del período de entreguerras, de las cuales el tratado tripartito constituyó su última y envilecida manifestación.
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Con el fin de lograr un grado de mayor compromiso hispano-francés, el 19 de agosto de 1796, Godoy establecía con el Directorio el Pacto de San Ildefonso, una alianza ofensivo-defensiva que tenía como prioridad la cooperación militar de los dos países frente a Inglaterra. Era opinión generalizada entre los políticos españoles del siglo XVIII que una paz definitiva con Inglaterra era imposible a causa de la ambición colonial británica y al distinto régimen político que gobernaba ambas monarquías. Floridablanca, en su Instrucción reservada, escribió que "mientras la nación inglesa no tenga otra constitución o sistema de gobierno que el actual, no podemos fiarnos de tratado alguno (...). La responsabilidad de aquel gabinete tiene a toda la nación, ya separada o ya unida en su Parlamento, le hace tímido, inconstante y aún incapaz de cumplir sus promesas". Carlos Seco ha señalado que el oportunismo de Godoy era la razón principal de ese vuelco espectacular que unía a una de las monarquías más tradicionales de Europa con la República regicida. El valido logró convencer a Carlos IV, argumentando qué razones europeas y americanas hacían aconsejable la alianza con Francia. En Europa, los intereses familiares de los Borbones españoles en Parma y Nápoles hacían necesario el acercamiento al Directorio francés, en un momento en que éste dominaba la situación política italiana tras las victoriosas campañas napoleónicas en la península. En Italia, y en Roma en particular, la noticia del acuerdo provocó una oleada de indignación contra España, y Azara manifestaba en su correspondencia que "no me admirará que quemen el Palacio de España con cuanto yo tengo dentro", quedando el embajador en una situación sumamente comprometida, pues era a un tiempo embajador ante Pío VI y embajador de una potencia aliada con una República que había invadido Italia y los propios Estados Pontificios. En América, mantener el neutralismo español suponía abrir las puertas de nuestro Imperio colonial a los intereses ingleses, que habían reactivado el contrabando. El malestar británico por la cesión a Francia de la parte española de la isla de Santo Domingo hacía prever un posible ataque inglés en las Antillas. Para Francia, la alianza con España respondía a una aspiración diplomática ya expresada por Mirabeau ante la Asamblea Nacional en los primeros momentos de la Revolución: transformar el Pacto de Familia en una alianza entre las dos naciones. Pero en la coyuntura de 1796 tenía un redoblado interés: poder utilizar la capacidad naval española, estimada en torno a 308 buques de guerra de muy diverso porte, para dominar el Mediterráneo, expulsar a los ingleses de Portugal y defender las Antillas. Además, permitía la utilización del puerto de Cádiz, estratégicamente situado entre el Mediterráneo y el Atlántico, por una fuerza naval combinada. La potencialidad de la República en el mar era escasa, y sólo sumando los buques españoles con base en Cartagena y Cádiz se lograba superar la capacidad naval británica en el Mediterráneo, aunque poner en situación operativa la escuadra española supondría para la hacienda real unos gastos extraordinarios. Lo arriesgado de un cambio tan drástico en la orientación de la política exterior no dejó de incitar la oposición clandestina de los enemigos de Godoy en la Corte, y la crítica de amplios grupos de población, entre los que estaba extendido un mayoritario sentimiento antifrancés. Para las poblaciones fronterizas o para las ciudades portuarias, la alianza con Francia y la inminencia de una ruptura armada con Inglaterra eran síntomas de privaciones y dificultades, como la experiencia había tenido ocasión de demostrar, y como comprobarían fehacientemente de inmediato. Las cláusulas del Pacto de San Ildefonso tenían carácter ofensivo-defensivo, y en ellas se especificaba con detalle la aportación de cada uno de los Estados signatarios a una fuerza común en el caso de que cualquiera de ellos fuera atacado. A primeros de octubre de 1796 se rompían las hostilidades con Inglaterra, pese a que Godoy era consciente de los gravísimos perjuicios económicos que para el país entrañaba esa guerra, y a los informes que en ese sentido le había hecho llegar el Secretario de Hacienda, Gardoqui. Pero con el comienzo de la guerra se iniciaba un proceso de sometimiento a las iniciativas francesas y a las pautas que marcaron hasta 1808 el Directorio, el Consulado y el Imperio. El propio Gardoqui, proclive a los arandistas, fue destituido de la dirección de la Hacienda a instancia francesa y enviado como embajador a Turín, un puesto políticamente insignificante.
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Ante la guerra y la marcha de los hombres, un tipo de sufrimiento común fue el de la soledad o lejanía del hombre combatiente que dejaba a la mujer o a la amante sola o con los hijos y teniendo que sacar adelante a la familia. Es la mujer que sin ser detectada por los anales o crónicas de las guerras, permanecieron silenciosas trabajando y sacando la economía familiar, la hacienda y los hijos. Gráfico Un caso muy ilustrativo de soledad es la carta de una mujer amante que padeció la ausencia de la persona querida durante la Guerra de la Independencia: "Amado bien mío: tu silencio me tiene con la mayor pena sin poder tener sosiego en el corazón sin por faltarme tus noticias que con tanto afán las deseo para salir del cuidado en que me han puesto las fatales novedades que por aquí corren, pues se asegura por muy cierto que los franceses han dado una batalla en la cual han sido derrotados por los españoles con pérdida de muchos prisioneros y muertos. Además dicen que han muerto a dos Generales puedes considerar como estaré con semejantes especies, juzga por lo mucho que tu sabes que te adoro con la gran vehemencia que padecerá mi espíritu siendo bien cierto que tu vida tanto me interesa. Te aseguro dueño mío que es mucho el tormento mío pues apenas puedo vivir con los malos ratos que padezco y siempre, en la cruel incertidumbre de no saber el día que volveré a verte. Dime cuantas cartas has recibido mías pues con esta son 4 las que te tengo escritas y yo solo una he recibido tuya. Estoy de malísimo humor y sin gusto para nada, por lo tanto no te doy ninguna noticia ni quiero decirte nada de tus amigos y demás cosas que ocurren todos los días con el gran número de ignorantes de esta Corte que se creen vencedores y dicen que los franceses están perdidos porque no tienen tropas suficientes para conquistar la España. Recibe expresiones de mi Hermana y de su Amigo y dáselos también de mi parte a tus dos señores edecanes: dispón cuanto gustes de esta tu fiel amiga que te ama y será la más fina en quererte. Tu J." (77)
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Junto a las mujeres amantes o esposas que vieron marchar a sus hombres, también padecieron la guerra de forma especial, aquellas que se encontraron envueltas en el frente de batalla o cerca de un asedio o una batalla campal. Era frecuente que la victoria del enemigo, y a veces de los aliados, se celebrara con el pillaje y saqueo de la ciudad, como recompensa o botín de guerra, y la violación de las mujeres que encontraban. En la Guerra de las Alpujarras, muchas mujeres cristianas fueron capturadas. En la crónica de Luis de Mármol Carvajal se narra cómo los moriscos tomaron como prisioneras a varias mujeres cristianas: "Y allí hicieron pedazos con las espadas al Licenciado Quirós, cura del lugar de Concha, y al beneficiado Bernabé de Montanos, y a Godoy su sacristán, y a otros 20 legos, y dejando los cuerpos a las aves que se los comiesen, a todas las mujeres y a los niños de 10 años abajo tomaron por cautivos." (78) Hubo ejemplos en que las cristianas cautivadas fueron posteriormente liberadas. Este fue el caso de Beatriz de Peña y sus cinco hijos, a quienes los moriscos pensaban matar. Pero antes de su ejecución, Aben Humeya, el rey de los moriscos, llamado también Don Alvaro de Válor, pasó por aquel lugar y mandó que no los matasen. Los moriscos así lo hicieron llevándose a Beatriz prisionera. Estando cautiva en el castillo de Jubiles, el marqués de Mondejar, al mando de las tropas cristianas, tomó el castillo, liberando a Beatriz y a sus hijos y a otras cristianas allí prisioneras. (79) Con frecuencia, los cronistas dejaron constancia y se refirieron a muchas mujeres con el apelativo de "ánimo varonil", pero también reflejaron los llantos y lamentos de muchas de ellas por la pérdida de hijos y maridos, así como los gritos y sollozos de muchas otras presas de pánico esperando su propia muerte. Las consecuencias de un asedio o de una batalla cercana a una ciudad o villa eran especialmente crueles para las mujeres del enemigo. Luis de Molina en el siglo XVI consideraba que todas las mujeres que estaban con los contendientes eran culpables y, por lo tanto, sólo debía perdonarse a los niños, pero no a las mujeres. Al final de la guerra de las Alpujarras, las mujeres moriscas que sobrevivieron fueron vendidas como esclavas, exceptuando algunos casos en que pudieron ser liberadas por parientes considerados "moriscos de paz" en cuyo caso fueron liberadas a precios muy altos, aunque se tratara de mujeres ancianas. La violencia y vejaciones también podían alcanzar a las mujeres del propio bando cuando la tropa llegaba a una localidad. Las extorsiones del alojamiento obligatorio y las exigencias de la soldadesca que necesitaba cubrir todas sus necesidades, ponían en peligro a las mujeres en general y, especialmente a las jóvenes de la localidad. Hubo también mujeres que actuaron al lado de los extorsionadores. Muchos ejemplos pueden encontrarse de este hecho en la Guerra de la Independencia. El caso de El Conejero y su familia es muy ilustrativo. Un día "se apresó y encarceló en la Cárcel de Corte a Vicente Pérez Martínez, alias el Conejero, por sospechoso de robos y otros excesos, y a su mujer y suegra, Isabel Perón y Josefa Fernández, y a Josef Llanos Varón, dueño del Parador del Puente de Toledo, su criado y otras personas, por dispensarle protección a Conejero y su familia surtiéndoles de ropa y dinero." (80) Para impedir la violencia y extorsiones a la población en general, y a las mujeres en particular por parte de la soldadesca, todos los ejércitos trataron de dotarse de reglamentaciones que paliasen estos graves efectos en la población. Un ejemplo de "Ordenanzas militares", encaminadas a evitar los comportamientos inhumanos en la guerra, fueron dictadas por el Archiduque Carlos el 20 de marzo de 1706 en la Guerra de Sucesión española. Aquellas Ordenanzas trataron de castigar, en primer lugar, la rapiña: "Todos los hurtos privados serán castigados con la pena de galeras a los soldados y cabos de escuadra, y con la pena de la perdida del cargo infamemente a los oficiales. Esto se entiende también por todos aquellos que tuvieran mano en los hurtos, o que encubrieren los ladrones". También trató de castigarse los excesos cometidos a la población civil. Por excesos se entendían"todas las violencias, extorsiones u otra incomodidad hecha al país, que no están incluidas en los delitos aquí anotados: y por estas se castigarán los soldados ordinarios con la restitución de lo quitado a más de otra pena arbitraria, según la circunstancia del hecho, pero los oficiales con la pena de la perdición del cargo. Rapto o violencia, se entiende el llevarse por fuerza una mujer de su marido, o pariente, sin su consentimiento o permiso, o el forzar a una mujer a un acto venerio contra su voluntad, todo lo que ordenamos se castigue con la pena capital. El llevarse una religiosa, u, otra mujer fuera de un convento, aunque sea con consentimiento de ella misma es delito capital, debiéndose tal lugar y persona respetar, como cosa consagrada a Dios". Gráfico En la Guerra de la Independencia, las mujeres sufrieron con mucha frecuencia actos de violencia. En Madrid, el 24 de marzo de 1808 se produjeron insultos por parte de los franceses que llamaron a las puertas de muchos vecinos pidiendo mujeres y pan. "El pueblo está tranquilo, escribe el Alcalde Arias, pero en dos de sus barrios algunos soldados franceses llamaron anoche a las puertas de las casas con bastante ruido pidiendo mujeres y pan. Que los vecinos estaban determinados a resistirles, por lo cual le parece se tomen providencias. Algunas tabernas de las antiguas están cerradas y en las provisionales para las tropas francesas no está puesto el letrero. Ayer tarde no había persona del Ayuntamiento para dirigir los soldados a sus alojamientos ni darles cama ni demás a los oficiales." (81) Pero también hubo mujeres que atraídas por las gratificaciones de los soldados franceses podían ser utilizadas para soliviantar a la población. Este es el caso ocurrido en Madrid "Que se trataba de promover alboroto el día de San Isidro por algunas mujeres solicitadas y gratificadas a este efecto por unos soldados franceses mal intencionados." (82) Uno de los peligros más constantes para las mujeres honradas en periodos de guerra era el intento de seducción que podían ejercer sobre ellas oficiales y soldados a su paso por las distintas localidades. Aunque ficticio y novelesco el caso relatado por Daniel Defoe en la Memorias del Capitán George Carleton, no deja de ser altamente revelador de los problemas que podían surgir como consecuencia de la seducción. Si bien no era desacostumbrado en la época de principios del siglo XVIII, que oficiales y caballeros se pasearan por los locutorios de los conventos para distraerse ellos y las monjas con conversaciones inofensivas, el intento de dos oficiales británicos de seducir y escaparse con dos monjas, durante la Guerra de Sucesión, les llevó a verse envueltos en un serio problema, pues las mencionadas monjas fueron condenadas a morir emparedadas, ante lo cual el general británico tuvo que interceder. (83)
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Es lógico pensar que un convento que recibe el nombre de la Santissima Trinità tenga en su decoración interior a la Trinidad como uno de sus componentes iconográficos. Ribera realizó un gran lienzo de altar con la Trinidad en tierra rodeada de santos que se completaría con la figura de Dios Padre en el cielo para conformar la Trinidad celestial. Tradicionalmente las dos Trinidades aparecen juntas en el mismo conjunto -véase Las Dos Trinidades pintadas por Murillo- pero problemas de espacio motivaron que el Padre Eterno apareciera en un lienzo aislado. Está solución provocaría diferentes interpretaciones entre los especialistas pero el problema parece hoy solucionado, dándose por bueno que este lienzo que contemplamos formaba parte del programa iconográfico de la gran capilla marmórea que se sitúa junto a la nave del Evangelio de la iglesia mencionada. En esta figura encontramos una significativa evolución respecto al estilo de Caravaggio, utilizando Ribera una iluminación y unas tonalidades tomadas de la escuela clasicista, con Carracci y Guido Reni como los artistas que más le impactaron. Aún así se mantiene la dependencia del naturalismo al presentar a Dios Padre como un hombre cargado de cotidianeidad, con las manos de un trabajador. La pincelada es más rápida como se observa en la barba, la túnica blanca, las nubes o el manto rojo al viento, con el que se consigue un sensacional efecto dinámico.