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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO IV De la magnanimidad del curaca o cacique Mucozo, a quien se encomendó el cautivo Juan Ortiz, como hombre que iba huyendo, llegó al lugar antes que amaneciese, mas por no causar algún alboroto no osó entrar en él, y, cuando fue de día, vio salir dos indios del pueblo por el mismo camino que él llevaba, los cuales quisieron flecharle, que siempre andan apercibidos de estas armas. Juan Ortiz, que también las llevaba, puso una flecha en su arco para defenderse de ellos, y también para ofenderles. ¡Oh cuánto puede un poco de favor, y más si es de dama! Pues vemos que el que poco antes no sabía dónde esconderse, temiento la muerte, ahora se atreve a darla a otros de su propia mano sólo por verse favorecido de una moza hermosa, discreta y generosa, cuyo favor excede a todo otro favor humano, con el cual, habiendo cobrado ánimo y esfuerzo, y aun soberbia, les dijo que no era enemigo sino que iba con embajada de una señora para el señor de aquel lugar. Los indios, oyendo esto, no le tiraron, antes se volvieron con él al pueblo y avisaron a su cacique cómo el esclavo de Hirrihigua estaba allí con mensaje para él. Lo cual, sabido por Mucozo, o Mocozo, que todo es uno, salió hasta la plaza a recibir el recaudo que Juan Ortiz le llevaba, el cual, después de haber saludado como mejor supo a la usanza de los mismos indios, en breve le contó los martirios que su amo le había hecho, en testimonio de los cuales le mostró en su cuerpo las señales de las quemaduras, golpes y heridas que le habían dado; y cómo ahora últimamente su señor estaba determinado de matarle para con su muerte regocijar y solemnizar tal día de fiesta, que esperaba tener presto.
Y que la mujer e hijas del cacique su amo, aunque muchas veces le habían dado la vida, no osaban ahora hablar en su favor por haberla impedido el señor so pena de enojo; y que la hija mayor de su señor, con deseo que no muriese, por último y mejor remedio, le había mandado y puéstole ánimo que se huyese, y dándole guía que le encaminase a su pueblo y casa, y díchole que en nombre de ella se presentase ante él. La cual le suplicaba por el amor que le tenía le recibiese debajo de su amparo, y, como a cosa encomendada por ella, le favoreciese como quien era. Mucozo lo recibió afablemente y le oyó con lástima de saber los males y tormentos que había pasado, que bien se mostraban en las señales de su cuerpo, que, según su traje de los indios de aquella tierra, no llevaba más de unos pañetes. En este paso, demás de lo que hemos dicho, añade Alonso de Carmona que lo abrazó y lo besó en el rostro en señal de paz. Respondiole que fuese bien venido y se esforzase a perder el temor de la vida pasada, que en su compañía y casa la tendría bien diferente y contraria, y que, por servir a quien lo había enviado, y por él, que había ido a socorrerse de su persona y casa, haría todo lo que pudiese, como por la obra lo vería, y que tuviese por cierto que mientras él viviese nadie sería parte para enojarle. Todo lo que este buen cacique dijo en favor de Juan Ortiz cumplió, y mucho más de lo que prometió, y siempre de día y de noche lo traía consigo, haciéndole mucha honra, y muy mucha más después que supo que había muerto al león con el dardo.
En suma, le trató como a propio hermano muy querido (que hermanos hay que se aman como el agua y el fuego). Y, aunque Hirrihigua, sospechando que se fue a valer de Mocozo, se lo pidió muchas veces, siempre Mocozo se excusó de darlo, diciendo entre razones, por última respuesta, que lo dejase, pues se le había ido a su casa, que muy poco perdía en perder un esclavo que tan odioso le era. Lo mismo respondió a otro cacique, cuñado suyo, llamado Urribarracuxi, de quien Hirrihigua se valió para lo pedir, el cual, viendo que sus mensajes no aprovechaban, fue personalmente a pedírselo, y Mocozo le respondió en presencia lo mismo que en ausencia, y añadió otras palabras con enojo, y le dijo que, pues era su cuñado, no era justo le mandase hacer cosa contra su reputación y honra, que no haría el deber, si a un afligido, que se le había ido a encomendar, entregase a su propio enemigo para que por su entretenimiento y pasatiempo lo martirizase y matase como a fiera. De estos dos caciques que con mucha instancia y porfía pedían a Juan Ortiz lo defendió Mocozo con tanta generosidad que tuvo por mejor perder (como lo perdió) el casamiento que aficionadamente deseaba hacer con la hija de Hirrihigua y el parentesco y amistad del cuñado que volver el esclavo a quien lo pedía para matarlo, al cual tuvo siempre consigo muy estimado y regalado hasta que el gobernador Hernando de Soto entró en la Florida. Diez años fueron los que Juan Ortiz estuvo entre aquellos indios: el uno y medio en poder de Hirrihigua y los demás con el buen Mocozo.
El cual, aunque bárbaro, lo hizo con este cristiano muy de otra manera que los famosísimos varones del triunvirato que, en Laino, lugar cerca de Bolonia, hicieron aquella nunca jamás bastantemente abominada proscripción y concierto de dar y trocar los parientes, amigos y valedores por los enemigos y adversarios. Y lo hizo mucho mejor que otros príncipes cristianos que después acá han hecho otras tan abominables y más que aquélla, considerada la inocencia de los entregados y la calidad de alguno de ellos y la fe que debían tener y guardar los entregadores, que aquéllos eran gentiles y éstos se preciaban del nombre y religión cristiana. Los cuales, quebrantando las leyes y fueros de sus reinos, y sin respetar su propio ser y grado, que eran reyes y grandes príncipes, y con menosprecio de la fe jurada y prometida (cosa indigna de tales nombres), sólo por vengarse de sus enojos, entregaron los que no les habían ofendido por haber los ofensores, dando inocentes por culpados, como lo testifican las historias antiguas y modernas, las cuales dejaremos por no ofender oídos poderosos y lastimar los piadosos. Basta representar la magnanimidad de un infiel para que los príncipes fieles se esfuercen a le imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la mayor alteza de estado que tienen y están más obligados. Que cierto, consideradas bien las circunstancias del hecho valeroso de este indio y mirado por quién y contra quién se hizo, y lo mucho que quiso posponer y perder, yendo aun contra su propio amor y deseo por no negar el socorro y favor demandado y por él prometido, se verá que nació de ánimo generosísimo y heroico, indigno de haber nacido y de vivir en la bárbara gentilidad de aquella tierra. Mas Dios y la naturaleza humana muchas veces en desiertos tan incultos y estériles producen semejantes ánimos para mayor confusión y vergüenza de los que nacen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, ciencias y religión cristiana.
Y que la mujer e hijas del cacique su amo, aunque muchas veces le habían dado la vida, no osaban ahora hablar en su favor por haberla impedido el señor so pena de enojo; y que la hija mayor de su señor, con deseo que no muriese, por último y mejor remedio, le había mandado y puéstole ánimo que se huyese, y dándole guía que le encaminase a su pueblo y casa, y díchole que en nombre de ella se presentase ante él. La cual le suplicaba por el amor que le tenía le recibiese debajo de su amparo, y, como a cosa encomendada por ella, le favoreciese como quien era. Mucozo lo recibió afablemente y le oyó con lástima de saber los males y tormentos que había pasado, que bien se mostraban en las señales de su cuerpo, que, según su traje de los indios de aquella tierra, no llevaba más de unos pañetes. En este paso, demás de lo que hemos dicho, añade Alonso de Carmona que lo abrazó y lo besó en el rostro en señal de paz. Respondiole que fuese bien venido y se esforzase a perder el temor de la vida pasada, que en su compañía y casa la tendría bien diferente y contraria, y que, por servir a quien lo había enviado, y por él, que había ido a socorrerse de su persona y casa, haría todo lo que pudiese, como por la obra lo vería, y que tuviese por cierto que mientras él viviese nadie sería parte para enojarle. Todo lo que este buen cacique dijo en favor de Juan Ortiz cumplió, y mucho más de lo que prometió, y siempre de día y de noche lo traía consigo, haciéndole mucha honra, y muy mucha más después que supo que había muerto al león con el dardo.
En suma, le trató como a propio hermano muy querido (que hermanos hay que se aman como el agua y el fuego). Y, aunque Hirrihigua, sospechando que se fue a valer de Mocozo, se lo pidió muchas veces, siempre Mocozo se excusó de darlo, diciendo entre razones, por última respuesta, que lo dejase, pues se le había ido a su casa, que muy poco perdía en perder un esclavo que tan odioso le era. Lo mismo respondió a otro cacique, cuñado suyo, llamado Urribarracuxi, de quien Hirrihigua se valió para lo pedir, el cual, viendo que sus mensajes no aprovechaban, fue personalmente a pedírselo, y Mocozo le respondió en presencia lo mismo que en ausencia, y añadió otras palabras con enojo, y le dijo que, pues era su cuñado, no era justo le mandase hacer cosa contra su reputación y honra, que no haría el deber, si a un afligido, que se le había ido a encomendar, entregase a su propio enemigo para que por su entretenimiento y pasatiempo lo martirizase y matase como a fiera. De estos dos caciques que con mucha instancia y porfía pedían a Juan Ortiz lo defendió Mocozo con tanta generosidad que tuvo por mejor perder (como lo perdió) el casamiento que aficionadamente deseaba hacer con la hija de Hirrihigua y el parentesco y amistad del cuñado que volver el esclavo a quien lo pedía para matarlo, al cual tuvo siempre consigo muy estimado y regalado hasta que el gobernador Hernando de Soto entró en la Florida. Diez años fueron los que Juan Ortiz estuvo entre aquellos indios: el uno y medio en poder de Hirrihigua y los demás con el buen Mocozo.
El cual, aunque bárbaro, lo hizo con este cristiano muy de otra manera que los famosísimos varones del triunvirato que, en Laino, lugar cerca de Bolonia, hicieron aquella nunca jamás bastantemente abominada proscripción y concierto de dar y trocar los parientes, amigos y valedores por los enemigos y adversarios. Y lo hizo mucho mejor que otros príncipes cristianos que después acá han hecho otras tan abominables y más que aquélla, considerada la inocencia de los entregados y la calidad de alguno de ellos y la fe que debían tener y guardar los entregadores, que aquéllos eran gentiles y éstos se preciaban del nombre y religión cristiana. Los cuales, quebrantando las leyes y fueros de sus reinos, y sin respetar su propio ser y grado, que eran reyes y grandes príncipes, y con menosprecio de la fe jurada y prometida (cosa indigna de tales nombres), sólo por vengarse de sus enojos, entregaron los que no les habían ofendido por haber los ofensores, dando inocentes por culpados, como lo testifican las historias antiguas y modernas, las cuales dejaremos por no ofender oídos poderosos y lastimar los piadosos. Basta representar la magnanimidad de un infiel para que los príncipes fieles se esfuercen a le imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la mayor alteza de estado que tienen y están más obligados. Que cierto, consideradas bien las circunstancias del hecho valeroso de este indio y mirado por quién y contra quién se hizo, y lo mucho que quiso posponer y perder, yendo aun contra su propio amor y deseo por no negar el socorro y favor demandado y por él prometido, se verá que nació de ánimo generosísimo y heroico, indigno de haber nacido y de vivir en la bárbara gentilidad de aquella tierra. Mas Dios y la naturaleza humana muchas veces en desiertos tan incultos y estériles producen semejantes ánimos para mayor confusión y vergüenza de los que nacen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, ciencias y religión cristiana.