Una de las máximas del Romanticismo es la grandeza de la naturaleza comparada con el ser humano. Esta obra sería una de las más significativas en este aspecto de Delacroix al mostrarnos la fuerza de una tormenta en el lago de Genezaret. La barca, en una intensa diagonal, parece ir a la deriva mientras los apóstoles intentan recoger las velas para evitar su rotura. Ante tanto movimiento, Cristo permanece dormido plácidamente en la proa, iluminado su tranquilo rostro por el halo que rodea su cabeza. De esta forma, Delacroix contrapone la luz cristiana frente a las tinieblas del pecado. Al margen de significados simbólicos, esta obra destaca por el excelente estudio cromático y lumínico al mostrarnos una amplísima gama de azules. Con largas pinceladas crea las nubes, las olas o el fondo ribereño, obteniendo un conjunto difícilmente superable.
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Por desgracia, este dibujo se ha conservado, ya desde el propio siglo XVII, partido en dos. Puede apreciarse la banda de unos milímetros con que ha sido restaurada la unión. Es un dibujo atípico dentro de la obra de Poussin, y con escasos referentes dentro del tratamiento que de este tema hacen los pintores del Barroco. Realizó otros dibujos sobre el asunto, como Cristo en el huerto de Getsemaní, tomado, en este caso, del Evangelio de San Lucas. Acompañado de los discípulos, Cristo se retira a orar al monte de los Olivos en la noche de su Pasión. Conocedor de su destino en la Cruz, Jesús reza a Dios para que se cumpla su voluntad. En esto, se le aparece un ángel bajado del cielo para confortarle. Tras la oración, Cristo se acerca a los Apóstoles, a los que haya dormidos, tal y como los ha plasmado Poussin. Sin embargo, se aparta el artista de la interpretación iconográfica tradicional, y del propio texto, que representan a Cristo arrodillado, mientras que aquí aparece tumbado, lo cual es inusual, y sin nimbo que lo identifique. Es, más que nunca, un humano angustiado por su destino. La figura sin alas junto al ángel, ha sido interpretada como una personificación alegórica de la Iglesia. La sobriedad de la escena, el tono azulado propio del papel, que refuerza el sentimiento de nocturnidad, el propio gesto de Cristo, hacen de ésta una obra maestra del dramatismo clasicista barroco, expresado no en grandes escenas sino en la propia emoción espiritual.
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Carracci utiliza aquí los modelos que había aprendido del Renacimiento para realizar este Cristo en gloria. Concretamente, el modelo utilizado para la figura divina es la Transfiguración de Cristo pintada por Rafael ochenta años antes. Sin embargo, la composición de Carracci no es tan clasicista como su teoría pretendía: la división entre mundo terrenal y mundo celestial es un recurso manierista. La composición, además, se complica por el juego de miradas y los gestos de los personajes, muy al modo del Barroco. Destaca del lienzo el hermoso paisajito con arquitecturas renacentistas al fondo. También es muy agradable ver el juego inocente que el pintor ha realizado con los dos angelotes que acompañan al juvenil Jesucristo, que se esconden pícaramente entre las ropas de Jesús.
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La faceta más conocida de Donato Bramante es la de arquitecto, especialmente por su primer diseño de la basílica de San Pedro del Vaticano, que luego cambió Miguel Ángel. Su formación fue como pintor, creando una pequeña escuela durante su estancia en Milán debido a la contundencia de sus figuras y a las perspectivas empleadas. Este Cristo atado a la columna fue realizado para la abadía de Chiaravalle hacia 1490 y muestra la monumentalidad escultórica que aplica Bramante a sus personajes. Tras la columna, decorada con adornos clásicos, hay una ventana en la que se aprecia un paisaje con un río y montañas, penetrando parte de la luz por ese óculo aunque el grueso de la iluminación se proyecta desde la izquierda, creando un espectacular juego de contrastes que acentúa el dramatismo del rostro de Cristo y la contundente anatomía de su cuerpo. En las luces se ha querido ver una ligera influencia de Leonardo que también estaba en Milán por aquellas fechas.
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La anatomía de Cristo en tensión será la protagonista de esta maravillosa escena de Jan Lievens. La cabeza y el modelado del cuerpo son impresionantes, demostrando la capacidad del artista, a pesar de su temprana edad. La iluminación empleada está inspirada en Pieter Lastman y los Caravaggistas de Utrecht, teniendo como última referencia a Caravaggio. Los contrastes de claroscuro creados son significativos, acentuando el volumen de la figura. Tras Cristo contemplamos a un soldado en semipenumbra soportando el enorme peso de la cruz. Su rostro es similar al que aparece en Pilatos lavándose las manos.
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Mientras que pintores cortesanos como Juan de Flandes -Retablo de Isabel la Católica, Palacio Real de Madrid- o Fernando Gallego -Piedad, Museo del Prado- por su concepción espacial y tratamiento figurativo permanecen asociados a los convencionalismos propios de la pintura flamenca, Pedro de Berruguete supo interpretar en clave renacentista unos recursos similares aprendidos durante su formación en Castilla, debido a la experiencia adquirida en la corte de Urbino. Allí tuvo la ocasión de colaborar con Piero della Francesca y realizar para la casa ducal una serie de pinturas que, como Federico de Montefeltro y su corte, las Alegorías de las Artes Liberales o la serie de personajes ilustres, demuestran la adopción sin reservas del lenguaje cuatrocentista italiano. Fue en Urbino, junto a Piero, donde asimiló los recursos del sistema de representación tridimensional, los valores figurativos y los problemas específicos de la luz propios de la pintura italiana, elementos que incorporará a su obra a su vuelta a España tal y como evidencia esta pintura.