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Gracias al éxito obtenido en 1858 por Frith con El día del derby, la mayor parte de los pintores se interesó por mostrar en sus cuadros asuntos inspirados en la vida moderna. Egley, buen amigo de Frith y de los prerrafaelitas, pronto encontró un tema que causaría impacto en la Royal Academy: los autobuses de Londres y la gente que los utilizaba. Así surge esta tela que contemplamos, expuesta en la muestra de febrero de 1859. El pintor realizó numerosos dibujos sobre el asunto, empleando modelos profesionales y aficionados, visitando incluso el taller de un fabricante de carruajes para conocer directamente cómo eran los autobuses y construyendo en su jardín una maqueta del interior. De esta manera, Eagly nos da una visión tremendamente realista del interior del autobús, con un variado grupo de personajes visto en perspectiva, introduciendo al propio espectador en el trayecto. El hacinamiento de los vehículos queda claramente de manifiesto, apreciándose incluso varios viajeros en el fondo que desean subir al autobús. Los ropajes, las cestas, los sombreros, el paraguas, todos los detalles están tratados con exquisita calidad, al igual que la acertada distribución de la luz y las expresiones de los rostros de los modelos, posiblemente lo mejor de toda la escena. Egley no deseaba realizar en este cuadro ninguna crítica al sistema sino sólo mostrar los logros de la vida moderna, rechazando las escenas pastoriles de otros artistas como Linnell. El lienzo fue vendido en la exposición por 80 libras pero las críticas de la prensa no se dirigieron hacia donde el pintor quería, por lo que nunca tomó la vida moderna como temática en sus trabajos posteriores, dirigiéndose hacia asuntos literarios.
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Como en la mayoría de las sociedades del mundo antiguo, en Roma se consideraba indigno el trabajo manual. Todo ciudadano que se preciase debía emplear su tiempo en cuestiones calificadas de útiles y provechosas, especialmente la política. Por ello, era normal que los hombres pudientes gastasen enormes cantidades de dinero en labrarse una carrera política, de la que podrían obtener grandes beneficios. Como ocurre en los sistemas basados en las desigualdades sociales, no existió un desarrollo económico similar en todas las provincias que formaban el Imperio Romano. En la capital encontramos más de 300.000 personas que vivían de la beneficencia estatal en los últimos años de la República y aunque diferentes políticos intentaron reducir el número por diversos métodos -fundación de colonias o distribución de tierras- el número de plebs frumentaria nunca descendió de 200.000. De todos los territorios que constituían el Imperio será Italia quien tenga una situación de absoluto privilegio. La agricultura se especializó gracias a la llegada masiva de grano procedente de África, Hispania o Egipto. De las tierras conquistadas también llegarán un amplio número de esclavos, que paulatinamente irán ocupando los puestos de trabajo de los campesinos libres, creando un sistema esclavista. Las economías de las diferentes provincias dependerán de la situación momentánea con respecto a la metrópoli. La valoración social del trabajo fue cambiando con el paso del tiempo. Inicialmente los textos ensalzan al ciudadano campesino, debido a que la fuente de riqueza más importante es la tierra, que está repartida entre los pequeños propietarios. Pero la situación varía a partir del siglo III a.C., cuando la mano de obra esclava empiece a sustituir a los campesinos libres. El trabajo rural ya no gozará de tantas simpatías, aunque siempre sea de mayor prestigio que el comercio o la artesanía. No en balde, los senadores tendrán prohibido dedicarse a actividades comerciales. Paulatinamente, el trabajo sería considerado como algo negativo, al tratarse de una actividad realizada por esclavos.
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El principal problema que encontramos cuando aludimos al mundo extraeuropeo es su heterogeneidad. Rasgos bien distintos caracterizan a los grandes imperios o formaciones políticas de envergadura, a territorios casi desconocidos para los europeos, a las agrupaciones tribales o a las zonas deshabitadas. En este hecho encuentra la razón de ser nuestro análisis inicial de la presencia europea en todas las áreas consideradas, ya que ése es el hecho unificador sobre el que hemos construido todo el capítulo, para pasar en segunda instancia al estudio sintético, aunque no por ello menos minucioso, de los espacios más relevantes así como de las agrupaciones políticas y socio-económicas fundamentales en el devenir histórico del siglo XVIII. En el Setecientos se continúa la tradición descubridora de las centurias precedentes y nuevas expediciones exploratorias y comerciales, terrestres y marítimas, pusieron en contacto a los europeos con otros territorios y continentes, apenas conocidos o totalmente inexplorados. Descubrimientos y comercio, por tanto, son dos aspectos básicos que establecen interrelaciones, sintetizan las motivaciones de tales empresas y justifican la presencia europea en áreas geográficas remotas. Ahora bien, la influencia europea, blanca, no fue en ningún caso decisiva y sociedades como la India y el Extremo Oriente manifestaron indiferencia o desinterés por un continente y unos hombres que, en cambio, sí sentían, de modo irresistible, una atracción fascinadora por culturas ajenas a la propia. No cabe duda de que determinadas causas entre las que cabe mencionar los adelantos técnicos, el mejor conocimiento de los mares y costas, la apertura de rutas interiores, la mejor cualificación de marineros y exploradores, el interés de los gobiernos por las áreas coloniales y hasta el espíritu científico, favorecieron los viajes y ampliaron nuevos horizontes. El espacio europeo parecía pequeño después de las expediciones marítimas y continentales del siglo XVII, entre las que brillaron con luz propia la expedición de Baten al Círculo Polar en 1615; las de Van Diemen por Malasia, Australia y China, entre 1636 y 1648; la presencia de T. Mohlen en el paso del Noroeste, en 1675, o la misión francesa de Siam, en 1685. Ahora bien, todavía persistían viejos problemas, pues las condiciones de vida a bordo de los barcos no habían mejorado demasiado y los navíos, hasta con más de 600 hombres de tripulación sufrían las consecuencias del hacinamiento junto a las enfermedades, la falta de asistencia sanitaria, la mala alimentación y la rigurosa disciplina. Generalmente, los marineros procedían de las bajas capas sociales, huían del servicio en las fuerzas armadas y no contaban con una preparación suficiente en la mayoría de los casos. Dados los múltiples intereses ultramarinos, los barcos aumentaron en proporciones y velamen para convertirse en más veloces, maniobrables y resistentes. Francia, Holanda e Inglaterra aportaron por separado sus experiencias marítimas, adquiridas en los diferentes espacios comerciales, con los barcos balleneros y sus aparejos de tres mástiles, las embarcaciones del tipo indiman o la fabricación de galeones, usados en las grandes singladuras. Tales conocimientos se plasmaron en una mayor preocupación por los materiales, la exactitud de los planos, la precisión de los cálculos en la construcción y la aplicación de las prácticas náuticas. Hacia 1725, los arcos graduados con miras telescópicas acopladas y los micrómetros oculares reticulados alcanzaban gran precisión. También la ecuación aplicada a todas las observaciones para corregir la refracción provocada por la atmósfera de la Tierra mejoró a lo largo de toda la centuria. Pero los verdaderos promotores de la astronomía de posición fueron Bradley, Mayer, De Lacaille y Delambre. Aumentaron el conocimiento de las estrellas en relación con el movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol y acoplaron los instrumentos para que las correcciones fueran detectadas. Los astros fijos serían las referencias naturales que permitirían el estudio de la rotación de la Tierra y los movimientos en torno al Sol. El experto cartógrafo T. Mayer elaboró las mejores tablas lunares y, al centrar el problema práctico de la descripción del movimiento lunar sin preocuparse por las matemáticas, pudo determinar con éxito la longitud en alta mar, con una desviación de más/menos un grado. Otros científicos, continuadores de su trabajo, perfeccionaron las tablas de cálculo y realizaron censos de estrellas móviles. La determinación del momento exacto de paso por el meridiano no despertó gran interés hasta que los relojes no fueron lo suficientemente perfectos como para permitir asegurar a tales mediciones una precisión comparable a la de la medición de las alturas, sólo posible cuando se eliminaron problemas como los efectos térmicos en el regulador. La fabricación del sextante desbancó la navegación a la estima, basada en el conocimiento de la ruta seguida y en el cálculo de la velocidad con la corredera. Imaginado por Newton, y difundido en 1731 por Hadley, consistía en dos miras, una directa, la otra reflejada por un espejo orientable y recogida por otro espejo situado en el trayecto de la primera mira. Hacia 1770 ya se habían solucionado todos los problemas de los cronómetros, tan necesarios en náutica, porque se había perfeccionado el mecanismo de escape y asegurado la regulación automática de la longitud de la espiral, compensando los efectos térmicos. Logros semejantes se alcanzaron en la ballestilla, el astrolabio y el cuadrante, en sus diversas variantes, se mejoró la brújula, el empleo del reloj de arena, el manejo del barómetro, etc. Los avances cartográficos, con la utilización de los sistemas de proyección Mercator, basados en la representación de los meridianos y paralelos terrestres, el uso de mapas cuadriculados y la elaboración de nuevas cartas, permitieron el mejor conocimiento de la superficie de la Tierra. Durante gran parte del siglo XVIII sobresalieron los franceses, en especial D'Ainville, con sus mapas de China y de Francia, y La Perouse y D'Entrecasteaux, con sus anotaciones sobre puntos geográficos del Mar de la China y de la Polinesia. Aunque ya muy debilitado, el espíritu evangelizador permanecía en el Setecientos y los jesuitas, franciscanos, dominicos y agustinos estaban presentes en América, África y Asia. Generalmente, ya habían entrado en contacto con la población y los poderes políticos durante la centuria, precedente, pero ahora todavía seguían acompañando a los expedicionarios e, incluso, penetraban en territorios desconocidos por propia iniciativa. El afán de proselitismo había dado paso a la difusión de la religión de una manera más flexible, tomando en consideración la cultura indígena y mostrando una mayor preocupación por el entorno geográfico, lo que justifica en la mayoría de las órdenes la presencia de laboratorios de curiosidades. La Santa Sede había asumido el mantenimiento de las misiones, que habían dejado de depender de los avatares políticos y económicos, y, en consecuencia, había creado una doctrina y unas normas misionales comunes para cualquier misión, en cualquier punto del orbe terrestre. Se disponía de un servicio cartográfico, una imprenta poliglota y de centros documentales propios, en los que podía encontrarse informaciones aportadas por generaciones de misioneros. El sincretismo entre evangelización y cultura indígena otorgó al religioso una misión fundamental, la predicación, y, a tal efecto, se exploraban territorios desconocidos. En el siglo XVIII, la Sociedad de Misiones dirigía la difusión del Evangelio fuera de Europa y, en no pocas ocasiones, se oponía a la explotación colonial porque contradecía sus enseñanzas. A pesar de esa presencia, la idea de la misión siempre resultaba extraña a los nativos y no existía ningún grupo dentro de esas sociedades que sirviese de mediador, es más, las clases altas se oponían a las visitas de los misioneros porque sus predicaciones atentaban contra el orden político, social, cultural y hasta económico establecido. En definitiva, el siglo XVIII contempla el retroceso, cuando no la paralización, del espíritu misional y la creciente oposición a la difusión de las doctrinas cristianas, siempre condicionada a la aceptación previa de jefes y gobernantes. El afán de lucro que animaba a los exploradores fue uno de los principales motivos para los descubrimientos en el hemisferio austral. Obsesionados por la apertura de nuevas rutas, buscaron los pasos del Noreste y Noroeste, soportaron los viajes por el Pacífico, iniciaron la penetración en África, recorrieron el oeste americano, cruzaron Siberia, llegaron al océano Glacial Ártico, viajaron por Nubia y Egipto, atravesaron la Tierra de Fuego, realizaron varios viajes de circunvalación o penetraron en Australia. Sin embargo, fue la zona del Pacífico la que despertó mayor interés porque había sido poco frecuentada hasta estos momentos debido a los peligrosos vientos y corrientes cuando se procedía de América, a los arrecifes y bajíos hallados desde Indonesia y, por último, a las innumerables islas que requerían un cartografiado minucioso con la correspondiente inversión de tiempo y dinero que las potencias marítimas no estaban dispuestas - a aceptar, comprometidas ya como estaban en otras empresas a todas luces más rentables. A pesar de todo, después de 1763, los viajes se intensificaron y obtuvieron buenos resultados, como demuestran las empresas de Cook, entre 1768 y 1779, por Nueva Zelanda, Australia y el mar Ártico. Todavía persistían ciertas ideas míticas que estimulaban el deseo de aventuras, como ciudades de oro o islas legendarias paradisíacas, pero no representaban los únicos móviles, ya que en los viajes predominaban los objetivos concretos y el azar quedó descartado. Mucho más preparados, los exploradores no dejaban nada a la improvisación, valoraban las diferentes civilizaciones, esperaban el reconocimiento del país y la consecución de sus proyectos. Aunque no pertenecían a una clase social concreta, se identificaban por su elevado nivel cultural y el deseo de aventuras y riquezas y logros científicos. No obstante, las fábulas estuvieron en la base de la literatura de viajes porque el autor procuraba despertar la curiosidad y la atracción de los lectores y se relataban junto a las descripciones resultado de la experiencia directa. Estos trabajos carecían de los aspectos novelescos de los pioneros de los siglos XV y XVI, pero, por el contrario, proporcionaban las primeras explicaciones exactas de los continentes y mares, contribuyendo de forma decisiva a la formación de un espíritu científico e investigador. Los libros de viajes de Dampier, especialista en botánica, meteorología o hidrografía, originaron una corriente literaria en Inglaterra cuyos rasgos esenciales fueron fijados por Defoe, en Robinson Crusoe, y Swift, en Los viajes de Gulliver; en Francia destacaron las narraciones de Cabot, Baudier, Chardin o Bernier. Hubo una idealización del significado de las diferentes religiones y de la vida primitiva, que cristalizó en la idea del noble salvaje. Cuando Marsden escribió su Historia de Sumatra, trató de hacer ver la irritación suscitada por las costumbres europeas entre los sumatrinos para demostrar la existencia de visiones diferentes. Asimismo, las publicaciones de los diarios de a bordo también sobresalieron por su valor científico y resultaban diferentes porque recogían datos más precisos, muy variados y con una redacción escueta y simple. No cabe duda de que los sucesos internos e internacionales de Europa influyeron en el mundo extraeuropeo y condicionaron los descubrimientos. Los lazos de dependencia de las colonias con las metrópolis las convirtieron en una caja de resonancia al verse afectadas por las guerras y las rivalidades económicas. Bastantes exploraciones y viajes se iniciaron para debilitar las posiciones enemigas y acabar con la competencia en los escenarios ultramarinos; así la Paz de Aquisgrán de 1748 y el Tratado de París de 1763 organizaron los espacios coloniales. Sin embargo, esas áreas no ocupaban un lugar destacado en los conflictos y siempre quedaban relegadas en las mesas de negociaciones a la conclusión de los temas prioritarios continentales. Tampoco existía rivalidad entre los gobiernos y los pueblos no europeos, a consecuencia de los diversos intereses en juego. De hecho, las disputas bélicas dejaron paso a las pugnas científicas y económicas porque resultaba muy difícil el mantenimiento de ejércitos en zonas tan lejanas. Pero, en todas las empresas había intereses comprometidos e incluso las de objetivos científicos perseguían la recogida de información múltiple que sirviese para posteriores proyectos de cualquier tipo. Las misiones e instrucciones ordenaban los contactos pacíficos con las poblaciones nativas, para que no pusiesen inconvenientes a las campañas de reconocimiento; precisaban la necesidad de explicación de los problemas geográficos y de ciencias naturales desconocidos como uno de los objetivos prioritarios y mantenían una actitud abierta ante cualquier hallazgo novedoso. Se extendió la idea de que los descubrimientos aumentaban el poder marítimo nacional y el prestigio de la Corona y alentaban el comercio y la navegación. Por ello no era extraña la falta de una normativa precisa que regúlase el comportamiento de los exploradores cuando surgiesen conflictos militares con naciones europeas o gobiernos locales. Abundaban las colecciones y gabinetes de historia natural. Buffon encargaba, para el jardín Real de París, a los viajeros y funcionarios de países lejanos el envío de animales, pieles, plantas y minerales para su exposición e investigación. Y los naturalistas profesionales reunieron valiosas informaciones sobre fauna, flora, gabinetes, bibliotecas, cartografía, etc., y se organizaron importantes expediciones, destacando las rusas al Asia Central y Siberia, en especial la primera, en 1733-1742, con la participación del botánico Gmelin y el zoólogo Steller, quien realizó experimentos inéditos con los vertebrados de Kamtchaka. Tras los avances zoológicos de Linneo, empezó a configurarse una geografía faunística importante porque estuvo en la base de todos los inventarios comparados. El espíritu investigador, en consecuencia, fue una de las principales motivaciones para las campañas expedicionarias, aunque siempre bajo la tutela de los gobiernos. En el Setecientos, las academias organizaron numerosos viajes destinados a la investigación, que promovieron la creación de los Estados Mayores Científicos orientados a la experimentación altruista. Las expediciones se convirtieron en acontecimientos de notable importancia por el elevado número de barcos aprestados y de hombres participantes, por la precisión de los proyectos, la minuciosidad de la planificación, la abundancia de medios materiales y el respaldo social. Se impuso la observación meticulosa de los navegantes con formación frente a la credulidad y prejuicio anteriores y, de este modo, la ciencia quedó liberada de la justificación religiosa y moral de sus resultados. Las colecciones de viajes pasaron a formar parte de todas las bibliotecas, y filósofos, físicos, naturalistas y geógrafos esperaban la publicación de los nuevos relatos para realizar comparaciones, resaltar las contradicciones o proponer soluciones a los problemas sin resolver. La Academia de Medicina y la Academia de Ciencias francesas presentaron un cuestionario sobre las hipótesis de índole general que afectaban a la geografía, la física, la química, la botánica, la zoología, la medicina y la etnología. Afirmaciones como las relativas a pueblos de gigantes o enanos, supersticiones o tierras llenas de metales preciosos quedaron desbancadas. Se reivindicaba un conocimiento universal para hacer frente al conjunto de fenómenos de la naturaleza y, por ello, en las expediciones se integraron especialistas en determinados campos con el fin de estudiar y resolver problemas concretos. Es suficiente elegir un solo espacio explorado en el siglo XVIII para encontrar todas las motivaciones que hemos analizado. En África y el Próximo Oriente: en 1700, Poncet y el padre Javier de Brèvedent viajaron por el desierto de Nubia y Libia, recorrieron el Nilo Azul y elaboraron la cartografía de Etiopía; Van Riebeek descubrió en 1702 una gran extensión costera entre Falsa Bahía y Bahía de Algoa; en 1717, André Brüe volvió al Senegal y penetró en busca de las fuentes del Níger; el padre Labot, en 1720, reconoció la costa occidental africana, sobre todo el Congo. Expediciones danesas recorrieron Arabia y Alejandría en 1760; entre 1768 y 1772, Bruce buscó las fuentes del Nilo; en 1788 se creó en Londres la Sociedad Africana, como centro de descripción y experimentación para el Continente; por último, Mungo Park recibió entre 1795 y 1797 respaldo oficial para verificar la orientación del Níger y describir las ciudades y habitantes de la zona. Sin embargo, el dominio de Europa sobre el mundo que intenta descubrir y explotar se concretó sobre todo en el siglo XVIII. Los contornos de los continentes ya se conocen perfectamente y los océanos sólo conservan unos pocos secretos, excepto al otro lado de los círculos polares. Lo que más interesa a Europa es América. Dentro del sistemático planteamiento que de los problemas de España llevan a cabo los representantes de la Ilustración, el Imperio español recibirá una atención constante. Desde la instalación de Felipe V en el trono español, se inicia un periodo de sucesivas reformas que virtualmente alcanzan hasta el momento de la Emancipación. Durante los reinados de los dos primeros Borbones, América va entrando cada vez más en la problemática política internacional y se convierte en uno de los escenarios bélicos decisivos. Pero, desde el punto de vista español, las Indias son un importante mercado que cultivar y defender y las medidas gubernamentales tendrán dos vertientes, la que mira a la implantación de una administración más ágil y enérgica, adecuada a su protección militar, y la que se orienta a la promoción de nuevas empresas mercantiles. En 1743, José de Campillo y Cosío escribe su "Nuevo sistema de gobierno para la América", todo un programa de reformas que va desde la ejecución de una visita general a todo el imperio, hasta la proclamación de la libertad de comercio, pasando por la implantación del sistema de intendencias, proyectos que se verificarán en el Setecientos. Lo viejo y lo nuevo conviven en un difícil equilibrio que termina por romperse en detrimento de lo tradicional. Las innovaciones legales acometidas por los Imperios español y portugués son acompañadas o precedidas de un cambio de mentalidad que se acentúa progresivamente a lo largo de todo el siglo tendiendo a cuestionar el legado del pasado, a revisar críticamente el presente y a acoger con beneplácito las iniciativas de reforma. Las reformas económicas fueron, por su parte, la respuesta fracasada de los gobiernos metropolitanos peninsulares a la penetración comercial británica y francesa en los puertos y ciudades americanas pues no se pudo hacer cambiar la orientación del Imperio americano hacia otras potencias europeas, que eran las verdaderas metrópolis económicas de las Indias. Los colonos franceses e ingleses de América del Norte se hallaban en un mar de bosques que ocupaba una extensión equivalente a la cuarta parte de la superficie de Europa. Los indios fueron sucesivamente derrotados y rechazados. Las colonias francesas de América del Norte comprendían varios territorios, de los que destaca Nueva Francia, cuya parte esencial era el Canadá. Aunque el Tratado de Utrech le había amputado una parte de Acadia, de Terranova y de la bahía de Hudson, Nueva Francia contaba con tres elementos principales: el valle de San Lorenzo, los restos de la antigua Acadia y una serie de misiones jesuitas y de puestos de mercaderes de pieles. Francia se interesaba muy poco por estos territorios que, a excepción de las pieles, daban productos demasiado parecidos a los de la metrópoli. Por su parte las colonias inglesas estaban muy divididas. Independientes, sentían indiferencia u hostilidad unas hacia otras. Estaban separadas entre sí por grandes distancias y malas comunicaciones. Diferían por sus condiciones naturales, por el tipo de vida, por ciertos intereses. En el Sur -Maryland, Virginia, las Carolinas, luego Georgia- predominaban las grandes propiedades, de cultivos comerciales. El Norte o Nueva Inglaterra -New Hampshire, Massachussetts y Maine, Rhode-Island, Conneticut estaba formado por comunidades de pequeños propietarios. Y el Centro -Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware- contaba con propiedades de todos los tamaños. Sin embargo, las colonias poseían algunos intereses semejantes que podían unirlas contra el Gobierno inglés. Hacia 1780 se abre la era de su independencia, prueba del triunfo de la civilización occidental en el Nuevo Mundo. La independencia de los Estados Unidos, proclamada en nombre de los principios europeos, sirve de ejemplo a la aristocracia criolla de los Imperios español y portugués, también impregnada de aquellas ideas. Por el contrario, el continente africano no parece salir de sus siglos de silencio y oscuridad. Era un mundo aparte. En el Norte, desde el mar Rojo hasta el Atlántico, encontramos una serie de sociedades musulmanas, vasallas del Imperio otomano, el cual las aislaba de Asia, rechazaban a los infieles. Pero, sin duda alguna, el acontecimiento más importante del siglo XVIII será la aparición de organizaciones preestatales en el interior de las tierras costeras. En general, los europeos se alejaban muy poco de algunos puestos dispersos en la costa; es muy poco lo que de África nos dan a conocer y, en los mejores mapas, el interior aparecía en blanco o bien lleno de trazados imaginarios. Desde las riberas atlánticas de África a las orillas del Indo, el Islam dominaba e imponía su civilización a un conjunto diverso de comunidades y pueblos. Una fe única que iba acompañada de obligaciones sociales e individuales codificadas desde hacía largo tiempo y que unificaba las mentalidades de grupos étnicos y políticos de origen muy diferente. Una cultura caracterizada por la preeminencia de la vida intelectual de ciencias religiosas y jurídicas basadas en la tradición. Una sociedad que otorgaba el primer lugar, al lado de la autoridad temporal, a los doctores de la ley. Unidad reforzada también por rasgos geográficos comunes de la zona subdesértica, que imponía una economía de desarrollo retardado, basado en la riqueza procedente de la tierra y en el gran comercio. Sin embargo, este sentimiento de unidad no podía prevalecer totalmente sobre la conciencia de los enfrentamientos internos. A los imperios autoritarios surgidos de la conquista árabe habían sucedido desde hacía largo tiempo, por el juego de los intereses económicos y los apetitos dinásticos, reinos y principados. Bajo su unidad real, el Islam no dejaba de encontrarse diversificado en civilizaciones originales que se explicaban en buena medida por las circunstancias históricas. En este inicio del siglo XVIII, tanto el Islam turco del Imperio otomano como el del Irán de la dinastía safaví o el del Imperio decadente de los grandes mogoles representaban civilizaciones en las que, a pesar del primer plano otorgado a la religión común, se afirmaban caracteres originales y especificidades nacionales. En Asia, los rusos progresan lentamente por las llanuras siberianas; en 1787 se llega a la península de Kamtchatka, por tierra. Por otra parte, la compañía holandesa de las Indias Orientales sigue obteniendo importantes beneficios en las plantaciones de Ceilán e Insulindia, mientras los ingleses construyen un gran imperio en la India. El Imperio turco resiste aún a la penetración occidental, pese a su decadencia ya irremediable y a las ambiciones cada vez mayores de las potencias europeas. Los nómadas del Turkestán impiden a cualquier extranjero el acceso a las estepas de Asia central y siembran la inseguridad entre sus vecinos con repetidas agresiones. Japón vive en un aislamiento casi total, pero superpoblado, y con una grave crisis social que empieza a poner en duda la validez del régimen shogunal. En cuanto a China, es el principal bastión de resistencia a la influencia europea; sin embargo, bajo el mandato de Ch´ien-Lung (1735-1796) el Imperio chino alcanzó sus límites naturales y la mayor extensión de su historia, desde Mongolia a Birmania. Pero esta situación señaló también el comienzo de la decadencia. La burocracia, ideológicamente conservadora y basada económicamente en la propiedad territorial, resultó incapaz de hacer frente a las necesidades derivadas de la incorporación de los pueblos extranjeros. Los europeos, convencidos desde hacía tiempo de la unidad espiritual del género humano y de la superioridad del estado natural, sintieron vivo interés por los indígenas de Oceanía. Bougainville y Cook los observaron apasionadamente. Los Forster, que acompañaron a Cook en su tercer viaje, crearon, junto con Buffon, la ciencia de la formación y de la clasificación de las razas, la etnología. Europa creyó hallarse ante razas primitivas, en realidad no se trataba de primitivos, sino de pueblos que habían pasado por una larga evolución, la mayoría de los cuales habían conocido incluso una civilización superior, pero que al llegar los europeos estaban en pleno retroceso. En el siglo XVIII, los hombres del Viejo Mundo no se disputaron esos maravillosos países, que no eran lo que ellos habían buscado. En 1772, el capitán Crozet tomó posesión de Nueva Zelanda a la que dio el nombre de África Austral, mas no dejó en ella ningún establecimiento. El primero fue obra de los ingleses en Australia. Desde 1776, la Guerra de Independencia americana impedía que los reclusos siguieran enviándose a Virginia. En 1786, el Gobierno inglés decidió crear una colonia penitenciaria en Botany-Bay. Allí llegó el capitán Philippe, el 18 de enero de 1788, y desembarcó 717 condenados, entre ellos 188 mujeres, dejándolos a la vigilancia de los marineros y un puñado de oficiales. Fueron los modestos principios de Australia.
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La mujer tenía un papel de gran importancia en la dirección del hogar. Se encargaba de la educación de sus hijos, supervisaba y administraba la casa, se ocupaba de la servidumbre y de su marido. Un papel de dirección aunque la imagen externa que ofrecía era de subordinación al hombre. Las mujeres de las clases más adineradas, ya fueran casadas o solteras, llevaban una vida tranquila y cortés centrada en el hogar y en la iglesia. En sus hogares y en las reuniones sociales no debían desplegar inteligencia sino ser capaces de una charla agradable y vivaz, bailar, tocar la guitarra o cantar. Siempre iban acompañadas cuando salían de sus casas y las bien educadas no se mezclaban con la gente vulgar. Aunque las invitaban a fiestas, bailes y tertulias quedaban excluidas de las muchas reuniones que abundaban en la vida social de los hombres. Las indias, negras y castas se contrataban solas o con sus maridos para realizar trabajos domésticos en casas, estancias, haciendas. También ayudaban al marido en el campo o hilando y tejiendo mantas en sus casas para pagar los diversos impuestos que pesaban sobre la familia indígena. En los talleres de las zonas urbanas, criollas y mestizas aprendieron en la convivencia con sus maridos artesanos, el oficio que heredarían en su viudez y que luego pasarían a hijos o yernos. No tuvieron las mismas oportunidades que las esposas de los encomenderos o de la oligarquía que los reemplazó, pero no eran ajenas a algunas dignidades. A diferencia de las mujeres de clase modesta en España podían disponer de sirvientes, usar ropas lujosas y joyas, al igual que ciertas formas de comportamiento. A la larga podían relacionarse con las grandes señoras a las que servían. Les pedían que fueran madrinas de sus matrimonios y procuraban imitarlas en todo lo posible. Gráfico La señora de la casa planeaba o por lo menos aprobaba el menú para la comida y los lugares en la mesa, pero las sirvientas eran las que compraban y preparaban los alimentos. Las mujeres de elevado nivel social no se dedicaban a desarrollar dotes culinarias ni recetas especiales. Las mujeres departían con sus amigas y parientas durante el día mientras los hombres atendían sus asuntos de negocios. Cosían o bordaban en grupos. También, se reunían a jugar a las cartas y otros juegos. Las visitas tenían lugar por la tarde, después de la siesta y eran recibidas en el salón, donde se servían bebidas, vino o chocolate. Era la ocasión para comentar novedades de la ciudad, presentar las habilidades de sus hijas o anunciar matrimonios y noviazgos. En el día las mujeres y los niños no se aventuraban a las calles y los parques. Las mujeres de clase social alta no iban a comprar ropa, ni muebles ni adornos. En lugar de ellas costureras y artesanos las atendían en sus propias casas, recibían sus especificaciones y regresaban a sus tiendas a confeccionar los pedidos. Cuando las mujeres y los niños visitaban a parientes o amigos viajaban en carruajes cerrados, siempre con acompañantes. Casi la única actividad en que madres y niños de este grupo social participaban regularmente fuera de sus hogares era para asistir a las funciones religiosas. Las mujeres y sus hijos formaban parte de los asistentes a las misas entre semana. Las mejores bancas, cuando había, estaban reservadas para ellas. Las de clase acomodada se dedicaban a su devoción religiosa tanto pública como privada. Rezaban sus oraciones en casa, a veces en capillas privadas y frecuentemente acompañadas por clérigos de la familia que funcionaban como directores espirituales para el resto de los parientes. Asistían a oficios públicos religiosos y hacían actos de caridad, adornaban iglesias, arreglaban procesiones, visitaban a mujeres presas y ayudaban en hospitales y enfermerías. En los hogares más modestos una de las labores cotidianas más importantes era encender y conservar el fuego. Era una labor esencialmente femenina. El día comenzaba precisamente cuando prendían las primeras brasas en la cocina. Las seis comidas que se acostumbraban en la época colonial obligaban a mantener encendido el fuego en la cocina y a una gran actividad de las mujeres de la casa. Por la noche, debía mantenerse a mano un tizón encendido para iluminar cuartos y corredores. Otra tarea asociada a las mujeres era el agua. Se traía a la casa en pesados toneles desde los arroyos o las fuentes y se distribuía en pequeños recipientes por las habitaciones para la higiene personal. En la cocina era necesaria para la cocción de los alimentos y para limpiar los utensilios y cubiertos. En el patio se almacenaba para dar de beber a los sirvientes y animales. También eran las mujeres las que aseaban a niños y enfermos, lavaban la ropa, almacenaban la leña y la disponían en la cocina y se encargaban de salar las carnes. Las indias de los pueblos conservaban la costumbre secular de preparar ocho tortillas de maíz para cada miembro de la familia. Esta tarea ocupaba casi todo el día porque se tardaba muchas horas en moler todo el grano. El maíz, una vez molido, se cocía con cal, se amasaba y se hacían las tortillas. Antes de la merienda se tostaban y rellenaban de carne. El resto de la tarde dedicaban las horas restantes en trabajos de alfarería, hacer o remendar prendas de vestir y trabajos de bordado. No solían acompañar a sus maridos a los campos de maíz, sino que se encargaban de mantener la huerta que cultivaban junto a sus casas. La invención del molino de maíz, ya en el siglo XIX, supuso un alivio en el trabajo de estas mujeres. Los embarazos, alumbramientos y enfermedades, e incluso la muerte, eran acontecimientos que se tenían dentro del propio hogar. Las embarazadas recibían a sus amistades, pero en general solían alejarse por completo de la sociedad. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII era la comadrona la que se encargaba de asistir el parto, también en las familias de clase alta. Fue la mentalidad ilustrada la que empezó a cuestionar severamente la labor de las parteras y comadronas, una mentalidad que puso las bases de lo que serían los principios racionalistas de la moderna obstetricia. Una vez que la mujer daba a luz permanecía en su recámara, en cama, durante varios días o semanas después del parto. Al bebé no se le daba el pecho materno, sino que pasaba a manos de una nodriza, quien visitaba la casa varias veces al día, e incluso se quedaba a vivir hasta que el niño fuera destetado. No era corriente contratar niñeras para cuidar a sus hijos ni institutrices para la educación de los adolescentes, sino que los niños eran integrados a la vida social de los padres cuando aún eran bastante jóvenes, al comer con ellos y sus invitados. En la progresiva integración del niño a la vida familiar tendrá también que ver el desarrollo de la mentalidad ilustrada, a partir del siglo XVIII. Ilustrados y médicos promueven la desaparición de la nodriza y defienden con énfasis los beneficios de la lactancia materna. En sus argumentaciones suelen mezclar razones científicas con otras menos racionales, marcadas por los prejuicios hacia la raza negra, de donde procedían generalmente las amas de leche. El discurso ilustrado presentaba una nueva feminidad en todos los sentidos y la mujer debía cumplir su función natural en el hogar. Por eso, insistían en que la educación estuviera en manos de las madres, una responsabilidad de la que no podían desentenderse, dejándola en manos de las nodrizas, por considerar a las negras y mulatas como mujeres "corrompidas y llenas de vicios". Las mujeres no sólo aseguraban la herencia y el linaje, sino que introducían el lado afectivo de la vida. A través del cuidado de la casa y del mantenimiento de las costumbres familiares reproducía el hogar de la patria lejana. Es claro que la mujer participó activamente en la construcción de la cultura colonial del Nuevo Mundo por ser el eje principal del núcleo familiar, donde se transmitían los valores culturales de base. Se puede decir que hicieron que la tierra fuera más habitable y la vida diaria más atractiva. En torno a ellas se formó la familia hispanoamericana, núcleo de la sociedad, que garantizó la vigencia de principios éticos y buenas costumbres. Unas comunidades hogareñas que facilitaron la transculturación y la creación de la sociedad hispano-criolla.
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El mundo indígena Una de las cosas que más llamó la atención a Cabeza de Vaca fue la extraordinaria movilidad de las tribus indígenas, como si buscasen un asiento definitivo; otra, la práctica unidad lingüística de todos estos pueblos. No iba descaminado, pues todos ellos pertenecen a la gran familia tupí-guaraní, que se encuentra dispersa por el llamado cono sur, desde los Andes al Atlántico, y desde las Guayanas hasta el Río de la Plata. Para ocupar tan extensa área geográfica, los tupíes realizaron grandes emigraciones poco antes de la conquista, durante ésta, y de ahí el interés de los Comentarios, e incluso más tarde. Por otra parte, y volvemos a resaltar la información de Cabeza de Vaca, el foco de dispersión de la familia tupí debe situarse en el área comprendida entre el Paraguay y el Paraná; de donde se desplazan hacia el Norte, hacia las Guayanas, o siguen hacia el Este, hasta las costas atlánticas, adonde llegan en muchos lugares, a la segunda mitad del siglo XVI. Se dice que esta larga emigración hacia el Este tendría por objeto llegar a la tierra sin mal, hacia el Paraíso, que sus mitos hacen buscar más allá del mar oriental. Pero también, por su origen, explicaría la pervivencia de recuerdos peruanos, hasta el punto de que se les considera los divulgadores de la cultura andina por la costa atlántica. Esto explica la ya citada emigración hacia el Oeste de Alejo García en 1522, que con dos mil guaraníes llegó a territorio peruano, y a su regreso fue asesinado. Casi contemporánea de Cabeza de Vaca, es preciso citar la emigración de unos doce mil tupíes en 1539, desde las costas del Brasil hasta el Perú, llevando entre sus conductores a un portugués llamado Matheo. Iban en busca de su Rey blanco, sinónimo por otra parte de inmortalidad; diez años después, en 1549, apenas cuatrocientos de ellos llegaban al territorio de Chapapoyas en el Perú21. El Rey blanco era el Inka. En la actualidad, casi todas estas tribus tupi-guaraníes que citara Cabeza de Vaca prácticamente han desaparecido; bien por pura extinción, no superando el proceso aculturador; bien porque, una vez más, han emigrado hacia otros lugares en los que puedan mantener su identidad. Siguiendo la ruta de Alvar Núñez, vamos a intentar señalar las principales tribus que casi han desaparecido: los carios, que se encontraban en la costa brasileña de Santa Catalina, están extinguidos; quedan, en la región de las fuentes del Igua?u y del Uruguay unos pocos botocudos. Existen todavía, en estado casi independiente, los guayaquies, entre el Paraná y las fuentes del río Tibicuary; los cainguas, al norte del Paraguay; más al occidente, los chanes, en vías de extinción; y, en estado selvático, los yanacuinas, en el río Parapití. Han sufrido una gran merma los bororós, que si todavía a mediados del siglo pasado se extendían desde el Paraguay hasta más allá del Araguaya, hoy tan solo ocupan unos doscientos kilómetros de la alta cuenca del San Lorenzo, afluente del Paraguay. También se han extinguido casi por completo la belicosa tribu de los agaces, igualmente conocidos como payaguas o lenguas, que serán finalmente dominados por los españoles en el siglo XVIII, y de los que quedan, según dice Pericot, unos pocos ejemplares, muy degenerados, en Asunción; igualmente no han desaparecido los tobas, a los que los españoles llamaban frentones o frontones. A orillas del Paraná y en el Río de la Plata, hasta muy cerca de Buenos Aires, se encontraban en la época de Cabeza de Vaca, y hoy extinguidos, los querandíes; la misma suerte han corrido los charrúas o chanas, emplazados desde el río Uruguay al Paraná; y los puelches, que obligaron con sus constantes ataques a despoblar el Buenos Aires fundado por Mendoza. Resumiendo, podemos decir que casi toda la población indígena que conoció Alvar Núñez ha desaparecido. Desaparición aceleradísima, sobre todo, a raíz de la Independencia, cuando los indios, desprotegidos ya de las Leyes de Indias, se van a ver acosados por los colonos blancos hasta su desaparición; y los que han sobrevivido, al igual que los caribes, se han salvado del exterminio blanco, rápido o lento, gracias a su eterna emigración, en busca del Paraíso perdido, lo que les ha llevado a lo más intrincado de la selva, al estado natural.
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Se ha considerado a la imprenta de Gütemberg como uno de los inventos más revolucionarios de la Historia de la Cultura en cuanto que, por primera vez, permitió difundir las ideas y la información entre miles de personas distribuidas por amplias zonas geográficas, y un medio, por tanto, con el que se facilitó el acceso a la cultura de amplias capas sociales.Durante la Primera Revolución Industrial se siguieron buscando nuevos medios de comunicación y de difusión de información. Baste mencionar los nombres de algunos inventos como la telegrafía, la telefonía, la radiofonía, la televisión, etcétera, para evocar el impacto social que los mismos tuvieron en las actividades económicas y en la vida cotidiana durante los últimos ciento cincuenta años de nuestra historia. Cada sistema de comunicaciones implica una red asociada. La estructura de estas redes tiene una importancia social nada desdeñable, puesto que unas permiten la comunicación interpersonal (como es el caso de la telefonía o telegrafía) y otras (radio, televisión), por el contrario, reducen a la mayoría de las personas a la condición de meros receptores de información. Las redes correspondientes al primer tipo, llamadas redes simétricas, tienen por característica esencial que cada punto de la red sea, a la vez, transmisor y receptor; produciendo una situación análoga a la del habla, en la que cada individuo puede hablar y escuchar, y en la que son posibles el diálogo y el coloquio. Por el contrario, en las redes del segundo tipo, llamadas asimétricas, sólo se emiten los mensajes desde unos pocos puntos y se reciben desde una infinidad de ellos; además, no es posible convertir el receptor en transmisor y no se pueden, por tanto, establecer el diálogo ni el coloquio.Las nuevas tecnologías de la información permiten construir redes en las que se integran ambas estructuras, en las que sea posible el diálogo y al tiempo faciliten a millones de personas el acceso a la misma información, si así lo desean. Un ejemplo de este tipo de redes, que se están expandiendo por todo el mundo, es Internet. El soporte de este nuevo tipo de difusión de información lo constituyen las redes informáticas, que facilitan a millones de personas la recepción de datos de la colectividad, al tiempo que los mismos u otro gran número de personas pueden introducir, con facilidad, información para que se distribuya por la red.No deja de ser curioso el origen histórico del popular y anárquico Internet por lo antagónico con relación a su actual uso. Cuando en octubre de 1957 la Unión Soviética lanzó su primer sputnik, los Estados Unidos percibieron que su territorio quedaba al alcance de los misiles soviéticos. Con los medios tradicionales de comunicación no era posible, con la celeridad necesaria, prevenir un ataque nuclear. Además, las redes de comunicación existentes eran muy vulnerables por su estructura, ya que los órganos centrales de información, aunque estuvieran en retaguardia, tenían difícil defensa y eran uno de los primeros objetivos de los posibles ataques intercontinentales. La destrucción de los órganos centrales dejaría inservible todo el sistema de comunicaciones de la defensa.Por supuesto no era este el único problema estratégico que planteaba la nueva situación, y el lanzamiento del sputnik dejaba patente un relativo atraso en la tecnología militar de los Estados Unidos en los momentos centrales de la guerra fría. Para afrontar esta situación, el Departamento de Defensa de los EE.UU. creó una oficina para promocionar y subvencionar proyectos de investigación. Esta oficina tomó el nombre de ARPA (Advanced Research Projects Agency), y entre sus proyectos se incluyeron los relativos a la definición y estructura de redes seguras de comunicaciones. Los resultados de estas investigaciones darían origen a la popular y pacífica red Internet contemporánea.En 1962 Paul Baran, un investigador de la RAND Corporation, publicaba sus ideas sobre redes distribuidas de comunicación, y entre ellas exponía la muy fecunda de conmutación de paquetes como alternativa a la tradicional conmutación de líneas. Durante los años siguientes, en investigaciones subvencionadas por ARPA y realizadas en el MIT (Massachusetts) y en Santa Mónica (California), se desarrollaba la red ARPANET, que se hacía pública (con cuatro nodos) en 1967. ARPANET tenía en 1971 quince nodos civiles agregados a la red, pertenecientes a Universidades y Centros de Investigación de los Estados Unidos. En 1973 se establecieron las primeras conexiones internacionales con Inglaterra y Noruega. Seis años antes se habían puesto en marcha, en Inglaterra, la red NPL Data Network, en el Laboratorio Nacional de Física de Middlessex.Para facilitar la conexión entre ordenadores se buscaron acuerdos para definir protocolos de comunicación (éstos son información que se agrega a los mensajes transmitidos sobre características físicas de estos mensajes, así como información relativa al origen y destino de la información). En 1974 Bob Kahn y Vinyon Cerf definían el protocolo TCP (Transmision Control Program) y algo más tarde se definió IP (Internet Protocol). Ambos protocolos jugaron un papel de importancia capital en la difusión de Internet. También por estas fechas, el sistema operativo Unix incluía la facilidad UUCP (Unix to Unix CoPy) que facilitaba la comunicación entre ordenadores. En 1981, en la City University de Nueva York se creaba la red BITNET, y en Francia la empresa Telecom lanzaba su red Minitel con gran éxito. En Europa se establecía la red EARN (European Academic and Research Network), en Japón, JUNET, etcétera.Como a la red ARPANET se iban asociando cada vez más nodos civiles (universitarios y de investigación) y esa red estaba subvencionada por el Departamento de Defensa, se pensó en la necesidad de crear una red específica con esa finalidad civil. En ese sentido la National Science Foundation creó en 1986 la red NSFNET con cinco centros de supercomputación abiertos a todos los miembros de instituciones académicas y de investigación. La red NSFNET tuvo un crecimiento explosivo, primero en Estados Unidos, y después en otros países como Australia, Alemania, Israel, Italia, Japón, México, a los que en años sucesivos se fueron uniendo casi todos los países de Europa y de América Latina. Con esta nueva red vigorosa, ARPANET dejaba de existir en 1990. En 1995 la National Science Foundation dejaba de ser el soporte financiero esencial de Internet y la red NSFNET se convertía de nuevo en una red para investigadores. Desde entonces el principal tráfico de Internet se realiza a través de nodos privados como Compuserve, America Online, Eunet,... a los que, muy pronto, se incorporan cientos de miles de nuevos servidores.Los servicios iniciales ofrecidos a través de las redes eran, principalmente, cálculo a distancia mediante TELNET, el correo electrónico (e-mail) para mensajes interpersonales, los grupos de discusión (newsgroups) para debates sobre temas concretos y transferencia de ficheros (FTP). En los últimos años los servicios están aumentando y son de un uso muy sencillo. Así han aparecido WAIS y GOPHER, y sobre todos el WWW (World Wide Web) creado por el CERN (Centre Europeen de Recherche Nucleaire) de Ginebra. Este último está facilitando la difusión de la información de una manera que era impensable sólo hace unos años. La información difundida por la red no se limita sólo a datos numéricos o textuales, y a abundante software, sino que comprende también imágenes en color, sonido y voz, e imágenes en movimiento. Existen ya emisoras de radio que emiten exclusivamente a través de Internet. Los principales periódicos del mundo distribuyen diariamente por Internet ediciones electrónicas. Pronto serán accesibles por este medio fonotecas y videotecas. La biblioteca virtual, que se va formando paulatinamente en la red, nos permitirá acceder desde nuestra pantalla a miles de textos (libros, folletos, enciclopedias...) y copiar mediante nuestra impresora aquellas páginas o textos completos que nos interesen.Vemos, pues, que el invento de la imprenta queda empalidecido si lo comparamos con las promesas, ya cumplidas, de la difusión masiva de información a través de las redes simétricas informáticas.
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El inmenso territorio ocupado por la civilización islámica experimentó profundos cambios en sus formas de organización y pertenencia políticas desde el último tercio del siglo XIII. La división del Imperio mongol dio lugar a varios kanatos cuya historia se integra, de diversa manera, en la historia del mundo islámico. El régimen mameluco en Egipto, Palestina y Siria cubre un tiempo histórico homogéneo que coincide aproximadamente con la Edad Media tardía occidental (1250-1517), lo mismo que sucede en el Magreb y al-Andalus con los poderes nacidos de la desintegración del Imperio almohade. Mientras tanto, la expansión de los turcos en Asia Menor y en los Balcanes a lo largo de los siglos XIV y XV origina un nuevo espacio político cuyo esplendor y proyección imperial alcanzan su cenit en los primeros decenios del siglo XVI, consumando una transformación radical de las anteriores condiciones de relación entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo. Aunque todos los ámbitos enumerados mantienen contactos entre sí, y su historia presenta aspectos comunes, es preferible estudiar su evolución por separado, aunque indicando los puntos de relación más importantes, para mantener una claridad expositiva adecuada.
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En vísperas de la aparición del Islam, el Próximo Oriente mediterráneo y su entorno vivían totalmente ajenos a aquella posibilidad, que nadie habría podido prever, pero se hallaban en tal situación de debilidad defensiva y en tan difíciles circunstancias políticas que es relativamente comprensible el que la expansión islámica obtuviera unos resultados tan rápidos y contundentes. Sus principales víctimas fueron los imperios persa, sasánida y bizantino. Bizancio atravesaba por malos momentos desde el último tercio del siglo VI: la obra conquistadora de Justiniano se venía abajo por completo en Hispania, parcialmente en Italia, ante la entrada de los lombardos en la península, y, sobre todo, se derrumbaba la frontera del Danubio ante la agresividad de los ávaros y las migraciones de pueblos eslavos, que se consolidaron en los años finales del siglo VI y primeros del VII. La rivalidad con el imperio persa, el gran enemigo desde el siglo III, acababa de provocar momentos de máxima confrontación: Cosroes II (590-628) había conquistado Siria, Palestina y Egipto entre los años 613 y 619 sin encontrar grandes resistencias, y había llegado a asediar Constantinopla, en combinación con los ávaros, en el año 626. Pero tales éxitos agotaron la capacidad militar y financiera del Gran Rey persa y el emperador Heraclio recuperó todos los territorios perdidos, entre los años 627 y 630. Armenia, como era habitual, había padecido la expansión persa en su propio territorio, pero lo había recuperado después, manteniéndose fiel a su identidad y a su cristianismo, que la aproximaba a Bizancio aunque estuviere fuera de su órbita política, lo que evitaba reacciones antiimperiales semejantes a las que se daban entre los monofisitas de Egipto o Siria. Porque, si el imperio sasánida estaba en proceso de descomposición política, como parece mostrarlo el hecho de que se sucedieran ocho emperadores entre los anos 629 y 632, el bizantino tampoco era lo que parecía: "La realidad del imperio -escribe A. Ducellier- no se corresponde con su extensión geográfica oficial. En torno a un reducto sólido, Anatolia, zona del Egeo, Tracia, litoral griego oriental, grandes islas desde Slcilia a Chipre, provincias de Italia meridional, gravita un enorme conjunto territorial trabajado por las disidencias internas, nacionales y religiosas en Siria y Egipto, étnicas y culturales en Africa, culturales y políticas en Italia, sin contar con el peso eslavo sobre los Balcanes y la amenaza lombarda sobre el Exarcado, Apulia e incluso Cerdeña". La expansión del Islam transformaría radicalmente los anteriores equilibrios de poder y escenarios de enfrentamientos: el imperio persa desapareció mientras que Bizancio se veía privado de sus provincias africanas y de Palestina y Siria; como consecuencia, se aceleró su transformación hacia un nuevo orden de cosas medieval basada en su raíz y componente griega y en la relación e influencia con los eslavos, a menudo en términos defensivos y muy conservadores, sin renunciar por ello ni a la universalidad de la idea imperial ni a su peculiar conjunción con la defensa del cristianismo ortodoxo. Al cabo, el nacimiento y apogeo de la civilización bizantina entre los siglos VII y IX permitió la irradiación de influencias religiosas y culturales que contribuyeron decisivamente a establecer la identidad histórica de los pueblos de la Europa balcánica y oriental. En la expansión del Islam hay que valorar lo nuevo, que es el nacimiento de un espacio de civilización aglutinado en torno a una religión original y al poder que emana de ella, y las inmensas consecuencias históricas que se han derivado de aquellos hechos, ocurridos en tan breve tiempo. Pero, también, es preciso valorar cómo refundió una inmensa y heterogénea herencia cultural, convirtiéndose, segué expresión de F. Braudel, en "nueva forma del Próximo Oriente". Una forma no inmóvil sino en construcción y con fuertes diferencias regionales: a menudo se tiende a dar una imagen demasiado estática y cerrada de la historia islámica, y este peligro se acentúa en síntesis breves como lo es ésta.
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San Bonifacio y sus colaboradores simbolizaron una perfecta síntesis del espíritu misionero, las ansias de reforma y el impulso al monacato. De hecho, las fundaciones monásticas fueron el principal soporte de la evangelización. Sin embargo, el monacato -como el episcopado mismo- era, antes que nada, una pieza maestra del edificio político construido por los carolingios. De hecho, cuando Carlomagno fue coronado emperador, los más importantes monasterios eran imperiales. Su propietario era el soberano y disponía de ellos a su antojo recompensando con cargos abaciales a sus principales colaboradores: Alcuino, un diácono, fue nombrado abad del importante centro de San Martín de Tours y disfrutó, además, de la titularidad de otras cinco abadías. El laico Angilberto fue premiado con la abadía de Saint-Riquier. Familias aristocráticas y obispos ejercían, asimismo, su autoridad en numerosos monasterios. Las funciones del monasterio llegan a asimilarse, así, a las de una iglesia privada: elevar preces a Dios en favor del fundador o protector que, en buena parte de los casos, suele ser el emperador. Ello no fue obstáculo para que los carolingios -y sobre todo el restaurador del Imperio- manifestasen repetidas veces sus deseos de emprender una reforma de las estructuras monásticas similar a la dirigida hacia el clero secular. Para Carlomagno reforma monástica significaba- como en obras casos- uniformidad. Era evidente que en el siglo VIII ésta no existía. La variedad de normas era extraordinaria: se daban monasterios (al estilo del de San Martín de Tours) cercanos a las ciudades que conservaban un particularismo muy acentuado; monasterios que en mayor o menor grado se vinculaban al espíritu de san Benito; monasterios influidos por las prácticas religiosas misioneras de las islas británicas; monasterios de los núcleos hispanos de reconquista vinculados al espíritu del pactum de tiempos visigodos, etc. La Regla de san Benito, era evidente, constituía una norma flexible adaptable a las variadas formas de vida monástica. Reformar el monacato en tiempos carolingios había de suponer la difusión del espíritu del santo de Nursia en todos los rincones. Algunos concilios de mediados del siglo VIII hablan ya de la necesidad de adoptar la regla de Montecasino para restablecer la vida regular. En el 790, Carlomagno pidió a este monasterio el texto auténtico de la Regla de san Benito que, en los años siguientes, los missi dominici trataron de convertir en norma oficial para todos los monasterios del Imperio. Sin embargo, Carlomagno murió sin conseguir la uniformidad absoluta ya que muchos monasterios siguieron manteniendo sus tradiciones de independencia. Luis el Piadoso dio un nuevo impulso a la reforma monástica ayudado por un aristócrata de ascendencia visigoda que convertido al monacato, tomó el nombre de Benito de Aniano. Una vez elegido emperador, Luis fundó cerca de Aquisgrán un monasterio -Inde- que se convertiría en una especie de laboratorio para nuevas experiencias reformadoras. Un sínodo celebrado en el 816 propició la promulgación de un capitular que, inspirado en la Regla de san Benito de Nursia, debía ser la norma por la que se rigieran todos los monasterios. La reforma, sin embargo, resultó de difícil aplicación: algunos importantes monasterios como San Martín de Tours siguieron con sus formas de vida y su liturgia. La muerte en el 821 de Benito de Aniano, el gran impulsor del cambio, frenó el más serio intento de regeneración y uniformación monástica. Con la decadencia del Imperio, retoñaron los viejos vicios. El abaciado laico se convirtió en moneda corriente para la recompensa de servicios. Se trató, a pesar de todo, de mantener una parte de los bienes como de pertenencia exclusiva de los monjes (mensa conventual) a diferencia de los otros (mensa abacial) que serían de disfrute del abad. Las depredaciones normandas, sarracenas o magiares convirtieron además a los monasterios en codiciadas presas. Declinó incluso el afán misionero de los monjes occidentales. De hecho, la gran operación evangelizadora de mediados del siglo IX en el corazón de Europa fue promovida por dos monjes orientales: Cirilo y Metodio. Pasados los momentos más duros, la restauración monástica se emprende desde diversas áreas. Así, en la Inglaterra anglosajona, distintos personajes trataron de revitalizar el espíritu de la regla benedictina adoptado a la particular idiosincrasia de las islas. Serán los casos de San Dunstan de Glastonbury, Ethelwold de Abingdon u Oswald de Ramsay. A la muerte de San Dunstan (988) se había conseguido la revitalización o creación de medio centenar de abadías entre las que se encontraban las de Evesham, Glastonbury y Saint Albans. El ducado de Normandía, desde principios del siglo X fue un importante foco de reforma monástica, con la abadía de Bec a la cabeza. Será, sin embargo, la vieja Lotaringia donde mejor se expresen las ansias de regeneración monástica. En los inicios del Novecientos surgen los importantes focos monásticos de Gorza, Brogne y, sobre todo, Cluny. En esta localidad borgoñona recibiría en el 910 el monje Bernón un pequeño dominio sobre el que se edificó un monasterio colocado bajo la propiedad inalienable de los santos Pedro y Pablo. Se trataba, así, de escapar a cualquier tipo de jurisdicción, incluida la episcopal. Durante el siglo X, tres prestigiosos y longevos abades -Bernón, Odón y Mayolo- echaron las bases de lo que sería el auténtico Cluny: un monasterio, una orden y un espíritu. Se facilitaba el modelo para lo que, en el futuro, sería la edad de oro del monacato europeo.