El realismo alemán es denominado por la mayoría de los tratadistas como naturalismo. Un término cuya precisión conceptual no ha llegado todavía a ser acuñado y aceptado de forma unánime. Como doctrina filosófica, se entiende por naturalismo la actitud doctrinal de considerar a la naturaleza como única realidad existente; como criterio artístico, la convicción de que el ideal se encuentra en lo natural, dado que sólo lo naturalista puede y debe aparecer para mitigar la violencia del fanatismo endurecedor, tal cual lo definiera Cirlot en su "Diccionario de los ismos" (1949). Esta primacía absoluta de la naturaleza que, salvo alguna excepción, protagonizó el arte realista alemán es lo que le distingue del realismo francés, siendo Adolf Menzel (1815-1905) y Wilhelm Leibl (1844-1900) dos de sus más significativos representantes. Litógrafo por tradición familiar, Menzel trabajó desde muy joven en el taller de su padre en Berlín, del que tuvo que hacerse cargo con tan sólo diecisiete años al fallecer su progenitor. Su primera aportación importante consistió en las cuatrocientas ilustraciones que realizó para la "Historia de Federico el Grande", de Franz Kugler, publicadas entre 1840 y 1842. Menzel tuvo la habilidad de saber representar el pasado como un presente vivo. Para lograrlo estudiaba profundamente la época correspondiente, con sus personajes y utensilios, sin que por ello dejara de observar detalladamente la naturaleza. Esta combinación de imaginación y realidad la traduce en representar diversas escenas de la vida de Federico II, tanto en la guerra como en la paz, transmitiendo la sensación de haber sido un testigo directo de las mismas. Con ello se alejaba de la tentación, presente en muchos pintores, de idealizar hazañas de guerra y personajes históricos, tal como demuestran, por ejemplo, El discurso de Federico el Grande a sus generales antes de la batalla de Gauthen y La batalla de Hochkirch. El tratamiento de estos temas históricos no le impedían, sin embargo, dedicarse a reproducir algunas escenas de la vida moderna, siendo La fundición de acero (Berlín, Staatliche Museen) y El soplador de vidrio algunos ejemplos de su incursión en el mundo fabril del momento. También se acercaría a la realidad visible y cotidiana a través de la ejecución de una serie de paisajes e interiores, que no alcanzarían fama y reconocimiento hasta poco antes de su muerte y que hoy están considerados entre las más brillantes realizaciones pictóricas del siglo XIX. Se trata, entre los primeros, de Construcciones junto al sauce y El jardín del príncipe Alberto (Berlín, Stattliche Museen), y, entre los segundos, de Habitación con balcón (Berlín, Staaaliche Museen), La hermana del artista con una vela (Munich, Bayerische Sammlung) y Memorias del teatro del Gimnasio (Berlín, Staatliche Museen), ejecuciones estas dos últimas con luz artificial y que pueden ser consideradas como precedentes de un impresionismo temprano. El virtuosismo y dominio técnico de Menzel fue admirado por los artistas contemporáneos alemanes, así como por los franceses Meissonier y Degas, que elogiaron su concepción de la figura humana en movimiento. Wilhelm Leibl, aunque nacido en Colonia, se formaría en la Academia de Munich bajo la dirección del pintor de historia Karl Theodor von Piloty (1826-1886) y del pintor de cuadros de género Arthur Ramberg (1819-1875). Conoció a Courbet con motivo de la visita que el pintor francés realizó a la Exposición Internacional de Munich, encuentro que propiciaría su traslado a París, donde residió hasta el estallido de la guerra franco-prusiana en 1870 y donde pintó algunas de sus mejores obras, tales como Vieja parisina y Cocotte (Museo de Colonia). Leibl aúna la intención de representar lo visible y el ideal de la perfección, separándose de Courbet en el sentido de que en sus composiciones no introduce ningún rasgo de acción o de dramatismo. Sus cuadros son semejantes a bodegones provistos de un máximo de perfección técnica. Tres mujeres en la iglesia (1878-1882, Hamburgo, Kunsthalle) resume perfectamente este naturalismo llevado a los extremos, en los que sobresale la monumentalidad, la sencillez y la captación casi fotográfica de los detalles. En torno a Leibl se uniría un grupo de pintores con la intención de desarrollar un sistema pictórico fundamentado en las obras del alemán. Principalmente perseguían la tonalidad del artista, entendiendo por ésta tanto el colorido como los efectos lumínicos y atmosféricos, tonalidad que Leibl observó a través de las obras de Hals y Courbet. En ese grupo se encontraban, entre otros pintores, Carl Schuch (1846-1903), Wilhelm Tübner (1851-1917), Theodor Alt (1846-1937) y AIbert von Keller (1844-1920), quienes abrieron un nuevo camino para la pintura alemana. Quedaría incompleta esta referencia nominal del realismo alemán si no se citara a Hans Thoma (1839-1924), considerado como el pintor de una Alemania campestre e idílica y cuya pintura podría encuadrarse dentro del realismo lírico. Habiendo cursado estudios en la Escuela de Arte de Karlsruhe y en Düsseldorf, también tuvo la oportunidad de viajar a París y estudiar el arte de Courbet. Sus cuadros de tema campesino y paisajísticos, fundamentalmente de la Selva Negra, de la que era oriundo, se caracterizan por el tono plateado que proporciona a la luz y por la inclusión de detalles humanizantes.
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París seguía siendo un núcleo artístico importante en los años treinta y estaba cerca de Alemania para poder huir. Ese fue también el caso de Hans Hartung (1904-1989), un alemán de Leipzig, que había estudiado filosofía e historia del arte y que conoció a Kandinsky y a Marc en Munich. Instalado en París desde 1935, el español Julio González le animó a pintar. Después de ser prisionero en España y hacer la guerra en la legión extranjera, desarrolló en los años cuarenta su estilo característico hecho de manchas y grandes trazos negros, que, a veces, tienen forma de haces.El gesto de Hartung, ha escrito Argan, es decidido, rápido, exacto, sin posibilidad de ser repensado. El trazo negro y violento golpea la tela de arriba abajo en un impulso interior que hunde sus raíces en el automatismo de los surrealistas y que, una vez fuera, sobre la tela, hace imposible toda figuración.El interés de Hartung por el color negro aparece también en Pierre Soulages (1919), que optó por él de manera definitiva a finales de los años cuarenta (1947-1948), fascinado por las posibilidades que ofrece desde la opacidad absoluta hasta la transparencia. "El negro, decía (es) luz él mismo por la variedad de texturas, origen de valores cambiantes. Desde el día en que descubrí ese poder inesperado, me cautivó el deseo de ponerlo en acción".Interesado por las artes primitivas, tanto la escultura románica como los menhires, Soulages no quiso tener una enseñanza artística en París. Tras pasar la guerra como granjero, empezó a trabajar en cuadros blancos de grandes dimensiones que cubría con signos negros gigantescos, como jeroglíficos chinos sometidos a ampliaciones brutales, que hacen pensar en Kline y en Motherwell y que dan lugar a contrastes luminosos, lo que constituye el punto focal de su búsqueda: la interacción del negro con el blanco y la capacidad de uno para modificar al otro.
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Y, efectivamente, es sin duda el neoclasicismo -o mejor, neoaticismo, pues los modelos serían muy a menudo áticos de los siglos V y IV a. C.- la corriente más característica y profusamente seguida de todo el Helenismo Final. Pronto se animan los talleres escultóricos de Atenas -llevados por maestros que se suceden de padres a hijos, con nombres que se repiten a menudo-, aparecen otros semejantes en distintas ciudades (Delos, por ejemplo), y hasta hay artistas que parten para instalarse en Roma, cerca de la clientela más rica y entusiasta. Son numerosísimos por entonces los autores que, llenos de orgullo, firman todas sus obras -copias inclusive- añadiendo a su nombre, como marchamo de garantía, el título de "ateniense"; para ellos valen todas las variantes del trabajo neoclásico. Así, pueden verse copias relativamente libres de obras antiguas -siguiendo la senda trazada por la Atenea Párthenos de la biblioteca pergaménica-; o pueden multiplicarse las copias exactas -sobre todo a partir de h.100 a. C., cuando se realiza el Diadúmeno policlético de Delos-; incluso pueden imaginarse obras inspiradas en la estética de los grandes maestros, por no citar el " neoarcaísmo", donde es el estilo de las leves kórai jónicas y áticas del siglo VI a. C. el que se quiere recordar. Es difícil llegar a orientarse en el cúmulo de estatuas, relieves, cráteras, candelabros y otros objetos decorativos de este estilo neoático que llenan nuestros museos y que debieron de convertir múltiples villas de hacendados griegos y romanos en abrumadoras colecciones. Su constante presencia, incluso en edificios públicos, pórticos y foros, es parte integrante de lo que nosotros conocemos y sentimos como "gusto pompeyano"; pero no cabe siquiera plantear una ordenación: la escasez de obras halladas en un contexto claro, la relativa exigüidad de los datos literarios, la multitud de firmas, todo lleva a la sensación de un mundo prolijo e inabarcable. Y ello sin contar que, en un ambiente donde los artistas creadores plagan de citas clásicas sus obras, el eclecticismo está a la orden del día, y hoy es casi imposible, por ejemplo, llegar a distinguir si una obra donde se mezclan estilos clásicos corresponde a este periodo o, por el contrario, al otro gran periodo ecléctico, que situábamos en torno al 300 a. C. El hecho es verdaderamente muy grave: piénsese que hay investigadores que sitúan hacia el 100 a. C. obras como las Afroditas púdicas, el Efebo de Tralles o el grupo de los Nióbides, y que no hay medio de zanjar su verdadera cronología con argumentos contundentes. En un intento de destacar las mejores obras y los artistas más conocidos, prescindiremos de los múltiples copistas, como Cleomenes, Apolonio hijo de Arquias, Antíoco o Afrodisio; nos olvidaremos también de los autores de vasos con relieves (Pontio, Salpión, Sosibio), e incluso dejaremos de lado a ciertos autores que, aunque creativos, parecen de escasa entidad -caso de Escopas el menor, de Euqueir el ateniense y su hijo Eubúlides, o del escultor arcaístico Calímaco-: en último término, son casi meros nombres para nosotros. Preferimos centramos en lo que pueda redimir al movimiento neoático de su pesado lastre imitativo y de su incómoda condición de artesanía de lujo para nuevos ricos.
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Aunque se ha pretendido establecer una prioridad cronológica del foco neoclásico catalán con respecto al madrileño, la realidad es que pintores de ambas escuelas comenzaron a realizar obras de este estilo por fechas similares. Y, lo que es más, la actitud decididamente neoclásica del grupo madrileño no se da en el catalán, que se mantiene aún algo ligado a la tradición dieciochesca. Pero sin llegar a entrar, en muchas ocasiones, plenamente dentro de la concepción neoclásica de estirpe davidiana, fluctuando entre ésta, el clasicismo anterior y las delicadezas residuales del rococó. Y, sin embargo, el neoclasicismo comienza a ser conocido prontamente en Barcelona, y no hay duda de que el provenzal José Bernardo Flaugier (1757-1813) conoció obras de David, realizando las primeras pinturas ligadas a este estilo en Cataluña (José Bonaparte, Museo de Arte Moderno, Barcelona), pero sin poder desprenderse de cierta delicadeza y encanto heredados, probablemente, del rococó francés. Igualmente, Juan Carlos Anglés (muerto en 1822) fue un precoz doctrinario del neoclasicismo davidiano, pero que no pudo o no supo llevar a la práctica, que lo acerca a la morfología de Mengs. Sin embargo, la obra de Juan Carlos Panyó (1755-1840), Francisco Rodríguez Pusat (1767-1840) o los Planella, de los que destacan Gabriel II (1777-1850), Joaquín (1779-1865) y Buenaventura (1772-1844), no pasa de una intencionalidad neoclásica, sin llegar a cuajar, como podemos ver en la Alegoría de la Real Junta de Comercio (Academia de San Jorge), de este último, obra mediocre que oscila entre lo clásico y la herencia del barroco. Igualmente ocurre con Pablo Rigalt (1778-1845), discípulo de Flaugier, que también fluctúa entre el neoclasicismo y la tradición rococó (Venus tendida, Academia de San Jorge), y tiene el interés de ser el iniciador del paisajismo catalán, dentro de los parámetros del gusto rococó. Más fuertemente se acusa el neoclasicismo en Francisco Lacoma y Sans (1784-1812), con cierta sequedad y rudeza (Autorretrato, colección Riviere, Barcelona), o con mayor sensibilidad cromática en Francisco Lacoma y Fontanet (1784-1849), lo que lo acerca al romanticismo. Puede también citarse a Antonio Ferrán (1786-1857), retratista de dura sequedad clasicista, y Francisco Jubany (1787-1852), cuyos retratos están dentro de los esquemas franceses de origen neoclásico. Pero la cumbre del neoclasicismo catalán la representa el pintor alicantino Vicente Rodés (1791-1858), correcto retratista cuyo arte parece coincidir, a veces, con el de Ingres (Retrato de señora, Museo de Arte Moderno, Barcelona), y cuyo estupendo cuadro Abraham tomando por mujer a su sierva Agar (Academia de San Jorge) posee una recia plasticidad, próxima a la escuela de David, a la vez que un realismo y soltura vinculables con la tradición. Por último, debe citarse a Salvador Mayol (1775-1834), discípulo de Flaugier que, al parecer por influjo de Goya, realiza una serie de obras satírico-costumbristas de carácter prerromántico (Un café en Carnaval, Museo de Arte Moderno, Barcelona). A partir de aquí, la arraigada tradición académica barcelonesa enlazará con da corriente romántica nazarena, tan afín, en algunos aspectos, a la directriz clasicista. Ello produce una ligazón que permite perdurar, contaminada ya, a la tradición clasicista en algunos pintores, como Segismundo Ribó Mir (1799-1854), con su Nacimiento de Venus (Academia de San Jorge), o Francisco Cerdá (1814-1881), con su Rapto de Ganímedes (Museo de Arte Moderno, Barcelona). Vemos, pues, cómo en la escuela catalana no llega a cuajar una pintura auténtica y plenamente neoclásica, según los dictados de la escuela de David. Sin embargo, en Madrid la consecuencia directa de la corriente clasicista del siglo XVIII va a ser su culminación en un período de neoclasicismo pictórico de la más pura estirpe davidiana. Aquí, la directriz que va desde Mengs a José de Madrazo va a fluir natural y lógicamente hasta su meta. Y se pudo llegar a esto, precisamente, porque los pintores de la escuela madrileña fueron a formarse a París con David, para beber en la fuente neoclásica más pura. Y así se produce nuestro auténtico período neoclásico en pintura, que se da en el primer tercio del XIX, y ocupa, fundamentalmente, el reinado de Fernando VII. Tiene sus prolongaciones lógicas hasta mediados de siglo y su estela perdura incluso más allá, protegidas sus derivaciones por el baluarte académico. Quien inaugura nuestra etapa neoclásica davidiana es José Aparicio Inglada (1770-1838), cuya manifiesta mediocridad ha sido uno de los factores que determinaron la mala prensa que ha sufrido globalmente la pintura neoclásica española. Y más teniendo en cuenta la fama de que gozó en su época: fama debida, en gran parte, a que tuvo la habilidad de encontrar asuntos que impresionaran al público, como lo muestran su horrible El hambre en Madrid (Museo Municipal, Madrid), de bajo y zafio patrioterismo, con inspiración en Füssli, o La fiebre amarilla de Valencia (Academia Nacional de Medicina, París), inspirado en Gros. Poco se puede salvar de su producción, que no habla, precisamente, en favor de quien fue discípulo de David en París y fiel seguidor de sus ideas estéticas, destacando de entre ella El desembarco de Fernando VII en la Isla de León, hoy desaparecido, su mejor obra y muy interesante iconográficamente (boceto en el Museo Romántico, Madrid). Pero, frente al mediocre Aparicio hay que reivindicar y ensalzar las grandes figuras de José de Madrazo y Juan Antonio Ribera, ambos discípulos predilectos de David en París y triunfadores luego en Roma, antes de su regreso a España tras la guerra napoleónica. El santanderino José de Madrazo y Agudo (1781-1859) es la figura cumbre de nuestro neoclasicismo y uno de nuestros grandes pintores del siglo XIX. Tuvo una gran trascendencia en el quehacer artístico de su tiempo, tanto por su acertada labor al frente de las más importantes instituciones artísticas españolas (primer pintor de cámara, fundador del Real Establecimiento Litográfico y director del Museo del Prado), como por la influencia que ejerció a través de su labor docente (director de la Academia de San Fernando). Fue, en cierto modo, el dictador artístico de su tiempo e intentó traer los frescos aires renovadores de Europa a nuestro arte. Su pintura, de acendrado espíritu davidiano, toca todos los géneros elevados, como el histórico (La mecerte de Viriato, Museo del Prado), el religioso (El Corazón de Jesús con gloria de ángeles, para la iglesia de las Salesas, Madrid), el alegórico (Las cuatro horas del día, Museo del Prado), siendo además excepcional retratista, superior a Vicente López, sobrio y elegante, como se ve en La princesa Carini (colección Daza, Madrid), su obra maestra, profundamente davidiana. Su amigo y compañero, el madrileño Juan Antonio Ribera (1779-1860) es el otro gran pintor de nuestro neoclasicismo, cuya vida profesional corrió paralela a la de Madrazo, llegando a ser también primer pintor de cámara y director del Museo del Prado, además de ejercer altos cargos docentes en la Academia de San Fernando. Excelente pintor de historia, como muestra su Cincinato (Museo del Prado), elogiado por David y quizá el mejor cuadro del neoclasicismo español, cultivó también la pintura religiosa (Cristo en la cruz, Palacio de El Pardo). Fue además excelente retratista (El escultor Alvarez Cubero, colección Aníbal Alvarez, Madrid) y decorador al fresco, enlazando el neoclasicismo con la tradición (Parnaso de los grandes hombres de España, Palacio de El Pardo). Al igual que en Barcelona, el neoclasicismo dejará su estela en la escuela madrileña mediante pintores que, partiendo del neoclasicismo y sin llegar a abandonarlo totalmente, participarán también de la -en cierto modo- afín corriente del romanticismo purista, compartiendo ambas tendencias. Conforman cierto eclecticismo, como Rafael Tejeo (1798?1856), discípulo de Aparicio, autor de cuadros mitológicos (Hércules y Anteo, Academia de San Fernando) y magistral retratista (D. Pedro Benítez y su hija, Museo del Prado), o como Valentín Carderera (1796-1880), discípulo de Madrazo que fue además arqueólogo, culto erudito, escritor de arte y coleccionista -destacando entre sus publicaciones su Iconografía española... - que une a sus valores lineales hálitos románticos en su pintura (D. Gonzalo de Vilches, Museo del Prado). Se puede aún incluir aquí a otros pintores como Francisco de Paula Van Halen, Luis Ferrant o Angel María Cortellini.
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En 1787, dos años antes de la Revolución Francesa, uno de los más grandes intelectuales europeos de esta época, Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), fue retratado al menos dos veces por el mismo pintor, su compatriota Johann Heinrich Wilhelm Tischbein. En uno de esos retratos, el más conocido, titulado Goethe en la campiña romana (Frankfurt, Stádtische Galerie) el escritor es representado en una monumental pintura, incluso considerada "demasiado grande para nuestras casas del Norte" por el propio escritor. En ella, Goethe meditabundo, e irremediablemente melancólico, observa el destino de las obras del hombre, según escribió el propio Tischbein. Rodeado de restos antiguos, de fragmentos del pasado, de ruinas, Goethe cumple con este retrato con una tradición que imponía a cualquier viajero del Grand Tour representaciones semejantes en las que lo antiguo y Roma parecían ponerse al servicio del retratado. La memoria del viaje no sólo eran recuerdos o evocaciones, sino reflexiones sobre el presente y el futuro que podían ser sintetizadas en una imagen tópica y característica. La distancia del pasado podía medirse iconográfica y estilísticamente. Las ruinas de la Antigüedad no son sólo un paisaje, sino también el entorno de lo contemporáneo, un proyecto. Pero Goethe no sólo fue representado de esa forma canónica por Tischbein, sino que el mismo año de 1787 realizó un bellísimo y frágil dibujo en el que toda la grandeza y monumentalidad del anterior es sustituida por el aspecto íntimo de una experiencia biográfica. Goethe aparece de espaldas, en pantuflas, apoyado en el alféizar de la ventana de su casa en Roma, mirando a la Vía del Corso, mirando sin ver, sin paisaje antiguo, posiblemente mirándose a sí mismo. Si en el primer retrato se representa un momento eterno, en el segundo, el descuido de lo cotidiano convierte ese momento en algo histórico y subjetivo. Razón y sensibilidad como extremos conceptuales de toda una época que algunos quieren encerrar en el denominado Neoclasicismo.El clasicista Goethe es el mismo que en 1772-1773 escribe emocionado ante el gótico de la catedral de Estrasburgo ("¡Con qué inesperadas emociones me sorprendió la visión, cuando me detuve ante ella! Una sensación de plenitud y de grandeza llenó mi alma, una sensación que, compuesta de un millar de detalles armonizadores, podía saborear y disfrutar, pero de ningún modo entender o explicar") o ante el "viril" Durero. El mismo que, al servicio del duque de Weimar, proyectará el Altar de la Buena Fortuna (1777). Altar sin imágenes aunque con figuras, una esfera y un cubo, el segundo soportando la inestable presencia de la primera, dos figuras geométricas perfectas y simbólicas, imagen misma de las contradicciones de la época, tan distantes y tan próximas a un célebre y tópico aforismo de Goethe, pronunciado ante J. P. Eckermann: "A lo clásico lo llamo lo sano y a lo romántico lo enfermo". Y esto lo afirmaba quien había escrito el inestable "Werther" o las más interesantes, a efectos de nuestros intereses, "Afinidades electivas" (1809), en las que un jardín de afectos y efectos podía leerse desde un punto vista estético y artístico. Es más, una historia semejante sólo era posible en un jardín.Cuando en 1786, Goethe se enfrenta con Italia no es sólo la Antigüedad la que le seduce, sino, sobre todo, el clasicismo de la arquitectura de Andrea Palladio. Desconcertante es, sin embargo, su impresión sobre los polémicos y casi recién descubiertos templos de Paestum. Los aprecia como un problema histórico. Le inquieta su orden dórico griego sin basa, verdadero emblema de la cultura arquitectónica de la segunda mitad del siglo XVIII. Le confunden esas "masas obtusas, cónicas y densas de columnas, parecen molestas, terribles incluso", aunque acabaría reconociendo que era la "última y casi podría decir, la más noble imagen que pude llevarme intacta al norte".En todo caso, se trata de imágenes de lo clásico, de Paestum a Palladio, que Goethe intentaría sistematizar intelectual e institucionalmente en Weimar, después de su viaje a Italia, a través de la revista "Propyläen" (1798-1800) y de los concursos académicos de los Weimarer Kunstfreunden (1799-1805), cuya crisis coincidiría con la presencia de nuevos valores románticos.Muchos de los temas que preocuparon a Goethe constituyen, sin duda, argumentos históricos que ilustran bien las tensiones artísticas y teóricas no sólo de lo que convencionalmente es conocido como Neoclasicismo, sino de toda la Epoca de las Luces, de la Ilustración. El proceso de secularización iniciado a mediados del siglo XVIII, especialmente por medio de la "Encyclopédie" francesa, habría de constituir un punto de partida decisivo en la construcción de la modernidad. Es más, se trata de un proceso histórico en el que los debates sobre la recuperación ideológica y política de lo clásico lejos de ser sólo una cuestión de estilo o un revival supuso una elección ética y revolucionaria. Y lo supuso incluso el hecho aparentemente menor de dejar que el blanco pinte en un dibujo o en un lienzo. Del mismo modo que la arquitectura, la ciudad y el territorio dejan de ser simbólicos y atienden fundamentalmente tanto a los nuevos programas (hospitales, cárceles, higiene pública, vivienda, bibliotecas, teatros...) como a las nuevas exigencias institucionales y económicas definidas por la Revolución Industrial y por la Revolución Francesa de 1789, la teoría del arte y de la arquitectura renuevan los supuestos y métodos desde los que producir imágenes o proyectar, o, al menos, acompañan las novedades formales y figurativas.Por otro lado, es habitual intentar reducir este complejo periodo histórico a un simple conflicto estilístico entre términos opuestos como los de Barroco y Rococó, Neoclasicismo y Romanticismo, cuando es posible que sea mucho más decisivo el hecho de que en 1792, gracias a los revolucionarios franceses, se intentara cambiar la forma de narrar y medir el tiempo. ¿Qué mejor manera de secularizar la vida que sustraerla a su tradicional destino sagrado y predestinado? ¿Cómo no reconocer que una semana de diez días dejaba sin sitio al sábado o al domingo? Un cambio en la forma de medir el tiempo que era entendido por el Directorio como la oportunidad más apropiada "para hacer olvidar el predominio de la realeza, la nobleza y el clero".El proyecto ilustrado que comienza a elaborarse a partir de los años cincuenta del siglo XVIII iba a intentar una nueva definición del hombre reescribiendo un nuevo orden conceptual de términos como los de Razón, Naturaleza o Historia. Y es de la relación dialéctica entre semejantes nociones de donde parten los diferentes usos de lo moderno entendido como un nuevo comienzo de la historia, para el cual los modelos míticos se multiplican, y como el origen de una nueva "manera de sentir" que diría Schiller en 1795. Es entre ambos extremos ideológicos entre los que pueden comenzar a tener sentido los dos retratos de Goethe mencionados al comienzo y, con ellos, algunas de sus preocupaciones estéticas y artísticas, genéricamente calificables de clasicistas.Durante la segunda mitad del siglo XVIII se asiste, en efecto, a un repensamiento de la tradición clásica a través de sus diferentes modelos, a veces contradictorios entre sí. Pero se trata de un nuevo tipo de relación con la tradición atravesado por la Razón y por la Historia, de tal manera que es por medio de un nuevo lenguaje como se pretende convertir lo clásico en una forma de conocimiento y en una excusa para la acción. Así, a los diferentes usos de lo clásico que se internacionalizan durante la segunda mitad del siglo XVIII debemos unir las diferentes formas de recepción de esos lenguajes ya sea a través de la crítica de Arte, de la estética o de la Historia del Arte que comienzan a articularse como disciplinas autónomas capaces de explicar los fenómenos artísticos, arquitectónicos y urbanos a un público que quiere racionalizar su relación con el mundo.A pesar de todo, la segunda mitad del siglo XVIII no puede reducirse exclusivamente a un debate sobre el clasicismo, sus lenguajes y su crisis, ya que ese fenómeno permitió una discusión más amplia sobre el arte y su función social y política, sobre los lenguajes artísticos y su fundamentación natural e histórica. La exaltación de lo clásico y lo antiguo coincide, durante el siglo XVIII, con la evidencia de su crisis. Aunque también es cierto que, en su agonía, el clasicismo pudo incluso disfrazarse de anticlasicismo para mantener su continuidad. Es más, el clasicismo pudo constituir el lenguaje de la modernidad y de la revolución, al menos entre los años ochenta del siglo XVIII y los primeros años del siglo siguiente. Y en este sentido, del mismo modo que existe un lado oscuro de la razón, existen sombras en la rotunda claridad de lo clásico.. Es más, del orden atribuido al clasicismo usufructuaron sus más decisivos críticos, del gótico a las tradiciones nacionales, de la técnica a la ciudad, ya nunca más metafóricas o simbólicas. Es por esos mismos motivos, entre otros que se verán más adelante, por los que no puede sostenerse que el Romanticismo levantase el acta de defunción de lo clásico, ni que, en todo caso, el llamado Neoclasicismo del siglo XVIII pueda constituir la primera fase histórica de aquél, sino que es sobre las cenizas de esa tradición secular, histórica e ideológica, sobre la que se levantará la cultura romántica, entendida como conciencia del fracaso revolucionario, convirtiendo el arte en sustituto de la política, lo subjetivo en alternativa de lo público, el carácter sagrado de lo artístico en simulación de la razón.Sin embargo, mientras se aproximan históricamente consideraciones y actitudes como las defendidas por Schiller, que veía la vida del hombre como un "espectáculo continuo de destrucción" del que sólo el arte podía salvarlo, la Ilustración y sus lenguajes iniciarían todo un complejo proceso de desmontaje de la tradición y la propuesta de nuevos modos de vida políticos y artísticos. La revolución de 1789 sirvió como culminación de un periodo de criticismo ideológico y estético en el que el clasicismo se sirvió de la Antigüedad, de la Historia y de la Razón para proponer un lenguaje tendencialmente abstracto y simplificado.
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Casi sería más propio hablar de un cierto antiimpresionismo al referirse a esta pintura científica empeñada en reducir a lo esencial la accidentalidad de los impresionistas. El término fue acuñado por Fénéon, cofundador de la "Revue Indépendante" y entusiasta defensor de las teorías de Seurat, impulsor de las relaciones entre el arte y la ciencia. Fénéon comprendió el paso decisivo que se había dado desde el deseo de captar los elementos fugitivos a la propuesta de los neoimpresionistas de sintetizar los paisajes "en un aspecto definido que perpetúe la sensación implícita en ellos". Signac lo matizaría después en su importante texto-manifiesto "De Eugéne Delacroix au Néo-impressionnisme", publicado en 1899. Debe entenderse el término como una diferencia de procedimientos ya que los fines seguían siendo los mismos que los de los impresionistas: luz y color. No obstante, la técnica empleada por los neoimpresionistas es "profundamente diferente de la de los impresionistas, hasta el punto de que mientras la técnica de éstos es instintiva e instantánea, la de los neoimpresionistas es deliberada y constante". Todos estaban un poco desazonados ante Una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte que se había presentado al público por dos veces en 1886. La inquietud no la producía un tema al que los seguidores de los impresionistas estaban muy acostumbrados, sino el hecho de que algo que estaba sucediendo en plein air, al mismo tiempo producía una impresión de imperturbabilidad. La impotencia le hace decir al crítico Octave Mirabeau que se trataba de una pintura "inmensa y detestable, una fantasía egipcia". Su autor, Georges Seurat (1859-91) era un arrogante joven que se había empeñado en encontrar un arte que fuera enteramente suyo, que trascendiera el impresionismo y que, además, reconciliara la ciencia y la estética. A ello iba a consagrar toda su vida. Estudioso infatigable de los escritos de Chevreul sobre la ley del contraste simultáneo de colores, de Rood y de Charles Blanc quien en su "Grammaire des arts du dessin" (1867) había declarado que el color estaba controlado por leyes fijas que se pueden enseñar como la música. ¿Reconciliar a Ingres con Delacroix? En cualquier caso, insistir en la línea y no ser instintivo a la hora de aplicar el color, sino trabajar de un modo rigurosamente metódico aplicando las teorías científicas. Su estudio era un auténtico laboratorio en el que se dedicaba a un cuidadoso trabajo, la separación metódica de los elementos: color local, luz, sombra, interacción de los colores y de sus complementarios. La proporción y el equilibrio a la hora de volver a aplicarlos completarían su método. Se trataba de dibujar primero en blanco y negro y lograr el máximo equilibrio entre masas claras y oscuras. Su obsesión por el contraste y la gradación le llevó a confeccionarse un disco en el que reúne todos los matices del arco iris unidos unos a otros mediante los colores intermedios. Como también mezclaba los colores primarios con blanco, la cantidad de tonos con los que podía trabajar era importante. En el centro del disco se hallaban los matices puros que iban desembocando hacia el blanco que se encontraba uniforme y puro en el anillo periférico. Así podía encontrar fácilmente los complementarios de colores y tonos. Si se quería reproducir los colores de una superficie bajo una luz determinada, éstos no se podían mezclar en la paleta, se mezclarían en la mente sin perder nada de su intensidad ni de su luminosidad. En la naturaleza aparecen elementos individuales de color que el pintor reúne por separado en su tela, es la retina del espectador la que debe mezclarlos de nuevo (mezcla óptica). Esta ya había sido utilizada por Delacroix y los impresionistas, pero quizá lo habían simplificado demasiado siguiendo más la intuición que el método. Seurat modifica la pincelada: partículas diminutas, puntitos que permitían una mayor existencia de colores en una superficie menor. La mezcla óptica de esta multitud de pequeños puntos haría que la luminosidad de color fuera mucho mayor. Tenemos al científico Seurat dispuesto. Iba a la naturaleza, tomaba apuntes en tablitas de madera -éstos sí, rápidos, espontáneos, pero precisos toques de color- e iba configurando pequeñas paletas de colores puros y equilibrados que llevaba a su estudio, donde le esperaba un cuadro de enormes proporciones al que las incorporaba. Y allí ya no improvisa, compone rigurosamente. Entonces es cuando elimina lo accidental y transitorio porque la composición estaba pensada desde antes de comenzar el cuadro. Nos lo ha contado Signac: "Seurat adapta la composición a su concepción o lo que es lo mismo quiso adaptar las líneas (direcciones y ángulos), el claroscuro (tonos), los colores, a las formas que deseaba fuesen dominantes". La unidad estructural está tan perfectamente conseguida como la de los grandes maestros, Piero della Francesca o Poussin. Pero también hay algo moderno en ellas: una cierta bidimensionalidad que no es extraño la encontrara en las estampas japonesas. A fin de cuentas se trataba de pasar de un espacio empírico a un espacio teórico. Seurat también tiene una deuda con el orden de Puvis de Chavannes, relación que se puede apreciar al comparar Las bañistas de 1883 con Le Doux pays de Puvis que había sido expuesto en el Salón un año antes, las afinidades entre La Grande Jatte y la Colonia griega de 1869 o la correspondencia entre los tres cuerpos de Mujeres a orillas del mar que realiza Puvis en 1879 y Les poseuses de Seurat (1888). Seurat es la intemporalidad moderna. ¿Freno a la libertad de expresión? No. Consideraba que si lo que pretendía era la verdad, no tenía más remedio que mantener a raya su visión y su mente. Para ello, una vez más, le tranquilizaría la ciencia: en 1880, David Sutter publica unos artículos sobre "Los fenómenos de la visión" en los que afirma que "hay que mirar a la naturaleza con los ojos de la mente y no sólo con los del cuerpo, como hacen los seres irracionales". Pero el infatigable pintor necesitaba más. Ya no se trataba sólo del color y de la luz. Cuando nos acercamos a sus cuadros, nos encontramos con un orden riguroso, unos personajes radicalmente dispuestos en líneas verticales y horizontales, en frisos. Ciertamente, como decía el crítico, parece haber una especie de egipcio en él. Si había logrado "componer armónicamente las líneas de un cuadro" del mismo modo que "puede componer sus colores" fue porque tuvo la suerte de conocer en 1886 a Charles Henry, un joven científico sin el que no se puede entender a Seurat. Sus trabajos sobre estética de las formas permitían establecer relaciones entre problemas estéticos y fisiológicos. Henry pretende descubrir las direcciones espaciales que expresan el placer o la dinamogenia, las que expresan dolor o inhibición. Llegó a la conclusión de que el placer está relacionado con una dirección ascendente y con el movimiento de izquierda a derecha, y el dolor con el movimiento descendente y de derecha a izquierda. Pero además (¡para placer de Seurat!) descubre también que los colores cálidos (como el rojo o el amarillo) son agradables o dinamógenos y los fríos (verde, azul, violeta) son inhibidores. Este valor simbólico de las direcciones lineales y de los colores apasionó a Seurat. Dejó las escenas al aire libre y comenzó a trabajar en interiores con luz artificial (La Parade, Le Chahut o Le Orque). El paso lo daría a través de Les Poseuses, cuadro de interior que nos permite comparar los cambios que se producen en la luz y en el color porque, contra la pared de detrás de las modelos, aparece un fragmento de La Grande Jatte. Así podría ser él quien estableciera de antemano las tonalidades que dominarían la obra. El pintor le decía al crítico Gustave Kahn que "las Panateneas de Fidias eran una procesión. Yo quiero mostrar a los modernos moviéndose como en esos frisos, reducidos a sus elementos esenciales, colocarlos en pinturas dispuestas según armonías de colores por medio de la dirección de los matices, según armonías de líneas mediante su orientación, línea y color pensados el uno para el otro". Ese aspecto procesional de la vida moderna nos pone en contacto con una sociedad en la que la mecanización estaba tomando el mando y en la que los productos fabricados en serie y la insistencia de los anuncios publicitarios contribuían también a la formación de una nueva mirada. Por ello los personajes de Seurat tienen la apariencia de autómatas y de maniquíes. La sociedad científico-industrial había dominado a la naturaleza. Si Seurat fue aceptado y defendido por Fénéon y participa en las reuniones y exposiciones de la "Revue Indépendante" es quizá porque los simbolistas encontraron en él algo común, ya que "gracias a un procedimiento de deformación subjetiva de la naturaleza objetiva, se transmitía la impresión de la forma pictórica como equivalente plástico" (Hamilton). Seurat logra así contagiar su entusiasmo a Paul Signac (1863-1935) que había intuido ya, cuando vio La Baignade de Seurat en 1884, que sus caminos debían encontrarse. Incluso el viejo Camille Pissarro se apasionó también por el método que seguían los dos jóvenes y lo empezó a aplicar a sus cuadros. Lucien, su hijo mayor, se une a ellos. Comienzan a exponer juntos ante la extrañeza de un público que no distinguía muy bien qué obra era de quién. La crítica tenía así un motivo para achacar al nuevo movimiento un asesinato a la personalidad: el genio habría muerto en aras de la ciencia. Uno de los pocos impactados ante esta nueva pintura, sobre todo ante La Grande Jatte, fue E. Verhaeren. Y como se presumía que en Bruselas La Grande Jatte produciría un escándalo, era motivo suficiente para que Seurat expusiera en los XX. Esto se une al hecho de que Fénéon se convirtiera en el corresponsal en París de la Revista de los XX -L'Art Moderne-. Pronto el divisionismo (que no puntillismo, término que deploraban Seurat y sus amigos) tuvo una importante difusión en Bélgica. Signac había seguido a Seurat a Bruselas, a su Grande Jatte y a una serie de tablitas de vistas de Honfleur. No solamente quiero valorar aquí su conocido texto sino una frase, a mi modo de ver revolucionaria, y que explica su obsesión por liberarse de la imitación de la naturaleza, grito que tendrá eco en todo el arte moderno: ¡Ya sabemos lo suficiente como para dibujar un perro que no parezca un burro! Se le señala como el teórico del grupo, en estrecha colaboración con Charles Henry. La vitalidad de sus colores, de la que no logró desprenderse, la vibración de éstos y la concepción del cuadro como estímulo visual conectará con los pintores fauves. Seurat murió a los 32 años y, de alguna manera, Signac se quedó huérfano y responsable de seguir adelante con su revolucionario movimiento en el punto donde lo había dejado su mejor amigo. En 1892 participa como miembro del grupo de los XX. Expuso su retrato de Felix Fénéon y una serie de marinas que titulaba: Adagio, Garghetto, Scherzo Preocupado por la disposición, de las líneas y los colores, llegará a realizar un retrato de Fénéon contra el esmalte de un fondo rítmico con pulsaciones y ángulos (1890) que preconiza el temor del pintor hacia el yugo de la naturaleza y representa lo que ya había dicho en palabras: la primera preocupación de un pintor delante de la tela blanca debe ser decidir qué curvas y qué arabescos van a dividir la superficie, qué tintas y qué tonos a cubrirla. El divisionismo repercute en las provincias del Norte de Italia que estaban inmersas en un clima de industrialización y expansión económica. Al optimismo científico-técnico habría que oponer las contradicciones sociales que genera. No llegarán a concebir un arte ligado a la investigación científica sino que asumen las propuestas del divisionismo francés entendidas como una técnica más al servicio de una temática tardorromántica, alegórica o espiritualista, o -como en el caso de Giuseppe Pelliza da Volpedo (1868-1907)- de temas de contenido simbólico y un cierto toque social: El Cuarto estado (1901). Son pintores que llegan al postimpresionismo sin haber pasado por el impresionismo y -como le ocurre a Gaetano Previati (1852-1920)- las técnicas divisionistas suelen estar más ligadas a los machiaioli que a las propuestas científicas de los divisionistas franceses. De ahí pasará a un estilo más sinuoso y floral, a un cierto gusto decadentista y a tendencias místico-teosóficas como lo prueban los contactos con el Salón de la Rosa + Cruz. Precisamente este alejamiento del naturalismo será elogiado por los futuristas, que ven en él un precursor de la vanguardia. Otros pintores, como es el caso de Giovanni Segantini (1858-1899) (aunque en realidad habría que considerarlo dentro del ámbito suizo), presentarán afinidades con el Jugendstil y participarán en la Sezessión Muniquesa. Cuando se enfrenta a la naturaleza va más allá de las preocupaciones de los plenairistas e intenta transmitir las experiencias místicas y el misterio inherente a ella, el profundo mundo de enigmas que encierra el azul del éter con el resplandor de su luz. De este modo consigue derivar su simbolismo de la apasionada contemplación de la naturaleza.
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Entre el 5.000 y el 3.200 antes de Cristo se desarrolla en la cuenca mediterránea el periodo neolítico. En Oriente Próximo se generarán algunos rasgos culturales que se extenderán hacia Occidente a lo largo de los milenios siguientes. Las principales características del Neolítico se pueden resumir en el surgimiento de la agricultura, la domesticación de animales, el cambio a un modo de vida en poblados permanentes y la invención de la cerámica. No obstante, estos cambios surgen a lo largo de un proceso de miles de años. En la Península ibérica, las primeras comunidades a las que se puede adjudicar una forma de vida neolítica se hallan en la costa mediterránea, ocupando generalmente cuevas elevadas y abrigos naturales. Su medio de subsistencia alternaba la caza y la recolección con el cultivo de cereales y leguminosas, además de la cría de ovejas, cabras y cerdos. La cerámica es uno de los grandes avances, pues permite almacenar y transportar los alimentos. También se puede percibir un desarrollo de las herramientas y las técnicas agrícolas, como la hoz para la siega y el vareo de los frutos. Por último, cabe citar una mayor complejidad en las estructuras sociales y simbólicas, siendo muy frecuentes los asentamientos sedentarios y los enterramientos con ajuar, como el de la Cueva de los Murciélagos de Albuñol, en Granada.
contexto
La verdadera colonización del territorio griego se dará en la etapa neolítica. Los hombres llegados de Oriente, primero por tierra y por mar poco después, se instalaron en las fértiles planicies de Tesalia y Beocia y, desde allí, lentamente fueron colonizando las restantes áreas geográficas del norte y centro de Grecia y la península del Peloponeso. En cada una de estas zonas se desarrollaron culturas neolíticas de gran personalidad, formando la base de la civilización griega. Los inicios de esta etapa se han podido fechar, gracias a los hallazgos arqueológicos en Macedonia y Tesalia, en el VII milenio antes de nuestra era. Allí se desarrollaron las aldeas, núcleo básico del que saldrá la civilización clásica. En estos lugares del NE de Grecia, ciertos yacimientos presentan una continuidad de poblamiento muy considerable; la superposición de las aldeas a lo largo del tiempo llega a formar colinas artificiales, las denominadas "magoulas", que alcanzan hasta 10 metros de altura y 300 metros de diámetro en la mayor de ellas. Los primeros estratos o niveles, fechados en pleno VII milenio, han proporcionado materiales de un neolítico aún sin cerámica y dan idea de una economía de aldea, basada en la agricultura y la ganadería: restos carbonizados de cereales y leguminosas, junto a huesos de ovejas y cabras. El utillaje lítico está realizado con materiales de la zona, además de otros más lejanos como los ya citados en obsidiana procedente de Milo, la isla más occidental de las Cícladas; tales materiales ya están presentes en la región desde el Mesolítico. La aldea más antigua documentada hasta el presente es Nea Nikomedia, en Macedonia. Las fechas de los primeros niveles, obtenidas mediante el Carbono-14, sitúan a éstos en torno al 6.200 a.C., colocando al Neolítico griego a la par de los grandes yacimientos de Anatolia, tales como Hacilar o Çatal Hüyük. De mediados del sexto milenio ya se conocen numerosas aldeas neolíticas, como las de Khirokitía (Chipre), Elateia (Drajmani) y algunos puntos del Peloponeso, lo que hace de Grecia el puente entre el Neolítico oriental de Palestina (Jericó) o Siria (Ras-Shamra) y el Occidente, si se admite que el Neolítico nació en estas zonas del llamado Creciente Fértil. El Neolítico griego, ya con cerámica, está dividido en dos grandes etapas, A y B, denominadas respectivamente de Sesklo y de Dimini, los nombres de dos importantes "magoulas" tesalias que han proporcionado abundante información para este período anterior al esplendor de la Edad del Bronce en el Egeo. Sin embargo, sus resultados no pueden generalizarse de un modo rotundo para toda esta área, debido a la regionalización existente y al escaso conocimiento que aún tenemos de las estratigrafías de otros lugares, muy potentes, como los casi siete metros de espesor en el caso del Neolítico cretense, alcanzados debajo del palacio de Cnosós. En todos ellos se aprecian restos del cultivo de especies tales como trigo, cebada, guisantes y lentejas, además de la recolección de cereales y plantas silvestres como uvas, acebuches, higos, almendras, peras y bellotas. Ovejas y cabras siguen siendo los animales más importantes que componen la dieta, aunque está documentada la presencia del cerdo y otros animales, éstos últimos producto de la caza. La cerámica es cada vez más variada y con unas decoraciones ricas en colores y motivos, con características propias, y diferencias muy sutiles de una aldea a otra; revela cierta especialización en su factura, realizada por unos artesanos cada vez más competentes. Es el resultado de una continua jerarquización y especialización del trabajo que comienza a darse en el Neolítico y que dará lugar a sociedades progresivamente más complejas.