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Cómo en la mayor parte destas provincias se usó poner nombre a los muchachos, y cómo miraban en agüeros y señales Una cosa noté en el tiempo que estuve en estos reinos del Perú, y es que en la mayor parte de sus provincias se usó poner nombres a los niños cuando tenían quince o veinte días, y les duran hasta ser de diez o doce años, y deste tiempo, y algunos de menos, tornan a recebir otros nombres, habiendo primero en cierto día, que está establecido para semejantes casos, juntándose la mayor parte de los parientes y amigos del padre, adonde bailan a su usanza y beben, que es su mayor fiesta, y después de ser pasado el regocijo, uno de ellos, el más anciano y estimado, tresquila al mozo o moza que ha de recebir nombre y le corta las uñas, las cuales, con los cabellos, guardan con gran cuidado. Los nombres que les ponen y ellos usan son nombres de pueblos y de aves, o hierbas o pescado. Y esto entendí que pasa así, porque yo he tenido indio que había por nombre Urco, que quiere decir carnero, y otro que se llamaba Llama, que es nombre de oveja, y otros he visto llamarse Piscos, que es nombre de pájaros; y algunos tienen gran cuenta con llamarse los nombres de sus padres o abuelos. Los señores y principales buscan nombres a su gusto, y los mayores que para entre ellos hallan; aunque Atabaliba (que fue el inga que prendieron los españoles en la provincia de Caxamalca) quiere decir su nombre tanto como gallina, y su padre se llamaba Guaynacapa, que significa mancebo rico. Tenían por mal agüero estos indios que una mujer pariese dos criaturas de un vientre, o cuando alguna criatura nace con algún defeto natural, como es en una mano seis dedos, o otra cosa semejante. Y si (como digo) alguna mujer paría de un vientre dos criaturas, o con algún defeto, se entristecían ella y su marido, y ayunaban sin comer ají ni beber chicha, que es el vino que ellos beben, y hacían otras cosas a su uso y como lo aprendieron de sus padres. Asimismo miraban estos indios mucho en señales y en prodigios. Y cuando corre alguna estrella es grandísima la grita que hacen, y tienen gran cuenta con la luna y con los planetas, y todos los más eran agoreros. Cuando se prendió Atabaliba en la provincia de Caxamalca, hay vivos algunos cristianos que se hallaron con el marqués don Francisco Pizarro, que lo prendió, que vieron en el cielo de media noche abajo una señal verde, tan gruesa como un brazo y tan larga como una lanza jineta; y como los españoles anduviesen mirando en ello, y Atabaliba lo entendiese, dicen que les pidió que lo sacasen para la ver, y como lo vio, se paró triste, y lo estuvo el día siguiente; y el gobernador don Francisco Pizarro le preguntó que por qué se había parado tan triste. Respondió él: "He mirado la señal del cielo, y dígote que cuando mi padre, Guaynacapa, murió, se vio otra señal semejante a aquella." Y dentro de quince días murió Atabaliba.
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Capítulo LXV Que el Marqués Pizarro y Manco Ynga dieron batalla a Quisquis y le vencieron, y se apoderaron del Cuzco Otro día, en amaneciendo, después de la justicia que se hizo de Chalco Chima, el Marqués Pizarro acordó irse caminando hacia el Cuzco, que estaba solas cuatro leguas, en el cual estaba, como tenemos dicho, Quisquis y muy grande ejército de todas naciones, que era con el que había vencido a Huascar Ynga. Y, como le llegó nueva que el Marqués iba con determinación de entrar en el Cuzco, y que con él iba Manco Ynga Yupanqui, y que por su mandado le obedecían todos los indios por Ynga y Señor, quiso defenderle la entrada y probar ventura y darle batalla, antes que entrase en el Cuzco, y destruirle, si pudiese. Así salió del Cuzco con todo su ejército, que afirman era de más de cien mil indios, con buena orden de guerra y ricamente aderezados de armas y vestidos ricos, como aquellos que habían gozado de los despojos de tantos ejércitos como desbarataron desque salieron de Tomebamba, y de las riquezas que robaron en el Cuzco y en Paucarpata, que es en el camino real, le aguardó con mucho ánimo y osadía. El Marqués, avisado desto, puso su gente en orden a los españoles y Manco Ynga con los que habían seguido de los suyos, y los que venían de Caxamarca con el Marqués, y se le habían juntado de las provincias que le daban la obediencia, fueron poco a poco caminando, y en topándose los unos y los otros, se dio una cruel y porfiada batalla que duró mucho, hasta que el Marqués, a quien Dios ayudaba para que se empezase a promulgar el Evangelio en estas incultas naciones, venció a Quisquis y le desbarató, con gran mortandad de los suyos, el cual, con el restante de su ejército, se retiró a Capi, donde se fortaleció y estuvo algunos días, juntando alguna gente de los que seguían su opinión. El Marqués, habiendo alcanzado esta victoria, entró luego en el Cuzco con los españoles y Manco Ynga Yupanqui, y los moradores dél los recibieron de muy buena gana, viéndose libres de la tiranía de Quisquis, y más entrando con él Manco Ynga. El marqués Pizarro tomó a Casana, que eran las casas de Huaina Capac, para sí, y Hernando Pizarro, su hermano, a Amarucancha, que eran las casas de Huascar Ynga, y Gonzalo Pizarro, su hermano, tomó para sí las casas de Tupa Ynga Yupanqui, que eran Cora Cora, y todos los demás españoles conquistadores fueron repartiendo entre sí las casas principales de la ciudad. De allí algunos días, el Marqués Pizarro, queriéndose asegurar en la tierra y pareciéndole que estando Quisquis tan cerca como eran ocho leguas no sería posible, envió a un capitán español con soldados y a Manco Ynga con él a Capi, el cual llevó consigo muchos orejones e indios. Llegados a Capi hallaron a Quisquis que quería celebrar muy solemnemente la fiesta del yntiraimi, que la solemnizaban por junio, habiendo cogido sus sementeras y comidas. Ellos pelearon con él bravamente hasta que le desbarataron, y él, viéndose perdido y pareciéndole que ya no podía en aquella tierra sustentarse con el ejército que le quedó, se fue poco a poco retirando hacia Quito por el camino real, y los españoles y Manco Ynga se volvieron al Cuzco, donde estaba el Marqués. Estando allí todos los caciques de las provincias desde Chile hasta Quito, alzaron por ynga y Señor a Manco Ynga Yupanqui y le reconocieron por tal y dieron la borla en Santo Domingo, que era el templo del Sol antiguamente, y el Marqués Pizarro le aprobó allí por tal Ynga, en nombre del Emperador don Carlos, y mandó a todas las naciones que le obedeciesen y respetasen, así como lo habían hecho a su padre, Huayna Capac, y a Huascar Ynga, su hermano, antes que muriesen, y así todos los curacas le tuvieron por tal Ynga, aclamándole por Señor. Después que el marqués hizo esto, acordó con sus hermanos y Manco Ynga que fuesen detrás de Quisquis por el camino real que, como está dicho, iba huyendo hacia Quito, porque no alborotase la tierra y se alzasen las provincias. Así salió el Marqués junto con Manco Ynga, y fueron dando alcance a Quisquis hasta Xauxa, y llegado allí, le nació al Marqués una hija, a la cual puso por nombre doña Francisca Pizarro. Era su madre hija de Huaina Capac, y se llamaba doña Inés Quispicizae. Esta doña Inés fue después mujer de Francisco de Ampuero, de la Ciudad de los Reyes, y la doña Francisca Pizarro casó en España con su tío Hernando Pizarro, hermano del Marqués, su padre, de quien se ha hecho mención en esta historia, y se hará. En Xauxa, viendo el Marqués que Quisquis se había alargado mucho y que sería trabajosísimo alcanzarlo, trató de tornarse al Cuzco con Manco Ynga, y así lo hizo, y estuvo en él algunos días, entendiendo en la pacificación de los indios, y aun en juntar mucha cantidad de plata. En aquella ocasión salió del Cuzco a la conquista de Chile, que se tenía por cosa riquísima y de gran prosperidad de oro más que la tierra de Pirú, don Diego de Almagro, compañero del Marqués, y llevó consigo cuatrocientos españoles, que ya había más gente, que cada día a la fama de las riquezas del Pirú venían. Manco Ynga mandó a Paulo Topa, su hermano, fuese con don Diego de Almagro a Chile. El Marqués en este tiempo, teniendo noticia del asiento y fertilidad del valle de Lima, dos leguas del Callao, puerto de mar, trató de ir a poblarla para, mediante la navegación, ennoblecerla. Así se fue, dejando puesto recaudo en el Cuzco y buena orden en todo y dejó en él por capitán principal a Hernando Pizarro, y con él a Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro, sus hermanos, y otros muchos capitanes y soldados. Así, pasando por Xauxa, do antes había poblado un pueblo, fueron con él muchos de los que allí estaban a la Ciudad de los Reyes y la pobló riberas del río -Rimac-, aunque dejó en Xauxa algunos españoles en una como fortaleza para seguridad de aquella tierra, que es muy poblada de indios, y fértil. Cuando el marqués Pizarro salió del Cuzco, como hemos dicho, ya andaba Manco Ynga con más intención contra los españoles y con ánimo de rebelarse, por los malos tratamientos y molestias que cada día le hacían, casi peores que las que habían recibido de Quisquis y Chalco Chima, porque fue tanta la codicia de los españoles en general y en particular de los capitanes, especial de los hermanos del Marqués, que no había semana ninguna que no le hacían al desventurado amontonar plata y oro como si fueran piedras cogidas del arroyo, y aun con eso no se hartaban dello, porque todo lo jugaban entre sí y lo gastaban, y sobre eso les quitaban las mujeres y las hijas por fuerza, delante de sus ojos, y con estas injurias y agravios se le resfrió a Manco Inga la voluntad y amor que a los españoles tenía. El Marqués tuvo aviso de estas cosas en la Ciudad de los Reyes donde a la sazón estaba, y deseando se evitasen, escribió muy encarecidamente a sus hermanos que tratasen al Manco Ynga bien y a los curacas y principales y demás indios, pero fue su carta de poco provecho para lo que les mandó, porque antes empezaron a hacerlo peor con ellos y a darles más vejaciones y molestias. En esta sazón, Vilaoma, que era un indio principal y había ido con Paulo Topa y don Diego de Almagro a Chile, volvió huyendo de allá y dijo a Manco Inga muchas mentiras, especial que todos los españoles que habían ido a Chile eran muertos, y que eran para poco, sólo para comer y beber y hurtar, que qué hacía él. Con estas razones y la inquietud que en su pecho traía Manco Inga, se alborotó más y se tornó a informar del Vilaoma de lo que en Chile había sucedido a don Diego de Almagro y en el camino, y él le respondió, como he dicho, muchas mentiras, pues no era muerto, como decía, ni los españoles. Con esto, Manco Ynga acordó de despachar, y envió mensajeros por todas las provincias de Quito a Chile, mandando a los indios que en un día señalado, dentro de cuatro meses se alzasen todos contra los españoles, y que los matasen sin perdonar a ninguno, y con ellos a los negros y a los indios de Nicaragua, que habían pasado a estas partes en compañía de los españoles, que eran muchos. Y a cuantos estuviesen esparcidos por sus pueblos, porque así convenía para alcanzar libertad de la opresión en que estaban. Oyendo en todos los lugares del reino este mandado de Manco Ynga, con mucha voluntad se ofrecieron a ello, porque en todas partes corría un lenguaje de los españoles y un trabajo general en los indios, por los malos tratamientos y molestias que les hacían. Todos nacidos de la arrogancia y soberbia en que estaban, que cada día se aumentaba con las riquezas que, lícita o ilícitamente, adquirían entre los indios, sin considerar la estrecha cuenta que dello habían de dar en el tribunal y juicio de Dios, a cuyas orejas llegaban los clamores de los pobres indios.
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Cómo el Almirante llegó a la Corte, y la expedición que le encomendaron los Reyes Católicos para su vuelta a las Indias Llegado el Almirante a tierra de Castilla, luego comenzó a disponer su viaje para la ciudad de Burgos, donde fue muy bien recibido de los Reyes Católicos, que estaban allí para celebrar las bodas del serenísimo Príncipe D. Juan, su hijo, que se casó con doña Margarita de Austria, hija del Emperador Maximiliano, la cual fue llevada entonces, y recibida solemnemente por la mayor parte de los nobles y por la mejor y más ilustre gente que en España se vio reunida. Pero estas particularidades y grandezas, aunque yo estuve presente por ser paje del mencionado Príncipe, no las referiré, pues no son hechos que se refieran a nuestra historia, y también porque los cronistas de Sus Altezas habrán cuidado de ello. Volviendo a lo que al Almirante toca, digo que, llegado a Burgos, hizo muy luego a los Reyes Católicos un gran presente de muchas cosas y muestras que llevaba de las Indias, como diversidad de aves y otros animales, árboles, plantas, instrumentos y otras cosas que los indios usaban para su servicio y recreo; muchas máscaras y ceñidores con varias figuras, en las que los indios ponían hojas de oro en los ojos y las orejas; juntamente había oro en grano, producido así por la naturaleza, menudo, o grande como habas o garbanzos, y algunos granos como huevos de paloma; aunque esto después no fue apreciado tanto, pues en tiempos posteriores se halló un pedazo y pepita de oro que pesaba más de treinta libras, Pero entonces, con la esperanza de lo que daría aquello con el tiempo, se estimaba como gran cosa; por esto lo recibieron los Reyes con mucha alegría, y lo tuvieron a gran servicio. Después que el Almirante dio cuenta de lo que se refería al bien y la población de las Indias, deseaba volver pronto por miedo de que faltando él, sucediese algún siniestro y desventura, principalmente por haber dejado la gente con gran necesidad de muchas cosas que eran necesarias para sustentación de todos. Pero aunque el Almirante insistía mucho en esto, comoquiera que los negocios de la Corte suelen llevar consigo dilación, no pudo estar aviado tan pronto que no pasasen diez o doce meses antes de que obtuviese la expedición de dos navíos que fueron enviados delante con socorros, de los cuales fue capitán Pedro Fernández Coronel. Estos salieron en el mes de Febrero de 1498, y el Almirante quedó solicitando el resto de la armada que era necesaria para su regreso a las Indias. Mas no pudo ver tan presto el fin sin que pasase más de un año que permaneció en Burgos y en Medina del Campo, donde, estando la Corte en el año 1499, los Reyes Católicos le concedieron muchas gracias y privilegios, no sólo acerca de sus negocios y estado, sino también para el buen gobierno y provisión de las cosas de las Indias. De los cuales haré aquí relación, para que se sepa la buena voluntad que los Reyes Católicos tuvieron, hasta entonces, de premiarle sus méritos y servicios, y cuánto se mudó luego por la falsa información de malignos y envidiosos; pero dejemos los agravios que se le hicieron, pues ya los diremos más adelante. Volviendo a su partida de la Corte para Sevilla, diré que aun allí, por culpa y mal gobierno de los oficiales reales, especialmente de D. Juan de Fonseca, arcediano de Sevilla, se alargó el despacho de la armada mucho más de lo que convenía; lo que provino de que D. Juan de Fonseca, que después fue obispo de Burgos, abrigó continuamente mortal odio al Almirante y a sus empresas, y estuvo a la cabeza de quienes lo malquistaron con el Rey. Para que D. Diego mi hermano, y yo, que habíamos servido de pajes al Príncipe D. Juan, el cual entonces había muerto, no participásemos de su tardanza, y no estuviésemos ausentes de la Corte al tiempo de su marcha, se nos mandó, a 2 de Noviembre del año 1497, desde Sevilla, servir de pajes a la serenísima Reina doña Isabel, de gloriosa memoria.
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De cómo saliendo Guayna Capac de Quito, envió delante ciertos capitanes suyos, los cuales volvieron huyendo de los enemigos, y lo que sobre ello hizo. Estando en Quito Guayna Capac con todos los capitanes y soldados viejos que con él estaban, cuentan por muy averiguado que mandó que saliesen de sus capitanes con gente de guerra a sojuzgar ciertas naciones que no habían querido jamás tener su amistad; los cuales, como ya supiesen su estada en el Quito, recelándose dello se habían apercibido y. buscado favores de sus vecinos y parientes para resistir a quien a buscarlos viniese; y tenían hechos fuertes y albarradas e muchas armas de las que ellos usan; y, como salieron, Guayna Capac fue tras ellos para revolver a otra tierra que confinaba con ella, que toda debía de ser la marca de lo que llamamos Quito; y como sus capitanes y gentes salieron a donde iban encaminados, teniendo en poco a los que iban a buscar, creyendo que con facilidad serían señores de sus campos y haciendas, se daban prisa a andar; más de otra suerte les avino de lo que pensaban; porque al camino les salieron con grande vocería y alarido y dieron de tropel en ellos con tal denuedo que mataron y cautivaron muchos dellos y así los trataron que los desbarataron de todo punto y les constriñeron a volver las espaldas y a toda furia dieron la vuelta huyendo y los enemigos vencedores tras ellos, matando y prendiendo todos los que podían. Algunos de los más sueltos anduvieron mucho en grand manera hasta que toparon con el Inca, a quien solamente dieron cuenta de la desgracia sucedida, que no poco le fatigó, y, mirándolo discretamente, hizo un hecho de gran varón, que fue mandar a los que se habían venido que callasen y a ninguna persona cantasen lo que ya él sabía, antes volviesen al camino y avisasen a todos los que venían desbaratados que hiciesen en el primero cerro que topasen, cuando a él viesen, un escuadrón, sin temor de morir el que la suerte les cayere; porque él, con gente de refresco, daría en los enemigos y los vengaría; y con esto se volvieron. Y no mostró turbación, porque consideró que si en el lugar quél estaba sabían la nueva todos se juntarían y darían en él y se vería en mayor aprieto; y con disimulación les dijo que se aparejasen, que quería ir a dar en cierta gente que verían cuando a ella llegasen. Y dejando las andas adelante de todos salió y como día y medio. Y los que venían huyendo, que era muchos, como vieron la gente que venía que era suya, a mal de su grado pararon en una ladera y los enemigos que los venían siguiendo comenzaron de dar en ellos y mataron muchos; mas Guayna Capac por tres partes dio en ellos, que no poco se turbaron de verse cercados y de los que ya ellos tenían por vencidos. Aunque procuraron de se juntar y pelear, tal mano les dieron que los campos se hinchían de los muertos y, queriendo huir, les tenía tomado el paso; y mataron tantos que pocos escaparon vivos, sino fueron los cautivos, que fueron muchos; y por donde venían estaba todo alterado, creyendo que al mismo Inca habían de matar y desbaratar los que ya por él eran muertos y presos. Y como se supo el fin dello asentaron el pie llano, mostrando todos grand placer. Guayna Capac recobró los suyos que eran vivos, y a los que eran muertos mandó hacer sepolturas y sus honras, conforme a su gentilidad, porque ellos todos conocen que hay en las ánimas inmortalidad; y también se hicieron en donde esta batalla se dio bultos de piedra y padrones para memoria de lo que se había hecho; y Guayna Capac envió aviso de todo esto hasta el Cuzco y se reformó su gente y fue adelante de Caranque. Y los de Otavalo, Cayanbi, Cochasqui, Pifo, con otros pueblos, habían hecho liga todos juntos y con otros muchos, de no dejarse sojuzgar del Inca, sino antes morir que perder su libertad y que en sus tierras se hiciesen casas fuertes, ni ellos ser obligados de tributar con sus presentes e ir al Cuzco, tierra tan lejos como habían oído. Y hablado entre ellos esto, y tenido sus consideraciones, aguardaron a el Inca, que sabían que venía a les dar guerra; el cual con los suyos anduvo hasta la comarca destos, donde mandó hacer sus albarradas y cercas fuertes, que llaman pucaraes, donde mandó meter su gente y servicio. Envió mensajeros a aquellas gentes con grandes presentes, rogándoles que no le diesen guerra, porque él no quería sino paz con condiciones honestas y que en él siempre hallarían favor, como su padre, y que no quería tomalles nada, sino dalles de lo que traía. Mas estas palabras tan blandas aprovecharon poco, porque la respuesta que le dieron fue, que luego de su tierra saliese, donde no que por fuerza le echaban della; y así en escuadrones vinieron para el Inca, que muy enojado había puesto su gente en campaña; y dieron los enemigos en él de tal manera que, se afirma, si no fuera por la fortaleza que para se guarescer se había hecho, lo llevaran y de todo punto lo rompieran; mas, conociendo el daño que recebía, se retiró lo mejor que pudo al pucará, donde todos se metieron los que en el campo no quedaron muertos o en poder de los enemigos presos.
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Cuéntase una sementera que se hizo, la entrada de un valle; traída de tres muchachos, y lo que pasó con los indios El capitán, al postrero día de Pascua, llevando la gente que le pareció, fuese a una hacienda cercada de los indios y en ella se sembró cantidad de maíz, algodón, sapallos, melones, badeas, habas, garbanzos, frísoles y otras de nuestras legumbres y semillas, y cargados de muchas raíces y habiendo pescado en playa se volvieron a las naos. El otro siguiente día el capitán envió al maese de campo con treinta soldados a reconocer cierto alto, a donde hallaron un grande y apacible valle y pueblos: y como de sus moradores fueron los nuestros sentidos, se juntaron muchos dellos, y se pusieron en arma. Cogieron allí tres muchachos, el más viejo de siete años, y veinte puercos. Con esto dieron la vuelta los nuestros, y los indios con ánimo y brío acometían la vanguardia, batallón y retaguardia, tirando en suma de flechas. Salían al encuentro los caudillos, que les hacían perder con las cargas que les daban la tierra que iban ganando. Llegados, pues, a cierto paso, hallaron sobre unas peñas muchos indios con conocidos deseos de hacer cuanto mal pudiesen: aquí fue su mayor priesa, su flechar, despedir galgas, y en gran peligro los nuestros: y el capitán que oyó tanto tirar de mosquetes con alaridos tan grandes, tantas voces y tantos gritos, hizo disparar tres piezas para amedrentar los indios y animar a los nuestros y porque mejor atinasen a donde demoraba el puerto, y que el resto de toda la gente que quedó en las naos y la playa fuesen a socorrer a gran priesa; y habiéndose juntado se vinieron a las naos, salva la presa y sanos todos. Estaba allí cierta persona que dijo en alta voz: --Más quisiera para comer treinta puercos que tres muchachos. Oyó esto el capitán, que dijo con sentimiento más quería a uno de aquellos niños que a todo el mundo por suyo. Hizo sobre esto discursos, y concluyóse con decir: --Son mis pecados y a solos ellos doy la culpa. Y ¿cuánto mejor pareciera en la persona que tal disparate dijo, que diera a Dios las alabanzas debidas, pues por modo tan extraño y no pensando atrajo aquellas tres almas, de que se podía entender estaban predestinadas?... Y por aquel dicho primero hubo allí ciertos rencores de parte del que lo dijo, y más de sus allegados. Los indios el otro día siguiente, teniendo otros emboscados, vinieron a acometer a los nuestros que estaban haciendo aguada; y sentidos de las postas tocaron arma a gran priesa, y con ésta tiraron los indios sus flechas, y los nuestros sus mosquetes, y dando gritos se fueron, dejando rastro del mal que hicieron las balas. Parece que con rabia los indios, de no se poder vengar en nosotros, fueron a desbaratar la iglesia. El capitán a gran priesa envió en ambas barcas gente armada que lo fuesen a impedir; mas como las vieron ir, se fueron poco a poco retirando. Al parecer, querían que se empeñasen los nuestros para llevarlos a donde estaban escondidos otros muchos, que luego vimos ir pasando el río del Salvador.
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De cómo querían matar a los que quedaron en el puerto de los Reyes Vuelto al puerto de los Reyes, el capitán Juan Romero, que había allí quedado por su teniente, le dijo y certificó que dende a poco que el gobernador había partido del puerto, los indios naturales de él y de la isla que está a una legua del puerto, trataban de matar todos los cristianos que allí habían quedado, y tomarles los bergantines, y que para ello hacían llamamiento de indios por toda la tierra, y estaban juntos ya los guaxarapos, que son nuestros enemigos, y con otras muchas generaciones de otros indios, y que tenían acordado de dar en ellos de noche, y que los habían venido a ver y a tentar so color de venir a rescatar, y no les traían bastimentos, como solían, y cuando venían con ellos era para espiarlos; y claramente le habían dicho que le habían de venir a matar y destruir los cristianos; y sabido esto, el gobernador mandó juntar a los indios principales de la tierra, y les mandó hablar y amonestar de parte de Su Majestad, que asosegasen y no quebrantasen la paz que ellos habían dado y asentado, pues el gobernador y todos los cristianos le habían hecho y hacían buenas obras como amigos, y no les habían hecho ningún enojo ni desplacer, y el gobernador les había dado muchas cosas, y los defendería de sus enemigos; y que si otra cosa hiciesen, los ternían por enemigos y les haría guerra; lo cual les apercibió y dijo estando presentes los clérigos y oficiales, y luego les dio bonetes colorados y otras cosas, y prometieron de nuevo de tener por amigos a los cristianos, y echar de su tierra a los indios que habían venido contra ellos. Dende a dos días que el gobernador hobo llegado al puerto de los Reyes, como se halló con tanta gente de españoles e indios, y esperaba con ellos tener gran necesidad de hambre, porque a todos había de dar de comer, en toda la tierra no había más bastimento de lo que él tenía en los bergantines que estaban en el puerto, lo cual estaba muy tasado, y no había para más de diez o doce días para toda la gente, que eran, entre cristianos e indios, más de tres mil; y visto tan gran necesidad y peligro de morírseles toda la gente, mandó llamar todas las lenguas, y mandólas que por lugares cercanos a ellos les fuesen a buscar algunos bastimentos mercados por sus rescates, y para ello les dio muchos; los cuales fueron, y no hallaron ningunos; y visto esto, mandó llamar a los indios principales de la tierra, y preguntóles adónde habrían, por sus rescates, bastimentos; los cuales dijeron que a nueve leguas de allí estaban en la ribera de unas grandes lagunas unos indios que se llaman arrianicosies, y que éstos tienen muchos bastimentos en gran abundancia, y que estos darían lo que fuese menester.
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Cómo otro día enviamos mensajeros a los caciques de Tlascala rogándoles con la paz, y lo que sobre ellos hicieron Después de pasada la batalla por mí contada, que prendimos en ella los tres indios principales, enviólos luego nuestro capitán Cortés, y con los dos que estaban en nuestro real, que habían ido otras veces por, mensajeros, les mandó que dijesen a los caciques de Tlascala que les rogábamos que vengan luego de paz y que nos den pasada por su tierra para ir a México, como otras veces les hemos enviado a decir, e que si ahora no vienen, que les mataremos todas sus gentes; y porque los queremos mucho y tener por hermanos, no les quisiéramos enojar si ellos no hubiesen dado causa a ello, y se les dijo muchos halagos para atraerlos a nuestra amistad; y aquellos mensajeros fueron de buena gana luego a la cabecera de Tlascala, y dijeron su embajada a todos los caciques por mi ya nombrados; los cuales hallaron juntos con otros muchos viejos y papas, y estaban muy tristes, así del mal suceso de la guerra como de la muerte de los capitanes parientes o hijos suyos que en las batallas murieron, y dice que no les quisieron escuchar de buena gana; y lo que sobre ello acordaron, fue que luego mandaron llamar todos los adivinos y papas, y otros que echaban suertes, que llaman tacalnaguas, que son como hechiceros, y dijeron que mirasen por sus adivinanzas y hechizos y suertes qué gente éramos, y si podríamos ser vencidos dándonos guerra de día y de noche a la continua, y también para saber si éramos teules, así como lo decían los de Cempoal; que ya he dicho otras veces que son cosas malas, como demonios; e qué cosas comíamos, e que mirasen todo esto con mucha diligencia; y después que se juntaron los adivinos y hechiceros y muchos papas, y hechas sus adivinanzas y echadas sus suertes y todo lo que solían hacer, parece ser dijeron que en las suertes hallaron que éramos hombres de hueso y de carne, y que comíamos gallinas y perros y pan y fruta cuando lo teníamos, y que no comíamos carnes de indios ni corazones de los que matábamos; porque, según pareció, los indios amigos que traíamos de Cempoal les hicieron en creyente que éramos teules e que comíamos corazones de indios, que las bombardas echaban rayos como caen del cielo, que el lebrel, que era tigre o león, y que los caballos eran para lancear a los indios cuando los queríamos matar; y les dijeron otras muchas niñerías. E volvamos a los papas: y lo peor de todo que les dijeron sus papas e adivinos fue que de día no podíamos ser vencidos, sino de noche, porque como anochecía se nos quitaban las fuerzas; y más les dijeron los hechiceros, que éramos esforzados, y que todas estas virtudes teníamos de día hasta que se ponía el sol, y desque anochecía no teníamos fuerzas ningunas. Y cuando aquello oyeron los caciques, y lo tuvieron por muy cierto, se lo enviaron a decir a su capitán general Xicotenga, para que luego con brevedad venga una noche con grandes poderes a nos dar guerra. El cual, como lo supo, juntó obra de diez mil indios, los más esforzados que tenla, y vino a nuestro real, y por tres partes nos comenzó a dar una mano de flechas y tirar varas con sus, tiraderas de un gajo y de dos, y los de espadas y macanas y montantes por otra parte; por manera que de repente tuvieron por cierto que llevarían alguno de nosotros para sacrificar; y mejor lo hizo nuestro señor Dios, que por muy secretamente que ellos venían, nos hallaron muy apercibidos; porque, como sintieron su gran ruido que traían, a mata caballo vinieron nuestros corredores del campo y las espías a dar el arma, y como estábamos tan acostumbrados a dormir calzados y las armas vestidas y los caballos ensillados y enfrenados, y todo género de armas muy a punto, les resistimos con las escopetas y ballestas y a estocadas; de presto, vuelven las espadas, y como era el campo llano y hacía luna, los de a caballo los siguieron un poco, donde por la mañana hallamos tendidos muertos y heridos hasta veinte dellos; por manera que se vuelven con gran pérdida y muy arrepentidos de la venida de noche. Y aun oí decir que, como no les sucedió bien lo que los papas y las suertes y hechiceros les dijeron, que sacrificaron a dos dellos. Aquella noche mataron un indio de nuestros amigos de Cempoal, e hirieron dos soldados y un caballo, y allí prendimos cuatro dellos; y como nos vimos libres de aquella arrebatada refriega, dimos gracias a Dios, y enterramos el amigo de Cempoal, y curamos los heridos y al caballo, y dormimos lo que quedó de la noche con grande recaudo en el real, así como lo teníamos de costumbre; y desque amaneció, y nos vimos todos heridos a dos y a tres heridas, y muy cansados, y otros dolientes y entrapajados, y Xicotenga que siempre nos seguía, y faltaban ya sobre cuarenta y cinco soldados, que se habían muerto en las batallas y dolencias y fríos, y estaban dolientes otros doce, y asimismo nuestro capitán Cortés también tenía calenturas, y aun el padre de la Merced, con el trabajo y peso de las armas, que siempre traíamos a cuestas, y otras malas venturas de fríos y falta de sal, que no la comíamos ni la hallábamos; y demás desto, dábamos qué pensar qué fin habríamos en aquestas guerras, e ya que allí se acabasen, qué sería de nosotros, adónde habíamos de ir; porque entrar en México teníamoslo por cosa de rica a causa de sus grandes fuerzas, y decíamos que cuando aquellos de Tlascala nos habían puesto en aquel punto, y nos hicieron creer nuestros amigos de Cempoal que estaban de paz, que cuando nos viésemos en la guerra con los grandes poderes de Montezuma, que ¿qué podríamos hacer? Y demás desto, no sabíamos de los que quedaron poblados en la Villa-Rica, ni ellos de nosotros; y como entre todos nosotros había caballeros y soldados tan excelentes varones y tan esforzados y de buen consejo, que Cortés ninguna cosa decía ni hacía sin primero tomar sobre ello muy maduro consejo y acuerdo con nosotros; puesto que el cronista Gómara diga: "Hizo Cortés esto, fue allá, vino acullá"; dice otras cosas que no llevan camino; y aunque Cortés fuera de hierro, según lo cuenta el Gómara en su Historia, no podía acudir a todas partes; bastaba que dijera que lo hacía como buen capitán, como siempre lo fue; y esto digo, porque después de las grandes mercedes que nuestro señor nos hacía en todos nuestros hechos y en las victorias pasadas y en todo lo demás, parece ser que a los soldados nos daba gracia y consejo para aconsejar que Cortés hiciese todas las cosas muy bien hechas. Dejemos de hablar en loas pasadas, pues no hacen mucho a nuestra historia, y digamos cómo todos a una esforzábamos a Cortés, y le dijimos que curase de su persona, que allí estábamos, y que con el ayuda de Dios, que pues habíamos escapado, de tan peligrosas batallas, que para algún buen fin era nuestro señor servido de guardarnos; y que luego soltase a los prisioneros y que los enviase a los caciques mayores otra vez por mí nombrados, que vengan de paz se les perdonará todo lo hecho y la muerte de la yegua. Dejemos esto, y digamos cómo doña Marina, con ser mujer de la tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía que con oír cada día que nos habían de matar y comer nuestras carnes, y habernos visto cercados en las batallas pasadas, y que ahora todos estábamos heridos y dolientes, jamás vimos flaqueza en ella, sino muy mayor esfuerzo que de mujer, y a los mensajeros que ahora enviábamos les habló la doña Marina y Jerónimo de Aguilar, que vengan luego de paz, y que si no vienen dentro de dos días, les iremos a matar y destruir sus tierras, e iremos a buscarlos a su ciudad; y con estas resueltas palabras fueron a la cabecera donde estaba Xicotenga "el viejo". Dejemos esto, y diré otra cosa que he visto, que el cronista Gómara no escribe en su Historia ni hace mención si nos mataban o estábamos heridos, ni pasábamos trabajos ni adolecíamos, sino todo lo que escribe es como si lo halláramos hecho. ¡Oh cuán mal le informaron los que tal le aconsejaron que lo pusiese así en su Historia! Y a todos los conquistadores nos ha dado qué pensar en lo que ha escrito, no siendo así; y debía de pensar que cuando viésemos su Historia hablamos de decir la verdad. Olvidemos al cronista Gómara, y digamos cómo nuestros mensajeros fueron a la cabecera de Tlascala con nuestro mensaje; y paréceme que llevaron una carta, que aunque sabíamos que no la habían de entender, sino porque se tenía por cosa de mandamiento, y con ella una saeta; y hallaron a los dos caciques mayores que estaban hablando con otros principales, y lo que sobre ello respondieron adelante lo diré.
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Capítulo LXVI De cómo el adelantado mandó salir gente a buscar camino, y de cómo hallaron muchas ciénagas y ríos y murieron algunos españoles, entre los cuales murió el capitán don Juan Enríquez de Guzmán Como el adelantado no quiso que se caminase por el camino que descubrió Gómez de Alvarado, sino por donde el capitán Benavides anduvo, y hubiese llegado al río Daule y no hallase ninguno; mandó que saliesen cuadrillas de españoles por todas partes para ver por donde iba el camino de Quito. Don Juan Enríquez salió con algunos de sus capitanes a descubrir por donde la ventura lo guiase. Y habiendo andado hasta diez leguas, pudo llegar a un lugar grande donde halló abundancia de bastimento de maíz y raíces y pescado. Había por todas partes tantas ciénagas y atolladeros que, a ser invierno, se pasara gran trabajo. Envió luego aviso al adelantado que como supo haber mantenimiento, se holgó y mandó que caminasen a juntarse con don Juan. Con los trabajos que pasaban y malas comidas que comían habían adolecido muchos españoles, los cuales andaban con demasiada fatiga; y como Alvarado viese ir con tanta pena uno de estos enfermos, él mismo con sus manos lo puso en su caballo, que fue causa que otros algunos de los que iban a caballo, queriéndole imitar, cabalgaban en sus caballos de aquestos, que así iban enfermos, y como mejor pudieron llegaron a aquel lugar donde don Juan Enríquez de Guzmán estaba aguardándolos. Y estuvo el adelantado con su gente en él algunos días comiendo el bastimento que tenían los naturales para la sustentación de sus vidas. A la continua adolecían españoles; no tenían camino cierto que los llevase al Quito, que era lo que deseaban. Pasábase el tiempo, de que sentía mucho el adelantado, y con acuerdo de los principales, se determinó que saliesen por todas partes de aquella comarca a ver si se podía hallar camino. El mal que daba a los españoles era una fiebre como modorra; y entre los enfermos estaba uno que se decía Pedro de Alcalá; y como le agravase la fiebre, levantóse de donde estaba echado, y sacando una espada, salió fuera, diciendo a grandes voces: "¿Quién dice mal de mí?" Y fuese para una caballeriza y de una estocada mató su caballo; y de otras dos, sin que se lo pudieron estorbar mató otros buenos caballos, en tiempo que valía en el Perú un caballo tres y cuatro mil castellanos. Tomáronlo, yendo que iba a herir a un negro y echáronle una cadena. En este tiempo, los que habían salido a buscar camino, se volvieron sin lo poder topar con los muchos ríos y paludes que hallaban: de que todos tenían gran congoja por verse metidos en tierra tan mala y por ninguno de ellos no vista ni sabida. El capitán don Juan Enríquez de Guzmán, de quien cuentan que era caballero muy noble y honrado, dijo el adelantado que por le servir quería salir a buscar camino por alguna parte. El adelantado se lo agradeció. Salió con él Luis de Moscoso y con algunos españoles sueltos salió caminando por donde no sabían. Pasaron muchos ríos furiosos y lagunas tembladeras hasta que, yendo andando por un monte espeso, lleno de grandes florestas y espesuras, descubrieron un pueblo donde mataron algunos de los naturales que se quisieron poner en defender sus tierras y bienes. Los demás huyeron con grande espanto que recibían de ver los caballos. Hallaron comida de la que usan los indios en esta tierra, que así descubrieron, y como señores del campo se aposentaron en ella como si fuera suya, andando huyendo los verdaderos señores por miedo de no ser muertos a sus manos y de sus caballos. Don Juan y el capitán Luis de Moscoso hicieron mensajeros al adelantando, el cual vino luego con todo el campo como mejor pudo donde estaban los capitanes. Y estando allí algunos días donde se murieron algunos de los españoles: morían con mucha miseria, sin tener refrigerio ni más que trabajos de caminar, y por colchones la tierra y por cobertura el cielo. No tenían pasas ni camuesas en que oler, sino alguna raíz de yuca y maíz, porque entiendan en España los trabajos tan grandes que pasamos en estas Indias los que andamos en descubrimientos y cómo se han de tener de buena ventura los que sin venir acá pueden pasar el curso, de esta vida tan breve, con alguna honestidad. A los indios que se prendieron por aquella tierra preguntaba el adelantado le avisasen por donde iba el camino de Quito, y que le dijesen cómo ellos tenían tan pocos caminos. Respondían que no sabían y otras respuestas de las que suelen dar los indios.
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Capítulo LXVI Que trata de lo que le sucedió al general Pedro de Valdivia junto al río de Andalién Después de haber muerto y vencido aquel campo y al capitán y a sus indios, salió de aquel sitio otro día siguiente y caminó cuatro leguas, y allegó al valle y poblazón del cacique Andalién, y pasaron el río que allí estaba, que tiene el nombre mesmo de Andalién. Y pasado se acercaron a otro río ancho y caudaloso, y preguntaron cómo se llamaba. Dijeron que Bibio. Estando allí procuró el general buscar un sitio bueno adonde asentarse el real para mejor se defender de los indios, que eran muchos y los españoles pocos, y de allí enviarles a hablar aquellas gentes con buenas amonestaciones, puesto que ellos son muy ajenos de ellas y amigos de malas, y si de paz viniesen fundarían una ciudad en aquella comarca. Y vista la tierra cercana a aquellos ríos y a la mar que está allí muy cerca, tomaron indios, y de ellos supo cómo estaban juntos para dar en los españoles, otro día de mañana cuando el sol saliese, más de treinta mil indios, diciendo que si de noche no acertaron pocos, querían acometer de día. Luego que esto se supo, acordó el general volver a la ciudad de Santiago atento que allí les fuera mal, y no pudiera ser menos por ser tan pocos y los indios muchos, y estaban en peligro los pueblos poblados de cristianos y en ventura de perderse todos ellos. Y así aquella noche mandó al maestre de campo que tomasen la vanguardia con veinte de a caballo, y diole una guía que le llevase y guiase por la costa de la mar, y que caminase. Luego salió el general con las demás gente poniendo buen recaudo en la rezaga. Y con esta buena orden salieron del valle sin ser sentidos ni vistos de los indios, puesto que le tenían cercado todo el valle mucha cantidad de gente, por ser muy poblada aquella tierra, y para dar en la mañana el almuerzo a los españoles. Cuando el sol salió fueron a nuestros ranchos los indios y halláronse burlados. Tardó el general con sus compañeros en esta jornada mes y medio y trajo seis principales y doce indios, y de ellos se informaron de lo que convenía, así de la calidad de la gente y la tierra y de la poblazón de ella. Después de haber descansado algunos días los envió a sus tierras, dándoles bastimentos para el camino, y les dijo que se fuesen a su tierra y que dijesen a sus caciques que él había ido con aquellos españoles a ver un sitio bueno para poblar una ciudad como aquella en que estaban, y para que lo viesen los había traído, y que no había ido para más, y que ya lo había visto. Y que supiesen cómo, cuando viniesen los españoles, que habían de venir más y caballos, que los esperaba cada el día, iría a poblarla como decía, y que esto dijesen a cuantos viesen, y que cuando otra vez les viesen allá con gente, entendiesen como iban a efectuar lo que les decía, y poblar y estar en aquella tierra los españoles sin irse de ella para siempre, y que para cuando fuesen que tuviesen acordado si habían de servir o pelear, y que tomasen su consejo y no peleasen porque era mal para ellos.
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Que trata de una inundación grande que hubo en la ciudad de México, procedida de un ojo de agua llamado Acuecuéxatl Parece por las historias que hasta los elementos pedían a Dios venganza y se levantaban contra el rey Ahuitxotzin que tan religioso se mostraba en el culto de sus falsos dioses; y así en este tiempo queriendo traer a la ciudad de México por una tarjea de argamasa el agua de un ojo que está en el pueblo de Huitzilopochco cerca del de Coyoacan, llamado Acuecuéxatl, abriendo para el efecto, salió tan gran golpe de agua y tan viva que parecía quererse subir por las paredes de las casas de la ciudad, con tan gran violencia que en breve espacio de tiempo la anegó y ahogó mucha gente de ella; y por otra parte de la laguna se levantaban muchas oladas de ella, que causó gran terror y espantos a todos los que las veían, que parecía que se levantaban hasta el cielo, que fue caso prodigiosísimo y admirable, por cuya causa todos los más que pudieron escapar con las vidas desampararon la ciudad. El rey que estaba en unos cuartos bajos de unos jardines, por salirse huyendo de ellos (que ya el agua con gran ímpetu iba entrando por ellos) se dio una calabazada en el umbral de la puerta que se descalabró y quedó mal herido, de tal manera que con este achaque vivió muy enfermo hasta que vino a morir de él como adelante se dirá, y si no llegara en esta ocasión gente a socorrerle, allí se quedara ahogado; y viéndose tan afligido envió sus embajadores al rey Nezahualpiltzintli, rogándole como hombre tan sabio le socorriese, y con su industria remediase la ciudad de México. Nezahualpiltzintli se holgó de que se ofreciese ocasión en que poder dar gusto a los mexicanos y al señor de ellos, porque con esto se aseguraba sus asechanzas y mala voluntad que le tenían por la muerte que dio a su princesa, y así convocó a todos los arquitectos de su reino, y con ellos se fue con mucha gente y muchas canoas cargadas de estacada, cespedería, cal y otros materiales a Huixilopochpo, y llegado al ojo de agua, él mismo por su persona entró dentro de él y con ciertos artificios que hizo atajó el agua, y la metió dentro de una fuerte caja y cerca de argamasa, de manera que con esto se cerró el ojo y el agua se fue secando; y volvió por la ciudad de México en donde visitó al rey Ahuixotzin y le consoló de sus trabajos, el cual quedó muy agradecido, y reparó su ciudad.