El interés por lo esplendoroso y la búsqueda apasionada del color encuentra en el mosaico la mejor manifestación artística para su plasmación. Donde antes se buscaba el relieve, ahora la finalidad principal es crear un efecto pictórico, por ello el mosaico se pone al servicio de la luz, una luz que no es este mundo y que permite a las imágenes transfiguradas penetrar en el interior de la esfera transparente con la que soñaba Plotino. Esta es la sensación que Justiniano deseaba conseguir en su iglesia de Santa Sofía.
Busqueda de contenidos
obra
Durante su estancia en Italia, Otto van Veen estableció un estrecho contacto con Federico Zuccaro, cuya influencia se pone de manifiesto en buena parte de sus trabajos. El manierismo imperante en la Roma de finales del Renacimiento se encuentra presente en esta composición protagonizada por la figura central de Cristo, vistiendo un escueto paño de pureza y un manto rojo -símbolo de martirio- y sosteniendo la Cruz con el brazo izquierdo. La anatómica figura recuerda a Correggio, al igual que los personajes que rodean al Mesías. En la derecha encontramos a María Magdalena y el Hijo Pródigo, mientras que en la izquierda se sitúan el rey David y el Buen Ladrón. Todos los personajes se han caracterizado por su penitencia, que tras el Concilio de Trento estaba siendo resaltada como vehículo para alcanzar la salvación. Unos ángeles con ramas de olivo -simbolizando la paz- cierran la composición por la zona superior mientras que en el fondo encontramos una potente estructura arquitectónica donde se desarrolla la escena de la Presentación en el Templo, intuyéndose tras el cuerpo del Mesías un grupo de gente y un ligero paisaje. Si la composición recuerda al Manierismo, en la ejecución nos hallamos más cerca de la pintura flamenca al emplear tonalidades brillantes e interesarse por el detallismo y la minuciosidad descriptica. De esta manera, Van Veen se sitúa a caballo entre la pintura italiana y la flamenca, resultando unas obras de gran interés.
obra
Junto a la eucaristía, el sacramento de la penitencia será uno de los puntales de la Contrarreforma. El rechazo de la confesión sacramental por parte de los protestantes supuso la defensa sistemática por parte de los católicos, que utilizaban todos los medios a su alcance. Con la reafirmación de la doctrina en el Concilio de Trento, la representación de santos y penitentes llenaron los altares de las iglesias y los lugares privados de culto.En esta tabla Rubens nos presenta a dos de los penitentes más importantes: María Magdalena y san Pedro, acompañados de dos personajes menos frecuentes, el Buen Ladrón y el rey David, creando una sacra conversazione tan habitual en la pintura del Renacimiento Italiano.La composición se organiza a través de una línea serpenteante formada por el cuerpo de María que tiene continuidad en el de Cristo. La figura de la Magdalena recuerda a las de Tiziano, en su larga melena con la que oculta su pecho y las manos cruzadas en señal de arrepentimiento. Su túnica amarilla contrasta con la roja del Salvador. Cristo está inspirado en las estatuas clásicas, manifestando una perfección cercana a un dios greco-romano. Pedro aparece vestido con una túnica azulada, con los ojos llorosos y uniendo sus manos en actitud penitente, arrepentido por haber negado en tres ocasiones a Jesús. La roca que observamos junto a él y tras el Mesías simboliza la promesa hecha por Cristo a su discípulo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra construirás mi Iglesia". El rey David se reconoce por su corona y está presente por ser un adúltero arrepentido. En el extremo izquierdo hallamos al Buen Ladrón, a quien Cristo prometió un lugar en el Paraíso tras su arrepentimiento, recordando la figura del Cristo resucitado de la iglesia de Santa Maria Sopra Minerva de Roma realizado por Miguel Angel.Rubens sigue estrictamente en esta escena las recomendaciones del Concilio de Trento al suscitar el vivo sentimiento de la fe en los fieles gracias a sus imágenes. Un esquema similar encontramos en la tabla central del Tríptico Rockox dedicado a la Incredulidad de Santo Tomás. Esta vinculación hace pensar a los expertos que el Cristo y los penitentes tendría también un uso funerario, instalado sobre una tumba.
obra
Tras ser crucificado, Jesús fue enterrado en la víspera del sábado en un sepulcro a las afueras de Jerusalén. A la mañana siguiente, María Magdalena acudió al sepulcro y lo encontró abierto por lo que volvió corriendo a la ciudad y regresó acompañada de dos discípulos. Una vez comprobado que el sepulcro permanecía abierto, los dos hombres regresaron pero María se quedó; llorando se inclinó para mirar en el interior del sepulcro y contempló a dos ángeles vestidos de blanco que le preguntaron por qué lloraba. Ella contestó: "Porque se han llevado al Señor y ahora no sé donde está". Al darse la vuelta encontró a un hombre vestido de jardinero al que preguntó por el cadáver. Jesús habló y fue reconocido por María; el Salvador pidió a la Magdalena que no le tocara - "Noli me tangere" en latín, título de buena parte de los cuadros con esta temática - y que comunicara a los discípulos que había resucitado y que pronto ascendería a los cielos. Este es el momento elegido por Rembrandt para esta maravillosa escena en la que el paisaje tiene un importante papel.En primer plano encontramos la gruta donde estaba el sepulcro sobre el que aparecen dos ángeles, recibiendo uno de ellos el impacto de la luz del amanecer en el rostro. De rodillas y con la cabeza girada, acentuando el escorzo, se sitúa María Magdalena, dirigiendo su mirada hacia Cristo ataviado como un jardinero que habla a su discípula. El tarro de afeites y el paño con el que iba a preparar el cadáver quedan a los pies de María. Al fondo encontramos la silueta de Jerusalén, presidida por las torres del templo. La iluminación dorada del amanecer ha sido perfectamente interpretada por el maestro, obteniendo una sensación atmosférica de gran belleza. Las figuras principales reciben el fuerte impacto de la luz, creando un sugerente efecto de volumen gracias a las sombras. Los ecos de la pintura italiana del Renacimiento están presentes, recordando a la escuela veneciana. Van Dyck y Rubens también pudieron influir en este trabajo, mostrando Rembrandt su capacidad de asimilación para crear obras totalmente personales llanas de sentimiento y religiosidad.
obra
Procedente de Bauit, el Louvre conserva esta pintura sobre tabla que nos presenta a Cristo y san Menas, importante taumaturgo egipcio. Se trata de una característica imagen copta que muestra una significativa desproporción entre las cabezas y los cuerpos, cabezas rodeadas de amplias mandorlas y cuerpos cubiertos con un rígido drapeado. Ambas figuras presentan una significativa simplificación lineal y por la simetría, empleando los cálidos colores habituales de los iconos coptos. Este tipo de representaciones no pretende mostrar un fiel retrato, representando más bien el espíritu universalista.
obra
Fray Juan Rizi se opuso a la designación real para el nombramiento como prior de Montserrat en Madrid, lo que le impidió tomar posesión del cargo como maestro de dibujo del príncipe Baltasar Carlos. Todo ello motivó la salida del pintor de la Corte, peregrinando por varios monasterios de la Orden Benedictina a la que pertenecía, entre ellos los de Silos y San Millán de la Cogolla. Para estas congregaciones realizará numerosas obras como ésta que contemplamos, pintada para el Monasterio de la Cogolla, institución que conserva más de 22 lienzos del pintor. El maestro abandona el naturalismo de obras anteriores para acercarse a la pintura de Maino, incluso interesándose por los trabajos de El Greco, como apreciamos en las tonalidades empleadas y la mayor dosis de idealización de las figuras, especialmente las celestiales. Sin embargo, no pierde su interés por los detalles, tal y como observamos en las calidades de las telas, recordando a Zurbarán.
obra
Uno de los prototipos de la escultura de Fernández es el Cristo yacente. Partiendo de esquemas anteriores, el maestro creó un modelo propio que gozó de amplio éxito en la escultura barroca. El Cristo, procedente de la Casa Profesa de los Jesuitas de Madrid, apoya la cabeza y su torso sobre unos almohadones, quedando de esta manera el rostro inclinado hacia el espectador. El desnudo cuerpo, equilibrado y sereno, se coloca sobre una blanca sábana en la que destacan los delicados pliegues. Para romper la simetría y la frontalidad de la figura, Fernández coloca la pierna izquierda doblada sobre la derecha. El rostro del Salvador, con los ojos y la boca semicerrados, transmite al espectador un intenso sentimiento, destacando también la calidad mórbida del conjunto, especialmente el hombro y la mano derechos.
obra
Pertenecía a la Compañía de Jesús, es una obra no documentada, pero constituye una de las mejores recreaciones de la muerte que hizo este genial artista. El desnudo perfecto demuestra una formación clásica en el oficio de escultor, exquisita suavidad en los relieves musculares, líneas mórbidas y delicadas con las piernas largas; hay poca sangre en relación a otros yacentes; mientras evita las truculencias, lo más dramático está en la cara, pero es asombrosa la unidad plástica que consigue en el cabello, barba y magulladuras. La sangre presenta dos policromías diferentes, indicando el paso del tiempo, y la clave compositiva reside en la alta almohada que acentúa la horizontalidad del cuerpo.
obra
Será el Condestable de Castilla, don Juan Fernández de Velasco, quien regalará, entre 1620-1625, al monasterio fundado por su familia, el de clarisas de Medina de Pomar (Burgos), un Yacente, de los mejores de la serie que caracteriza de un modo inequívoco la obra de Gregorio Fernández. Estos Yacentes, en el lado izquierdo son un desnudo, porque el paño de pureza, sujeto por una cuerda, queda abierto para mostrarnos la cadera y la cintura. Como imágenes barrocas que son, están esculpidos con varios puntos de vista pero esconden uno especial, y así en los de Gregorio Fernández, si se les mira desde el dedo pulgar de la pierna que mantienen recta, sobrevolamos por un cuerpo apolíneo que se oculta: en ese momento la cabeza resulta más inquietante.
Personaje
Religioso
En el año 903 uno de los capellanes del papa León III provocó una revuelta para derrocar al sumo pontífice. Su nombre era Cristobal y se consagró como papa hasta que Sergió III le expulsó, siendo encarcelado para morir en prisión en el año 906.