En vísperas de la aparición del Islam, el Próximo Oriente mediterráneo y su entorno vivían totalmente ajenos a aquella posibilidad, que nadie habría podido prever, pero se hallaban en tal situación de debilidad defensiva y en tan difíciles circunstancias políticas que es relativamente comprensible el que la expansión islámica obtuviera unos resultados tan rápidos y contundentes. Sus principales víctimas fueron los imperios persa, sasánida y bizantino. Bizancio atravesaba por malos momentos desde el último tercio del siglo VI: la obra conquistadora de Justiniano se venía abajo por completo en Hispania, parcialmente en Italia, ante la entrada de los lombardos en la península, y, sobre todo, se derrumbaba la frontera del Danubio ante la agresividad de los ávaros y las migraciones de pueblos eslavos, que se consolidaron en los años finales del siglo VI y primeros del VII. La rivalidad con el imperio persa, el gran enemigo desde el siglo III, acababa de provocar momentos de máxima confrontación: Cosroes II (590-628) había conquistado Siria, Palestina y Egipto entre los años 613 y 619 sin encontrar grandes resistencias, y había llegado a asediar Constantinopla, en combinación con los ávaros, en el año 626. Pero tales éxitos agotaron la capacidad militar y financiera del Gran Rey persa y el emperador Heraclio recuperó todos los territorios perdidos, entre los años 627 y 630. Armenia, como era habitual, había padecido la expansión persa en su propio territorio, pero lo había recuperado después, manteniéndose fiel a su identidad y a su cristianismo, que la aproximaba a Bizancio aunque estuviere fuera de su órbita política, lo que evitaba reacciones antiimperiales semejantes a las que se daban entre los monofisitas de Egipto o Siria. Porque, si el imperio sasánida estaba en proceso de descomposición política, como parece mostrarlo el hecho de que se sucedieran ocho emperadores entre los anos 629 y 632, el bizantino tampoco era lo que parecía: "La realidad del imperio -escribe A. Ducellier- no se corresponde con su extensión geográfica oficial. En torno a un reducto sólido, Anatolia, zona del Egeo, Tracia, litoral griego oriental, grandes islas desde Slcilia a Chipre, provincias de Italia meridional, gravita un enorme conjunto territorial trabajado por las disidencias internas, nacionales y religiosas en Siria y Egipto, étnicas y culturales en Africa, culturales y políticas en Italia, sin contar con el peso eslavo sobre los Balcanes y la amenaza lombarda sobre el Exarcado, Apulia e incluso Cerdeña". La expansión del Islam transformaría radicalmente los anteriores equilibrios de poder y escenarios de enfrentamientos: el imperio persa desapareció mientras que Bizancio se veía privado de sus provincias africanas y de Palestina y Siria; como consecuencia, se aceleró su transformación hacia un nuevo orden de cosas medieval basada en su raíz y componente griega y en la relación e influencia con los eslavos, a menudo en términos defensivos y muy conservadores, sin renunciar por ello ni a la universalidad de la idea imperial ni a su peculiar conjunción con la defensa del cristianismo ortodoxo. Al cabo, el nacimiento y apogeo de la civilización bizantina entre los siglos VII y IX permitió la irradiación de influencias religiosas y culturales que contribuyeron decisivamente a establecer la identidad histórica de los pueblos de la Europa balcánica y oriental. En la expansión del Islam hay que valorar lo nuevo, que es el nacimiento de un espacio de civilización aglutinado en torno a una religión original y al poder que emana de ella, y las inmensas consecuencias históricas que se han derivado de aquellos hechos, ocurridos en tan breve tiempo. Pero, también, es preciso valorar cómo refundió una inmensa y heterogénea herencia cultural, convirtiéndose, segué expresión de F. Braudel, en "nueva forma del Próximo Oriente". Una forma no inmóvil sino en construcción y con fuertes diferencias regionales: a menudo se tiende a dar una imagen demasiado estática y cerrada de la historia islámica, y este peligro se acentúa en síntesis breves como lo es ésta.
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San Bonifacio y sus colaboradores simbolizaron una perfecta síntesis del espíritu misionero, las ansias de reforma y el impulso al monacato. De hecho, las fundaciones monásticas fueron el principal soporte de la evangelización. Sin embargo, el monacato -como el episcopado mismo- era, antes que nada, una pieza maestra del edificio político construido por los carolingios. De hecho, cuando Carlomagno fue coronado emperador, los más importantes monasterios eran imperiales. Su propietario era el soberano y disponía de ellos a su antojo recompensando con cargos abaciales a sus principales colaboradores: Alcuino, un diácono, fue nombrado abad del importante centro de San Martín de Tours y disfrutó, además, de la titularidad de otras cinco abadías. El laico Angilberto fue premiado con la abadía de Saint-Riquier. Familias aristocráticas y obispos ejercían, asimismo, su autoridad en numerosos monasterios. Las funciones del monasterio llegan a asimilarse, así, a las de una iglesia privada: elevar preces a Dios en favor del fundador o protector que, en buena parte de los casos, suele ser el emperador. Ello no fue obstáculo para que los carolingios -y sobre todo el restaurador del Imperio- manifestasen repetidas veces sus deseos de emprender una reforma de las estructuras monásticas similar a la dirigida hacia el clero secular. Para Carlomagno reforma monástica significaba- como en obras casos- uniformidad. Era evidente que en el siglo VIII ésta no existía. La variedad de normas era extraordinaria: se daban monasterios (al estilo del de San Martín de Tours) cercanos a las ciudades que conservaban un particularismo muy acentuado; monasterios que en mayor o menor grado se vinculaban al espíritu de san Benito; monasterios influidos por las prácticas religiosas misioneras de las islas británicas; monasterios de los núcleos hispanos de reconquista vinculados al espíritu del pactum de tiempos visigodos, etc. La Regla de san Benito, era evidente, constituía una norma flexible adaptable a las variadas formas de vida monástica. Reformar el monacato en tiempos carolingios había de suponer la difusión del espíritu del santo de Nursia en todos los rincones. Algunos concilios de mediados del siglo VIII hablan ya de la necesidad de adoptar la regla de Montecasino para restablecer la vida regular. En el 790, Carlomagno pidió a este monasterio el texto auténtico de la Regla de san Benito que, en los años siguientes, los missi dominici trataron de convertir en norma oficial para todos los monasterios del Imperio. Sin embargo, Carlomagno murió sin conseguir la uniformidad absoluta ya que muchos monasterios siguieron manteniendo sus tradiciones de independencia. Luis el Piadoso dio un nuevo impulso a la reforma monástica ayudado por un aristócrata de ascendencia visigoda que convertido al monacato, tomó el nombre de Benito de Aniano. Una vez elegido emperador, Luis fundó cerca de Aquisgrán un monasterio -Inde- que se convertiría en una especie de laboratorio para nuevas experiencias reformadoras. Un sínodo celebrado en el 816 propició la promulgación de un capitular que, inspirado en la Regla de san Benito de Nursia, debía ser la norma por la que se rigieran todos los monasterios. La reforma, sin embargo, resultó de difícil aplicación: algunos importantes monasterios como San Martín de Tours siguieron con sus formas de vida y su liturgia. La muerte en el 821 de Benito de Aniano, el gran impulsor del cambio, frenó el más serio intento de regeneración y uniformación monástica. Con la decadencia del Imperio, retoñaron los viejos vicios. El abaciado laico se convirtió en moneda corriente para la recompensa de servicios. Se trató, a pesar de todo, de mantener una parte de los bienes como de pertenencia exclusiva de los monjes (mensa conventual) a diferencia de los otros (mensa abacial) que serían de disfrute del abad. Las depredaciones normandas, sarracenas o magiares convirtieron además a los monasterios en codiciadas presas. Declinó incluso el afán misionero de los monjes occidentales. De hecho, la gran operación evangelizadora de mediados del siglo IX en el corazón de Europa fue promovida por dos monjes orientales: Cirilo y Metodio. Pasados los momentos más duros, la restauración monástica se emprende desde diversas áreas. Así, en la Inglaterra anglosajona, distintos personajes trataron de revitalizar el espíritu de la regla benedictina adoptado a la particular idiosincrasia de las islas. Serán los casos de San Dunstan de Glastonbury, Ethelwold de Abingdon u Oswald de Ramsay. A la muerte de San Dunstan (988) se había conseguido la revitalización o creación de medio centenar de abadías entre las que se encontraban las de Evesham, Glastonbury y Saint Albans. El ducado de Normandía, desde principios del siglo X fue un importante foco de reforma monástica, con la abadía de Bec a la cabeza. Será, sin embargo, la vieja Lotaringia donde mejor se expresen las ansias de regeneración monástica. En los inicios del Novecientos surgen los importantes focos monásticos de Gorza, Brogne y, sobre todo, Cluny. En esta localidad borgoñona recibiría en el 910 el monje Bernón un pequeño dominio sobre el que se edificó un monasterio colocado bajo la propiedad inalienable de los santos Pedro y Pablo. Se trataba, así, de escapar a cualquier tipo de jurisdicción, incluida la episcopal. Durante el siglo X, tres prestigiosos y longevos abades -Bernón, Odón y Mayolo- echaron las bases de lo que sería el auténtico Cluny: un monasterio, una orden y un espíritu. Se facilitaba el modelo para lo que, en el futuro, sería la edad de oro del monacato europeo.
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La situación del mundo romano de la época del II Triunvirato era muy distinta de la conocida a la muerte de Augusto. Y los cambios no se explican sólo como consecuencia del paso del tiempo, sino que muchos de ellos deben atribuirse a la decidida voluntad del emperador para llevarlos a cabo. El programa de Augusto para la defensa y ampliación de los limites del Imperio tomaba como punto de partida la reducción de los efectivos militares. Durante el II Triunvirato, el Estado llegó a tener en armas a unos 500.000 soldados, lo que exigía unos elevados gastos de mantenimiento. Y toda campaña militar importante imponía costos extraordinarios a las poblaciones cercanas a las áreas de actividad bélica. Una legión contaba con 5.000-8.000 soldados y las unidades militares también eran de variada composición. Sin poder precisar con exactitud las cifras, los cálculos globales sobre un ejército de 230.000-250.000 hombres para fines del gobierno de Augusto resultan por si mismos indicativos de esa voluntad del Emperador por reducir los efectivos. Así, después de la batalla de Accio, mantuvo sólo a 28 legiones y el ano 14 d.C. la cifra habla bajado a 24. Si en la reducción inicial pudieron ser válidos algunos criterios políticos, como el de comenzar por licenciar a los soldados más fieles a Antonio, la tendencia general de reducir efectivos respondía a criterios económicos y de eficacia. La reducción fue acompañada de la búsqueda de una profesionalización. El nuevo ejército estaba sometido a un entrenamiento sistemático (marchas, ensayos de construcción de campamentos, manejo de tácticas y de armamento...) y la vida del soldado quedaba reglamentada minuciosamente: los legionarios permanecían en activo durante 20 años, las tropas auxiliares durante 25 y los pretorios 16. Esa diferencia de años de servicio refleja el rango de cada grupo de tropas, que tiene una correspondencia con el reclutamiento y con los sueldos. Si tanto pretorianos como legionarios eran ciudadanos romanos, los pretorianos eran reclutados en Italia, mientras había ya legionarios procedentes de las provincias; los libres provinciales sin derecho de ciudadanía formaban las tropas auxiliares. Los componentes de la armada eran libertos y, como remeros, se empleaba también a esclavos. Por el mismo principio, el costo de un pretoriano se elevaba a 500 denarios, el de un legionario a 150 y el de un soldado de una unidad auxiliar a 75. Sobre esas bases orientativas, se asignaban los donativa o pagas extraordinarias, generalmente superiores al sueldo, que, sin ser obligatorias, comenzaron a ser habituales. Por intervenciones brillantes en campañas, se compensaba también con dinero y condecoraciones a particulares o a unidades enteras. Y esos principios de rango y méritos sirvieron para reglamentar los sueldos y recompensas de las jerarquías de mando: centurión, primipilo, prefecto de cohorte, etc. Augusto no sólo nombraba a todos los mandos militares, lo que ya facilitaba la adhesión del ejército, sino que se reservó la protección de los soldados. Mientras estaban en activo no podían contraer matrimonio legitimo ni formar asociaciones. A su licenciamiento, el Emperador velaba por la mejor forma de reintegración de los mismos en la vida civil. Al comenzar a escasear las tierras del Estado para ser repartidas entre los veteranos, Augusto creó el erario militar con aportaciones económicas propias y destinando al mismo el cobro de algunos impuestos indirectos. El soldado licenciado recibía una recompensa económica de ese erario, que le permitía emprender su nueva vida como civil. Las legiones y las tropas auxiliares quedaron asentadas en las provincias imperiales y mayoritariamente en las fronteras. Los pretorianos formaban varios destacamentos distribuidos por Italia hasta la concentración de la mayoría de ellos en Roma bajo el emperador Tiberio. Tales efectivos militares reducidos iban acordes con la política de fronteras mantenida por Augusto: su objetivo fue fijar los límites del territorio imperial frente a barreras naturales (ríos, desiertos o mares). Para reforzar esa medida estratégica, se sirvió del apoyo de Estados amigos, realmente clientes, que con sus propios medios protegieran algunas fronteras más inestables. Así, en Oriente, mantuvo la política bien establecida por M. Antonio: relaciones pacíficas con los partos y apoyo a los reinos clientes de Armenia, Paflagonia, Capadocia y Galacia en Asia Menor, y de Judea en la costa siriopalestina. Cuando se modificaban las circunstancias y resultaba más ventajoso y seguro el integrar a esos reinos, se fue haciendo sin ninguna dificultad militar. Así, Capadocia, Galacia y Judea pasaron a ser dominios romanos en época de Augusto. Una política semejante a la de Oriente se aplicó en Mauritania. El rey Bocco fue aliado de Roma hasta su muerte en el 33 a.C., y tal alianza se mantuvo bajo su hijo Juba II, educado en Roma, a pesar de que el Estado romano reorganizó su reino y se apropió de la parte oriental del mismo. Al fin del gobierno de Augusto, el norte del Imperio tenía su frontera en el Rin y el Danubio. Pero el establecimiento de esos límites fue el resultado de muchas operaciones militares y de intentos fallidos por llevar los límites al Báltico y Elba, lo que hubiera dado unas fronteras más fáciles de defender. Aunque el ejército romano, el 9 a.C., alcanzó el Elba bajo la dirección de Druso, hermano de Tiberio e hijo también de Livia, la mujer de Augusto, ese frente encontró una dura resistencia de los germanos. Druso murió en una batalla el mismo 9 a.C. y la empresa fue retornada por el general romano Varo quien cayó en una emboscada junto con tres legiones que fueron masacradas el 5 d.C. Tales resultados aconsejaron fijar la frontera en el Rin. La tercera línea de la política de fronteras de Augusto se orientó a eliminar las bolsas de resistencia o de pueblos independientes que aún quedaban en el interior. En ese marco hay que explicar las guerras que terminaron con el sometimiento de cántabros, astures y galaicos en Hispania (29-19 a.C.), las que acabaron con la libertad de los pueblos alpinos (25-10 a.C.) así como las campañas guiadas contra el Nórico, Panonia, Dalmacia y Mesia que pasaron a convertirse en provincias romanas, dejando así libre la vía que unía el Rin con el Danubio y ésta con Italia.
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La historia rural de Bizancio muestra una profunda continuidad estructural: "el predominio de la pequeña explotación campesina -escribe M. Kaplan- en la puesta en valor de la tierra fue una constante tan absoluta como el arado tirado por un par de bueyes, en la vida rural bizantina. De la salud económica y social de la pequeña explotación depende el crecimiento o la recesión de los campos bizantinos y, por lo tanto, la prosperidad o la crisis de un imperio que oculta detrás de una brillante fachada urbana el predominio fundamental de la economía rural" basada en el cultivo de cereales -trigo y cebada- en rotación bienal y rendimientos de 3 a 3,5 por 1, complementarios con pequeñas huertas cercadas próximas a los pueblos, leguminosas, vid, arboricultura (olivos, frutales, morales para cría del gusano de seda) y ganadería en la que contrasta la escasez de disponibilidades del pequeño campesinado con los grandes rebaños de propietarios poderosos que actuaban con vistas al mercado y consumo en las ciudades, o a la cría y venta de animales de labor. Pero, dentro del ideal de "autarquía o agricultura de subsistencia propio del sistema, y de su gran rigidez, debido en gran parte a la falta de medios y motivos de cambio tecnológico" a pesar de la difusión de algunos elementos nuevos como eran los molinos de agua, había posibilidades diversas, según cual fuera el peso o proporción de la gran propiedad, que generaba el pago de más renta por parte del cultivador no propietario, y el de la presión fiscal estatal a que estuviera sometido el campesinado, y, también, el número de productores entre los que se repartiera y su capacidad económica, que no era totalmente inmutable. Estudiar aquellas variaciones, que fueron a menudo decisivas en la historia del imperio, es difícil por que los testimonios escasean y además la mayoría se refieren a la organización legal y tributaria y no a la realidad social y económica propiamente dichas. Así, por ejemplo, la ley agraria o código rural (Nomos Georgikós) promulgada a comienzos del siglo VIII se refiere a aspectos del régimen de la tierra vigentes desde la centuria anterior y a otros que es preciso conocer con la perspectiva de la larga duración. En general, a lo largo de los siglos VI y VII decayeron las formas tradicionales de gran propiedad, sobre todo la pública y la eclesiástica; a sus titulares sólo les importa la renta, pagada a menudo en dinero, y predomina, por lo tanto, la pequeña explotación en manos de campesinos que tienen la tierra en enfiteusis pues el colonato clásico tiende también a desaparecer; los parecos o cultivadores tenían mucha mayor libertad de acción e independencia económica que los antiguos colonos pues podían mejorar sus explotaciones e incluso transmitir o vender sus derechos de usufructo sobre la tierra, siempre que el pago de la renta quedara asegurado. Había también, por supuesto, campesinos propietarios de las tierras que cultivaban, y emergían nuevas formas de mediana y gran propiedad, pero el equilibrio fue mayor que en épocas posteriores. El pueblo o chôrion facilitaba a los campesinos el marco de su vida y relaciones sociales cotidianas y, también, su encuadramiento fiscal. "Un pueblo bizantino es el lugar donde viven las familias que obtienen sus recursos de una explotación agrícola. El elemento creador de la comunidad campesina es la misma concentración del hábitat, más que la puesta en explotación común del suelo o el pago de impuestos comunes" (Kaplan). Dejando aparte a los grandes propietarios absentistas que tuvieran tierras en el término territorial correspondiente, vivían en el chôrion, además del clero y algunos campesinos propietarios más acomodados, los stratiotes o campesinos-soldados que aseguraban la defensa de los themas, y la masa de parecos, algunos pequeños propietarios, la mayoría enfiteutas con contratos de medianería (la mitad de la cosecha era del propietario y la otra mitad para el cultivador), pero en situación diversa pues algunos disponían de más tierra, hasta para dos arados (duozegaratoi). Había también jornaleros y temporeros sin tierra (aktemones). Los esclavos eran, por lo que parece, pocos y su trabajo sólo un apoyo complementario a la economía campesina. El chôrion servía como unidad fiscal. Los campesinos propietarios pagaban el impuesto territorial (telos) y se responsabilizaban incluso de lo correspondiente a tierras abandonadas o en venta, sobre las que tenían un derecho de compra preferente o preempción aquellos contribuyentes una vez transcurrido el plazo de prescripción de derechos anteriores, que era de treinta años, de modo que tenían un tiempo suficiente a menudo para capitalizar e invertir en la adquisición de tierra; esto, más el uso preferente de las tierras comunales y la gestión de otros aspectos de la economía local les compensaba de sus mayores obligaciones fiscales. El impuesto personal (kapnikon) afectaba, en cambio, a todos los campesinos.
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Junto a las ciudades, en el mundo musulmán tradicional crecían los arrabales, zonas periurbanas que suministraban a la ciudad -y aún lo hacen- alimentos y mano de obra, gracias al trabajo agrícola y ganadero. Existían espacios de propiedad individual como huertos (yanna), jardines (riyad) carmina o "viñas" (karm) y almunias. Más lejos de la ciudad, el espacio se distribuía en castillos, poblados campesinos y grandes fincas. Los segundos, habitualmente llamados alquerías, estaban ocupados por pequeños y medianos propietarios. Buena parte del espacio geográfico en el que se expandió el islam no era cultivable, al tratarse de zonas desérticas o semidesérticas. Este hecho promovió, según Cahen, la combinación de formas de economía agrícola y pastoral. El sistema social típico de los espacios extraurbanos es la institución tribal, característica de los clanes árabes de Arabia, de los desiertos de Siria y Mesopotamia y de los beréberes del Magreb. Las diferentes estructuras sociales y culturales que ocupan dos ámbitos tan alejados como el urbano y el rural en el mundo musulmán han propiciado la existencia de conflictos permanentes. Ibn Jaldún (siglo XIV) definió las diferencias entre el campo y la ciudad, alabando las ventajas de la vida sedentaria (hadari) frente a los inconvenientes del nomadismo (madani).
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La crisis que asoló al Continente europeo a fines de la Edad Media afectó sobre todo al mundo rural. Hay que tener en cuenta, por de pronto, que unas ocho de cada diez personas eran trabajadores agrícolas y que en el campo se generaban aproximadamente las tres cuartas partes de la producción global de aquella época. De ahí que una crisis económica en la Europa medieval tuviera que ser, indefectiblemente, una crisis del medio rural. Por otra parte, a diferencia de lo que sucedió en el campo, en donde puede decirse que la depresión se manifestó de una forma relativamente homogénea, el mundo urbano tuvo respuestas muy diversas ante la susodicha crisis. Es más, algunos autores incluso niegan que pueda utilizarse el concepto de crisis a propósito de las ciudades europeas de los últimos siglos de la Edad Media y de las actividades artesanales y comerciales que en ellas se desarrollaban. Los primeros síntomas de la crisis rural se sitúan, según todos los indicios de que disponemos, en las últimas décadas del siglo XIII. No obstante, es en la primera mitad de la décimo cuarta centuria cuando asistimos a la periódica repetición de los denominados "malos años", en los cuales, generalmente a consecuencia de adversidades climatológicas, se perdían las cosechas, lo que, a su vez, solía degenerar en hambre. En Francia, refiriéndonos a los primeros cincuenta años del siglo XIV, se han consignado como años de hambre los siguientes: 1304, 1305, 1310, 1315, 1330-34, 1344 y 1349-51. Este hecho explica que en diversas ocasiones se haya apuntado la idea de que las crisis agrarias de la primera mitad del siglo XIV fueron básicamente consecuencia de las cambiantes condiciones meteorológicas que se dieron en la época. En particular se apunta al exceso de lluvias, causa a su vez de que, con harta frecuencia, se pudrieran las simientes. De ahí la expresión, tantas veces repetidas en las fuentes, de "veranos podridos", que se aplica a aquellos en los que se registraron pésimas cosechas. La hambruna de los años 1315 a 1317 tenía precisamente su origen en las pésimas cosechas de los años 1314-1316, motivadas a su vez por la presencia de adversas condiciones climáticas. Refiriéndose a los años 1316-1317 la "Chronique Lyonnaise" afirma que hubo "magna fames et caristia bladis in Francia et in Burgundia". Unos años antes, en 1309, el exceso de lluvias figura como la principal causa explicativa de las catastróficas cosechas de cereales en las tierras meridionales y occidentales del Imperio germánico. En la granja cisterciense de Vaulerent, en tierras francesas, que ya había padecido malos años en los comienzos del siglo XIV a consecuencia de adversidades meteorológicas, la cosecha del año 1313 fue catastrófica. También en el mundo hispánico hay noticias de malos años en la primera mitad del siglo XIV. La documentación eclesiástica de la Corona de Castilla revela que diversos monasterios se vieron en la necesidad de comprar pan, que escaseaba por los "malos años" que pasaron entre 1331 y 1333. Las fuentes documentales de Cataluña hablan, por su parte, de 1333 como del "mal any primer". En las Cortes de Burgos de 1345 se dijo que las dificultades que se estaban padeciendo en Castilla obedecían, entre otros factores, a "la simiença may tardia por el muy fuerte temporal que ha fecho de muy grandes nieves e de grandes yelos". Un documento originario de la villa de Madrid, del año 1347, señalaba, asimismo, que la escasez de pan y de otros alimentos obedecía a "los fuertes temporales que an passado ffasta aquí". Cerraremos este recorrido con una referencia a lo que se dijo, un año después, en las Cortes celebradas en Alcalá de Henares. En realidad se repetía la misma canción: "por los tenporales muy ffuertes que ovo en el dicho tienpo... se perdieron los ffrutos del pan e del vino e de las otras cosas donde avian a pagar las rentas". Las guerras fueron asimismo un azote para el mundo rural. Podrá alegarse que conflictos bélicos los había habido siempre. Es preciso reconocer, no obstante, que en el siglo XIV estalló un enfrentamiento que tuvo efectos devastadores para la población civil, y en primer lugar para el medio rural. Nos referimos, es evidente, a la guerra de los Cien Años. Claro que el mencionado conflicto tuvo un alcance limitado desde el punto de vista territorial, siendo Francia el país que pagó un precio más alto. La guerra devastaba los campos, arruinaba las cosechas, destruía los instrumentos de labor y ahuyentaba a los campesinos. Ahora bien, piénsese que al referirnos a la guerra no sólo tenemos en cuenta las operaciones militares propiamente dichas, sino también la actuación de los soldados de fortuna que funcionaban, incluso en tiempo de paz, como auténticos salteadores de caminos. Veamos algunos ejemplos concretos que testimonian lo que señalamos. Un documento procedente de la abadía francesa de Saint-Denis revelaba que en 1373 los monjes sólo pudieron poner a la venta cuatro modios de trigo, en tanto que en 1343 dispusieron pare idéntica finalidad de 130 modios. Más concluyente es, no obstante, lo que decía un feligrés de la diócesis francesa de Cahors, citado a declarar por los delegados pontificios que habían acudido a dicha comarca para realizar una encuesta: "El testigo declaró que durante toda su vida no ha visto mas que la guerra en el país y diócesis de Cahors. Hasta tal punto llegaba la situación que la gente no se atrevía a salir de Cahors sin un salvoconducto de los ingleses o sin la protección de los soldados franceses. Añadió que las tierras que rodean a la ciudad de Cahors habían sido ocupadas por los ingleses, y después destruidas, por lo que, aun siendo buenas y fértiles, en la actualidad estaban deshabitadas". La exposición es, sin la menor duda, concluyente. Asimismo el impacto de las devastadoras operaciones militares, unido a las consecuencias de la peste negra, explican que entre 1348 y 1392 las actividades productivas del medio rural de la región francesa de la Baja Auvernia descendieran en casi un 50 por 100. Por su parte, un texto del año 1376, alusivo a la región de Sologne, reconocía los "robos, males y daños... que los dichos pillars (los soldados-saqueadores) hacían y cometían contra la razón y la justicia". Francia fue, ciertamente, la principal víctima de los desastres de la guerra. Pero los efectos destructores de las campañas militares también se produjeron en otros países europeos, con grave daño en primer lugar para el mundo rural. La actuación de las banderías nobiliarias, por una parte, y las consecuencias de la guerra fratricida que enfrentó a Pedro I con su hermanastro Enrique de Trastámara entre los años 1366 y 1369, por otra, dejaron profundas huellas en el ámbito rural de la Corona de Castilla. Así, por ejemplo, cuando el pretendiente Enrique de Trastámara entró en Toledo, en mayo de 1366, los representantes del concejo de la ciudad del Tajo le notificaron que las compañías de Beltrán Duguesclin, tropas mercenarias reclutadas en tierras francesas que combatían a su lado, "robaron et quemaron et estruyeron algunos de los lugares del arzobispado", según un testimonio de la época. En la primavera del año siguiente, 1367, diversos lugares dependientes del monasterio riojano de San Millán de la Cogolla "fueron estruidos e robados e quemados" por las tropas inglesas del Principe Negro, que luchaban en el bando de Pedro I. Años más tarde la presencia de tropas inglesas, que entraron en tierras gallegas y leonesas al servicio del duque de Lancaster, el cual reivindicaba el trono castellano por su matrimonio con una hija del monarca Pedro I, causó igualmente abundantes estragos, como recordaba, por ejemplo, un memorial enviado el año 1400 por el concejo de la localidad de Benavente al rey de Castilla Enrique III.
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Uno de los resultados de las reformas de Diocleciano consistió en vincular a la población agrícola a la tierra. Lactancio relata cómo se realizó el censo en época de Diocleciano: "Se enviaron a todas partes inspectores que todo lo remontan... Los campos eran medidos terrón a terrón, las vides y los árboles contados uno a uno, se registraban los animales de todo tipo y se anotaba el número de personas". En esencia, los tres elementos que comprendía el impuesto obligatorio de la iugatio-capitatio eran: la capitatio humana, la capitatio de la tierra o iugatio y la capitatio de los animales. Esta minuciosidad y sistematización en el análisis de la productividad con fines impositivos se refleja en una ley de Valentiniano del año 369, en la que se requiere el registro puntual de la cantidad de tierra, de lo que se cultivaba, de la extensión de tierra arada, de los pastos y de los bosques, del número de esclavos tanto urbanos como rústicos así como sus funciones, el número de colonos, etc. A partir de Diocleciano el hombre aparece vinculado a la tierra como parte esencial y sujeto del impuesto. El hombre y la tierra debían ser considerados algo inseparable. El iugum había sido definido, en época de Diocleciano, como equivalente a 5 yugadas de viñedos, o a 225 pies de olivos antiguos, o a 450 pies de olivos en terreno montañoso, o a 20 yugadas de tierra laborable de primera calidad, a 40 de segunda calidad o 60 de tercera. Una vez establecidas estas medidas se elabora un catastro. La unidad fiscal o caput se definía indirectamente como la cantidad de tierra que podía trabajar un solo obrero agrícola. De modo que ambos elementos, unidos indefectiblemente, constituían la base imponible del impuesto denominado iugatio-capitatio. La complejidad que en la práctica suponía la percepción de este impuesto, tan minuciosamente descrito por otra parte, lleva a lo largo de todo el Bajo Imperio a una emisión ingente de leyes y disposiciones contemplando todo tipo de situaciones que pudieran presentarse. Como ejemplo baste una ley del año 371 que aborda un caso bastante frecuente: si hay dos comunidades rurales y una de ellas ha sido diezmada por la muerte en tanto que la otra, gracias a los numerosos nacimientos habidos, cuenta con más campesinos que capita inscritos en el censo, se establece que será preciso conservar el modus censuum y llenar los vacíos de la primera comunidad con el excedente de la segunda. Pertenece, pues, a los gobernadores restablecer el equilibrio del censo y efectuar el trasvase de población. Sólo los muertos de la primera comunidad -se especifica- serán reemplazados por los sobrantes de la segunda, pero los campesinos que huyan no serán reemplazados, sino obligados a regresar y, si esto no fuera posible, los demás pagarán por ellos. El campesino, marcado como caput, no tiene forma de liberarse de tal condición: si el hombre dejaba un dominio por otro o abandonaba sus tierras para integrarse en un dominio, el impuesto acompañaba al campesino en su nuevo destino. La enorme presión que tal impuesto representaba para los pequeños y medianos campesinos los lleva a abandonar sus tierras, que pasan a engrosar los grandes latifundios que proliferan en todas las provincias durante el Bajo Imperio, pero no los libera de su vinculación a la tierra, sino que pasan a ser colonos de estos grandes dominios. El dominus se hace responsable del impuesto de los colonos mientras éstos se comprometen a cultivar las tierras domaniales. Pero, aun así, el dominus resulta beneficiado dada la reducción del impuesto en sus propias tierras, muchísimo más extensas que las de los colonos, sobre las que además pasa a detentar la propiedad, ya que los colonos sólo la poseen en precario. Por otra parte, los grandes propietarios tenían prerrogativas que facilitaban cualquier fraude al Estado, como por ejemplo declarar en bloque sus propiedades, con frecuencia dispersas en varias provincias, con lo que el control se hacía extremadamente difícil. A partir del año 360 pasan a ser ellos mismos los recaudadores y se convierten en intermediarios entre sus campesinos y el Estado. Intermediarios muy parciales y poco fiables. No es extraño que muchos historiadores, entre ellos P. Brown, contemplen a estos aristócratas latifundistas y a la Iglesia (que se configura también como gran propietaria), como elementos responsables del descalabro de la administración imperial y del ejército que, en el siglo V, era mantenido con los impuestos. Salviano, obispo de Marsella, ofrece un relato elocuente de la situación de muchos de estos pequeños propietarios arruinados y su oscuro destino durante el siglo V: "Agobiados por los impuestos, indigentes por la maldad de las leyes... se entregan a los grandes para ser protegidos, se hacen deditices de los ricos y pasan a su poder discrecional y a su dominio... Yo no juzgaría sin embargo esto grave o indigno, me felicitaría más bien de esta grandeza de los poderosos a los que los pobres se entregan si ellos no vendieran estos patrocinios, si fuera por sus sentimientos humanitarios y no por la avidez por lo que defienden a los humildes. Parecen proteger a los pobres para despojarlos, pues todos los que parecen ser defendidos entregan casi todos sus bienes a sus defensores antes incluso de ser defendidos... ¿No es insoportable y horrible -no digo que los espíritus humanos puedan sufrirlo, sino que es difícil entenderlo- que los más pobres y miserables, despojados de sus débiles recursos y arrojados de sus escasos campos, estén sin embargo obligados, después de haber perdido sus bienes, a pagar el impuesto de estos bienes que ya no tienen? Usurpadores duermen sobre sus bienes y los desgraciados pagan el tributo en vez de los tales usurpadores... Estos a los que la usurpación ha arrancado sus bienes, la exigencia de los impuestos les arranca también la vida. Así que algunos, más alertados, cuando pierden sus escasos bienes huyen ante los perceptores de impuestos y llegan a los dominios de los grandes y se hacen colonos de los ricos. Y como sucede ordinariamente, aquellos que impulsados por el miedo a los enemigos o los que habiendo perdido la integridad de su estatuto de hombres libres huyen desesperadamente hacia cualquier asilo y se unen a la categoría abyecta de los inquilini (colonos), reducidos a esta necesidad de tal suerte que, despojados no sólo de sus tierras sino también de su condición... son privados de todo, hasta de la libertad".
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Ya se ha manifestado en su momento el carácter lineal y de discurso ininterrumpido que tienen las escenas del Nuevo Testamento. Las que conocemos insisten en la idea matriz de la salvación superando al pecado, y cabe imaginar que aquellas que se han perdido mantenían una línea simbólica similar. Los comienzos en el muro norte con todo un ciclo dedicado al nacimiento de Jesús, tienen en el muro sur al que se enfrentan la contraposición, es decir, la pasión y muerte de Cristo (Flagelación y Crucifixión), pero a la vez la resurrección (las Marías ante el sepulcro) y la salvación, que es la vida eterna (descendimiento a los infiernos). Entre un capítulo y otro discurren las escenas que restan relativas a la vida pública de Jesús y en las que se insiste, dentro de los convencionalismos más habituales, en conceptos ya señalados. El Bautismo (presentación en el templo), la superación del pecado (tentaciones) y la Resurrección (escena de Lázaro), son buena prueba de lo expuesto hasta estos momentos. Cabe señalar, no obstante, una serie de consideraciones relativas a la composición general. Es voluntad decidida del autor del conjunto crear dos mundos distintos tal como quedó ya de manifiesto en la utilización de la arquitectura como soporte. Sin embargo, se utilizan también otros argumentos para distanciar cualitativamente los dos grandes ciclos bíblicos. Frente a la abigarrada ornamentación que puebla las escenas del Antiguo Testamento, en el Nuevo se tiende a la simplicidad compositiva a base de arquitecturas que son casi inexistentes en el anterior, lo que visualmente hace cambiar el conjunto. Del mismo modo, la decoración de tipo vegetal, así como la exótica fauna, han desaparecido de este mundo, mucho más claro y diáfano que aquel en el que moran estas bestias, siendo sustituida por unas franjas destinadas a enmarcar y que alternan con representaciones de ángeles, lo que acentúa el carácter austero en el que se desenvuelven las representaciones.
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Este capítulo, con cinco espacios de las enjutas, se dedica prácticamente en su totalidad a la figura de Moisés, de nuevo prefigurando a Cristo, pero haciendo insistente alusión al Bautismo -paso del mar Rojo y el agua que brota de la roca- bajo un nuevo orden derivado de la nueva alianza divina -entrega de las Tablas de la Ley- a la que se llega tras superar las tentaciones del pecado -adoración del becerro de oro-. Es conveniente llamar la atención sobre un hecho que puede confirmar el interés del autor por reafirmar la orientación hacia el Bautismo. La escena en la que Moisés hace brotar el agua de la roca corresponde cronológicamente a un momento anterior al que se de sitúa, lo que indica la voluntad de hacer coincidir en un mismo lado y en enjutas afines esta escena con la dedicada a la unción de David, clara alusión ésta al Bautismo de Cristo, así como su vecina alterada de orden. Con ello se define la última parte del Antiguo Testamento como la superación del pecado a través de la purificación del agua divina.