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La coalición gobernante en el segundo bienio estaba integrada, en gran medida, por fuerzas contrarias al desarrollo del Estado integral o autonómico. Para la derecha nacional, la regionalización política y administrativa suponía un peligro de desintegración de la Patria, si bien las posturas variaban mucho. El ejemplo de Cataluña, donde la izquierda seguía gobernando pese al vuelco de la situación política nacional, aumentaba los recelos de los equipos de gobierno del Partido Radical, ya de por sí reacios a ceder competencias y recursos económicos a las autonomías. En consecuencia, el impulso estatutario fue neutralizado en todas partes por los partidos mayoritarios. Pero el intento de frenar los procesos ya en marcha, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, provocó graves tensiones, que cuestionaron el propio desarrollo del sistema constitucional democrático y contribuyeron a la radicalización de los nacionalismos periféricos. A finales de febrero de 1934 se planteó en las Cortes la cuestión del Estatuto vasco, aprobado en referéndum por la población local en noviembre del año anterior. Los nacionalistas pudieron percatarse de la mala voluntad de la nueva mayoría parlamentaria, que utilizaba el voto negativo de Álava en la consulta de noviembre para detener la tramitación del proyecto. Los debates de la primavera ampliaron las diferencias entre la derecha, partidaria en el mejor de los casos de un retorno limitado a la antigua foralidad, y el PNV, que exigía un amplio autogobierno y cuya radicalización antigubernamental le llevó a aproximarse a los socialistas y terminó provocando la retirada de sus diputados de las Cortes. A ello siguió, en el verano, un conflicto de competencias con la Administración. El trasfondo del asunto era la exigencia de las fuerzas políticas vascas de que se democratizasen las instituciones, convocando elecciones municipales y provinciales, que pusieran fin al régimen provisional de las Gestoras gubernativas. La chispa fue, sin embargo, la pretensión del Ministerio de Hacienda de recaudar directamente los impuestos sobre la renta y el lujo sin la participación de las Diputaciones -lo que, a juicio de los nacionalistas, suponía violar la autonomía fiscal garantizada por el Concierto Económico regional- y de modificar el régimen impositivo del comercio vinícola, adaptándolo al modelo nacional, lo que lesionaría los intereses de los cosecheros de la región. La "guerra del vino" alió a socialistas y nacionalistas en un movimiento de protesta política que tuvo sus momentos de máxima tensión en la convocatoria de elecciones municipales en el País Vasco para el 12 de agosto, que el Gobierno intentó impedir por todos los medios, y en la Asamblea de Ayuntamientos celebrada en Zumárraga el 2 de septiembre, a la que asistió Indalecio Prieto y que selló una colaboración política entre socialistas y nacionalistas que daría fruto dos años más tarde, con la aprobación del Estatuto. El conflicto catalán fue más grave y se vio afectado por el desencadenamiento paralelo de la Revolución de Octubre. La política catalana había experimentado un giro a la izquierda cuando falleció Maciá, en la Navidad de 1933, y fue sucedido al frente de la Generalidad por Companys. En las elecciones municipales catalanas celebradas a mediados de enero de 1934, ERC demostró que seguía siendo la fuerza mayoritaria, pero ahora el gobierno de la nación estaba en manos de un centro-derecha nada entusiasta del federalismo, y en la propia Cataluña la Lliga pasó a la ofensiva, retirándose del Parlamento autonómico. El 12 de abril de 1934, la Cámara regional aprobó una Ley de Contratos de Cultivo que garantizaba a los arrendatarios de viñedos ("rabassaires") una vigencia mínima de seis años para sus contratos y la posibilidad de comprar la propiedad de las parcelas tras cultivarlas durante dieciocho. Los propietarios protestaron y encomendaron la defensa de sus intereses a la Lliga, cuyos diputados en las Cortes solicitaron al Gobierno que plantease la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal de Garantías. La sentencia del órgano constitucional, pronunciada el 8 de junio, declaraba incompetente en el tema al Parlamento regional y, por tanto, anulaba la Ley por anticonstitucional. La Esquerra respondió retirando a sus diputados de las Cortes, decisión a la que se sumó el PNV. La cuestión "rabassaire" culminaba una sucesión de roces entre el Gobierno y la Generalidad por la negociación de las transferencias y fue utilizada por el sector más abiertamente separatista de la ERC, dirigido por el consejero de Gobernación, Josep Dencás, para plantear el asunto como una ofensiva anticatalana de la derecha española. El 12 de junio, el Parlamento autonómico, en un gesto expreso de rechazo del ordenamiento constitucional, volvió a votar íntegro el texto de la Ley de Cultivos. Pero el jefe del Gobierno, Samper, intentó evitar la ruptura y, aprovechando las vacaciones parlamentarias de verano, solicitó a Companys la apertura de negociaciones en busca de una solución pactada. La entrada de tres ministros cedistas en el Gobierno formado el 4 de octubre, cayó como una bomba en la Generalidad. Dencás movilizó a los "escamots", la milicia independentista, pero la Esquerra y sus aliados se negaron a sumarse a la convocatoria revolucionaria realizada en toda España por las Alianzas Obreras, y desencadenaron su propia acción secesionista. El día 6, Companys dio el paso decisivo y tras denunciar el secuestro de la República por las fuerzas monarquizantes y fascistas, proclamó el Estado Catalán, en la República Federal Española, lo que, aunque no era una declaración de independencia total suponía colocar a una institución estatal, como era la Generalidad, al margen de la legalidad constitucional. El Gobierno, ocupado en cerrar varios frentes insurreccionales en toda la Península, encomendó la tarea de terminar con la rebelión al general Domingo Batet, catalanista moderado, pero fiel a la República. Reforzada la guarnición local con tropas llegadas de Marruecos, Batet declaró el día 7 el estado de guerra. La Generalidad, que había perdido gran parte de sus primitivos apoyos populares por su política de enfrentamiento con las organizaciones obreras, no fue capaz de ofrecer una mínima resistencia, y las tropas procedieron a desarmar a los Mozos de Escuadra, la única fuerza regular con que contaba Dencás. Este logró huir a través del alcantarillado, pero Companys y los demás consejeros tuvieron que rendirse. El castigo no se hizo esperar. Todos los órganos de la Administración autonómica fueron suspendidos, y sustituidos temporalmente por un control militar. En las Cortes se abrió un debate sobre el futuro del Estatuto. Los monárquicos presentaron a finales de noviembre un voto particular pidiendo su derogación definitiva, mientras que la Lliga presentó otro solicitando su inmediata puesta en vigor. Ambos fueron rechazados por los grupos gubernamentales que, por Ley de 2 de enero de 1935, acordaron la suspensión del Estatuto de forma indefinida y la recuperación por la Administración central de las competencias transferidas en los dos años anteriores a la Generalidad.
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Las ciudades que se forman por sinecismo en el tránsito de la edad oscura a la época arcaica, al mismo tiempo que centro de poder, se hacen igualmente centro de las relaciones económicas de la ahora, lo que permite que, además de polis, como comunidad de ciudadanos, la ciudad tienda a transformarse en centro urbano. Como, por otra parte, la estructuración ciudadana se hace paralelamente al desarrollo colonial, elemento promotor de nuevas formas de intercambio, y consecuentemente de nuevas actividades artesanales, el centro urbano permite que se acentúe el cambio cualitativo de la población. De hecho, los campesinos se ven sometidos a las leyes de los mercados de cambios y algunos miembros de las familias aristocráticas tienden a diversificar sus economías a través del acceso a productos lejanos y a los instrumentos de la actividad mercantil, principalmente a las naves. La polis permite tanto la diversificación de la población como la de sus actividades. El acceso a territorios lejanos permite aumentar la obtención de bienes de prestigio para consolidar el poder social y la obtención de mano de obra servil con el fin de aumentar los rendimientos y permitir la salvaguarda del campesino libre. De este modo, la transformación llega a ser también cuantitativa desde el punto de vista de la producción. Paralelamente, el aumento de las actividades auxiliares dentro de la ciudad permite que ésta se convierta en el lugar privilegiado para la actividad de los thetes, hombres libres que alquilaban ocasionalmente su trabajo a cambio de un misthós, pago en especie que va transformándose con el desarrollo de nuevas estructuras económicas en forma de pago y medio de distribución social.
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Tanto los datos resultantes de los estudios arqueológicos como la impresión que se saca del análisis de las tradiciones legendarias griegas, llevan a la conclusión de que, en torno al año 1200 a.C., se produjo una fuerte conmoción en el mundo de los reinos micénicos, coincidente con la que tuvo lugar en general en el Mediterráneo oriental, que se conoce por la presencia de un conjunto de pueblos de carácter no bien determinado, identificados por los documentos egipcios de la época como pueblos del mar. En realidad, se trata de las manifestaciones coyunturales de una profunda crisis que afectó, de una manera o de otra, a las estructuras de todos los grandes estados de la Edad del Bronce tanto en el Mediterráneo como en el Próximo Oriente. En la península helénica, la crisis se manifestó en la destrucción de la civilización palacial, lo que se muestra materialmente en la desaparición de muchas de las grandes construcciones que la caracterizaron. Los datos revelan que el proceso destructivo no fue uniforme ni coincidió en el tiempo de modo absoluto. La teoría de un cataclismo natural o la existencia de factores externos representados por una nueva población cuya llegada provoca un gran trastorno, a partir del que se inicia una renovación racial que justificara la ulterior maravilla representada por el clasicismo griego, no encuentra fundamento en los resultados de la investigación. Sólo se apoyan en la falta de aceptación del hecho de que las sociedades cambian, incluso violentamente, por factores internos. El hecho de que los factores externos se identifiquen con una renovación racial procedente del norte contiene, además, otras implicaciones obvias. En realidad, en la situación de la época, lo interno y lo externo quedan absolutamente integrados en un proceso de cambio productor de transformaciones tales que obligan a las migraciones y a los desplazamientos violentos. Ahora bien, en esas convulsiones, externas e internas, no se detecta el triunfo de una nueva población, ni parece evidente que, a escala más amplia, los Pueblos del Mar sean los recién llegados triunfadores, sustitutos de poblaciones antiguas. Se trata de un movimiento amplio de grupos humanos, más o menos organizados, entre los que algunos de los mencionados en documentos egipcios u orientales pueden identificarse con aqueos o dánaos, los nombres que reciben los griegos de época micénica en los poemas homéricos. Puede deducirse, por tanto, que estas poblaciones no fueron sólo víctimas de los acontecimientos de la época, sino que también tomaron parte activa, impulsados por el mismo movimiento que llevó a la desaparición de sus propios asentamientos. En la crisis no hubo vencedores ni vencidos, sino la manifestación de las condiciones que facilitaron el final de un mundo y que impulsaron a acciones violentas dentro del espacio que había sido ocupado por las civilizaciones del Bronce. Micenas y otros asentamientos sufrieron destrucciones que, sin duda, repercutieron en el proceso, pero que no significaron, por sí mismos, el final de la civilización, prolongada bajo nuevas condiciones en un proceso complejo, en que se interfieren factores de diferente orden, donde no cabe la identificación mecanicista entre destrucción y final del mundo micénico. Otros asentamientos sufrieron destrucciones en torno a la misma época, desde antes de la fecha simbólica de 1200 a.C., en torno a la que se sitúa todo el proceso transformador que hizo desaparecer el sistema anterior. Los actores, cuya procedencia puede situarse dentro de cada ciudad, o bien en algunas de las otras ciudades, en cada caso, o incluso en movimientos ajenos, son, de cualquier manera, poblaciones que se hallan igualmente en crisis, víctimas y protagonistas de los procesos de cambio.
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El resultado del deterioro de la UCD fue que un partido político que había jugado un papel trascendental en la transición española a la democracia concluyó su vida en las elecciones parlamentarias de octubre de 1982. Este hecho ha llevado a pensar que UCD no tenía otra razón de ser que la transición misma y por ello su desaparición resultaba inevitable una vez concluida ésta, pero esta afirmación contrasta con lo sucedido en transiciones producidas a la democracia en otros países, como Alemania o Venezuela. Por lo tanto, quizás haya que recurrir a otras razones para explicar lo sucedido en España. La propia inefectividad de Adolfo Suárez como promotor de un partido fue decisiva, pues su tendencia natural fue la de no intervenir en actos públicos, no dejar funcionar de manera regular los órganos directivos y no definirse ideológicamente sino propiciar una yuxtaposición de principios. Pero cuando Suárez dejó la Presidencia del Gobierno y del partido, tampoco mejoró la situación. Como diría Calvo Sotelo, Suárez era el clavillo del abanico que unía a los distintos sectores de UCD y, al desaparecer, no encontraron un modo de organizar el consenso interno dentro del partido. Hubo divergencias de tipo ideológico, ninguna de ellas insalvable, pero fueron mucho más graves las personales. Fue la inconsciencia practicada en las disputas internas quien liquidó a UCD como partido. UCD no estaba consolidada en una etapa inaugural de una democracia y hubiera debido esperar algún tiempo para permitir que en su seno se configurara una opción situada en el centroizquierda y otra en el centro-derecha. Después de las elecciones de 1979 las encuestas revelaron que tres de cada cuatro electores de UCD podían considerarse como consolidados a favor del partido. Sin embargo, entre marzo de 1979 y febrero de 1981 se produjo un deterioro importante de la imagen. Adolfo Suárez no sólo dimitió de la Presidencia del Gobierno sino de la del partido y a este hubo que encontrarle solución en el congreso celebrado en Palma de Mallorca en enero de 1981. Fue ésta una reunión estéril y muy poco ejemplar en la que lejos de debatirse en serio las divergencias programáticas, se mantuvo una disputa inacabable acerca del reparto de los puestos en los organismos internos del partido. Fue elegido como nuevo presidente del mismo Rodríguez Sahagún. Volvieron a reproducirse las disputas en el verano de 1981 a causa de algunas disposiciones legislativas en política económica y en el divorcio. No eran cuestiones tan importantes en la sociedad española como para arruinar la unidad interna del partido. Al poco tiempo dimitió el representante más destacado de los socialdemocrátas, Fernández Ordóñez, indicando una voluntad de recuperación de su propia identidad que le haría abandonar el partido en el mes de noviembre, aunque no todos los pertenecientes a este sector del partido siguieron su trayectoria. En octubre de 1981 se celebraron las elecciones gallegas, en las que por primera vez Alianza Popular superó a UCD en una región española. Lo verdaderamente decisivo de estas elecciones fue que la derecha empezaba a conquistar las clases medias urbanas, que hasta ahora habían votado UCD de modo mayoritario. A causa de los resultados electorales gallegos se produjo un relevo en la dirección centrista, pasando a ocupar la presidencia de UCD el propio Calvo Sotelo. Al mismo tiempo, intentó evitar la fragmentación del partido incorporando a su gabinete a ministros socialdemócratas y nombrando como vicepresidente a Martín Villa, la figura más destacada de los centristas procedentes del régimen anterior. Pero a comienzos de 1982 se producían las primeras incorporaciones de diputados centristas a Alianza Popular y, poco después, los seguidores de Fernández Ordóñez se pasaban al grupo mixto en el Parlamento. Las elecciones andaluzas de mayo de 1982 revelaron todavía más el declive de UCD. En ellas Alianza Popular obtuvo 350.000 votos más que en las elecciones precedentes, mientras que UCD perdía medio millón de sufragios. Finalmente, Landelino Lavilla se hizo cargo de la presidencia, logrando incorporar a su equipo a algunos de los ministros más significados de UCD en los pasados años, pero su esfuerzo estaba destinado al fracaso ya que no logró detener la sangría de escisiones en un momento en que ya se daba por descontada la victoria del PSOE. Aparte del Centro Democrático y Social de Suárez, otro grupo de diputados centristas formó el Partido Demócrata Popular, de tendencia democristiana. En esta etapa final del centrismo ni siquiera hubo buen entendimiento entre el presidente del Gobierno y el del partido; en agosto Leopoldo Calvo Sotelo, ya abrumado por la derrota, disolvió las Cortes. Antes de las nuevas elecciones, estaba ya prácticamente liquidado un partido, Unión de Centro Democrático, que había desempeñado un papel decisivo en la transición.
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El Ejército Rojo aprovechó el desembarco de Normandía para atacar, con una masa de 166 divisiones, al frente del centro alemán, que sufrió más de 200.000 bajas. A mediados de julio, los soviéticos ocupaban toda la Rusia Blanca, la mitad de Polonia y llegaban a Prusia Oriental. Antes de finalizar el mes llegaron al Vístula y a unos 20 kilómetros de Varsovia. Ello puso sobre el tapete la cuestión polaca. Los polacos exiliados luchaban con los aliados en la RAF, el ejército del general Anders y su Gobierno de Londres no aceptaba la nueva frontera propugnada por la URSS, que pretendía apropiarse de las provincias orientales. Stalin, en julio de 1944, instaló en Lublin un Gobierno polaco formado por comunistas, que comenzó a repartir tierra entre los campesinos y a organizar un ejército. El 1 de agosto de 1944, sin consultar al Gobierno de Londres, la resistencia polaca (Ejército Polaco del Interior) encabezada por el general Komorowski, sublevó Varsovia contra los nazis para evitar que liberase la ciudad el Ejército Rojo e impusiera al Gobierno comunista de Lublin. Stalin negó el permiso a los aviones aliados para abastecer a los varsovianos sublevados desde aeródromos rusos y el Ejército Rojo detuvo su avance para dar tiempo a que los alemanes acabaran con la sublevación de la capital. Esta duró hasta el 3 de octubre y, tras sofocarla, los alemanes enviaron miles de supervivientes a campos de concentración. El avance del Ejército Rojo provocó el pánico en los satélites de Alemania. El 23 de octubre, el rey Miguel de Rumanía destituyó al mariscal Antonescu, jefe del Gobierno, lo hizo detener y nombró un gabinete prooccidental que declaró la guerra al Reich. Aunque Bulgaria no había participado en la invasión de la URSS, fue invadida por las tropas rusas, que ocuparon la capital el 18 de septiembre; el Gobierno no opuso resistencia y declaró también la guerra al Reich. Hungría tenía a los rusos en su frontera sur a finales de septiembre y, como el Gobierno del almirante Horthy vacilaba, los alemanes lo sustituyeron por el nazi Szalasi; el 30 de octubre, los soviéticos y una división rumana marcharon contra Budapest, donde se defendieron alemanes y húngaros hasta febrero de 1945. En Yugoslavia, el Ejército Rojo enlazó con los guerrilleros de Tito y avanzaron hacia Belgrado, cuya guarnición alemana se defendió hasta el 20 de octubre. En el otro extremo del frente, los rusos atacaron Finlandia, que firmó el armisticio de Moscú el 19 de septiembre. El agotamiento alemán parecía evidente a mediados de diciembre de 1944, cuando la Wehrmacht dio su último coletazo. La ofensiva de las Ardenas fue una operación brillante pero imposible por falta de recursos. Al mando de von Rundstedt, dos ejércitos panzer rompieron el frente americano con un esfuerzo principal hacia Amberes, con la intención de bloquear los suministros británicos. Carentes de aviación, los alemanes aprovecharon la niebla para cubrirse mientras los americanos de la 101 división se defendían. El 24, los alemanes estaban a seis kilómetros de Dinant, retrasados por el barro y la falta de combustible. Sin embargo, el día antes había levantado la niebla y los cazabombarderos americanos volaban de nuevo, clavando la ofensiva en los caminos. El día de Navidad, los alemanes hicieron un último esfuerzo, pero fracasaron ante la aviación y los blindados de Patton. Dominada la ofensiva, Eisenhower ordenó bombardear intensamente el valle del Rin, cuyo cauce cruzó la vanguardia americana el 7 de marzo, gracias al puente de Remagen, que no había sido destruido. El 23, Patton también atravesó la corriente en Oppenheim y Montgomery en Wesel. Desde entonces, el avance americano fue casi un paseo, mientras en el este, la Wehrmacht resistía a los rusos con la intención de dar tiempo a que los americanos ocuparan Alemania. En abril, estaban más cerca de Berlín y Praga que los rusos, que se retrasaban. Churchill quiso aprovechar la ocasión y evitar la ocupación sovietica de gran parte de Europa central, pero Roosevelt, ya muy enfermo, dejaba las decisiones en manos de Eisenhower, un burócrata que decía no entender de política y atendía, sobre todo, a las disensiones entre Montgomery y los generales americanos. Las fuerzas aliadas se detuvieron hasta que el Ejército Rojo pudo avanzar de nuevo. El Reich del milenio se hundía a toda prisa. En Italia, las tropas aliadas rompieron el frente alemán y se desparramaron por la llanura del Po, mientras los partisanos cazaban a los alemanes y fascistas aislados. El 28 de abril apresaron a Mussolini, lo fusilaron y colgaron por los pies. El 29, el mando alemán en Italia se rindió, sin autorización de Hitler, quien se suicidó al día siguiente, cuando los rusos ya estaba a 500 metros de su refugio subterráneo. Antes de morir nombró sucesor al almirante Dönitz, que no pudo retrasar el desenlace. El 7 de mayo de 1945, Jodl se rindió ante Eisenhower y Keitel lo hacía ante Zhukov.
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Para apuntalar su situación, muy debilitada por la serie ininterrumpida de fracasos militares, por la aguda crisis económica, acentuada debido a pésimas cosechas que provocaron importantes alzas de precios, y por un cierto distanciamiento de los reyes, en especial de María Luisa, Godoy se decidió a llevar a cabo importantes cambios en su gobierno, dando entrada en él a destacados ilustrados y promocionando a puestos relevantes de la diplomacia o de la magistratura a otros. Jovellanos ocupó el Ministerio de Gracia y Justicia, Francisco de Saavedra entró en Hacienda, mientras que el banquero Cabarrús, suegro de Tallien, con quien estaba casada su hija Teresa, era nombrado embajador en Francia (nombramiento que no fue aceptado por la República), el poeta Juan Meléndez Valdés obtenía la fiscalía de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte y el obispo Ramón de Arce, con vitola de ilustrado, el cargo de inquisidor general. Jovellanos, que había recibido el Ministerio con la frase "Adiós felicidad; adiós quietud para siempre", se impuso tres objetivos: abordar la reforma universitaria, iniciar la desamortización y suprimir gran parte de las atribuciones de la Inquisición. La solución que proponía para recortar los poderes del Santo Oficio, sobre la base de los trabajos del obispo Tavira y de Juan Antonio Llorente, era trasladar sus funciones a los obispos, en coherencia con su pensamiento episcopalista. Nada pudo lograr, pues, acusado de enemigo declarado de la Inquisición y sin contar con el favor real, fue sustituido a los nueve meses de haber accedido al cargo y confinado a Asturias. A los pocos días de la caída de Jovellanos se produjo una importante purga de ilustrados en la administración. Meléndez Valdés, por citar un ejemplo ilustre y bien conocido por los estudios de George Demerson, fue cesado del cargo de alcalde de Casa y Corte que ocupaba, ordenándosele abandonar Madrid en un plazo de 24 horas y dirigirse desterrado a Medina del Campo. En 1800 se le declaró jubilado y se le obligó a residir en Zamora. También cayó el consejero de Castilla José Antonio Mon y Velarde, conde del Pinar, amigo de Jovellanos, que fue jubilado con la mitad de su sueldo por asistir, al parecer, a tertulias desaconsejables. Estos bandazos políticos eran el resultado del creciente malestar que se vivía en España por los escasos frutos del Pacto de San Ildefonso, y de la sorda lucha política que se dirimía en Madrid entre los partidarios de lograr un mayor grado de independencia respecto a Francia, entre los que se encontraba el propio Godoy, y los que deseaban estrechar más firmemente los lazos con el Directorio. Paradójicamente, la monarquía hispánica era aliada de Francia, republicana y regicida, pero la subordinación que deseaba Francia creaba una fuerte irritación en Madrid, sobre todo entre quienes consideraban que España se hallaba aislada de los países europeos más próximos ideológicamente; y esa situación contradictoria había ahondado la crisis económica y financiera, con el consiguiente incremento del descontento social. A estas razones se sumó la creciente desconfianza entre Godoy y el Directorio. El responsable de la política española se sentía profundamente disgustado por no haber contado París con España para intervenir en las conversaciones de paz entre Francia e Inglaterra realizadas durante el verano de 1797, ni haber participado en la firma con Nápoles de la paz en octubre de 1796 por la que el reino napolitano había logrado momentáneamente comprar su neutralidad por 8 millones en mercancías. Todo ello era contrario a lo estipulado en la cláusula del Tratado de San lldefonso que concedía a España el papel de intermediaria en los asuntos de Italia. A todo esto se sumaba la presión del Directorio francés, disgustado por las buenas relaciones de Godoy con los franceses monárquicos exiliados, apoyando incluso las intrigas monárquicas del pretendiente conde de Provenza, y en la sospecha de que hubiera comenzado a dar marcha atrás en su alianza con Francia, por su actitud de freno permanente a lanzar una acción militar contra Portugal, que se había acentuado desde que la corte de Lisboa le había concedido el condado de Evora-Monte, dotado con una pingüe renta, por sus buenas relaciones con el responsable de la política exterior lusa, el anglófilo Pinto de Sousa, y por ser Carlota Joaquina, hija de Carlos IV, esposa del regente portugués. Para limar las serias diferencias que separaban a Godoy del Directorio, el secretario de Estado español ordenó a Francisco Cabarrús, en noviembre de 1797, que se trasladara a París como enviado plenipotenciarío. Cabarrús, encarcelado en 1790 por sus especulaciones financieras y liberado con todos los honores por Godoy en octubre de 1795, había sido desde entonces asesor económico del secretario de Estado y embajador extraordinario en las negociaciones de paz de Lille entre Inglaterra y Francia, aprovechando sus buenos contactos con los políticos franceses del momento. Con los entorchados de diplomático plenipotenciario, Cabarrús tenía instrucciones de Godoy de observar el desarrollo de las conversaciones franco-británicas e informar de la situación a Madrid. El interés español en las conversaciónes entre Inglaterra y la República estaba justificado, pues existía el temor de que el Directorio firmara la paz a espaldas de las reivindicaciones españolas: Gibraltar; el establecimiento de Nutka en el Pacífico norte, que se consideraba territorio del virreinato de Nueva España; la posibilidad de pescar en Terranova y la devolución de Jamaica. El plan diplomático diseñado por Cabarrús era tan enmarañado y difícil de ejecutar por sus muchas dobleces que no dio resultado. Consistía éste en apoyar formalmente a Francia en las conversaciones y, al mismo tiempo, contactar con el negociador británico, lord Malmesbury, para lograr una paz por separado a cambio de la restitución de Gibraltar. El conocimiento por los franceses de las turbias maniobras de Cabarrús lo descalificaron como interlocutor, pese a que permaneció en París hasta mayo de 1798. Su condición de suegro de Tallien tampoco le favoreció en esa coyuntura, pues éste era por entonces aliado de Barras y Talleyrand, enemigos políticos de Merlin de Douai y La Revellire en la lucha por el control del Directorio y en la dirección de la política francesa. Mientras los primeros no creían factible un ataque a Inglaterra y estrechaban sus lazos con Bonaparte, Merlin creía en la conveniencia de acabar con Inglaterra asaltando la isla y veía con inquietud el peso político y el prestigio que Napoleón iba ganando en Francia. Godoy, tras el fiasco de Cabarrús, no tuvo más remedio que nombrar embajador a Azara, que representaba a España en Roma desde hacía décadas y que contaba con el apoyo del Directorio, que había calificado a Cabarrús de aventurero y especulador. Godoy tuvo que efectuar otras dos importantes concesiones por exigencia del gobierno francés: retirar de la frontera, de la corte y de los puertos marítimos a los emigrados franceses, y asegurar que, en ninguna circunstancia, se negociaría una paz por separado con Portugal. Pese a su disposición a someterse a los dictados del Directorio, Godoy no pudo impedir su sustitución, que Carlos IV comunicó formalmente el 28 de marzo de 1798. Gracias a Emilio La Parra conocemos con detalle las interioridades que condujeron a Godoy al abandono del gobierno. El Directorio estaba convencido de que Godoy se oponía a los planes franceses respecto a Portugal, que se había vendido a Inglaterra y que había intentado participar en la política interior de la República a través del intrigante Cabarrús. Para socavar su posición puso en marcha un hábil plan de intoxicación política cuyo responsable último fue el secretario de la embajada francesa en Madrid, Perrochel. Consistía este plan en difundir el rumor de que se estaba preparando una sublevación contra Godoy aprovechando las dificultades económicas y el grave problema del abastecimiento y, al parecer, el rumor tuvo efecto en los reyes, que se distanciaron del secretario de Estado, retirándole su apoyo por temor a que un levantamiento contra Godoy pusiera en peligro a la propia institución monárquica. Si el rumor del posible alzamiento popular resultó creíble era porque desde 1789, con Floridablanca, se consideró plausible una insurrección al modo francés y porque Carlos IV contaba con datos sobre la gravedad de la crisis, siendo sus principales informantes Saavedra y Jovellanos, quienes señalaban al propio Godoy como principal responsable de la situación. La soledad política de Godoy, abandonado por el Directorio, por sus colaboradores ilustrados, Saavedra y Jovellanos, y perdido momentáneamente el favor, que no el cariño, de los reyes, le condujo a dejar el gobierno, si bien conservando "todos los honores, sueldos, emolumentos y entradas que en el día tenéis, asegurándoos que estoy sumamente satisfecho del celo, amor y acierto con que habéis desempeñado todo lo que ha corrido bajo vuestro mando y que os estaré muy agradecido mientras viva y que en todas ocasiones os daré pruebas nada equívocas de gratitud a vuestros singulares servicios", como rezaba el poco común, por afectuoso, decreto real de cese. El sustituto de Godoy fue Francisco Saavedra, el ministro de Hacienda, que había participado en su caída, pero, debido a sus muchos achaques, nunca suficientemente aclarados y que dieron lugar a multitud de rumores, entre ellos el de un posible envenenamiento, quien dirigió verdaderamente los asuntos de gobierno fue Mariano Luis de Urquijo. Era un joven funcionario nacido en 1768, oficial mayor de la Secretaría de Estado que, en su breve período de responsabilidad, intentó enfrentarse a la delicada situación de España en los frentes interior e internacional.
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Finalizada la Guerra de los Siete Años, tanto Francia como Gran Bretaña centraron su atención en las colonias y escenarios de Ultramar. Londres permaneció al margen de los conflictos continentales para aumentar su dominio de los mares, que nunca pudieron cuestionar los franceses. En relación con dicha política, Jorge III hizo partícipes de las deudas de la metrópoli a las colonias y fijó impuestos destinados a sufragar tales deficiencias, provocando el descontento generalizado, sobre todo en Norteamérica, donde desembocó en sublevaciones armadas. Francia fue el único país que atendió las reclamaciones de los colonos británicos, por motivos políticos y diplomáticos, y firmaron un pacto en febrero de 1778 para la entrada en la guerra terrestre y marítima, el apoyo militar y la entrega de subsidios. Al mismo tiempo, Versalles y Madrid iniciaron negociaciones, largas y complicadas por las discrepancias de intereses, para la formación de una coalición contra Londres, que cuajaron en el Tratado de Aranjuez, en abril de 1779. Era un acuerdo con Francia por el que entraba en la contienda, pero no con los sublevados americanos, con la promesa de respaldo para la recuperación de Gibraltar, Menorca, Mobile, Pensacola, Bahía de Honduras y Costa de Campeche. Mientras, Gran Bretaña disputaba con los países neutrales por su interpretación del Derecho Marítimo Internacional, acentuando su aislamiento diplomático. La persecución del contrabando y las confiscaciones motivaron, a propuesta de Vergennes y a iniciativa de Catalina II, la creación de la Liga de Neutralidad Armada, en febrero de 1780, formada por los Estados bálticos, Francia, Prusia, España, Nápoles, Portugal y Holanda. No fue muy eficaz, aunque sí sirvió de presión política, ya que algunos de sus miembros, en concreto Holanda, suministraban armas a los rebeldes americanos y a los participantes en la guerra. Las victorias coloniales repercutieron en las campañas de Gibraltar y Menorca, reconquistada en 1782, y en el Lejano Oriente. La influencia y el intervencionismo francés aumentó en la India y surgieron enfrentamientos entre el gobernador de Bengala, Hastings y los directores de las factorías de Francia y Holanda. No obstante, los apuros económicos de Luis XVI y el temor por la pérdida del monopolio pesquero de Terranova, la derrota de los españoles en Gibraltar y los problemas expansionistas hacia el oeste del Mississippi, la neutralidad holandesa y ciertas victorias militares en las Antillas, favorecieron a los británicos. De cualquier forma, la paz resultaba aconsejable para todas las partes por cuestiones particulares y, tras los preliminares de noviembre de 1782, se llegó al Tratado de Versalles de 2 de septiembre de 1783. Gran Bretaña reconocía la independencia de las trece colonias americanas y concedía el sur de Canadá y la libertad pesquera en Terranova y otras costas; España recuperaba Menorca y Florida, pero no Gibraltar; en la India se volvía al statu quo inicial, menos Negapatam, última factoría holandesa, y se establecía el derecho a la navegación libre en el Lejano Oriente; Francia podía fortificar Dunkerque y recuperaba San Pedro, Miquelon, Senegal, Gorea, Tobago, Santa Lucía, las pesquerías de Terranova y las factorías indias poseídas en 1763. El resultado fue que Gran Bretaña había perdido gran parte de su protagonismo marítimo, a la vez que Francia aumentaba su prestigio internacional. La crisis franco-británica concluyó con el tratado comercial de septiembre de 1786, auspiciado por Vergennes y Pitt, para la reducción simultánea de las aduanas.
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Después de la guerra del Peloponeso, una expedición espartana, en la que tomó parte el ateniense Jenofonte, apoyó a Ciro el Joven en sus pretensiones de acceder a la realeza de los persas frente a su hermano mayor Artajerjes, a la muerte de Darío II. La derrota de Ciro en la batalla de Cunaxa trajo como consecuencia el deterioro de las relaciones entre persas y espartanos, agravado por las repercusiones que pudieron tener las actuaciones de Agesilao en Asia Menor como liberador de las ciudades griegas. Los acontecimientos de los años noventa agravaron la situación para Esparta, sobre todo con la guerra de Corinto, por lo que se impuso la tendencia que pretendía llegar a un acuerdo con los persas, cuyo principal representante fue Antálcidas, que ofreció a Tiribazo la renuncia a defender la autonomía de las ciudades griegas de Asia, a cambio del control del resto de Grecia, con el apoyo persa. Las propuestas, sin embargo, no tuvieron éxito hasta el año 386. Perduraban hasta entonces los efectos de la batalla de Cnido y las buenas relaciones con Atenas entre los persas. En el cambio de década, sin embargo, las circunstancias variaron, pues los atenienses apoyaron la revuelta de Evágoras de Chipre frente a Persia y las acciones expansivas de Trasibulo podían llegar a afectar a zonas que los persas consideraban dentro de su órbita. El acuerdo con los espartanos podía llegar a garantizarles su control real. Por ello, en el ano 386, con la participación formal de todos los griegos, se juró el texto de la paz que contenía tres puntos principales. Las ciudades griegas de Asia pasaban a depender del control del Gran Rey, incluidas Clazómenas y Chipre, lo que afectaba claramente a las posibilidades expansivas del imperio ateniense. Por el contrario, todas las ciudades de Grecia, incluidas las islas, quedaban libres de cualquier control sin poder unirse en ligas o confederaciones, salvo Lemnos, Imbros y Esciro, únicas que permanecían bajo el control ateniense, sin duda las más importantes desde el punto de vista de los tráficos marítimos hacia el mar Negro, pero no para la recuperación del imperio como fuente de recursos capaces de mantener la libertad del demos. Finalmente, todas las ciudades que se negaran a aceptar las condiciones de la paz podían ser objeto de los ataques persas.
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Más recientemente el concepto de crisis bajomedieval se ha proyectado hacia ámbitos hasta ahora totalmente inéditos en la investigación histórica. Recordemos, en este sentido, los trabajos de F. Seibt, el cual, en su presentación del libro "Europa 1400. Die Krise des Spätmittelalters" (1984), ha analizado la crisis de fines de la Edad Media a partir de los conceptos de disfuncionalidad y de diversidad de perspectivas, señalando que la depresión no sólo fue demográfica, económica y social, sino que se encuentra también presente en otros muchos terrenos, como el político, el espiritual o el artístico. La abundancia de revueltas nobiliarias y de derrocamientos y asesinatos de reyes que tuvieron lugar en las últimas décadas del siglo XIV, la relevancia que adquiere el diablo hacia el año 1400, la amplia difusión de las predicciones apocalípticas y sibilinas, y en general de la literatura de vaticinios, la irrupción del autorretrato en la pintura o la nueva concepción del tiempo (no olvidemos que en el siglo XIV se propagaron los relojes mecánicos), serían algunas manifestaciones, sin duda significativas, de la crisis bajomedieval en los campos mencionados. Mas con estas opiniones se ha dado un salto gigantesco, desde las mortandades o la climatología adversa hasta el mundo del espíritu. Así las cosas, a la vista de las perspectivas abiertas por F. Seibt, nos atreveríamos a decir que estamos ante una autentica revolución historiográfica.
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En este marco limitado es imposible profundizar en la vorágine de los acontecimientos que desintegraron literalmente el poder califal. Desde 1009 al 1013, asistimos a unas luchas por la posesión de Córdoba entre los dos califas omeyas rivales: por un lado, Sulayman al-Mustacin -cuyas fuerzas beréberes eran insuficientes para permitirle imponerse- se dirigió a los cristianos de Castilla para pedir ayuda, y por el otro al-Mahdi, que pidió ayuda a los catalanes, que le enviaron importantes contingentes. La relación de fuerzas favorable al Islam que los amiríes habían impuesto cambió bruscamente. De repente, éstos se encontraron que eran los árbitros de las luchas confusas que se desarrollaban alrededor de Córdoba y pudieron aprovechar la situación. En julio de 1010, el hombre fuerte de al-Mahdi, el general esclavón Wadih, a quien los amiríes habían confiado el gobierno militar de la Marca en Medinaceli y que había logrado reinstalar a su califa en Córdoba, mandó asesinar a al-Mahid y lo sustituyó nuevamente por Hisham II. Los cordobeses asesinaron a Wadih en octubre de 1011 cuando intentaba escapar de la ciudad atacada continuamente por Sulayman al-Mustain y sus beréberes, que se habían instalado en Madinat al-Zahra'. Córdoba resistió un año y medio más pero finalmente se vio obligada a rendirse en mayo de 1012 y al-Mustain volvió a reinar hasta julio de 1016, después de haberse librado de Hisham II a quien, según parece, mandó asesinar. El acontecimiento más importante de estos tres años de calma relativa fue que al-Mustain decidiera nombrar a los beréberes que le habían apoyado en su lucha por el califato, al frente de los gobiernos provinciales. No conocemos el destino de algunos de estos gobiernos que se formaron sobre una base tribal, dado que las tropas beréberes siguieron estando organizadas en contingentes tribales. Así, no sabemos qué pasó con los Maghrawa, a los que fueron atribuidas las zonas situadas entre Córdoba y Mérida (al-yawf) ya fuertemente berberizadas. Pero la mayoría dieron lugar a la formación de las taifas beréberes de al-Andalus, la más importante de las cuales fue la de Elvira, la ciudad más importante de una kura que corresponde en la actualidad a la región de Granada. Le correspondió a Zawi b. Ziri, familiar de los emires ziríes de Qairawan, uno de los jefes beréberes más influyentes, que mandaba un fuerte contingente de sanhaya que habían, en tiempo del califato, abandonado a los fatimíes para ponerse al servicio de Córdoba. Otras pequeñas potencias de la misma índole, pero del grupo zanata, fueron instalados en Ronda, Arcos, Jerez y Carmona. Por otro lado, al-Mustain confirmó el gobierno local de ciertos jefes que se habían aliado a él como el tuyibí Mundhir b. Yahya (Mundhir I) de Zaragoza. Los jefes saqaliba de los puertos de al-Andalus oriental (entre los cuales destacaron Jayran de Almería, y Muyahid en Denia), no se sometieron a Sulayman al-Mustacin y consolidaron su poder de forma independiente como hacían en la misma época otros funcionarios o militares del mismo origen en Valencia y Tortosa. El caso más interesante es el de Muyahid quien, en el 405/1014-1015, reconoció como califa en su capital a al-Mulayti, un omeya, que le sirvió de garante para la ocupación de las Baleares y para el intento de conquista de Cerdeña que emprendió muy poco después. Acuñó algunas monedas a nombre de este califa que se pueden comparar con algunas emisiones -raras ciertamente- que realizaron los jefes saqaliba de la costa oriental durante la misma época. Estos intentos sin futuro, que se efectuaban siempre bajo autoridad de un califa, contrastan con la ausencia general de acuñaciones en las otras taifas en gestación: el primer poder local que acuñó monedas durante la crisis del califato fue el de Zaragoza, después del año 1024. En cuanto a al-Wayti, intentó hacerse con el poder por su cuenta durante la desdichada expedición de Muyahid a Cerdeña y fue expulsado a la vuelta de éste. Otro intento de los saqaliba para entronizar a un califa fue el de al-Murtada en el 1018, ligado al contexto de la lucha entre omeyas y hammudíes. En efecto, las condiciones políticas cambiaron fundamentalmente con la revuelta de Ali b. Hammud en Ceuta y Málaga. Este personaje era el jefe de una rama de los idrisíes del Magreb oriental integrada en el sistema cordobés en la época de la dominación sobre Marruecos. Convertidos en dignatarios del Estado califal, estos idrisíes conservaron sus lazos, tanto con los elementos beréberes que se encontraban en al-Andalus en la época de la fitna como con el Magreb mismo. Bajo el gobierno de Sulayman al-Mustain, el jefe de la rama, Ali b. Hammud, fue encargado del gobierno de Ceuta, dotada desde la época del califato de una guarnición andalusí. La anarquía que reinaba en al-Andalus le incitó a buscar el poder califal, para lo que le sería favorable su ascendencia alauí. Corrían rumores de que había recogido el testamento de Hisham II y que éste le había hecho su heredero (wali al-ahd). A partir del 402/1011-1012, su nombre aparece en el reverso de las monedas acuñadas en Ceuta en nombre del califa al-Mustain. Luego en el 405/1014-1015, hizo acuñar monedas en nombre de Hisham II, al que se asoció él mismo con el título de wali al-ahd. En el 406/1016, después de haber negociado la neutralidad solidaria de los ziríes de Granada y concluido tratados con diversos gobernadores, desembarcó en Málaga y luego se dirigió hacia Córdoba, de la cual se apoderó sin grandes dificultades. Ejecutado al-Mustain, Ali b. Hammud, que adoptó el laqab de al-Nasir, reinó en Córdoba desde julio de 1016 a marzo de 1018, fecha en la que fue asesinado por domésticos saqaliba y reemplazado por su hermano al-Qasim. A pesar de sus primeros esfuerzos por ganarse la simpatía de los cordobeses, los antagonismos entre los habitantes y los apoyos beréberes del nuevo califa volvieron a imponerse y la segunda parte de su gobierno en Córdoba fue muy tensa. La preocupación hizo mella en varios miembros de la vieja aristocracia de los clientes omeyas, entre los cuales el visir Abu l-Hazm b. Yahwar, una de las personalidades más destacadas en la ciudad. Durante este período, los saqaliba de la zona oriental, aliados del emir tuyibí de Zaragoza y de los catalanes, organizaron una coalición pro-omeya que se proponía volver a apoderarse de Córdoba en el momento del asesinato de Ali b. Hammud. En Játiva, Abd al-Rahman b. Muhammad b. Abd al-Malik, un pretendiente omeya que tomó el laqab de al-Murtada, fue entronizado (abril 1018). Este soberano, de quien Ibn Hazm fue visir, se dirigió a Córdoba con sus aliados y atacó primero a los ziríes de Elvira, quienes acababan de trasladar la sede del gobierno al sitio de Granada, más fácil de defender. Su ejército fue derrotado, debido en gran parte a la pasividad o a la traición de los jefes que lo apoyaban y que se inquietaban -según parece- de verle decidido a imponer efectivamente su autoridad. En la desbandada general que siguió a su derrota fue asesinado por orden de Jayran de Almería. Al-Qasim b. Hammud reinó en Córdoba desde marzo de 1018 hasta agosto de 1021 con el laqab de al-Ma'mun. Fue hábil y moderado para imponer la calma de nuevo en la capital y llegar a un acuerdo con Jayran y otro jefe saqaliba, Zuhayr, cuyo gobierno reconoció en Jaén, Baeza y Calatrava. Aceptado evidentemente por los poderes beréberes de al-Andalus, obtendría, como veremos más tarde, la alianza de los tuyibíes de Zaragoza. Pero su sobrino, Yahya, hijo de Ali, se sublevó contra él y se apoderó de Córdoba mientras él se refugiaba en Sevilla. En febrero de 1023, la poca habilidad de Yahya al-Mutali le obligó a dejar Córdoba e ir a Málaga, hecho que permitió a al-Qasim volver algún tiempo en la capital. Pero el ambiente se había deteriorado y fue expulsado en septiembre. No pudo refugiarse en Sevilla, cuyos habitantes, bajo el liderazgo del cadí Ibn Abbad, le cerraron las puertas y, más tarde, fue apresado y asesinado por su sobrino, Yahya. El poder central cordobés ya no tenía fuerza y el gobierno y la administración estaban en manos de diferentes jefes locales ya mencionados: los eslavos Jayran en Almería y Muyahid en Denia, los ziríes y otros jefes beréberes en Andalucía, el cadí Ibn Abbad que tomó entonces el control de Sevilla y de otros poderes como los amiríes de Valencia y los Banu Dhi l-Nun de Cuenca y más tarde de Toledo. El reino más significativo en este momento era, por supuesto, el de los tuyibíes en Zaragoza, donde se fundó una dinastía hereditaria cuando Yahya b. al-Mundhir reemplazó a su padre en el 1021. Se constituyó entonces en la Marca Superior el primer reino de taifa verdadero. Su historia no pertenece a este volumen, pero la forma en que se constituyó el poder tuyibí, amparado en cierta legalidad garantizada por el califato cordobés, depende de éste.