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Capítulo IV 63 De cómo comenzaron algunos de los indios a venir al bautismo, y cómo comenzaron a deprender la doctrina cristiana, y de los ídolos que tenían 64 Ya que los predicadores comenzaban a soltar algo en la lengua y predicaban sin libro, y como ya los indios no llamaban ni servían a los ídolos si no era lejos o escondidamente, venían muchos de ellos los domingos y fiestas a oír la palabra de Dios y lo primero que fue menester decirles, fue darles a entender quién es Dios, uno todopoderoso, sin principio ni fin, creador de todas las cosas, cuyo saber no tiene fin, suma bondad, el cual creó todas las cosas visibles e invisibles, y las conserva y da ser, y tras esto lo que más les pareció que convenía decirlos por entonces; y luego junto con esto fue menester darles también a entender quién era Santa María, porque hasta entonces solamente nombraban María, o Santa María, y diciendo este nombre pensaban que nombraban a Dios, y a todas las imágenes que veían llamaban Santa María. Ya esto declarado, y la inmortalidad del ánima, dábaseles a entender quién era el demonio en quien ellos creían, y cómo los traían engañados; y las maldades que en sí tiene, y el cuidado que pone en trabajar que ninguna ánima se salve; lo cual oyendo hubo muchos que tomaron tanto espanto y temor, que temblaban de oír lo que los frailes les decían, y algunos pobres desarrapados, de los cuales hay hartos en esta tierra, comenzaron a venir a el bautismo y a buscar el reino de Dios, demandándole con lágrimas y suspiros y mucha importunación. 65 En servir de leña a el templo del demonio tuvieron estos indios siempre muy gran cuidado, porque siempre tenían en los patios y salas de los templos del demonio muchos braseros de diversas maneras, algunos muy grandes. Los más estaban delante de los altares de los ídolos, porque todas las noches ardían. Tenían asimismo unas casas o templos del demonio, redondas, unas grandes y otras menores, según eran los pueblos; la boca hecha como de infierno v en ella pintada la boca de una temerosa sierpe con terribles colmillos y dientes, y en algunas de éstas los colmillos eran de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor y grima; en especial el infierno que estaba en México, que parecía traslado del verdadero infierno. En estos lugares había lumbre perpetua, de noche y de día. En estas casas o infiernos que digo, eran redondos y bajos, y tenían el suelo bajo, que no subían a ellos por gradas como los otros templos, de los cuales también había muchos redondos; mas eran altos con sus altares, y subían a ellos por muchas gradas; éstos eran dedicados a el dios del viento, que se decía Quezacoatlchy Quetzalcoatl. Había unos indios diputados para traer leña, y otros para velar, poniendo siempre lumbre; y casi lo mismo hacían en las casas de los señores, adonde en muchas partes hacían lumbres, y aún hoy día hacen algunas y velan las casas de los señores; pero no como solían, porque ya no hacen de diez partes la una. 66 En este tiempo se comenzó a encender otro fuego de devoción en los corazones de los indios que se bautizaban, cuando deprendían el Ave María y el Pater Noster, y la doctrina cristiana; y para que mejor lo tomasen y sintiesen algún sabor, diéronles cantado el Per signum Crucis, Pater Noster y Ave María, Credo y Salve, con los mandamientos en su lengua, de un canto llano gracioso. Fue tanta la prisa que se dieron a deprenderlo, y como la gente era mucha, estábanse a montoncillos, así en los patios de las iglesias y ermitas como por sus barrios, tres y cuatro horas cantando y aprendiendo oraciones; y era tanta la prisa, que por doquiera que fuesen, de día o de noche, por todas partes se oía cantar y decir toda la doctrina cristiana, de lo cual los españoles se maravillaban mucho de ver el fervor con que lo decían, y la gana con que se daban a lo deprender; y no sólo deprendieron aquellas oraciones, mas otras muchas, que saben y enseñan a otros con la doctrina cristiana; y en esto y en otras cosas los niños ayudan mucho. 67 Ya que pensaban los frailes que con estar quitada la idolatría de los templos del demonio y venir a la doctrina cristiana y al bautismo era todo hecho, hallaron lo más dificultoso y que más tiempo fue menester para destruir, y fue que de noche se ayuntaban, y llamaban y hacían fiestas al demonio, con muchos y diversos ritos que tenían antiguos, en especial cuando sembraban el maíz, y cuando lo cogían, y de veinte en veinte días, que tenían sus meses; y el postrero día de aquellos veinte era fiesta general en toda la tierra. Cada día de éstos era dedicado a uno de los principales de sus dioses, los cuales celebraban con diversos sacrificios de muertes de hombres, con otras muchas ceremonias. Tenían diez y ocho meses, como presto se dirá, y cada mes de veinte días; y acabados éstos, quedábanles otros cinco días, que decían que andaban en vano, sin año. Estos cinco días eran también de grandes ceremonias y fiestas, hasta que entraban en año. Demás de éstos tenían otros días de sus difuntos, de llanto que por ellos hacían, en los cuales días después de comer y embeodarse llamaban a el demonio, y estos días eran de esta manera: que enterraban y lloraban a el difunto, y después a los veinte días tornaban a llorar a el difunto y a ofrecer por él comida y rosas encima de su sepultura; y cuando se cumplían ochenta días hacían otro tanto, y de ochenta en ochenta días, lo mismo; y acabado el año, cada año en el día que murio el difunto le lloraban y hacían ofrenda, hasta el cuarto año; y desde allí cesaban totalmente para nunca más se acordar del muerto. Por vía de hacer sufragio, a todos los difuntos nombraban teutl fulano, que quiere decir, fulano dios, o fulano santo. 68 Cuando los mercaderes venían de lejos, o otras personas, sus parientes y amigos hacíanles gran fiesta y embeodándose con ellos. Tenían en mucho alongarse de sus tierras y darse por allá buena maña y volver hombres, aunque no trajesen más de la persona; también cuando alguno acababa de hacer una casa, le hacían fiesta. Otros trabajaban y adquirían dos o tres años cuanto podían, para hacer una fiesta al demonio, y en ella no sólo gastaban cuanto tenían, más aún, se adeudaban, de manera que tenían que servir y trabajar otro año y aun otros dos para salir de deuda; y otros que no tenían caudal para hacer aquella fiesta, vendíanse y hacíanse esclavos para hacer una fiesta un día a el demonio. En estas fiestas gastaban gallinas, perrillos y codornices para los ministros de los templos, su vino y pan, esto abondo, porque todos salían beodos. Compraban muchas rosas y canutos de perfumes, cacao, que es otro brebaje bueno y frutas. En muchas de estas fiestas daban a los convidados mantas, y en la más de ellas bailaban de noche de día hasta quedar cansados o beodos. Demás de éstas hacían otras muchas fiestas con diversas ceremonias, y las noches de ellas toda era dar voces y llamar a el demonio, que no bastaba poder ni saber humano para las quitar, porque les era muy duro dejar las costumbres en que se habían envejecido, las cuales costumbres y idolatrías, a lo menos las más de ellas, los frailes tardaron más de dos años en vencer y desarraigar con el favor y ayuda de Dios, y sermones y amonestaciones que siempre les hacían. 69 Desde ha poco tiempo vinieron a decir a los frailes cómo escondían los indios los ídolos y ponían en los pies de las cruces, o en aquellas gradas debajo de las piedras, para allí hacer que adoraban la cruz y adorar a el demonio, y querían allí guarecer la vida de su idolatría, Los ídolos que los indios tenían eran muy muchos y en muchas partes, en especial en los templos de sus demonios, y en los patios y en los lugares eminentes, así como bosques, grandes cerrejones, y en los puertos y montes altos, y en los caminos, a doquiera que se hacía algún alto o lugar gracioso, o dispuesto para descansar; y los que pasaban echaban sangre de las orejas o de la lengua, o echaban un poco de incienso de lo que hay en aquella tierra, que llaman copalli; otros, rosas que cogían en el camino, y cuando otra cosa no tenían, echaban un poco de yerba verde o unas pajas, y allí descansaban, en especial los que iban cargados, porque ellos se echan buenas y grandes cargas. 70 Tenían asimismo ídolos cerca del agua, mayormente en par de las fuentes, adonde hacían sus altares con sus gradas, cubiertos; y en muchas principales fuentes de mucha agua tenían cuatro de estos altares puestos en cruz unos enfrente de otros, la fuente en medio, y allí y en el agua ponían mucho copalli, y papel y rosas; y algunos devotos del agua se sacrificaban allí. Y cerca de los grandes árboles, así como cipreses grandes o cedros, hacían los mismos altares y sacrificios, y en sus patios de los demonios y delante de los templos trabajaban por tener y plantar cipreses, plátanos y cedros. También hacían de aquellos altares pequeños, con sus gradas y cubiertos con su terrado, en muchas encrucijadas de los caminos, y en los barrios de sus pueblos, y en los altozanos, y en otras muchas partes tenían como oratorios, en los cuales lugares tenían mucha cantidad de ídolos de diversas formas y figuras, y éstos públicos, que en muchos días no los podían acabar de destruir, así por ser muchos y en diversos lugares como porque cada día hacían muchos de nuevo; porque habiendo quebrantado en mucha parte, muchos, cuando por allí tornaban los hallaban todos nuevos y tornados a poner; porque como no habían de buscar canteros que se los hiciesen, ni escoda para los labrar, ni quién se la amolase, sino que muchos de ellos son maestros, y una piedra labran con otra, no los podían agotar, ni acabar de destruir. Tenían ídolos de piedra y de palo, y de barro cocido, y también los hacían de masa, y de semillas envueltas con masa, y tenían unos grandes, y otros mayores, y medianos y pequeños, y muy chiquitos. Unos tenían figuras de obispos, con sus mitras y báculos, las cuales había algunas doradas, y otras de piedras de turquesas de muchas maneras. Otros tenían figuras de hombres; tenían en la cabeza un mortero en lugar de mitra, y allí le echaban vino, porque era el dios del vino. Otros tenían diversas insignias, en que conocían a el demonio que representaba. Otros tenían figuras de mujeres, también de muchas maneras. Otros tenían figuras de bestias fieras, así como leones, tigres, perros, venados, y de cuantos animales se crían en los montes y en el campo. 71 También tenían ídolos de figuras de culebras, y éstos de muchas maneras, largas y enroscadas; otras con rostro de mujer. Delante de muchos ídolos ofrecían culebras y víboras, y a otros ídolos les ponían muchos sartales de colas de víboras; que hay unas víboras grandes que en la cola hacen unas vueltas con las cuales hacen ruido, y a esta causa los españoles las llaman víboras de cascabel; algunas de éstas hay muy fieras, de diez y quince nudos; su herida es mortal y apenas allega a veinte y cuatro horas la vida del herido. Otras culebras hay muy grandes, tan gruesas como el brazo. Estas son bermejas, y no son ponzoñosas, antes las tienen en mucho para comer los grandes señores. Llámanse éstas culebras de venado, esto es, o porque se parecen en la color a el venado, o porque se pone en una senda y allí espera a el venado, y ella ásese a algunas ramas y con la cola revuélvese a el venado y tiénele; y aunque no tiene dientes ni colmillos, por los ojos y por las narices la chupa la sangre. Para tomar éstas no se atreve un hombre, porque ella le apretaría hasta matarle; mas si se hallan dos o tres, síguenla y átanla a un palo grande, y tiénenla en mucho para presentar a los señores. De éstas también tenían ídolos. 72 Tenían también ídolos de aves, así como de águilas, y de águila y tigre eran muy continuos ídolos. De búho y de aves nocturnas, y de otras como milano, y de toda ave grande, o hermosa o fiera, o de preciosas plumas tenían ídolo; y el principal era del sol, y también de la luna y estrellas, de los pescados grandes y de los lagartos de agua, hasta sapos y ranas, y de otros peces grandes, y éstos decían que eran los dioses del pescado. De un pueblo de la laguna de México llevaron unos ídolos de estos peces, que eran unos peces hechos de piedra, grandes; y después volviendo por allí pidiéronles para comer algunos peces, y respondieron que habían llevado el dios del pescado y que no podían tomar peces. 73 Tenían por dioses a el fuego y a el aire, y a el agua, y a la tierra, y de esto sus figuras pintadas, y de muchos de sus demonios tenían rodelas y escudos, y en ellas pintadas las figuras y armas de sus demonios con su blasón. De otras muchas cosas tenían figuras e ídolos de bulto y de pincel, hasta de las mariposas y pulgas y langostas, y grandes y bien labradas. Acabados de destruir estos ídolos públicos, dieron tras los que estaban encerrados en los pies de las cruces, como en cárcel, por el demonio que no podía estar cabe la cruz sin padecer grande tormento, y a todos los destruyeron; porque aunque había algunos malos indios que escondían los ídolos, había otros buenos indios ya convertidos, que pareciéndoles mal y ofensas a Dios, avisaban de ello a los frailes, y aun de éstos no faltó quien quiso argüir no ser bien hecho. Esta diligencia fue bien menester, así para evitar muchas ofensas a Dios, y que la gloria que a El se le debe no se la diesen a los ídolos, como para guarecer a muchos del cruel sacrificio, en el cual muchos morían, o en los montes, o de noche, o en lugares secretos; porque en esta costumbre estaban muy encarnizados, y aunque ya no sacrificaban tanto como solían, todavía instigándoles el demonio buscaban tiempo para sacrificar; porque, según presto se dirá, los sacrificios y crueldades de esta tierra y gente sobrepujaron y excedieron a todas las del mundo, según que leemos y aquí se dirá; y antes que entre a decir las crueldades de los sacrificios, diré la manera y cuenta que tenían en repartir el tiempo de años y meses, semanas y días.
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Cómo entramos por la tierra Otro día adelante el gobernador acordó de entrar por la tiera, por descubrirla y ver lo que en ella había. Fuímonos con él el comisario y el veedor y yo, con cuarenta hombres, y entre ellos seis de caballo, de los cuales poco nos podíamos aprovechar. Llevamos la vía del Norte hasta que a hora de vísperas llegamos a una bahía muy grande17, que nos paresció que entraba mucho por la tierra; quedamos allí aquella noche, y otro día nos volvimos donde los navíos y gente estaban. El gobernador mandó que el bergantín fuese costeando la vía de la Florida, y buscase el puerto que Miruelo el piloto había dicho que sabía18; mas ya él lo había errado, y no sabía en qué parte estábamos, ni adónde era el puerto; y fuéle mandado al bergantín que si no lo hallase, travesase a la Habana19, y buscase el navío que Arevalo de la Cerda tenía, y tomados algunos bastimentos, nos viniesen a buscar. Partido el bergantín, tornamos a entrar en la tierra los mismos que primero, con alguna gente más, y costeamos la bahía que habíamos hallado; y andadas cuatro leguas, tomamos cuatro indios, y mostrámosles maíz para ver si le conocían, porque hasta entonces no habíamos visto señal de él. Ellos nos dijeron que nos llevarían donde lo había; y así, nos llevaron a su pueblo, que es al cabo de la bahía, cerca de allí, y en él nos mostraron un poco de maíz, que aún no estaba para cogerse. Allí hallamos muchas cajas de mercaderes de Castilla, y en cada una de ellas estaba un cuerpo de hombre muerto, y los cuerpos cubiertos con unos cueros de venados pintados. Al comisario le paresció que esto era especie de idolatría y quemó las cajas con los cuerpos. Hallamos también pedazos de lienzo y de paño, y penachos que parecían de la Nueva España; hallamos también muestras de oro. Por señas preguntamos a los indios de adónde habían habido aquellas cosas; señaláronnos que muy lejos de allí había una provincia que se decía Apalache, en la cual había mucho oro, y hacían seña de haber muy gran cantidad de todo lo que nosotros estimamos en algo. Decían que en Apalache20 había mucho, y tomando aquellos indios por guía, partimos de allí; y andadas diez o doce leguas, hallamos otro pueblo de quince casas, donde había buen pedazo de maíz sembrado, que ya estaba para cogerse, y también hallamos algunos que estaba ya seco; y después de dos días que allí estuvimos, nos volvimos donde el contador y la gente y navíos estaban, y contamos al contador y pilotos lo que habíamos visto, y las nuevas que los indios nos habían dado. Y otro día, que fue 1 de mayo, el gobernador llamó aparte al comisario y al contador y al veedor y a mí, y a un marinero que se llamaba Bartolomé Fernández, y a un escribano que se decía Jerónimo de Alaniz, y así juntos, nos dijo que tenía en voluntad de entrar por la tierra adentro, y los navíos se fuesen costeando hasta que llegasen al puerto, y que los pilotos decían y creían que yendo la vía de las Palmas estaban muy cerca de allí; y sobre esto nos rogó le diésemos nuestro parecer. Yo respondía que me parescía que por ninguna manera debía dejar los navíos sin que primero quedasen en puerto seguro y poblado, y que mirase que los pilotos no andaban ciertos, ni se afirmaban en una misma cosa, ni sabían a qué parte estaban; y que allende de esto, los caballos no estaban para que en ninguna necesidad que se ofresciese nos pudiésemos aprovechar de ellos; y que sobre todo esto, íbamos mudos y sin lengua, por donde mal nos podíamos entender con los indios, ni saber lo que de la tierra queríamos, y que entrábamos por tierra de que ninguna relación teníamos, ni sabíamos de qué suerte era, ni lo que en ella había, ni de qué gente estaba poblada, ni a qué parte de ella estábamos; y que sobre todo esto, no teníamos bastimentos para entrar adonde no sabíamos; porque, visto lo que en los navíos había, no se podía dar a cada hombre de ración para entrar por la tierra, más de una libra de bizcocho y otra de tocino, y que mi parescer era que se debía embarcar y ir a buscar puerto y tierra que fuese mejor para poblar, pues la que habíamos visto, en sí era tan despoblada y tan pobre, cuanto nunca en aquellas partes se había hallado. Al comisario le paresció todo lo contrario, diciendo que no se había de embarcar, sino que, yendo siempre hacia la costa, fuesen en busca del puerto, pues los pilotos decían que no estaría sino diez o quince leguas de allí la vía de Pánuco21, y que no era posible, yendo siempre a la costa, que no topásemos con él, porque decían que entraba doce leguas adentro por la tierra, y que los primeros que lo hallasen, esperasen allí a los otros, y que embarcarse era tentar a Dios, pues desque partimos de Castilla tantos trabajos habíamos pasado, tantas tormentas, tantas pérdidas de navíos y de gente habíamos tenido hasta llegar allí; y que por estas razones él se debía de ir por luengo de costa hasta llegar al puerto, y que los otros navíos, con la otra gente, se irían a la misma vía hasta llegar al mismo puerto. A todos los que allí estaban paresció bien que esto se hiciese así, salvo al escribano, que dijo que primero que desamparase los navíos, los debía de dejar en puerto conoscido y seguro, y en parte que fuese poblada; que esto hecho, podría entrar por la tierra adentro y hacer lo que le paresciese. El gobernador siguió su parescer y lo que los otros le aconsejaban. Yo, vista su determinación, requeríle de parte de Vuestra Majestad que no dejase los navíos sin que quedasen en puerto y seguros, y así lo pedí por testimonio al escribano que allí teníamos. El respondió que, pues él se conformaba con el parescer de los más de los otros oficiales y comisario, que yo no era parte para hacerle estos requerimientos, y pidió al escribano le diese por testimonio cómo por no haber en aquella tierra mantenimientos para poder poblar, ni puerto para los navíos, levantaba el pueblo que allí había asentado, y iba con él en busca del puerto y de tierra que fuese mejor; y luego mandó apercibir la gente que había de ir con él; y después de esto proveído, en presencia de los que allí estaban, me dijo que, pues yo tanto estorbaba y temía la entrada por la tierra, que me quedase y tomase cargo de los navíos y la gente que en ellos quedaba, y poblase si yo llegase primero que él. Yo me excusé de esto, y después de salidos de allí aquella misma tarde, diciendo que no le parescía que de nadie se podía fiar aquello, me envió a decir que me rogaba que tomase cargo de ello; y viendo que importunándome tanto, yo todavía me excusaba, me preguntó qué era la causa por que huía de aceptallo; a lo cual respondí que yo huía de encargarme de aquello porque tenía por cierto y sabía que él no había de ver más los navíos, ni los navíos a él, y que esto entendía viendo que tan sin aparejo se entraban por la tierra adentro; y que yo quería más aventurarme al peligro que él y los otros se aventuraban, y pasar por lo que él y ellos pasasen, que no encargarme de los navíos, y dar ocasión a que se dijese que, como había contradicho la entrada, me quedaba por temor, y mi honra anduviese en disputa; y que yo quería más aventurar la vida que poner mi honra en esta condición. El, viendo que conmigo no aprovechaba, rogó a otros muchos que me hablasen en ello y me lo rogasen, a los cuales respondí lo mismo que a él; y así, preveyó por su teniente, para que quedase en los navíos, a un alcalde que traía que se llamaba Caravallo.
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CAPITULO IV Del camino e islas que hay desde esta de Santo Domingo hasta el Reino de México La primera isla que hay después de haber salido de la de Santo Domingo es la que ordinariamente llaman Navaza, la cual está 112 leguas de Ciudad de Santo Domingo y está en 17 grados; es isla pequeña. Junto a ella está otra que se llama Jamaica, de 50 leguas de longitud y 14 de latitud. Cerca de ellas suele haber grandes huracanes en la lengua de los propios isleños, quiero decir todos los cuatro vientos principales juntos y que el uno hace fuerza contra el otro: los cuales ordinariamente soplan en esta costa los meses de agosto y septiembre y octubre, por lo cual siempre las flotas que van a Indias procurar pasar aquella costa antes de llegar estos tres meses, o después, por tener experiencia de haberse perdido muchos navíos en aquel paraje y tiempo. Desde esta isla se va a la de Cuba, que está en 20 grados, en la cual está el puerto de la Habana, que está en 23, a cuya última punta, que llaman el Cabo de San Antón, se ponen 200 leguas, y está a 22 grados de altura. Es grande isla y tiene 225 leguas de longitud y de latitud 37. Es habitada de españoles y convertida toda ella a la fe de Cristo, y hay en ella Obispo y conventos de religiosos. Cuando las naos van a la Nueva España, pasan a vista de ellas, y ala vuelta, así las que vienen de ella como las del Perú, entran siempre en el puerto dicho de la Habana, que es muy bueno y seguro, donde se hallan todos los mantenimientos que para provisión de las Flotas son necesarios, unos que produce la propia isla y otros traídos de otras, y hay en particular mucha y buena madera, así para reparo de las naos, como para otras muchas cosas, de la cual traen de ordinario lastradas las naos que vienen de España. Tiene en esta isla Su Majestad un Gobernador y un Capitán con muy buenos soldados para guarda de ella y de un fuerte que hay en ella, el mejor de todas las indias. Descubrióse esta isla de Cuba el año de 1511 y había en esta isla, que es tan grande como hemos dicho, mucho número de naturales, que ahora hay muy pocos. Hay un río en ella que tiene mucho oro según la tradición de los naturales y lo que dijeron a sus hijos, lo cual echaron en él los naturales de la manera siguiente: Un cacique, que se llamaba Hatuey, que por el miedo de los españoles se pasó a esta Isla de la Española con mucha gente y todas sus riquezas y mucho oro entre ellas: el cual como por relación de otros indios de Santo Domingo, donde él había. sido Rey y Señor, supiese que iban a la dicha isla los españoles, juntó a toda su gente y mucha de la isla, y les hizo un parlamento, diciendo: Dicen por muy cierto que los cristianos pasan a esta isla. Ya sabéis por experiencia lo que han hecho con la gente del Reino de Aitim (que era la isla Española). Lo mesmo harán aca. ¿Sabéis por qué lo hacen? Respondieron: Porque son de su natural crueles. No lo hacen, dijo el cacique, sino porque tienen un Dios a quien adoran, y por haberlo de nosotros nos matan. Cuando dijo esto, sacó un cesto de oro y joyas que había llevado escondido. Y dijo mostrándolo: Este es el Dios que digo. Hagámosle areitos (que son bailes y danzas) y quizá le agradaremos, y mandará a sus súbditos que no nos hagan mal. Trajeron para esto cada uno lo que tenía en su casa. Y hecho de todo un gran montón, como de trigo, bailaron alrededor hasta cansarse. Y después les dijo el cacique dicho: Yo he pensado bailando que, como quiera que sea, nos han de matar estos que vienen, que lo guardemos o que se lo demos, con codicia de sacarnos más. Echémoslo en el río. Y así lo hicieron de común consentimiento y voluntad. Desde esta Punta de San Antón se camina en demanda del Puerto de San Juan de Lúa (que es en la tierra firme del Reino de México) 230 leguas de la dicha Punta. Hay en todas ellas muy grandes pesquerías, y en especial de unos pescados que se llaman meros, que son tan fáciles de tomar, que en solo un día pueden cargar de ellos, no sólo navíos, sino Flotas, y suele acaecer muchas veces subirlos a la nao y tornarlos a echar en la mar por no tener sal con que salarlos. Pásase a vista de un isla que se llama Campeche, que es un tierra muy fresca que está en el reino de México y es muy bastecida de mantenimientos, y en particular de miel y cera, y tiene 300 leguas de contorno. Es toda la gente de ella convertida a la Ley de Nuestro Señor Jesu Cristo, y hay en ella obispo e Iglesia Catedral Gobernador por su Majestad y conventos de religiosos. A pocos días de haber pasado de esta isla, se llega al Puerto de San Juan de Lúa, en el cual, a causa de tener muchos bajíos, es menester entrar con mucho tiento las naos. Tiene en él Su Majestad un fuerte; está acabado y muy bueno. Cinco leguas de este Puerto está la ciudad de la Veracruz, adonde es el comercio y contratación y están los oficiales dé Su Majestad. Es tierra muy cálida a causa de estar en 19 grados, pero es muy bastecida de mantenimientos. Solía ser malsana, y agora no se tiene por tanto. No sé si es la causa la mudanza del cielo, o la discreción y buen regimiento de los que en ella viven. Está esta ciudad de la de México, que es la Metrópoli de todo aquel Reino y de donde todo él se nombra, 70 leguas de camino, todo él tan poblado y lleno de pueblos de indios y españoles y de bastimentos, que parece tierra de promisión. Es templadísimo, y tanto, que casi en todo el año ni hace frío ni calor, ni los días exceden a las noches, ni las noches a los días, sino muy poco a causa de estar casi debajo de la línea equinocial. La grandeza de este Reino y algunas particularidades se podrán ver en el siguiente capítulo.
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CAPÍTULO IV Había entonces muy poca claridad sobre la faz de la tierra. Aún no había sol. Sin embargo, había un ser orgulloso de sí mismo que se llamaba Vucub-Caquix. Existían ya el cielo y la tierra, pero estaba cubierta la faz del sol y de la luna. Y decía (Vucub Caquix): -Verdaderamente, son una muestra clara de aquellos hombres que se ahogaron y su naturaleza es como la de seres sobrenaturales. -Yo seré grande ahora sobre todos los seres creados y formados. Yo soy el sol, soy la claridad, la luna, exclamó. Grande es mi esplendor. Por mí caminarán y vencerán los hombres. Porque de plata son mis ojos, resplandecientes como piedras preciosas, como esmeraldas; mis dientes brillan como piedras finas, semejantes a la faz del cielo. Mi nariz brilla de lejos como la luna, mi trono es de plata y la faz de la tierra se ilumina cuando salgo frente a mi trono. Así, pues, yo soy el sol, yo soy la luna, para el linaje humano. Así será porque mi vista alcanza muy lejos. De esta manera hablaba Vucub Caquix. Pero en realidad, Vucub Caquix no era el sol; solamente se vanagloriaba de sus plumas y riquezas. Pero su vista alcanzaba solamente el horizonte y no se extendía sobre todo el mundo. Aún no se le veía la cara al sol, ni a la luna, ni a las estrellas, y aún no había amanecido. Por esta razón Vucub Caquix se envanecía como si él fuera el sol y la luna, porque aún no se había manifestado ni se ostentaba la claridad del sol y de la luna. Su única ambición era engrandecerse y dominar. Y fue entonces cuando ocurrió el diluvio a causa de los muñecos de palo. Ahora contaremos cómo murió Vucub Caquix y fue vencido, y cómo fue hecho el hombre por el Creador y Formador.
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De la salida del capitán Nuño de Chaves a la población de los Jarayes, y sucesos de ella Habiéndose aprontado el capitán Nuño de Chaves para la fundación que se la había encomendado, con toda la gente que se le ofreció ir acompañándole, salió de la Asunción el año de 1557 con 220 soldados, y más de 1.500 amigos, buen número de caballos, y bien proveído de armas y municiones; y embarcados los que iban por el río en 12 barcos de vela y remo, y muchas canoas y balsas, y navegaron felizmente, y los demás que fueron por tierra, siguieron su viaje hasta el puerto de Italin, donde se embarcaron juntamente con los indios amigos que llevaban, hasta reconocer la tierra de los Guayarapos, los cuales salieron de paz en sus canoas, y pasando adelante llegaron a las bocas de dos o tres ríos o lagunas, y no acertando a tomar el principal de su navegación, entraron por uno llamado Aracay, río poblado de muchos indios canoeros llamados Guatos, los cuales logrando la comodidad que se les ofrecía, determinaron hacer más celada, metiendo sus canoas debajo de grandes envasados de eneas y cañahejas, que hay por aquel río; y encubriéndose allí mucha cantidad de indios, aguardaron que pasase toda la fuerza de la armada, y repentinamente salieron de la celada, y acometieron por la retaguardia, donde mataron 11 españoles y más de 80 indios amigos, con que se trabó una reñida pelea entre unos y otros. Los enemigos se retiraron victoriosos del combate, que fue el 1? de noviembre, día de Todos los Santos, aciago en aquella provincia. Y tornando la armada a tomar el río principal, prosiguieron adelante con continuos asaltos que les daban aquellas naciones, principalmente los payaguaes. Pasaron el puerto de los Reyes, y llegaron a la isla de los Orejones, donde descansaron algunos días; y de allí prosiguieron al puerto de los Jeravayanes, provincia de los Jarayes, y saltaron a tierra muy contentos de su buen temple y disposición, aunque no hallaron sitio tan acomodado como convenía, y así fue determinado por Nuño de Chaves correr primero aquella tierra, y buscar planta para su fundación. Salió con toda la gente de su armada tierra adentro, dejando al cuidado de los indios Jarayes todas las embarcaciones, pertrechos y vituallas, que no pudieron cómodamente llevar, y entrando por aquel territorio, llegaron a un pueblo muy grande llamado Paisurí, nombre del indio principal de aquella comarca, el cual salió a recibirlos de paz; y prosiguiendo su camino, llegaron a los pueblos de los indios Jaramasis, donde se detuvieron algún tiempo hasta la cosecha del maíz, y después salieron de este distrito, fueron revolviendo al poniente por algunos lugares y pueblos naturales, de quienes tomaron lengua, y algunas noticias de riquezas, mucho oro y plata, y que por aquella frontera y serranías del Perú había indios Guaraníes llamados Chiriguanas, con cuya noticia caminó el general con su campo por unos bosques muy ásperos en demanda de los llamados Trabasicosis, por otro nombre Chiquitos, no porque lo sean, sino porque viven en casas muy pequeñas y redondas, y es gente muy belicosa e indómita, con quienes tuvieron varios reencuentros y escaramuzas, procurando impedir el paso a los nuestros, y se les antepusieron en una fuerte palizada, convocándose para ello todos los indios de aquella comarca; y visto por el general y demás capitanes, determinaron atacarlos, y ganarles el fuerte, dominando su soberbia para ejemplo de las demás naciones, sin embargo de saber la muchedumbre de su gente y flechería de palos venenosísimos, teniendo también emponzoñadas las puntas de sus dardos y picas, hechas de palos tostados, y muchas y agudas puntas clavadas en la tierra alrededor de la palizada, circulada de fosos, y trincheras bien dispuestas. Determinado el asalto, llegaron los nuestros hasta la palizada a pie y a caballo, matando a cuantos toparon, rompiéndola por muchas partes hasta ponerse dentro, donde fue sangriento y obstinado el choque, que se tuvo con aquellos feroces indios, que al cabo de larga resistencia fueron vencidos, y salieron muchos huyendo a otros pueblos vecinos. Hízose una grande presa de hombres y mujeres, aunque a mucha costa, porque a más de los indios y españoles que allí quedaron muertos salieron muchos heridos, como también la mayor parte de los caballos, que poco después murieron rabiando del veneno: por cuya causa, y la de estar muy distante el puerto, donde habían dejado las embarcaciones, trataron de retroceder hacia los Jarayes, como a lugar que se les había señalado para la población, como se lo propusieron y pidieron a Nuño de Chaves, quien de ningún modo quiso asentir a ello por pasar a los confines del Perú, con intento, según se entendió, de dividirse del gobierno del Río de la Plata, y hacer otra distinta provincia, en que él fuese Superior, como adelante lo veremos.
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CAPÍTULO IV De la magnanimidad del curaca o cacique Mucozo, a quien se encomendó el cautivo Juan Ortiz, como hombre que iba huyendo, llegó al lugar antes que amaneciese, mas por no causar algún alboroto no osó entrar en él, y, cuando fue de día, vio salir dos indios del pueblo por el mismo camino que él llevaba, los cuales quisieron flecharle, que siempre andan apercibidos de estas armas. Juan Ortiz, que también las llevaba, puso una flecha en su arco para defenderse de ellos, y también para ofenderles. ¡Oh cuánto puede un poco de favor, y más si es de dama! Pues vemos que el que poco antes no sabía dónde esconderse, temiento la muerte, ahora se atreve a darla a otros de su propia mano sólo por verse favorecido de una moza hermosa, discreta y generosa, cuyo favor excede a todo otro favor humano, con el cual, habiendo cobrado ánimo y esfuerzo, y aun soberbia, les dijo que no era enemigo sino que iba con embajada de una señora para el señor de aquel lugar. Los indios, oyendo esto, no le tiraron, antes se volvieron con él al pueblo y avisaron a su cacique cómo el esclavo de Hirrihigua estaba allí con mensaje para él. Lo cual, sabido por Mucozo, o Mocozo, que todo es uno, salió hasta la plaza a recibir el recaudo que Juan Ortiz le llevaba, el cual, después de haber saludado como mejor supo a la usanza de los mismos indios, en breve le contó los martirios que su amo le había hecho, en testimonio de los cuales le mostró en su cuerpo las señales de las quemaduras, golpes y heridas que le habían dado; y cómo ahora últimamente su señor estaba determinado de matarle para con su muerte regocijar y solemnizar tal día de fiesta, que esperaba tener presto. Y que la mujer e hijas del cacique su amo, aunque muchas veces le habían dado la vida, no osaban ahora hablar en su favor por haberla impedido el señor so pena de enojo; y que la hija mayor de su señor, con deseo que no muriese, por último y mejor remedio, le había mandado y puéstole ánimo que se huyese, y dándole guía que le encaminase a su pueblo y casa, y díchole que en nombre de ella se presentase ante él. La cual le suplicaba por el amor que le tenía le recibiese debajo de su amparo, y, como a cosa encomendada por ella, le favoreciese como quien era. Mucozo lo recibió afablemente y le oyó con lástima de saber los males y tormentos que había pasado, que bien se mostraban en las señales de su cuerpo, que, según su traje de los indios de aquella tierra, no llevaba más de unos pañetes. En este paso, demás de lo que hemos dicho, añade Alonso de Carmona que lo abrazó y lo besó en el rostro en señal de paz. Respondiole que fuese bien venido y se esforzase a perder el temor de la vida pasada, que en su compañía y casa la tendría bien diferente y contraria, y que, por servir a quien lo había enviado, y por él, que había ido a socorrerse de su persona y casa, haría todo lo que pudiese, como por la obra lo vería, y que tuviese por cierto que mientras él viviese nadie sería parte para enojarle. Todo lo que este buen cacique dijo en favor de Juan Ortiz cumplió, y mucho más de lo que prometió, y siempre de día y de noche lo traía consigo, haciéndole mucha honra, y muy mucha más después que supo que había muerto al león con el dardo. En suma, le trató como a propio hermano muy querido (que hermanos hay que se aman como el agua y el fuego). Y, aunque Hirrihigua, sospechando que se fue a valer de Mocozo, se lo pidió muchas veces, siempre Mocozo se excusó de darlo, diciendo entre razones, por última respuesta, que lo dejase, pues se le había ido a su casa, que muy poco perdía en perder un esclavo que tan odioso le era. Lo mismo respondió a otro cacique, cuñado suyo, llamado Urribarracuxi, de quien Hirrihigua se valió para lo pedir, el cual, viendo que sus mensajes no aprovechaban, fue personalmente a pedírselo, y Mocozo le respondió en presencia lo mismo que en ausencia, y añadió otras palabras con enojo, y le dijo que, pues era su cuñado, no era justo le mandase hacer cosa contra su reputación y honra, que no haría el deber, si a un afligido, que se le había ido a encomendar, entregase a su propio enemigo para que por su entretenimiento y pasatiempo lo martirizase y matase como a fiera. De estos dos caciques que con mucha instancia y porfía pedían a Juan Ortiz lo defendió Mocozo con tanta generosidad que tuvo por mejor perder (como lo perdió) el casamiento que aficionadamente deseaba hacer con la hija de Hirrihigua y el parentesco y amistad del cuñado que volver el esclavo a quien lo pedía para matarlo, al cual tuvo siempre consigo muy estimado y regalado hasta que el gobernador Hernando de Soto entró en la Florida. Diez años fueron los que Juan Ortiz estuvo entre aquellos indios: el uno y medio en poder de Hirrihigua y los demás con el buen Mocozo. El cual, aunque bárbaro, lo hizo con este cristiano muy de otra manera que los famosísimos varones del triunvirato que, en Laino, lugar cerca de Bolonia, hicieron aquella nunca jamás bastantemente abominada proscripción y concierto de dar y trocar los parientes, amigos y valedores por los enemigos y adversarios. Y lo hizo mucho mejor que otros príncipes cristianos que después acá han hecho otras tan abominables y más que aquélla, considerada la inocencia de los entregados y la calidad de alguno de ellos y la fe que debían tener y guardar los entregadores, que aquéllos eran gentiles y éstos se preciaban del nombre y religión cristiana. Los cuales, quebrantando las leyes y fueros de sus reinos, y sin respetar su propio ser y grado, que eran reyes y grandes príncipes, y con menosprecio de la fe jurada y prometida (cosa indigna de tales nombres), sólo por vengarse de sus enojos, entregaron los que no les habían ofendido por haber los ofensores, dando inocentes por culpados, como lo testifican las historias antiguas y modernas, las cuales dejaremos por no ofender oídos poderosos y lastimar los piadosos. Basta representar la magnanimidad de un infiel para que los príncipes fieles se esfuercen a le imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la mayor alteza de estado que tienen y están más obligados. Que cierto, consideradas bien las circunstancias del hecho valeroso de este indio y mirado por quién y contra quién se hizo, y lo mucho que quiso posponer y perder, yendo aun contra su propio amor y deseo por no negar el socorro y favor demandado y por él prometido, se verá que nació de ánimo generosísimo y heroico, indigno de haber nacido y de vivir en la bárbara gentilidad de aquella tierra. Mas Dios y la naturaleza humana muchas veces en desiertos tan incultos y estériles producen semejantes ánimos para mayor confusión y vergüenza de los que nacen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, ciencias y religión cristiana.
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Del levantamiento de los indios del Guairá contra el capitán Melgarejo, a cuyo socorro fue el capitán Alonso Riquelme Habiendo logrado los buenos sucesos, que quedan referidos, determinó el Gobernador que saliesen cuatro capitanes con sus compañías por distintos rumbos, que corriendo la tierra, fuesen castigando los rebeldes y obstinados, y admitiesen la paz a los que la pidiesen. Hecha este diligencia, el Gobernador con lo restante del campo movió su Real, y fue a sentarla sobre otro río llamado Aguapeí, que desagua en el Paraná, lugar acomodado y de bella disposición para sus designios; y habiendo desde allí hecho correr el campo, halló a los indios de la comarca de mal en peor en su rebeldía y pertinacia. A este mismo tiempo llegó al Real un indio, preguntando por el Gobernador, a cuya tienda fue llevado, y puesto ante él, dijo: Yo soy de la provincia de Guaira, de donde vengo enviado de tu hermano el capitán Ruy Díaz por ser yo de su confianza, a decirle que le socorras con gente española contra los indios de aquella tierra, que se han rebelado contra él, y le tienen en grande aprieto, y para poder llegar a tu presencia, me ha sido preciso venir con disimulo por entre estos pueblos rebeldes, y gente de guerra, haciéndome uno de ellos, con cuya astucia con no pequeña suerte mía he podido llegar hasta aquí. El Gobernador oída su relación, le respondió que no podía darle crédito, si no le manifestaba carta de su hermano: a esto respondió no venir sin ella, por lo que se satisfaría largamente. Cosa que admiró a todos por verle desnudo, y sin tener dónde pudiese esconderla. El entre tanto alargó la mano, y entregó el arco que traía en ella al Gobernador, diciéndole: aquí hallarás lo que digo. Creció la admiración de los circundantes, viendo que en el arco no se hallaba escrito nada, ni había seña de tal carta, hasta que se llegó el indio, y tomando el arco de la empuñadura descubrió su ajuste, o encaje postizo, en que venía escrita la carta; y leída por el Gobernador, halló ser cierta la relación del indio, y luego comunicó con los capitanes lo que convenía hacer, de que resultó determinar dar un competente socorro a Ruy Díaz, para cuyo efecto de común acuerdo fue señalado el capitán Alonso de Riquelme, como se lo rogaron por hallarse éste de quiebra con Ruy Díaz; y habiendo condescendido por dar gusto al Gobernador, dispuso largo su viaje, llevando setenta soldados; y caminando a su destino, tuvo varios encuentros y oposiciones de los indios, de que siempre salió con victoria: así llegó al rió Paraná, en cuyo puerto recibió las canoas necesarias para el pasaje, que fueron enviadas por el capitán Ruy Díaz, y luego pasó a la parte de la ciudad, donde entró sin dificultad alguna sin embargo del cerco de los indios, y fue recibido con general alegría, tomando alojamiento en una casa fuerte, que estaba dentro del recinto o palizada que tenía la ciudad. Sólo el capitán Ruy Díaz no mostró complacencia con la vista de Alonso Riquelme, aunque procuraba disimular su antigua enemistad. Pidióle que saliese luego con su campamento y con algunos más de la ciudad a castigar a los indios de la comarca y ponerle freno a su insolencia, excusándose él de esta facción por hallarse casi ciego de un mal de ojos. Salió Alonso Riquelme de la ciudad con 100 soldados y algunos indios amigos, aunque con no poca desconfianza. Comenzó la guerra, el año de 1561, por los más cercanos, que eran los del cerco de la ciudad, a los cuales castigó, y dio alcance en sus pueblos, en que prendió algunos principales que ajustició, y después pasó a los campos llamados de don Antonio, en que salieron a pedir paz los indios situados en ellos, y él la otorgó benigno. Desde allí bajó al río del Ubay, que es muy poblado, de donde despachó mensajeros a los principales de aquel territorio, que luego le salieron al encuentro, rogándole perdonase el delito pasado de aquella rebelión; y habiéndolo hecho así, y asegurado de la quietud de los indios, bajo por aquel río Paraná, pacificando los pueblos que estaban a sus riberas; aunque los indios de tierra adentro trataron de llevar adelante sus designios en asolar aquella ciudad, por cuya causa determinó dejar las canoas, y pasó luego a remediar este desorden, atravesando por unas asperísimas montañas hacia el pinal, donde estaban metidos los indios de esta facción, y dándole repentinos acometimientos y ligeros asaltos, los obligó a dejar los bosques y salir al campo, donde en sitio acomodado se juntaron en gran número, y acometieron a los nuestros por todas partes, pensando estrecharles, de modo que los pudiesen matar a todos, y en efecto los apretaron de tal manera que ya contaban por cosa hecha; pero los nuestros resistieron con gran entereza, disparando sus arcabuces por una y otra parte con buen orden, y así fueron peleando hasta salir a lo llano, donde trabaron una reñida pelea, en que fueron vencidos y puestos en huida los indios; y siguiendo el alcance, mataron un sin número de ellos y prendieron muchos de los Principales, de modo que se obligaron a pedir paz y perdón de las pasadas turbaciones, disculpándose con que fueron sugeridos por otros caciques poderosos de la provincia encomendados en la Asunción. Luego prosiguió por los demás pueblos, que fue pacificando, donde en uno de ellos tuvo el invierno hasta el año siguiente, en que acabó, de aquietar la provincia, con lo cual volvió a la ciudad con mucha alegría por los buenos sucesos de su expedición. Seguidamente pasó a la Asunción, donde se gozaba de igual quietud, en que se conservaron algunos años, como adelante se verá.
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CAPÍTULO IX De las Prevenciones que para el descubrimiento se hicieron y cómo prendieron los indios un español No estaba ocioso el gobernador y adelantado Hernando de Soto entretanto que estas cosas pasaban entre los suyos, antes, con todo cuidado y diligencia hacía oficio de capitán y caudillo, porque luego que los bastimentos y municiones se desembarcaron y pusieron en el pueblo del cacique Hirrihigua, por ser el más cercano a la bahía del Espíritu Santo, porque estuviesen cerca del mar, mandó que, de los once navíos que había llevado, volviesen los siete mayores a La Habana a orden de lo que doña Isabel de Bobadilla, su mujer, dispusiese de ellos, y quedasen los cuatro menores para lo que por la mar se les ofreciese y hubiese menester. Los vasos que quedaron fueron el navío San Antón y la carabela y los dos bergantines, de los cuales dio cargo al capitán Pedro Calderón, el cual entre otras excelencias que tenía, era haber militado muy mozo debajo del bastón y gobierno de gran capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. Procuró con toda diligencia y cuidado atraer de paz y concordia al cacique Hirrihigua, porque le parecía que, conforme al ejemplo que este cacique diese de sí, podría esperar o temer que harían los demás caciques de la comarca. Deseaba su amistad, porque con ella entendía tener ganada la de todos los de aquel reino, porque decía que, si aquel que tan ofendido estaba con los castellanos se reconciliase e hiciese amigo de ellos, cuánto más aína lo serían los no ofendidos. Demás de la amistad de los caciques, esperaba que su reputación y honra se aumentaría generalmente entre indios y españoles por haber aplacado este tan rabioso enemigo de su nación. Por todo lo cual, siempre que los cristianos, corriendo el campo, acertaban a prender de los vasallos de Hirrihigua, se los enviaba con dádivas y recaudos de buenas palabras, rogándole con la amistad y convidándole con la satisfacción que del agravio hecho por Pánfilo de Narváez deseaba darle. El cacique no solamente no salió de paz, ni quiso aceptar la amistad de los españoles ni aun responder palabra alguna a ningún recaudo de los que le enviaron. Sólo decía a los mensajeros que su injuria no sufría dar buena respuesta, ni la cortesía de aquel capitán merecía que se la diesen mala, y nunca a este propósito habló otras palabras. Mas ya que las buenas diligencias que el gobernador hacía por haber la amistad de Hirrihigua no aprovecharon para los fines e intento que él deseaba, a lo menos sirvieron de mitigar en parte la ira y rencor que este cacique tenía contra los españoles, lo cual se vio en lo que diremos luego. La gente de servicio del real iba cada día por hierba para los caballos, en cuya guarda y defensa solían ir de continuo quince o veinte infantes y ocho o diez caballos. Acaeció un día que los indios que andaban en asechanza de estos españoles dieron en ellos tan de sobresalto con tanta grita y alarido, que, sin usar de las armas, sólo con la vocería los asombraron, y ellos, que estaban descuidados y desordenados, se turbaron y, antes que se recogiesen, pudieron haber los indios a las manos un soldado llamado Grajales, con el cual, sin querer hacer otro mal en los demás cristianos, se fueron muy contentos de haberlo preso. Los castellanos se recogieron tarde, y uno de los de a caballo fue corriendo al real, dando arma y aviso de lo que había pasado. Por cuya relación, a toda diligencia salieron del ejército veinte caballos bien apercibidos y, hallando el rastro de los indios que iban con el español preso, lo siguieron, y al cabo de dos leguas que corrieron llegaron a un gran cañaveral que los indios por lugar secreto y apartado habían elegido, donde tenían escondidas sus mujeres e hijos. Todos ellos, chicos y grandes, con mucha fiesta y regocijo de la buena presa hecha, estaban comiendo a todo su placer, descuidados de pensar que los castellanos hiciesen tanta diligencia por cobrar un español perdido. Decían a Grajales que comiese y no tuviese pena, que no le darían la mala vida que a Juan Ortiz habían dado. Lo mismo le decían las mujeres y niños, ofreciéndole cada uno de ellos la comida que para sí tenía, rogándole que la comiese con él y se consolase, que ellos le harían buena amistad y compañía. Los españoles, sintiendo los indios, entraron por el cañaveral haciendo ruido de más gente que la que iba, por asombrar por el estruendo a los que estaban dentro porque no se pusiesen en defensa. Los indios, oyendo el tropel de los caballos, huyeron por los callejones que a todas partes tenían hechos por el cañaveral para entrar y salir de él, y, en medio del cañaveral, tenían rozado, un gran pedazo para estancia de las mujeres e hijos, los cuales quedaron en poder de los españoles, por esclavos del que poco antes lo era de ellos. La variedad de los sucesos de la guerra y la inconstancia de la fortuna de ella es tanta que en un punto se cobra lo que por más perdido se tenía y en otro se pierde lo que en nuestra opinión más asegurado estaba. Grajales, reconociendo las voces de los suyos, salió corriendo a recibirlos, dando gracias a Dios que tan presto le hubiesen liberado de sus enemigos. Apenas le conocieron los castellanos, porque, aunque el tiempo de su prisión había sido breve, ya los indios le habían desnudado y puéstole no más de con unos pañetes, como ellos traen. Regocijándose con él, y, recogiendo toda la gente que en el cañaveral había de mujeres y niños, se fueron con ellos al ejército, donde el gobernador los recibió con alegría de que se hubiese cobrado el español y, con su libertad, preso tanta gente de los enemigos. Grajales contó luego todo lo que había sucedido y dijo cómo los indios cuando salieron de su emboscada no habían querido hacer mal a los cristianos, porque las flechas que les habían tirado más habían sido por amedentrarlos que no por matarlos ni herirlos, que, según los habían hallado descuidados y desmandados, pudieran, si quisieran, matar los más de ellos y que, luego que lo prendieron, se contentaron con él, y sin hacer otro mal se fueron y dejaron los demás castellanos y que por el camino, y en el alojamiento del cañaveral, le habían tratado bien, y lo mismo sus mujeres e hijos, diciéndole palabras de consuelo y ofreciéndole cada cual lo que para su comer tenía. Lo cual, sabido por el gobernador, mandó traer ante sí las mujeres, muchachos y niños que trajeron presos y les dijo que les agradecía mucho el buen tratamiento que a aquel español habían hecho y las buenas palabras que le habían dicho, en recompensa de lo cual les daba libertad para que se fuesen a sus casas y les encargaba que de allí en adelante no huyesen de los castellanos ni les hubiesen temor, sino que tratasen y contratasen con ellos como si todos fueran de una misma nación, que él no había ido allí a maltratar naturales de la tierra, sino a tenerlos por amigos y hermanos, y que así lo dijesen a su cacique, a sus maridos, parientes y vecinos. Sin estos halagos, les dieron dádivas y las enviaron muy contentas del favor que el general y todos los suyos les habían hecho. En otros dos lances perdieron después estos mismos indios otros dos españoles, el uno llamado Hernando Vintimilla, grande hombre de la mar, y el otro Diego Muñoz, que era muchacho, paje del capitán Pedro Calderón, y no los mataron ni les dieron la mala vida que habían dado a Juan Ortiz, antes los dejaron andar libremente como a cualquier indio de ellos, de tal manera que pudieron después estos dos cristianos, con buena maña que para ello tuvieron, escaparse de poder de los indios en un navío que con tormenta acertó a ir a aquella bahía del Espíritu Santo, como adelante diremos. De manera que, con las buenas palabras que el gobernador envió a decir al cacique Hirrihigua y con las buenas obras que a sus vasallos hizo, le forzó que mitigase y apagase el fuego de la saña y rabia que contra los castellanos en su corazón tenía. Los beneficios tienen tanta fuerza que aun a las fieras más bravas hacen trocar su propia y natural fiereza.
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CAPÍTULO IX Cómo se beneficia el metal de plata La veta que hemos dicho en que se halla la plata, va de ordinario entre dos peñas que llaman la caja, y la una de ellas suele ser durísima como pedernal; la otra blanda y más fácil de romper; el metal va en medio no todo igual ni de un valor, porque hay en esto mismo uno muy rico que llaman cacilla o tacana, de donde se casa la plata; hay otro pobre, de donde se saca poca. El metal rico de este cerro es de color de ámbar, y otro toca en más negro; hay otro, que es de color como rojo; otro como ceniciento, y en efecto tiene diversos colores, y a quien no sabe lo que es, todo ello parece piedra de por allí; mas los mineros en las pintas y vetillos, y en ciertas señales, conocen luego su fineza. Todo este metal que sacan de las minas se trae en carneros del Pirú, que sirven de jumentos, y se lleva a las moliendas. El que es metal rico se beneficia por fundición en aquellos hornillos que llaman guairas; este es el metal que es más plomoso, y el plomo le hace derretir, y aun para mejor derretirlo, echan los indios el que llaman soroche, que es un metal muy plomizo. Con el fuego, la escoria corre abajo, el plomo y la plata se derriten, y la plata anda nadando sobre el plomo hasta que se apura; tornan después a refinar más y más la plata. Suelen salir de un quintal de metal treinta y cuarenta y cincuenta pesos de plata por fundición. A mí me dieron para muestra, metales de que salían por fundición más de doscientos pesos, y de doscientos y cincuenta por quintal, riqueza rara y cuasi increíble si no lo testificara el fuego con manifiesta experiencia; pero semejantes metales son muy raros. El metal pobre es el que de un quintal da dos o tres pesos, o cinco o seis, o no mucho más; éste, ordinariamente no es plomizo, sino seco, y así por fuego no se puede beneficiar, a cuya causa gran tiempo estuvo en Potosí inmensa suma de estos metales pobres, que eran desechos y como granzas de los buenos metales, hasta que se introdujo el beneficio de los azogues, con los cuales aquellos desechos o desmontes, que llamaban, fueron de inmensa riqueza, porque el azogue, con extraña y maravillosa propriedad, apura la plata y sirve para estos metales secos y pobres, y se gasta y consume menos azogue en ellos, lo cual no es en los ricos, que cuanto más lo son, tanto más azogue consumen de ordinario. Hoy día el mayor beneficio de plata y cuasi toda el abundancia de ella en Potosí, es por el azogue, como también en las minas de los Zacatecas y otras de la Nueva España. Había antiguamente en las laderas de Potosí, y por las cumbres y collados, más de seis mil guairas, que son aquellos hornillos donde se derrite el metal, puestos al modo de luminarias, que vellos arder de noche y dar lumbre tan lejos, y estar en sí hechos una ascua roja de fuego, era espectáculo agradable. Agora si llegan a mil o dos mil guairas, será mucho, porque como he dicho, la fundición es poca y el beneficio del azogue es toda la riqueza. Y porque las propriedades del azogue son admirables, y el modo de beneficiar con él la plata, muy notable, trataré del azogue, y de sus minas y labor, lo que pareciere conveniente al propósito.
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CAPÍTULO IX Ésta era la primera prueba de Xibalbá. Al entrar allí los muchachos, pensaban los de Xibalbá que sería el principio de su derrota. Entraron desde luego en la Casa Oscura; en seguida fueron a llevarles sus rajas de pino encendidas y los mensajeros de Hun Camé le llevaron también a cada uno su cigarro. -Éstas son sus rajas de pino, dijo el Señor; que devuelvan este ocote mañana al amanecer junto con los cigarros, y que los traigan enteros, dice el Señor. Así hablaron los mensajeros cuando llegaron. -Muy bien contestaron ellos. Pero, en realidad, no encendieron la raja de ocote, sino que pusieron una cosa roja en su lugar, o sea unas plumas de la cola de la guacamaya, que a los veladores les pareció que era ocote encendido. Y en cuanto a los cigarros, les pusieron luciérnagas en la punta a los cigarros. Toda la noche los dieron por vencidos. -Perdidos son, decían los guardianes. Pero el ocote no se había acabado y tenía la misma apariencia, y los cigarros no los habían encendido y tenían el mismo aspecto. Fueron a dar parte a los Señores. -¿Cómo ha sido esto? ¿De dónde han venido? ¿Quién los engendró? ¿Quién los dio a luz? En verdad hacen arder de ira nuestros corazones, porque no está bien lo que nos hacen. Sus caras son extrañas y extraña su manera de conducirse, decían ellos entre sí. Luego los mandaron a llamar todos los Señores. -¡Ea! ¡Vamos a jugar a la pelota, muchachos!, les dijeron. Al mismo tiempo fueron interrogados por Hun Camé y Vucub-Camé. -¿De dónde venís? ¡Contadnos, muchachos!, les dijeron los de Xibalbá. -¡Quién sabe de dónde venimos! Nosotros lo ignoramos, dijeron únicamente, y no hablaron más. -Está bien. Vamos a jugar a la pelota, muchachos, les dijeron los de Xibalbá. -Bueno, contestaron. -Usaremos esta nuestra pelota, dijeron los de Xibalbá. -De ninguna manera usaréis ésa, sino la nuestra, contestaron los muchachos. -Ésa no, sino la nuestra será la que usaremos, dijeron los de Xibalbá. -Está bien, dijeron los muchachos. -Vaya por un gusano dril, dijeron los de Xibalbá. -Eso no, sino que hablará la cabeza del león, dijeron los muchachos. -Eso no, dijeron los de Xibalbá. -Está bien, dijo Hunahpú. Entonces los de Xibalbá arrojaron la pelota, la lanzaron directamente al anillo de Hunahpú. En seguida, mientras los de Xibalbá echaban mano del cuchillo de pedernal, la pelota rebotó y se fue saltando por todo el suelo del juego de pelota. -¿Qué es esto?, exclamaron Hunahpú e Ixbalanqué. ¿Nos queréis dar la muerte? ¿Acaso no nos mandasteis llamar? ¿Y no vinieron vuestros propios mensajeros? En verdad, ¡desgraciados de nosotros! Nos marcharemos al punto, les dijeron los muchachos. Eso era precisamente lo que querían que les pasara a los muchachos, que murieran inmediatamente y allí mismo en el juego de pelota y que así fueran vencidos. Pero no fue así, y fueron los de Xibalbá los que salieron vencidos por los muchachos. -No os marchéis, muchachos, sigamos jugando a la pelota, pero usaremos la vuestra, les dijeron a los muchachos. -Está bien, contestaron, y entonces metieron la pelota en el anillo de Xibalbá, con lo cual terminó la partida. Y lastimados por sus derrotas dijeron en seguida los de Xibalbá: -¿Cómo haremos para vencerlos? Y dirigiéndose a los muchachos les dijeron: -Id a juntar y a traer. nos temprano cuatro jícaras de flores. Así dijeron los de Xibalbá a los muchachos. -Muy bien. ¿Y qué clase de flores?, les preguntaron los muchachos a los de Xibalbá. -Un ramo de chipilín colorado, un ramo de chipilín blanco, un ramo de chipilín amarillo y un ramo de Carinimac, dijeron los de Xibalbá. -Está bien, dijeron los muchachos. Así terminó la plática; igualmente fuertes y enérgicas eran las palabras de los muchachos. Y sus corazones estaban tranquilos cuando se entregaron los muchachos para que los vencieran. Los de Xibalbá estaban felices pensando que ya los habían vencido. -Esto nos ha salido bien. Primero tienen que cortarlas, dijeron los de Xibalbá. -¿A dónde irán a traer las flores?, decían en sus adentros. -Con seguridad nos daréis mañana temprano nuestras flores; id, pues, a cortarlas, les dijeron a Hunahpú e Ixbalanqué los de Xibalbá. -Está bien, contestaron. De madrugada jugaremos de nuevo a la pelota, dijeron y se despidieron. Y en seguida entraron los muchachos en la Casa de las Navajas, el segundo lugar de tormento de Xibalbá. Y lo que deseaban los Señores era que fuesen despedazados por las navajas, y fueran muertos rápidamente; así lo deseaban sus corazones. Pero no murieron. Les hablaron en seguida a las navajas y les advirtieron: -Vuestras serán las carnes de todos los animales, les dijeron a los cuchillos. Y no se movieron más, sino que estuvieron quietas todas las navajas. Así pasaron la noche en la Casa de las Navajas, y llamando a todas las hormigas, les dijeron: -Hormigas cortadoras, zompopos, ¡venid e inmediatamente id todas a traernos todas las clases de flores que hay que cortar para los Señores! -Muy bien, dijeron ellas, y se fueron todas las hormigas a traer las flores de los jardines de Hun-Camé y Vucub Camé. Previamente les habían advertido los Señores a los guardianes de las flores de Xibalbá: -Tened cuidado con nuestras flores, no os las dejéis robar por los muchachos que las irán a cortar. Aunque cómo podrían ser vistas y cortadas por ellos? De ninguna manera. ¡Velad, pues, toda la noche! -Está bien, contestaron. Pero nada sintieron los guardianes del jardín. Inútilmente lanzaban sus gritos subidos en las ramas de los árboles del jardín. Allí estuvieron toda la noche, repitiendo sus mismos gritos y cantos. -¡Ixpurpuvec! ¡Ixpurpuvec!, decía el uno en su grito. -¡Puhuyú! ¡Puhuyú!, decía en su grito el llamado Puhuyú. Dos eran los guardianes del jardín de Hun Camé y Vucub-Camé. Pero no sentían a las hormigas que les robaban lo que estaban cuidando, dando vueltas y moviéndose cortando las flores, subiendo sobre los árboles a cortar las flores y recogiéndolas del suelo al pie de los árboles. Entre tanto los guardias seguían dando gritos, y no sentían los dientes que les cortaban las colas y las alas. Y así acarreaban entre los dientes las flores que bajaban, y recogiéndolas se marchaban llevándolas con los dientes. Pronto llenaron las cuatro jícaras de flores, y estaban húmedas de rocío cuando amaneció. En seguida llegaron los mensajeros para recogerlas. -Que vengan, ha dicho el Señor, y que traigan acá al instante lo que han cortado, les dijeron a los muchachos. -Muy bien, contestaron. Y llevando las flores en las cuatro jícaras, se fueron, y cuando llegaron a presencia del Señor y los demás Señores, daba gusto ver las flores que traían. Y de esta manera fueron vencidos los de Xibalbá. Sólo a las hormigas habían enviado los muchachos a cortar las flores, y en una noche las hormigas las cogieron y las pusieron en las jícaras. Al punto palidecieron todos los de Xibalbá y se les pusieron lívidas las caras a causa de las flores. Luego mandaron llamar a los guardianes de las flores. -¿Por qué os habéis dejado robar nuestras flores? Éstas que aquí vemos son nuestras flores, les dijeron a los guardianes. -No sentimos nada, Señor. Nuestras colas también han sufrido, contestaron. Y luego les rasgaron la boca en castigo de haberse dejado robar lo que estaba bajo su custodia. Así fueron vencidos Hun Camé y Vucub Camé por Hunahpú e Ixbalanqué. Y éste fue el principio de sus obras. Desde entonces trae partida la boca el mochuelo, y así hendida la tiene hoy. En seguida bajaron a jugar a la pelota y jugaron también tantos iguales. Luego acabaron de jugar y quedaron convenidos para la madrugada siguiente. Así dijeron los de Xibalbá. -Está bien, dijeron los muchachos al terminar.