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De la fundación de la ciudad de Trujillo, y quién fue el fundador En el valle de Chimo está fundada la ciudad de Trujillo, cerca de un río algo grande y hermoso, del cual sacan acequias, con que los españoles riegan sus huertas y vergeles, y el agua dellas pasa por todas las casas desta ciudad, y siempre están verdes y floridas. Esta ciudad de Trujillo es situada en tierra que se tiene por sana, y a todas partes cercada de muchos heredamientos, que en España llaman granjas o cortijos, en donde tienen los vecinos sus ganados y sementeras. Y como todo ello se riega, hay por todas partes puestas muchas viñas y granados y higueras, y otras frutas de España, y gran cantidad de trigo y muchos naranjales, de los cuales es cosa hermosa ver el azahar que sacan. También hay cidras, toronjas, limas, limones. Frutas de las naturales hay muchas y muy buenas. Sin esto, se crían muchas aves, gallinas, capones. De manera que se podrá tener que los españoles vecinos de esta ciudad son de todos proveídos, por tener tanta abundancia de las cosas ya contadas; y no falta de pescado, pues tiene la mar a media legua. Esta ciudad está asentada en un llano que hace el valle en medio de sus frescuras y arboledas, cerca de unas sierras de rocas y secadales, bien trazada y edificada, y las calles muy anchas y la plaza grande. Los indios serranos abajan de sus provincias a servir a los españoles que sobre ellos tienen encomienda, y proveen la ciudad de las cosas que ellos tienen en sus pueblos. De aquí sacan navíos cargados de ropa de algodón hecha por los indios, para vender en otras partes. Fundó y pobló la ciudad de Trujillo el adelantado don Francisco Pizarro, gobernador y capitán general en los reinos del Perú, en nombre del emperador don Carlos, nuestro señor, año del nacimiento de nuestro salvador Jesucristo de 1530 años.
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Capítulo LXIX Que sabida por Manco Ynga la muerte de Quizo Yupanqui, envió mensajeros al Marqués, el cual fue al Cuzco Muerto Quizo Yupanqui, quedaron en su lugar por Capitanes Yllatopa y Puyo Vilca, los cuales viendo la muerte de su General y el desbarate de los suyos, acordaron de retirarse a Xauxa. Así se fueron, con lo que del ejército les quedó, y desde Xauxa enviaron mensajeros a Manco Inga, haciéndole saber la muerte de Quizo Yupanqui, la cual sabida por él, recibió grandísimo pesar y tristeza, considerando la falta que le hacía un capitán tan valeroso y bien afortunado, y cómo se le desbarataban los pensamientos y designios que había en su mente fraguado. Y a un hijo que había dejado el Quizo Yupanqui, mancebo de buen ánimo, le hizo luego capitán y le dio las andas que había dado a su padre, honrándole lo posible, por animar a los demás a que le siguiesen y no le desamparasen en aquella ocasión. Luego despachó a Illatopa, mandándole que tomase todos los pasos dificultosos en los caminos, de suerte que de ninguna manera el Marqués Pizarro pudiese subir arriba, hacia el Cuzco, porque en esto al presente consistía todo su bien: evitarle no se juntase con sus hermanos y los demás españoles que estaban en el Cuzco. Por mejor disimular su hecho y entretener al Marqués la subida, que la temía en sumo grado, envió mensajeros al Marqués, disculpándose de lo que había hecho, y diciendo que él no tenía la culpa dello, pues no se había salido del Cuzco y apartádose de sus hermanos de su propio motivo y voluntad, ni había querido intentar cosa contra el Marqués, a quien quería mucho, sino que forzado y compelido de los malos tratamientos de los demás capitanes y españoles, había procurado su libertad y salir de la sujeción y servidumbre en que lo tenían, todo por sacarle oro y plata, nunca viéndose hartos della, y deshonrándoles sus mujeres e hijas, y que así hasta la muerte los había de seguir, con todas sus fuerzas. Oída la embajada de Manco Inga por el Marqués y lo que en ella le enviaba a decir, acordó con muchos soldados venirse de Lima al Cuzco, diciendo que, sin duda, él sosegaría a Manco Inga por buenos medios y razones y lo traería de paz pacífico y quieto. Aunque le tenían tomado los pasos, con todo eso pasó sin impedimento con su gente, y llegado al Cuzco, habiendo conferido con sus hermanos el modo con que lo traería, salió del Cuzco con mucha gente aderezada de armas y fuese a Tambo, donde estaba Manco Ynga, publicando que iba de paz a verse con él y hablarle y a dar traza cómo se sosegase, y de allí adelante no hubiese más guerra ni revoluciones entre él y los españoles. Así se lo envió a decir: que él iba a verse, pues él le había enviado a decir a Lima que con él no tenía enojo ninguno, sino con sus hermanos, que le habían tratado mal. Manco Inga, oyendo esto, recelóse no le quisiesen prender sobre seguro y matarle, y así no quiso ver de paz, ni hablar con el Marqués, antes viendo que se iba allegando a Tambo con su gente, le salió al camino en orden de guerra, y le dio batalla, con tanta determinación, que el Marqués se vio en un aprieto notable con todos los demás que iban en su compañía, que les fue forzado por no perderse allí sin que escapase alguno, dejar los toldos y las camas y a gran prisa pasar el río y venirse huyendo a Yucay, donde hizo alto y estuvo algunos días, tratando lo que convenía hacer, y de allí envió mensajeros a Manco Ynga con mucho amor, mostrando le pesaba de todo lo sucedido con sus hermanos, y ahora con él, que su intento no había sido prenderle ni hacerle ninguna fuerza, sino sólo verle y tratar con él lo que él quisiese, para concertar la paz, y que se quietase con sus indios, asistiendo en el Cuzco, como solía de antes de las revoluciones, y que se viniese a Yucay do estaba el Marqués a comunicarlo. Pero Manco Ynga, recelándose que era trato doble para prenderle sobre seguro, nunca se quiso inclinar a salir de Tambo e ir a Yucay al Marqués, aunque cada día le enviaba mensajeros con presentes y regalos, de mil maneras, quejándose de Hernando Pizarro y de sus hermanos y capitanes, y que por amor dellos se había salido del Cuzco y alzádose, y que así se temía de ir al Marqués, porque ellos no le hiciesen mal, como siempre, sin darles ocasión, se lo habían hecho. Andando en estos conciertos y embajadas, despachó Manco Ynga de secreto a Tico, haciéndole Capitán General del Collao, para que allí hiciese la más gente que le fuese posible, y él partió luego con su comisión, y le obedecieron e hizo gente, con la cual se estuvo en el Collao aguardando la orden de Manco Inga. Después de esto, viendo el Marqués que Manco Ynga no quería por buenas razones ni halagos venir de paz, determinó con los demás capitanes de concluir de una vez y darle batalla, con toda la gente que tenía consigo, y así salió de Yucay con este propósito, y fue a Tambo, donde está el Ynga, y en un recuentro que con él tuvo le desbarató e hizo retirar a Maybamba. Allí hizo cabildo Manco Inga con los de su consejo y capitanes que con él estaban, y trataron de ir a la provincia de los chuis, porque le habían dicho que allí había una fortaleza que había hecho Topa Inga Yupanqui, su abuelo, llamada Uro Coto y, determinados de ir, se puso en camino para allá con todo el ejército que tenía allí, y fuese por los Lares de Hualla y de allí vino a Pilco, donde halló muchos negros e indios de Nicaragua, del Marqués, y a todos los mandó matar sin ninguna piedad. Estando allí supo por sus espías que los indios que estaban en sus pueblos le servían de mala gana y que estaban hechos a una con los españoles, sus enemigos, y visto ser así, los mandó matar a todos, haciendo un castigo ejemplar para hacerse más temido dellos y que otros no acudiesen ni sirviesen a los españoles, aunque los apremiasen para ello, sino se huyesen cuando los fuesen a coger. Concluido con esto, se volvió poco a poco con toda su gente a Hualla, donde descansó un mes, y de allí se tornó a Maybamba, donde había salido, y estando allí tornó de nuevo a enviar mensajeros al Marqués Pizarro, diciéndole que para que entendiese su buen deseo y cómo él quería servir a Su Majestad y serle vasallo quitando la tierra, se vendría de paz adonde él estaba si mataba a sus hermanos, que tantos agravios le habían hecho, o cuando no les quisiese matar, por ser sus hermanos, que los desterrase del Cuzco y del reino, de suerte que no pudiesen otra vez hacerle daño ni molestia alguna. El Marqués, oyendo la embajada, le envió a decir que él le daba la palabra de echar a sus hermanos del reino y que en su presencia no se le haría ningún daño, sino que, como antes en el Cuzco, sería respetado y obedecido de los indios y nadie le daría enojo ni pesadumbre como él se pacificase y viniese a la obediencia que solía. Esto envió a decir el Marqués para atraerlo con seguridad al Cuzco y después hacer dél lo que se le antojase, pero no con intención de cumplirle la palabra ni seguro que le daba. El Manco Inga, creyendo que con sencillez y llaneza le prometía el Marqués aquello, y que echaría a sus hermanos como se lo decía, que era lo que él en deseo más tenía, vino luego de paz con su gente hacia el Cuzco. Estaba ya en Huaman Marca con ánimo al parecer olvidado de lo pasado. Cuando el Marqués lo supo que se acercaba envió españoles e indios que al disimulo llegado a él le prendiesen y se lo trajesen. Esta gente llegó adonde estaba Manco Inga y le dieron una vista, de arte, que él, mal asegurado y sospechoso de lo que veía, se puso en defensa, porque luego imaginó la verdad de lo que era y a lo que iban los españoles, los cuales le embistieron viendo que se ponía a defender, y él se retiró lo mejor que pudo hasta Chuquichaca, y allí, con más refuerzo de gente, como era animoso y no eran muchos los que le seguían, resolvió sobre ellos, cargándoles de manera que les obligó a volver, huyendo con harta prisa. Él los siguió hasta Tambo, donde reparó y se estuvo algunos días, en los cuales el Marqués, acabándose de desengañar que Manco Ynga de ninguna manera vendría de paz y era por demás aguardar a traerle por bien, pues estaba hostigado de la vez pasada, dejó recaudo bastante en el Cuzco a su hermano Hernando Pizarro, con orden que en habiendo ocasión de estar descuidado Manco Inga lo hubiese en las manos, y él se fue por Arequipa, y convidado de la fertilidad del asiento la pobló de españoles, señalándoles encomiendas, y de allí se abajó a la Ciudad de los Reyes.
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Cómo el Almirante fue al cabo del Arenal, y los de una canoa fueron para hablar con él Viendo que en el cabo de la Playa no podían tener lengua de la gente de aquella tierra, ni había comodidad para proveerse de toda el agua que necesitaban, sino con gran molestia, y que allí no podían reparar los navíos ni tener bastimentos, al día siguiente, que fue a 2 de Agosto, el Almirante siguió su camino hacia otro cabo que parecía ser el occidental de la isla, y llamólo del Arenal; allí fondeó, pareciéndole que los levantes que corren en aquella parte, no darían tanta fatiga en el ir y volver las barcas a tierra. Antes que llegasen a este cabo, yendo por su camino, comenzó a seguirles una canoa con veinticinco indios, los cuales, a un tiro de lombarda, se detuvieron hablando en voz alta; pero no se les entendía cosa alguna, aunque se presumió que indagarían quiénes eran los nuestros y de qué país iban, como otras veces los demás indios acostumbraban a indagar lo primero. Pero como con palabras no había medio de persuadirles que se acercasen a los navíos, comenzaron los nuestros a mostrarles diversas cosas para que tuviesen deseo de adquirirlas, a saber, bacías de latón, espejos y otras cosas semejantes que los demás indios suelen estimar mucho. Pero aunque con estas señales se acercaban algo, de cuando en cuando se detenían con alguna duda; por lo cual, y también por alegrarlos con alguna fiesta, y animarlos a ir, el Almirante mandó que subiese a la popa el tamborino, que otro cantase con un timbal, y algunos grumetes comenzasen una danza. Viendo los indios esto, luego se pusieron en ademán de guerra, embarazando las rodelas que llevaban, y con sus arcos y flechas comenzaron a tirarles a los que bailaban. Estos, por mandato del Almirante, para que no quedase sin castigo aquella insolencia, y no despreciasen a los cristianos, dejada la danza, les comenzaron a tirar con las ballestas, de modo que les fue difícil poderse retirar, y se fueron lejos a otra carabela, llamada la Vaqueña, a la que se acercaron sin miedo ni tardanza, el piloto entró con ellos en la canoa, les dio algunas cosas que les agrada mucho, y dijeron que si estuviesen en tierra les llevarían de las casas pan del suyo. Con esto se fueron a tierra y los del navío no quisieron cautivar alguno, por miedo de desagradar al Almirante. La relación que hicieron de éstos fue ser gente muy bien dispuesta y más blanca que las de las otras islas; que llevaban largo el pelo, como las mujeres, atado con unas cuerdecillas, y cubrían sus partes vergonzosas con pañizuelos.
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De cómo Guayna Capac anduvo por los valles de Los Llanos y lo que hizo. Unos de los orejones afirman que Guayna Capac desde el Quito volvió al Cuzco por Los Llanos hasta Pachacama, y otros que no pues quedó en el Quito hasta que murió. En esto, inquerido lo que es más cierto, lo porné conforme a como lo oí a algunos principales que se hallaron por sus personas con él en esta guerra; que dicen que, estando en el Quito, le vinieron de muchas partes embajadores a congratularse con él en nombre de sus tierras; que teniendo y habiendo tomado seguro y por muy pacífico a las provincias de la serranía, pensó que sería bien hacer jornada a las provincias de Puerto Viejo y a lo que llamamos Guayaquil y a los Yuncas; y, tomando su consejo con sus capitanes y principales, aprobaron su pensamiento y aconsejaron que lo pusiera por obra. Quedaron en el Quito muchas de sus gentes; con la que convino salió, y entró por aquellas tierras, en donde tuvo con algunos moradores dellas algunas refriegas; pero, al fin, unos y otros quedaron en su servicio y puestos en ellas gobernadores y mitimaes. La Puná tenía recia guerra con Túmbez y el Inca había mandado cesar las contiendas y que le recibiesen en la Puná, lo cual Tunbalá sintió mucho, porque era Señor della; mas no se atrevió a ponerse contra el inca, antes lo recebió y hizo presentes con fingida paz; porque, como salió procurándolo con los naturales de la tierra firme trataron de matar muchos orejones con sus capitanes que con unas balsas iban a salir a un río para tomar la tierra firme; mas Guayna Capac lo supo y sobre ello hizo lo que yo tengo escripto en la Primera arte en el capítulo LIII; y hecho grand castigo, y mandando hacer la calzada o paso fuerte que llaman de Guayna Capac, volvió y paró en Túmbez, donde estaban hechos edificios y templo del sol; y vinieron de las comarcas a le hacer reverencia con mucha humildad. Fue por los valles de Los Llanos poniéndolos en razón, repartiéndoles los términos y aguas, mandándoles que no se diesen guerra y haciendo lo que en otros lugares se ha escripto. Y dicen dél que yendo por el hermoso valle de Chayanta, cerca de Chimo, que es donde agora está la ciudad de Trujillo, estaba un indio viejo en una sementera, y como oyó que pasaba el rey por allí cerca, que cogió tres o cuatro pepinos que con su tierra y todo se los llevó y le dijo: Ancha Atunapu micucampa; que quiere decir: "Muy gran Señor, come tú esto". Y que delante de los señores y más gente, tomó los pepinos y comiendo de uno de ellos dijo delante de todos, por agradar al viejo Xuylluy, mizqui cay; que en nuestra lengua quiere decir "En verdad que es muy dulce esto". De que todos recibieron grandísimo placer. Pues pasando adelante, hizo en Chimo y en Guañape, Guarmey, Guaura, Lima y en los más valles lo quél era servido que hiciesen; y como llegase a Pachacama hizo grandes fiestas y muchos bailes y borracheras; y los sacerdotes, con sus mentiras, le decían las maldades que solían, inventadas con su astucia y aún algunas por boca del mesmo Demonio, que en aquellos tiempos. De aquí dicen algunos de los indios que subió al Cuzco, otros que volvió al Quito. En fin, sea desta vez o que haya sido primero, que va poco, él visitó todos Los Llanos y para él se hizo el gran camino que por ellos vemos hechos, y ansí, sabemos que en Chincha y en otras partes destos valles hizo grandes aposentos y depósitos y templo del sol. Y puesto todo en razón, lo de Los Llanos y lo de la sierra, y teniendo todo el reino pacífico, revolvió sobre el Quito y movió la guerra a los padres de los que agora llaman Huambracunas y descubrió a la parte del Sur hasta el río de Angasmayu.
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Elección de cabildo y regimiento, y nombres de las personas electas, y lo demás que pasó hasta que la gente se embarcó Habiendo pasado la siesta, el capitán hizo junta del maese de campo, almirante, alférez Real, sargento mayor, y capitanes, y les dijo deberse, pues estaba tomada la posesión de aquella tierra y nombrada la ciudad de la Nueva Hierusalem, con su acuerdo elegir cabildo y regimiento y más ministros que suele haber en una ciudad cabeza de una provincia; y porque dijeron ser así conveniente, fue acordado entre todos que esta elección se hiciese en la manera síguiente: Regidores.--Don Diego Barrantes y Maldonado; Luis de Belmonte Bermúdez; el licenciado Alonso Sánchez de Aranda; el capitán Manuel Noble; Francisco de Medina; Francisco de Mendoza y Sarmiento; Francisco de Zandategui; Antonio Francisco Camiña; Juan Ortiz; Alonso Pérez de Medina; Juan Gallardo de los Reyes; Pedro Carrasco; Gil González; Santiago de Iriarte, escribano de cabildo. Alcaldes ordinarios.--Don Alonso de Sotomayor; el capitán Rodrigo Mejía de la Chica; Alguacil mayor, el capitán Gaspar de Gaya. Oficiales Reales.--Don Juan de Iturbe, contador; Don Juan de la Peña, tesorero; Juan Bernardo de Fuentidueña, factor; Don Antonio de Chaves, escribano de minas y registros; Don Diego de Prado y Tovar, depositario general; Don Juan de Espinosa y Zayas, proveedor general. Luego que la dicha elección fue hecha, todos los dichos hicieron juramento, poniendo la mano derecha sobre un breviario que en las suyas tenía el padre comisario, de que guardarían la lealtad que se debe a Su Majestad, en cuyo nombre se le habían dado los dichos oficios: y con esto se cerró la junta. Luego se puso en orden el cabildo, y todas las demás personas lo fueron acompañando hasta la iglesia: estaba dentro en ella el comisario, que mostrando la levantada Cruz, dijo: --Aquí, señores, tenéis esta Santa Cruz, semejanza de aquella en la cual por la misericordia divina se remató todo nuestro remedio y todo nuestro bien: y tantas fueron sus lágrimas que no pudo más decir. El capitán se embarcó llevando la misma Cruz, el estandarte y banderas, y llegado a la nao, dijo fuese quitado aquel montón del Penol, a donde estaba para castigo de culpas, porque no creía que personas que tuvieron tan honrada suerte darían ocasión cuya pena fuese soga; y al maese de campo ordenó, que con la gente se entrase la tierra adentro este día más que otros. Y viéronse en ella mas y mejores haciendas y pueblos, y en el uno hallaron muy ocupados los indios en sus bailes, y como vieron a los nuestros, se entraron a más correr por los montes, dejando sembrados por donde iban arcos, flechas y azagayas. Los nuestros hallaron dos puercos asados y todas otras sus comidas, que comieron a su placer y a buen sabor: trajeron vivos doce puercos, ocho gallinas y pollos, y encontraron un árbol cuya vista causó porfía que su tronco no lo abrazarían de quince para veinte hombres, y se volvieron a las naos.
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De cómo el gobernador y gente se volvió al puerto Y visto el parescer de los clérigos y oficiales y capitanes, y la necesidad de la gente, y la voluntad que todos tenían de dar la vuelta, aunque el gobernador les puso delante el grande daño que de ello resultaba, y que en el puerto de los Reyes era imposible hallarse bastimentos para sustentar tanta gente y para fornecello de nuevo, y que los maíces no estaban para los coger, ni los indios tenían que les dar, y que se acordasen que los naturales de la tierra les decían que presto vernía la cresciente de las aguas, las cuales pondrían en mucho trabajo a nosotros y a ellos; no bastó esto y otras cosas que les dijo para que todavía no fuese persuadido que se volviese. Conoscida su demasiada voluntad, lo hobo de hacer, por no dar lugar a que hobiese algún desacato por do hobiese de castigar a algunos; y así, los hobo de complacer, y mandó apercebir para que otro día se volviesen desde allí para el puerto de los Reyes; y otro día de mañana envió dende allí al capitán Francisco de Ribera, que se ofresció con seis cristianos y con la guía que sabía el camino, para que él y los seis cristianos y once indios principales fuesen con él, y los aguardasen y acompañasen, y no los dejasen hasta que los volviesen donde el gobernador estaba, y les apercibió que si los dejaba que los mandaría castigar; y así, se partieron para Tapua, llevando consigo la guía que sabía el camino; y el gobernador se partió también en aquel punto para el puerto de los Reyes con toda la gente; y así se vino en ocho días al puerto, bien descontento por no haber pasado adelante.
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De la gran batalla que hubimos con el poder de tlascaltecas, y quiso Dios nuestro señor darnos victoria, y lo que más pasó Otro día de mañana, que fueron 5 de septiembre de 1519 años, pusimos los caballos en concierto, que no quedó ninguno de los heridos que allí no saliesen para hacer cuerpo e ayudasen lo que pudiesen, y apercibidos los ballesteros que con gran concierto gastasen el almacén, unos armando y otros soltando, y los escopeteros por el consiguiente, y los de espada y rodela que la estocada o cuchillada que diésemos, que pasasen a las entrañas, porque no se osasen juntar tanto como la otra vez, y el artillería bien apercibida iba; y como ya tenían aviso los de a caballo que se ayudasen unos a otros, y las lanzas terciadas, sin pararse a alancear sino por las caras y ojos, entrando y saliendo a media rienda, y que ningún soldado saliese del escuadrón, y con nuestra bandera tendida, y cuatro compañeros guardando al alférez Corral. Así salimos de nuestro real, y no habíamos andado medio cuarto de legua, cuando vimos asomar los campos llenos de guerreros con grandes penachos y sus divisas, y mucho ruido de trompetillas y bocinas. Aquí había. bien que escribir y ponerlo en relación lo que en esta peligrosa y dudosa batalla pasamos; porque nos cercaron por todas partes tantos guerreros, que se podía comparar como si hubiese unos grandes prados de dos leguas de ancho y otras tantas de largo, y en medio dellos cuatrocientos hombres; así era: todos los campos llenos dellos, y nosotros obra de cuatrocientos, muchos heridos y dolientes; y supimos de cierto que esta vez venían con pensamiento que no hablan de dejar ninguno de nosotros a vida, que no había de ser sacrificado a sus ídolos. Volvamos a nuestra batalla: pues como comenzaron a romper con nosotros, ¡qué granizo de piedra de los honderos! Pues flechas, todo el suelo hecho parva de varas, todas de a dos gajos, que pasan cualquiera arma y las entrañas, adonde no hay defensa, y los de espada y rodela, y de otras mayores que espadas, como montantes y lanzas, ¡qué priesa nos daban y con qué braveza se juntaban con nosotros, y con qué grandísimos gritos y alaridos! Puesto que nos ayudábamos con tan gran concierto con nuestra artillería y escopetas y ballestas, que les hacíamos harto daño, y a los que se nos llegaban con sus espadas y montantes les dábamos buenas estocadas, que les hacíamos. apartar, y no se juntaban tanto como la otra vez pasada; y los de a caballo estaban tan diestros y hacíanlo tan varonilmente, que, después de Dios, que es el que nos guardaba, ellos fueron fortaleza. Yo vi entonces medio desbaratado nuestro escuadrón, que no aprovechaban voces de Cortés ni de otros capitanes para que tornásemos a cerrar; tanto número de indios se cargó entonces sobre nosotros, sino que a puras estocadas les hicimos que nos diesen lugar; con que volvimos a ponernos en concierto. Una cosa nos daba la vida, y era que, como eran muchos y estaban amontonados, los tiros les hacían mucho mal; y demás desto, no se sabían capitanear, porque no podían allegar todos los capitanes con sus gentes; y a lo que supimos, desde la otra batalla pasada habían tenido pendencias y rencillas entre el capitán Xicotenga con otro capitán hijo de Chichimecatecle, sobre que decía el un capitán al otro que no lo había hecho bien en la batalla pasada, y el hijo de Chichimecatecle respondió que muy mejor que él, y se lo haría conocer de su persona a la suya de Xicotenga; por manera que en esta batalla no quiso ayudar con su gente el Chichimecatecle al Xicotenga; antes supimos muy ciertamente que convocó a la capitanía de Guaxocingo que no pelease. Y demás desto, desde la batalla pasada temían los caballos y tiros y espadas y ballestas y nuestro bien pelear; y sobre todo, la gran misericordia de Dios, que nos daba esfuerzo para nos sustentar. Y como el Xicotenga no era obedecido de dos capitanes, y nosotros les hacíamos muy gran daño, que les matábamos muchas gentes; las cuales encubrían, porque, como eran muchos, en hiriéndolos a cualquiera de los suyos, luego le apañaban y le llevaban a cuestas: y así en esta batalla como en la pasada no podíamos ver ningún muerto. Y como ya peleaban de mala gana, y sintieron que las capitanías de los dos capitanes por mí nombrados no les acudían, comenzaron a aflojar; porque, según pareció, en aquella batalla matamos un capitán muy principal, que de los otros no los cuento, y comenzaron a retraerse con buen criterio, y los de a caballo a media rienda siguiéndolos poco trecho, porque no se podían ya tener de cansados; y cuando nos vimos libres de aquella tanta multitud de guerreros, dimos muchas gracias a Dios. Allí nos mataron un soldado y hirieron más de sesenta, y también hirieron a todos los caballos; y a mí me dieron dos heridas: la una en la cabeza, de pedrada, y otra en un muslo, de un flechazo, mas no eran para dejar de pelear y velar y ayudar a nuestros soldados. Y asimismo lo hacían todos los soldados que estaban heridos, que si no eran muy peligrosas las heridas, habíamos de pelear y velar con ellos, porque de otra manera pocos quedaron que estuviesen sin heridas; y luego nos fuimos a nuestro real muy contentos y dando muchas gracias a Dios, y enterramos los muertos en una de aquellas casas que tenían hechas en los soterraños, porque no viesen los indios que éramos mortales, sino que creyesen que éramos teules, como ellos decían; y derrocamos mucha tierra encima de la casa porque no oliesen los cuerpos, y se curaron todos los heridos con el unto del indio que otras veces he dicho. ¡Oh que mal refrigerio teníamos, que aun aceite para curar heridas ni sal no había! Otra falta teníamos, y grande, que era ropa para nos abrigar; que venía un viento tan frío de la sierra nevada, que nos hacía tiritar (aunque mostrábamos buen ánimo siempre), porque las lanzas y escopetas y ballestas mal nos cobijaban. Aquella noche dormimos con más sosiego que la pasada, puesto que teníamos mucho recaudo de corredores y espías, velas y rondas. Y dejarlo he aquí, e diré lo que otro día hicimos en esta batalla: y prendimos tres indios principales.
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Capítulo LXV De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado determinó ir al Quito, y de algunas cosas notables que le sucedieron Por ninguna manera puedo proseguir una materia hasta al cabo porque en un mismo tiempo pasaban todas las cosas que voy contando y para que entienda y no se ofusque el lector lo llevo; como ven, el trabajo para mí es, que ellos con pasar las hojas hallarán lo que quisieren. Dije cómo el adelantado don Pedro de Alvarado llegó con su gente a este reino y del nombramiento que hizo de capitanes, y cómo de un indio que tomó supo haber en el Quito grandes tesoros y que su voluntad no era sino de pasar adelante de Chincha, mas los votos y pareceres de los principales de su real fueron tantos sobre que fuesen al Quito que lo hubo de poner por obra; porque no pensaban que lo que en Caxamalca se habían repartido fue mucho para comparación de lo que creían hallarían en Quito, con que luego muy de veras tenían por cierto volver ricos a España. Mas de otra suerte les avino, como iré relatando. Aquel indio que afirmó haber visto el tesoro y haber estado en el Quito, prometió de guiar por camino seguro hasta los meter en la ciudad. Alvarado se lo agradeció, prometiéndole por ello bastante paga. Como mejor pudieron se metieron en camino llevando con las mas de sus cargas los miserables hombres naturales de Guatimala, que tan cara costó esta jornada a ellos: y plega a Dios no cueste a las ánimas de los cristianos que lo causaron. Y en dos jornadas allegaron a un lugar de ramadas donde sintieron alguna necesidad de agua, por no haber fuente ni arroyo ni otra que la que hallaron, en algunos calabazos en las casas, muy salobre. Pasaron adelante como mejor pudieron hasta la provincia de Xipixapa, de donde fueron a otro pueblo que le pusieron "del oro", por lo mucho que en él hallaron. Los naturales no tuvieron aviso de su venida, que fue causa que los pudieron tomar descuidados; como vieron entre sus casas los caballos, perdieron el vigor y aliento para ponerse en resistencia. Teníase por de gran ventura los que se podían guarecer, y así muchos hombres con sus mujeres e hijos salieron del pueblo; otros fueron cautivos por los nuestros, y su pueblo robado y saqueado, donde infinita riqueza hallaron de fino oro en lindas joyas y plata. Muchos no la estimaban, ni se dieron nada por ella, sino fueron algunos que tomaban algunas ollas y otras vasijas para su servicio. Fueron las esmeraldas, que si todas las guardaran y las vendieran valieran un gran tesoro; mas ignorando su valor, juzgando ser de vidrio, como si los indios tuvieran algunos hornos de él, las tuvieron en poco. Dijéronme que un platero conoció ser piedras ricas y que disimuladamente hizo mochila de todas las más que pudo, para con ellas volverse en España. No se vio él en tal gloria, porque entre las nieves y fríos de adelante se helaron él y su burjaca de esmeraldas. Hallaron más, según algunos me contaron, en este pueblo; unas armas con que se armaban cuatro hombres hechas de planchas de oro y claveteadas con clavos de lo mismo; las lañas eran anchas, como cuatro dedos, y algo largas; las armaduras de oro para las cabezas como casquetes del mismo metal, sembradas de esmeraldas: ellas debían de ser tan ricas que en Milán se armaran más de cuatrocientos con su valor. Todo el oro se recogió, llevándolo como mejor pudieron, aunque todo les parecía poco; no dándoseles nada por lo que hallaban, aguardando a henchir las manos en el Quito. Más adelante estaba un pueblo que pusieron "de las Golondrinas", por las muchas que hallaron en él adonde, como llegaron, la guía que llevaban para lo de Quito, viendo coyuntura, dejándolos engolosinados con sus dichos, se huyó; de que el adelantado recibió mucho enojo y todos se hallaron puestos en gran confusión porque no sabían la tierra ni cuáles eran buenos caminos; y pareciendo convenir, mandó al capitán Luis de Moscoso que fuese a descubrir para tomar lengua de lo que les convenía hacer y saliendo con algunos españoles hacia la parte de levante, descubrió un pueblo llamado Lani, de donde salió y descubrió otro pueblo llamado Chonana, adonde había mucho bastimento y se cautivaron algunos naturales. Tuvo nueva de esto el adelantado; movió con su campo y llegó a esta tierra. Afirmáronme algunos caballeros honrados, que hoy son vivos de los que entraron en este reino con el adelantado don Pedro de Alvarado, que los indios que trajeron de Guatimala comieron infinidad de gente de los naturales de estos pueblos que caen en la comarca de Puerto Viejo, y después fueron los más de ellos helados de frío y muertos de hambre, como se dirá; y así se van apocando en algunas partes con grandes infortunios, castigándoles Dios por sus detestables pecados: pues nos consta en esta parte de Puerto Viejo hay muchos que usan el pecado nefando; y los que vinieron de Guatimala tienen la costumbre de se comer: pecados tan enormes que merecieron pasar por lo que pasaron, pues lo permitió Dios. Vuelto al propósito, como Alvarado se viese ya encaminado en la ida del Quito y que no tenía guías, parecióle que no sería cosa honesta meterse por camino ignoto, y no sabido, con tanta gente, sino que saliesen algunos capitanes a descubrir a una parte y otra y trajesen razón de lo que hallasen para conforme a lo que viesen ordenar lo más seguro. Y así mandó luego a Gómez de Alvarado, su hermano, que con treinta caballos y algunos peones fuese descubriendo hacia el septentrión y al capitán Benavides también mandó que fuese asimismo a descubrir hacia la parte de levante. Y este capitán Benavides, con los que fueron con él, descubrió el río y pueblo que llaman Daule. Gómez de Alvarado descubrió el pueblo de Yagua, donde halló ciertos leones, y más adelante, por aquella parte, llegó hasta la provincia de Niza. Los indios de todas estas tierras: de ellos huían, de ellos quedaban presos en poder de los españoles; pusiéronse ciertos de ellos en arma contra Gómez de Alvarado: no les fue bien de ello, porque heridos y muertos fueron más y los otros huyeron de tal burla. Decían los que se cautivaron saber el camino del Quito, y que los llevarían allí por tal camino que brevemente se viesen dentro. Gómez de Alvarado había mandado apercibir a seis caballos para que fuesen a dar aviso al adelantado de que convenía venir con el campo por aquella parte y llegó nueva cómo los indios habían muerto a un español y herido a otro, los cuales se habían apartado por robar a los indios sin que fuesen vistos; y ellos, como vieron no ser más, mataron a el uno que se nombraba Juan Vázquez. Cabalgaron luego para castigar los indios sin tener, a mi ver, ninguna culpa, pues no pecaban en matar los que tantos de ellos mataban y robaban, estando en sus propias tierras y casas; mas, de ellos se habían puesto en cobro, de manera que ninguno toparon: al cristiano halláronlo muerto, la cabeza cortada. Tornó a determinar de no enviar ningunos caballos, sino ir él con los que estaban a dar cuenta al adelantado, y así lo hizo, afirmándole cómo los indios decían ser el camino más seguro para el Quito por donde él había descubierto y que sería acertado caminar por él. Benavides también llegó, habiendo descubierto el río Grande y otros pueblos por donde se afirma, lo mismo que por la otra parte: que podían ir al Quito muy bien. El adelantado, contra lo que afirmaban los cautivos que trajo el capitán Alvarado, se determinó de que fuesen por la parte que había descubierto Benavides, y así ordenó luego la partida; y anduvieron hasta llegar al río de Daule, donde perdieron el camino porque los indios tienen la contratación por el propio río.
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Capítulo LXV Que trata de cómo después de haber salido el general Pedro de Valdivia de la villa de la Serena mandó al piloto de un bergantín que estaba allí que se decía Luis Hernández que se fuese al puerto de Valparaíso Habiendo el general despachado el galeón para el Pirú y dado la orden que convenía al capitán Joan Bohón, que estaba en la villa de la Serena, mandó a Luis Hernández, piloto del bergantín que en el puerto estaba que había venido con socorro, que se fuese y llevase el bergantín con sus compañeros al puerto de Valparaíso, puerto de la ciudad de Santiago, porque él se partió otro día por tierra. Aquella noche se hizo a la vela el piloto con otros compañeros, y todos tres lusitanos, y se fueron a los reinos del Pirú. Allegado el general a la ciudad de Santiago y no era venido ni después vino el bergantín, supo cómo se había ido al Pirú, porque no pudo el piloto efectuar un trato secreto que traían con un Pero Sancho, vecino de la ciudad de Santiago, y con el criado del licenciado Vaca de Castro que estaba vendiendo y cobrando su mercadería, o por mejor decir, la que a cargo traía y cosas que convenían a los dos y al piloto también, porque le habían prometido cierta cantidad de dineros porque se fuesen con el navío a entender lo que a ellos les parecía que convenía, y por estas causas se fueron. Estuvo el general en la ciudad de Santiago cinco meses, en los cuales mandó aderezar armas y reformar los caballos y aprestarse, para en fin de enero, año de mil y quinientos y cuarenta y seis, salir, como salió, a la ligera con sesenta de a caballo. Caminó hasta pasar el caudaloso río de Itata, que es pasados los términos de la ciudad de Santiago y lo último de lo que él con sus compañeros había conquistado, y de allí adelante no había pasado ningún español, ni se sabía qué tan cerca estaba tierra poblada. Pasado este río fue a dormir a una laguna que estaba cinco leguas de aquel río, adonde los vinieron acometer cierta cantidad de gente, y eran tan salvajes que se venían a los españoles pensando tomarlos a manos, a causa de estar admirados en ver otros hombres en hábito diferente que ellos. Y de ellos perdieron muchos las vidas. Aquí tomaron ciertos indios y al cacique, señor de aquella laguna. Y a todos les dio a entender el general a lo que venían, y supo de ellos cómo toda la gente de la comarca con sus caciques hacían junta para dar en los españoles, a los cuales hizo mensajeros de estos indios. Envióles a decir cómo él y aquellos sus hermanos venían a aquello que les habían dicho, y que les dijese, mas que sin temor ninguno viniesen a verse con él para que supiesen a lo que venían, y que si quisiesen venir de paz, se la guardarían y ansí mesmo les guardarían a sus mujeres e hijos y haciendas, y si quisiesen pelear, que allí delante los hallarían no temerosos de sus fieros, ni asquerosos de su sangre. Fueron los mensajeros a la junta de los indios, y con ellos envió otros indios más pláticos y un yanacona para que les supiesen decir lo que les enviaba de mensaje. Y a este yanacona dijo el general que dijese a los indios de guerra, que si quisiesen servir y venir de paz, que los conocerían en verlos desarmados, porque si armas trajesen los matarían, y los que no las trajesen, se la guardarían. La respuesta que el yanacona trajo fue que lo apalearon y lo enviaron y no le dijeron cosa alguna. Visto esto, caminó el general con sus compañeros dos días, que no hallaron indio ni otra persona alguna, y al tercero día salieron sesenta indios de guerra. Vistos les envió el general a hablar y decir que por qué andaban con armas y tan pocos, y por ser pocos daban a entender que andaban de paz, y andar con armas no hacían lo que les envió a decir, que se aclarasen. Respondieron que ya lo habían sabido y oído, pero veían que eran pocos y ellos muchos, y que por tanto venían aquéllos a matarlos. Oída la respuesta dijo el general que aguardasen un poco, y mandó a quince soldados que saliesen con él, y arremetieron como suelen y desbarataron del primer encuentro los indios y mataron más de treinta, y todos los demás tomó y los mandó castigar cortándoles las narices. Y ansí los envió, y que dijesen a sus caciques que si no venían a servirles, que ansí los habían de castigar, y que tomasen de aquéllos aviso, y que escarmentasen, y que supiesen como lo hacen en la guerra los españoles. Como los indios de la junta vieron aquellos indios así castigados, tomaron tanto temor que huyeron muchos y desampararon el sitio y se fueron. Dijeron aquellos indios cuando se iban que no querían pelear, porque veían que eran muy valientes, pues quince vencieron a sesenta y mataron más de la mitad, y castigaron a todos los otros de tal suerte que atemorizada. E toda esta gente traía a su cargo un capitán que se llamaba Malloquete, de parte de un gran señor que se llamaba Andalién, el cual le había mandado que viniese a pelear con nosotros y que no dejase la guerra hasta dar fin a todos los cristianos, o morir sobre la defensa de la entrada de su tierra, lo cual amonestaba con buenas razones este Malloquete a los indios que se le iban. Y viendo que no aprovechaba todo lo que les decía ni podía decir, dejó ir hasta cuatro mil indios y dijo que con seis mil indios que le quedaba, que eran los escogidos, matarían a todos los españoles y cumpliría con el mandato de su señor. Tenía el general asentada su ranchería e alonjamiento encima de una loma, que de una y otra parte pasaba dos quebradas agras. Y acaso la luna era de cinco días, y púsose el primer cuarto, y acabado de se poner, dieron los indios en los cristianos tan sin temor, como si muchas veces lo hubieran usado, dando grandes alaridos como lo usan, que demostraban ser cincuenta mil indios. Saliéronles al encuentro cuatro españoles, que se decían Alonso de Córdoba y Joan de Gangas y Gaspar Orense y Joan de Cepeda, que eran de ronda con sus espadas y rodelas y morriones, y detuviéronles su furia. Y en el entretanto salió el general con los demás españoles y pelearon animosamente, estando en su escuadrón cerrado los indios tan fuertes como si fueran tudescos. Duró esta batalla gran pieza de la noche, y al fin fueron los indios rompidos y muertos el capitán Malloquete y hasta doscientos indios. Ellos mataron dos caballos e hirieron doce españoles. Vencida la batalla, quedando como quedaron por señores del campo, los españoles curaron los heridos.
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Que trata de otras conquistas que en estos tiempos hicieron los del imperio Andaban los ejércitos del imperio tan ganosos de sujetar tierras y naciones, que les parecía a los soldados de gran ociosidad y menos valor si no hacían alguna entrada, y como en esto se les seguía muy gran honra y fama, y demás de los grandes y espléndidos dones y mercedes que sus reyes les hacían, volvían a sus casas ricos de despojos, andaban cuidadosos y no dejaban pasar el tiempo en vano, por lo cual en esta ocasión, se les ofreció ir sobre la provincia de Tequetépec, en donde otras veces habían sido vencidos y era una de las más ricas y poderosas que había en aquellas costas, y así yendo por sus jornadas hasta llegar a la dicha provincia entraron por ella, y cercaron a una de sus ciudades más populosas y ricas que se decía Amextloapan y combatiéndola la sujetaron y saquearon, en donde en su defensa murieron muchos millares de tequantepecas, y trajeron cautivos diecisiete mil cuatrocientas personas; con cuya hazaña quedaron los de esta provincia muy destrozados, habiendo siempre defendido su partido muy bien. Luego el año siguiente de 1500, que llamaron chicuey técpatl, por haberse tornado a rebelar los de la provincia de Xaltépec fueron sobre ellos y totalmente los destruyeron, de manera que de todo punto quedaron sujetos, sin que jamás de allí adelante tuviesen pensamientos de alterarse, poniéndoles doblados tributos como era costumbre con los que se alzaban contra el imperio.