Entre 1688 y 1715, desde la revolución inglesa hasta la muerte de Luis XIV, se produjo una honda modificación en la cultura occidental, una agitación que produjo una corriente de heterodoxia política y religiosa, cuyos máximos exponentes fueron el racionalismo y el librepensamiento. La nueva época de la filosofía la inauguran Descartes, Spinoza y Leibniz, y se caracteriza por la autonomía absoluta de la filosofa y de la razón con respecto de la teología y de la religión. En efecto, la autonomía de la razón, defendida por la filosofía moderna, implica negativamente que su ejercicio no sea coartado o regulado por ninguna instancia presuntamente superior y extraña a la razón misma, sea ésta la tradición, la autoridad o la religión. Positivamente, la autonomía de la razón implica que ésta es el principio y el único tribunal supremo a quien corresponde juzgar de lo verdadero y lo conveniente, en el terreno moral, científico y político. El racionalismo es la corriente filosófica del siglo XVII que establece que nuestros conocimientos válidos y verdaderos acerca de la realidad proceden, no de los sentidos tal como mantenían los filósofos empiristas, sino de la razón, del entendimiento mismo. Justamente, la filosofía racionalista del siglo XVII concede a la razón la primacía en cuanto fuente y origen de los conocimientos, negándosela a los sentidos. El ideal de la ciencia racionalista es el de un sistema deductivo en que las leyes se deducen a partir de ciertos principios. El problema principal consiste en fijar de dónde provienen las ideas y principios a partir de las cuales se derivan las proposiciones, los teoremas. Caben dos respuestas. Una empirista: los principios, las ideas y definiciones de las cuales se generan las proposiciones científicas provienen de la experiencia sensible, de la información que nos proporcionan los sentidos. Otra racionalista: el origen de las ideas no se halla en la experiencia sensible, sino que el entendimiento los posee en sí mismo y por sí mismo. Esta teoría racionalista acerca de la fuente de las ideas se llama innatismo, ya que defiende que las ideas son innatas o connaturales al entendimiento. Las obras de Descartes presentan un magnífico muestrario de todas esas características que definen al racionalismo, el sistema que destruiría y reemplazaría al aristotelismo aún vigente a finales del siglo XVI.
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Cuando, a partir de mediados del siglo VIII, empiezan a menudear en las playas etruscas los comerciantes griegos, procedentes de Eubea en su mayor parte, esto supone una verdadera revolución en la sociedad villanoviana. Emulos de Ulises, los recién llegados, que buscan minerales, traen productos nuevos -como el vino-, objetos maravillosos en materiales y técnicas desconocidos -oro, marfil, gemas-, y una idea distinta de la sociedad, donde la energía particular del propio comerciante -héroe homérico tan hábil en el mando y el manejo de las armas como en el uso de la palabra- sustituye el rígido y estático régimen tribal. , Las reacciones se encadenan con prontitud. El deseo de adquirir, mediante trueque o regalos mutuos, las preciadas joyas de los comerciantes, y por tanto la necesidad de organizarse para la obtención, tratamiento y almacenado de los minerales metálicos, llevan a acuerdos entre tribus, a la instalación de reyes en las principales aldeas y a una organización política y económica que socava el sistema tradicional a expensas de iniciativas individuales. Pronto será un signo de prestigio socialmente admitido portar objetos lujosos y bien trabajados, y enterrarse con ellos. Pronto, también, se instalarán en las aldeas o ciudades primitivas algunos artesanos griegos y fenicios, atraídos por el alto valor que se concede en estas tierras a los productos artísticos de sus respectivas culturas. Con ellos, inmediatamente, entrarán técnicas nuevas, como el torno de alfarero. Es por tanto a fines del siglo VIII, o alrededor del 700 a. C., cuando podemos situar propiamente el nacimiento del arte etrusco, en el sentido de que, por entonces, se empiezan a dar dos elementos necesarios para la producción artística: surge, por una parte, el artesano especialista, capaz de dedicarse durante muchas horas al estudio de su técnica y de las formas plásticas, y, por otra parte, vemos aparecer una clientela que adquiere obras no sólo por su valor utilitario, sino también por su belleza; y tomamos aquí la palabra belleza simplemente en el sentido griego primitivo, es decir, como aquello que llama la atención.
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Durante el reinado de Felipe IV, los años que van entre 1640 y 1650 suponen una gran crisis para el gobierno de su valido, el Conde-duque de Olivares. En 1635 Francia declara la guerra a España. Un año más tarde, las tropas españolas amenazan París, si bien en 1638 se produce una ofensiva francesa en el Rosellón. Un año más tarde se produce una victoria española, esta vez en Fuenterrabía. Pero los problemas de Felipe IV no vienen sólo del exterior. El 7 de junio 1640 se produce el levantamiento de Cataluña, reacción al centralismo de la monarquía y a los desmanes de las tropas. Es el llamado Corpus de Sangre, que dará inicio a doce años de guerra. También Portugal se rebela en 1640, y Andalucía se produce una conspiración un año después. Por si fuera poco, los tercios españoles son derrotados en Rocroi en 1643. Entre 1646 y 1648 son Aragón y Navarra quienes buscan su independencia. También en Nápoles y Sicilia se produce graves disturbios, debido al incremento de impuestos y a la leva de soldados. La derrota española en Lens, en 1647, preludia la Paz de Westfalia, firmada un año más tarde. España inicia una larga decadencia, al tiempo que la Francia de Luis XIII se sitúa como primera potencia europea.
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Al iniciarse la década de 1980 comenzaron a cambiar las posturas dominantes en la región frente al crecimiento económico y el desarrollo, especialmente a partir de las grandes y estrepitosas derrotas sufridas por los movimientos que defendían posturas nacionalistas y antiimperialistas. En los años 70, y de la mano de gobiernos militares, aunque no exclusivamente, comenzaron a desarrollarse políticas económicas neoliberales que trataron de reducir el déficit de la balanza de pagos y achicar el tamaño del Estado para poder enfrentar el déficit fiscal creciente que amenazaba a la mayor parte de los países de la región. Desde el golpe en Chile contra el gobierno de Salvador Allende hasta la derrota electoral del sandinismo nicaragüense los acontecimientos se aceleraron. El desmoronamiento de los países del Este de Europa, como Polonia o Rumania, anunciaban la magnitud de una crisis que tendría en la caída del muro de Berlín y en la desaparición de la Unión Soviética sus puntos culminantes. Al mismo tiempo, la prosperidad de los "dragones" del Pacífico, como Corea del Sur o Singapur, demostraba que había otras formas de crecimiento económico. La economía latinoamericana estrechamente vinculada a la norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial se vio sacudida por la decisión del presidente norteamericano Nixon de declarar la inconvertibilidad del dólar en 1971. El estallido de la primera crisis petrolera en 1973 fue el comienzo de una larga pesadilla para América Latina. La subida imparable del petróleo en los mercados internacionales, que contrastaba con el más moderado de otras materias primas, fue un frenazo al crecimiento de la economía mundial. El desorden se asentó en los mercados internacionales, en un momento en que los políticos estadounidenses y europeos consideraban que la inflación era mucho menos perniciosa que el paro, de modo que sus gobiernos no se resistieron demasiado a lo que estaba ocurriendo. Los Estados Unidos, un importante productor de petróleo, atravesaron la crisis con escasos daños, mientras que Europa occidental resultó mucho más afectada. Esto acabó con las esperanzas de los latinoamericanos que buscaban el apoyo europeo para neutralizar la dependencia de los Estados Unidos. La coyuntura introdujo diferencias entre los países menos desarrollados, divididos entre productores y no productores dé petróleo. Los primeros, como México y Venezuela, y Ecuador en menor medida, se nuclearon en torno a la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP) y se beneficiaron directamente de la situación al contar con una gran disponibilidad de divisas, mientras los otros verían más tarde cómo la recesión mundial originada en el aumento de los productos energéticos hacía descender la demanda de alimentos y materias primas. El aumento de la factura energética incidió negativamente en Brasil y Chile, importadores netos de petróleo, así como sobre la totalidad de los países de América Central y el Caribe, lo que también repercutió negativamente sobre sus balanzas de pagos. La subida del petróleo generó una gran disponibilidad de petrodólares (el dinero percibido por los países productores por sus ventas), que inyectaría una enorme liquidez en el sistema financiero internacional. La banca privada se dedicó a reciclar ese dinero prestándolo a bajos tipos, a tal punto que en países de alta inflación, los intereses reales eran negativos, lo que aumentaba el atractivo de dichos préstamos. El estancamiento económico del centro posibilitó que los créditos llegaran a ritmos crecientes a los países del llamado Tercer Mundo, como los de América Latina, que comenzaron un rápido proceso de endeudamiento, con la destacada excepción de Colombia. El papel de la banca privada como prestamista de la región aumentó considerablemente y reemplazó a los organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial. Los préstamos de los bancos privados pasaron de representar el 7 por ciento del total a finales de la década de 1960 al 70 por ciento a finales de la década siguiente. El aumento del endeudamiento se apoyaba en unas exportaciones que habían crecido cerca de un 20 por ciento entre 1976 y 1980 y en tasas de interés que no superaban el 10 por ciento anual. Estas circunstancias, sumadas a la teoría de que la deuda externa no se pagaba sino que podía renegociarse una y otra vez, reforzaban la idea de que el endeudamiento se mantendría en niveles tolerables y que no habría grandes problemas para pagar los intereses. En México y Brasil los recursos generados por el endeudamiento sirvieron para profundizar la industrialización, que atravesaba momentos críticos. En otros países, como Argentina o Chile, se financiaron experimentos neoliberales, que tuvieron resultados muy diversos. Si bien en ambos países había gobiernos militares, sólo los chilenos lograron, tras algunas dificultades iniciales, consolidar su programa de ajuste, mientras los militares argentinos cedían una vez más ante la acción de los sindicatos y de los industriales que vivían del abastecimiento del Estado. Una buena parte de los recursos llegados a Argentina y a Chile financiaron el rearme de sus Fuerzas Armadas, que se preparaban para un enfrentamiento fronterizo. La corrupción existente facilitó la vaporización de buena parte de esos capitales, que en vez de invertirse en los teóricos lugares de destino reaparecían en cuentas secretas de los bancos suizos o en Estados Unidos, Japón o Europa. La fuga de capitales se convirtió en algo corriente en la década de los 80 y se estima que más de 300 mil millones de dólares salieron de la región en esos años (una cifra comparable al monto de la deuda externa). El alcance de la fuga de capitales varió de un país a otro. Entre 1980 y 1984 se estima que fue de 17.000 millones de dólares en Argentina, de 40.000 millones en México y de 27.000 millones en Venezuela. En ciertos años, la fuga de capitales supuso el 50 por ciento del ahorro de Venezuela o Argentina. Para el Banco Mundial, la fuga de capitales es un síntoma de mala administración macroeconómica, generalmente agravada por la inestabilidad política. Si los inversores conviven con tasas de inflación elevadas o temen que la moneda nacional se va a devaluar, transfieren sus fondos al exterior para evitar pérdidas de capital. Las recetas neoliberales y monetaristas, seguidas en prácticamente todos los países de la región, independientemente de su tipo de gobierno, provocaron una menor participación del sector industrial en el PIB y aceleraron la desinversión, tanto pública como privada. El avance del sector financiero y las altas tasas de interés que se pagaban en sus circuitos desanimaron nuevas inversiones productivas, dada su menor rentabilidad y abrieron en muchos casos la puerta a la especulación. La inflación se acentuó en los países centrales, y en 1978 la Reserva Federal de los Estados Unidos (la principal autoridad monetaria) decidió oponerse frontalmente a la subida de precios, aplicando medidas monetaristas, propias de la ortodoxia económica, y aumentando los tipos de interés. La segunda crisis del petróleo, en 1979, y la consiguiente recesión internacional reforzaron las tendencias inflacionarias y el ajuste en los países centrales se hizo inevitable. La nueva subida de los tipos de interés, agudizada por la necesidad de dinero fresco de la economía norteamericana, terminó por desatar la crisis de la deuda externa, una deuda que superaba los 200 mil millones de dólares si sólo se contabiliza el endeudamiento público, o los 350 mil millones si se tiene en cuenta el endeudamiento privado. México y Brasil, con más de 100 mil millones de dólares cada uno, y Argentina, con más de 50 mil millones, eran los mayores deudores del continente. Al finalizar 1990, la deuda ascendía a 423 mil millones de dólares, mientras que los atrasos en el pago del servicio de la deuda alcanzaban los 30 mil millones.
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Bastantes de las disposiciones políticas que, en la época de la dictadura, había adoptado Sila, sobrevivieron y condicionaron el carácter de la vida política durante la última fase de la República. La reforma silana había ampliado la base de la pirámide que formaba el conjunto de las magistraturas, aunque la cima de la misma, representada por los dos cónsules, sólo era accesible a un ex-pretor de cada cuatro (puesto que el número de pretores se había elevado a ocho), o menos aún si tenemos en cuenta que estos personajes podían presentarse por segunda vez al consulado después de un intervalo de diez años. Al aumentar el Senado hasta un total de 600 senadores, las posibilidades de promoción a las magistraturas curules afectaban a un pequeño porcentaje de senadores, ya que la relación entre el número de aspirantes y el número de los que llegaban a ser elegidos pretores era muy desigual. Esta situación generó una competición salvaje dentro del sistema. Ya Sila, con anterioridad, había tomado medidas para refrenar la corrupción electoral y la lex de ambitu por él propuesta preveía una condena de diez años de inhabilitación para ejercer un cargo público. Posteriormente, Cicerón, en la Lex Tulia, imponía diez años de exilio por el mismo delito. Pero a pesar de éstas, lo cierto es que la pugna de los aspirantes pasaba por todo tipo de medidas que pudiesen garantizar los votos necesarios: regalos, sobornos o alianzas. Cicerón, en su acusación a Verres, narra cómo éste intentó utilizar sus ilícitas ganancias para impedir que el propio Cicerón fuese elegido edil en aquel año, cargo que por otra parte podía ser una buena plataforma de lanzamiento puesto que ofrecía la oportunidad de organizar juegos y lograr popularidad. Para alcanzar el poder en Roma y acceder al consulado se requería, además del consenso senatorial (lo que ya implicaba que los itálicos o los hombres nuevos no vinculados a la nobilitas, lo tuvieran francamente difícil), una excelente situación económica, tanto para granjearse la popularidad entre el pueblo con donaciones y espectáculos como para subvencionar a sus amigos y aliados y sobornar a los votantes y a los jurados. En ocasiones, incluso se hizo preciso poder sostener a un ejército con las propias rentas, como hizo Craso. Esta disponibilidad económica a menudo sólo podía garantizarse por medio de la alianza con los caballeros, cuya riqueza superaba muchas veces a las de las viejas familias senatoriales. Estos grupos financieros (aun cuando no fuesen senadores) eran lo bastante fuertes como para causar la ruina de cualquier político o general que pretendiese amenazar sus intereses con medidas tales como distribuciones de tierras a los campesinos empobrecidos, medidas de favor a los provinciales, etc. En esta enemistad se basa el fracaso de algunos políticos de esta época, como Catilina o Gabinio. Otra de las consecuencias de la reforma de Sila que influyó en gran medida en la política y en el propio final de la República estriba en el hecho de que él había concentrado todo el poder político en manos del Senado, pero no sucedía lo mismo con el poder ejecutivo. Sila había detentado durante su gobierno este poder pero, después de su retirada, el Senado no podía asegurar por sí mismo los poderes político, ejecutivo, financiero, legislativo y judicial. Mucho menos el poder militar, si tenemos en cuenta las relaciones clientelares que vinculaban a los generales con sus soldados. Así, se inició un camino sin retorno que conducía constantemente al Senado a confiar el ejecutivo a un hombre fuerte, a un general que, además, fuese político. Ciertamente Cicerón no poseía todas estas condiciones. Era un hombre nuevo, sin relaciones familiares con la nobilitas, era además itálico y carecía de dotes militares. Aun así accedió al consulado. Pero en él se daban una serie de circunstancias excepcionales. Su brillante oratoria y su actividad de abogado le valieron una posición preeminente y una capacidad de influencia que le llevaba a patrocinar todas las causas populares, siempre que éstas no fueran en contra de los intereses de los financieros. Al mismo tiempo, establecía vínculos de alianza con los núbiles y con hombres que, en cierto modo, constituían el resumen compensatorio de sus propias limitaciones, como Pompeyo. Por otra parte, la admiración de Cicerón había servido para cerrar la puerta a Catilina. Aun así, aunque la figura de Cicerón en el plano intelectual sea probablemente la más destacable de esta época, no sucedió lo mismo en el plano político: nunca llegó a ser líder de ninguna facción, ni logró constituirse en el princeps (el primero de los ciudadanos) al que, en su teoría política "Sobre la organización del Estado", correspondería cumplir la función de guía -rector- y de gerente -auctor- de la vida pública. Cabe la sospecha de que, al menos durante algún tiempo, hubiese alimentado la esperanza de ser él mismo quien llevara a efecto la política de la concordia ordinum, esto es de la unión de los órdenes senatorial y ecuestre, así como la defensa de las instituciones y los valores republicanos. Pero la oratoria no era un bagaje suficiente. Cuando fue consciente de ello, se pasó toda la vida intentando encontrar al hombre que, aconsejado por él, lograse realizar su ideal político: no llegó a serlo Pompeyo sino parcial y coyunturalmente y, desde luego, mucho menos el joven Octavio al que, a partir del 43 a.C., apoyaría demostrando escasa perspicacia. Otra de las consecuencias de la actuación de Sila que marcaron la política de estos años, fue el carácter que adoptó la oposición política, los populares, resurgidos como grupo de presión con un objetivo prioritario: la modificación de las leyes silanas. Cuando en el 70 Pompeyo restituyó el poder a los tribunos de la plebe, concediéndoles de nuevo la posibilidad de proponer plebiscitos, aparecieron un sinfín de falsos demócratas, deseosos de abolir casi todas las reformas de Sila pero con una política incoherente y amenazadora que no propugnaba ninguna alternativa constructiva. Así, por ejemplo, Gabinio además de destituir a su colega, animó a la plebe a irrumpir en el Senado y el cónsul Pisón estuvo a punto de perder la vida. El tribuno Lucio Bestia, implicado en la conjuración de Catilina, tenía como misión lanzar a la plebe contra Cicerón. Labieno, el tribuno del 63, puso una estatua de su tío, el martirizado tribuno Saturnino, en los rostra... Estos nuevos demócratas acabaron en muchas ocasiones como leales servidores del Senado. En general, su posición era ambigua y su oportunismo y ambición no tenían límites. Un ejemplo evidente de esta actitud fue la del propio restaurador del tribunado, Pompeyo. Salustio expone en la Conjuración de Catilina el poder e influencia de estos tribunos: "... investidos en plena juventud de una autoridad tan alta... empezaron a soliviantar a la plebe acusando al Senado; después la enardecieron con liberalidades y promesas y, de esta manera, lograron fama e influencia... y -añade- la verdad, en pocas palabras, es que todos los que agitaban la República con falsos pretextos, unos con el de defender los derechos del pueblo, otros con el de reforzar la autoridad del Senado, fingiendo laborar por el bien común, luchaban en realidad por su propio poder". Tal vez sea ésta la clave de que, bajo una apariencia de abierta oposición, en realidad los populares comenzasen a surgir de entre la elite dirigente y la nobilitas. La causa popularis constituía una vía segura de acceso al poder político. Más segura incluso que la de los estadistas senatoriales de la nobilitas tradicional. La falta de proyectos, ideas y programas políticos serios que pudieran contribuir a solventar de uno u otro modo la crisis republicana hizo que, durante este período, las querellas no fuesen el resultado de enfrentamientos ideológicos o de partidos o posiciones divergentes, sino simples luchas personales. En estos enfrentamientos puramente personales radica tanto la desunión de la nobilitas, como la ambición del poder personal y, en consecuencia, el derrumbamiento de la República. Sólo César se salva de esta norma general: su talento político y su completo dominio de la maquinaria político-administrativa le sitúan por encima de su tiempo. Cuando fue asesinado, volvió el caos a la vida política de la República y se perdió toda esperanza de restauración. Cayo Macio, uno de sus amigos, se lamentaba diciendo: "Si él, con todo su genio, no pudo encontrar una solución, ¿quién va a encontrarla ahora?".
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La crisis de la ciudad estado en el siglo IV no es problema de datos cuantitativos. La riqueza global posiblemente aumenta. La población no parece experimentar alteraciones cuantitativas, pero aumenta el número de esclavos, hasta el punto de que se dice que en Atenas llegó a los cuatrocientos mil, y el libre se halla en peligro, porque ya la ciudadanía no representa una garantía. En el plano político, sobre todo en Atenas, tiende a perder los privilegios que le confería el hecho de tomar parte en los organismos públicos. Aquí es donde la pérdida del imperio y los diferentes intentos de recuperación crearon conflictos internos, al perderse con ello las posibilidades de una concordia apoyada en el control de las islas. La presión del demos trataba de recuperar ese control, con el apoyo de quienes seguían creyendo en la concordia y de quienes esperaban recuperar los negocios subsiguientes. Sin embargo, la importación, el tráfico de mercancías y el acceso a los mercados era posible recuperarlos sin imperio. Este podía llegar a convertirse incluso en un obstáculo, sobre todo si era necesario sostenerlo con la guerra. Los ricos no eran partidarios de la guerra, porque ésta, en manos de mercenarios, era cara y hacía aumentar la eisphorá, el impuesto entre ciudadanos que afectaba a los más poderosos económicamente. Ello colaboraba a que sus inversiones se hicieran sobre todo en riqueza aphanés, oculta, con lo que rompían con la solidaridad ciudadana. La crisis consistía en un renacimiento de los conflictos internos que repercutía en los conflictos externos, relacionados con las transformaciones económicas y sociales, reflejadas en las estructuras políticas, incapaces de controlar la situación ni con la concordia ni con la represión, ni en el mundo real ni en el imaginario. En ese ambiente, junto al soldado mercenario se desarrolla la figura del jefe carismático, que logra la victoria y la salvación, a la vez que colabora con sus prácticas a la difusión de nuevas formas de funcionamiento económico. Las luchas entre ellos, sin embargo, harán que sólo desde fuera, tras intentos como el de Jasón de Feras o el de Dionisio de Siracusa, como portadores de formas políticas primitivas, en las que el papel individual se asienta sólidamente, se vislumbre la solución en la figura de Filipo de Macedonia, capaz de establecer la paz por la fuerza y de crear una imagen positiva en las expectativas de salvación de que él mismo es portador como jefe carismático, como heredero y como alternativa al mismo tiempo de los jefes de tropas mercenarias, renovado en la imagen primitiva del rey semibárbaro.
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El Gobierno Russell se propuso, en la primavera de 1866, desarrollar la reforma electoral de 1832, con la idea de aumentar el cuerpo electoral en unos 400.000 individuos, rebajando las exigencias económicas tanto en los distritos urbanos como en los rurales. También estaba prevista una pequeña redistribución de escaños que beneficiaría a los condados.No era la primera vez que se intentaba la reforma, ya que el propio Russell había presentado proyectos en 1852 y 1854, pero los condicionamientos políticos habían forzado su retirada. También lord Derby, con el proyecto ya aludido de febrero de 1859, se unió a la corriente reformista, a la vez que demostraba que se podía conseguir un entendimiento de los dos partidos al respecto. No fue, por ello, extraño que Russell volviese a plantear alguna reforma, pronto retirada, en los comienzos del segando Gobierno Palmerston. De todas maneras, la resistencia de algunos liberales capitaneados por Robert Lowe (futuro lord Sherbrooke) hizo posible que el Gobierno fuera derrotado en junio de 1866, en torno a este asunto, y que Russell tuviera que dimitir una semana más tarde. La formación del tercer gabinete Derby, con la presencia de Disraeli en la cartera de Finanzas, no modificó sensiblemente las expectativas de reforma ya que, dado su insuficiente apoyo parlamentario, los nuevos gobernantes ligaron la suerte del ministerio al triunfo de un proyecto reformista que terminaría por rebasar, como consecuencia de la alianza con algunos elementos radicales, lo que inicialmente habían pretendido los liberales. Norman Gash ha dicho que muchos parlamentarios conservadores apenas eran conscientes de lo que estaban votando, pero apoyaron a sus líderes en contra de Gladstone. En esas condiciones se resolvió lo que Norman McCord ha considerado uno de los más extraordinarios episodios legislativos de la Inglaterra contemporánea, y la reforma fue definitivamente aprobada en agosto de 1867.
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En el tercer cuarto del siglo IX las condiciones políticas se trastornaron a causa de la fitna que afectó al emirato de Córdoba. Hacia finales del siglo VIII o principios del IX, los disturbios suscitados por el espíritu independiente de la aristocracia tribal árabe se habían calmado. Su última manifestación conocida había sido la guerra tribal que había sacudido la región de Tudmir en los años 20 del siglo IX y había impulsado al poder central a fundar la ciudad de Murcia en el 831. En la primera mitad del siglo IX ya no se oía hablar de los elementos beréberes, entre los que se había desarrollado el movimiento fatimí de Shayka durante el emirato de Abd al-Rahman I, o que se habían dejado arrastrar en las revueltas yemeníes de la misma época. Las disidencias de las poblaciones muladíes urbanas (en Toledo y Mérida) o las de los jefes del mismo origen, habían, de alguna forma, tomado el relevo, en Toledo, en Mérida, y en la Marca Superior donde siempre había sido necesario mandar ejércitos para restaurar la autoridad del poder central. Pero hasta el año 870, estos movimientos dispersos de agitación, aunque localmente peligrosos, habían sido contenidos en su conjunto. No parecen haber supuesto un peligro para el régimen omeya. La islamización de la sociedad había ido paralela al afianzamiento político de la autoridad central. Toledo, separada del reino cristiano astur-leonés solamente por grandes espacios poco poblados, y con frecuencia aliada de los soberanos cristianos contra el poder cordobés, estaba, en cuanto a su civilización, perfectamente integrada en Dar al-Islam y no parece haber pensado en ningún momento dar marcha atrás. Progresivamente, la autoridad del poder central se había consolidado y perfeccionado. Como se ha dicho, esta situación se refleja claramente en la curva de las emisiones monetarias conocidas, que parece significativa en la medida en que la acuñación de la moneda está absolutamente centralizada. El aumento del número de acuñaciones parece casi continuado desde la reanudación de la actividad monetaria con Abd al-Rahman I, hasta alrededor del 880 y prueba, según parece, que la percepción de impuestos se había ido regulando en el conjunto del territorio. Una ruptura manifiesta se produce en este momento, y se reflejará tanto en la caída rápida del número de emisiones de monedas como en los acontecimientos político-militares. Antes de intentar interpretarlos, habrá que recordar primero su desarrollo. Por muy rápida que haya sido, la degradación de la situación político-administrativa no fue resultado de una revolución (como la caída del califato), sino de un proceso de desorganización que se extendió a lo largo de algunos años. Hasta entonces aisladas y contenidas sin demasiados problemas, las revueltas locales parecen ser más amenazantes en el decenio del 870 al 880 y se generalizan después de esta fecha. La rebelión en Toledo era endémica pero no era novedad. El muladí Ibn al-Yilliqi se sublevó en el año 868 en Mérida y después del 875 dirigió una rebelión más grave desde Badajoz. Pero según el Muqtabis, la fitna habría empezado realmente con un conflicto entre árabes mudaríes y yemeníes que se produjo en el 265/878-879 en al Andalus meridional, en las kuras de Algeciras, Sidonia y Málaga. A partir del 880, la anarquía se agravó por todos lados y, después del 885, el poder cordobés fue incapaz de hacer otra cosa que no fuera enfrentarse a lo más urgente, luchando contra la disidencia generalizada de las regiones que rodeaban los territorios que dependían inmediatamente de la capital. Ningún ejército cordobés se aventuró más allá de estos límites. Sobre un gráfico de las emisiones monetarias, se observa en el año 268/881-882 un fenómeno muy curioso: la acuñación de varias monedas de cobre fechadas, desconocidas anteriormente, ya que los emires omeyas prácticamente sólo acuñaban monedas de plata y no fechaban las de cobre, que parecen haber sido, por otra parte, poco abundantes. A lo largo de los cinco años siguientes este hecho no se había repetido y las emisiones de dirhams disminuyeron hasta ser insignificantes a partir del reinado de al-Mundhir (886-888) y desaparecer completamente con Abd Allah (888-912), a partir del año 285/898-899. La actividad militar del poder central cordobés cambió completamente de naturaleza a lo largo de estos años. Las últimas expediciones importantes desarrolladas lejos de Córdoba tuvieron lugar en el período entre 882-884. Los ejércitos dirigidos por el príncipe heredero al Mundhir y el influyente general Hashim b. Abd al-Aziz se esforzaron todavía por imponer la autoridad de Córdoba en Zaragoza -gobernada por los Banu Qasi- y hasta se aventuraron en el territorio cristiano, en los confines orientales del reino astur-leonés. Parece que lograron reponer a un gobernador omeya en la capital del Ebro: el poder omeya habría comprado Zaragoza a Muhammad b. Lubb b. Qasi en el 884 por la suma -que parece modesta- de 15.000 dinares y así habría podido instalar en la ciudad al gobernador omeya Ahmad b. al-Barra al-Qurashi.
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Europa era a finales del siglo XVIII un continente en el que se detectaban ciertos síntomas de cambio en sus estructuras sociales, políticas y económicas. Su población había aumentado considerablemente a lo largo de toda la centuria y ese crecimiento, que había sido debido más a la disminución de la mortalidad que al aumento de la natalidad, podía estimarse en alrededor de 60.000.000 de almas. Ese crecimiento contrastaba con la relativa estabilidad demográfica que se había registrado en los siglos anteriores y fue Malthus con la publicación de su Ensayo sobre la ley de la población, a finales del XVIII, quien llamó la atención sobre ese fenómeno.La revolución demográfica del siglo XVIII favoreció el rejuvenecimiento de la población europea, que imprimió un mayor dinamismo al proceso histórico y contribuyó, junto con otros factores económicos e ideológicos, al progresivo deterioro de las estructuras sociales que habían permanecido casi invariables en el curso de las últimas centurias. Estas estructuras estaban basadas originariamente en un sistema funcional mediante el cual cada grupo social cumplía con una misión determinada y, al mismo tiempo, se les reconocía jurídicamente unos privilegios determinados. De esta forma, el conjunto social se hallaba dividido en tres órdenes, cada uno de los cuales tenía unos deberes que cumplir y al mismo tiempo podía disfrutar de unos derechos.El primero de estos órdenes o estamentos era el eclesiástico. Sus miembros pertenecían a una institución -la Iglesia- cuya finalidad era la de iluminar a los fieles en el camino de la salvación eterna. Instruían al conjunto de la sociedad, no solamente en el terreno de la espiritualidad, sino que también ejercían una labor semejante en el terreno de la cultura y de las ciencias. Durante la Edad Media, la Iglesia fue el único estamento docente y a pesar de la secularización de la enseñanza que comenzó a registrarse a partir del Renacimiento, los eclesiásticos continuaron desempeñando una importante labor en la transmisión de la cultura desde los centros de primeras letras hasta las Universidades y otros centros de enseñanza superior. A cambio de esta dedicación a la sociedad en el aspecto educativo, la Iglesia era sostenida por la propia sociedad. Eso quería decir que a la Iglesia se le reconocía una serie de privilegios entre los que no era el menos importante el estar exenta del pago de impuestos.La nobleza constituía, después del clero, el segundo orden del Estado durante el Antiguo Régimen. La nobleza era originariamente el brazo armado de la sociedad, por cuanto tenía como función su defensa frente a los enemigos interiores y exteriores. Tenía la obligación de servir al monarca cada vez que éste reclamase sus servicios y debía colaborar en el mantenimiento de la integridad del reino. Como compensación a este tutelaje, la nobleza recibía por parte de los miembros del conjunto social una parte de sus frutos y de su trabajo así como el reconocimiento por la Corona de una serie de exenciones y privilegios, entre los cuales estaba también el de no pagar impuestos.El tercer estamento era el más complejo y heterogéneo por ser aquel que integraba a todo el resto de la sociedad y estaba formado por su inmensa mayor parte. La mayoría de sus miembros eran campesinos, aunque también formaban parte de este grupo los artesanos, los comerciantes y todos aquellos que desempeñaban alguna actividad laboral. El estado llano -o el tiers état, como se le denominaba en Francia durante el Antiguo Régimen- tenía el derecho a ser defendido por la nobleza y a ser instruido por el clero, pero a cambio tenía que sostener a ambos con su trabajo, con sus prestaciones y, sobre todo, con sus impuestos.Esta organización de la sociedad respondía a unas necesidades que había que atender en un determinado momento histórico que se remonta a la época medieval. Posteriormente, con el transcurso del tiempo, esa división de funciones, que no tenía por qué implicar ningún elemento de jerarquización, fue tergiversándose de tal manera que los dos primeros estamentos fueron perdiendo su noción de servicio, aunque, eso sí, se las arreglaron para retener sus privilegios y exenciones. Así pues, cuando llegamos al siglo XVIII, nos encontramos con dos estamentos sociales privilegiados, encumbrados en la parte superior de la pirámide social -la nobleza y el clero- que siguen sin pagar impuestos, mientras que el pueblo -que ya no es defendido ni instruido por ambos- sigue sosteniendo en exclusiva con sus contribuciones los gastos del Estado y realizando una serie de prestaciones a sus señores seglares y eclesiásticos.Sin embargo, no hay que pensar que en la Europa del Antiguo Régimen no existía una homogeneidad en las estructuras sociales. La diversidad era importante en las distintas zonas del continente, de acuerdo con la evolución de su respectivo proceso histórico. Los países occidentales, romanizados desde el siglo I de nuestra era, presentan una sociedad más evolucionada que aquellos situados al este del río Elba, que no tuvieron contacto con la civilización latina y con el cristianismo hasta los siglos IX o X.En la Europa occidental, el sistema feudal sólo significaba que el señor tenía un dominio eminente sobre las tierras por el que recibía una serie de prestaciones por parte de los campesinos. No existía la servidumbre, salvo en lugares muy localizados y el labrador disfrutaba de una libertad que le permitía disponer de la tierra para legarla, venderla o repartirla a su antojo, sólo con pagar unos derechos de cambio de propiedad al señor. Sin embargo, al otro lado del Elba, el régimen agrario presentaba unas características bien diferentes y por consiguiente también la estructura social era distinta. La tierra pertenecía al señor, y éste no sólo tenía la propiedad eminente, sino la propiedad efectiva. La servidumbre del campesino se hallaba generalizada y en Rusia, por ejemplo, todo campesino podía considerarse un siervo en el siglo XVIII, y una cosa parecida ocurría en Polonia, en Prusia y en Hungría. El campesino no podía disponer de la tierra y los señores tenían un poder casi absoluto. Así pues, mientras que al oeste del Elba existía una compleja sociedad cuyos intereses se hallaban perfectamente entrelazados, lo que permitía una cierta movilidad, en la Europa oriental la sociedad era completamente cerrada y los señores ejercían un dominio sobre los siervos campesinos sin que existiese ninguna clase intermedia.En lo que se refiere a los sistemas políticos, predominaban en la última fase del Antiguo Régimen las monarquías absolutas. El soberano, que poseía su poder por derecho divino, acumulaba en su persona la potestad de hacer las leyes, de aplicarlas y de determinar si esas leyes habían sido, o no, cumplidas. Es cierto que la complejidad de los Estados modernos les había obligado, cada vez más, a delegar estos poderes en una compleja maquinaria burocratizada cuyo funcionamiento les apartaba progresivamente de su ejercicio real. Pero eso no significaba una renuncia a su soberanía, más bien por el contrario podría decirse que en el siglo XVIII se reforzó el poder absoluto de las monarquías, respaldadas por las corrientes de pensamiento de la época representadas por los "philosophes". Voltaire proponía como ejemplo a los reyes la monarquía absoluta -aunque ilustrada- de Luis XIV. El despotismo ilustrado, ese extraño y contradictorio maridaje entre absolutismo y racionalismo que, según Fritz Valjavec, llevaba en sí mismo el germen de la descomposición, terminaría por debilitar a la monarquía del Antiguo Régimen hasta convertirla en una fácil presa del embate revolucionario.La característica de la política económica imperante durante el Antiguo Régimen era el intervencionismo del Estado mediante la creación de monopolios, la imposición de tasas de precios y salarios y el excesivo reglamentismo sobre todos los mecanismos de producción, comercialización y venta en cada país, así como de los flujos de importaciones-exportaciones con otras naciones del mundo. El aumento demográfico del siglo XVIII y la necesidad de encontrar más medios para alimentar a los nuevos consumidores, obligaron a remover obstáculos, como las formas estancadas de la propiedad o los modos corporativos de trabajo, que rompían las viejas formas que habían prevalecido en la economía durante siglos. La presión ejercida por el fenómeno del aumento demográfico dio origen en muchos países a medidas tendentes a sacar mejor provecho de tierras que, en manos de propietarios negligentes o incapaces, daban menor rendimiento del debido. Eran propietarios de grandes extensiones de tierras que no tenían el capital necesario para poner en cultivo nuevas parcelas o para modernizar sus explotaciones. Además, con frecuencia, no podían enajenar una parte de sus propiedades para cultivar mejor el resto, porque se trataba de tierras amortizadas o de manos muertas. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se dio en países como Francia, Italia o España, una verdadera lucha por la desamortización de tierras pertenecientes fundamentalmente a la Iglesia. La extensión de los cultivos y, sobre todo, las nuevas técnicas, tuvieron una gran repercusión en el ritmo de vida de los campesinos. Toda esta gran revolución agrícola fue impulsada por los teóricos, que tanto en Inglaterra (Backewell, Townsend, Young), como en Francia (Quesnay, Dupont de Nemours), Italia (Genovesi, Galiani, Verri) o España (Campomanes, Jovellanos), contribuyeron a difundir la idea de la necesidad de tomar medidas para mejorar la producción mediante la ruptura de los viejos esquemas económicos.Por otra parte, la presión demográfica no sólo fue uno de los factores que determinó la revolución agraria, sino que fue también el origen de una revolución industrial que comenzó en el siglo XVIII y que continuó durante el siglo XIX. La revolución industrial fue más consecuencia de las necesidades de los hombres que de los avances de las ciencias, pero su aparición se debió a la confluencia de esos dos fenómenos distintos. Así pues, a partir de 1760, sobre todo en Inglaterra, pero también en Francia, en los Países Bajos y en los países alemanes y austríacos, se produjo un gran avance de la industria, especialmente de la textil y la metalúrgica. La invención de los telares mecánicos como la spinning jenny (1765), la water -frame (1768) y la mule jenny (1779) y de la máquina de vapor (1784) tuvieron gran incidencia en la producción y contribuyeron a cambiar la vida del hombre en aquellos países del mundo occidental donde esos inventos pudieron ser aplicados entre los últimos años del siglo XVIII y comienzos del XIX.
contexto
A finales del siglo XIII, Europa occidental y buena parte de la periferia habían llegado al limite de la expansión y el crecimiento ininterrumpido que habría que matizar, no obstante, a niveles regionales. La propia evolución económica había desarrollado formas de producción con lazos estrechos de dependencia y promovido concentraciones campesinas y urbanas que serian proclives a inevitables conflictos y enfrentamientos. Entre las áreas más desarrolladas económicamente, Flandes ofrecía una gran producción dirigida sobre todo a la exportación, Inglaterra presentaba un estado avanzado de la revolución económica que conoció más tarde y en el resto los efectos del desarrollo habían beneficiado desigualmente a unos y otros países. El norte de Italia, por su parte, seguía manteniendo un buen nivel desde el despegue de sus ciudades-estado, que había sido pionero en la producción y el comercio internacional. En el campo, sin embargo, la brecha abierta entre campesinos y señores se fue haciendo cada vez más profunda. Un ejemplo puede ser significativo. En Picardía, una de las regiones agrícolas más prósperas, se dieron una serie de cambios sociales desde el siglo XIII motivados por el progreso de las técnicas; perceptible en la multiplicación de molinos y arados, diferenciación de cultivos y extensión de una rotación regular. Cambios que distanciaron a quienes fueron capaces de acudir a los nuevos instrumentos y técnicas (consiguiendo aumentar los rendimientos, recuperar corveas y mejorar los cultivos) de los que no supieron o no pudieron hacerlo, convirtiéndose la posesión de un tiro de labor en la línea de fractura porque su carencia hacia más difícil las tareas, se remuneraban peor y eran limitadas. Estos cambios afectaron también a los señores, y no es suficiente con enfrentarlos simplemente a los campesinos de los que también les fue aislando la dedicación militar y los hábitos de clase. Porque debieron adaptarse al progreso tecnológico, a la contestación de los campesinos sobre las estructuras señoriales que empezaban a ser cuestionadas y a la obligada división sucesiva de la propiedad por el fuerte desarrollo demográfico que perjudicó a los campesinos y facilitó, en muchos casos, la absorción por señoríos potentes de carácter feudalizante. En la región picarda, estudiada por Fossier, hacia 1300, sobre unos cien señoríos con alrededor de trescientas a cuatrocientas aldeas, unos treinta o treinta y cinco eran del rey, los infantes o la Iglesia, quince de los grandes linajes vinculados a familias condales, otras diez a diversos agrupamientos y el 40 por 100 restante se repartía entre varias centenas de familias señoriales. En las ciudades, el desarrollo económico, la progresiva organización del mundo del trabajo y la preocupación por la presión financiera propició asimismo un cambio de situación desde el siglo XIII. Las agrupaciones de artesanos se habían ido consolidando desde el XIII, sufriendo diversos avatares al ser presionadas y desaparecer algunas de ellas; a pesar de lo cual fueron en aumento, reforzando su solidaridad y adquiriendo los medios y estrategias necesarias para contrarrestar el predominio patricio. Pero cuanto más crecía una ciudad mayor era el volumen de las cargas comunes, sobre todo si se trataba de una ciudad de peso en las finanzas del Estado; el cual se organizaba sobre una mayor distribución y control fiscal, entre otros medios conducentes a un mejor gobierno y atención a las urgencias del gasto publico que debía satisfacer el tesoro. Los municipios fueron aumentando los impuestos, y si dicho crecimiento era consecuencia de la expansión, también significó un elemento revelador de las contradicciones y distanciamientos sociales, pues en el desigual reparto de las cargas financieras se crearon tensiones y se manifestaron privilegios y abusos. A todo ello hay que añadir el endeudamiento cada vez mayor tanto en el campo como en la ciudad y que, con frecuencia, era un signo de empobrecimiento, de retroceso y de necesidad. En las regiones y lugares en los que se había llevado a cabo una expansión acusada, tras el esfuerzo que suponía adquirir el equipamiento y mejorar los cultivos o la producción artesana, una buena parte de sus protagonistas comenzaba a verse arrastrada por la carga de las rentas constituidas por los préstamos, porque los solicitantes de dichos préstamos se presentaban como vendedores de renta y, a cambio de una suma de dinero que recibían de inmediato, se comprometían a pagar a su comprador una renta que llegaba a ser perpetua. Así pues, en la medida en que el agravamiento de las obligaciones sociales surge como consecuencia de la expansión, el desarrollo del crédito al consumo puede considerarse como un efecto indirecto. Se utilizan los préstamos para lo necesario, lo superfluo y también para pagar los impuestos; aumentándose la dificultad en el reembolso posterior. El paso del endeudamiento por la creciente inviabilidad para enjugarlo sería fuente de discordia, y no sólo contra los judíos, pues no eran los únicos prestamistas. En definitiva, las consecuencias sociales de la expansión y las contradicciones del sistema económico comenzaban a pasar factura. El contraste entre los más ricos y los más pobres se acentuaba al ser cada vez más real y tangible, no sólo teórico o ideológico. Y las deudas contraídas recaerían con mayor atosigamiento en los grupos medios e inferiores. No debe sorprendernos, además, que en aquellas zonas más desarrolladas, como Italia del norte, precoces en el desarrollo urbano y comunitario, los contrastes fueran aún mayores, y los poderosos se opusieran al progreso del común por defender sus privilegios y negocios. Es decir, nuevos tiempos, nuevos problemas como el del abastecimiento, los monopolios comerciales y las contribuciones. El mismo vocabulario utilizado para descalificar los movimientos urbanos de las clases bajas es sintomático del menosprecio que encerraba, en el fondo, prevención: conjuración, conspiración, conventículo, confederación; aparte de la psicosis que dichos movimientos provocaron entre quienes eran objeto directo de los ataques: magistrados, maestros, patricios, etc. Sin embargo, las alianzas ocasionales entre unos grupos y otros, que luego se deshacían para reconvertirlas en otras de diferente composición, fue la única del siglo XIII. La diferente dimensión de las fortunas, por otro lado, es uno de los cambios sustanciales en las estructuras de la sociedad rural durante la última fase de la expansión agraria (el siglo XIII), y si anteriormente la jerarquía se basaba en los privilegios y garantías jurídicas heredadas o adquiridas, diferenciando también los distintos grados de libertad o dependencia, ahora las diferencias eran de disponibilidad económica. En las regiones en las cuales no había desaparecido del todo la barrera entre libertad y servidumbre en las mentes confundidas ahora por los cambios de los tiempos, no se establecía tan radicalmente la diferencia por la fortuna que sí operaba en el medio urbano, pero la situación económica determinaba el estatuto jurídico personal y la reconversión en moneda de muchas rentas en especie obligaría finalmente a los campesinos a vender sus excedentes a precios más bajos si eran apremiados en las tasas señoriales. Pero este es un tema controvertido. Se ha escrito y defendido que la ruina de muchos señoríos advino cuando comenzaron a predominar las rentas obtenidas de los campesinos en moneda y disminuyeron las de especie. La razón aducida es que, mientras los productos entregados podían venderse después en el mercado según los precios de cada momento, la moneda, devaluada con frecuencia a partir del siglo XIII, empobreció a aquellos señores que habían acordado una renta fija en metálico al margen de sus oscilaciones. Pero este proceso fue lento, irregular y tardío, al menos para antes del 1300. Y eso porque la crisis de la feudalidad se puede entender de muchas maneras y desde diferentes perspectivas, sin que ello sirva pare atestiguar la desaparición del sistema. Nada más lejos, el feudalismo sufrió una primera crisis a finales del siglo XIII y comienzos del XIV pero ni desapareció ni en todos los casos se debilitó, porque la reconversión, la adaptación y la resistencia fueron otras salidas que los siglos bajomedievales propiamente dichos conocieron. Para Le Goff; por ejemplo, la crisis de la feudalidad se presintió en cada uno de los sectores productivos. El hambre que volvió a Europa a partir de 1270, las devaluaciones monetarias, la crisis textil y los demás contratiempos no pesaron de igual forma sobre todos los sectores, pero afectó a todos ellos en mayor o menor medida. Las variaciones de la moneda empobrecieron a quienes dependían de una renta fija o de un salario. A este respecto son sintomáticos los movimientos de las ciudades con industria pañera desde 1260 (Brujas, Douai, Tournai, Provins, Caen, Orleans, etc.), como lo es también la decadencia de las ferias de Champaña, síntoma de los cambios en las orientaciones comerciales vigentes hasta entonces. Las ciudades de mayor o menor rango no fueron, por tanto, el único escenario de la contestación y la protesta. Las primeras revueltas campesinas asoman en el horizonte de Francia, pionera en ello también como lo fue Italia en otras facetas (1251 es el inicio). Además, con frecuencia, los movimientos campesinos o urbanos de carácter más popular tendrán un componente religioso y hasta herético (como el de los pastorelos). Grupos de adolescentes pululan por este país dedicándose a la mendicidad y acabando por engrosar los grupos de begardos y beguinos. Pero lo más destacado de esta crisis económico-social es que, si por un lado estos movimientos representan el contrapunto laico a las órdenes mendicantes, siendo condenados en 1311 por la Iglesia, por otro la crisis afectará particularmente a la aristocracia militar y rural, es decir, a la nobleza. La disminución real de las rentas fijadas en moneda o en especie no proporcional a la cosecha, el alza de los precios agrarios estancada, cuando no empezando a retroceder, y el esfuerzo por mantener el rango militar que definía su función y justificaba su preeminencia, frente al ascenso de grupos sociales inclinados al favor de los príncipes, atosigó a los señores. Pero, ante todo, la incapacidad pare reconvertir sus dominios a favor de los nuevos vientos, terminó de sentenciar la debilidad de muchos señoríos que se extinguieron a la vez que lo hacían algunos linajes por causas diversas: falta de descendencia, empobrecimiento y caída en desgracia o degeneración biológica a causa de la práctica endogámica. La crisis de la feudalidad se acelerará desde finales del siglo XIII porque, y ésta puede ser otra visión, no podía haber una completa integración económica del sistema feudal: de hecho -nos dice A. Guerreau en su análisis del sistema feudal como ecosistema-, esa integración supondría una dominación de los comerciantes que sería contradictoria con las bases del sistema feudal; y por la misma razón, esa dominación por parte de una clase no feudal fue una condición previa (y no consecuencia) de la puesta en marcha de un nuevo sistema económico. Pero aún podrían esbozarse otras razones pare entender en su globalidad la crisis de la feudalidad desde el siglo XIII. Dejando aparte las conquistas exteriores, la mayor parte de las cuales estaban ligadas a una lógica cristiana y eclesiástica (Reconquista, Cruzadas, etc.), la dinámica de las guerras internas mantenía viva la llama de la caballería. Porque la guerra era el principal elemento de cohesión del sistema feudal. Las expediciones militares o las correrías eran los mejores medios pare hacer efectivos los vínculos feudales y actualizarlos jerárquica y horizontalmente. Los resultados de estas incursiones militares eran habitualmente la ampliación de la tierra con la conquista y del linaje con los matrimonios. En resumen, la guerra, ya fuera externa o interna, lejana o próxima, concertada o espontánea, suponía la dominación sobre tierras, hombres y propiedades, el prestigio y el poder; lo que representaba capacidad económica y social, junto con virtualidad jurídica, pare intervenir entre los dependientes al aumentarles o disminuirles su libertad. Pero también aportaba la guerra vínculos matrimoniales suplementarios que reforzaban las redes de parentesco fundadas con anterioridad. Con lo cual, la guerra, aparte de un factor económico importante por lo que sus resultados provocaban (movilización de riquezas, ampliación de recursos, incorporación de dominios), servía para reactualizar la superioridad feudal, la fijación de su categoría dominical y la solidaridad de clase encumbrada entre los integrantes de las familias de la aristocracia. Todo lo que atentaba contra dicha superioridad significaba un asomo de crisis para la clase feudal, y cualquier amenaza del resto de la sociedad, aun la más alejada y ajena al sistema, significaba una agresión al orden establecido que la monarquía, los príncipes y la misma Iglesia no estaban dispuestas a consentir; porque la monarquía, los príncipes y los eclesiásticos formaban parte del cuerpo social de la feudalidad, y tras el derrumbe del sistema podían caer ellos mismos después. La crisis del feudalismo, que no acabó con él sino que lo empezó a transformar y adaptar a las nuevas realidades a partir del siglo XIII, hay que situarla, por tanto, en el contexto de las transformaciones y mutaciones europeas producidas desde entonces. Dichas transformaciones no fueron consecuencia exclusivamente de los cambios producidos en el seno de los diversos grupos sociales predominantes en la sociedad del siglo XIII, porque también influyeron enormemente los reajustes económicos derivados del inicio de la recesión en ese siglo XIII bifronte que nos ofrece una primera mitad de final de la larga etapa de la prosperidad y otra segunda con avisos de dificultades y parálisis del crecimiento, como apunta Le Goff al analizar concretamente los años 1270-1330. Hasta ese momento, durante los siglos del crecimiento ininterrumpido, la producción se había mantenido ligada estrechamente al consumo, de manera que la especulación y la especialización quedaron reducidas a los productos suntuarios y de sobreabastecimiento. El hombre constituía la fuerza económica esencial y la acumulación de capital de forma indiscriminada era interpuesta todavía por las doctrinas sobre el lucro y la usura por parte de la Iglesia; aunque, al menos hasta el siglo XIII, la proporción de numerario que se fue introduciendo en los intercambios mercantiles y negocios financieros no fue lo suficiente como para favorecer la simple especulación, y tanto los señores como los campesinos acomodados tendieron a guardar sin reinversión o a gastar sin control. Fue poco después cuando los pilares de la economía tradicional, que hasta entonces no habían requerido ajustes ni reconversiones, comenzaron a desmoronarse y la búsqueda consciente y permanente de la ganancia, así como la apropiación y explotación de la plusvalía iban a estar en el fondo de las transformaciones sociales desde la centuria del 1200, arrumbando a los sectores más inmovilistas y facilitando el lanzamiento de los más arriesgados y dinámicos en la inversión y los negocios. Buena parte de la masa campesina desasistida y desocupada, dispersa y acosada por el hambre, la coacción y la necesidad, y que empezó a proliferar con la crisis, pudo verse integrada en las nuevas explotaciones dependientes de los medios ciudadanos, los cuales, aun en momentos de dificultad y disminución de la mano de obra, no dudaron en aplicar nuevos procedimientos y mejoras en las explotaciones rurales, al igual que lo hicieron en los talleres y obradores artesanales; aunque, a la larga, la desigual distribución de los beneficios en general originase el antagonismo y los conflictos de clase. El afán de lucro y la disponibilidad dineraria permitió superar algunas barreras en las ganancias controladas y disparar la búsqueda efectiva de la obtención de beneficios de manera ininterrumpida, la inversión de parte de los mismos para sostener el crecimiento y la dedicación del resto a la mejora de la calidad de vida y la ostentación pública y privada. Con todo lo cual se acentuó la distancia entre superiores e inferiores a medida que las crisis se iban asentando en el panorama europeo de finales del XIII. Por otro lado, los príncipes y gobernantes necesitaron apostar por el dinero, su multiplicación y disposición temporal para atender las múltiples inversiones necesarias para el funcionamiento del Estado. Lo cual significó también un motor para el desarrollo de muchos negocios burgueses que se apoyaron en la intromisión en el sistema de financiación de dicho Estado a través del arrendamiento de los impuestos, al adelantar al rey o al gobernante el importe de aquellos recobrando con creces dicho importe y obteniendo beneficios para su disfrute posterior. Cada vez más el justo precio de la plena Edad Media se fue sustituyendo por el juego de la oferta y la demanda, y las fluctuaciones en los precios y salarios generaron desajustes monetarios que redundaron en distorsiones sociales dentro de los círculos artesano-industriales, mercantiles o financieros de la Europa más desarrollada: Flandes, Inglaterra, norte de Francia e Italia o el Mediterráneo aragonés. En este nuevo juego de la oferta y la demanda, de la monetalización y la búsqueda del beneficio absoluto, la guerra se asumió como actividad económica destinada a aumentar el capital disponible y potenciar o quebrar mercados y rutas comerciales; se acrecentó la avaricia de los Estados y de sus regidores por aumentar los impuestos de continuo, introduciendo con frecuencia los de carácter extraordinario, y se provocó la pauperización de los sectores dependientes exclusivamente de rentas fijas reconvertidas en moneda al ir quedando devaluadas con la depreciación del cambio monetario y las fluctuaciones de los precios en general. Por todo lo cual la pregunta se acentúa al hacerla, finalmente, en el siguiente sentido: ¿crisis del feudalismo o transformación y preparación para la nueva situación bajo-medieval que se anunciaba ya a partir de la segunda mitad del siglo XIII?