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En 1639 Rubens pinta una de sus últimas obras: El juicio de Paris. Fue enviado a Madrid y colocado en el Palacio del Buen Retiro, donde fue muy apreciado por todos los que lo contemplaron. El maestro recoge el momento en el que Paris, hijo de Priamo, rey de Troya, toma la manzana que le da Mercurio para que se la entregue como premio a la diosa más bella. Las tres deidades esperan la resolución del atractivo juez; Atenea con sus armas, Venus acompañada de Cupido y Juno con su pavo real. Sobre ellas se sitúa un amorcillo que corona a Venus, anticipando la elección del joven ya que Paris consideró a Venus la más hermosa. Todas las figuras se disponen como en un friso clásico, esquema muy apreciado por Rubens en estos últimos años de su vida. Sin embargo, la composición ha sido cerrada al colocar las figuras de los extremos enfrentadas para conseguir el equilibrio. Al fondo contemplamos un paisaje en el que se encuentran las ovejas de Paris, ya que su padre había sido advertido de que causaría la ruina de su país por lo que consideró prudente alejarle de la corte troyana. Las diosas están resaltadas por la luz y la técnica transparente utilizada por el pintor. Sus bellos cuerpos desnudos nos ponen de manifiesto el canon de belleza femenina durante el Barroco, mientras que en los cuerpos masculinos observamos una clara referencia a Miguel Angel. La sensualidad que ha sabido captar Rubens en sus tres diosas fue peligrosa ya en su momento al decir el cardenal-infante que la única falta del cuadro era estar las diosas demasiado desnudas.
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Este dibujo, preparatorio del cuadro El Juicio de Salomón, es el único de los de tema religioso situado en un interior que realiza en esta época, una de las más productivas de Poussin. En el cuadro, el movimiento, aunque violento, se encuentra confinado a la parte central de la escena. Es una agitación, en todo caso, muy estilizada. Los gestos de las madres son dramáticos, pero también amplios, y se mantienen paralelos al plano del dibujo. En el dibujo, sin embargo, los movimientos son más libres; el niño es sostenido por dos soldados, cuya posición dirige la línea hacia el interior. Las figuras de la parte derecha señalan de forma violenta hacia la izquierda. El fondo de este dibujo, una galería llena de soldados, desaparecerá en el cuadro, siendo sustituida por un simple muro con dos puertas. Salomón, sentado en su trono entre dos columnas, imponente, realiza con sus manos un gesto que simboliza el equilibrio, la equidad en la justicia.
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Es uno de los pasajes más conocidos del Antiguo Testamento. La acción se sitúa en el palacio de Salomón, y su escenario es el vestíbulo del trono, en donde el monarca israelita impartía justicia. Ante él comparecen dos prostitutas, las cuales han dado a luz sendos niños, de los que sólo uno ha sobrevivido. Ambas reclaman la maternidad del recién nacido. Salomón solicita una espada y ordena partir al niño en dos y entregar cada mitad a una de las mujeres. La verdadera madre, no pudiéndolo soportar, renuncia a su parte para salvar la vida del niño, pero la otra pide que lo partan. De este modo Salomón sabe cuál es la madre auténtica, a la que entrega el recién nacido. Como en el teatro de la Academia francesa del siglo XVII, Poussin recrea la narración uniendo todos los instantes del relato en un mismo lugar y un mismo momento, lo que se conoce como unidad de lugar, acción y tiempo. Se conservan varios dibujos preparatorios sobre la composición. Lo que aporta en el lienzo Poussin es el estudio psicológico de los personajes, fiel a la teoría de los "affetti", ya citada en numerosas obras. Es, por encima de todo, una lección moral.
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Entre abril de 1535 y octubre de 1541 Miguel Angel realiza una de sus obras maestras: el Juicio Final de la Capilla Sixtina. El fresco es de enormes dimensiones e incluye casi 400 figuras de las que se han identificado aproximadamente 50. La zona superior de la composición, más de la mitad de la pared, está ocupada por el mundo celestial, presidido por Cristo como juez, en el centro de la escena, inicialmente desnudo y en una postura escorzada, levantando el brazo derecho en señal de impartir justicia y cierto temor a los resucitados. A su lado, la Virgen María, rodeadas ambas figuras por un conjunto de santos, apóstoles y patriarcas que constituyen el primer grupo circular. A ambos lados de este grupo central diferentes mártires, vírgenes, bienaventurados y Confesores de la Iglesia forman una segunda corona. En los lunetos superiores aparecen dos grupos de ángeles que portan los símbolos de la Pasión: la corona de espinas, la cruz y la columna, ofreciendo las más variadas posturas y reforzando la sensación general de movimiento. A los pies de Cristo se sitúan dos santos que ocupan un lugar privilegiado: San Lorenzo, que porta la parrilla de su martirio, y San Bartolomé, con una piel que alude a su muerte, apreciándose en su rostro un autorretrato del pintor. En la zona intermedia podemos encontrar tres grupos; en la izquierda, los juzgados que ascienden al Cielo mientras que en la parte contraria se ubican los condenados que caen al Infierno, ocupando los ángeles trompeteros el centro para despertar a los muertos de la zona inferior, que se desarrolla en el espacio izquierdo de este último tramo. En la zona inferior derecha hallamos el traslado de los muertos en la barca de Caronte ante el juez infernal Minos -la figura de la esquina con serpientes enrolladas alrededor de su cuerpo- y la boca de Leviatán. La escena se desarrolla sin ninguna referencia arquitectónica ni elemento de referencia, emergiendo las figuras de un azulado cielo donde flotan con una energía y seguridad difícilmente igualables.
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La derrota infligida por los cristianos a los almohades, el 16 de julio de 1212, ha sido considerada por muchos historiadores como el ocaso de al-Andalus. Sin embargo, tras el análisis de cuanto después ocurrió, el alcance concedido al triunfo de los tres reyes cristianos parece un poco excesivo, aunque todos lo reconozcan como crucial. La caída del Imperio almohade no puede atribuirse en exclusiva, a la pérdida de un ejército más o menos numeroso, y su capacidad bélica no desapareció tras la derrota de las Navas, como prueban sobradamente las razzias que organizaron desde Sevilla, tan sólo un año más tarde. Las razones de la caída del Imperio almohade hay que buscarlas más en el fracaso de su doctrina integrista que en la derrota del 16 de julio de 1212. De todas maneras, puede afirmarse que la batalla de las Navas de Tolosa cerró las puertas de Castilla-La Mancha a los musulmanes y abrió las de Andalucía a las campañas de san Fernando, lo que supuso un cambio fundamental, no sólo para la historia de España, sino que trascendió a Europa y al Norte de África. El triunfo cristiano tuvo una gran difusión, que se puede atribuir tanto al Vaticano como a la Orden del Císter. También puede decirse que, habiendo abandonado los ultramontanos, la batalla de las Navas de Tolosa fue una cruzada exclusivamente española, pues la victoria correspondió a las tropas castellanas, catalano-aragonesas y a la testimonial presencia de los navarros. El Monasterio de las Huelgas de Burgos, fundado en 1187 por Alfonso VIII y por su esposa, Leonor Plantagenet, alberga entre sus paredes los testimonios más importantes de la batalla. Allí descansan, rodeados por las voces del canto gregoriano de las monjas cistercienses, el rey y la reina, en magníficos sepulcros de piedra laboriosamente tallada por anónimos canteros del siglo XIII. En Las Huelgas se guardan, también, diversos trofeos y recuerdos de la gran victoria de Alfonso VIII, como el Pendón del Miramamolin y la Cruz de la Batalla, y en sus claustros reposan aquellos esforzados caballeros que acompañaron a su rey en tan memorable hecho de armas.
contexto
El valor didáctico del arte y la función distribuida a las exposiciones explica también todas las discusiones y polémicas suscitadas tanto por la composición como por el sistema de selección de jurado. El organismo que, con sus decisiones, es decir, los premios y las propuestas de compras oficiales, debía, al menos en teoría, guiar a los artistas por los verdaderos caminos del arte, y educar y fomentar, a la vez, el gusto del público y aficionados. Su composición refleja, aparte del enfrentamiento entre la Administración y la Academia de San Fernando por el control del mundo del arte, la evolución político-social de España, pues pasó de ser designado, casi en su totalidad, en 1856, a elegirse por sufragio universal en 1890, coincidiendo con su aplicación, también por primera vez, en las elecciones legislativas. Medida no muy bien vista por los críticos conservadores para los que el arte es lo menos democrático que existe, según expresión de uno de sus representantes, el valenciano Luis Alfonso. Si la composición del jurado enfrentaba habitualmente a los artistas -exigían su exclusividad en función de competencia- y a los críticos -defendían su derecho en razón del destino de los cuadros: el público-, no menos problemas planteaba su elección, que no desmerecía a las campañas políticas, según se desprende de una gacetilla de "El Diario de Barcelona", de 1890: "La lucha habida en la elección del Jurado para la exposición de Bellas Artes, se llama la lucha por la existencia o sea por el premio, porque significa, a más del honor, la compra por el Estado del cuadro que ha obtenido la medalla, y los que en ella han intervenido dejan tamañitos a los mullidores electorales políticos de barrio, porque hay que saber que en el último certamen el reparto de premios fue cosa de compadres y comadres, algo parecido a las meriendas de los Carabancheles, y quien más empujó más obtuvo". Lo que, lógicamente, enconaba los ánimos, hasta el punto de que otro periódico, en este caso, el madrileño "El País", resume así una jornada electoral: "Todos salieron del Palacio de la Industria mirándose de reojo". Con todo, las críticas y diatribas arreciaban al hacer pública el jurado la propuesta de premios, aunque sólo fuera porque, como recuerda frecuentemente la prensa contemporánea, nunca llueve a gusto de todos y los que han esperado medallas y no las han conseguido han visto siempre injusta la clasificación. Protestas que, con el paso del tiempo, llevan a pedir, la supresión del jurado, al que se culpa directamente de la decadencia de estos certámenes. Así lo plantea un aficionado en 1900, aprovechando una encuesta de la "Revista de Bellas Artes": "La decadencia de las Exposiciones -afirma- viene de la decadencia del Jurado, y ésta de la de los expositores, que consiste en haber rebajado la talla de los jueces hasta la propia altura del que los elige ("la tiranía de los malos", había llamado a este fenómeno Rodrigo Soriano, en 1892, denunciando la incongruencia de que cualquier expositor, aún sin saber si iba a ser admitido o no, pudiera, en cambio, elegir al jurado), buscando siempre al que menos vale para que la imposición se facilite, el elegido sienta el vértigo de las alturas y caiga insensiblemente en brazos del que le elevó más allá donde su posición era insostenible". Las acusaciones, con el tiempo, alcanzan también a los precios, a pesar de presentarse, en un principio, como reclamo indispensable para que dichas manifestaciones artísticas pudieran cumplir con su objetivo: sacar al arte español de la dramática situación en que se encontraba, extender el gusto artístico y recuperar la gloriosa tradición nacional. Misión en apariencia fácil de alcanzar, según se desprende del discurrir de los primeros certámenes, hasta el punto de que, en 1884, el crítico Pedro Sánchez no tiene reparos en sostener que lograr un premio de primera clase, suele significar para el artista un porvenir asegurado, a poco que procure no dormirse sobre los obtenidos laureles. Y no se equivocaba, porque un premio en las exposiciones podía acarrear, además, desde pensiones en el extranjero -Gisbert y Casado en 1860- a toda clase de encargos, tanto pequeños -Rosales, en una carta de 1865, lamenta no poder ir a Roma por sus compromisos con la aristocracia madrileña derivados del éxito de su Testamento de Isabel la Católica en la exposición de 1864- como cuadros grandes, cual los encargos del Congreso a Gisbert y Casado en 1860 -Doña María de Molina presenta a su hijo D. Fernando IV ante las Cortes de Castilla y El Juramento de las Cortes de Cádiz, respectivamente- y del Senado a Pradilla en 1879 -La Rendición de Granada-, tasados los tres en un precio bastante más alto de lo habitual.
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Desde la segunda mitad del siglo XVI los Países Bajos estaban en guerra contra España por lo que se eligieron diferentes episodios de la rebelión de los bátavos para decorar el Ayuntamiento de Amsterdam, en la actualidad el Palacio Real. Los bátavos eran un pueblo que, como los holandeses, se habían rebelado contra sus opresores, los romanos, encontrándose cierto paralelismo entre ambos casos. En un principio se encomendó la obra a Govaert Flinck, quien murió al iniciarse los trabajos, repartiéndose la serie entre varios pintores. Rembrandt fue el encargado de representar el episodio del Juramento en el que aparece el promotor de la rebelión, Claudio que era tuerto, junto a los demás jefes en el momento de unir sus espadas para juramentarse contra el enemigo romano. La revuelta se inició en el año 69 después de Cristo pero fracasó al año siguiente.El lugar donde estaba destinada la pintura era la sombría esquina este de la sala por lo que Rembrandt recurrió a iluminar la mesa con un potente foco de luz que incluso parece salir de la propia mesa por los reflejos de las espadas. Este foco ilumina ligeramente a las figuras, recortándolas de la oscuridad del fondo. Esa sensación de luz artificial la sabía conseguir perfectamente el maestro gracias a su conocimiento de la escuela veneciana con Tintoretto y Tiziano como promotores de este tipo de iluminaciones. De hecho Rembrandt ya la había empleado en La negación de Pedro o en La cena de Emaús.Al estar colocado el lienzo a siete metros de altura, el maestro empleó una perspectiva de abajo a arriba. Pero curiosamente el cuadro fue descolgado de su emplazamiento original y sustituido por otra obra del mismo tema de Jurriaen Ovens. ¿Por qué se cambió? ¿Quizá por qué Rembrandt tardó mucho en entregarlo o por qué no gustó su forma de representar la escena? Desconocemos esas respuestas pero sí sabemos que el cuadro fue recortado y entregado a otro cliente, posiblemente para satisfacer así una de las numerosas deudas contraídas por el maestro.
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La civilización india, uno de cuyos valores más importantes es la procreación, ha sabido como ninguna otra rendir culto al amor carnal como símbolo filosófico de creación y origen de la vida. Una de las mejores manifestaciones de esta forma de pensamiento es el tratado conocido como Kamasutra, un antiguo texto ritual escrito en sánscrito por Vatsyayana, un autor de la corte gupta, entre los siglos IV y VI. En el Kamasutra (de Kama, dios del amor, y Sutra, normativa) el amor carnal, interpretado como la unión del individuo con la divinidad o de los principios del cosmos, es representado gráficamente sin tapujos ni falsos pudores, con toda sinceridad. Parejas o grupos son representados realizando el amor de manera abierta y en absoluto obscena, con emotividad, mostrando toda clase de posiciones y variantes. Aparte del Kamasutra, la fascinación india por la exaltación de lo sexual se manifiesta en las numerosas esculturas y relieves que adornan su templos, como los de Kandariya Mahadeva, Laksmâna, Visvanatha, Parsvanatha y Devi jagadamba, en Khajuraho; los de Muktesvara, Lingaraja y Rajarami, en Bhubaneshvar; y el templo de Surya en Konarak. Las escenas, que representan a parejas o grupos practicando el sexo, son llamadas mithunas. Del Kamasutra se han dado varias interpretaciones, habiéndose realizado posteriormente otras variantes. De entre todas, la más importante es la que realizó el escritor sánscrito Yashodara Indrapada en el siglo XIII, llamado Jayamangala o Collar de la Victoria.