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El día 19 de julio del año 711, tuvo lugar junto a una laguna, hoy seca, de la provincia de Cádiz, una batalla que por sí sola abrió las puertas de Europa a un reducido ejército árabe, formado en realidad por unos jefes sirios, es decir conversos o hijos de conversos, y un grupo de beréberes apenas islamizados, aglutinados bajo la enseña verde del Profeta y la blanca de los omeyas y guiados por las ansias de obtener el botín que habían vislumbrado en una incursión previa. En unos meses la vieja Hispania pasó a ser otro dominio del sucesor de Abd al-Malik trocando su casi milenario nombre por un neologismo culto, Al-Andalus, documentado por vez primera en el Corán y que en realidad no era más que una derivación del nombre de la mítica Atlántida.Los invasores hallaron, como en Egipto e Ifriqiya una realidad política convulsa, en la que las manifestaciones artísticas eran simple herencia, mal conservada, de un pasado espléndido y lejano. Su implantación fue, por lo tanto, similar a la que habían ido experimentando desde las primeras conquistas, aunque la abundancia de ciudades, por muy decaídas que estuviesen, le permitió ahorrarse los amsar; en la primera etapa todo el esfuerzo se dedicó a la explotación directa del éxito, sin que se documenten más tareas artísticas que las reparaciones de puentes o la construcción de murallas, aprovechando restos anteriores. Las necesidades religiosas quedaron cubiertas con el uso de antiguos templos paganos (así la precaria mezquita de las Banderas de Carteia, la primera de Europa), iglesias (en Córdoba, por ejemplo) y cualquier edificio amplio, como termas, e incluso abundan las noticias legendarias sobre la partición de templos entre cristianos y musulmanes.Al-Andalus se convirtió en territorio abbasí al poco de la matanza de los omeyas en las cercanías de la actual Tel-Aviv pero pronto volvería a la órbita de los descendientes de Muawiya pues de aquella carnicería escapó un biznieto de Abd al-Malik, Abd al-Rahman. Había nacido en 731 en una villa de los alrededores de Damasco y era hijo de una magrebí; por ello que en su huida se dirigió a Ifriqiya y de allí, perseguido por agentes abbasíes, llegó hasta Nakur; finalmente, el 14 de agosto del 755 desembarcó en Almuñécar (Granada), dando comienzo a un turbulento reinado como amir, y volviendo a enarbolar la bandera blanca de su familia, en vez de la negra de la abbasíes.En el año 784 se puso la primera piedra de la mezquita de Córdoba, edificio emblemático para la dinastía a cuya historia quedó ligado en sus sucesivas ampliaciones, de tal manera que la historia del Arte de Al-Andalus en este periodo de expansión del Islam tiene como guía y principal protagonista la de este prodigioso edificio, en el que vemos un último resplandor de tradiciones romanas, junto a novedades a cuya genealogía se han dedicado numerosas páginas y que aún está por dilucidar. Durante siglo y medio la mezquita de Córdoba fue el laboratorio y el protagonista no sólo principal, sino exclusivo de todo el proceso artístico, ya que los restantes edificios datados durante este lapso, tuvieron intenciones utilitarias o fueron sumarios y toscos. Falta información sobre otras actividades artísticas.Por tanto, adquieren enorme valor las iglesias levantadas en territorios cristianos, durante el siglo X, por los refugiados mozárabes que huían de la represión musulmana, pues ofrecen una idea de los recursos que se manejaron en Al-Andalus antes de que tuviese lugar la explosión artística de la segunda mitad de dicho siglo. La proclamación, en el año 929, de Abd al-Rahman al-Nasir como califa de Al-Andalus trajo consigo la aparición de un repertorio completo de formas artísticas.Antes de describir otra etapa andalusí volvamos nuestra mirada hacia el Mediterráneo central. Sicilia, que había entrado en la órbita bizantina en el año 535 por obra y gracia del desgraciado conde Belisario, pasó a poder de los musulmanes de Ifriqiya en el 827, aunque hasta comienzos del X los griegos resistieron. La invasión formó parte de la política marítima que el Islam inició pronto, ya desde tiempos de Utman, cuando alcanzó su primer éxito en Chipre; esta tarea sólo pudo acometerse gracias a los puertos de Siria y Egipto que proporcionaron los medios materiales y humanos, y supuso la conversión del Mediterráneo en un espacio conflictivo, bien distinto de la vía de comunicaciones que, a trancas y barrancas, había sido.En su progreso hacia el Atlántico los musulmanes, atraídos por el fácil paso del Estrecho y la rápida ocupación de la Península Ibérica, demoraron el asalto final a Sicilia, que era menos accesible y más montañosa que aquélla y sólo fueron sus dueños exclusivos durante sesenta años escasos, ya que en 1061 los normandos, en un ensayo de lo que serían treinta años más tarde las Cruzadas (expediciones de vikingos cristianizados las ha llamado algún historiador), comenzaron su reconquista, que completaron treinta años más tarde.Tan corto tiempo dejó escasísimos restos de la cultura material islámica, pero conformó un sustrato tan potente que en los siglos venideros Sicilia, temprana exportadora de sedas, papiros y otros géneros de lujo a la Italia continental, fue un foco de cultura musulmana, pero de ello daremos cuenta más adelante cuando reseñemos brevemente las contaminaciones de la periferia del arte islámico, porque ahora volvemos a Al-Andalus.Poco antes del Año Mil el mapa de la Península Ibérica mostraba el poderío de un Estado unitario, el Califato omeya, que dominaba cuatro quintas partes del territorio continental, articulado gracias a una trama de sesenta ciudades importantes; el resto de la antigua Hispania era una estrecha parcela montañosa, fraccionada en varios Estados, a menudo enemigos entre sí, en los que lo más parecido a una ciudad era el alojamiento de una de sus cortes reales en las ruinas de un viejo campamento romano, Legio, actual ciudad de León. Treinta años después la mitad de la Península era ya cristiana, sus habitantes habían aprendido a vivir en ciudades y tenían sometidos a sus impuestos y armas a los veinticuatro reinos (o incluso repúblicas) islámicos que se repartían a la greña la otra mitad del territorio hispánico. Cómo se produjo este curioso milagro es algo tan sorprendente como la conquista relámpago del 711.Lo cierto es que el Califato, tras la Fitna o revolución del año 1031, se fragmentó en una larga serie de Estados, los reinos de Taifas; pero, contra lo que cabría esperar, a su debilidad política y militar no correspondió una pérdida de potencia cultural, ya que todas aquellas cortes principescas decidieron convertir su capital en una pequeña Córdoba; así, las virtudes estéticas del Califato se incrementaron notoriamente, con una tendencia a la complejidad y refinamiento a las que no fueron ajenas las influencias abbasíes, a las que el mismo Califato cordobés había sido bastante sensible en sus mejores tiempos.Aunque el desarrollo cultural de las taifas fue muy alto, nuestro relato únicamente tendrá en cuenta aquellas de las que poseemos alguna información, especialmente de la de Zaragoza, donde se halla el más septentrional y barroco de los palacios musulmanes.El periodo de Taifas coincidió con una época de fragmentación en todo el Islam, y por lo mismo pudiéramos haber escogido alguna otra fecha dentro del siglo XI para iniciar un nuevo capítulo; es más, Creswell, en su monumental tratado, eligió una fecha muy anterior, a comienzos del siglo XI cuando se agotó el arte abbasí. Nosotros preferimos una fecha lo más próxima a la época en la que el rearme de los cristianos, la aparición de los turcos, beréberes y otros pueblos fueron determinantes; así, hemos preferido, por su simbolismo, la toma de Toledo en 1085, por ser la primera vez que los cristianos, de una punta a otra del imperio musulmán, consiguieron reconquistar una ciudad islámica importante.
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Para entender la ideología que impulsó a Yusuf ibn Tasufín a cruzar el Mediterráneo en socorro de sus correligionarios andalusíes acosados por el avance cristiano, hay que esbozar el marco general del mundo islámico en los siglos XI y XII: el Califato abbasí de Bagdad, aunque despojado de todo poder militar y político por el sultán selchuqí, continuaba representando la unidad musulmana ortodoxa sunni frente a las corrientes heterodoxas si'ies y seguía siendo el baluarte que daba legitimidad a todo régimen que formase parte de la comunidad musulmana, la Umma. Egipto pertenecía al califato fatimí si'i ismailita, rival del abbasí. En la Península Ibérica, los reinos de taifas se habían alejado de los preceptos coránicos, relegando el papel de los alfaquíes malikíes y de los estudiosos de la religión a un segundo plano, después de que hubieran disfrutado de gran poder durante el emirato y el califato omeya.Al mismo tiempo, se desarrollaban nuevas corrientes teológicas en Oriente, basadas en las enseñanzas ortodoxas de Abu Musa al-As'arí (m. 660-1), compañero del Profeta Mahoma, gracias a varias figuras importantes, entre ellas el teólogo, jurista y moralista al-Mawardi (m. 1058), autor de al-Ahham al-Sultaniyya (Tratado sobre los estatutos gubernamentales), y sobre todo, su sucesor, el pensador, místico, teólogo alfaquí, filósofo y reformador religioso Abu Hamid b. Mohamad al-Gazali -Algazel (m. 1111)-, considerado como el hombre más destacado de su tiempo. Algazel expuso una ideología política que, sin duda, llegó al conocimiento de Yusuf ibn Tasufín a través de andalusíes y beréberes doctos en ciencias religiosas, que habían estudiado con aquel místico, como el juez Abu Bakr ibn al-Arabi. En líneas generales, y en lo que pudo influir directamente en el emir almorávide, se pueden resumir así algunos puntos de su teoría: - La familia abbasí tiene el derecho a ostentar el Califato. - El poder efectivo en las distintas provincias debe estar en manos de los sultanes o reyes; intentar cambiar este orden provocaría graves disturbios en el seno de la comunidad musulmana e iría en contra de las enseñanzas del Profeta, que abogó por la obediencia a los emires. - La relación entre el Califato y esos poderes fácticos tiene que basarse sobre el reconocimiento de la preeminencia de la autoridad califal que les legitimará. - Estos poderes prestarán al Califato la fuerza que necesite para mantenerse. - Es obligación del Imam y de sus delegados proteger los territorios del Islam contra las amenazas externas y los desórdenes internos. - Se debe emprender la Guerra Santa contra el apóstata y contra el que rechace el Islam, hasta que se acoja a él o hasta que pague tributos, signo de reconocimiento de la supremacía del Islam. - Hay que ejecutar la ley para garantizar, primero, el derecho de Dios a ser obedecido, y luego, el derecho del resto de la comunidad a ganarse el pan cotidiano y vivir en paz y con honor. Como consecuencia de esto último, se debía castigar severamente la fornicación, el robo, el consumo de bebidas alcohólicas y la calumnia, manteniendo siempre presente el principio de los límites que consiste en que quien impone el castigo no tiene que excederse en sus sentencias de los límites marcados por la ley. Para Algazel, el objetivo de este programa político era crear la ciudad ideal, cuya fundación descansaba sobre dos pilares: la religión y la razón, sin otra meta que conducir a sus miembros a su dicha final. Para ello indicó el místico y teólogo tres vías: - Obedecer a Dios; conocerle, servirle, rezarle, cumplir con el precepto de la limosna, del ayuno y del peregrinaje. - Respetar las prohibiciones que Él dictó. - Desarrollar las virtudes morales.Contemporáneo de Algazel y muy influyente en el Magreb y al-Andalus fue Abu Bakr Muhamad ibn al-Walid al-Turtusi (m. 1126), quien, como indica su nombre, había nacido en Tortosa. Discípulo de renombrados alfaquíes andalusíes, se dirigió a Oriente, donde conoció a los grandes estudiosos musulmanes, entre ellos al propio Algazel, de quien fue admirador y a la vez crítico. Al-Turtusi, que residió y murió en Alejandría (Egipto), escribió varias obras de teología, de jurisprudencia y de moral, la más famosa de las cuales es La lámpara de los Príncipes, cuyo objetivo principal era guiar al jefe del Estado en el desempeño de su misión; por tanto, es una obra de carácter político y ético que describe al príncipe ideal como aquél que no se aparta de la senda trazada por Dios y lo hace responsable no sólo de alcanzar su propia dicha, a través de la vida recta y moderada, sino también de la de su pueblo. Para al-Turtusi, la perfección espiritual del príncipe es la base en que se apoya la vida del Estado y en la cual se funda asimismo el bienestar temporal y espiritual del pueblo y el suyo. La religión se alza como piedra angular que sostiene al Estado, el alma que da vida a la justicia, la ley y el derecho.
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La decadencia de los fatimíes egipcios se acentuó en el segundo tercio del siglo XI como consecuencia de la conjunción de circunstancias adversas: malas cosechas y revueltas internas en Egipto mismo y en Siria, pérdidas de Sicilia e Ifriqiya entre 1036 y 1051. Aunque la situación mejoró en tiempos del califa al-Mustansir y de su visir Badr al-Yamali, ni los fatimíes ni los silyuqíes estuvieron en condiciones de impedir las conquistas de los cruzados, a causa de la fragmentación del poder y la debilidad militar dominantes en Palestina y Siria. El Egipto fatimí aún viviría una época tranquila bajo al-Amir y el visir al-Afdal, higo de Badr al-Yamali, hasta el año 1130. Luego, los desórdenes interiores, las agresiones de los cruzados en el delta del Nilo (1164) y la intervención de Nur al-Din y de su enviado Salah al-Din, el Saladino de los cruzados, acabaron con el califato y consiguieron que Egipto y Siria formaran frente común contra los occidentales. Zengi y su higo Nur al-Din habían capitalizado a su favor el esfuerzo de resistencia contra los cruzados: a partir de sus primeras plazas, Mosul y Alepo, extendieron su poder a Edesa (1144) y Damasco (1154). Zengi ya había tomado el titulo de muyahid (combatiente del Islam) a raíz de su victoria en Edesa; su hijo Nur al-Din envió auxilio militar a Egipto en 1164 y de nuevo en 1171-1173: en esta segunda ocasión, las tropas sirias, mandadas por Salah al-Din, ocuparon todo el país del Nilo y, en 1174, cuando murió el atabeg, Salah al-Din le sucedió en el mando y recibió del califa de Bagdad el titulo de sultán; como tal fue el fundador de una dinastía, la ayyubí, llamada a dominar durante menos de un siglo la vida política de aquellas tierras. Conviene recordar que el apoyo de los ayyubíes no fueron sólo las tropas turcas sino también las de procedencia kurda: el mismo Saladino tenía este origen. Los éxitos del primer sultán fueron extraordinarios, pues consiguió conquistar Jerusalén después de aplastar a los cruzados en Hattin (1187), y rechazar el contragolpe de la tercera cruzada, a pesar de sufrir una importante derrota en Arsuf. Sin embargo, cuando Salah al-Din murió (1193), los ayyubíes crearon diversos principados -Alepo, Hama, Damasco- bajo la dependencia nominal del sultanato, instalado en El Cairo, y aquello disminuyó sus posibilidades políticas; en Egipto serían sustituidos por un régimen de mercenarios militares -los mamelucos- desde 1249; el segundo de ellos, Qutuz, venció a los mongoles en la batalla de Ain Yalut (1260) y detuvo su avance en Siria cuando ya habían conquistado Alepo, de tal modo que su sucesor, Baybars, pudo unir de nuevo Egipto y Siria, agravar con sus conquistas la situación de los cruzados, y fijar fronteras estables con los mongoles, por otra parte en proceso de islamización. De aquella manera Egipto, y en especial Siria, consolidaban su posición preeminente en el mundo islámico, al permanecer al margen de las grandes convulsiones y cambios que afectaron a Mesopotamia e Irán, y al disponer de cierto margen de maniobra, y de beneficios, en sus relaciones mediterraneas, tanto con los europeos como con el Magreb.
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La Bula de convocatoria "Vineam Domini Sabaoth" habla de la reunión de una asamblea "siguiendo la antigua costumbre de los Santos Padres". Se deseaban alcanzar dos objetivos: de un lado, "extirpar los vicios y afianzar las virtudes... suprimir las herejías y fortalecer la fe..." y, de otro, "apoyar a Tierra Santa con la ayuda tanto de clérigos como de laicos". En resumen: afianzar la reforma y promover la cruzada. Nada nuevo en apariencia. Inocencio III deseaba que el concilio fuera auténticamente ecuménico. El número de participantes fue, en efecto, impresionante: más de cuatrocientos obispos de la cristiandad latina (incluidos los de los países mas jóvenes), más de ochocientos representantes de las distintas órdenes religiosas y los embajadores de todos los príncipes y de numerosas ciudades. No se consiguió, sin embargo, la presencia de representantes de la Iglesia griega. De Oriente solo vinieron los patriarcas latinos. Las disposiciones surgidas del concilio se recogieron en 71 cánones. Los tres primeros hacían referencia al dogma: solemne proclamación de fe católica, reprobación de ciertos errores trinitarios de Joaquín de Fiore y condena de las ideas heréticas en general. A los obispos se les amenazaba con la desposesión del cargo caso de que se mostrasen remisos a la hora de limpiar sus diócesis de fermentos heréticos. El canon 4, a su vez, lanzaba algunas reconvenciones contra la Iglesia griega a la que se acusaba de insolencia frente a los latinos. Un elevado numero de cánones afectaban a la disciplina eclesiástica, siguiendo la mas clásica tradición reformadora. Otros mostraban su interés por el desenvolvimiento de las órdenes religiosas: funcionamiento de los capítulos y prohibición de nuevas fundaciones a fin de evitar una anárquica proliferación. Dos importantes cánones tocaban específicamente a los laicos: el 21 (utriusque sexus) que imponía la obligatoriedad anual de la confesión y la comunión; y el 51 que rebajaba al cuarto grado de consanguinidad la prohibición de contraer matrimonio y prevenía contra su clandestinidad. Los judíos -afectados ya por disposiciones del III Concilio de Letrán- fueron en el IV objeto de nuevas restricciones: los cánones 68 a 70 les imponían trajes especiales, el alejamiento de los cargos públicos y prohibían radicalmente a los conversos retornar a su antigua fe. El canon 71, por último, daba un conjunto de normas para la organización de una nueva Cruzada. Los beneficios espirituales se harían extensivos no sólo a los expedicionarios, sino también a todos aquellos cristianos que colaborasen económicamente en la preparación de la empresa. El IV Concilio de Letrán fue también escenario de algunas importantes decisiones políticas. Federico II vio ratificados sus derechos al trono imperial en detrimento del derrotado Otón de Brunswick. La Carta Magna fue objeto de reprobación pontificia. Por último, el conde Raimundo de Tolosa, acusado de entendimiento con los herejes del Midi, era despojado de sus tierras en beneficio del jefe militar de la cruzada anticátara Simón de Montfort. Los días finales de 1215 y los iniciales de 1216 los empleó Inocencio III en vigilar la aplicación de las medidas -las políticas especialmente- tomadas a lo largo de las sesiones conciliares. El 16 de julio moría en Perusa siendo sucedido de inmediato por Honorio III.
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Gotthard Henrici, jefe del Grupo de Ejércitos Vístula, no era un genio de la guerra. Pero quienes le conocían bien, quienes habían servido a sus órdenes durante tres años en un ejército acorazado destinado al frente del Este, aseguraban que aquel sesentón era un militar capaz, sólido, enérgico y sincero. Un hombre que sabía perfectamente lo que se podía y lo que no se podía hacer; un hombre que jamás iría contra sus convicciones por conservar un puesto a escalar posiciones. El 19 de abril de 1945, Gotthard Henrici pidió permiso al Cuartel General, situado en el búnker de la Cancillería, para retirar al IX Ejército hacia el Oeste de la capital. Esa gran unidad, cercada por las avanzadas de Koniev y de Zhukov, aún hubiera podido romper los débiles dientes de la tenaza soviética y establecerse al suroeste de Berlín, recomponiendo el dique de contención alemán frente a las tropas del Ejército Rojo. Todos sus buenos argumentos fracasaron ante la pedantería de Jodl y el fanatismo de Krebs, sucesor desafortunado de Guderian al frente del Estado Mayor de los Ejércitos del Este. El Führer había ordenado taponar las brechas y mantener el frente del Oder. El IX Ejército debía atacar hacia al sur, mientras que, desde el Neisse, el Grupo de Ejércitos Centro -general Schoerner- atacaría hacia el norte, cortando entre ambos la cuña poderosa que había logrado Koniev. En el búnker trazaban planes en el aire. El IX Ejército bastante hacía con mantener las paredes de su bolsa y Schoerner combatía a la defensiva. Pero este general ambicioso y falto de escrúpulos, y uno de los preferidos de Hitler, no puso objeciones a la operación aunque luego nada pudiera hacer para realizarla. De esta forma, Hitler y sus asesores militares mantenían sus esperanzas y bramaban los generales de la vieja escuela, como Henrici, que carecían de coraje para afrontar a cara de perro las situaciones difíciles. -"Haga usted como Schoerner" -le dijo Krebs a Henrici por teléfono-. Limítese a cumplir las órdenes del Führer". El día 20, convencido de la inutilidad y desatino que suponía un contraataque en la dirección que exigían desde el búnker, Henrici pidió a Busse que retirara sus fuerzas del Oder, mientras él, con todas las reservas que había logrado reunir, trataba de dar un hachazo a la cuña de Zhukov, que avanzaba en dirección a Berlín. Durante todo ese día, las últimas tropas alemanas combatieron con desesperación contra la enorme marea soviética, que avanzaba incontenible. Sus cañones anticarro, bien instalados durante la víspera, hicieron una carnicería entre los blindados de Zhukov. Sus bunkers equipados con morteros y ametralladoras segaron y rechazaron durante 12 horas las filas enemigas. Al finalizar el día, aplastados por la aviación soviética, desbordados por las interminables oleadas de tanques y hombres, las filas alemanas se quebraron por completo y Zhukov tuvo vía libre hacia Berlín. Busse, entre tanto, se mantuvo donde ordenaba Hitler. Puso diversas excusas a Henrici, temeroso de incurrir en la ira de los dirigentes del búnker, que por aquellos días eliminaban cualquier síntoma de desobediencia o derrotismo con el inmediato pelotón de fusilamiento. Aquéllo, como se vería en los días siguientes, fue el último fallo militar del Cuartel General del Führer.
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La piedra preciosa llamada jade muestra variaciones de colorido, desde el blanco hasta el verde oscuro, y ha sido la gema considerada más preciosa en China a lo largo de la historia. En la época antigua, el jade se hallaba en el área comprendida entre las provincias de Henan y Shanxi, pero el de mejor calidad era el que traían de Khotan -Xinjiang- de Birmania. Según las antiguas costumbres, poniendo una pieza de jade en la boca de un muerto se creía poder proteger el cuerpo de la descomposición. Un ejemplo de esta creencia se refleja en el sudario hecho de láminas de jade en el período de la dinastía Han, hallado en la tumba del príncipe Liu Sheng, en Mancheng. El jade servía también como material de adorno para los cinturones y otros objetos, como figurillas. El verdadero jade es fresco al tacto, y por esta razón el cutis de una mujer hermosa era comparado al jade, símbolo de la pureza. Un tipo de jade denominado yao, de difícil identificación, ha sido motivo favorito en el arte chino, como fuente de jade -yao chi-, por ejemplo, que fue un regalo traído por los Inmortales a la fiesta de un príncipe como símbolo del deseo de longevidad y de felicidad. Y el denominado el Emperador Jade -Yu Huang Di- es el dios supremo y gran soberano del Cielo en la religión popular de los chinos.
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Religión fundada por Vardhamana o Mahavira (gran héroe) en el siglo VI a.C., al que los jainistas consideran el vigesimocuarto profeta o tirthankara. Heterodoxia del brahmanismo, niega que el universo haya sido creado por una divinidad, e incluso los seres menores que aparecen en sus templos son vistos como personajes intercesores, capaces de ayudar al hombre a romper las ataduras de su alma gracias a su propia experiencia. Así pues, el camino de la liberación viene marcado por los tirthankaras o profetas, quienes propugnan la no-violencia (ahimsa) y el respeto hacia todos los seres vivos. Precisamente, desde el punto de vista jaina, el universo está repleto de almas individuales, y, de ellas, son muchas las que han tenido la desgracia de caer prisioneras y están obligadas a vivir en la tierra como hombres o como animales. Los jainistas propugnan la abolición de las castas y del sacrificio védico, si bien admiten las reencarnaciones kármicas. Éstas son vistas como algo indeseable, pues opinan que acaban por aprisionar el alma. Para liberarla es preciso seguir una serie de caminos o vías. La primera es la llamada "visión recta" (samyagdarshana), desde todos los puntos posibles (sensibles, suprasensibles, espontáneos, etc.); la segunda, samyagjñana, es el llamado "conocimiento recto", que puede ser múltiple, intuitivo, emocional, etc.); la tercera, seguir una "conducta recta" o samyagcharitra. Para lograr esta última, es preciso respetar los cinco preceptos principales o Cinco Abstenciones Mayores: prohibición de matar a ningún animal, de mentir, de robar, de codiciar y de abusar del sexo. Estos preceptos actúan de manera permanente en las vidas de los seguidores del jainismo. Así, nunca comen nada de origen animal y llevan una vida austera. En general, practican actividades que no producen daños a otros seres, como el comercio, la metalistería o la administración, en los que, no obstante, alcanzan globalmente un gran poder económico. También dedican parte de sus ingresos a sustentar templos, universidades y hospitales. Monjes y monjas se caracterizan por la austeridad e itinerancia de sus vidas, teniendo prohibido permanecer en un monasterio más de tres días, salvo excepciones. Existen en el jainismo dos ramas mayoritarias: la de los digambara ("vestidos de aire"), jainas nudistas agrupados en torno al monasterio de Shravana-Belgola en Karnataka; y las de los svatambara ("vestidos de blanco"), originados en el siglo II y agrupados alrededor de la localidad de Palitana.
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En la historia de India el jainismo no es tan determinante como el budismo, pero supo sobrevivir desde su fundación en el siglo VI a. C. hasta nuestros días, atravesando impasible una India budista, una India hindú, una India islámica y una India británica. Desde el punto de vista artístico no ofrece ninguna creación original con repercusión estilística (con la digna excepción de las miniaturas del Kalpasutra), pero es un excelente catalizador cuando consigue adaptarse a las directrices estéticas de otra religión. Su actitud purista ante la vida se traduce en un primoroso mármol blanco y en un exhaustivo tratamiento de superficies, y su rígido respeto a la norma en la concepción estereotipada de su iconografía y en la fría gracia que apenas anima sus imágenes de culto. Antes de seguir planteando características del arte jaina es absolutamente necesario presentar aquellos aspectos de su doctrina que puedan incidir en su estética, que explique la desnudez de sus imágenes, la ausencia de dioses y la riqueza de sus templos. La historia jaina comienza en el siglo VI a. C., el siglo de los grandes pensadores y de la crisis espiritual de Asia (Zoroastro, Buda, Mahavira, Lao zi, Confucio...). Nace el príncipe Vardhamana Vaishali, cuya vida ofrece un increíble paralelismo con la de Buda: se casa, tiene descendencia y a los veintiocho años abandona la corte para seguir la vía ascética. Tras doce años de meditación a la sombra de un árbol se declara jain (victorioso) e inicia su vida de predicación; itinerante, fundando comunidades de monjes, convirtiendo fieles y muriendo longevo rodeado de sus discípulos... Estos le otorgaron el título de Mahavira o Gran Héroe con el que pasará a la historia. Las comunidades jainas extendieron su doctrina sobre todo por el oeste de India (Rajasthan, Gujarat, Maharashtra y Karnataka); allí se asientan las principales ciudades santas del jainismo, que son eterno objeto de peregrinación: Mont Abu, Palitana, Sravanabelgola, etc. Todo buen jaina debe visitarlas al menos una vez en la vida. En realidad, aunque a Mahavira se le considere el fundador del jainismo, sólo el último de los veinticuatro profetas santificados o tirthankara, y su papel fundamental fue canalizar y dar vida a la doctrina de su antecesor Parsvanath (vigésimo tercer tirthankara), que se calcula que vivió unos doscientos cincuenta años antes que Mahavira, y se le representa de color azul sobre una cobra de siete cabezas. Salvo éste y el propio Mahavira, que se distingue por su color dorado y su león, todos los profetas son legendarios y permanecen sin documentar, lo cual no es obstáculo para que sus vidas aparezcan detalladas en los textos jainas (sus manuscritos originales, sobre hoja de palmera, son los más antiguos de India). Aunque no vamos a detenernos en los veinticuatro, sí conviene destacar, por la enorme veneración que suscitan y los muchos templos a ellos dedicados, a Adinath, el primero de todos, reconocible por su cuerpo amarillo y por su toro emblemático, y a Neminath, caracterizado por su color rojo y su concha marina, que ocupa el vigésimo segundo lugar. En el jainismo no hay lugar para un dios creador y omnipotente, por lo que los jainas se declaran directamente ateos; pero el universo está poblado de innumerables almas individuales que viven prisioneras en la materia y sufren por liberarse, ya sean vegetales, animales o humanas. De hecho, consideran a las divinidades menores que decoran sus templos como una suerte de seres privilegiados, capaces de ayudar al hombre ocasionalmente a liberar su alma. Los jainas admiten la ley del karma (como todas las religiones de origen indio), de las reencarnaciones, pero la tienen en cuenta como algo peligroso, pues es precisamente lo que va creando un cuerpo excesivamente sólido, una prisión del alma o, como los jainas dicen, una especie de costra. Practican las cinco abstenciones mayores: no matar, no mentir, no robar, no caer en la incontinencia sexual y no ser codicioso. La primera abstención implica una total ahimsa o no violencia contra cualquier ser, por lo que ningún jaina puede ser agricultor, ya que con el arado puede dañar o matar a los animales que viven bajo tierra. Son estrictamente vegetarianos, hasta el punto de comer tan sólo aquellas frutas y vegetales que cuelgan de las ramas. Desde el principio los jainas se dedicaron al comercio, a la orfebrería y joyería, a la cultura, administración y a todo tipo de servicios que no implicara daño a otros seres. Enseguida adquirieron un gran poder económico y cultural, a la vez que su total veracidad y honestidad les ganó la confianza de la gente y un gran respeto social. Los laicos llevan una vida austera y donan todas sus ganancias a los religiosos, y éstos las utilizan para construir unos riquísimos templos, adornar sus imágenes con metales y piedras preciosas, fundar hospederías, hospitales, escuelas, universidades y centros de investigación. Un aspecto que llama mucho la atención es que los jainas admiten el suicidio; una suerte de suicidio muy especial, sólo aceptable en los religiosos que han alcanzado los últimos grados: éstos pueden dejarse morir por inanición en un estado de quietud y abstracción permanente. También excepcional resulta el que la escisión principal entre las dos sectas mayoritarias se haya basado en ir desnudos o vestidos. Los más reaccionarios y tradicionalistas son los digambara o del atuendo espacial, es decir nudistas, que se localizan principalmente en el sur; mientras los innovadores, que surgieron en el año 79 a. C., son los shvetambara, los del vestido blanco, más característico del norte, que restan importancia al hecho de que una ligera túnica aumente la prisión corporal del alma. Durante la India antigua, es decir, mientras florecía el arte budista, las pocas imágenes jainas que nos han llegado muestran torsos masculinos desnudos (por ejemplo, dentro del estilo Maurya), y alguna imagen de culto de tirthankaras similares a los Budas de Mathura, aunque en una total desnudez y con un símbolo jaina tatuado en el pecho. Cabe suponer que sus recintos rituales fueran cuevas (las de los ascetas desnudos de época Maurya) y que las ciudades sagradas, que hubieran edificado templos en madera, se remodelarían y reconstruirían en piedra en épocas posteriores. Durante la India Hindú los jainas, encumbrados gracias a su poder económico, ocupan altos cargos de la administración llegando, incluso, a ser ministros y consejeros directos de los príncipes hindúes. Sus templos, aunque en mejores materiales, apenas se diferencian de los nagara rajput o de los vimana drávidas; únicamente se aíslan dentro de un recinto tapiado, constituido interiormente por celdas individuales para los monjes y capillas de tirthankaras, y los edificios cierran sus vanos con celosías para conseguir un ambiente propicio a la meditación. Es ahora cuando la iconografía de los digambara y de los shevetambara empieza a representar de forma diferente a sus tirthankara. Los digambara o nudistas ofrecen una estatuaria más realista en piedras austeras, aunque siempre la concepción plástica sea totalmente sacra, con un único punto de vista y un fuerte hieratismo. Los shvetambara o vestidos estilizan exageradamente sus imágenes, siempre en mármol blanco, con incrustaciones de piedras preciosas en sus ojos; suelen revestir el mármol con láminas de oro y plata. Gracias a su ejemplar comportamiento social y a su total ahimsa (no violencia) pudieron convivir pacíficamente en la India islámica, si bien sus lujosos santuarios se encuentran apartados de los núcleos urbanos y sus ciudades santas se elevan en montañas de difícil acceso.
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Es, quizá, de los movimientos religiosos que florecen durante el período moderno uno de los más difíciles de definir y delimitar con exactitud, en parte por su falta de homogeneidad interna, inclusive en Francia, en parte por la multitud de significados que adquirió. Surgido en el siglo XVII de la mano de Jansenius (1585-1638), obispo de Yprés, se encuadra por su contenido teológico en la polémica que, desde una centuria antes, mantienen agustinianos y molinistas sobre el modo de conciliar la libertad y la gracia. El jansenismo opta por la postura de aquéllos, defendiendo que la gracia es sólo un don divino, y se enfrenta a los segundos, entre los que se encuentran los jesuitas. Jansenius consigue en Francia el apoyo de su amigo personal el abad de Saint-Cyran, quien, a su vez, convierte al monasterio de monjas reformado de Port Royal, del que era director espiritual, en el centro jansenista por excelencia. Ahora bien, las ideas del nuevo movimiento entraban, asimismo, de lleno en el terreno eclesiástico y político. Es cierto que insistía en la necesidad de la Iglesia, pero negaba a las autoridades eclesiásticas capacidad para representar la voluntad de Dios. Idéntica incapacidad atribuía a los monarcas, lo que situó desde el principio a los jansenistas entre los opositores al absolutismo. Por ello, Richelieu y Mazarino les eran hostiles, al igual que Luis XIV o Felipe V, quien propuso su exterminio como una secta peligrosa para el Estado y la iglesia. El jansenismo no tardó en ser condenado por el Papa, pero ello no echó atrás a sus defensores, antes al contrario. A comienzos del siglo XVIII, el rey Sol quiso acabar con el peligro que representaban y arrancó de Clemente XI la Bula Unigenitus (1713), condenando 101 proposiciones de la obra del jansenista Pasquier de Quesnel. Por el contenido no sólo teológico, sino moral y eclesiástico de ellas, significaban algo más que una doctrina sobre la gracia, eran un programa de reformas anticurialista, puritano, que llegaba a pedir la lectura de la Biblia por el creyente en su propio idioma. La condena, en consecuencia, iba más allá de las anteriores y terminó siendo un debate sobre la naturaleza de la autoridad papal, episcopal y parlamentaria. La aparición de la Bula dividió al clero francés en dos grupos: apelantes y constitucionarios, cada uno con sus correspondientes apoyos políticos. Aquéllos consiguieron el de los parlamentos, sobre todo el de París, que vieron una ocasión para enfrentarse al poder absoluto del monarca. Los constitucionarios tuvieron de su lado a la corte y a los obispos, ambos usaron su prerrogativa de decidir sobre los ascensos en la jerarquía eclesiástica para intimidar a los disidentes. Las amenazas no erradicaron el movimiento, pero sí lo descabezaron, de forma que para 1727 todos los obispos que lo apoyaban habían sido depuestos. Como la rebelión continuaba a nivel de clérigos, se consideró oportuno para frenarlos convertir la bula en regla de fe y negar los sacramentos a los jansenistas. Las dos medidas contaron con el apoyo del Papado hasta 1756 en que Benedicto XIV lo retiró contribuyendo a acentuar el clima de relajación en que habían entrado las relaciones entre jansenismo y Monarquía en Francia desde 1740. Por esas fechas había comenzado su difusión por Europa, favorecida por la coincidencia de sus propuestas cesaropapistas con las de los reformadores ilustrados. Llegó a Italia, de la mano de Muratori; a España; en los Países Bajos sus seguidores fundaron la única Iglesia que hoy sobrevive, mientras que en Austria, los jansenistas llegaron a ocupar el cargo de confesor real y a romper el monopolio de la Compañía de Jesús en la enseñanza teológica.
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La cultura japonesa tiene una antigüedad de miles de años. La historia y la geografía han cincelado el presente del Japón y lo seguirán haciendo en el futuro. La ubicación del Japón en el extremo más occidental del Pacífico ha hecho de éste un país relativamente remoto y aislado. El archipiélago nipón consta de cuatro grandes islas -Hokkaido, Honshu, Kyushu y Shikoku- y más de 1.000 menores. Como todos los pueblos, también los japoneses han sido moldeados por la tierra y el clima en los que viven. A lo largo de los siglos, los japoneses se han servido de los recursos y la ubicación geográfica del país para dar forma a una civilización muy particular. Sus estaciones, su paisaje, su flora y su fauna se encuentran reflejados en el rico acervo literario, artístico y mitológico de la nación. Con todo, el Japón nunca ha estado aislado por completo. Durante muchos siglos, ha sido el discípulo más ardiente de la gran civilización china. Los primeros contactos con China se realizaron a través de Corea, desde donde pasaron al Japón elementos culturales como el confucianismo, la escritura china y el budismo. Característico de la influencia de la gran cultura china es el periodo del arte japonés conocido con el nombre de Nara, entre los años 646 y 794. En este momento, se desarrollaron con profusión las estatuas de Buda y la cerámica adquirió gran importancia gracias a las nuevas técnicas importadas. También China sirvió de modelo para los templos budistas del Japón, consistentes en un complejo de edificios alrededor de una pagoda de cinco pisos. El budismo se instaló en el Japón coexistiendo con un culto autóctono: el sintoismo. Ambas creencias han cohabitado de forma simultánea en los últimos mil quinientos años, influyéndose recíprocamente. El sintoismo se fundaba en un sentido de respetuosa veneración por la belleza de la naturaleza, erigiéndose sus santuarios en cascadas o montañas. Budismo y sintoismo han creado una geografía japonesa de lo sagrado. Son muchos los lugares de culto existentes, como los montes sagrados Fuji y Koya, o sitios como Izumo, Miyajima, Nara o Ise. La religión tuvo un papel fundamental en la conformación de determinados aspectos de la cultura japonesa. El más importante es la subordinación del individuo al grupo, resumida en la expresión: "el clavo que sobresalga por encima de los demás, será hundido con el martillo". Todo debe estar perfectamente ordenado, existiendo un lugar para cada cosa. El rígido orden social medieval, dominado por los señores o daimyo, queda reflejado perfectamente en los suntuosos castillos medievales en los que habitaban. Arte, sociedad y religión tienen en Japón otro aspecto en común: el aprovechamiento de cualquier material útil, debido a la escasez de recursos naturales. En la ceremonia del té, en los jardines de piedras, arena y minúsculos bonsai, en el arte de disponer las flores llamado ikebana... se reflejan en miniatura las aspiraciones a un espacio y una paz ilimitados. El fin de la era feudal, en 1868, permitió a Japón entrar en el campo del progreso, liderado por el joven emperador Mutsu-Hito. El triunfo de una concepción militarista de la sociedad lanzó al país a una política de conquistas. Entre 1870 y 1941, en sucesivas etapas, el Japón consiguió dominar buena parte del Asia oriental. Las consecuencias fueron desastrosas, abocando al país hacia una cruenta guerra de destrucción masiva. Miles de vidas fueron segadas en los violentos combates de la II Guerra Mundial. Las ciudades fueron bombardeadas. Pero la derrota y la ocupación norteamericana de 1945 no impidieron que la historia del moderno Japón fuera la de una espectacular recuperación y una prosperidad sin parangón. El milagro japonés, sin embargo, sólo pudo hacerse de una forma: utilizando los ricos valores tradicionales para adaptarse a las exigencias del mundo moderno. Sólo así, con una sabia mezcla de tradición y modernidad, consiguió el país del Sol Naciente convertirse en una nación proyectada hacia el futuro, quizás más que ninguna otra.