En el reino de Aragón se darán, quizás, las mejores muestras del mudéjar hispánico. Se distinguen tres centros principales: Zaragoza, Teruel y Calatayud. Zaragoza es el centro creador más importante. Destaca la cabecera de la Seo, construida en piedra y ladrillo, y la torre de la iglesia de San Pablo, erigida en el siglo XIV. El arte mudéjar vivirá entre 1250 y 1350 en la ciudad de Teruel un periodo de esplendor. La Torre de El Salvador se levantó en los primeros años del siglo XIV; en su decoración podemos observar una sucesión de arcos mixtilíneos entrecruzados. La Torre de San Pedro se fecha a mediados del siglo XIII y en su parte baja encontramos el habitual arco apuntado. En el sistema ornamental se destaca el friso de arcos de medio punto entrecruzados. La Torre de Santa María, la catedral, fue construida entre 1257 y 1258, destacando algunas particularidades como el arco apuntado de la parte inferior o la decoración en tonalidades verdes. La Torre de San Martín, erigida entre 1315 y 1316, sigue fiel al sistema de abrir un arco en la parte inferior, así como a la decoración de ladrillo resaltado y cerámica. Finalmente, en Calatayud se conserva un interesante conjunto de iglesias. Las torres de las iglesias de Santa María la Mayor y de San Andrés son de las más bellas y mejor conservadas de Aragón.
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Algunos elementos y decoraciones de las construcciones andalusíes de pleno siglo XIII se transmitieron a la España cristiana, y con ese trasvase se renovó una parte del arte mudéjar, sobre todo en los recursos de las yeserías, pero también en disposiciones de patios, pórticos y pabellón o qubba. De este modo, lo mudéjar es, a su vez, y en este período, un testimonio de la evolución del arte andalusí en este siglo XIII, y de su transición entre almohades y nazaríes de Granada; así, el arte mudéjar nos documenta, a veces, formas desaparecidas en lo que nos queda del arte de al-Andalus, donde, sin embargo, tales formas debieron también existir, pues en lo andalusí, en ocasiones, hallamos el precedente de tal forma y su posterior resultado, mientras que lo contemporáneo mudéjar atestigua precisamente la transición de tal o cual elemento, no siempre presente en lo andalusí hasta hoy conservado o conocido.En manifestaciones de este arte mudéjar del siglo XIII destacan algunas que se hallan en ciertas partes del Monasterio de Las Huelgas, de Burgos, fundado en 1187 por Alfonso VIII, pero cuya característica capilla de La Asunción fue terminada a principios del siglo XIII, mostrando, por ejemplo, una cúpula central y tres pequeñas de mocárabes, yeserías, ricos arcos lobulados, todavía del más genuino estilo almohade. En la capilla de Santiago, su cúpula de artesonado de madera policromada, con representación de estrellas, y las yeserías del claustro de San Fernando datan ya de finales del siglo XIII, y representan lo entonces alcanzado.Por su parte, en Toledo, las yeserías de la antigua sinagoga de Santa María la Blanca, son una buena muestra del arte mudéjar del siglo XIII, aunque se discuta la fecha de su ejecución, que iría, según las distintas propuestas, desde 1180 hasta finales del siglo XIII. Merece la pena citar algunas frases del análisis que le dedicó Gómez Moreno: "un decorador andaluz (sic) enriqueció la obra con yeserías que convirtieron en columnas los pilares mediante capiteles espléndidos, guarneció los arcos con albanegas, donde campean medallones con atauriques, y sobre ello hizo correr frisos de lazo y arquerías ciegas... No puede comprobarse que inmediatamente de concluido el edificio recibiese la decoración aludida; pero ello es verosímil, y el estilo de lazos y atauriques se acredita de anterior a cuantas obras ornamentales conocemos fechadas en el siglo XIII. (Pertenecen al nuevo período o granadino)". Y Torres Balbás creía que sus características decorativas señalaban época avanzada dentro del siglo XIII, hacia su tercer cuarto, comparándolas con yeserías de Las Huelgas que se fechan en 1275.
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Uno de estos contactos culturales profundos entre la Cristiandad y el Islam se produce a partir de la reconquista cristiana de al-Andalus por razones de pragmatismo político y de tolerancia religiosa. La dificultad de los reinos cristianos del norte peninsular para repoblar los vastos territorios conquistados abocó a una decisión política de profundas consecuencias para la cultura medieval española: autorizar a la población musulmana vencida a quedarse bajo dominio cristiano en los territorios conquistados, conservando la religión islámica, la lengua árabe y una organización jurídica propia. Son los mudéjares. Sobre el solar hispánico medieval ya no sólo hay moros al otro lado de la frontera política, sino también en propio territorio cristiano, en pacífica convivencia. Esta asimilación cultural de los moros vencidos (mudéjares), la fascinación de los cristianos por los monumentos islámicos de las ciudades reconquistadas, convirtiendo los alcázares musulmanes en palacios de los reyes cristianos y las mezquitas aljamas de las ciudades en catedrales e iglesias, así como las estrechas relaciones que con intermitencias de periodos bélicos se mantienen con los territorios de al-Andalus aún no reconquistados, son algunos de los factores que explican el singular fenómeno del arte mudéjar. Si el arte es un documento plástico insustituible para el conocimiento del pasado, el mudéjar constituye la manifestación artística más genuina de la España cristiana medieval, expresión del pensamiento plástico de una sociedad en la que convivieron cristianos, moros y judíos. Estas circunstancias sociales hicieron posible el nacimiento del arte mudéjar, pervivencia de la tradición artística islámica en la España cristiana medieval, que dio lugar a una nueva expresión artística, diferente de los elementos islámicos y cristianos que la integran. No debe considerarse, pues, hija de la exaltación castiza la atinada valoración de Marcelino Menéndez Pelayo sobre el arte mudéjar, al reconocerlo como "el único tipo de construcción peculiarmente español de que podemos envanecernos". Y sin embargo, a pesar de esta singularidad, el mudéjar tal vez ha sido la manifestación del arte español más contradictoriamente interpretada hasta el momento, incluso con posiciones contrapuestas que se derivan del diferente papel y de la distinta valoración que cada historiador concede a los elementos musulmanes y cristianos que integran esta nueva manifestación artística. De un lado, se alinean quienes han situado culturalmente al mudéjar dentro de la historia del arte hispanomusulmán, como un brillante epígono o capítulo final, que contempla la pervivencia del arte islámico en territorio cristiano; esta actitud historiográfica olvida la importante circunstancia de que el arte mudéjar no está realizado bajo el dominio político musulmán, sino justamente al contrario; el límite o frontera de separación entre el arte musulmán y el arte mudéjar está claramente perfilado por el fenómeno histórico de la reconquista cristiana; en el arte mudéjar, realizado ya bajo dominio cristiano, ha desaparecido lo que constituía el soporte cultural del arte musulmán, el sometimiento al dominio político del Islam. Así, pues, en sentido estricto el arte mudéjar no pertenece al arte musulmán. De otro lado, se posicionan quienes han interpretado el mudéjar como parte del arte occidental cristiano, un añadido ornamental de tradición islámica a los estilos románico o gótico; para esta actitud los monumentos mudéjares per tenecen claramente al arte occidental europeo con algunos rasgos o influencias del arte islámico. De esta valoración se deriva la utilización de términos como románico-mudéjar o gótico-mudéjar para aludir a unas manifestaciones artísticas, en las que lo estructural y principal se relaciona con el arte occidental, mientras que el aporte musulmán queda reducido a elementos ornamentales y secundarios. Veremos más adelante cómo esta corriente historiográfica ha minusvalorado el papel de los elementos islámicos que integran el arte mudéjar, porque ni son solamente ornamentales ni lo ornamental cumple la misma función que en el arte occidental europeo, sobrevalorando lo cristiano. El mudéjar no corresponde, pues, en sentido estricto ni a la historia del arte musulmán ni a la del arte occidental cristiano, ya que es un eslabón de enlace entre ambas; es un fenómeno singular de la historia del arte español. El análisis desmenuzado de los elementos artísticos musulmanes y cristianos que integran el mudéjar y su diferente valoración ha conducido a estas actitudes contrapuestas y por igual alejadas de la realidad cultural. Ya Fernando Chueca denunció hace años con clarividencia que estos análisis disgregadores del mudéjar "no hacen más que soslayar el problema, pues con todos los componentes que se quiera, nos encontramos con el hecho de un pueblo manifestándose de una determinada manera y con una gran unanimidad". En definitiva, estas actitudes extremas en la interpretación del mudéjar han olvidado lo primordial, que el arte es ante todo la expresión de una sociedad. El mudéjar no es otra cosa que la expresión artística de la sociedad medieval española, en la que conviven cristianos, moros y judíos. Esta sociedad fue el resultado del pragmatismo político y de la tolerancia religiosa de la repoblación; en estricta ortodoxia ni los cristianos debieron autorizar la permanencia de los moros ni tampoco éstos debieron quedarse. Sin duda, constituyó una anomalía cultural; también el mudéjar lo es en cierta medida. Queda por subrayar que el mudéjar es una expresión artística nueva, diferente de los elementos musulmanes y cristianos que la alimentan; en realidad pertenece pro indiviso a la cultura islámica y a la cristiana, como buena parte de la historia medieval española.
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Las marinas eran uno de los géneros pictóricos que estaban teniendo mayor demanda entre los aristócratas británicos. Inglaterra a lo largo de los siglos XVIII y XIX va a configurar su importante imperio ultramarino por lo que este tipo de escenas gustaba mucho a un pueblo marinero como el inglés. Esta será la razón por la que Turner realizará numerosas escenas de marinas en los primeros años del siglo XIX. La fuerza de los elementos será siempre un importante motivo de inspiración para el artista, ya fuese el mar embravecido, una tormenta o un amanecer. Por esto presenciamos una escena en la que las fuertes olas, obtenidas con una gran delicadeza a base de golpes de color blanco, parecen salirse del cuadro, integrándose de esta manera el espectador en la imagen. El cielo amenazante refleja sus zonas de luz y sombra en el mar, sobre el que los barcos intentan avanzar con las velas arriadas. Las figurillas de los pescadores y sus mujeres expectantes otorgan mayor realismo a la composición. La profundidad y el movimiento obtenidos en este cuadro son dignos de mención. Este tipo de marinas habían sido muy habituales en la pintura de paisaje holandesa del siglo XVII en la que Turner buscaría constante inspiración, especialmente Ruysdael.
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La similitud de este retrato que contemplamos con el Peeckelhaering hace pensar a algunos expertos que nos encontramos con una pareja que formaría parte de una serie de los sentidos, tomando como referencia el mundo italiano, en el que Ribera había representado cada uno de los sentidos como una figura aislada. Algún especialista piensa que la obra estaría recortada y que aludiría al tacto. Ambos personajes parecen ataviados con trajes rojos de grandes botones, como si se tratara de bufones, interesándose Hals por captar la expresión de sus modelos, ya se trate de los burgueses de Haarlem o de personajes populares. La aplicación del óleo es rápida y empastada, apreciándose claramente los trazos como podemos observar en la mano. El centro de atención del lienzo lo debemos buscar, una vez más, en el rostro del mulato, cuyos ojos vidriosos y su abierta sonrisa llaman nuestra atención, investigando el maestro de Amberes la expresión de sus modelos.
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La agricultura atravesó en el siglo XVII por un período de dificultades que contrasta con la tendencia expansiva que manifestó en el siglo anterior. Los efectos del cambio de coyuntura se dejaron ya sentir desde las últimas décadas del XVI en un descenso del volumen de producción de cereales, a los que estaba dedicada la mayor parte de la superficie en cultivo. Este descenso de la producción se hizo aún más acusado en los años centrales de la centuria. Entre las causas de la nueva situación es necesario destacar varias. En primer lugar, hay que hacer referencia a los factores climatológicos. En el Antiguo Régimen la agricultura dependía estructuralmente de la meteorología, dependencia que se hacía más dramática por las grandes limitaciones de las que se resentían las técnicas de producción. Una de las principales razones que pudieron influir en la alteración del normal desarrollo del sector fue la existencia de una fase climatológicamente adversa. Según todos los indicios, durante el siglo XVII tuvo lugar un enfriamiento atmosférico, hecho que ha motivado a algunos autores a hablar de una pequeña edad glaciar (E. Le Roy Ladurie). Este fenómeno, al propiciar un aumento de la frecuencia de las malas cosechas, ocasionó a la producción campesina mayores problemas que los que atravesó en el período anterior, en los que la agricultura se benefició de condiciones más favorables. El frío y la humedad fueron responsables de catástrofes frumentarias, que solían coincidir con períodos de difusión de epidemias, corno sucedió en los años finales del silo XVI y los iniciales del XVII, o también en los años centrales de este último. Las variaciones climatológicas proporcionan un primer e importante elemento de análisis a la hora de explicar las dificultades agrarias del siglo de la crisis, aunque no constituyen el único. "Desde luego -afirma Jean Jacquart- no se puede hacer cargar a estas fluctuaciones a medio plazo con la responsabilidad exclusiva de las dificultades de la economía rural a lo largo de todo el siglo, pero llaman poderosamente la atención las concordancias de estos fenómenos con los episodios del movimiento general de la producción, tal y como pueden ser reconstruidos. De todos modos, la naturaleza no es la única causa; también entran en juego los hombres y su actividad". Por otra parte, puede constatarse también un retroceso de los cultivos como consecuencia de la ley de rendimientos decrecientes. La expansión de la superficie cultivada que tuvo lugar en el siglo XVI tuvo como efecto la puesta en explotación de terrenos marginales de escasa calidad, cuya capacidad productiva fue descendiendo progresivamente al no disponerse de técnicas eficaces para lograr su regeneración. La depresión demográfica del Seiscientos y la consecuente contracción de la demanda de productos alimenticios jugaron también un papel negativo, al incidir en una bajada de la producción, en la desvalorización de la tierra y en la caída de los precios agrarios. Ambos fenómenos, la regresión de los cultivos y el descenso poblacional, estuvieron estrechamente conectados entre sí, al producirse una situación de bloqueo maltusiano condicionado por la ruptura del equilibrio mantenido en el siglo anterior entre la expansión demográfica y el incremento de los recursos que la sostuvo. El endurecimiento de las condiciones climáticas y el estancamiento técnico explican en buena medida la precaria situación del sector agrario en la Europa del siglo XVII, pero es necesario tomar también en consideración otros factores. El deterioro económico del campesinado, agravado por la presión fiscal, es uno de ellos. El empeoramiento de su situación social, erosionada por el aumento de la presión señorial, es otro. Finalmente, las tensiones políticas y la frecuencia de las guerras operaron efectos negativos, al desorganizar el sistema productivo.
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Si se hace un análisis de las veinte enjutas de los arcos que soportan el Antiguo Testamento, se puede observar que al ciclo de Adán y Eva le dedica el autor siete episodios con ellos relacionados directamente, y dos más a Caín y Abel, vínculo inseparable de los primeros hombres. Se deja ver que la idea del pecado se manifiesta de forma clara en su recorrido, pues la alusión a él es constante desde la advertencia divina hasta su consecuencia más directa en la expulsión y primer pecado del hombre. Las dos escenas de Caín y Abel vienen a subrayar esta primera idea, por cuanto se trata del gran pecado del hombre encarnado en Caín, símbolo del mal, mientras en Abel ya se prefigura a Cristo como pastor de su rebaño y a través de un doble camino: su ofrenda, símbolo de la Eucaristía y su muerte, que es la de la cruz. Conviene señalar, por otra parte, que ciertas particularidades iconográficas, que ya se dejan ver en estas primeras escenas, han servido para intentar situar al autor intelectual y material de las pinturas en los mismos círculos de Inglaterra e Irlanda (Lewittes, Pácht, Oakeshott), lo que significaría un elemento más de consolidación de sus teorías. Lo cierto es que la exclusividad isleña que se supone para la escena del ángel enseñando a Adán y Eva a labrar la tierra no deja de ser una variante con cierta frecuencia utilizada (normalmente es Adán quien trabaja la tierra) también más allá de las islas en esta época ya tardía. Del mismo modo, la muerte de Abel por medio de una quijada de asno es un tema al margen de la leyenda popular muy arraigada en la Edad Media, según la cual la muerte se produjo con una rama del árbol del Bien y del Mal, de ahí el garrote tan frecuentemente utilizado. Pero también es cierto que junto a todo ello a veces es un hacha o una piedra el arma homicida, lo cual indica la diversidad del instrumento a utilizar, siendo más atrayente la quijada para Inglaterra, aunque no la única, que aparece en alguno de los manuscritos conservados y sin constancia en la pintura mural, prácticamente inexistente. Tras la muerte de Abel, otro largo ciclo dedicado a Noé se desarrolla en cuatro escenas que enlazan perfectamente con todo lo anterior y abren la época de las alianzas. Frente al pecado, la salvación. Este discurso, iniciado con la construcción del arca por parte del viejo patriarca, incide de nuevo en la prefiguración de Cristo, además de las alusiones al Bautismo a través del agua purificadora y al Juicio Final encarnado por el diluvio. El sacrificio de Isaac, un tema de fuerte contenido cristológico, es la inmolación del Hijo por el Padre para la redención de los pecados, argumento éste fuertemente vinculado a los anteriores e hilo conductor del discurso general, que por medio de esta escena pone el punto foral a la humanidad ante legem.