El tema de la Pasión de Cristo será muy demandado por la piadosa sociedad española del Renacimiento y del Barroco, especialmente la Crucifixión, momento culminante de la historia. El Greco y su taller realizaron buen número de estas imágenes, considerando los especialistas que pudieron ser más de una treintena, de las que sólo la imagen que contemplamos y otra propiedad del marqués de la Motilla se dan por originales de los pinceles del maestro. La figura de Cristo en la cruz se presenta en primer plano, recortada ante un cielo grisáceo recorrido por resplandores amenazadores, observándose a los pies de la cruz una zona boscosa. El escorzo de Jesús se acentúa al colocar un sólo clavo, adaptando la imagen al Manierismo; eleva su cabeza al cielo, mostrando sobre su cabeza la típica inscripción con caracteres hebreos, latinos y griegos que simbolizan la redención de la Humanidad. El canon anatómico utilizado por Doménikos tiene una ligera deuda con Miguel Ángel aunque difiere en su alargamiento casi flamígero, que exalta la espiritualidad de sus figuras, razón de su éxito. El esquema triangular empleado recuerda al Cristo con donantes del Museo del Louvre.
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Todos los Crucificados que pintó El Greco tienen su precedente en esta espectacular imagen, procedente casi con seguridad del convento de monjas jerónimas de la Reina en Toledo, donde es citado por Palomino y Ceán. El magnífico Cristo aparece en el centro del lienzo, como si se tratara del eje de simetría. A sus pies encontramos dos figuras, un clérigo y un seglar. Se han apuntado diversas hipótesis sobre la identidad de ambos personajes, sin encontrar hasta hoy la solución. Podría tratarse de personalidades relacionadas con el convento de jerónimas antes citado. Jesús eleva su mirada hacia Dios Padre; aún está vivo y arquea su figura en un acentuado escorzo, resultando una imagen típicamente manierista. Sus proporciones son relativamente normales - si las comparamos con los "gigantes" que Doménikos pintará más tarde - destacando el modelado y el dibujo, semejantes al San Sebastián de Palencia. La estilización de Cristo contrasta con el realismo de los orantes, mostrando sus amplias figuras con enorme autenticidad. Ambos elevan la mirada hacia Jesús, unen las manos en actitud de orar el clérigo y dirige la mano derecha al corazón el seglar. Con estas figuras se puede dar por inaugurada la faceta de retratista de Doménikos en Toledo, de igual manera que había hecho en Roma - destacando los retratos de Giulio Clovio y el Soplón -. El fondo del paisaje tormentoso unifica el conjunto de manera efectiva, como recuerdo de lo aprendido por el pintor de la Escuela veneciana. La espiritualidad que emanan las escenas de El Greco motivaría la amplia demanda de cuadros entre los nobles y clérigos toledanos, deseosos de encontrar un artista que satisficiera sus necesidades artísticas y espirituales.
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Rubens realizó diversos estudios para su primer encargo importante, el tríptico de La erección de la Cruz, utilizando como modelos a sus propios aprendices. Esta práctica de estudios al natural fue instaurada por Carracci, cuando trabajaba en los frescos del Palacio Farnese.Como podemos observar en este bello estudio, el maestro flamenco se interesa especialmente por las anatomías,resaltando los tendones y los músculos de la figura, tomando como referencia las obras de Miguel Angel que había copiado durante su estancia en Roma -véase el Desnudo-. Pero en este bello dibujo también destaca la intensa expresión del modelo, interesándose por su carga psicológica para mostrar un Cristo viviente sobre la cruz, contrastando con el Cristo muerto del Descendimiento. La seguridad de los trazos y la acertada disposición de las sombras serán características habituales en la producción dibujística del maestro.
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En la nave colateral del Evangelio del madrileño Monasterio de San Jerónimo el Real se puede apreciar el Cristo de la Buena Muerte, obra atribuida a Juan Pascual de Mena en la que el autor presenta un buen ejemplo de desnudo clasicista, de breve modelado y formas minuciosas y suaves.
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Concebida dentro del realismo propio de la época, esta obra posee la elegancia y la belleza formal características de la producción de Montañés, cuyo estilo se aleja del apasionamiento castellano para preferir la mesura y el equilibrio clásicos. El cuerpo cuelga de la cruz sostenido por cuatro clavos, detalle iconográfico perteneciente al arte andaluz, justificado por Pacheco en sus escritos basándose en las Revelaciones de Santa Brígida. Rompe con el tradicional paralelismo de las piernas en este tipo de representaciones al disponer los pies cruzados, novedad motivada por la influencia de un modelo miguelangelesco existente por entonces en la capital hispalense. Consigue aquí Martínez Montañés una de las más bellas representaciones iconográficas del crucificado, sublimando los modelos creados en la escuela granadina por su maestro Pablo de Rojas; la corona, a modo de casquete, enmarca el bello rostro de exquisitas proporciones, en el que los ojos y la boca entreabierta reflejan profunda tristeza, armonizando admirablemente con la morbidez del cuerpo desnudo, en el que apenas se dejan sentir las huellas de los padecimientos sufridos. El paño de pureza, de abundantes plegados, contrasta con el suave tratamiento dado a la carne; la calidad de la talla se ve realzada por la cuidada policromía que para la misma realizara Francisco Pacheco.
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El lienzo que conserva la madrileña iglesia de San Ginés pertenece a la etapa sevillana de Cano y posiblemente fue llevado a Madrid por el artista. Cristo está colocado en un primer plano, sobre una terraza elevada, situándose las figuras secundarias en el fondo y en un nivel inferior. A su lado se ubica una figura en escorzo, haciendo un agujero en la cruz, con los brazos y los hombros formando un acentuado ángulo recto. La sensación de claroscuro que se crea en el cuadro está intensificada por la delicada situación de la tela. Cano experimenta en esta obra con nuevas formas de composición que motivarán cierta subordinación del contenido frente a los aspectos compositivos. La Vía Dolorosa que se conserva en el Museo de Arte de Worcester formaba pareja con esta escena de San Ginés.
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En obras como este Cristo de la sangre, Zuloaga retrata con acritud la idiosincrasia del pueblo español. Rehusó el impresionismo buscando un lenguaje propio en el que predominase la pastosidad y las curvas decorativas procedentes del modernismo.
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La escultura que presenciamos tiene unas dimensiones más que considerables, casi medio metro de altura. En esta obra, Salvador Dalí se interesa por la espléndida tradición de la imaginería barroca española. Las imágenes devocionales, las llamadas "imágenes de vestir", de los Pasos de Semana Santa muestran, en una síntesis admirable, la máxima expresividad junto a una forma artística muy acabada, impecable. Sobre el busto con la efigie de Jesucristo con la corona de espinas, Salvador Dalí realiza su intervención, plenamente contemporánea. Pasado y presente van unidos, en consecuencia. El material utilizado en la escultura es el tradicional en España, la madera, sobre la que se ha aplicado una capa de yeso y, posteriormente, la pintura al óleo. En la parte superior de la cabeza Dalí hace surgir un mundo mineral: imitación de diversas piedras preciosas como diamantes parecen crecer de la cabeza de Cristo. Además, por la parte trasera surgen nuevas formaciones minerales, inspiradas en imágenes de microscopio, que alcanzarán mayor protagonismo si cabe en el pie de la escultura. En efecto, en la parte inferior se acumulan sin aparente orden una serie de objetos que recuerdan formaciones minerales y vegetales. En el cuello de Cristo la simulación de las gotas de sangre es la típica de los Pasos de Semana Santa. No tan típica es, por el contrario, la escena que pinta Dalí a continuación, en el comienzo del torso. Allí, con absoluta precisión, el pintor catalán repite uno de sus cuadros más célebres, el llamado Cristo de San Juan de la Cruz (1951). Realizado desde una perspectiva cenital, a sus pies queda un infinito paisaje de colinas, rocas y mar, ese paisaje tan querido por el artista.
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En la Plaza de los Capuchinos, uno de los enclaves más tradicionales de Córdoba, se encuentra el Cristo de los Faroles. Coincidiendo con el auge que cobran las órdenes religiosas en el siglo XVIII, hay que destacar el apogeo de los capuchinos en ese momento. Precisamente, el promotor de esta imagen, fray Diego José de Cádiz, pertenecía a esta orden. El Cristo de los Desagravios y Misericordia, popularmente conocido como Cristo de los Faroles, fue realizado por Juan Navarro León en 1794. Su visión resulta sobrecogedora especialmente en medio de la noche, cuando aparece iluminado por los faroles que le rodean.