CAPÍTULO IX Viaje a Halachó. --Execrables caminos. --Vista de las ruinas de Senuitzacal. --Muchedumbre matizada. --Pueblo de Becal. --El cura. --Almuerzo. --Ruinas. --Llegada a Halachó. --Gran feria. --Fiesta de Santiago Apóstol. --Milagros. --Imagen de Santiago. --Lucha de toros y toreadores. --Mercado de caballos. --Escenas en la plaza. --Juego. --Primitivo medio de circulación. --Recuerdos de la patria. --Investigación de ruinas. --Hacienda Sibó. --Montículos de ruinas. --Piedras notables. --Un edificio largo. --Hacienda Tankuiché. --Más ruinas. --Una muralla de estuco cubierta de pinturas. --Molestias de las garrapatas. --Regreso al pueblo. --Baile. --Fuegos artificiales. --Condición de los indios Como ya se había despejado suficientemente el terreno para que Mr. Catherwood tuviese bastante en qué ocuparse, el martes 18 de noviembre salí de las ruinas, guiado del mayoral, para un corto viaje en que había de juntarme con D. Simón Peón en la feria de Halachó, y visitar algunas ruinas en otra hacienda suya de las inmediaciones. Salimos a las seis y media de la mañana con dirección al N. O. A las siete y diez minutos cruzamos una serranía, o hilera de colinas, de unos ciento cincuenta pies de elevación, y descendimos a una extensa sabana, que era una mera cañada de tierra baja y plana. El camino era de lo peor que yo había encontrado en aquel país, pues no era más que una simple y fangosa vereda apenas propia para las mulas y caballos que iban a la feria. Mi caballo iba sumergido hasta la cincha, y con mil trabajos podía yo hacerlo andar. A cada paso me temía yo rodar con él y caer en el lodo, y en algunos sitios me acordé muchísimo de los malos pasos de Centroamérica. Alguna vez las ramas de los árboles estaban tan bajas, que apenas daban paso a las mulas, y entonces me veía yo obligado a desmontar y caminar dentro del lodo. A las ocho llegamos a una sabana abierta, y vi hacia el sur, como a distancia de una milla, un elevado montículo en cuya cima había algunas ruinas. Díjome el mayoral que se llamaba Senuitzacal. Yo me vi fuertemente tentado a cejar del camino y examinarlas; pero habría sido imposible llegar a ellas por el lodo y la espesura de las ramas; y, además, según decía el mayoral, estaban en completa ruina. En media hora salimos a un paisaje despejado, y a las diez tomamos el camino real de Halachó, que es ancho y traficable en calesas. Hasta allí no habíamos encontrado habitación alguna ni encontrado un ser humano, pero, desde entonces, el camino estaba materialmente henchido de gentes que iban a la feria de Halachó, con cuyo limpio traje contrastaba de una manera desventajosa mi enlodado pergeño. Había allí indios, blancos y mestizos a caballo, en mulas o a pie, hombres y mujeres y niños; muchos de ellos llevando sus mercancías en petaquillas; familias enteras, la mitad de una aldea algunas veces, caminando en compañía. Delante de mí, caballera sobre un caballo de alquiler, iba una mujer con su hijo en brazos y otro pequeñuelo en ancas, que se aseguraba con sus piernecillas del lomo del animal para afirmarse, mientras que con sus brazos, rodeando el substancial cuerpo de su madre, procuraba guardar el equilibrio evitando un desliz. Encontramos varios grupos sentados en la sombra para descansar o hacer sus refacciones, y familias enteras durmiendo tranquilamente, sin temor ninguno de ser molestados, en los lados del camino. A las once y media llegamos al pueblo de Becal, notable, como todos los demás, por una amplia plaza y una iglesia con dos torres. En los suburbios del pueblo el mayoral y yo platicamos algo acerca del modo de hacer nuestro almuerzo; y, después de dar un rodeo por la plaza, fue directamente a llamar a la casa del cura. Yo no creo que el cura hubiese estado esperándome; y si fue así, en verdad que no podía improvisarse un almuerzo mejor. Además del almuerzo, hablome el cura de ciertas ruinas que había en una hacienda suya, y que jamás había visitado, pero que me prometió despejar y enseñar a mi regreso. Algunas circunstancias me obligaron a tomar a mi vuelta otro camino; pero el cura, habiendo efectivamente mandado despejar las ruinas, visitolas él mismo, y después supe que algo había yo perdido con no haberlas visto. Despedime de él con la franqueza de los tiempos antiguos, estando ya libre de quedarme sin almorzar y teniendo en perspectiva otra ciudad arruinada. Dentro de una hora llegamos a Halachó, en donde encontramos a D. Simón Peón y a dos hermanos suyos, a quienes no conocía yo todavía: D. Lorenzo, que tenía una hacienda en aquellas inmediaciones, y D. Alonso, que vivía entonces en Campeche, había sido educado en Nueva York y hablaba el inglés notablemente bien. El pueblo de Halachó está situado en la carretera que va de Mérida a Campeche; y su feria, después de la de Izamal, es la mayor de Yucatán, y todavía es más curiosa que la de Izamal en algunos respectos. No concurren a ella ciertamente mercaderes en grande conduciendo artículos extranjeros, ni las clases elevadas de Mérida; pero se llena el pueblo de todos los indios de las haciendas y pueblos. En un respecto es inferior esta feria a la otra: no se juega allí en una escala tan vasta como en Izamal. Hubo un tiempo en que todos los países tenían sus ferias periódicas; pero los cambios y mejoras que se han hecho en el mundo han llegado a abolir este rasgo característico de las antiguas edades. La facilidad de comunicarse unos países con otros y cada país con sus diferentes partes brinda la oportunidad de comprar y vender las cosas usuales de la vida; y actualmente, en toda la Europa en general, cada uno tiene a la puerta de su casa una feria diaria, para proporcionarse artículos de necesidad y aun de lujo. Pero en los países de América, sujetos a la antigua dominación española, acaso menos que en cualquier otro, apenas han sido sensibles las mejoras que se han hecho en los dos últimos siglos, y todavía se encuentran allí en pie muchos usos y costumbres derivados de la Europa, y que hace tiempo han caído en el olvido. Uno de esos usos es el de las ferias santas, que aún no había yo tenido ocasión de ver, sin embargo de haber ocurrido algunas durante mi residencia en Centroamérica. La feria de Halachó dura ocho días, pero los dos o tres primeros sólo son notables por la llegada parcial de los concurrentes, y el tráfico de asegurar habitaciones para vivir y local para desplegar las mercancías. La gran reunión y los cambios gruesos no comienzan a verificarse sino hasta el martes, que fue el día de mi llegada. Entonces podía computarse que había reunidas en el pueblo como diez mil personas. La plaza era el gran punto de concentración de toda esta muchedumbre. A lo largo de las casas del frente había hileras de mesas, sobre las cuales se veían espejos adornados de papel rojo, sortijas, collares y otros dijes para los indios. En el lado opuesto de la calle y alrededor del atrio había enramadas rústicas ocupadas por mercaderes que tenían delante otras mercancías de la misma especie. La plaza estaba dividida en pequeñas fracciones, y a cada distancia regular había un mercader, cuya tienda consistía en una ruda estaca fija perpendicularmente sobre el terreno, y cubierta con algunas hojas y mimbres, a manera de sombrilla, que protegían al dueño contra los rayos del sol. Éstos eran los vendedores de dulce y otros comestibles. Esta parte de la feria era la más frecuentada, y seguramente había allí los nueve décimos de los indios de los pueblos y haciendas de las inmediaciones. D. Simón Peón me dijo que llevaba ya asentados en su libro ciento y cincuenta criados que le habían pedido dinero, e ignoraba todavía cuántos más habría allí presentes. Ya puede suponerse que la iglesia tenía algún interés en esta gran reunión de personas. En efecto, celebrábase la fiesta de Santiago, y para los indios la fiesta y la feria están identificadas. Las puertas de la iglesia se mantenían constantemente abiertas, el interior estaba henchido de indios, y había continuamente una turba dirigiéndose al altar. En la puerta se veía una gran mesa cubierta de velas y figurillas de cera representando brazos y piernas, que los indios compraban a medio real cada una para hacer sus ofrendas al santo. Sentado cerca del altar, al costado izquierdo veíase un barbado ministro, con otra mesa por delante en la que había una azafate de plata, cubierto de medios, reales y pesetas, como invitando a los recién venidos a que hicieran otro tanto de lo que habían hecho los precedentes. Las velas compradas en la puerta eran benditas; y, cuando los indios se presentaban con ellas en la iglesia, un negro corpulento y suciamente vestido las recibía y encendía un momento en el altar, y de allí las pasaba con sus negras manos a otro asistente blanco y viejo, que las alineaba sobre otra mesa y que, apagándolas antes de salir de la iglesia los que hacían la ofrenda, se preparaban de nuevo para volver a ser vendidas a la puerta de la iglesia. Lo que descollaba sobre la muchedumbre, al entrar en la iglesia, era la estatua ecuestre de Santiago, respetable a los ojos de cuantos la ven, y afamada por su poder de hacer milagros y sanar enfermos, curando los fríos y calenturas, dando hijos a los padres que los desean, restituyendo una vaca o cabra perdida, cicatrizando una herida de machete y librando a los indios de todas aquellas calamidades que en su condición le han cabido en suerte. Los pies delanteros del caballo se levantaban en el aire, y el santo gastaba sombrero negro de castor con plumeros y ancha faja de galón, capa de terciopelo color de escarlata con bordaduras de oro en el ruedo, gregüescos de terciopelo verde con listón dorado en las costuras laterales, botas y espuelas. Todo el tiempo que estuve en la iglesia y cuantas veces fui a ella, los hombres, las mujeres y los niños se empujaban con fuerza para acercarse al santo y besar sus pies. El simple indígena, como el primer acto de devoción, lleva a toda su familia a prestar este acto de sumisión y obediencia. La madre desprende de sus pechos al infante para que éste imprima sus labios, tibios todavía del calor del pecho maternal, sobre los pies de la estatua bendita. A la tarde comenzaron los toros. Los toreadores se alojaban en una casa enfrente de la nuestra, y salieron de ella en procesión, precedidos de un indio jorobado, zambo y bizco, que llevaba debajo del brazo el antiguo tambor indígena, danzando de una manera grotesca al compás de su música. Seguía en pos de la banda de picadores una turba de pillos de mirada asesina, que, figurándose ser la admiración de la muchedumbre, sólo excitaban el desprecio de ella. El recinto para los toros se hallaba a un lado de la plaza, y, lo mismo que en S. Cristóbal, formábase de estacas sembradas perpendicularmente, atadas con mimbres y formando un edificio tembloroso y vacilante, pero, sin embargo, muy firme. En el centro había un tronco, en cuya parte superior descollaba el águila mexicana, con las alas extendidas y llevando en el pico una banderola con el apropiado mote de "Viva la república de Yucatán", y desde allí, a manera de radios se prolongaban hasta los palcos, algunas cuerdas adornadas de tiras de papel, que zumbaban con el viento. En un lado del circo había un poste, con una viga de madera pintada, de la cual pendían, por medio de cordones atados de la copa de un sombrero de paja, dos figuras embutidas de zacate con mascarones grotescos y extravagantemente vestidos. Una de ellas era estrechísima de espaldas, ancha de pies, y llevaba los pantalones abotonados por detrás. Aunque los toros han caído en descrédito en la capital, todavía es la diversión favorita y nacional de los pueblos del interior. El animal atado al poste, cuando entramos en el circo, procedía de cierta hacienda, famosa por la ferocidad de sus toros. También los picadores eran más feroces que en la capital, y las luchas más sangrientas y fatales. Algunas veces los toros quedaban completamente derrotados; y dos de ellos, chorreando sangre, fueron sacados muertos por las astas; y esto ocurría en medio de las sonrisas y aprobación de las mujeres. ¡Espectáculo indigno y desagradable, pero que tiene todavía un poderoso influjo sobre los sentimientos del pueblo, para poder suprimirse! El espectáculo se daba a expensas del pueblo, y todo el que podía encontrar sitio para colocarse tenía libertad de entrar. Había después de los toros un intervalo para los negocios, y principalmente para visitar el mercado de los caballos, o más bien una sección particular, a donde los tratantes enviaban sus caballos para exhibir al público. Yo estaba más interesado en este ramo, que en ninguno otro de los de la feria, como que deseaba comprar algunos caballos para nuestro viaje al interior. Había allí un considerable surtido de ellos, aunque, lo mismo que en lo demás del país, eran pocos los de buena calidad. Los precios variaban, desde diez hasta doscientos pesos, sin que ese precio se fijase por la buena casta del animal, sino por su estampa y su paso. Los rocines de haciendas, llamados trotones, valían diez o veinticinco pesos; y aumentaban en valor, según excedían en el paso o facilidad de sus movimientos. Nadie se atreve a caminar en Yucatán sobre un caballo trotón, porque quien tal hace sufre la imputación de no poder comprar uno de paso. Los caballos que tienen mejor apariencia en el país son los de fuera; pero no hay duda de que los caballos de allí mismo son notablemente recios, demandan poco cuidado y sufren un grado extraordinario de fatiga. Vino la noche, y la plaza estuvo animadísima con la concurrencia, y brillante con las luces. En uno de sus lados, enfrente de la iglesia, había hileras de mesas con naipes y dados, a cuyo alrededor se reunieron desde luego los jugadores, blancos y mestizos; pero la gran escena de atracción era el centro de la plaza, en que se reunían los indios. Era hora de cenar, y los mercaderes en pequeño tenían un buen despacho de sus comestibles. Los pavos que habían estado en traba todo el día, provocando al pueblo a que los comiese, ya estaban listos para aquella hora, y por materia de medio real se obtenía una buena ración. Noté entonces una cosa de que había yo oído hablar, pero que no había visto hasta allí; a saber, que los granos de cacao circulan entre los indios como moneda. En Yucatán no hay moneda de cobre, ni ninguna otra menor que la de medio real, que vale 6 y cuarto centavos; y esta deficiencia se suple por medio de granos de cacao. Divídese el medio generalmente en veinte partes de a cinco granos cada una; pero el número aumenta o disminuye según la cantidad que hay del artículo en el mercado y su verdadero valor. Como los salarios del indio son cortos, y los artículos que compra son solamente los necesarios para la vida, que son muy baratos, estos granos de cacao, o partes fraccionales de un medio, forman la moneda más usual entre ellos. Su circulación tiene siempre un valor real, regulándose por la cantidad de cacao que hay en el mercado. El único inconveniente que presenta, hablando en sentido económico, es la pérdida de alguna parte de la riqueza pública por la destrucción del cacao, como sucede con las notas de banco. Sea como fuese, estos granos de cacao tienen un interés independiente de todas las cuestiones de economía política, porque indica e ilustra una página en la historia de este desconocido y misterioso pueblo. Cuando los españoles invadieron Yucatán no hallaron ningún medio de circulación de oro, plata o metal alguno, sino únicamente granos de cacao; y parece en verdad una circunstancia muy extraña, que mientras las maneras y costumbres de los indios han sufrido un inmenso cambio; mientras que sus ciudades han sido destruidas, profanada su religión, sus monarcas hundidos en el polvo y todo su gobierno modificado por una legislación extranjera, no se haya alterado todavía su primitivo medio de circulación. En medio de esta extraña escena, ocurrió a un extremo de la plaza una especie de tumulto, y presentose a mi vista un objeto que hizo convertir mis ideas y sentimientos hacia la patria. Era un coche de posta, construido en una fábrica de Troya, exactamente semejante a los que se ven en todos los caminos de nuestro país, pero que tenía escrito sobre la puertecilla "La diligencia campechana". Era una de las de la línea de diligencias entre Mérida y Campeche, y acababa en aquel momento de llegar de esta última plaza. Venía a escape, y tirada de caballos salvajes, de crin suelta, aún no enfrenados y con el pecho dilacerado por la presión de los tirantes. Nueve personas venían dentro; y el aspecto del carruaje me era tan familiar, que, al abrirse la puertecilla, esperaba yo ver salir algunos antiguos conocidos; pero todas ellas hablaban una lengua extranjera, y en lugar de recibir la bienvenida por algún posadero o sirviente, echáronse a inquirir ansiosamente en dónde hallarían que comer y sitio en que dormir. Dejando a los recién venidos que se arreglasen del mejor modo que supiesen, nosotros nos dirigimos al baile. Enfrente del cuartel había una rústica enramada circuida de una barandilla provisional, decorada en los lados de sillas y bancas, quedando despejado el centro para bailar. Hasta que las vi reunidas, no creía que hubiese en la feria tan gran número de personas blancas como en efecto había, y lo mismo que las que están en rededor de las mesas de juego y los indios que se hallan en la plaza, los del baile parecían olvidarse de que hubiese otra reunión que la de ellos en aquel sitio. Agradome esta especie de olvido independiente, y, escurriéndome hasta un cómodo sillón de brazos, disfruté de un rato tan tranquilo y confortable como no lo había yo tenido desde que en la mañana me había puesto en camino a través de aquel lodazal. En esta situación permanecí hasta que me despertó D. Simón para dirigirnos a la posada. En el siguiente día repitiéronse las mismas escenas del anterior. Durante los toros de la tarde, conversando con un caballero que estaba junto a mí, supe que en Maxcanú, pueblo distante de allí cuatro leguas, había algunas antigüedades. Para que a mi regreso a Uxmal pudiese yo pasar por aquel pueblo, parecía conveniente que yo visitase al siguiente día las ruinas de la hacienda de D. Simón; pero éste no podía acompañarme sino hasta después de la feria, y entre el inmenso concurso de indios era difícil hallar uno que pudiese servirme de guía. Hasta las once de la siguiente mañana no me encontré expedito para ponerme en marcha, llevando de guía a un mayordomo de otra hacienda, que, hallándose de mal talante, como puede suponerse, por haberse visto obligado a dejar la fiesta, echose a trotar a rienda suelta determinado a librarse de mí lo más pronto que le fuera posible. El sol era abrasador; el camino, ancho recto y pedregoso sin vestigio alguno de sombra; pero en cuarenta minutos, aunque casi sofocados, llegamos a la hacienda Sihó, distante dos leguas. Esta finca, que estaba a cargo de D. Simón, pertenecía a un hermano suyo, residente, entonces, en Veracruz. Aquí me traspasó mi guía en manos de un indio, y regresó más que de prisa a la feria. El indio montó otro caballo, y siguiendo por un corto trecho más el mismo camino que habíamos traído, a través de los terrenos de la hacienda, cejamos a la derecha, y al cabo de cinco minutos vi en los bosques de la izquierda, cercano al camino, un elevado montículo de ruinas llevando consigo aquel distintivo característico, antes tan extraño y hoy tan familiar para mí, que anunciaba la existencia de otra ciudad desconocida, desolada, sin nombre y envuelta en ruinas. Dirigímonos a otro montículo más próximo que el primero, y allí desmontamos atando los caballos a los árboles. Este montículo era una sólida masa de mampostería, de treinta pies de elevación y casi cuadrada. Las piedras eran tan grandes, que una de ellas colocada en un ángulo, medía seis pies de largo sobre tres de ancho: los lados estaban cubiertos de espinas y abrojos. Sobre el costado del sur había una hilera de escalones, en buen estado, de quince pulgadas de alto cada uno y tres pies de largo. Por los demás lados, elevábanse las piedras en forma piramidal, pero sin ningún escalón. En la cúspide había un edificio de piedra cuyas paredes, hasta la altura de la cornisa, todavía se conservaban en pie. Sobre ella, la fachada había caído enteramente; pero la masa de piedras y caliza que formaba el techo permanecía aún, y la parte interior era exactamente semejante a los edificios de Uxmal, teniendo el mismo arco distintivo. No había allí restos de escultura; pero la base del montículo está escombrada de piedras derruidas, entre las cuales hay algunas de cerca de tres pies de longitud formando una especie de artesas lo mismo que las que habíamos visto en Uxmal, en donde se les daba el nombre de pilas o fuentes. De allí pasamos por medio del bosque al primer montículo que habíamos visto. Éste tendría tal vez sesenta pies de elevación y era una masa completa de piedras caídas. Cualquiera que haya sido el carácter de este edificio se hallaba enteramente perdido, y, si no hubiese sido por la estructura que acababa de ver y por el examen de otras diversas ruinas del país, había podido dudarse si aquélla se formó con sujeción a algún plan o a las reglas del arte. La masa de piedra era tan sólida, que no había podido arraigarse en ella vegetación alguna: sus costados estaban desnudos y limpios enteramente, y cuando se removía una pieza daba un sonido metálico semejante a una campana de hierro. Cuando estaba yo subiendo, recibí un golpe de una de las piedras que se resbalaban. El choque fue tal, que me arrastró casi hasta la base, me inutilizó completamente por el momento y no pude recobrarme del todo, sino hasta pasado algún tiempo. Desde la cima de este montículo vi otros dos casi de la misma altura, y, habiendo tomado su dirección con el compás, bajé y me encaminé hacia ellos. El terreno todo estaba cubierto de árboles, espinas y maleza. Mi indio había ido a desatar los caballos y situarlos en otro camino. Yo no tenía machete, y, aunque los montículos no estaban muy distantes, me encontré todo rasguñado y roto cuando llegué a ellos. Se hallaban en tan cabal ruina, que apenas conservaban su forma. Al pasar entre ellos, vi un poco más lejos otros tres que formaban tres ángulos de un patio o plaza; y en este patio que sobresalía a la maleza había enormes piedras, que al descubrirlas tan inesperadamente me produjeron una viva excitación. A cierta distancia me recordaban los monumentos de Copán, pero todavía eran más extraordinarias e incomprensibles. Eran de una forma inusitada, y tan rudas y ásperas como si viniesen todavía de la cantera. Cuatro de ellas eran planas; la mayor tenía catorce pies de elevación y medía en el tope cuatro pies de anchura, sobre uno y medio de espesor. La parte superior era más ancha que la base, y estaba en una posición inclinada, como si hubiese perdido su cimiento. Las demás eran todavía más irregulares en su forma, y no parecían sino que el pueblo que las erigió allí había buscado precisamente las piedras más enormes que hubiese podido haber a las manos, largas o cortas, delgadas o espesas, cuadradas o redondas, con tal de que fuesen abultadas. Carecían de belleza o propiedad en el diseño o proporciones, y no había marcas o caracteres sobre ellas; pero en aquella desolación y soledad presentaban algo de extraño y de terrible; y, semejantes a algunas lápidas sepulcrales sin epitafio en el patio de una iglesia, parecían designar las sepulturas de algunos muertos desconocidos. En uno de los montículos que caían sobre este patio hay un edificio largo, con la fachada destruida, lo cual permitía mirar a lo interior. Subí, y sólo descubrí los restos de un estrecho corredor y un arco, sobre cuya pared se veían los vestigios de la mano roja. Todo el paisaje inmediato es una floresta tan áspera, que se hace imposible formar una idea de toda la extensión de estas ruinas. Lo cierto es que allí hubo una gran ciudad cuyo nombre es enteramente desconocido. Entonces mi visita sólo llevaba por objeto echar una ojeada preliminar para ver si habría algo en qué emplear el pincel de Mr. Catherwood, y ya era cerca de la una. El calor era intenso; y cubierto de sudor y con el vestido hecho trizas por los espinos y abrojos, salí al camino abierto en donde mi indio estaba esperándome con los caballos. Montamos inmediatamente, y continuamos a galope dos leguas más hasta la hacienda Tankuiché. Esta finca era la favorita de D. Simón Peón, como que la había creado desde sus fundamentos y hecho todo el camino que va hasta el pueblo. Era un hermoso tintal, y había levantado máquinas allí para extraer la tinta del palo. De ordinario era una de sus haciendas en que reinaba más actividad; pero el día en que estuve allí no parecía sino que una plaga desoladora había caído sobre ella. Las chozas de los indios estaban solitarias; los muchachos desnudos no retozaban alrededor de ellas; y la gran puerta estaba cerrada. Atamos nuestros caballos a un lado y subiendo por un ramal de escaleras, entramos en la casa por un pasadizo; todas las puertas estaban cerradas y a nadie se veía. Dirigiéndome al andén de la noria, vi a un indezuelo, cubierto de un sombrero de paja, dormitando sobre un viejo caballo, que, dando vueltas a la noria, extraía de ella torrentes de agua fresca, que ninguna persona se acercaba a recoger. Al verme el indezuelo, incorporose sobre el caballo y procuró contenerlo: pero el viejo animal acostumbrado a seguir su camino dando vueltas,no tuvo por conveniente detenerse, mientras que el pobre muchacho tenía el aspecto de creer que seguiría girando en consorcio del caballo, hasta que alguno viniese a desmontarlo. Todos habían marchado a la fiesta y estaban a la sazón formando parte de la inmensa turba que yo había dejado en el pueblo. Había en efecto una diferencia notable entre la tumultuosa feria y la soledad de esta hacienda abandonada. Senteme bajo un hermoso ceibo, que daba sombra a la noria, y comí un pedazo de pan y una naranja. Después de esto me dirigí a la puerta principal y quedé sorprendido al encontrarme con un solo caballo: mi guía había montado en el otro y regresado a su hacienda. Volvime a la noria e hice un esfuerzo para hablar con el muchacho; pero el viejo caballo seguía dándole vueltas, y apenas me lo aproximaba cuando volvía a alejármelo. Echeme sobre el andén mientras me arrullaba el chirrido de la noria. Había hecho tales progresos en mi siesta, que no sentía muchas ganas de ser interrumpido, cuando he aquí que llegó un mozo indio que había sido atrapado por mi guía fugitivo, enviándomelo para mostrarme las ruinas. El tal mozo no habría podido comunicarme este hecho, si afortunadamente no hubiese venido acompañado de otro que hablaba el español. Éste era un hombre inteligente, de edad provecta y de muy respetable apariencia; pero D. Simón me dijo que era el peor individuo que había en su hacienda. Estaba frenéticamente enamorado de una muchacha que no vivía en la misma hacienda, y tenía la costumbre de fugarse para visitarla, y de ser traído después con los brazos atados por la espalda. En pena de la última falta de esta especie que había cometido se le prohibió ir a la fiesta. Por su medio pude entenderme con mi nuevo guía, y me puse otra vez en marcha. A los cinco minutos, después de haber dejado la hacienda, cruzamos entre dos montículos en ruinas, y de cuando en cuando vislumbraba yo algunos vestigios al través de los bosques. Al cabo de veinte minutos llegamos a un montículo como de treinta pies de elevación, sobre cuya cima había un edificio arruinado. Desmontamos allí, atamos nuestros caballos y subimos al montículo. Toda la fachada había caído: la parte interior estaba cubierta de maleza hasta la cornisa, y sólo el arco de la pared posterior era la única parte que asomaba sobre el terreno; pero, en lugar de ser formado de piedras labradas, como todos los que yo había visto en Yucatán, éste se hallaba dado de estuco y cubierto de pinturas, cuyos colores estaban brillantes y frescos todavía. Los colores dominantes eran el rojo, el verde, el amarillo y el azul; y, a la primera vista, las líneas y figuras parecían tan distintas, que pensé sería fácil comprender su objeto. Como la pieza estaba cubierta hasta arriba de lodo, tuve necesidad de sentarme, o más bien acostarme, para poder examinar las pinturas. Una de ellas me chocó por ser exactamente una representación de la máscara descubierta en el Palenque. Deseaba ansiosamente sacarla entera; pero, sabiendo yo por experiencia qué había hecho sobre el estuco con el machete, que esto sería imposible lograrlo, la dejé intacta. Con el interés con que yo estaba trabajando,no había descubierto que millares de garrapatas se me habían pegado al cuerpo. Estos insectos son la plaga de Yucatán, y forman, absolutamente hablando, la más perenne fuente de mortificaciones y molestias de cuantas haya yo podido encontrar en todo el país. Algo de ello había visto en Centroamérica; pero en diferente estación y cuando el calor del sol ha matado la inmensidad de su número, y cuando las que quedan han llegado a tal tamaño, que cualquiera puede verlas y cogerlas. Pero aquéllas parecían granos de arena en cuanto al color, tamaño y número. Se desparraman sobre todo el cuerpo, penetran por las junturas del vestido y, semejantes al insecto conocido entre nosotros con el nombre de tick (garrapata), se introducen en la carne produciendo una irritación casi intolerable. El único medio de quitárselas de encima es cambiar inmediatamente de vestido. En Uxmal no las habíamos sentido, porque, según se dice, prodúcense únicamente en los campos donde pasta el ganado, y aquellos campos sólo sirven para milpas o sementeras. Jamás había yo encontrado sobre mí tal profusión de aquellos animales, y su presencia alteró completamente la tranquilidad con que estaba yo examinando las pinturas. En efecto, no pude permanecer por más tiempo en el terreno. Es una desgracia que, mientras varios departamentos han quedado intactos, se encuentre escombrado éste, que es más curioso e interesante. Es probable que tanto las paredes como la bóveda hayan estado dadas de estuco y pintadas. Sólo habría costado una semana de trabajo el despejarlo; pero yo creí que, en virtud de haberse acumulado tanto cieno contra las paredes por un largo y desconocido espacio de tiempo y una larga sucesión de estaciones lluviosas, los colores deberían estar tan completamente borrados, que nada se hubiera descubierto capaz de compensar el trabajo. Era casi de noche, y el trabajo del día había sido severo. Yo estaba cansado y cubierto de garrapatas; pero el día próximo era domingo, y el último de la fiesta, y por lo mismo determiné regresar al pueblo aquella misma noche. Hacía una hermosa luna; y, habiéndome echado a correr, a las once de la noche percibí, al fin de un camino largo y recto, la ilumidada fachada de la iglesia de Halachó. Muy pronto olvidé la desolación de las ruinas en medio de los millares de gente reunidas y el brillo de los luces, devolviendo otra vez mis simpatías hacia los vivos. Pasé junto a las mesas de los jugadores: crucé la plaza a través de una turba de indios que se hicieron atrás por deferencia al color de mi piel, y, cuando menos me esperaban mis amigos, me presenté en el baile. No me sentía dispuesto entonces a dormir. Como última noche de la fiesta, las poblaciones vecinas habían enviado a ella toda su gente; el baile era más numeroso y alegre; formábanlo los blancos y aquéllos en cuyas venas circulaba sangre blanca, mientras que en la parte exterior había una multitud de filas de indios sin presunción de entrar en la sala; y más allá, en la plaza, había una densa nube de aquellos nativos de la tierra y señores del suelo, aquel extraño pueblo en cuyas ciudades arruinadas acababa yo justamente de andar vagando# aquel pueblo sometido tranquilamente al dominio de los extranjeros, sumido en la abyección y contemplando al hombre blanco como a un ser superior. ¿Serían esos hombres los descendientes de aquel pueblo fiero que hizo tan sangrienta resistencia a los conquistadores españoles? Terminado el baile a la once de la noche, las balaustradas de la iglesia brillaron con los fuegos artificiales, concluyéndose con la pieza nacional del castillo. A las doce de la noche, cuando nos dirigíamos a la posada, la plaza estaba llena de indios como en mitad del día. Desde mi llegada al país no me había llamado tanto la atención la peculiar constitución de las cosas en Yucatán. Distribuidos originariamente los indios como esclavos, habían quedado después como sirvientes. La veneración a sus amos es la primera lección que reciben; y esos amos, descendientes de aquellos terribles conquistadores, después de tres siglos de una paz constante, han perdido toda la fiereza de sus antepasados. Dóciles y apacibles, enemigos del trabajo, no imponen ciertamente cargas pesadas sobre los indios; y comprenden y contemporizan con sus costumbres; y de esta suerte, las dos razas caminan juntas en armonía, sin temerse una y otra, formando una simple, primitiva y casi patriarcal sociedad. Y el sentimiento de la seguridad personal es tan fuerte y arraigado, que a pesar de la muchedumbre de forasteros que había en Halachó, y tener D. Simón montones de dinero sobre su mesa, había tan poco temor de un robo, que dormíamos tranquilamente con todas las puertas y ventanas abiertas.
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CAPÍTULO IX Del cuarto y último género de idolatría que usaron los indios con imágines y estatuas, especialmente los mexicanos Aunque en los dichos géneros de idolatría en que se adoraban criaturas, hay gran ofensa de Dios, pero el Espíritu Santo condena mucho más, y abomina otro linaje de idólatras que adoran solamente las figuras e imágines fabricadas por manos de hombres, sin haber en ellas más de ser piedras, o palos o metal, y la figura que el artífice quiso dalles. Así dice el Sabio de estos tales: "Desventurados, y entre los muertos se puede contar su esperanza, de los que llamaron dioses a las obras de las manos de los hombres, al oro, a la plata, con la invención y semejanza de animales, o la piedra inútil que no tiene más de ser de una antigualla". Y va prosiguiendo divinamente contra este engaño y desatino de los gentiles, como también el profeta Esaías, y el profeta Jeremías, y el profeta Baruch, y el santo Rey David, copiosa y graciosamente disputan. Y converná que el ministro de Cristo que reprueba los errores de idolatría, tenga bien vistos y digeridos estos lugares, y las razones que en ellos tan galanamente el Espíritu Santo toca, que todas se reducen a una breve sentencia que pone el profeta Oseas: "El oficial fue el que le hizo, y así no es Dios; servirá pues para telas de arañas el becerro de Samaria". Viniendo a nuestro cuento, hubo en las Indias gran curiosidad de hacer ídolos y pinturas de diversas formas y diversas materias, y a éstas adoraban por dioses. Llamábanlas en el Pirú, guacas, y ordinariamente eran de gestos feos y disformes; a lo menos las que yo he visto todas eran así. Creo sin duda que el demonio, en cuya veneración las hacían, gustaba de hacerse adorar en figuras mal agestadas. Y es así en efecto de verdad, que en muchas de estas guacas o ídolos, el demonio hablaba y respondía, y los sacerdotes y ministros suyos acudían a estos oráculos del padre de las mentiras, y cual él es, tales eran sus consejos, y avisos y profecías. En donde este género de idolatría prevaleció más que en parte del mundo, fue en la provincia de Nueva España, en la de México, y Tezcuco, y Tlaxcala y Cholula, y partes convecinas del aquel reino. Y es cosa prodigiosa de contar las supersticiones que en esta parte tuvieron; mas no será sin gusto referir algo de ellas. El principal ídolo de los mexicanos, como está arriba dicho, era Vitzilipuztli; ésta era una estatua de madera entretallada en semejanza de un hombre sentado en un escaño azul fundado en unas andas, y de cada esquina salía un madero con una cabeza de sierpe al cabo; el escaño denotaba que estaba sentado en el cielo. El mismo ídolo tenía toda la frente azul, y por encima de la nariz una venda azul, que tomaba de una oreja a otra. Tenía sobre la cabeza un rico plumaje de hechura de pico de pájaro, el remate de él de oro muy bruñido. Tenía en la mano izquierda una rodela blanca con cinco piñas de plumas blancas puestas en cruz, salía por lo alto un gallardete de oro, y por las manijas cuatro saetas, que según decían los mexicanos les habían enviado del cielo para hacer las hazañas que en su lugar se dirán. Tenía en la mano derecha un báculo labrado a manera de culebra, todo azul ondeado. Todo este ornato y el demás, que era mucho, tenía sus significaciones, según los mexicanos declaraban. El nombre de Vitzilipuztli quiere decir siniestra de pluma relumbrante. Del templo superbísimo, y sacrificios y fiestas, y ceremonias de este gran ídolo, se dirá abajo, que son cosas muy notables. Sólo digo al presente que este ídolo, vestido y aderezado ricamente estaba puesto en un altar muy alto, en una pieza pequeña, muy cubierta de sábanas, de joyas, de plumas y de aderezos de oro, con muchas rodelas de pluma, lo más galana y curiosamente que ellos podían tenerle, y siempre delante de él una cortina para mayor veneración. Junto al aposento de este ídolo había otra pieza menos aderezada, donde había otro ídolo que se decía Tlaloc. Estaban siempre juntos estos dos ídolos, porque los tenían por compañeros y de igual poder. Otro ídolo había en México muy principal, que era el dios de la penitencia, y de los jubileos y perdón de pecados. Este ídolo se llamaba Texcatlipuca, el cual era de una piedra muy relumbrante y negra como azabache, vestido de algunos atavíos galanos a su modo. Tenía zarcillos de oro y de plata, en el labio bajo un cañutillo cristalino de un jeme de largo, y en él metida una pluma verde, y otras veces azul, que parecía esmeralda o turquesa. La coleta de los cabellos le ceñía una cinta de oro bruñido, y en ella por remate una oreja de oro con unos humos pintados en ella, que significaban los ruegos de los afligidos y pecadores, que oía cuando se encomendaban a él. Entre esta oreja y la otra, salían unas garzotas en grande número; al cuello tenía un joyel de oro colgado, tan grande, que le cubría todo el pecho; en ambos brazos, brazales de oro; en el ombligo una rica piedra verde; en la mano izquierda un mosqueador de plumas preciadas, verdes, azules, amarillas, que salían de una chapa de oro reluciente, muy bruñido, tanto que parecía espejo; en que daba a entender, que en aquel espejo veía todo lo que se hacía en el mundo. A este espejo o chapa de oro llamaban Itlacheaya, que quiere decir, su mirador. En la mano derecha tenía cuatro saetas, que significaban el castigo que por los pecados daba a los malos. Y así al ídolo que más temían, porque no les descubriese sus delitos, era éste, en cuya fiesta, que era de cuatro a cuatro años, había perdón de pecados, como adelante se relatará. A este mismo ídolo Texcatlipuca tenían por dios de las sequedades y hambres, y esterilidad y pestilencia. Y así le pintaban en otra forma, que era asentado con mucha autoridad en un escaño rodeado de una cortina colorada labrada de calaveras y huesos de muertos. En la mano izquierda, una rodela con cinco piñas de algodón, y en la derecha una vara arrojadiza amenazando con ella, el brazo muy estirado como que la quería ya tirar. De la rodela salían cuatro saetas; el semblante airado; el cuerpo untando todo de negro; la cabeza llena de plumas de codornices. Eran grandes las supersticiones que usaban con este ídolo, por el mucho miedo que le tenían. En Cholula, que es cerca de México y era república por sí, adoraban un famoso ídolo, que era el dios de las mercaderías, porque ellos eran grandes mercaderes, y hoy día son muy dados a tratos; llamábanle Quetzaalcoatl. Estaba este ídolo en una gran plaza en un templo muy alto. Tenía alrededor de sí, oro, plata, joyas y plumas ricas, ropas de mucho valor y de diversos colores. Era en figura de hombre, pero la cara de pájaro con un pico colorado, y sobre él una cresta y verrugas, con unas rengleras de dientes, y la lengua de fuera. En la cabeza, una mitra de papel, puntiaguda, pintada; una hoz en la mano y muchos aderezos de oro en las piernas, y otras mil invenciones de disparates que todo aquello significaba, y en efecto le adoraban porque hacía ricos a los que quería, como el otro dios Mammon, o el otro Plutón. Y cierto el nombre que le daban los cholulanos a su dios, era a propósito, aunque ellos no lo entendían. Llamábanle Quetzaalcoatl, que es culebra de pluma rica, que tal es el demonio de la codicia. No se contentaban estos bárbaros de tener dioses, sino que también tenían sus diosas, como las fábulas de los poetas las introdujeron, y la ciega gentilidad de griegos y romanos las veneraron. La principal de las diosas que adoraban, llamaban Tozi, que quiere decir nuestra abuela; que según refieren las historias de los mexicanos, fue hija del rey de Culhuacán, que fue la primera que desollaron por mandato de Vitzilipuztli, consagrándola de esta arte por su hermana, y desde entonces comenzaron a desollar los hombres para los sacrificios, y vestirse, los vivos, de los pellejos de los sacrificados, entendiendo que su Dios se agradaba de ello, como también el sacar los corazones a los que sacrificaban, lo aprendieron de su dios, cuando él mismo los sacó a los que castigó en Tula, como se dirá en su lugar. Una de estas diosas que adoraban, tuvo un hijo grandísimo cazador, que después tomaron por dios los de Tlaxcala, que fue el bando opuesto a los mexicanos, con cuya ayuda los españoles ganaron a México. Es la provincia de Tlaxcala, muy aparejada para caza, y la gente muy dada a ella, y así hacían gran fiesta. Pintan al ídolo de cierta forma, que no hay que gastar tiempo en referirla; mas la fiesta que le hacían es muy donosa. Y era así que al reír del alba, tocaban una bocina, con que se juntaban todos con sus arcos y flechas, redes y otros instrumentos de caza, e iban con su ídolo en procesión, y tras ellos grandísimo número de gente, a una sierra alta, donde en la cumbre de ella tenían puesta una ramada, y en medio un altar riquísimamente aderezado, donde ponían al ídolo. Yendo caminando con el gran ruido de bocinas, caracoles y flautas y atambores, llegados al puesto, cercaban toda la falda de aquella sierra, alrededor, y pegándole por todas partes fuego, salían muchos y muy diversos animales, venados, conejos, liebres, zorras, lobos, etc., los cuales iban hacia la cumbre, huyendo del fuego, y yendo los cazadores tras ellos, con grande grita y bocería, tocando diversos instrumentos, los llevaban hasta la cumbre delante del ídolo, donde venía a haber tanta apretura en la caza, que dando saltos, unos rodaban, otros daban sobre la gente, y otros sobre el altar, con que había grande regocijo y fiesta. Tomaban entonces grande número de caza, y a los venados y animales grandes sacrificaban delante del ídolo, sacándoles los corazones con la ceremonia que usaban en los sacrificios de los hombres, lo cual hecho, tomaban toda aquella caza a cuestas, y volvíanse con su ídolo por el mismo orden que fueron, y entraban en la ciudad con todas estas cosas muy regocijados con grande música de bocinas y atabales, hasta llegar al templo, adonde ponían su ídolo con muy gran reverencia y solemnidad. Íbanse luego todos a guisar las carnes de toda aquella caza, de que hacían un convite a todo el pueblo, y después de comer hacían sus representaciones y bailes delante del ídolo. Otros muchos dioses y diosas tenían con gran suma de ídolos; mas los principales eran en la nación mexicana, y en sus vecinas, los que están dichos.
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Capítulo IX Del gobierno espiritual que hay en el reino del Perú No ha sido el cuidado de los católicos Reyes de España en el bien espiritual de los indios menor que en el temporal, pues, sin duda, en el primero, concerniente a la utilidad de sus almas, han sido siempre vigilantísimos, y dado señales evidentísimas de Reyes, no sólo católicos sino cristianísimos, con un celo piadosísimo de la conversión de los indios, que tan sobre los ojos, como a hijos muy regalados y tiernos, tienen. Porque a esta nueva grey de Jesucristo, porque a los Sumos Pontífices les ha sido encargado, han enviado de ordinarios pastores santísimos, y que sólo han atendido al interés espiritual y la ganancia de sus almas, olvidados de las temporales de hacienda y riquezas. De ningún prelado del Perú se ha dicho ni notado cosa fea ni que desdijese de la obligación de su dignidad y oficio; antes, todos han trabajado y sudado en ciar muestras de verdaderos padres de los indios y, merecedores del nombre apostólico que tienen. recibiéndolos ordinariamente con afabilidad y amor, y tratando como a hijos y procurando, cuando ha sido de su parte, que no sean vejados y molestados. Gobiérnase el Reino del Perú, en lo espiritual, por dos arzobispos metropolitanos, que residen en la Ciudad de los Reyes y la Ciudad de la Plata. El de los Reyes tiene por sufragáneos el obispado de la ciudad del Cuzco, Arequipa, Guamanga, Trujillo, el de Santiago y la Imperial, en el Reino de Chile, el de Quito y Panamá; de todos los cuales acuden con las causas pertenecientes al fuero eclesiástico, en grado de apelación, a la Ciudad de los Reyes, donde el Arzobispo tiene un provisor y vicario general y juez de apelaciones que las ve, prosigue, determina y sentencia. Todos estos obispos y arzobispos reconocen y obedecen al Sumo Pontífice Romano, como a cabeza universal de la Iglesia, sucesor del Príncipe de los apóstoles San Pedro y Vicario de Jesucristo en la tierra. Del Perú se interponen apelaciones a él, y se siguen ante su nuncio apostólico que reside en España, a quien están subordinados, las causas del Perú e indias. De los sufragáneos de la Plata se dirá al tiempo. El Arzobispo y obispos, cada uno en su diócesis, atienden con grandísima vigilancia a extirpar y deshacer los ritos, supersticiones y ceremonias que los indios antiguamente usaban, y a castigar los ministros, que el demonio procura entremeter con todo secreto, y sacarlos y arrancarlos de entre estos nuevos sembrados, porque no ahoguen las plantas que van cada día creciendo. Tienen todos sus distritos señalados y el sustento y, rentas proceden y salen de los diezmos, los cuales, como la tierra va ya cada día en aumento, y las heredades, viñas, estancias y crías de ganado, también las rentas crecen y se multiplican. El Arzobispo y obispos, en todas las partes y ciudades de españoles y en las provincias de indios, tienen constituidos vicarios, con comisión de conocer de algunas causas que no son graves. En los pueblos de indios hay puestos sacerdotes, curas que administran los santos sacramentos, confiesan, bautizan, entierran y casan a los indios. Unos destos curas están en un pueblo solo, y en algunos hay tres y cuatro curas, conforme el número de indios que los habitan, y otros tienen a su cargo dos, tres y cuatro pueblos, atendiendo a la gente, y la distancia que hay de unos pueblos a otros, que todo se ha dispuesto y concertado con la mejor comodidad de los indios. A estos sacerdotes se les da, su estipendio suficientísimo por su trabajo, con cargo de decir dos misas en la semana, por la conversión de los indios, el cual se saca de la gruesa de los tributos, primero que cosa ninguna, y así ello son ante todos pagados y satisfechos. Por la administración de los sacramentos no llevan cosa ninguna a los indios, ni por los enterrar, ni las sepulturas, porque ellos hacen a su costa y trabajo las iglesias para oír misa. Cuando no pueden enmaderarlas y cubrirlas, el Rey católico les ayuda y, hace que sus encomenderos les ayuden con dinero para los oficiales carpinteros y albañiles. Las iglesias se hacen conforme a los pueblos, y algunas son tan grandes y suntuosas que pueden competir con las catedrales. Son a lo más ordinario servidas con mucha decencia y cuidado, porque tienen sus sacristanes y sus cantores, con maestro de capilla y de escuela, indios que enseñan y cantan y tocan chirimías y flautas y cornetas y bajones. Hay entre ellos muy buenas voces, y por este servicio que hacen a la iglesia, son reservados de pagar tributo y de acudir a las minas y a otros servicios personales. Así el culto divino cada día se va celebrando con más devoción, piedad y reverencia. Los curas de los indios están siempre con cuidado en destruir los vicios, que entre ellos renacen, de idolatría, embriaguez y sensualidad, apartándolos de ellos con amonestaciones, sermones y castigos y, en los negocios graves, dan cuenta a los obispos para que los remedien. Tienen sus fiscales indios de confianza, que juntan los indios e indias los domingos y fiestas y otros días señalados, a que oigan la doctrina christiana, y a los muchachos, cada día, para que no la pongan en olvido; y así los indios ordinarios van aprovechando en la religión, de suerte que se va perdiendo la memoria de los ritos antiguos; y ya estuviera del todo extinta, si se hubieran entresacado los indios viejos y viejas en quien se conserva. Frecuéntanse ya las confesiones, y muchos indios christianos y entendidos en los misterios de nuestra fe, y recogidos en sus costumbres, reciben el Santísimo Sacramento de la Eucaristía con mucha devoción, y los jubileos e indulgencias los procuran ganar con grandísima alegría. De suerte que, por la diligencia y estudio de sus curas, el demonio va perdiendo de su jurisdicción, y la bandera de Jesuchristo extendiéndose. El Arzobispo y obispos salen y visitan muy de ordinario sus anchas y extendidas diócesis, corriendo y viendo ocularmente los pueblos e iglesias y los bienes de las fábricas y hospitales, remediando agravios, deshaciendo abusos y dando leche de doctrina a sus ovejas, y administrando el Santísimos Sacramento de la confirmación como ministro dél, y corroborando y fortaleciendo en la fe católica estos nuevos christianos, y alegrando a sus ovejas con la presencia del pastos principal, y haciéndoles limosnas. El que más se ha señalado en esta visita personalmente, entre todos los prelados de las Indias, fue don Toribio Alfonso Mogrovejo, natural del Principado de Asturias, segundo Arzobispo de la Ciudad de los Reyes y sucesor de don Fray Gerónimo de Loaysa, primer Arzobispo, y el que tantas muestras dio de prelado docto, prudente y sabio en las revoluciones del Perú, y por cuyo consejo y ayuda los Virreyes gobernaron, y aun el licenciado Pedro Gasca que allanó el Perú, que siempre le tuvo a su lado. Don Toribio, que le sucedió, fue increíble el cuidado y solicitud que tuvo en la visita de sus ovejas que, con ser tan grande y extendido su distrito, le visitó cinco veces todo, sin dejar pueblo pequeño ni grande que no viese, y con sola su persona y con ánimo infatigable, no perdonando caminos agrios y fragosos. Jamás descansó, entrando a provincias de indios no conquistados, de los cuales fue recibido y reverenciado con amor de verdadero padre de ellos. Estos viajes nunca los hizo con aparato y gasto de bestias y cargas, sino como un clérigo particular, por excusar trabajo y fastidio y carga a los indios; es cierto que pasaron de más de seiscientas mil almas las que confirmó por su persona. En medio de estas peregrinaciones, vino a rendir el alma a Dios en la villa de Saña, a veinte y tres de marzo del año de mil y seiscientos y seis, dejando vivo ejemplo a sus sucesores y demás prelados del Perú, para imitarle en todo. De suerte que por los principales seglares y los eclesiásticos y sus ministros y coadjutores se atiende y mira con admirable solicitud el bien, utilidad y aumento de los indios en las almas y en los cuerpos. Pues del Sumo Pontífice Romano, aunque tan lejos y distante esté por la longitud de tierras, provincias, y mares que hay en medio, es sin duda, que en el amor paternal y en el celo de su conversión y salvación de sus almas, están conjuntísimos y los tiene delante de los ojos, encomendándolos cada día a Dios en sus sacrificios, y mandando que en toda la cristiandad se haga memoria de ellos, rogando a Dios los confirme en su santa fe, y les abra el entendimiento para conocer el bien que poseen con ella, y les han hecho y hacen mil favores y privilegios, atendiendo a su flaca naturaleza, reservándolos de muchos días de fiesta de la observancia dellos y de los ayunos, dejándoles sólo los viernes de cuaresma y el Sábado Santo y Pentecostés, y vigilia de la Natividad del Señor. Dispensando con ellos en grados prohibidos por la iglesia, para que se puedan casar en cuarto y tercero grado de consanguinidad y afinidad y en otros más estrictos, y concediendo facultad, para que sean absueltos de los casos reservados a la Santa Sede Apostólica, y enviándoles cada día jubileos e indulgencias, para enriquecer sus almas, y librarlas de las penas debidas en el Purgatorio por sus culpas, y otros mil indultos y privilegios como si los tuviese presentes. Ninguna cosa se le pide al Sumo Pontífice para las Indias y naturales della, que con grandísima benevolencia y amor no la conceda luego, abriendo el infinito tesoro que Christo Nuestro Señor Redentor dejó a su iglesia. Con suma liberalidad sea él loado y ensalzado en este nuevo orbe por infinitos siglos, amén. Así si en el tiempo que sus Yngas y reyes los rigieron y gobernaron, fueron sustentados en paz, tranquilidad y justicia, y vivieron con seguridad y quietud, el día de hoy, que, debajo del mando y monarquía de los católicos reyes de España, más guardados, defendidos y amparados están, con un Rey tan celoso de su bien y tan piadoso y christianísimo, fuera de los castigos crueles y despiadados, que experimentaron de sus Yngas por pequeños delitos. Así es su estado de los indios del Perú más feliz y dichoso que el antiguo, puestos en carrera de salvación de sus almas, y viviendo debajo de leyes santas y justas, y gobernados por Padres amantísimos, que así se pueden decir los Reyes y Prelados que tienen.
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CAPÍTULO IX Llega el ejército donde hay bastimento. Patofa se vuelve a su casa y Juan de Añasco va a descubrir tierra Los cuatro caballeros, que con la relación y buena nueva de haber hallado comida y tierra poblada dejamos en el camino, llegaron donde el gobernador estaba, habiendo caminado en un día, a la vuelta, lo que habían caminado en tres a la ida, que fueron más de doce leguas, y le dieron aviso de lo que habían descubierto. El cual, luego que amaneció, mandó caminar la gente donde los cuatro caballeros la guiasen. Los soldados tenían tanta hambre y tan buena gana de ir donde hallasen comida que caminaron a rienda suelta sin que fuese posible ponerlos en orden ni que caminasen en escuadrón, como solían, sino que iba adelante el que más podía, tanta fue la prisa que se dieron a caminar que el día siguiente, antes de mediodía, estaban ya todos en el pueblo. Al gobernador le pareció parar en él algunos días, así porque la gente se refrescase y reformase del trabajo pasado como por esperar los tres capitanes que por las otras partes habían ido a descubrir la tierra. Los cuales, habiendo caminado tres días en seguimiento del viaje que cada uno de ellos había tomado y habiendo hallado casi todos tres igualmente muchos caminos y sendas que por todas partes atravesaban la tierra, por las cuales hallaron rastro de indios, mas no pudiendo haber alguno para se informar de él ni pudiendo descubrir poblado, por no alejarse más y porque no llevaban más término, se volvieron al puesto al fin del quinto día que se habían partido del gobernador y, no le hallando, siguieron el rastro que el ejército dejaba hecho, y, en otros dos días, habiendo padecido la hambre y trabajos que se pueden imaginar como hombres que había más de ocho días que no habían comido sino hierbas y raíces, y aún no hasta hartar, llegaron al pueblo donde el gobernador estaba, en cuya presencia, y en la de todos los compañeros, refiriendo los unos a los otros los trabajos y hambre que habían pasado, se alentaron y cuidaron de reformarse. Toda la hambre y necesidad que hemos contado que pasaron estos españoles en los despoblados la cuenta muy largamente Alonso de Carmona en su relación, y dice que fueron cuatro los puercos que mataron para socorrer la gente, y que eran muy grandes, con que (dice), "sacamos el vientre de mal año." Debió de decirlo por ironía por ser cosa tan poca para tanta gente. En este primer pueblo de la provincia de Cofachiqui, donde se juntó todo el ejército, paró el gobernador siete días para que la gente se rehiciese del trabajo pasado, en los cuales el capitán Patofa y sus ocho mil indios, con el secreto posible, hicieron todo mal y daño que pudieron en sus enemigos. Corrieron cuatro leguas de tierra a todas partes donde pudiesen dañar. Mataron los indios e indias que pudieron haber y les quitaron los cascos para llevárselos en testimonio de sus hazañas; saquearon los pueblos y templos que pudieron alcanzar; no les quemaron, como quisieran, porque no lo viese o supiese el gobernador. En suma, no dejaron de hacer cosas de las que en daño de sus enemigos y venganza propia pudieron haber imaginado. Y pasara adelante la crueldad, si al quinto día de aquella estada no llegara a noticia del gobernador lo que Patofa y sus indios habían hecho y hacían. El cual, considerando que no era justo que debajo de su favor y sombra nadie hiciese daño a otro y que no sería bien que por el mal que otro hacía sin consentimiento suyo él cobrase enemigos para adelante, pues iba antes convidando con la paz a los indios que haciéndoles guerra, acordó despedir a Patofa para que con todos los suyos se volviese luego a su tierra y así lo puso por obra que, habiéndole rendido las gracias por la amistad y buena compañía que le había hecho y habiéndole dado para él y para su curaca piezas de paños y sedas, lienzos, cuchillos, tijeras y espejos, y otras cosas de España que ellos estiman en mucho, lo envió muy contento y alegre de la merced y favor que se le había hecho, empero, mucho más lo iba él por haber cumplido bastantemente la palabra que a su señor había dado de le vengar de sus enemigos y ofensores. Después que Patofa y sus indios se fueron, quedó el gobernador en el mismo pueblo descansado otros dos días; mas, ya que vio su gente reformada, le pareció pasar adelante y caminar por la ribera del río arriba hacia donde iba la poblazón. Así fue el ejército tres días sin topar indio alguno vivo sino muchos muertos y sin cascos, donde vieron los castellanos la mortandad que Patofa había hecho, de cuya causa los naturales se habían retirado la tierra adentro donde no pudiesen haberlos. En los pueblos hallaron comida, que era lo que habían menester. Al fin de los tres días paró el ejército en un muy hermoso sitio de tierra fresca de mucha arboleda de morales y otros árboles fructíferos cargados de fruta. El gobernador no quiso pasar adelante hasta saber qué tierra fuese aquélla, y habiendo hecho alojar toda su gente, mandó llamar al contador Juan de Añasco y le dio orden que con treinta soldados infantes siguiese el mismo camino que hasta allí habían traído (el cual, aunque angosto, pasaba adelante), y procurase haber aquella noche algún indio para tomar lengua de lo que en aquella tierra había y saber cómo se llamaba el señor de ella y las demás cosas que les convenía saber, y, cuando no pudiese haber indio, trajese alguna otra buena relación para que con ella el ejército pasase adelante no tan a ciegas como hasta allí había venido. Y al fin de la comisión, le dijo que, pues en todas las jornadas que habían hecho particulares siempre había tenido buen suceso, de cuya causa se las encomendaba a él antes que a otro, procurase tenerlo también en aquélla que tanto les importaba. Juan de Añasco y sus treinta compañeros salieron del real a pie antes que anocheciese y, con todo el silencio posible, como gente que iba a saltear, siguieron el camino que les fue señalado, el cual cuanto más adelante iba tanto más se iba ensanchando y haciendo camino real. Habiendo, pues, caminado por él casi dos leguas, oyeron con el silencio de la noche un murmullo como de pueblo que estaba cerca, y caminando otro poco más para salir de una manga de monte que por delante llevaban, que les quitaba la vista, vieron lumbres y oyeron ladrar perros y llorar niños y hablar hombres y mujeres, de manera que reconocieron que era pueblo, por lo cual se apercibieron nuestros españoles para prender algún indio por los arrabales secretamente sin que los sintiesen, deseando cada cual de ellos ser el primero que le echase mano por gozar de la honra de haber sido más diligente. Yendo así todos con este cuidado, se hallaron burlados de sus esperanzas, porque el río, que hasta allí habían llevado a un lado, se les atravesaba y pasaba entre ellos y el pueblo. Los cristianos pararon un buen rato en la ribera del río en una gran playa y desembarcadero de canoas, y habiendo cenado y descansado, que serían ya las doce de la noche, se volvieron al real, do llegaron poco antes que amaneciese y dieron cuenta al gobernador de lo que habían visto y oído. El cual, luego que fue de día, salió con cien infantes y cien caballos y fue a ver el pueblo y reconocer y saber lo que en él había de pro y contra para su descubrimiento. Llegando al desembarcadero de las canoas, Juan Ortiz y Pedro el Indio dieron voces a los indios que estaban en la otra ribera diciéndoles que viniesen a oír y volver con una embajada que les querían dar para el señor de aquella tierra. Los indios, viendo cosa tan nueva para ellos como españoles y caballos, a mucha prisa entraron en el pueblo y publicaron lo que les habían dicho.
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CAPÍTULO IX Partida de Bolonchén. --Extravío. --Rancho de azúcar. --Una nueva sección del país. --Rancho Santa Rosa. --Plaga de pulgas. --Visita a las ruinas de Xlabpak. --Una elevada estructura. --Departamentos, etcétera. --Escaleras. --Puertas principales. --Interesante descubrimiento. --Patio. --Edificio cuadrado en la segunda terraza. --Figuras y adornos colosales. --Departamento central. --Señales de reciente ocupación. --Plan de la hilera baja de habitaciones. --Bajorrelieves esculpidos. --Los constructores acomodaron su estilo al género de materiales que tenían a la mano. --Residencia en las ruinas. --Necesidades. --Escena a la luz de la luna. --Pintura. --Agujeros circulares. --Escalinatas. --Adornos de estuco. --Lluvia. --Afición a lo maravilloso A la mañana siguiente muy temprano reasumimos nuestro viaje, y no bien habíamos salido de Bolonchén cuando nos encontramos sumergidos de nuevo en las salvajes florestas del país. Albino se quedó atrás por almorzar; y no nos habíamos alejado mucho cuando llegamos a una encrucijada del camino: tomamos uno de sus ramales, caminando por un gran llano cubierto de arbustos que llegaban a la altura de las cabezas de los caballos, y cuya vereda fue estrechándose de tal modo, que al fin fue imposible proseguir adelante. Retrocedimos para tomar otra y, sujetándonos cuanto era dable al rumbo que se nos había designado, dimos en una aguada fangosa y cubierta de matojos; algo más allá estaba un rancho de azúcar, el primero que hubimos visto en Yucatán, indicando que ya habíamos entrado en una diversa sección de aquel país. Habíamos salido, en fin, de la región de eternas piedras, y la tierra era rica y arcillosa. A una legua más llegamos al rancho Santa Rosa. Muy raro era hallar en aquel país un sitio que llamase realmente la atención por su belleza de situación; pero no pudo menos de chocarnos la de este rancho, cuya belleza consistía acaso en la altura en que se hallaba situado, descubriéndose desde allá todo el paisaje abierto que le rodeaba. El mayordomo se sorprendió algo al saber el objeto de nuestra visita. Las ruinas distaban del rancho cerca de dos leguas, él no las había visto jamás, ni tenía buena opinión de las ruinas en general; sin embargo de eso, envió desde luego a notificar a los indios para que estuviesen a la mañana siguiente en el sitio de ellas, y por la tarde nos trajo uno que quedaba encargado de servirnos de guía. Con la intención de darle alguna idea de lo que eran ruinas, mostrámosle algunos dibujos de Mr. Catherwood, y preguntámosle si las de allí tenían alguna semejanza con las que se le presentaban a la vista. Miró atentamente los dibujos y señaló los claros que dejaban las puertas como puntos de semejanza. De esta suerte, nuestra primera impresión fue que tendríamos que darle las gracias al cura por habernos empeñado en hacer allí una visita inútil. La noche que pasamos en el rancho ha sido una de las más memorables. Vímonos tan afligidos de las pulgas, que fue imposible dormir. Mr. Catherwood y el Dr. Cabot apelaron a la práctica que se estila en Centroamérica de costurar la sábana formando un saco, y toda la noche estuvimos acometidos de una verdadera fiebre. A la mañana siguiente nos encaminamos a las ruinas de Xlabpak, teniendo particular cuidado de llevar nuestro equipaje, pues bajo ningún pretexto intentábamos regresar al rancho: el mayordomo nos acompañaba, y era una cosa verdaderamente de lujo eso de trotar por un camino libre enteramente de piedras. Al cabo de una hora entramos en una floresta de bellos árboles, y, a la legua de estar en ella caminando, encontramos una partida de indios que nos designó una vereda acabada de abrir, más selvática que ninguna de las que hasta allí habíamos cruzado. Después de seguirla por cierta distancia, detuviéronse los indios, y nos hicieron señal de que desmontásemos. Asegurando bien los caballos y continuando en prosecución de los indios, a pocos minutos descubrimos a través de un pequeño claro que dejaba el bosque el blanco frontis de un elevado edificio, que, por la imperfecta vista que teníamos de él, parecionos el mayor que hubiese en todo el país. Era de tres cuerpos: el superior consistía en una bronca y desnuda pared sin frente ni abertura ninguna, siendo ésta, según nos dijeron los indios, la casa cerrada que el cura y el alcalde trataban de bombardear. El edificio entero y sus terrazas estaba cubierto de árboles gigantescos. Abriendo los indios una vereda a lo largo del frente, fuimos caminando de puerta en puerta, a través de sus desolados salones. Era la primera vez que encontrábamos en semejantes edificios escaleras interiores, y una de las que allí había estaba entera completamente, con cada peldaño en su lugar. Las piedras se hallaban como gastadas por el uso, y casi esperábamos a cada paso descubrir las huellas de sus primitivos ocupantes. Con un vehemente interés lo anduvimos todo, hasta llegar a la parte superior del edificio, desde donde se obtenía una extensa vista sobre aquella grande y boscosa llanura, dándole la apariencia del cielo en aquel momento, un grado más de sombría tristeza. La atmósfera estaba cargada y anunciaba la proximidad de un nuevo norte. Era tan impetuosa la fuerza del viento sobre el arruinado edificio, que alguna vez nos veíamos obligados a sujetarnos de las ramas para evitar el peligro de una caída. Un águila detuvo su vuelo por los aires, y parecía suspendida sobre nuestras cabezas. A tan elevada altura, el doctor Cabot reconoció que era un águila de especie muy rara, y la primera que hubiese visto en el país: por algún tiempo estuvo con la escopeta lista esperando que le sería posible traerla consigo como un recuerdo de aquel sitio; pero el ave atrevida continuó su vuelo hasta desaparecer. Parecía una especie de sacrilegio perturbar el reposo en que estaba el edificio y remover la mortaja que lo cubría; pero este sentimiento quedó sofocado al crujido del hacha y el machete y a la estrepitosa caída de los árboles. Teníamos treinta indios, que, trabajando bajo la dirección del mayordomo, equivalían a cuarenta o cincuenta en nuestras manos; experimentaba yo la más viva y gloriosa emoción al pasearme a lo largo de aquellas terrazas, teniendo al mayordomo y a Albino para transmitir mis órdenes a los indios. Y en verdad que apenas puedo concebir un grado mayor de excitación que el que yo experimentaría cruzando el país en todas direcciones, con tiempo, recursos y considerable fuerza a mis órdenes, y despejar completamente toda la región en que hoy yacen sepultadas tantas ciudades en completa ruina. Entretanto Mr. Catherwood, que se hallaba todavía convaleciendo y que no había podido pegar los ojos en la noche anterior, hizo colgar su hamaca en el departamento superior del edificio. A la tarde, se concluyó el desmonte y comenzó aquél a trabajar en sus dibujos. A primera vista, aquella pared superior nos pareció en efecto la casa cerrada, y casi deseamos tener allí al cura con sus bombas. El mayordomo también le daba el mismo nombre al verla; pero parece extraño que se le atribuya semejante carácter, porque, al abrirnos paso por la plataforma de la terraza, descubrimos una serie de puertas que daban entrada a los departamentos, y que cuanto hasta allí se había visto no era más que una pared posterior sin puertas ni ventanas. Todavía hicimos otro descubrimiento de mayor importancia e interés: la elevación a donde primero llegamos y que da vista al poniente, noble y majestuosa cual lo era, sólo venía a ser la parte posterior del edificio; y el frente, que daba al oriente, presentaba los vacilantes restos de la mayor estructura que alza su arruinada cabeza en medio de las florestas de Yucatán. Enfrente había un gran patio con hileras de edificios arruinados formando un espacioso cuadrilátero, en cuyo centro se elevaba una gigantesca escalinata que guiaba del patio a la plataforma del tercer cuerpo. A las dos extremidades de la plataforma de la segunda terraza existía un edificio cuadrado semejante a una torre, adornados ambos con los restos de muchas labores de estuco; y en la plataforma del tercero, a la cabeza de la gran escalinata y a cada uno de los lados de ella, veíanse dos edificios oblongos con fachadas cubiertas de figuras colosales y adornos también de estuco, sirviendo al parecer como de portal a la construcción más elevada. Al subir la grande escalinata, el cacique, el sacerdote o el extranjero tenía delante de sí este portal primorosamente adornado, y pasaba a través de él para penetrar en el departamento central del cuerpo superior. Este departamento, sin embargo, no correspondía a la magnificencia de su entrada, y, conforme a nuestra mejor inteligencia en punto a propiedad, la vista del departamento era un completo desengaño: era de veintitrés pies de largo, de sólo cinco pies y seis pulgadas de ancho, sin pinturas ni adornos de ninguna especie. Pero en la cámara superior había un monumento extraño, un signo de reciente ocupación indicando en medio de la desolación y silencio que reinaba en derredor, que pocos años antes este arruinado edificio, del cual acaso huyeran sus habitantes acometidos de terror o lanzados por la punta de la espada, había sido el refugio y residencia del hombre. En los claros de las puertas de entrada existían hamaqueros; y en las testeras había unos andamios hechos de palos atados con mimbres. Cuando el cólera morbus cayó como un fatal azote sobre aquel aislado país, los habitantes de los pueblos y los ranchos huyeron a las montañas y florestas buscando la salvación. Este desolado edificio se habitó de nuevo, esta elevada cámara fue la mansión de algunas familias espantadas en presencia de tal calamidad, y allí, en medio de duras privaciones, esperaron que pasase el ángel de la muerte. La hilera inferior de edificios consiste en cuatro líneas de departamentos estrechos y construidos con la mayor uniformidad en su diseño y proporción. La grande escalinata tiene 40 pies de ancho; y todo el conjunto superior está cerrado de todos lados sin comunicación con los departamentos, y según todas las apariencias, constituyendo una masa sólida. Si realmente lo sean, o contengan algunas piezas interiores, eso queda, como otras estructuras de la misma especie, para la investigación de futuros historiadores; porque, en las circunstancias en que hicimos nuestra visita, nos era imposible averiguar nada en el particular. Bueno será saber que en este edificio, lo mismo que en el Palenque, existen bajorrelieves esculpidos, adornos que en todas nuestras peregrinaciones en demanda de ruinas americanas sólo habíamos visto en estos dos sitios. A la sazón caminábamos en dirección del Palenque, si bien nos hallábamos de allí a grande distancia: la faz del país era menos pedregosa, y el descubrimiento de estos bajorrelieves, así como el aumento y profusión de adornos de estuco hacían presumir que, al pasar los límites de la gran superficie de piedra calcárea, los constructores de estas ciudades adaptaron su estilo a los materiales más próximos, hasta que en el Palenque, en vez de trazar grandes fachadas de piedra toscamente esculpida, decoraron el exterior con adornos de estuco y, haciendo uso de muy pocos que fuesen esculpidos, pusieron en ello más esmero y habilidad. Casi teníamos ya encima la noche, cuando Albino se acercó a preguntarnos en qué pieza colgaría nuestras hamacas, cosa en que no habíamos pensado hasta allí, preocupados con el interés de lo que estábamos contemplando; el zumbido que sentimos en el bosque era un fatal anuncio de mosquitos, y nos inclinamos a ocupar los pisos más altos; pero no dejaba de ser peligroso trasladar allí todo nuestro menaje, o caminar en la oscuridad a través de las derruidas terrazas, Al fin escogimos las piezas de más fácil acceso, y para preservarnos de los mosquitos cerramos la puerta principal con la muselina negra que nos servía de tienda de campaña para el daguerrotipo. Establecimos la cocina en un rincón del cuarto, y luego que todo estuvo arreglado llamamos a todos los sirvientes, y asociados con nosotros constituimos una comisión permanente de medios y recursos (ways and means). En cuanto a yerba, los caballos estaban bien provistos, porque muchos de los árboles que se habían echado abajo eran majestuosos ramones, pero no había allí maíz ni agua, ni aun para nuestro propio uso. Excepto nuestra provisión de té, café, chocolate y pan de Bolonchén, endulzado como todo el pan que se usa en el interior y propio solamente para tomar chocolate, nada más teníamos y el día nos podría sorprender sin los materiales indispensables para almorzar. Era, pues, preciso adoptar medidas urgentes y sumarias, y entré en consulta con el mayordomo y los indios. Éstos habían despejado un pedazo del terreno cerca de los caballos, y colgado sus hamacas, encendiendo una gran hoguera en el centro. Todos estaban reposando tranquilamente y mostrando la docilidad misma de las palomas, hasta que les hice presente la necesidad de ponerse inmediatamente en movimiento en demanda de provisiones. Siendo completamente criaturas de hábito, y teniendo que terminar sus labores con el sol, retirándose después a conversar y reposar, no les agradaba mucho el ser interrumpidos, ni aun con el estímulo del dinero; y, si no hubiera sido por el mayordomo, yo no habría podido conseguir nada de ellos. Escogió aquél dos comisionados diferentes, cometiendo a cada cual parte de la comisión, puesto que uno solo no podría recordar todos los artículos demandados, ni habría servido de nada el escribirlos en una nota. Muy dudoso era conseguir uno de esos artículos, a saber, una olla de barro, porque los indios no tenían más que una sola en cada cabaña y siempre estaba en ejercicio. Sin embargo, nuestros mensajeros llevaron órdenes terminantes para comprarla, alquilarla, pedirla prestada o conseguirla del mejor modo que pudiese sugerirles su habilidad, a fin de que en ningún caso se volviesen sin ella. Arreglado este importante punto, el campamento bajo los árboles con las atezadas figuras de los indios iluminadas por la luz de la hoguera, presentaba un bello espectáculo; y, si no hubiese sido por la aprensión de los mosquitos, de buena gana hubiera hecho colgar mi hamaca entre aquéllos. Cuando regresaba yo a mi alojamiento, la luna iluminaba magníficamente todo el desmonte, penetraba la oscuridad de las selvas adyacentes y dejaba caer sus luminosos rayos sobre el grande edificio blanco desde su base hasta la cima. No nos faltaban algunas nuevas aprensiones para el resto de la noche. Mi hamaca estaba colgada en la pieza del frente; y en línea perpendicular a mi cabeza, en el lecho de piedras planas que cierra la bóveda, se veía el opaco contorno de una pintura encarnada, semejante a la que por primera vez habíamos visto en Kiuic. En las paredes existían las impresiones de la misteriosa mano roja, y en rededor aparecían los signos de la reciente ocupación de que he hecho referencia, dando fuerza a la reflexión que siempre obraba en nuestro ánimo, de la variedad de relatos de maravilla y horror que habrían referido aquellas paredes, si hubieran tenido el don de la palabra. Hicimos encender una hoguera en un rincón del departamento, pero ni oímos el chillido de los mosquitos ni había pulgas. Cuantas veces despertamos en la noche, no fue sino para congratularnos mutuamente de vernos libres de estas pequeñas molestias. Nuestro primer cuidado a la mañana siguiente fue enviar a los caballos a beber agua, y a que se nos proporcionase alguna para nosotros, pues los indios habían agotado cuanto se encontró en los huecos de las rocas. A las once de la mañana volvieron nuestros emisarios trayendo pollos, huevos, tortillas y una olla que habían tomado alquilada en medio real, pero sólo para un día. Seguimos en nuestro examen de las ruinas; mas nos encontramos tan intrincados en la espesura de los bosques, que se hacía ya imposible buscar un camino para emprender el examen de los otros edificios. Mientras estábamos haciendo el desmonte, nos encontramos con dos agujeros circulares, semejantes a los descubiertos en Uxmal, y que los indios llamaban chaltunes, o cisternas, añadiendo que se hallaban por todas partes. El doctor Cabot, persiguiendo a un pájaro, halló una hilera de edificios a muy corta distancia, separados los unos de los otros y con fachadas ornamentadas de estuco. Siguiendo adelante, vimos a través de los árboles el ángulo de un gran edificio, el cual se descubrió que era un inmenso paralelogramo que conservaba en el interior una plaza. En el centro del frente corría una escalinata completamente arruinada; y, subiendo de la base a la cima del edificio, y cruzando después sobre el techo plano, encontrámonos con otra escalinata igual que bajaba del otro lado dentro del patio o plaza. Los más ricos ornamentos se hallaban de esta parte, eran de estuco, y de cada lado de la escalinata los había de un nuevo y curioso diseño, que desgraciadamente se encontraba en el estado más completo de ruina. Todo aquel recinto se hallaba tan cubierto de árboles y maleza, que de los edificios del frente apenas se veía alguna cosa, y en ciertos puntos, nada en lo absoluto. En la tarde arreció el norte, y por la noche el agua hizo entrar a todos los indios que dormían fuera. Al siguiente día el agua continuaba, y el mayordomo se marchó dejándonos, y llevándose consigo a casi todos los indios, lo cual puso término a la obra del desmonte. Mr. Catherwood tuvo su acceso de fiebre, y en los intervalos en que el sol alumbrada el doctor Cabot y yo trabajábamos en el daguerrotipo. Entretanto, y por la dificultad de procurarnos agua y provisiones, encontrámonos con que era muy molesta nuestra residencia en las ruinas. Quejábanse de aquella detención los indios contratados para la conducción de equipajes, y para colmo de dificultades presentose el propietario de la olla para que se le devolviese, Además, Mr. Catherwood no podía trabajar; los bosques se hallaban húmedos con los aguaceros, y por tanto juzgamos conveniente cambiar el lugar de la escena. No habíamos visitado un sitio que nos costase tanto pesar el abandonarlo sin concluir su examen, ni que mereciese mejor una exploración de un mes. Aún queda para el futuro explorador un rico campo casi virgen; y lo que es más, para que se excite algo su imaginación y se convenza de que la afición a lo maravilloso no está confinada a un solo país, puedo añadir que, fundándose en una carta mía dirigida a un amigo del interior con motivo del descubrimiento de este sitio, y en la cual hacíamos mención de los vestigios de seis edificios, a nuestro regreso a Mérida nos encontramos en que estos seis habían ido acumulándose, sin detenerse, hasta llegar al número de ¡seiscientos!
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CAPÍTULO IX Del orden que guardan en sus escrituras los indios Bien es añadir a lo que hemos notado de escritura de indios, que su modo no era escrebir renglón seguido, sino de alto abajo o a la redonda. Los latinos y griegos, escribieron de la parte izquierda a la derecha, que es el común y vulgar modo que usamos; los hebreos al contrario, de la derecha comienzan hacia la izquierda, y así sus libros tienen el principio donde los nuestros acaban. Los chinas no escriben ni como los griegos ni como los hebreos, sino de alto abajo, porque como no son letras sin dicciones enteras que cada una figura o carácter significa una cosa, no tienen necesidad de trabar unas partes con otras, y así pueden escrebir de arriba abajo. Los de México, por la misma razón, no escrebían un renglón de un lado a otro, sino al revés de los chinas, comenzando de abajo iban subiendo, y de esta suerte iban en la cuenta de los días, y de lo demás que notaban; aunque cuando escribían en sus ruedas, o signos, comenzaban de un medio, donde pintaban al sol, y de allí iban subiendo por sus años hasta la vuelta de la rueda. Finalmente, todas cuatro diferencias se hallan en escrituras: Unos escriben de la derecha a la izquierda; otros de la izquierda a la derecha; otros de arriba abajo; otros de abajo arriba, que tal es la diversidad de los ingenios de los hombres.
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Capítulo IX El medio natural Yucatán es una tierra la de menos tierra que yo he visto, porque toda ella es una viva laja, y tiene a maravilla poca tierra, tanto que habrá pocas partes donde se pueda cavar un estado sin dar en grandes bancos de lajas muy grandes. La piedra no es muy buena para labores delicadas, porque es dura y tosca; empero, tal cual es, ha sido para que de ella hayan hecho la muchedumbre de edificios que en aquella tierra hay; es muy buena para cal, de que hay mucha, y es cosa maravillosa que sea tanta la fertilidad de esta tierra sobre las piedras y entre ellas. Todo lo que en ella hay y se da, se da mejor y más abundantemente entre las piedras que en la tierra, porque sobre la tierra que acierta a haber en algunas partes ni se dan árboles ni los hay, ni los indios en ella siembran sus simientes, ni hay sino yerbas; y entre las piedras y sobre ellas siembran y se dan todas sus semillas y se crían todos los árboles, y algunos tan grandes y hermosos que maravilla son de ver; la causa de esto creo que es haber más humedad y conservarse más en las piedras que en la tierra. En esta tierra no se ha hallado hasta ahora ningún género de metal que ella de suyo tenga, y espanta (que) no habiendo con qué, se hayan labrado tantos edificios porque no dan los indios razón de las herramientas con que se labraron; pero ya que les faltaron metales, proveyolos Dios de una sierra de pedernal contigua a la sierra que según dije atraviesa la tierra, y de la cual sacaban piedras de que hacían los hierros de las lanzas para la guerra y los navajones para los sacrificios de los cuales tenían buen recaudo los sacerdotes; hacían los hierros para las saetas y aún los hacen, y así les servía el pedernal de metal. Tenían cierto azófar blanco con alguna poca mezcla de oro, de que hacían las hachuelas de fundición y unos cascabelazos con que bailaban, y una cierta manera de escoplillos con que hacían los ídolos y agujeraban las cerbatanas como esta figura del margen,* que mucho usan la cerbatana y bien la tiran. Este azófar y otras planchas o láminas más duras, las traían a rescatar por sus cosas los de Tabasco para los ídolos, y no había entre ellos algún otro género de metal. Según el sabio, una de las cosas a la vida del hombre más necesaria es el agua, y es tanto que sin ella ni la tierra produce sus frutos ni los hombres se pueden sustentar, y con haber faltado en Yucatán la abundancia de ríos que sus tierras vecinas tienen en mucha abundancia, porque sólo dos tienen, y el uno es el río de Lagartos que sale por un cabo de la tierra a la mar, y el otro el de Champotón, ambos salobres y de malas aguas, la proveyó Dios de muchas y muy lindas aguas, unas por industria y otras proveídas de naturaleza. La naturaleza obró en esta tierra diferentemente en lo de los ríos y fuentes, que los ríos y las fuentes que en todo el mundo corren sobre la tierra, en ésta van y corren todos por sus meatos secretos por debajo de ella. Lo cual nos ha enseñado que casi toda la costa está llena de fuentes de agua dulce que nacen dentro en la mar y se puede de ellas, en muchas partes, coger agua como me ha acaecido a mí cuando de la menguante de la agua queda la orilla algo seca. En la tierra proveyó Dios de unas quebradas que los indios llaman zenotes, que llegan de peña tajada hasta el agua, en algunos de los cuales hay muy furiosas corrientes y acaece llevarse el ganado que cae en ellos, y todas estas salen a la mar de que se hacen las fuentes dichas. Estos zenotes son de muy lindas aguas y muy de ver, que hay algunos de peña tajada hasta el agua y otros con algunas bocas que les creó Dios, o causaron algunos accidentes de rayos que suelen caer muchas veces, o de otra cosa; y por dentro con lindas bóvedas de peña fina y en la superficie sus árboles, de manera que en lo de arriba es monte y debajo zenotes, y hay algunos que puede caber y andar una carabela y otros más o menos. Los que éstos alcanzaban bebían de ellos; los que no, hacían pozos, y como se les había faltado herramienta para labrarlos, eran muy ruines. Pero ya no sólo les hemos dado industria para hacer buenos pozos sino muy lindas norias con estanques de donde, como en fuentes, toman el agua. Hay también lagunas y todas son de agua salobre y ruin para beber y no son corrientes como zenotes. Tiene una cosa esta tierra en toda ella maravillosa en esto de los pozos, y es que en todas las partes de ella que se cave, salen muy buenas aguas de manantiales y algunos tan hermosos que se sume una lanza por ellos, y en todas las partes que se han cavado se ha hallado medio estado antes del agua un banco de conchas y caracolillos de la mar, de tantas diferencias y colores, grandes y chicos, como los que están a la orilla de la mar y la arena ya convertida en dura peña blanca. En Maní, pueblo del rey, cavamos un pozo grande para hacer una noria a los indios y al cabo de haber cavado siete u ocho estados en una peña fina, hallamos un sepulcro de siete buenos pies de largo, lleno de tierra bermeja muy fresca, y de huesos humanos, y todos estaban ya casi convertidos en piedra; faltaban dos o tres estados por llegar al agua y antes de ella había una bóveda hueca que crió allí Dios de manera que estaba el sepulcro metido dentro de la peña, y se podía andar por debajo hacia donde el agua; no pudimos entender cómo fuese esto si no es que digamos que aquel sepulcro se abrió allí por la parte de dentro, y después, con la humedad de la cueva y el mucho tiempo, vino a congelarse la peña y crecer y así cerrarse aquello. Además de los dos ríos que he dicho hay en esta tierra, tiene una fuente a tres leguas de la mar, cerca de Campeche, y es salobre y no hay en toda la tierra otra ni otras aguas. Los indios de hacia la sierra, por tener los pozos muy hondos, suelen en tiempo de las aguas hacer para sus casas concavidades en las peñas y allí recoger agua de la llovediza: porque en su tiempo llueven grandes y muy recios aguaceros y algunas veces con muchos truenos y relámpagos; los pozos todos y en especial los cercanos a la mar crecen y menguan cada día a la hora que crece y mengua la mar, lo cual muestra más claro ser todas las aguas ríos que corren debajo de la tierra hacia la mar. Hay una ciénaga en Yucatán digna de memoria pues tiene más de setenta leguas de largo y es salina toda ella; comienza desde la costa de Ekab, que es cerca de la Isla de Mujeres, y síguese muy junto a la costa de la mar entre la misma costa y los montes, hasta cerca de Campeche; no es honda porque no le da lugar el no haber tierra, pero es mala de pasar yendo de los pueblos a la costa o viniendo de ella a los pueblos, por los árboles que tiene y mucho lodo. Esta ciénaga es salina que Dios ha criado allí de la mejor sal que yo he visto en mi vida, porque molida es muy blanca, y para sal dicen los que lo saben es tan buena, que sala más medio celemín de ella que uno de otras partes. Cría la sal Nuestro Señor en esta ciénaga del agua llovediza y no de la mar, que no le entra, porque entre la mar y la ciénaga va una costa de tierra a lo largo todo lo que dura ella, que la divide de la mar. En tiempo, pues, de aguas, se hincha esta ciénaga y se cuaja la sal dentro de la misma agua, en terrones grandes y pequeños que no parecen sino pedazos de azúcar cande. Después de pasadas las aguas cuatro meses o cinco, y ya que la laguna está algo enjuta, tenían los indios antiguamente costumbre de ir a sacar sal, la cual sacan cogiendo aquellos terrones dentro del agua y sacándolos a enjugar fuera. Tenían para esto sus lugares señalados en la propia laguna, que eran los más fértiles de sal y de menos lodo y agua, y acostumbraban a no hacer esta cosecha de la sal sin licencia de los señores, que a estos lugares de ella tenían, por cercanía, más acción; a los cuales todos los que por sal venían, hacían algún servizuelo o de la propia sal o de las cosas de sus tierras, y porque probó esto un principal llamado Francisco Euan, natural del pueblo de Caucel, y probó que el regimiento de la ciudad de Mayapán había puesto a sus antepasados en la costa, con cargo de ella y del repartimiento de la sal, la Audiencia de Guatemala les mandó, a los que a sus comarcas la fuesen a coger, dar ahora lo mismo. Cógese ya mucha en el tiempo de ella para llevar a México y a Honduras y a la Habana. Cría esta ciénaga, en algunas partes de ella, muy hermosos pescados y aunque no grandes, de muy buen sabor. No hay sólo pescado en la laguna pero es tanta la abundancia que en la costa hay, que casi no curan los indios de lo de la laguna, si no son los que no tienen aparejos de redes, que éstos suelen, con la flecha, como hay poca agua, matar mucho pescado; los demás hacen sus muy grandes pesquerías de que comen y venden pescado a toda la tierra. Acostúmbranlo salar y asar y secar al sol sin sal, y tienen su cuenta cuál de estos beneficios ha menester cada género de pescado, y lo asado se conserva días, que se lleva a veinte y treinta leguas a vender, y para comerlo tórnanlo a guisar, y es sabroso y sano. Los pescados que matan y hay en aquella costa son lisas muy excelentes y muy gordas; truchas, ni más ni menos en el color y pecas y sabor, y son más gordas y sabrosas de comer, y llámanse en la lengua uzcay; robalos muy buenos; sardinas, y con ellas acuden lenguados, sierras, caballas, mojarras e infinitas diversidades de otros pescados pequeños; hay muy buenos pulpos en la costa de Campeche; tres o cuatro castas de tollos muy buenos y sanos, y especialmente unos a maravilla sanos y en las cabezas diferentísimos de los otros que las tienen redondas y muy llanas que espanta, y por la parte de dentro la boca y en las orillas de lo redondo, los ojos: llámanse estos alipechpol. Matan unos pescados muy grandes que parecen mantas y hacen a trozos en salmuera en las orillas a la redonda, y es muy buena cosa (mas) no sé si es este pescado raya. Hay muchos manatís en la costa entre Campeche y la Desconocida, de los cuales, allende del mucho pescado o carne que tienen, hacen mucha manteca y excelente para guisar de comer; de estos manatís se cuentan cosas de maravillar; en especial cuenta el autor de la Historia General de las Indias que crió en la Isla Española un señor indio uno en un lago, tan doméstico que venía a la orilla del agua en llamándolo por su nombre que le habían puesto, y que era "Matu". Lo que yo de ellos digo (es) que son tan grandes que se saca de ellos mucha más carne que de un buen becerro grande, y mucha manteca; engendran como los animales y tienen para ello sus miembros como hombre y mujer, y la hembra pare siempre dos y no más ni menos, y no pone huevos como los otros pescados; tienen dos alas como brazos fuertes con que nadan, el rostro tiene harto semejanza al buey y sácanle fuera del agua a pacer yerba a las orillas, y los suelen picar los murciélagos en una jeta redonda y llana que tienen, que les da vuelta al rostro, y mueren de ello porque son muy sanguíneos a maravilla y de cualquiera herida se desangran con el agua. La carne es buena, especialmente fresca; con mostaza, es casi como buena vaca. Mátanlos los indios con arpones de esta manera: búscanlos en los esteros y partes bajas que no es pescado que sabe andar en hondo y llevan sus arpones atados en sus sogas con boyas al cabo; hallados, los arponean y suéltanles las sogas y las boyas y ellos con el dolor de las heridas huyen a una y otra parte por lo bajo y de poca agua, que jamás van a lo hondo de la mar ni saben, y como son tan grandes van turbando el cieno y tan sanguíneos vanse desangrando; y así con la señal del cieno los siguen en sus barquillas los indios y después los hallan con sus boyas y sacan. Es pesca de mucha recreación y provecho, porque son todos carne y manteca. Hay otro pescado en esta costa al cual llaman ba, es ancho y redondo y bueno de comer, pero muy peligroso de matar o de topar con él, porque tampoco sabe andar en lo hondo y es amigo de andar en el cieno donde los indios lo matan con el arco y flecha; y si se descuidan andando con él o pisándolo en el agua, acude luego con la cola que la tiene larga y delgada y hiere con una sierra que tiene, tan fieramente, que no se puede sacar de donde la mete sin hacer muy mayor la herida, porque tiene los dientes al revés, de la manera que aquí está pintada.* De estas sierritas usaban los indios para cortar sus carnes en los sacrificios del demonio, y era oficio del sacerdote tenerlas, y así tenían muchas; son muy lindas porque son un hueso muy blanco y curioso hecho sierra así de aguda y delicada, que corta como cuchillo. Hay un pescadillo pequeño tan ponzoñoso que nadie que lo come escapa de morir hinchado, todo muy en breve, y burla a algunos hartas veces, aunque es conocido en que es algo tardío en morir fuera del agua y se hincha mucho todo él. Hay muy gentiles ostiones en el río de Champotón y hay muchos tiburones en toda la costa. Demás de los pescados cuya morada son las aguas, hay algunas cosas que juntamente se sirven y viven en el agua y en tierra como son muchas iguanas, las cuales son como lagartos de España en la hechura y grandeza y en el color, aunque no son tan verdes; éstas ponen huevos en mucha cantidad y andan siempre cerca de la mar y de donde hay aguas, indiferentemente se guarecen en el agua y en la tierra, por lo cual las comen los españoles en tiempos de ayuno y la hallan muy singular comida y sana. Hay de éstas tantas, que ayudan a todos por la cuaresma; péscanlas los indios con lazos, encaramadas en los árboles y en agujeros de ellos, y es cosa increíble lo que sufren el hambre, que acaece estar vivas, después de tomadas, veinte y treinta días sin comer bocado y sin enflaquecer y he oído que hay experiencia hecha, que si les frotan las barrigas con arena engordan mucho. El estiércol de éstas es admirable medicina para curar nubes de los ojos, puesto fresco en ellas. Hay tortugas a maravilla grandes, que las hay muy mayores que grandes rodelas y son de buen comer y tienen harto qué; ponen los huevos tan grandes como de gallina, y ponen ciento cincuenta y doscientos, haciendo en la arena, fuera del agua, un gran hoyo y cubriéndolos, después con la arena y allí salen las tortuguillas. Hay otras diferencias de tortugas en la tierra, por los montes secos y en las lagunas. Un pescado vi en las costas, algunas veces, que por ser de concha todo, lo dejé para poner aquí. Es, pues, del grandor de una tortuga pequeña y cubierto por arriba de una concha delicada, redonda, de hermosa hechura y verde muy claro; tiene una cola de lo mismo de la concha, muy delgada, que parece punzón y larga como un jeme; por debajo tiene muchos pies y todo lleno de menudos huevos que no tiene qué comer de él sino huevos y cómenlos muchos los indios; llámanle en su lengua mex. Hay muy fieros lagartos, los cuales aunque andan en el agua, salen y están mucho en tierra, y comen en tierra o la cabeza fuera del agua porque carecen de agallas y no pueden mascar dentro del agua. Es animal pesado y no se aparta mucho del agua y tiene furioso ímpetu en el acometer a algo, o en la huida. Es muy tragón, que cuentan de él cosas extrañas; y lo que yo sé es que uno nos mató, cerca de un monasterio, a un indio, bañándose en una laguna; y fue luego de allí a un rato un religioso con los indios a matarle a él y para matarle tomaron un perro no muy grande y metiéronle un fuerte palo por la boca hasta el sieso, hecho con sus puntas, y atáronle por las tripas del perro una muy recia soga, y echando en la laguna el perro salió luego el lagarto y lo tomó en los dientes y se lo tragó; y tragado tiró la gente que con el fraile iba y lo sacaron con gran trabajo y dificultad atravesándosele el palo en el cuerpo; abriéronle y halláronle la mitad del hombre en el buche a más del perrillo. Estos lagartos engendran como los animales, y ponen huevos y para ponerlos hacen grandes hoyos en la arena, muy cerca del agua, y ponen trescientos huevos y más, grandes más que de aves, y déjanlos allí hasta el tiempo que les ha Naturaleza enseñado que han de salir y entonces ándanse por allí aguardando y salen los lagartillos de esta manera: salen del huevo tan grandes como un palmo y están aguardando la ola de la mar que bate cerca de ellos, y así como la sienten, saltan de su lugar al agua y todos los que no alcanzan quedan muertos en la arena que como son tan tiernos y ella está muy caliente del sol, abrásanse y mueren luego. Los que alcanzan el agua escapan todos y comienzan luego a andar por allí hasta que acudiendo los padres los siguen; de esta manera escapan muy pocos aunque ponen tantos huevos, no sin divina providencia que quiere sea más lo que nos aprovecha que lo que nos daña y podría tanto perjudicar, como estas bestias, si todas saliesen a la luz.
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Capítulo IX Que trata del daño que le hacían los naturales de Atacama al general Pedro de Valdivia y del remedio que en ello puso Estando el general Pedro de Valdivia con su gente en Atacama con voluntad de reposar allí cincuenta días para reformar los caballos y hacer matalotaje para proseguir su viaje y pasar el gran despoblado que tenían por delante, dio orden a su gente en cómo había de buscar el maíz y provisión, porque los indios naturales del valle no les hiciesen daño y les matasen los yanaconas y piezas de servicio. Y para esto mandó salir cada día al campo veinte de a caballo y veinte de a pie con sus caudillos, dos cuadrillas y a buen recaudo, a buscar maíz y algarrobas y chañares con las yanaconas, y los de a caballo y peones con sus arcabuces y ballestas hiciesen espaldas a los yanaconas y a los que buscaban el bastimento. Y con esta orden iban y llevaban por guía dos indios del mismo valle. Y de esta suerte recogieron la provisión que fue menester para sustentación, para llevar y comer en su jornada. Usando este trabajo por ejercicio no entendían en otras cosas porque en aquello tenían bien en qué entender. Viendo los indios que estaban hechos fuertes, como arriba dijimos, que el general y cristianos no iban a buscarlos, tuvieron entendido que lo hacían de miedo, por donde acordaron salir y hacer el daño que pudiesen en los yanaconas y gente de servicio, emboscándose de noche en las arboledas que están juntas al alonjamiento y pueblo de Atacama. Viendo esto, el general acordó poner remedio en ello. Y para remediallo convino informarse de los yanaconas y esclavos, qué tanta gente podía ser la que venía a hacer aquellos saltos y de qué parte venían. Sabido por la información que serían cien indios y que venían de hacia un fuerte que tenían en la sierra, luego mandó el general a los que solían hacer escolta que fuesen hacia aquella parte a buscar comida, y cuando quisiesen volverse al alonjamiento, quedasen en parte oculta hasta diez de a caballo y otros diez peones emboscados en donde no pudiesen ser vistos ni sentidos, y los demás se viniesen al real. Y los que quedaban estuviesen en centinela hasta otro día, y más si fuese menester hasta hacer caza, y que los yanaconas y esclavos fuesen por aquella parte como solían a traer hierba y leña, y que se apartasen hasta media legua del alonjamiento, y que llevasen todos sus armas. Puesta la gente en esta orden que he dicho, vinieron aquella noche hasta cincuenta indios y dieron en los yanaconas. Y como es gente los yanaconas que pelean más desenvueltamente que los indios, puesto que sean todos de un género, toman ánimo por ser más hábiles y porque reciben favor de los cristianos. Por esta causa tenían seguras las espaldas. Como los yanaconas comenzaron de pelear con los indios andando en la priesa que suelen haber en aquellos tiempos, salieron los cristianos del bosque y mataron y prendieron cantidad de ellos. Y los demás se fueron por el arboleda escondiéndose, por ser cuando amanecía y no muy claro. Hecha esta presa, se vinieron a su alonjamiento, donde fue informado el general de aquellos indios que llevaron presos, cuántos habían en el pucaran y fuerza que tenían. Respondieron que habría mil indios y más. Dijo el general que quería enviar gente a tomarlos, de lo cual fueron admirados los indios, diciendo que era imposible tan pocos cristianos cometer tanta gente. Respondió el general: "No tengo necesidad de tomar vuestra fuerza por tenella yo en poco, mas, porque veáis y sepáis cuán animosos somos los cristianos y cómo tenemos en poco vuestras fuerzas pucaranes, que vosotros y ellos no estáis seguros, yo enviaré allá unos pocos de cristianos y veréis ser ansí lo que digo. También lo hago porque entendáis que sois muy malos en matarnos nuestros yanaconas y esclavos, y defendernos la hierba de los campos y la leña de los montes y el agua, que la da Dios para todos. Y no queréis darnos provisión para nuestra jornada, antes la habéis escondido cuando supisteis que veníamos al valle. Y demás de esto nos robáis nuestros ganados. Y hasta entonces no habían los cristianos, mis compañeros, muerto indio ninguno, ni queríamos ir a sus pueblos". Que mirasen bien cuán mal lo hacían y cuán culpados eran en todo. Hecha esta habla, mandó el general apercibir a su capitán, que se decía Francisco de Aguirre, con treinta hombres y enviólos al pucaran y fuerza de los indios. Y allegados miró el sitio por donde más a su salvo podía acometerles, puesto que toda la tierra era muy agria. Encomendáronse a Dios y con la orden dieron en los indios, no mirando a su gran grita y alarido que acostumbran a dar, tirando muchas flechas y piedras, defendiendo la subida. Mandó el capitán apear los de a caballo, y él delante con todos, subieron al fuerte con mucho trabajo, por ser un cerro agrio y muy alto, y sin tener más de una vereda por donde los indios subían y se proveían y la defendían. Duró el combate una hora y media. Y fue en tardarse al subir, porque después de verse arriba, no bastaron la multitud de los indios, ni ánimos ni fuerzas a resistir al de los cristianos, porque llegados al fuerte, acometieron como españoles que eran, a una pared y la derribaron, y Francisco de Aguirre saltó por la pared con su caballo. Pues viendo los españoles a su capitán dentro, cobraron más ánimo y apretaron a los indios en tal manera, que los desbarataron y muertos y presos muchos. Salieron heridos diez cristianos. Llamóse este fuerte el pueblo de las cabezas, y así se llama por la gente que mataron allí.
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CAPÍTULO IX Huyen los casquines de la batalla y Capaha pide paz al gobernador Viendo los indios de Capaha que habían detenido el ímpetu de sus enemigos, cobrando con el hecho victorioso mayor ánimo y esfuerzo, dijeron a los casquines: "Pasad adelante, cobardes, a prendernos y llevarnos por esclavos, pues habéis osado entrar en nuestro pueblo a ofender a nuestro príncipe como lo habéis ofendido. Acuérdeseos bien lo que hacéis y lo que habéis hecho para cuando los extranjeros se hayan ido, que entonces veremos qué hombres sois vosotros para la guerra." Solas estas palabras fueron parte para que los casquines, como gente amedrentada y otras muchas veces vencida, no solamente dejasen de pelear, mas que totalmente perdiesen el ánimo y a espaldas vueltas huyesen a las canoas sin respeto alguno de su cacique ni temor de las voces y amenazas que los españoles y el gobernador les hacían porque no dejasen desamparados los doscientos cristianos que con ellos habían ido. Y así huyendo, como si los vinieran alanceando, tomaron sus canoas y quisieron tomar las que los castellanos habían llevado, si no que hallaron en cada una de ellas dos cristianos que habían quedado para guarda de ellas, que se las defendieron a golpe de espada, que los indios quisieron llevárselas todas porque los enemigos no tuvieran con qué seguirles. Con esta vileza y poquedad de ánimo huyeron los casquines, habiendo entendido poco antes ganar la isla con el favor y ayuda de los españoles sin que sus contrarios osaran tomar las armas. Nuestros infantes, viendo que eran pocos contra tantos enemigos y que no tenían caballos, que era la mayor fuerza de ellos para resistirles, empezaron a retirarse con buena orden adonde habían dejado las canoas. Los indios de la isla, viendo los cristianos solos y que se retiraban, arremetieron a ellos con gran denuedo para matarlos. Mas el cacique Capaha, que era sagaz y prudente, quiso aprovecharse de esta ocasión para con ella ganar la gracia del gobernador y el perdón de la rebeldía y pertinacia que había tenido en no haber querido recibir la paz y amistad que siempre le había ofrecido. Pareciole asimismo que con aquella gentileza le obligaba a que no permitiese que los casquines le hiciesen en su pueblo y sembrados más del mal que le habían hecho, que lo había sentido en extremo. Con este acuerdo salió a los suyos y a grandes voces les mandó que no hiciesen mal a los cristianos sino que los dejasen ir libremente. Por esta merced que Capaha les hizo escaparon de la muerte nuestros doscientos infantes, que si no fuera por su generosidad y cortesía murieran todos en aquel trance. El gobernador se contentó por entonces con haber recogido los suyos vivos por la magnanimidad de Capaha, la cual se estimó y engrandeció mucho entre todos los españoles. El día siguiente, bien de mañana, vinieron cuatro indios principales con embajada de Capaha al gobernador, pidiéndole perdón de lo pasado y ofreciéndole su servicio y amistad en lo por venir, y que no permitiese que sus enemigos le hiciesen más daño en su tierra del que le habían hecho y que suplicaba a su señoría se volviese al pueblo, que el día siguiente iría personalmente a besarle las manos y darle la obediencia que le debía. Esto contenía en suma la embajada, mas los embajadores la dieron con muchas palabras y gran solemnidad de ceremonias y ostentación de respeto y veneración que al Sol y a la Luna hicieron, y ninguna al cacique Casquin que estaba presente, como si no lo estuviera, antes hicieron que no lo habían visto. El general respondió diciendo que Capaha viniese cuando él más gustase, que siempre sería bien recibido, y que holgaba de aceptar su amistad y que en su tierra no se le haría más daño alguno ni en una hoja de un árbol; que del que se le había hecho había sido él causa, por no haber querido recibir la paz y amistad que tantas veces se le había ofrecido; y que en lo pasado, le rogaba no se hablase más cosa alguna. Con esta respuesta envió el gobernador los embajadores muy contentos, habiéndoles regalado y acariciado con buenas palabras. A Casquin no le plugo nada la embajada de su enemigo ni la respuesta del gobernador, porque quisiera que Capaha perseverase en su pertinacia para vengarse de él y destruirle con el favor de los castellanos. El gobernador, luego que recibió la embajada de Capaha, se volvió al pueblo y por el camino mandó echar bando que ni indio ni español fuese osado tomar cosa alguna que fuese de daño a los de la provincia, y, llegando al pueblo, mandó que los indios de Casquin, así de guerra como de servicio, se fuesen luego a su tierra, quedando algunos de ellos para servir a su curaca que quiso quedarse con el gobernador. A medio día, caminando el ejército, vino una embajada de Capaha al general diciendo suplicaba a su señoría le avisase de su salud y estuviese cierto y seguro que el día siguiente vendría a besarle las manos. A puesta de sol, que ya habían llegado al pueblo, vino otro embajador diciendo las mismas palabras. Y estas dos embajadas se dieron con las propias solemnidades y ceremonias que la primera de adorar al Sol y a la Luna y al gobernador. El general respondió con mucha suavidad y mandó regalar los mensajeros porque entendiesen que les tenía amistad. El día siguiente, a las ocho de la mañana, vino Capaha acompañado de cien hombres nobles adornados de muy hermosos plumajes y mantas de todas suertes de pellejinas. Antes que viese al gobernador fue a ver su templo y entierro. Debió de ser porque estaba en el camino para la posada del general o porque sentía aquella afrenta más que todas las que se le habían hecho. Y como entrase dentro y viese el destrozo pasado, disimulando el sentimiento que tenía, levantó del suelo por sus manos los huesos y cuerpos muertos de sus antepasados que los casquines habían echado por tierra y, habiéndolos besado, los volvió a las arcas de madera que servían de sepulturas. Y habiendo acomodado aquello lo mejor que le fue posible, fue a su casa, donde estaba aposentado el gobernador, el cual salió de su aposento a recibirle y lo abrazó con mucha afabilidad y, habiendo hecho el curaca su ofrecimiento de vasallaje, hablaron en muchas particularidades que el gobernador le preguntó de su tierra y de las provincias comarcanas, a las cuales el cacique respondió con satisfacción del general y de los capitanes que estaban delante, en que mostró ser de buen entendimiento. Era Capaha de edad de veintiséis o veintisiete años. El cual, viendo que el gobernador cesaba de sus preguntas y que no había a qué responderle, y, por otra parte, no pudiendo disimular más el enojo que contra el cacique Casquin tenía por las ofensas que le había hecho, del cual, aunque había salido con el gobernador a recibirle y se había hallado presente a todo lo que se había hablado, nunca había hecho caso, como si hubiera estado ausente, viendo, pues, el campo sosegado, volvió el rostro a él y le dijo: "Contento estarás, Casquin, de haber visto lo que nunca imaginaste ni de tus fuerzas lo esperabas, que es la venganza de tus enojos y afrentas. Agradécelo al poder ajeno de los españoles. Ellos se irán y nosotros nos quedaremos en nuestras tierras, como antes nos estábamos. Ruega al Sol y a la Luna, nuestros dioses, que nos den buenos temporales."
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Que trata de la vida y cosas que acaecieron en el discurso del tiempo que imperó Tlotzin Jurado que fue y recibido en el imperio Tlotzin, una de las cosas en que más puso su cuidado fue el cultivar la tierra; y como en tiempo de su abuelo Xólotl lo más de él vivió en la provincia de Chalco, con la comunicación que allí tuvo con los chalcas y tultecas, por ser su madre su señora natural, echó de ver cuan necesario era el maíz y las demás semillas y legumbres para el sustento de la vida humana; y en especial lo aprendió de Tecpoyo Achcauhtli que tenía su casa y familia en el peñol de Xico: había sido su ayo y maestro y entre las cosas que le había enseñado, era el modo de cultivar la tierra y como persona habituada a esto, dio orden de que en toda la tierra se cultivase y labrase y aunque a muchos de los chichimecas les pareció cosa conveniente y la pusieron por obra, otros que todavía estaban en la dureza de sus pasados, se fueron a las sierras de Metztitlan y Totépec y a otras partes más remotas sin osar levantar armas, como lo habían hecho Yacánex y sus aliados; y desde este tiempo se comenzó a cultivar en todas partes la tierra, sembrando y recogiendo maíz, y otras semillas y legumbres y algodón en las tierras cálidas para su vestuario. El modo que tenían en la jura y coronación de los emperadores chichimecas era coronarlos con una yerba, que se dice pachxóchitl, que se cría en las peñas y ponerles unos penachos de plumas de águila real encajados en unas ruedecillas de oro y pedrería, que llamaban Cocoyahuálol, juntamente con otros dos penachos de plumas verdes, que llamaban Tecpílotl; que lo uno y lo otro ataban en la cabeza con unas correas coloradas de cuero de venado: y después de haberle puesto en la cabeza las cosas referidas (que esto hacían los mayores y más ancianos señores del imperio), salían a ciertos campos en donde tenían acorraladas cantidad de fieras de todo género, con quienes peleaban y hacían mil gentilezas y después de haber matado y despedazado, corrido, saltado y flechádose unos a otros y hecho otras cosas de regocijo a su modo, iban a los palacios, que eran unas cuevas grandes, en donde comían todo género de caza asada en barbacoa, y no, como algunos piensan, seca al sol, porque siempre los chichimecas usaron el fuego y era ley entre ellos, que cuando tomaban posesión de alguna tierra encendían fuego, sobre las más altas sierras y montañas; como parece en las historias lo hizo Xólotl al tiempo y cuando tomó posesión sobre ésta de Anáhuac y también les servía para hacer seña (cuando tenían guerra) con humo en las montañas y sierras altas. Los cuales andaban por familias y los que no tenían cuevas, que era su principal habitación, hacían sus chozas de paja; y la caza que cazaban los de cada familia, la comían todos juntos, excepto las pieles que eran del que la cazaba: su vestuario eran las pieles referidas que las ablandaban y curaban para el efecto; trayendo en tiempo de fríos el pelo adentro y en tiempo de cañones cuando son las aguas, el pelo por la parte de fuera; aunque los reyes y señores solían traer debajo de las pieles algunos paños menores de nequén muy delgados o de algodón los que los alcanzaron. Casaban con sola una mujer y ésa no parienta en ningún grado, aunque después sus descendientes casaron con primas hermanas y tías, costumbre que tomaron de los tultecas. Y finalmente fue y ha sido la nación más belicosa que ha habido en este nuevo mundo, por cuya causa se señorearon de todas las demás. Y habiendo imperado Tlotzin Póchotl treinta y seis años, murió en el de 1141 de la encarnación de Cristo nuestro señor en el que llaman ce tochtli y fue sepultado su cuerpo en la misma parte que estaba su padre y abuelo, hallándose en su entierro y honras príncipes y señores: y el modo de su entierro era, que así que moría, sentaban en cuclillas el cuerpo y ataviado con las vestimentas e insignias reales, lo sacaban y sentaban en su trono y allí entraban sus hijos y deudos y después de haber hablado con él con llanto y tristeza, se iban sentando hasta que era hora de llevarlo a la cueva de su entierro, en donde tenían hecho un hoyo redondo, que tenía más de un estado de profundidad, allí lo metían y cubrían de tierra. Este príncipe fue el último que tuvo su corte en Tenayocan, porque su hijo Quinatzin no quiso venir a ella, por tener la ciudad de Tetzcuco muy poblada de edificios y caserías, en donde él asistía y tenía su corte; antes se la dejó a su tío Tenancacaltzin a quien le hizo señor de ella.