La abundancia de recursos naturales en algunas zonas como en la costa peruana y en la de los Andes meridionales llegó a permitir la existencia de comunidades sedentarias e incluso de tamaño considerable, aunque dependientes de una economía cazadora-recolectora. Pero en Suramérica será la agricultura y concretamente el maíz, de origen mesoamericano, la que sentará las bases del desarrollo cultural conocido como civilizaciones. Entre el sexto y el primer milenio antes de nuestra era nos encontramos con un período de experimentación agrícola que recibirá diversas denominaciones según las regiones y países. Una de esas denominaciones, Pre-cerámico, es significativa, porque derriba la vieja idea tradicional de una Revolución neolítica, como se denomina en el viejo mundo, en la que la aparición de la agricultura y la cerámica se daban conjuntamente. La domesticación y expansión de las plantas fue un difícil y largo proceso que además en Suramérica contempla la existencia de cultígenos exclusivos como la papa (Solanum tuberosum), la quinoa (Chenopodium quinoa) o la mandioca (Manihot utilissima) y con otros comunes con Norteamérica, como el maíz. Otro factor particular en América del Sur fue la domesticación de animales, ya que en la región andina llegaron a tener una considerable importancia económica animales como la llama, la alpaca o el cuy (conejillo de indias), pudiendo hablarse, con propiedad, de ganadería. A rasgos generales puede afirmarse que durante este período las bandas de cazadores-recolectores van organizándose en comunidades mayores, más o menos sedentarias, pero basadas también en relaciones de parentesco. El maíz no ha hecho aún su aparición y los cultivos son todavía muy locales jugando un papel económico secundario. Todavía se depende en gran medida de la caza, la pesca o la recolección. La cerámica no aparecerá hasta los últimos momentos, siendo generalmente utilitaria para usos cotidianos, manifestándose el arte en otro tipo de objetos y materiales, de difícil conservación, como la cestería, los tejidos, las calabazas o el adorno corporal. Este largo período cultural no es contemporáneo en todo el continente y es además muy desigualmente conocido, confundiéndose en algunas áreas con los períodos formativos o de completa dependencia de la agricultura. En la Amazonía, por ejemplo, este estadio de agricultores incipientes puede prolongarse hasta el 500 d. C., y en otras áreas como el Chaco, Este de Brasil o márgenes de la cuenca amazónica, este modelo cultural de agricultores incipientes se ha mantenido de algún modo hasta hoy. Tal vez sea en el área peruana donde mejor se conoce este período de transición. Uno de los yacimientos arqueológicos más antiguos es Chilca, a unos 65 km al sur de Lima, y a unos 3 km del mar. Los hombres de Chilca vivían en pequeñas chozas de planta circular hechas de caña y dispuestas de forma irregular. Su economía era mixta, basada sobre todo en la pesca pero también en la recolección de mariscos y en la caza del lobo marino, y se practicó también una agricultura experimental de pallares (Phunatus) y calabazas. Se han encontrado entierros en el interior de las viviendas y también fardos funerarios en los que los huesos estaban quemados parcialmente y mezclados con otros huesos humanos o de mamíferos marinos, todo ello bajo una capa de ceniza. Entre 2500 y 1300 a. C. se extiende por toda la costa peruana esa modalidad de economía mixta, apareciendo numerosas aldeas sedentarias, cercanas al mar y también a las fuentes de agua dulce. Es el tipo de economía y de asentamiento que se denomina de horticultores aldeanos. Su base económica fue la recolección de mariscos, la caza de mamíferos marinos y la pesca. Entre las plantas cultivadas, varias formas de calabaza (Cucurbita y Lagenaria) y el pallar, el ají, el algodón, el fríjol y la jíquima, así como algunos frutales. Aunque no se conocen los métodos de cultivo, se sospecha que debieron aprovecharse las áreas humedecidas por los ríos o por las aguas subterráneas provenientes de la sierra, ya que no hay evidencias de irrigación. Hay que destacar que el consumo de plantas tenía en estos momentos un carácter muy secundario, siendo un complemento de la dieta que giraba en torno a los productos marinos. El utillaje debió de estar compuesto principalmente por platos y vasos de calabaza lagenaria, y también de hueso de ballena y de cestos de varios tipos. Se han encontrado algunos metales (piedras de moler) en forma de platos de piedra pulida. En estos momentos tempranos empiezan a manifestarse los indicios de lo que podría denominarse arquitectura, ya que además de las viviendas, de variadas formas, aparecen restos de edificios comunales o ceremoniales, que muestran algún sistema de planificación previo. Y comienzan a hacer su aparición las primeras estructuras tendentes a la forma piramidal.
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Hemos comentado al principio de este capítulo que no puede hablarse de un solo Neolítico sino de varios centros independientes donde se fue imponiendo el nuevo sistema. Sin embargo, es en el Próximo Oriente donde se pueden documentar las fechas más antiguas para el inicio del proceso y el foco que directamente influyó en muchas de las regiones de Europa. Por estas razones, así como porque ha sido uno de los lugares más investigados desde hace ya casi un siglo y la documentación procedente de sus yacimientos es muy completa, el Próximo Oriente se ha convertido en el ejemplo clásico para el estudio de la neolitización. En estas regiones del mundo se ha podido observar, a través del abundante registro arqueológico, el progresivo cambio desde una economía basada principalmente en la caza mayor, hacia una base de subsistencia denominada de amplio espectro, a la que se iban incorporando la selección de ciertas especies animales y la recolección intensiva de determinadas plantas silvestres. Las regiones con mayor número de yacimientos y en las que mejor se ha documentado la evolución del proceso han sido la franja costera mediterránea en los actuales territorios de Siria e Israel, la zona de los montes Zagros al norte del Iraq y el sur de la península de Anatolia. En el foco del Levante se pueden observar cambios desde la etapa mesolítica Natufiense, que algunos autores definieron como una fase experimental de la agricultura, entre los años 10.000 y 8.000 a. C., donde se han documentado asentamientos prácticamente sedentarios, más un aumento de la recogida de cereales silvestres, precedentes de los domésticos, y la selección de alguna de las especies cazadas, como por ejemplo la gacela. Estas comunidades pudieron ir estableciendo enclaves algo más permanentes porque las condiciones climáticas y ambientales ofrecían posibilidades y recursos y ello hizo que aumentase la población con mucha mayor rapidez que en las comunidades itinerantes, entre las que resulta más complicado transportar niños de un lado para otro. Esta tendencia a utilizar en la alimentación un gran número de recursos culmina en la etapa siguiente denominada Neolítico Precerámico. Muchos yacimientos son una clara continuación de los anteriores, aumentando ligeramente su tamaño, y en ellos ya se conservan claros testimonios de la utilización de plantas cultivadas y de animales domésticos. Entre los numerosos yacimientos conocidos cabe destacar Jericó, importante "tell" con 18 niveles arqueológicos que muestra dos fases sucesivas del Neolítico Precerámico. En dichos niveles y con fechas comprendidas entre los años 8.000 y 6.000 a. C. se ha documentado una agricultura intensiva del trigo (Triticum monococcum y dicoccum), la cebada, lentejas, guisantes y pistachos y la ganadería con restos abundantes de ovicápridos. Este yacimiento destacó, además, por su gran tamaño ya que se calculó que podía albergar una población de más de 3.000 personas, algo inusual en los restantes asentamientos de la época y que mereció que los antiguos investigadores la denominaran la primera ciudad del mundo. Llamaba también la atención la gran muralla que rodeaba el poblado, cuya finalidad ha sido muy discutida ya que algunos autores han sugerido que no tendría un objetivo bélico, de defensa contra posibles ataques de comunidades vecinas, sino que más bien se habría construido para contener posibles riadas de agua y preservar de ellas al poblado. Tras los primeros momentos de economía claramente neolítica puede hablarse ya de una etapa de Neolítico Cerámico en la que, además de los recursos económicos mencionados, destaca la presencia de una novedad técnica, los recipientes cerámicos, aparecidos para solucionar los problemas de las nuevas necesidades de almacenamiento y que fueron considerados por los arqueólogos como interesantes documentos de la evolución de aquellas gentes.
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Pero la verdadera colonización del territorio griego se dará en la etapa neolítica. Los hombres llegados de Oriente, primero por tierra y por mar poco después, se instalaron en las fértiles planicies de Tesalia y Beocia y, desde allí, lentamente fueron colonizando las restantes áreas geográficas del norte y centro de Grecia y la península del Peloponeso. En cada una de estas zonas se desarrollaron culturas neolíticas de gran personalidad, formando la base de la civilización griega. Los inicios de esta etapa se han podido fechar, gracias a los hallazgos arqueológicos en Macedonia y Tesalia, en el VII milenio antes de nuestra era. Allí se desarrollaron las aldeas, núcleo básico del que saldrá la civilización clásica. En estos lugares del noreste de Grecia, ciertos yacimientos presentan una continuidad de poblamiento muy considerable; la superposición de las aldeas a lo largo del tiempo llega a formar colinas artificiales, las denominadas "magoulas", que alcanzan hasta 10 metros de altura y 300 metros de diámetro en la mayor de ellas. Los primeros estratos o niveles, fechados en pleno VII milenio, han proporcionado materiales de un neolítico aún sin cerámica y dan idea de una economía de aldea, basada en la agricultura y la ganadería: restos carbonizados de cereales y leguminosas, junto a huesos de ovejas y cabras. El utillaje lítico está realizado con materiales de la zona, además de otros más lejanos como los ya citados en obsidiana procedente de Milo, la isla más occidental de las Cícladas; tales materiales ya están presentes en la región desde el Mesolítico. La aldea más antigua documentada hasta el presente es Nea Nikomedía, en Macedonia. Las fechas de los primeros niveles, obtenidas mediante el Carbono-14, sitúan a éstos en torno al 6.200 a. C., colocando al Neolítico griego a la par de los grandes yacimientos de Anatolia, tales como Hacilar o Çatal Hüyük. De mediados del sexto milenio ya se conocen numerosas aldeas neolíticas como las de Khirokitía (Chipre), Elateia (Drajmani) y algunos puntos del Peloponeso, lo que hace de Grecia el puente entre el Neolítico oriental de Palestina (Jericó) o Siria (Ras-Shamra) y el Occidente, si se admite que el Neolítico nació en estas zonas del llamado Creciente fértil. El Neolítico griego, ya con cerámica, está dividido en dos grandes etapas, A y B, denominadas respectivamente de Sesklo y de Dímini, los nombres de dos importantes "magoulas" tesalias que han proporcionado abundante información para este período anterior al esplendor de la Edad del Bronce en el Egeo. Sin embargo, sus resultados no pueden generalizarse de un modo rotundo para toda esta área, debido a la regionalización existente y al escaso conocimiento que aún tenemos de las estratigrafías de otros lugares, muy potentes, como los casi siete metros de espesor en el caso del Neolítico cretense, alcanzados debajo del palacio de Cnosós. En todos ellos se aprecian restos del cultivo de especies tales como trigo, cebada, guisantes y lentejas, además de la recolección de cereales y plantas silvestres como uvas, acebuches, higos, almendras, peras y bellotas. Ovejas y cabras siguen siendo los animales más importantes que componen la dieta, aunque está documentada la presencia del cerdo y otros animales, éstos últimos producto de la caza. La cerámica es cada vez más variada y con unas decoraciones ricas en colores y motivos, con características propias, y diferencias muy sutiles de una aldea a otra; revela cierta especialización en su factura, realizada por unos artesanos cada vez más competentes. Es el resultado de una continua jerarquización y especialización del trabajo que comienza a darse en el Neolítico y que dará lugar a sociedades progresivamente más complejas.
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Al abordar el estudió del Neolítico en la Península Ibérica es necesario enmarcarlo en la problemática general de la neolitización de Europa y más concretamente del Mediterráneo Occidental, puesto que es imprescindible conocer el marco geográfico en que se desarrolló esta cultura para entender correctamente sus posibles relaciones externas, las influencias que pudo recibir y las vías por la que pudieron efectuarse dichos contactos. Tradicionalmente se ha distinguido una Europa continental, a la que llegaban las influencias culturales desde el Este por la vía de los Balcanes y del Danubio, y una Europa mediterránea cuyos principales contactos se establecían por vía costera. La cuenca mediterránea tiene unas particularidades comunes especiales, por encima de las múltiples variaciones locales, tanto climáticas como topográficas, con cierta tendencia a la aridez y con suelos no demasiado ricos, a pesar de lo cual siempre ha sido un territorio habitado y una ruta transitada por la que han circulado influencias, ideas y personas entre sus extremos oriental y occidental. Tradicionalmente se había defendido la idea de que los nuevos inventos neolíticos se difundieron rápidamente desde sus centros originarios orientales hacia los distintos territorios europeos mediante diferentes rutas y mecanismos de colonización, nunca demasiado bien explicados. La exageración y el abuso de los presupuestos difusionistas hizo que, a partir de los años 60-70, se empezaran a rechazar semejantes interpretaciones y se comenzase a valorar, quizás a sobrevalorar, el protagonismo que los grupos locales habían tenido en el proceso de cambio y se empezó a defender, en definitiva, la evolución autóctona como resultado de la adaptación de los grupos epipaleolíticos a su medio natural. Hoy día, sin exagerar ninguno de los dos modelos interpretativos, parece claro que el fenómeno neolítico producido en el Próximo Oriente se efectuó mediante una evolución lenta y continuada, diferente a lo que ocurrió en Europa. Por la documentación existente, no puede mantenerse que en los territorios europeos occidentales existieran los precedentes salvajes de los primeros animales domesticados, ni de los cereales que se cultivaron por primera vez, descartado lo cual, los estudios se han dirigido a averiguar porqué y cómo se expandió el nuevo sistema económico y en qué medida fue asimilado por los grupos indígenas de cada región occidental. Por otra parte, el estudio detallado de los grupos epipaleolíticos europeos ha demostrado que esas sociedades estaban perfectamente adaptadas a su medio, incluso muchas regiones del norte de Europa, antes despobladas, se habían ido ocupando durante los últimos deshielos al seguir el hombre a las especies animales que se iban asentando en dichos territorios. En general, estas poblaciones intentaron, como apuntan algunos autores, aumentar la productividad de su entorno como respuesta a sus crecientes necesidades, alcanzando un cierto nivel de complejidad socioeconómica. En los últimos años, para explicar la forma en que pudo producirse la expansión neolítica, se ha aceptado de manera generalizada el modelo denominado oleada de avance, propuesto por los investigadores Ammerman y Cavalli-Sforza. Este modelo teórico, que ofrece distorsiones y variaciones locales, presupone que el nuevo sistema económico se fue extendiendo lenta pero ininterrumpidamente hacia Occidente a partir de los centros próximo-orientales, a razón de 1 km. por año, teniendo en cuenta el crecimiento progresivo de la población y los movimientos que puede realizar tanto a larga como a corta distancia. Esta forma paulatina de contacto se refleja en la existencia de dos tipos de asentamientos diferentes en los momentos iniciales del Neolítico occidental: los correspondientes a los grupos locales allí asentados y los pertenecientes a los colonizadores llegados por el Mediterráneo. El proceso de interacción entre ellos es lo que algunos autores como Bernabeu han llamado modelo dual o modelo mixto, que explica cómo la adopción del Neolítico en Europa se produjo por la llegada de poblaciones conocedoras de la agricultura y la ganadería que entraron en contacto con las poblaciones indígenas, las cuales fueron modificando sus tradicionales formas de subsistencia. La Península Ibérica participó de este proceso mediterráneo occidental, aunque no puede hablarse de homogeneidad cultural en todo el territorio. La primera neolitización se produjo lógicamente en la franja costera mediterránea, desde Cataluña hasta Andalucía y Portugal meridional, pero los yacimientos mejor conocidos se ubican en las sierras costeras interiores; en las restantes áreas peninsulares las transformaciones culturales fueron más tardías y con particularidades diferentes y se incorporaron a la economía neolítica con mayor lentitud, dependiendo de las posibilidades de contacto que tuvieran con las regiones litorales. En toda la cuenca occidental y asimismo en la Península Ibérica, se detecta un factor importante para la identificación de la primera cultura neolítica: la presencia de cerámica que, independientemente de algunas variaciones regionales, ofrece la característica común de una decoración impresa que acabó constituyéndose en el auténtico fósil-guía de esta fase cultural. Dentro de la variedad de la decoración impresa, destaca la realizada con el borde de la concha de un molusco llamado cardium edule, que le ha valido la denominación de cerámica cardial y, por extensión, de Neolítico Cardial. La presencia de la cerámica en unión de las primeras especies domésticas de animales y plantas, pueden considerarse factores intrusivos que llegaron del exterior y acabaron siendo adoptados por la población indígena preexistente. Las regiones mediterráneas de la Península son las que mejor pueden documentar la presencia de este Neolítico Antiguo o de cerámicas impresas, conservándose un buen registro arqueológico en Cataluña, País Valenciano y Andalucía oriental.
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Los peregrinos que hicieron el Camino de Santiago antes de 1840, no reconocerían muchas iglesias que hoy admiramos como testimonios de la venerable arquitectura medieval. Esto sucede con los edificios que durante los siglos XIX y XX hemos convertido en crudos monumentos, destacando el de San Martín de Frómista (Palencia), triste ejemplo de lo que se puede llegar a hacer con un edificio histórico en el loable empeño de restaurarlo. San Martín de Frómista fue la iglesia románica de un monasterio benedictino, pero hoy no es sino un frío, desnudo y huérfano monumento que resulta ser más un reflejo de nosotros mismos, por el mal trato y daño infringido a la arquitectura medieval, que espejo de la vida monástica cluniacense del siglo XI. Hay que hacer un esfuerzo sobrehumano para intentar, sin éxito, evocar desde la iglesia de Frómista a una comunidad benedictina; a doña Mayor, viuda del rey Sancho de Navarra y fundadora del monasterio; al lejano año de 1066, en cuyo entorno se habrían iniciado las obras, etcétera. ¿Dónde están las dependencias monásticas más elementales? Nada. Por no tener, la iglesia actual no cuenta siquiera con una sacristía, pues su restaurador, soñando con un templo inmaculado, puro y prístino, derribó todo cuanto a su juicio estorbaba la belleza original del modelo románico. Así, en el "Catálogo monumental de la provincia de Palencia" (1932), puede leerse como un elogio, que se le quitó el pintoresco aspecto que le habían dado la incomprensión rural de los tiempos anteriores, con toscas construcciones agregadas. Una conocida litografía de Parcerisa realizada en 1860, conserva aún la imagen pintoresca de aquel rico conjunto, obviando su contemplación cualquier descripción de lo destruido. Alguien podría pensar que exageramos, pero basta transcribir un párrafo de "El arte románico español" (1934), de Gómez Moreno, para sentir vértigo ante la operación llevada a cabo por el arquitecto Manuel Aníbal Álvarez, cuando desmontó y rehizo la iglesia desde sus cimientos, excepto la nave norte, entre 1895 y 1901: "Esta iglesia lleva sobre sí una restauración tan demasiado a fondo, que parece toda nueva... Es nuevo el hastial fachada de poniente, en su parte medial íntegro, donde no parece seguro que hubiese puerta; lo son nuevos asimismo, el cuerpo alto de la torrecilla de hacia el SO., las arquivoltas interiores y tejaroz de la portada meridional, que además fue remetida; dos contrafuertes, a la cabeza del crucero, y el subir hasta lo alto los otros dos; el hastial íntegro del mismo hacia el N., donde entestaba una capilla gótica eliminada, y todas las ventanas del meridional, donde hay una portadilla que no es primitiva". Fueron renovados hasta 86 modillones, muchos trozos de cornisa, 11 capiteles, 46 basas y 12 cimacios, copiando y completando lo antiguo con más o menos acierto. En cambio se suprimieron otros dos contrafuertes, en las naves laterales, cuya existencia se acredita por fotografías antiguas y el plano, trazado por el restaurador mismo, que publicó Lampérez... Las fotografías tomadas por Solano, después de la restauración, hablan por sí solas en relación con todo lo nuevo, pues la piedra recién labrada, no había cogido todavía la pátina que aparentemente iguala lo viejo y lo inventado. La iglesia se encontraba, sin duda, en malas condiciones y era necesario intervenir en el edificio, según denuncian otras fotos anteriores a la restauración que dejan ver las condiciones deplorables en que se encontraba, sabiendo, además, que sus bóvedas estaban semiarruinadas. Pero de aquí a lo que se hizo a partir de la Real Orden de 13 de noviembre de 1894, que lo declaraba Monumento Nacional iniciándose los trámites para su restauración, media un abismo y un caprichoso disparate, que nos impiden conocer hoy los límites reales de San Martín de Frómista como tal arquitectura románica. Los propios medievalistas andan algo desorientados y cada uno saca sus conclusiones del edificio románico pero sólo a partir de la arquitectura neorrománica, que es la que verdaderamente conocemos, llegando unos y otros a reproducir en obras muy recientes plantas distintas de San Martín, bien basadas sobre la que publicó Lampérez (1908), tomándola de Aníbal Álvarez, bien sobre la que Solana dibujó para Gómez Moreno (1934), las cuales, a su vez, no coinciden con lo que hoy podemos ver en Frómista. Todo esto no supone sino un cúmulo de errores de los que ya difícilmente podremos salir, pues el edificio románico desapareció para siempre en la restauración, quedando en su lugar una imagen falsa y desnaturalizada que nos hace creer que San Martín de Frómista era así en los siglos XI y XII, reproduciéndose en cada uno de nosotros, como un virus, la imagen distorsionada que, a su vez, contagiaremos a otros: estudiosos, alumnos, lectores, peregrinos y turistas. Pero no sólo es la nueva imagen falsamente románica la que se repite, dándola por original, sino que la interpretación de su arquitectura y escultura suele ser igualmente errónea. El eminente medievalista Emilio Camps admiraba la homogeneidad de su arquitectura, cuando fue Aníbal Álvarez quien torturó al edificio hasta dejarlo homogéneo, a base de eliminar lo que, a su juicio, no le convenía. El gran estudioso del románico palentino, don Miguel Ángel García Guinea, ponderó su escultura, si bien una parte importante está labrada en torno a 1900, cuando la vio y publicó Serrano Fatigati (1901), sustituyéndose algunos capiteles originales por otros nuevos y llevando los románicos al Museo de Palencia. Por entonces se eliminaron también algunos canecillos expresivos de la frecuente "salacidad" de la arquitectura antigua, según comenta Rafael Navarro en el mencionado "Catálogo monumental" palentino, lo que induce a pensar que algunos relieves se retiraron sólo por su carácter lujurioso, pues eso es lo que significa el término salaz. Es decir, estamos ante una restauración censora y moralizante, que ya es el colmo de nuestra torpeza frente a la cultura medieval. Desde entonces hasta nuestros días no ha hecho sino crecer todo un nuevo mito en torno a San Martín de Frómista, a partir de la iglesia recreada por su restaurador. Tenía razón José Gudiol cuando afirmaba (1936) que cada edificio restaurado cambiaba la personalidad propia por la de su restaurador. Para un mediano observador la iglesia, presentada hoy como una gran maqueta, sirve bien para dar una clase teórica sobre la arquitectura románica, pero sus muros, con sillares de distinta procedencia, altura y herramienta; el repaso y nueva labra de la cantería y escultura antiguas; la ausencia de marcas de cantero; la pérdida de las pátinas; la eliminación del coro y altares que tenía antes de la restauración, por modestos que éstos fueran; las múltiples cicatrices que interior y exteriormente denuncian una cirugía inquietante; la inventada reconstrucción de las bóvedas; la uniformidad de todos sus elementos ornamentales, en fin, nos han legado la materialidad de un edificio neorrománico sin espíritu medieval. Se parece más a las iglesias historicistas del siglo XIX, que a una iglesia medieval. Más a una reconstrucción para el Museo de los Claustros de Nueva York, que a una iglesia románica de la Tierra de Campos.
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Al trasladarse a Bath en 1759 Gainsborough se convirtió en el retratista de moda. Si bien sus primeros trabajos conservan el aire informal de los retratos anteriores, paulatinamente incorpora en sus obras la elegancia de los lienzos de Van Dyck, lo que le permitirá aumentar su fama y sus ganancias. Entre los retratos más espectaculares de la etapa de Bath encontramos el Niño azul. El pequeño Jonathan Buttal aparece vestido como una persona mayor -característica habitual en la retratística europea hasta finales del siglo XIX- con un traje azul y una camisa con las mangas y cuellos elegantemente bordados. La figura se recorta ante un fondo de paisaje con luz crepuscular que otorga una iluminación dorada a la escena, en sintonía con algunas obras de Tiziano. A sus pies, apreciamos un perro, símbolo de fidelidad. El resultado es una obra cargada de elegancia en la que los detalles toman mayor importancia que la personalidad, a pesar de la intensa mirada del joven que se dirige al espectador.
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Don Ramiro Felipe de Guzmán, duque de Medina de las Torres, fue Virrey de Nápoles entre 1637 y 1644, pudiendo tratarse del cliente que encargó este curioso lienzo a Ribera. El pequeño mendigo se sitúa ante un amplio cielo azul con nubes plateadas y horizonte bajo, característico de la década de 1640. Ocupa un buen parte de la superficie pictórica y dirige su amplia sonrisa al espectador; viste con colores pardos y Ribera centra su atención en describir la deformidad de sus pies. En su mano derecha sujeta un sombrero mientras que en la izquierda lleva el bastón y un letrero con una inscripción en latín que dice: "Dame una limosna por amor de Dios". En este cartel encontramos el significado del lienzo ya que aquí Ribera no desea realizar una representación de una curiosidad natural como en la Mujer barbuda sino que se interesa por el tema de la caridad cristiana. La solicitud de limosna se vincularía a la teoría contrarreformista de la salvación del alma gracias a las buenas obras, mientras que los protestantes habían manifestado que el alma sólo se salvaba gracias a la fe. De esta manera, se invita a los ricos a socorrer a los pobres y éstos deben gozar de esta situación. Por ello el niño llevaría el sombrero en la mano, fruto de la caridad. También se ha interpretado que podría tratarse de la imagen de la pobreza como vía de salvación.Estilísticamente, Ribera olvida el tenebrismo para emplear una luz natural, con tonalidades doradas, que ilumina tanto la figura como el paisaje. Pero no ha olvidado su naturalismo y se interesa por captar gestos, expresiones y calidades. La pincelada es rápida y fluida, creando cierta sensación de atmósfera en sintonía con la escuela veneciana.
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A lo largo del siglo XVII se hizo habitual la realización de personajes con trajes orientales y exóticos por parte de los pintores holandeses. El socio del taller de Rembrandt, Jan Lievens, también realizó algún retrato de figuras orientales. La imagen de este oriental fue pintada por Rembrandt en 1632 y posiblemente utilizó como modelo a alguien cercano. El hombre está retratado a tamaño natural interesándose preferentemente por destacar la cabeza y el turbante que, junto con parte de la capa son iluminados por ese fuerte haz de luz que procede de la izquierda. El realismo con el que trata esta parte del cuadro es digno de mención captando los pendientes del personaje, las arrugas del entrecejo o las del turbante. El resto de la composición está tratada con menor perfección aunque también destaca la mano derecha. Estos juegos de luces y sombras son habituales en el naturalismo tenebrista que impondrá Caravaggio en Italia.
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En el territorio recientemente conquistado del Norte el programa urbanizador de Augusto reviste una dinámica distinta, que se relaciona con las características diferenciadas en el orden histórico que poseen los distintos pueblos recientemente sometidos; en este sentido, la información que nos proporciona Floro nos indica claramente que Augusto utiliza como centros de población la propia infraestructura de los campamentos de las legiones que intervienen en la conquista, lo que arrastra inevitables desplazamientos de las poblaciones indígenas desde la montaña al llano. Al menos en dos de los centros esenciales, cuya denominación remite a Augusto y que se encuentran ubicados en la zona de operaciones militares, se constata materialmente este proceso. Tal ocurre con Iuliobriga (Retortillo, cerca de Reinosa), que se origina hacia el 26 a.C., junto a un poblado celta, y en cuyos alrededores se ubica el campamento de la legión IV Macedónica, y en Asturica Augusta (Astorga), que se encuentra ligada en su fundación a la Legio X Gemina, que participa en la conquista del Norte y permanece en Hispania hasta el 68 d.C. Semejante proceso de urbanización no constituye el único instrumento de la política de Augusto tendente a crear centros urbanos destinados a controlar el territorio anexionado de la Hispania septentrional. Las propias posibilidades que ofrece la realidad indígena fueron instrumentalizadas con el mismo objetivo; tal ocurre en el caso de Lucus Augusti (Lugo), donde la fundación de la ciudad romana utiliza las posibilidades aglutinadoras de un santuario indígena dedicado al dios Lug; o en el de Bracara Augusta (Braga), que pudo surgir por un proceso de sinecismo realizado a partir de un asentamiento prerromano. La trascendencia y el significado que esta dinámica posee en el Norte de la Península se aprecia en el mero hecho de que tres de los centros mencionados, como son Lucus Augusti, Bracara Augusta y Asturica Augusta constituyen las capitales de los respectivos conventus que organizan administrativamente este territorio. No obstante, las peculiaridades que el proceso posee en la zona, en clara relación con el contexto protourbano del mundo indígena en el que se enmarcan, se aprecia en el hecho de que la mayoría de estos centros tan sólo adquiere un estatuto privilegiado en una época posterior. La importancia del programa de urbanización de Augusto, materializado en las promociones estatutarias y en las correspondientes reorganizaciones territoriales y urbanísticas, no evita subrayar las limitaciones que posee en el conjunto de las provincias hispanas, donde la mayor parte de los centros urbanos y de los pueblos existentes permanece en la situación de estipendiarios, derivada de su conquista mediante una rendición sin condiciones, lo que implica la privación de derechos y la explotación mediante impuestos específicos. La nueva situación se refleja en la información que Plinio el Viejo recopila en su Naturalis Historia procedente del mencionado inventario que Agripa realiza en época augústea. En la Betica se cataloga la existencia de 175 poblaciones de las que 9 son colonias, 10 municipios de ciudadanos romanos, 27 poseen el derecho latino antiguo, 6 son ciudades libres, 3 federadas, y 120 son estipendiarias. La Citerior Tarraconense consta de 179 poblaciones organizadas en 12 colonias, 13 municipios de ciudadanos romanos, 18 municipios latinos, 1 ciudad federada y 135 pueblos estipendiarios. La Ulterior Lusitania cuenta con 45 pueblos, de los que 5 son colonias, uno municipio de derecho romano, 3 municipios de derecho latino y 36 pueblos estipendiarios.
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Completando la narración de la marcha de la guerra en los Balcanes y Europa central, hemos dejado para última hora la situación de los Ejércitos Norte y Centro tras los combates del verano. El Grupo de Ejércitos Norte (Schoerner), con 32 divisiones, fue empujado hacia el oeste por el Grupo de Ejércitos de Leningrado (Govorov), con 132 divisiones, logrando formar una primera barrera de contención en Parnu, con el apoyo de lo flota (20). No tardaría, sin embargo, mucho tiempo en ceder los muros de contención de la bolsa: Yeremenko atacó por el sur con su Tercer Frente del Báltico, en dirección a Riga, que tomó el 13 de octubre. Como evidentemente nada tenían que hacer allí, las tropas cercadas contra el Golfo de Riga, pudieron salir de aquella ratonera el 23 de noviembre con buen orden y escasas pérdidas -gracias a los cañones de la flota- y ser trasladadas a la Península de Curlandia, donde Schorner se encontraba cercado desde octubre, pues Bagramian, con su Primer frente del Báltico, había llegado al mar entre Memel y Libau. En esa helada península, sosteniendo un frente de 180 kilómetros, resistieron las 26 divisiones que le quedaban al Grupo de Ejércitos Norte hasta el final de la guerra, apoyadas y abastecidas por la flota, cuando Guderian clamaba por ellas para sostener el frente de Prusia. Precisamente en esa zona, la más oriental de Alemania, alcanzaron los soviéticos las tierras del III Reich. El 16 de octubre atacó Cherniakovsky, con enorme superioridad, pero halló durísima resistencia; los alemanes estaban descansados y peleaban por sus propias tierras y sobre fortificaciones fijas de cierta consistencia. El 19 de octubre rompieron los soviéticos las líneas alemanas y por el portillo se coló el XI Ejército de la Guardia, profundizando 45 kilómetros. El jefe de esa zona del frente, general Hossbach, logró taponar la brecha con sus reservas y cayó por todos los lados sobre el desdichado XI ejército soviético, que perdió un tercio de sus efectos y casi todo su material pesado: un millar de blindados y cerca de 500 cañones... Moscú responsabilizó del revés al general Sakharov, jefe del Segundo Frente de Rusia Blanca, que debería haber acompañado la acción para montar una operación de embolsamiento, pero sus fuerzas no lograron abrirse paso en las defensas alemanas. Shakarov perdió el mando de ese Grupo de Ejércitos, al que pasó como jefe Rokossovsky en diciembre, mientras que del Primer Frente de Rusia Blanca se hacía cargo directamente Zhukov. En ese Frente que cubría Polonia y Prusia Oriental reinó una relativa calma en los dos últimos meses del año. Cherniakovsky, Rokossovsky, Zhukov y Koniev reorganizaban sus cansadas filas y recibían poco a poco el material para montar la ofensiva más poderosa de la guerra, mientras Hitler gastaba sus escasos recursos en frentes que inmediatamente se iban a revelar secundarios: Las Ardenas, Hungría, Curlandia...