CAPÍTULO III Ruinas de Labná. --No debe uno fiarse de los relatos de los indios. --Ruina irreparable. --Estructura extraordinaria. --Puertas. --Cámaras. --Gigantesca pared cubierta de adornos de estuco. --Calaveras. --Figuras humanas de alto relieve. --Colosal figura sentada. --Gran baile y figuras. --Miserable estado de esta estructura. --Una puerta formada de un arco. --Otros edificios. --Puerta espléndidamente adornada. --Patio. --Adornos de estuco. --Edificio amplio. --Magnífico edificio. --Fachada adornada de piedras esculpidas. --Agujero circular que conducía a una pieza subterránea. --El árbol de ramón. --Una gruta. --Conversación con los indios. --Paseo a la hacienda Tabí. --Adorno esculturado. --Otras figuras. --Visita a una caverna. --Dificultad del paso. --Un vaquero. --Descenso a la caverna. --Escena fantástica. --Vuelta al rancho. --Baño caliente A la mañana siguiente nos dirigimos a las ruinas de Labná por una senda, al Sudeste, a través de unas colinas, y más pintoresca que ninguna de las que se nos habían presentado hasta allí en todo el país. A distancia como de milla y media llegamos al campo de las ruinas, cuya presencia, aun después de todo lo que habíamos visto antes, engendró en nosotros nuevos sentimientos de admiración y asombro. Una de las circunstancias características de nuestra exploración en las ruinas de aquel país era la de que, cuando llegábamos al terreno, no teníamos ni aun siquiera una idea precisa de lo que habíamos de encontrar. Los relatos de los indios no merecían nunca fe ninguna. Cuando con sus razonamientos nos hacían esperar mucho, nos encontrábamos casi con nada; y, por el contrario, cuando esperábamos hallar poca cosa, una escena grandiosa se nos presentaba. Ni aun nuestro amigo el cura Carillo había oído hablar de aquel sitio. La primera noticia que tuvimos de la existencia de unas ruinas en aquella región nos vino de un hermano del padrecito de Nohcacab, quien, sin embargo, tampoco las había visto. Desde nuestra llegada a Yucatán, jamás nos habíamos encontrado con una cosa que nos conmoviese con mayor viveza como la vista de estas ruinas; y produjeron en nosotros un sentimiento de pena y de placer; de pena, por no haberlas descubierto antes que la sentencia de una destrucción irrevocable hubiese caído sobre ellas; y de placer profundo, porque se nos permitía verlas, en su decadencia, es verdad, pero ostentando aún con orgullo los recuerdos de un pueblo misterioso. Dentro de pocos años, aun lo que está en pie habrá desaparecido, y así como se han negado muchas cosas que han existido, de la misma manera llegará a ponerse en duda si tales edificios han tenido o no una existencia real. Tan vigorosa fue la impresión que recibimos en Labná, que nos hemos determinado a fortificar nuestras pruebas de cuantas maneras sea posible. Si algo podía aumentar el interés de un descubrimiento que ofrecía tan vasto campo a la investigación, era el tener gran número de indios a nuestras órdenes. No se perdió tiempo, y desde luego se puso mano a la obra con todo el ahínco correspondiente a ese número de operarios. Algunos de ellos tenían hachas, y el crujido de los árboles que caían, era semejante al que forman nuestras florestas en su estrepitosa caída. La primera de estas ruinas era un montículo piramidal, sobre el que descollaba la más curiosa y extraordinaria estructura que hubiésemos descubierto en el país; y nos llamó la atención desde el momento en que la divisamos de lejos. Un día entero pasamos delante de este edificio, y, cuando yo recuerdo mis viajes a través de tantas ciudades arruinadas, no se presenta a mi ánimo un objeto de mayor interés que éste. El montículo es de cuarenta y cinco pies de elevación. Los escalones estaban destruidos, y en el lugar en que estuvieron crecía un espeso bosque, por medio de cuyas ramas logramos subir hasta la parte superior. De manera que, cuando el terreno quedó completamente despejado de árboles, se hizo muy difícil subir y bajar. Una estrecha plataforma es lo que constituye el tope o parte superior del montículo. El edificio mira al Sur, y, cuando entero, debió medir cuarenta y tres pies de frente y veinte de fondo. Tenía tres puertas, de las cuales, una, que se encuentra en completa ruina, medía ocho pies. La puerta central da entrada a dos piezas, cada una de las cuales es de veinte pies de largo y seis de ancho. Sobre la cornisa del edificio se eleva perpendicularmente una muralla gigantesca hasta la altura de treinta pies, que estuvo adornada en el anverso y el reverso, desde la base, hasta la parte superior, de figuras colosales y otras labores de estuco, hoy reducidas a fragmentos, pero que presentan una apariencia curiosa y extraordinaria, como el arte que ningún otro pueblo pudo haber producido jamás. A lo largo de la parte superior, descollando sobre la pared, aparecía una hilera de calaveras, bajo de la cual había dos líneas de figuras humanas en alto relieve, de que sólo existen algunos restos de brazos y piernas. Este grupo, hasta donde era posible ser examinado, mostraba una considerable inteligencia y perfección artística en un ramo tan difícil del arte del diseño. Sobre la puerta central, constituyendo el principal adorno de la muralla, había una figura colosal sentada, de que apenas existían algunas decoraciones del traje. Visible sobre la cabeza de esta figura principal aparecía una gran bola decorada de una figura humana de un lado, tomándola con las manos, y otra debajo con una rodilla en tierra y una mano extendida en alto, en actitud como de detener la bola próxima a caerle encima. En todas nuestras tareas y labores en aquel país,nunca habíamos procurado con más diligencia y empeño formar de los fragmentos una combinación más escrupulosa, que nos diese el significado de estas figuras y adornos. Estando en la misma posición, y contemplándolo todo reunido, jamás pudimos imitar las actitudes. Mr. Catherwood hizo dos dibujos a diversas horas y bajo diferentes posiciones del sol; y el Dr. Cabot y yo estuvimos trabajando todo el día en el daguerrotipo. Con el brillo de un sol vertical encima, la piedra blanca brillaba con una intensidad tan deslumbradora, que fatigaba y hacía mal a la vista, y casi realizaba el relato de Bernal Díaz, en la expedición de México, cuando habla de la llegada de los españoles a Cempoala: "Habiendo avanzado nuestras descubiertas hasta la gran plaza, cuyos edificios habían sido recientemente blanqueados y revocados, en cuyo arte son muy hábiles aquellas gentes, uno de nuestros hombres de a caballo se deslumbró de tal manera con el esplendor de su apariencia en el sol, que retrocedió a escape a encontrarse con Cortés, diciéndole que las paredes de las casas eran de plata". La mejor vista que logramos obtener fue en la tarde, cuando el edificio quedaba en la sombra, pero estaban tan confusos y destruidos los adornos, que ni aun con el daguerrotipo logramos una vista, distinta, y el único medio de conseguir algunos detalles era el de acercar una escalera: nosotros teníamos, es verdad, madera de sobra para hacer cuantas hubiésemos querido; pero la dificultad consistía en que los indios pudiesen hacer una de las dimensiones que se requerían; y aun haciéndola, su propia magnitud y peso hubiéranla hecho inmanejable en la estrecha plataforma del frente. Fuera de que la pared estaba vacilante y a punto de desplomarse: una gran porción de ella había caído, en una línea perpendicular, desde la parte superior hasta la inferior. ¡Ah!, lo repito: dentro de pocos años habrá caído definitivamente: su sentencia es irrevocable. El poder humano no alcanza a salvarla; pero en sus ruinas dará una grande idea de las escenas de bárbara magnificencia, que debió haber presentado ese misterioso país cuando todas sus ciudades se hallaban en pie. Las figuras y adornos de esta pared estaban pintados; los restos de los brillantes coloridos están visibles aún, desafiando la acción de los elementos. Si un viajero solitario del Antiguo Mundo, por un extraño accidente, hubiera visitado esta ciudad indígena cuando estaba perfecta todavía, su relato habría parecido más fantástico que cualesquiera de las historias orientales, y como un objeto de los cuentos de las Noches Árabes. A distancia de doscientos pies de esta estructura descubrimos una puerta arcada, bastante notable por la belleza de sus proporciones y la gracia de sus adornos. Hacia la derecha, y formando con ella un ángulo de treinta grados, había un edificio que se conoce haber sido grande, pero que hoy se encuentra en absoluta ruina. A la izquierda formaba un ángulo con otro edificio, y en la pared posterior se presentaba una puerta de buenas proporciones, y más ricamente adornada que cualquier otra parte de la estructura. El efecto del conjunto era curioso e imponente: a pesar de hallarnos harto familiarizados con las ruinas, la primera vista de éstas, con la gran muralla desplomándose en el frente, nos produjo una impresión que no es fácil describir. El pórtico, o puerta de entrada, es de diez pies de ancho. Al cruzar por ella, entramos en una espesa floresta, que crecía con tal exuberancia sobre el edificio, que nos fue imposible delinear su forma; pero, habiendo hecho despejar el terreno, descubrimos que aquél era el frente principal, y que los árboles crecían en lo que fue la área o el patio. Las puertas de los departamentos que se extendían a ambos lados del pórtico, cada uno de los cuales medía doce pies de largo y ocho de ancho, daban sobre esta área. Encima de cada puerta había un hueco cuadrado, en que existían aún los restos de un rico adorno en estuco, con visibles señales de pintura al parecer representando la faz del Sol rodeada de sus rayos, y que probablemente sería objeto de culto y adoración, por más que hoy se presenta tan miserablemente destruido. Los edificios situados alrededor del patio o área forman un montón de doscientos pies de largo. Al nordeste del montículo sobre el cual descuella la gran muralla, y como a unas ciento cincuenta yardas de distancia, había un gran edificio erigido en una terraza, oculto entre la espesura de árboles que allí crecían, con un frente muy arruinado, y sin presentar más que uno u otro resto de sus adornos de escultura. Más lejos, en la misma dirección, y caminando siempre en medio de un bosque muy denso, llegamos al grandioso y realmente magnífico y espléndido edificio con cuya vista he decorado el frontispicio de este segundo volumen. Descuella sobre una terraza gigantesca de cuatrocientos pies de largo y ciento cincuenta de ancho, cubierta de fábricas en toda su extensión. El frente representado mide doscientos ochenta y ocho pies de largo; y consta de tres partes distintas, diferentes en estilo y acaso erigidas en diversos tiempos. A cierta distancia, como no podíamos distinguirlo bien a través de los árboles, nos formamos una idea exacta de su extensión. Dirigímonos a uno de los ángulos: nuestro guía abrió una vereda a lo largo de la pared del frente, y como íbamos deteniéndonos para copiar los adornos, y entrando en todos los departamentos que hallábamos en el tránsito, el edificio llegó a parecernos inmenso. Toda la extensión de la fachada estaba adornada de piedras esculpidas, cuyos detalles eran de un primor más curioso e interesante que nada de cuanto hasta allí se nos había presentado. En uno de los ángulos del lado izquierdo del principal edificio aparecería un adorno de piedra, figurando las enormes mandíbulas abiertas de un lagarto o de cualquier otro animal feroz, dentro de las cuales se veía una cabeza humana. El lector puede formarse una idea de lo boscoso y arruinado de este edificio, por el hecho que puedo citarle, de que, sin embargo de haber estado trabajando casi un día entero sobre la terraza, no supe que había otro edificio en la parte superior de ella. Con el objeto de tomar una vista más completa del frente fue preciso despejar el terreno hasta cierta distancia, y entonces fue cuando descubrimos inopinadamente la estructura superior. La espesura y densidad de los árboles era igual en la terraza, que en la floresta misma: para despejarla era preciso no sólo echar abajo los árboles, sino arrastrar los troncos y arrojarlos en el llano o parte inferior. El edificio que descubrimos al fin consistía en un solo corredor estrecho, cuya fachada era de piedra lisa y sin ningún adorno particular. La plataforma del frente es el techo del edificio inferior; y en ella aparecía un agujero circular, idéntico a los que habíamos visto en Uxmal y otros sitios, que guiaban a ciertos departamentos subterráneos. Este agujero era muy conocido de los indios y gozaba entre ellos de una maravillosa reputación. Sin embargo, no se les ocurrió hacer mención de él, sino cuando me vieron subir a examinar el edificio superior. Decían que era la mansión o residencia del dueño de la casa. Yo les propuse bajar en el acto y penetrar en la cámara subterránea; pero el indio anciano me suplicó que me abstuviese de ello, diciendo a los otros en tono de aprensión: "¿Quién sabe si ese hombre llegará a encontrarse con el dueño?" Como quiera, yo mandé inmediatamente a buscar una cuerda, una linterna y fósforos; y, aunque parezca absurdo, yo me hallaba realmente excitado contemplando las salvajes figuras de los indios agrupados alrededor del agujero, oyéndoles hablar con mucho calor del dueño del edificio. Como se presentó alguna dificultad en conseguir una cuerda, hice cortar unos mimbres por cuyo medio, pertrechado de una linterna, hice mi descenso al agujero. La noticia de mi intención y de los preparativos que se hacían alarmó a todos los indios, y, abandonando en masa sus tareas, se dirigieron al teatro del suceso. El agujero era como de cuatro pies de profundidad, y en el momento en que mi cabeza desapareció de la superficie de la tierra sentí una conmoción y una especie de extraordinario rasguño, mientras que una enorme iguana corría por la pared, y se escapaba a través del agujero por donde yo había entrado. La cámara era absolutamente diferente en su forma de todas las que yo había visto hasta allí. Las otras eran circulares y con techumbre en figura de una media naranja: ésta tenía paredes paralelas y el techo era una bóveda triangular; en realidad, era exactamente de la misma forma que los departamentos superiores. Tenía once pies de largo, siete de ancho y diez de altura hasta el centro del arco. Las paredes y el techo estaban revocados, el piso era de mezcla, todo muy recio y en buen estado de conservación. Después de la evasión de la iguana, un ciempiés era el único habitante de aquel sitio. Mientras yo tomaba las dimensiones, los indios conversaban en voz baja alrededor del agujero. Un misterioso velo les había mantenido oculto aquel sitio, por una tradición pasada de padres a hijos, y ese misterio llevaba envuelto consigo un indefinible sentimiento de aprensión. No había cosa más fácil que deshacer ese misterio en cinco minutos y en cualquier tiempo; pero ninguno de ellos había pensado en ello, y el anciano me suplicó que saliese cuanto antes, diciendo que, si yo llegaba a morir, a ellos les harían responsables de mi muerte. Apenas era creíble tanto candor. Todos ellos tienen suficiente buen sentido para apartar del fuego sus manos sin necesidad de que se les diga, pero probablemente hasta hoy se encuentran en la inteligencia de que el dueño de la casa reside permanentemente en aquel agujero. Cuando salí, me contemplaron con admiración, diciéndome que había otros sitios de la misma forma que aquél; pero que no se atrevían a mostrármelos por temor de que me sobreviniese algún accidente desagradable; y, como mi tentativa les había hecho abandonar el trabajo y no me prometía yo ningún resultado satisfactorio en mis ulteriores investigaciones, me abstuve de insistir en que me los mostrasen. Esa cámara estaba formada en el techo mismo del departamento inferior. Aquel edificio contenía dos corredores, y nosotros nos habíamos figurado siempre que el gran intervalo entre los arcos de los corredores paralelos era una masa sólida de cal y canto. El descubrimiento de esta cámara nos dio luz sobre un nuevo rasgo característico en la construcción de estos edificios. Es imposible decir si los demás techos, o algunos de ellos, contengan o no cámaras de esta especie. Como no sospechábamos cosa alguna en el particular, no hicimos investigación ninguna; y si existen, las aberturas de entrada se encuentran cubiertas de escombros y vegetación. Hasta allí me incliné a creer que estos departamentos subterráneos se habían construido con el objeto de que sirviesen de cisternas o depósitos de agua. La situación de ésta sobre un techo parece opuesta sin embargo a esta idea, porque, en caso de una ruptura o grieta, el agua se extravasaría en el departamento inferior. Al pie de la terraza había un árbol que ocultaba parte del edificio. A pesar de la especie de veneración que se tiene por un árbol grande, no dejaba de producir cierto grado de satisfacción el verlos caer con estrépito alrededor de esas ciudades arruinadas. El árbol de que hablo era un noble ramón, que había yo mandado echar abajo mientras me hallaba ocupado en otra dirección. Cuando volví al sitio en que estaba, encontreme con que los indios no habían cumplido mis órdenes, diciéndome que su tronco era demasiado recio y podría quebrar sus hachas. En efecto, sus pequeñas hachuelas apenas parecían capaces de hacer una ligerísima impresión sobre el tronco, y entonces les di la orden, más bárbara acaso todavía, de cortar las ramas y dejar en pie el tronco. Vacilaban en obedecerme, y uno de los indios se aventuró a observar en tono deprecativo que las hojas de aquel árbol servían de alimento a los caballos y al ganado vacuno, y que siempre les había encargado la señora que no los cortasen. El pobre indio parecía bastante perplejo entre obedecer las órdenes vigentes en el rancho y cumplir con las que yo daba en aquel momento. El tal árbol de ramón crecía a la boca de una caverna, que los indios afirmaban era un pozo. Tal vez yo no hubiera hecho alto en ella, si no hubiese ocurrido la discusión relativa a cortar el árbol; y, aunque no estaba muy dispuesto a emprender otra incursión subterránea, con todo bajé por la cavidad o entrada con el objeto de echar una ojeada sobre aquel sitio. De un lado proyectaba un gran lecho de piedra a manera de techumbre, y bajo de él aparecía un pasadizo tallado en la roca, pero enteramente cubierto de piedras caídas. Aunque yo hubiera estado dispuesto a continuar en mi examen, eso habría sido imposible; pero hay mil razones para creer que, lo mismo que en Xkooch y Chaac, hubo allí antiguamente a través de las rocas un rudo tránsito que guiaba a un depósito subterráneo de agua, y que ese pozo habría sido uno de los grandes depósitos de donde se proveían los antiguos habitantes de aquella ciudad. Con la multitud de indios puestos a nuestras órdenes y la buena voluntad con que ellos trabajaban, estuvimos en disposición de hacer mucho en corto tiempo. En tres días llevaron a cabo todo lo que exigimos de ellos. Al despedirles, les dimos sobre su paga un medio peso de gratificación para dividirlo entre diecisiete que ellos eran, y al tiempo de retirarme exclamó Bernardo: ¡Ave María; qué gracias dan a usted! Cerrose la noche con una reunión general de indios en la enramada situada enfrente de la casa real. Antes de partir en la siguiente mañana, el alcalde me preguntó si deseaba yo reunirlos con el objeto de conversar; y, conviniendo en ello, mandé prepararles un carnero y un pavo en cuya tarea estuvo ocupado Bernardo todo el día. A la caída de la tarde todo estaba listo. Nosotros insistimos en que el viejo alcalde ocupase una silla en la mesa. Bernardo sirvió la vianda y las tortillas, y el alcalde se encargó de la distribución del aguardiente, que, como comprado por él y para dar una prueba de su buena calidad, lo probaba antes de distribuirlo reservándose para después su competente ración. Concluida la cena, comenzó la conversación, que consistía únicamente en preguntas que nosotros dirigíamos y en respuestas que daban los indios, manera singular de discurrir que aun en la vida civilizada no deja de ser difícil sostener por mucho tiempo. Había muy buena voluntad en darnos las noticias; lo que faltaba eran los medios de comunicación; y eso hacía aquel diálogo poco satisfactorio y provechoso. Realmente, ellos no tenían nada que comunicarnos; pues carecían de historias y tradiciones: nada conocían acerca del origen de los edificios arruinados; cuando ellos nacieron, ya esas ruinas estaban allí, y existían desde el mismo tiempo que sus padres; el indio anciano decía que casi había perdido la memoria de su existencia. En un punto diferían, sin embargo, de los de Uxmal y de Zayí; y era que no poseían sentimientos supersticiosos acerca de las ruinas, y no tenían miedo de ir a ellas de noche, ni recelo de dormir entre sus escombros; y, cuando les hablábamos de la música que solía oírse en los antiguos edificios de Zayí, nos decían que, si tal música se hubiese escuchado entre los de Labná, todos ellos habrían acudido allí para bailar. Había allí otros vestigios y montones de ruinas; pero todos se hallaban en la más miserable condición. El último día de nuestra permanencia en Labná, mientras que Mr. Catherwood se ocupaba en dar la última mano a sus dibujos, monté a caballo y me dirigí con Bernardo a la hacienda Tabí, situada a dos leguas de distancia, y que con Xkanchakan, de que ya he hablado, y Uayalceh, en donde nos detuvimos en la primera visita de Uxmal, son las tres haciendas más ricas y distinguidas de Yucatán. Enfrente de la puerta de entrada descollaban algunos árboles de ceiba, y allí cerca se veía una tiendecita, provista de los artículos más usuales para el consumo de los indios de la hacienda. El gran patio o manga estaba decorado de edificios, entre los cuales aparecían la iglesia y un tablado o circo para la lidia de toros, dispuesto para la fiesta que debía comenzar el día siguiente. En las paredes de la hacienda había algunos adornos esculpidos tomados evidentemente de las ruinas. Al pie de la escala, en una piedra, había un águila de dos cabezas bien esculpida, con una especie de cetro en sus dos garras, apareciendo debajo las figuras de dos tigres como de cuatro pies de elevación. En la parte posterior de la casa principal proyectaba una figura de piedra con la boca abierta, cierta expresión desagradable en la fisonomía, los brazos en jarro oprimiéndose con las manos la cadera, como expresando una situación angustiada. Servía como de manga o bomba de agua, y de la boca de la figura brotaba una viga. Los edificios de donde estas piedras fueron extraídas se hallaban cerca de la hacienda; pero no eran ya más que una masa informe de ruinas, que habían suministrado materiales para construir la iglesia, las murallas y todas las demás fábricas de la hacienda. Junto a ésta había una gran caverna, de la cual me había hablado en Mérida el propietario de Tabí, quien me dijo que no la había escudriñado jamás, pero que deseaba lo verificase yo, y que leería la descripción que hiciese de ella. El mayordomo era un mestizo inteligente, que había entrado en la caverna y me confirmó la existencia en ella, de figuras esculpidas de hombres y animales, columnas y una capilla subterránea tallada en la roca, de que yo había oído hacer frecuentes relatos. Diome un caballo fresco y un vaquero que me sirviese de guía, con lo cual me puse en marcha. A corta distancia de la hacienda, nos apartamos del camino para penetrar en un pasadizo tan boscoso, que antes de haber andado mucho por él, me persuadí de que el propietario de la hacienda tenía sobrada razón en contentarse con la descripción que yo hiciese de la caverna, sin tomarse la molestia de visitarla. El vaquero tenía a cuestas todo el equipaje que esta clase de gente usa para correr a través de los bosques en pos del ganado: un pequeño, recio y pesado sombrero de paja, camisa de algodón, calzoncillos y alpargatas; a manera de sobretodo llevaba una chaqueta de piel curada, cuyas mangas excedían de las manos, y cuyo conjunto podía mantenerse en pie, como si fuese hecho de madera recia; la silla tenía enormes faldas de cuero, que tiradas hacia atrás protegían las piernas del jinete, quien llevaba además un par de botas del mismo material para resguardarse los pies. Mientras que él atravesaba ileso por los matojos y zarzales, mis sencillos vestidos se hacían pedazos; y, como conocía muy bien lo que eran las garrapatas, me decía con énfasis: "Estos chicos son muy demonios". Como a distancia de una legua llegamos a la caverna; y atando los caballos, descendimos por una hendidura a una profundidad acaso de doscientos pies, encontrándonos bajo una inmensa bóveda de roca. Conforme avanzábamos, la caverna iba siendo más oscura, si bien penetraba la luz exterior por medio de una grande abertura perpendicular presentando magníficas estalactitas, trozos pintorescos de roca que, en la media sombra de la profundidad, tomaban las formas más fantásticas, proviniendo de ahí que se les llamasen figuras de hombres y animales, columnas y capillas. Convencime a primera vista que había recibido un nuevo desengaño; no había monumentos del arte ni cosa alguna que pudiese llamarse artificial; pero la caverna misma, amplia y abierta cual es, e iluminada en varios sitios por hendiduras superiores, era tan magnífica, que, a pesar de mis sufrimientos y del chasco que había llevado, no di por mal empleada mi visita. Pasé dos horas vagando por ella, regresé en seguida a la hacienda a comer, y era ya de noche cuando alcanzamos el rancho, en donde por última vez recibí de su pozo el inapreciable beneficio de un baño caliente. Por toda la península de Yucatán no hay indio, por pobre que sea, que no tenga en su pequeño moblaje una bañadera o batea; y, después de la obligación que tiene la mujer de confeccionar las tortillas, su principal obligación es tener agua caliente lista para cuando su marido vuelve del trabajo. Nosotros carecíamos de la conveniencia de tener mujer; pero en aquel rancho, por sólo un medio real, tuvimos todas las noches a nuestra disposición la batea o baño del alcalde. El tal baño era una pieza labrada de madera, con el fondo plano, como de tres pies de largo, dieciocho pulgadas de profundidad. El bañarse en semejante mueble era lo mismo que bañarse en una salvilla de las que se usan en una mesa de té; pero, cubiertos de garrapatas como nos hallábamos constantemente y mortificados de sus mordeduras, una simple abolución era tanto o más agradable que un baño turco o egipcio.
Busqueda de contenidos
contexto
CAPÍTULO III Del modo de contar los años y meses que usaron los ingas En este cómputo de los mexicanos, aunque hay mucha cuenta e ingenio para hombres sin letras, pero paréceme falta de consideración no tener cuenta con las lunas, ni hacer distribución de meses conforme a ellas, en lo cual sin duda les hicieron ventaja los del Pirú, porque contaban cabalmente su año de tantos días, como nosotros, y partíanle en doce meses o lunas, consumiendo los once días que sobran de luna, según escribe Polo, en los mismos meses. Para tener cierta y cabal la cuenta del año, usaban esta habilidad: que en los cerros que están alrededor de la ciudad del Cuzco (que era la corte de los reyes ingas, y juntamente el mayor santuario de sus reinos, y como si dijésemos otra Roma), tenían puestos por su orden doce pilarejos en tal distancia y postura, que en cada mes señalaba cada uno dónde salía el sol y dónde se ponía. Estos llamaban succanga, y por allí anunciaban las fiestas y los tiempos de sembrar, y coger, y lo demás. A estos pilares del sol hacían ciertos sacrificios conforme a su superstición. Cada mes tenía su nombre proprio y distinto, y sus fiestas especiales. Comenzaban el año por enero, como nosotros; pero después, un rey inga, que llamaron Pachacuto, que quiere decir reformador del tiempo, dio principio al año por diciembre, mirando (a lo que se puede pensar) cuando el sol comienza a volver del último punto de Capricornio, que es el trópico a ellos más propincuo. Cuenta cierta de bisiesto, no se sabe que la tuviesen unos ni otros, aunque algunos dicen que sí tenían. Las semanas que contaban los mexicanos, no eran propriamente semanas, pues no eran de siete días, ni los ingas hicieron esta división. Y no es maravilla, pues la cuenta de la semana no es como la del año por curso del sol, no como la del mes por el curso de la luna, sino en los hebreos, por el orden de la creación del mundo que refiere Moysén, y en los griegos y latinos por el número de los siete planetas, de cuyos nombres se nombran también los días de la semana. Pero para hombres sin libros ni letras harto es y aún demasiado, que tuviesen el año y las fiestas y tiempos con tanto concierto y orden como está dicho.
contexto
Capítulo III Los antiguos pobladores Que algunos viejos de Yucatán dicen haber oído a sus pasados que pobló aquella tierra cierta gente que entró por levante, a la cual había Dios librado abriéndoles doce caminos por la mar, lo cual, si fuese verdad, era necesario que viniesen (de) judíos todos los de las Indias, porque pasado el estrecho de Magallanes se habían de ir extendiendo más de dos mil leguas de tierra que hoy gobierna España. Que la lengua de esta tierra es toda una, y que esto aprovechó mucho para su conversión aunque en las costas hay alguna diferencia en vocablos y en el tono de hablar; y que así los de la costa son más pulidos en su trato y lengua; y que las mujeres cubren los pechos, y las de más adentro no. Que esta tierra está partida en provincias sujetas a los pueblos de españoles más cercanos. Que la provincia de Chectemal y Bachalal, está sujeta a Salamanca; las provincias de Ekab y Cochuah y la de Kupul, están sujetas a Valladolid; la de Ah kin Chel e Izamal, la de Zotuta, la de Hocabai Humun, la de Tutuxiú, la de Cehpech y la de Chakan, están sujetas a la ciudad de Mérida; la de Camol, Campech, Champutun y Tixchel, acuden a San Francisco de Campeche. Que en Yucatán hay muchos edificios de gran hermosura que es la cosa más señalada que se ha descubierto en las Indias, todos de cantería muy bien labrada sin haber ningún género de metal en ella con que se pudiesen labrar. Que están estos edificios muy cerca unos de otros y que son templos, y que la razón de haber tantos es por mudarse las poblaciones muchas veces; y que en cada pueblo labraban un templo por el gran aparejo que hay de piedra y cal y cierta tierra blanca excelente para edificios. Que estos edificios no son hechos por otras naciones sino por indios, lo cual se ve por hombres de piedra desnudos y honestados de unos largos listones que llaman en su lengua ex y de otras divisas que los indios traen. Que estando este religioso, autor de esta obra, en aquella tierra, se halló en un edificio que desbarataron, un cántaro, grande con tres asas, pintado de unos fuegos plateados por de fuera, y dentro ceniza de cuerpo quemado y algunos huesos de los brazos y piernas, muy gruesos a maravilla, y tres cuentas de piedra buenas de las que usaban los indios por moneda. Que estos edificios de Yzamal eran once o doce por todos sin haber memoria de los fundadores; y que en uno de ellos, a instancia de los indios, se pobló un monasterio el año de 1549, que se llamó San Antonio. Que los segundos edificios más principales son los de Tikoch y Chichenizá, los cuales se pintarán después. Que Chichenizá es un asiento muy bueno a diez leguas de Izamal y once de Valladolid, donde dicen que reinaron tres señores hermanos que vinieron a aquella tierra de la parte de poniente, los cuales eran muy religiosos y que así edificaron muy lindos templos. Y que vivieron sin mujeres muy honestamente, y que el uno de éstos se murió o se fue, por lo cual los otros se hicieron parciales y deshonestos, y que por ello los mataron. La pintura del edificio mayor pintaremos después, y (d)escribiremos la manera del pozo donde echaban hombres vivos en sacrificio y otras cosas preciosas. (El pozo) tiene más de siete estados de hondo hasta el agua y mucho más de cien pies, hecho redondo en una peña tajada que es maravilla y el agua parece verde: dicen que lo causa la arboleda de que está cercado. Que es opinión entre los indios que con los Yzaes que poblaron Chichenizá, reino un gran señor llamado Cuculcán, y que muestra ser esto verdad el edificio principal que se llama Cuculcán; y dicen que entró por la parte de poniente y que difieren en si entró antes o después de los Yzaes o con ellos, y dicen que fue bien dispuesto y que no tenía mujer ni hijos; y que después de su vuelta fue tenido en México por uno de sus dioses y llamado Cezalcuati y que en Yucatán también lo tuvieron por dios por ser gran republicano, y que esto se vio en el asiento que puso en Yucatán después de la muerte de los señores para mitigar la disensión que sus muertes causaron en la tierra. Que este Cuculcán tornó a poblar otra ciudad tratando con los señores naturales de la tierra que él y ellos viniesen (a la ciudad) y que allí viniesen todas las cosas y negocios; y que para esto eligieron un asiento muy bueno a ocho aguas más adentro en la tierra que donde ahora está Mérida, y quince o dieciséis de la mar; y que allí cercaron de una muy ancha pared de piedra seca como medio cuarto de legua dejando sólo dos puertas angostas y la pared no muy alta, y en el medio de esta cerca hicieron sus templos; y que el mayor, que es como el de Chichenizá, llamaron Cuculcán; y que hicieron otro redondo y con cuatro puertas, diferente a cuantos hay en aquella tierra, y otros muchos a la redonda, juntos unos de otros; y que dentro de este cercado hicieron casas para los señores solos, entre los cuales repartieron la tierra dando pueblos a cada uno conforme a la antigüedad de su linaje y ser de su persona. Y que Cuculcán puso nombre a la ciudad, no el suyo, como hicieron los Ahizaes en Chichenizá, que quiere decir pozo de los aizaes, mas llamola Mayapán que quiere decir el pendón de la Maya, porque a la lengua de la tierra llaman maya; y los indios llaman Ychpa (a la ciudad), que quiere decir dentro de las cercas. Que este Cuculcán vivió con los señores algunos años en aquella ciudad, y que dejándolos en mucha paz y amistad se tornó por el mismo camino a México, y que de pasada se detuvo en Champotón, y que para memoria suya y de su partida, hizo dentro de la mar un buen edificio al modo del de Chichenizá, a un gran tiro de piedra de la ribera, y que así dejó Cuculcán perpetua memoria en Yucatán. Que partido Cuculcán, acordaron los señores, para que la república durase, que el mando principal lo tuviese la casa de los Cocomes por ser la más antigua y más rica y por ser el que la regía entonces hombre de más valor; y que hecho esto ordenaron que pues en el cercado no había sino templos y casas para los señores y gran sacerdote, que se hiciesen casas fuera de la cerca donde cada uno de ellos pusiese alguna gente de servicio y donde los de sus pueblos acudiesen cuando viniesen a la ciudad con negocios; y que en estas casas puso cada uno su mayordomo, el cual traía por señal una vara gorda y corta y que le llamaban Caluac y que este mayordomo tenía cuenta de los pueblos y de quienes los regían y que ellos se enviaban aviso de lo que era menester en casa del señor, como aves, maíz, miel, sal, pesca, caza, ropas y otras cosas, y que el Caluac acudía siempre a la casa del señor y veía lo que era menester en ella y lo proveía luego, porque su casa era como oficina de su señor. Que acostumbraban buscar en los pueblos los mancos y ciegos y les daban lo necesario. Que los señores proveían (a los pueblos) de gobernadores y si les eran adeptos confirmaban en sus hijos los oficios; y que les encomendaban el buen tratamiento de la gente menuda y la paz del pueblo y el ocuparse en trabajar para que se sustentasen ellos y los señores. Que todos los señores tenían cuenta con respetar, visitar y alegrar a Cocom acompañándole y festejándole y acudiendo a él con los negocios arduos, y que entre sí vivían muy en paz y en mucho pasatiempo como ellos lo usan tomar, en bailes, convites y caza. Que los de Yucatán fueron tan curiosos en las cosas de la religión como en las del gobierno y que tenían un gran sacerdote que llamaban Ah Kin May, y por nombre Ahau Can May, que quiere decir el (gran) sacerdote May, que era muy reverenciado de los señores, el cual no tenía repartimiento de indios, y que además de las ofrendas los señores le hacían presentes y que todos los sacerdotes de los pueblos le contribuían; y que a éste le sucedían en la dignidad sus hijos o parientes más cercanos y que en éste estaba la llave de sus ciencias, y que en éstas trataban lo más, y que daban consejo a los señores y respuestas a sus preguntas, y que cosas de los sacrificios pocas veces las trataban si no en fiestas muy principales o en negocios muy importantes; y que éstos proveían de sacerdotes a los pueblos cuando faltaban, examinándolos en sus ciencias y ceremonias y que les encargaban de las cosas de sus oficios y el buen ejemplo del pueblo, y proveían de sus libros; y que éstos atendían al servicio de los templos y a enseñar sus ciencias y escribir libros de ellas. Que enseñaban a los hijos de los otros sacerdotes y a los hijos segundos de los señores que les llevaban para esto desde niños, si veían que se inclinaban a este oficio. Que las ciencias que enseñaban eran la cuenta de los años, meses y días, las fiestas y ceremonias, la administración de sus sacramentos, los días y tiempos fatales, sus maneras de adivinar, remedios para los males, las antigüedades, leer y escribir con sus letras y caracteres en los cuales escribían con figuras que representaban las escrituras. Que escribían sus libros en una hoja larga doblada con pliegues que se venía a cerrar toda entre dos tablas que hacían muy galanas, y que escribían de una parte y de otra a columnas, según eran los pliegues; y que este papel lo hacían de las raíces de un árbol y que le daban un lustre blanco en que se podía escribir bien, y que algunos señores principales sabían de estas ciencias por curiosidad, y que por esto eran más estimados aunque no las usaban en público. Que cuentan los indios que de la parte del mediodía vinieron a Yucatán muchas gentes con sus señores, y que parecen haber venido de Chiapa aunque los indios no lo saben; mas este autor lo conjetura porque muchos vocablos y composiciones de verbos son los mismos en Chiapa que en Yucatán; y hay grandes señales en la parte de Chiapa de lugares que han sido despoblados; y dicen que estas gentes anduvieron cuarenta años por los despoblados de Yucatán sin haber en ellos agua sino la que llueve; y que al fin de este tiempo aportaron a las sierras que caen algo enfrente de la ciudad de Mayapán, a diez leguas de ella, y que allí comenzaron a poblar y hacer muy buenos edificios en muchas partes; y que los de Mayapán tomaron mucha amistad con ellos y holgaron de que labrasen la tierra como naturales y que así estos Tutu Xiú se sujetaron a las leyes de Mayapán y emparentaron unos con otros; y que como el señor Xiú, de los Tutu Xiues, era tal, vino a ser muy estimado de todos. Que estas gentes vivieron tan quietamente que no había pleito ninguno, ni usaban armas ni arcos aun para la caza, siendo ahora excelentes flecheros, y que sólo usaban lazos y trampas con los que tomaban mucha caza; y que los sacerdotes tenían cierto arte de tirar varas con un palo grueso como de tres dedos agujerado hacia la tercera parte y de seis palmos de largo y que con él y unos cordeles tiraban fuerte y certeramente. Que tenían leyes contra los delincuentes y las aplicaban mucho, como contra el adúltero a quien entregaban al ofendido para que le matase soltándole una piedra grande desde lo alto sobre la cabeza, o lo perdonase si quería; y que a las adúlteras no daban otra pena más que la infamia, que entre ellos era cosa muy grave; y al que forzase doncella lo mataban a pedradas; y cuentan un caso: que el señor de los Tutu-xiues tenía un hermano que fue acusado de este crimen, y le hizo apedrear y después cubrir de un gran montón de piedras; y que dicen que tenían otra ley antes de la población de esta ciudad, que mandaba sacar las tripas por el ombligo a los adúlteros. Que el gobernador Cocom entró en codicia de riquezas, y que para esto trató con la gente de guarnición que los reyes de México tenían en Tabasco y Xicalango que les entregaría la ciudad, y que así trajo gente mexicana a Mayapán y oprimió a los pobres e hizo muchos esclavos; y los señores le hubieran matado si no hubiesen tenido miedo a los mexicanos. Que el señor de los Tutuxiues nunca consintió en esto y que viéndose (oprimidos) los de Yucatán, aprendieron de los mexicanos el arte de las armas y así salieron maestros del arco y flecha y de la lanza y hachuela, y sus rodelas y sacos fuertes de sal y algodón y de otros pertrechos de guerra, y que ya no se admiraban de los mexicanos ni los temían, antes hacían poca cuenta de ellos. Y que en esto pasaron algunos años. Que aquel Cocom fue el primero que hizo esclavos, pero que de este mal siguió usar las armas con que se defendieron para que no fuesen esclavos todos. Que entre los sucesores de la casa de Cocom hubo uno muy orgulloso e imitador de Cocom, y éste hizo otra liga con los de Tabasco y metió más mexicanos dentro de la ciudad y comenzó a tiranizar y a hacer esclavos a la gente menuda y que por esto se juntaron los señores en el bando de Tutu Xiú, que era gran republicano como sus pasados, y se concertaron para matar a Cocom y así lo hicieron, matando también a todos sus hijos sin dejar más que uno que estaba ausente, y le saquearon la casa y tomaron las heredades que tenía en cacao y otras frutas, diciendo que con ellas se pagaban de lo que les había robado; y que duraron tanto los bandos entre los Cocomes --que decían ser echados injustamente--, y los Xiues que después de haber estado en aquella ciudad más de 500 años la desampararon y despoblaron, yéndose cada uno a su tierra. Que conforme a la cuenta de los indios, hará 120 años que se despobló Mayapán, y que se hallan en la plaza de aquella ciudad siete u ocho piedras de a diez pies de largo cada una, redondas por una parte, bien labradas, y que tienen algunos caracteres que ellos usan y que, desgastados por el agua, no se pueden leer; mas piensan que es memoria de la fundación y destrucción de aquella ciudad. Otras semejantes están en Zilán, pueblo de la costa, aunque más altas, y preguntados los naturales qué cosa eran, respondieron que acostumbraban erigir de 20 en 20 años, que es el número que tienen de contar sus edades, una piedra de aquellas. Mas parece (que esta explicación) no lleva camino, porque según esto habría muchas más, principalmente que no las hay en otros pueblos sino en Mayapán y Zilán. Que lo principal que llevaron a sus tierras estos señores que desampararon Mayapán fueron los libros de sus ciencias porque siempre fueron muy sujetos a los consejos de sus sacerdotes, y que por esto hay tantos templos en aquellas provincias. Que el hijo de Cocom que escapó de la muerte por estar ausente en sus contrataciones en tierra de Ulúa, que es adelante de la villa de Salamanca, al saber la muerte de su padre y el desbarato de la ciudad, vino muy presto y se juntó con los parientes y vasallos y pobló un lugar que llamó Tibulón, que quiere decir jugados fuimos; y que edificaron otros muchos pueblos en aquellos montes reuniéndose muchas familias de estos Cocomes. La provincia donde manda este señor se llama Zututa. Que estos señores de Mayapán no tomaron venganza de los mexicanos que ayudaron a Cocom porque fueron persuadidos por el gobernador de la tierra y porque eran extranjeros, y que así los dejaron dándoles facultad para que poblasen un pueblo apartado, para sí solos, o se fuesen de la tierra no pudiéndose casar con las naturales de ella, sino entre ellos. Y que escogieran quedarse en Yucatán y no volver a las lagunas y mosquitos de Tabasco, y poblaron la provincia de Canul que les fue señalada y que allí duraron hasta las segundas guerras de los españoles. Dicen que entre los doce sacerdotes de Mayapán hubo uno muy sabio que tuvo una sola hija a quien casó con un mancebo noble llamado Ah Chel, el cual hubo hijos que se llamaron como el padre conforme a la usanza de esta tierra; y dicen que este sacerdote avisó a su yerno de la destrucción de aquella ciudad y que éste supo mucho en las ciencias de su suegro, el cual, dicen, le escribió ciertas letras en la tabla del brazo izquierdo, de gran importancia para ser estimado; y con esta gracia pobló en la costa hasta que vino a hacer asiento en Tikoch siguiéndole gran número de gentes, y que así fue muy insigne población aquella de los Cheles, y poblaron la más insigne provincia de Yucatán, a la cual llamaron, por aquel nombre, la provincia de Ah Kin Chel, y es la de Ytzamal, donde residieron estos Cheles y se multiplicaron en Yucatán hasta la entrada del adelantado Montejo. Que entre tres casas de señores principales, que eran los Cocomes, Xiues, y Cheles, hubo grandes bandos y enemistades y hoy en día, con ser cristianos, aún las hay. Los Cocomes decían a los Xiues que eran extranjeros y traidores al matar a su señor natural robándole su hacienda. Los Xiues decían ser tan buenos como ellos, tan antiguos y tan señores, y que no fueron traidores sino libertadores de la patria matando al tirano. El Chel decía que era tan bueno como ellos en linaje, por ser nieto de un sacerdote, el más estimado de Mayapán, y que por su persona era mejor que ellos pues había sabido hacerse tan señor como ellos, y que con esto se hacían desabrimiento en los mantenimientos porque el Chel, que estaba en la costa, no quería dar pescado ni sal al Cocom, haciéndole ir muy lejos por ello, y el Cocom no dejaba sacar caza ni frutas al Chel. Que estas gentes tuvieron más de 20 años de abundancia y de salud y se multiplicaron tanto que toda la tierra parecía un pueblo; y que entonces se labraron los templos en tanta muchedumbre como se ve hoy en día por todas partes, y que atravesando los montes se ven entre las arboledas asientos de casas y edificios labrados a maravilla. Que después de esta felicidad, una noche, por invierno, vino un aire como a las seis de la tarde y fue creciendo, haciéndose huracán de cuatro vientos, y que este aire derribó todos los árboles crecidos, lo cual hizo gran matanza en todo género de caza y derribó todas las casas altas las cuales, como son de paja y tenían lumbre dentro por el frío, se incendiaron y abrasaron a gran parte de la gente, y si algunos escapaban quedaban hechos pedazos de los golpes de la madera; y que duró este huracán hasta el otro día a las doce en que se vio que habían escapado quienes moraban en casas pequeñas, entre ellos los mozos recién casados que allí acostumbraban a hacer unas casillas enfrente de las de sus padres o suegros donde moran los primeros años; y que así perdió entonces la tierra el nombre a la que solían llamar de los venados y pavos, y tan sin árboles quedó, que los que ahora hay parece que se plantaron juntos según están nacidos a la igual, pues mirando la tierra desde algunas partes altas, parece que toda está cortada con una tijera. Que quienes escaparon se animaron a edificar y cultivar la tierra y se multiplicaron mucho viniéndoles 16 años de salud y buenos temporales y que el último fue el más fértil de todos; y que queriendo comenzar a coger los frutos sobrevinieron por toda la tierra unas calenturas pestilenciales que duraban 24 horas, y después de cesadas se hinchaban (los enfermos) y reventaban llenos de gusanos, y que con esta pestilencia murió mucha gente y gran parte de los frutos quedó sin coger. Que después de cesada la peste tuvieron otros 16 años buenos en los cuales se renovaron las pasiones y bandos, de manera que murieron en batallas ciento cincuenta mil hombres y que con esta matanza se sosegaron e hicieron la paz y descansaron por 20 años, después de los cuales les dio pestilencia de unos grandes granos que les pudría el cuerpo con gran hedor, de manera que se les caían los miembros a pedazos en cuatro o cinco días. Que habrá que pasó esta última plaga más de 50 años y que la mortandad de las guerras fue 20 años antes y la peste de la hinchazón y gusanos sería 16 años antes de las guerras y el huracán otros 16 antes que ésta y 22 ó 23 después de la destrucción de la ciudad de Mayapán. Que según esta cuenta, hace 125 años que se desbarató (la ciudad), dentro de los cuales años los de esta tierra han pasado las dichas miserias y otras muchas que comenzaron al entrar en ella los españoles, así por guerras como por otros castigos que Dios envía; de manera que es maravilla haber la gente que hay, aunque no es mucha.
contexto
Capítulo III Que trata de la muerte de don Diego de Almagro, y de la elección de don Pedro de Valdivia teniente de gobernador y capitán general de los reinos de Chile en nombre de Su Majestad Teniendo en la prisión Hernando Pizarro a don Diego de Almagro, justificó su causa y cortóle la cabeza, y de allí se fueron él y el maese de campo a la conquista de los naturales, y estando en ella, los envió a llamar el marqués, estando en el Cuzco. Ellos lo hicieron así y dejaron por capitán de toda la gente a su hermano Gonzalo Pizarro. Allegados al Cuzco, pasados pocos días vinieron nuevas de parte del dicho Gonzalo Pizarro, como lo tenían cercado los indios con grandes albarradas en valle que se dice Cochabamba, que es ciento y treinta leguas del Cuzco. Sabido el peligro en que estaba, salieron Hernando Pizarro y el maese de campo Pedro de Valdivia con ciento de a caballo. El maese de campo se adelantó y entró dentro donde estaba Gonzalo Pizarro, y desbarató los indios, y ganó las albarradas, y se las echó por tierra, y echólos del sitio y conquistaron de nuevo la tierra y provincias de las Charcas. Conquistados en breve tiempo y puestos los naturales en servidumbre, el marqués hizo muy grandes mercedes al maese de campo, ansí en repartimiento de muchos indios, como en la mina de Porco, tan nombrada en riqueza. Recibida la merced, el maese de campo besó las manos al marqués, dándole las gracias que en tal caso se requieren y se acostumbran, diciéndole que "en negocios más arduos y tocantes al servicio de mi príncipe deseaba servir a su Señoría en su Real nombre", que en los que hasta el presente había servido. Viéndose tan venturoso en todo el maese de campo y ya que su ánimo se extendía a mucho más teniendo confianza en su persona, suplicó al marqués le hiciese merced de la jornada y empresa del descubrimiento, conquista y población de los reinos de Chile, porque en ello haría muy gran servicio a Su Majestad, y que la merced recibida del repartimiento de las Charcas hacía dejación, y suplicó al marqués agradeciéndole la que ... había hecho, para que cumpliese con otros conquistadores que lo merecían. Respondióle el marqués, maravillándose de su ánimo, le dijo: "Es posible que lo que dos hombres tan caudalosos y poderosos, como fue el adelantado don Diego de Almagro y yo, no pudimos conquistar e poblar, que sea vuestro ánimo para hecho tan hazañoso como es hacer gente y pasar tanta tierra de guerra y despoblados, y alejarse y descubrir, conquistar, poblar y sustentar, sin tener de dónde os socorran cuando necesidad tuviereis. Y en lo del socorro, socorreré yo, pero en ser tan larga la jornada será tardío el socorro". A esto respondió el maese de campo: "Yo pienso, con ayuda de Dios nuestro Señor, haciéndome vuestra Señoría la merced en nombre de Su Majestad, y siendo Dios servido darme salud, salir con mi propósito adelante en ventura de mi príncipe y gran monarca". Viendo el marqués el ánimo tan valeroso de su maese de campo, hízole la merced en nombre de Su Majestad. Luego allí, en presencia de muchos caballeros, nombró a su maese de campo por su teniente y capitán general para que tomase la tal empresa. Lo cual fue hecho e hizo el marqués don Francisco Pizarro por virtud de una real cédula que para este efecto tenía. Y le dijo el marqués: "Bien satisfecho quedo, maese de campo, que para tales cargos conviene personas de confianza, tal como vos lo sois, que bien tengo entendido por lo que de vuestra persona he visto, que seréis amado de los soldados por parte de vuestras buenas costumbres, y por parte de ser varón bien prevenido, solícito y cauto en la guerra, y por ser de claro juicio para acertar en las cosas que nuevamente cada hora acontecen, porque en nuevas tierras, nuevos consejos se deben tomar en la expedición y conquista de ellas. Yo os favoreceré en lo por venir enviándoos socorro en tiempo y tiempos convenientes". Luego le mandó dar la cédula de Su Majestad, en el valle de Yucay, como dicho habemos, a once días del mes de abril de mil y quinientos y treinta y ocho años, y la instrucción y traslado de los capítulos de Su Majestad por donde se había de regir y el requerimiento que a los indios había de hacer, como es uso y costumbre para traerlos al conocimiento de nuestra Santa Fe católica, y a devoción de Su Majestad.
contexto
CAPÍTULO III Por falta de sal mueren muchos españoles, y cómo llegan a Chisca Volviendo en nuestra historia un poco atrás de donde estábamos, porque se vayan contando los sucesos en el tiempo y lugar que acaecieron, porque no volvamos de más lejos a contarlos, es de saber que, luego que nuestros españoles salieron de la gran provincia de Coza y entraron en la Tascaluza, tuvieron necesidad de sal, y habiendo pasado algunos días sin ella, la sintieron de manera que les hacía mucha falta y algunos, cuya complexión debía de pedirla más que la de otros, murieron por falta de ella y de una muerte extrañísima. Dábales una calenturilla lenta, y, al tercero o cuarto día, no había quien a cincuenta pasos pudiese sufrir el hedor de sus cuerpos, que era más pestífero que el de los perros o gatos muertos. Y así perecían sin remedio alguno porque ni sabían cuál lo fuese ni qué les hiciesen, porque no llevaban médico ni tenían medicinas ni, aunque las hubiera, se entendía que les pudieran aprovechar porque, cuando sentían la calenturilla, ya estaban corrompidos, ya tenían el vientre y las tripas verdes como hierbas dende el pecho abajo. De esta manera empezaron a morir algunos con gran horror y escándalo de los compañeros, de cuyo temor muchos de ellos usaron del remedio que los indios hacían para preservarse y socorrerse en aquella necesidad, y era que quemaban cierta hierba que ellos conocían y de la ceniza hacían lejía, y en ella, como en salsa, mojaban lo que comían, y con esto se preservaban de no morir podridos como los españoles. Los cuales muchos de ellos, por ser soberbios y presuntuosos no querían usar de este remedio por parecerles cosa sucia e indecente a su calidad, y decían que era bajeza hacer lo que los indios hacían. Y éstos tales fueron los que murieron, y, cuando en su mal pedían la lejía, ya no les aprovechaba, por ser pasada la coyuntura que debía de preservar que no viniese la corrupción, mas después de llegada no debía ser bastante para remediarla, como no remedió a los que la pidieron tarde. Castigo merecido de soberbios que no hallen en la necesidad lo que despreciaron en la abundancia. Así murieron más de sesenta españoles en la temporada que les faltó la sal, que fue casi un año, y en su lugar diremos cómo hicieron sal y socorrieron la necesidad. Asimismo es de advertir que, cuando el gobernador llegó a Chicaza, por la mucha variedad de lenguas que halló conforme a las muchas provincias que había pasado, que casi cada una tenía su lenguaje diferente de la otra, eran menester diez y doce y catorce intérpretes para hablar a los caciques e indios de aquellas provincias. Y pasaba la razón dende Juan Ortiz hasta el postrero de los intérpretes, los cuales se ponían como atenores para recibir y dar la razón al otro según se iban entendiendo unos a otros. Con este trabajo y cansancio, pedía y recibía el adelantado las relaciones de las cosas que de toda aquella gran tierra le convenía informarse. Este trabajo faltaba en los indios e indias particulares que de cualquier provincia los nuestros para su servicio prendían, porque dentro de dos meses que hubiesen comunicado con los españoles entendían a sus amos lo que en la lengua castellana les hablaban, y ellos en la misma lengua daban a entender lo que les era forzoso y más común, y, a seis meses que hubiesen conversado con los castellanos, servían de intérpretes para con otros nuevos indios. Toda esta habilidad mostraban en el lenguaje, y para otra cualquier cosa la tenían muy buena todos los de este gran reino de la Florida. Del alojamiento de Alibamo, que fue el postrero de la provincia de Chicaza, salió el ejército pasados los cuatro días que por necesidad de los heridos allí estuvo y, al fin de otros tres que caminó por un despoblado llevando siempre la vía al norte por huir de la mar, llegó a dar vista a un pueblo llamado Chisca, el cual estaba cerca de un río grande que, por ser el mayor de todos los que nuestros españoles en la Florida vieron, le llamaron el Río Grande, sin otro renombre. Juan Coles, en su relación, dice que este río se llamaba, en lengua de los indios, Chucagua, y adelante haremos más larga mención de su grandeza, que será de admiración. Los indios de esta provincia Chisca, por la guerra continua que con los de Chicaza tienen y por el despoblado que entre las dos provincias hay, no sabían cosa alguna de la ida de los españoles a su tierra, y así estaban descuidados. Los nuestros, luego que vieron el pueblo, sin guardar orden, arremetieron a él y prendieron muchos indios e indias de todas edades, y saquearon todo lo que en él hallaron, como si fuera de los de la provincia de Chicaza donde tan mal les habían tratado. A un lado del pueblo estaba la casa del curaca, puesta en un cerrillo alto hecho a mano, que servía de fortaleza. No podían subir a ella sino por dos escaleras. A esta casa se recogieron muchos indios. Otros se acogieron a un monte muy bravo que había entre el pueblo y el Río Grande. El señor de aquella provincia se llamaba Chisca, como ella misma. Estaba enfermo en la cama y era ya viejo. El cual, sintiendo el ruido y alboroto que en el pueblo andaba, se levantó y salió de su aposento y, como viese el robo y prisión de sus vasallos, tomó una hacha de armas y a toda furia iba a descender haciendo grandes fieros que había de matar cuantos en su tierra hubiesen entrado sin su licencia. Estas bravatas hacía y no tenía el triste persona ni fuerzas para matar un gato, porque, además de estar enfermo, era un viejecito pequeño de cuerpo, que en todos cuantos indios vieron estos españoles en la Florida no vieron otro de tan ruin persona; empero el ánimo de las valentías y hazañas de su mocedad, que había sido belicoso, y el señorío de una provincia tan grande y buena como la suya le daban esfuerzos a hacer aquellos fieros y otros mayores. Sus mujeres y criados se asieron de él y con lágrimas y ruegos, encareciendo la falta de su salud, le detuvieron que no bajase. Y los indios que subían del pueblo le dijeron que los que habían venido eran hombres nunca vistos ni oídos y que eran muchos y traían animales muy grandes y ligeros; que, si quería pelear con ellos, mirase que los suyos estaban descuidados y no apercibidos; que para vengar su injuria apellidase la gente que había en la comarca y aguardase mejor coyuntura y, entre tanto, fingiese toda buena apariencia de amistad y se acomodase con las ocasiones conforme ellas se ofreciesen, o de paciencia y sufrimiento, o de ira y venganza, y no quisiese hacer inconsideradamente alguna temeridad para mayor ofensa suya y daño de sus vasallos. Con estas razones, y semejantes, que sus mujeres, criados y vasallos dijeron al curaca, lo detuvieron que no bajase a pelear con los cristianos, mas él quedó tan enojado que un recaudo que el gobernador (sabiendo que estaba en su casa) le enviaba de paz y amistad no quiso oír, diciendo que no quería escuchar recaudo de quien le había ofendido, sino hacerle guerra a fuego y sangre, y así se la declaraba dende luego porque no se descuidase, que pensaba degollarlos presto a todos juntos.
contexto
Que trata de la vida y hechos de Iztaccaltzin y Topiltzin, últimos monarcas de los tultecas, en cuyo tiempo se acabó su imperio Habiendo sucedido Iztaccaltzin en el imperio, reinó cincuenta y dos años, que fue el tiempo que constituyeron sus antepasados; en cuyo discurso trató amores con Quetzalxochitzin, esposa de un caballero llamado Papantzin descendiente de la casa real; y en esta señora tuvo este rey a Topiltzin, y aunque adulterino, le sucedió en el reino o imperio, que fue en el de 882 de la encarnación de Cristo nuestro señor, que asimismo se llama ome ácatl; por cuya causa algunos de los reyes y señores sus vasallos se levantaron contra él: unos pretendieron para sí el imperio, pareciéndoles ser más propincuos y dignos de él, y otros en venganza del adulterio, que fueron los más señalados Coanacotzin, Huetzin y Mixiotzin, reyes y señores que eran de las provincias que caían en las costas del Mar del Norte. Y es así que habiendo reinado los cincuenta y dos años referidos el rey Iztaccaltzin, hizo jurar a su hijo Topiltzin, hallándose en la jura algunos de los reyes y señores que le eran amigos, como fueron Iztacquauhtzin y Maxtlatzin. Luego que entró Topiltzin en la sucesión del imperio, hubo grandes presagios de su destrucción, y se cumplieron ciertos pronósticos y profecías que habían pronosticado sus mayores; que fueron entre otras muchas, que cuando imperase un rey que tuviese el cabello levantado desde la frente hasta la nuca, como a manera de penacho, en su tiempo había de acabarse esta monarquía tulteca. Y que asimismo los conejos en este tiempo habían de criar cuernos como venados, y el pájaro huitzitzilin criar espolón como gallipavo; todo lo cual sucedió así, porque el rey Topiltzin tuvo el cabello como está dicho, y se vio en el tiempo de su reinado acaecer lo referido en los conejos y huitzitzilies; y acaecieron otros prodigios de que causó grande espanto y alteración al rey, y mandó juntar a los sacerdotes y adivinos para que le declarasen lo que significaba; y habiéndole dicho ser de su destrucción, según por las historias parece, mandó llamar a sus mayordomos y entregarles sus tesoros, que eran los mayores que hubo en aquel tiempo, para que los retirasen en la provincia de Quiahuiztlan, temiéndose de los reyes sus contrarios; y tras de los prodigios y señales comenzó la hambre y esterilidad de la tierra, pereciendo la mayor parte de las gentes y comiéndose el gorgojo y gusanos los bastimentos que tenían en sus trojes, y otras muchas calamidades y persecuciones del cielo, que parecía llover fuego; y fue tan grande la seca que duró veintiséis años, de tal manera que se secaron los ríos y fuentes. Y viendo los reyes sus contrarios cuán falto estaba de fuerzas y sustento, vinieron contra él con un poderoso ejército, y a pocos lances le fueron ganando muchas ciudades hasta venir a apoderarse de la de Tula, cabecera del imperio; y aunque salieron huyendo de ella el rey Topiltzin con toda su gente, a pocas jornadas les fueron dando alcance y matando, y el primero que murió fue el rey viejo Iztacquauhtzin su padre, y con él la dama Quetzalxóchitl, que tenían ambos casi una edad, que, según está en las historias, eran de casi de a ciento cincuenta años. Y en la provincia de Totolapan alcanzaron a los dos reyes Iztaccalihtzin y Mantla (conferados de Topiltzin) en donde les dieron desastrada muerte, por más que se defendieron; y el rey Topiltzin se perdió que nunca más se supo de él; y de dos hijos que tenía sólo el uno, que fue el príncipe Póchotl, lo escapó Tochcueie, que así se decía la ama que lo criaba en los desiertos de Nonoalco; y los pocos de los tultecas que escaparon en las montanas y sierras fragosas y entre los carrizales de la laguna de Colhuacan. Este fin tuvo el imperio de los tultecas que duró quinientos setenta y dos años, y viéndole tan arruinado los reyes que vinieron a sojuzgarle, se volvieron a sus provincias, y aunque victoriosos, muy derrotados y con pérdida de la mayor parte de sus ejércitos, que perecieron de hambre; y la misma calamidad corrió en sus tierras, porque fue generalmente la seca y esterilidad de la tierra, pareciendo ser permisión de Dios que por todas vías fuese castigada esta nación, pues de la una y otra parte apenas quedaron algunos. Estos tultecas eran grandes artífices de todas las artes mecánicas: edificaron muy grandes e insignes ciudades, como fueron Tolan, Teotihuacan, Chololan, Tolantzinco y otras muchas, como parece por las grandes ruinas de ellas. Su vestuario era unas túnicas largas a manera de los ropones que usan los japones, y por calzado traían unas sandalias, y usaban unos a manera de sombreros hechos de pala o de palma. Eran poco guerreros, aunque muy republicanos; y eran grandes idólatras. Tenían por particulares dioses al sol y a la luna; y según parece por las historias referidas, vinieron por la parte de poniente costeando por la Mar del Sur. La última y total destrucción fue en el año de 959 de la encarnación de Cristo nuestro señor, que llaman ce técpatl, siendo pontífice de la Iglesia de Dios Joannes XII, y emperador de Alemania Othón I de este nombre y rey de Castilla don García.
contexto
Del baño de las niñas No de otra manera acostumbraban bañar a las niñas recién nacidas, aun cuando además de las enumeradas, la partera usaba también otras oraciones. Tomando, pues, agua en la mano, se la instilaba en los labios y decía: "Hija, abre la boca para que puedas recibir a la diosa Chalchiutlycue, esto es, adornada con esmeraldas, bajo cuya guardia se concede gozar de esta luz". Bañando el pecho con la misma mano murmuraba deprisa: "Recibe el agua que refrigera, limpia y fortalece". Llevaba la misma mano a la cabeza y agregaba: "Recibe a Chalchiutlycue, diosa helada de las aguas, y perpetuamente móvil como a quien nunca pudo vencer el sueño. Que se deslice hasta sus entrañas y se adhiera a ti, para que perseveres vigilante y no te invada el mal sopor". Lavándole las manos añadía: "Hurto, apártate de la niña". Después poniendo debajo del agua las ingles, en voz baja: "¿Adónde te escondes, adversa fortuna? Aléjate de la niña expulsada por las fuerzas del agua frígida". Terminadas estas cosas, llevaba a la infante al interior de la casa y la ponía en la cuna diciendo las siguientes preces: "Oalticitl, madre de todos, el dios del nono cielo creó esta niña y la echó a este mundo calamitoso, te pido (puesto que a ninguna otra de las diosas le concierne el deber de custodiar y sostener a los niños recién nacidos) que la admitas en aquel tu seno. A ti también, dios de la noche, Yohoalteuhtli, al cual es dado conceder el sueño, te ruego que estés presente y que hagas que duerma plácida y tranquila". Después hablaba en alta voz a la cuna diciendo: "Madre de los infantes y guardián de los niños, recibe a esta recién nacida en tu seno y protégela". Era costumbre de todas las paridas, cuando se ponía por primera vez a los recién nacidos en la cuna, saludarla y llamarla madre universal de todos los mortales, y rogarle que recibiera benignamente al niño y celebrar el día con gran alegría e hilaridad.
contexto
CAPÍTULO III Cómo los seis linajes nauatlacas poblaron la tierra de México Estos siete linajes que he dicho, no salieron todos juntos. Los primeros fueron los suchimilcos, que quiere decir, gente de sementeras de flores. Estos poblaron a la orilla de la gran laguna de México, hacia el Mediodía, y fundaron una ciudad de su nombre, y otros muchos lugares. Mucho después llegaron los del segundo linaje llamados chalcas, que significa gente de las bocas, y también fundaron otra ciudad de su nombre, partiendo términos con los suchimilcos. Los terceros fueron los tepanecas, que quiere decir, gente de la puente, y también poblaron en la orilla de la laguna, al occidente. Éstos crecieron tanto, que a la cabeza de su provincia la llamaron Azcapuzalco, que quiere decir hormiguero, y fueron gran tiempo muy poderosos. Tras éstos vinieron los que poblaron a Tezcuco, que son los de Culhua, que quiere decir gente corva, porque en su tierra había un cerro muy encorvado. Y así quedó la laguna cercada de estas cuatro naciones, poblando éstos al Oriente y los tepanecas al Norte. Estos de Tezcuco fueron tenidos por muy cotesanos y bien hablados, y su lengua es muy galana. Después llegaron los tlatluicas, que significa gente de la sierra; éstos eran los más toscos de todos, y como hallaron ocupados todos los llanos en contorno de la laguna hasta las sierras, pasaron de la otra parte de la sierra, donde hallaron una tierra muy fértil, y espaciosa y caliente, donde poblaron grandes pueblos y muchos, y a la cabeza de su provincia llamaron Quahunahuac, que quiere decir lugar donde suena la voz del águila, que corrompidamente nuestro vulgo llama Cuernavaca, y aquella provincia es la que hoy se dice el Marquesado. Los de la sexta generación, que son los tlascaltecas, que quiere decir gente de pan, pasaron la serranía hacia el Oriente, atravesando la Sierra Nevada, donde está el famoso volcán entre México y la ciudad de los Ángeles. Hallaron grandísimos sitios; extendiéronse mucho; fabricaron bravos edificios; fundaron diversos pueblos y ciudades; la cabeza de su provincia llamaron de su nombre, Tlascala. Esta es la nación que favoreció a los españoles, y con su ayuda ganaron la tierra, y por eso hasta el día de hoy no pagan tributo y gozan de essención general. Al tiempo que todas estas naciones poblaban, los chichimecas, antiguos pobladores, no mostraron contradición, ni hicieron resistencia, solamente se extrañaban, y como admirados, se escondían en lo más oculto de las peñas. Pero los que habitaban de la otra parte de la Sierra Nevada, donde poblaron los tlascaltecas, no consintieron lo que los demás chichimecas, antes se pusieron a defenderles la tierra, y como eran gigantes, según la relación de sus historias, quisieron echar por fuerza a los advenedizos, mas fue vencida su mucha fuerza con la maña de los tlascaltecas, los cuales los aseguraron, y fingiendo paz con ellos, los convidaron a una gran comida, y teniendo gente puesta en celada, cuando más metidos estaban en su borrachera, hurtáronles las armas con mucha disimulación, que eran unas grandes porras, y rodelas y espadas de palo, y otros géneros. Hecho esto, dieron de improviso en ellos; queriéndose poner en defensa y echando menos sus armas, acudieron a los árboles cercanos, y echando mano de sus ramas, así las desgajaban como otros deshojaran lechugas. Pero al fin, como los tlascaltecas venían armados y en orden, desbarataron a los gigantes, y hirieron en ellos sin dejar hombre a vida. Nadie se maraville ni tenga por fábula lo de estos gigantes, porque hoy día se hallan huesos de hombres de increíble grandeza. Estando yo en México, año de ochenta y seis, toparon un gigante de estos enterrado en una heredad nuestra, que llamamos Jesús del Monte, y nos trajeron a mostrar una muela, que sin encarecimiento sería bien tan grande como un puño de un hombre, y a esta proporción lo demás, la cual yo vi y me maravillé de su disforme grandeza. Quedaron pues, con esta victoria, los tlascaltecas, pacíficos, y todos los otros linajes sosegados, y siempre conservaron entre sí amistad las seis generaciones forasteras que he dicho, casando sus hijos e hijas unos con otros, y partiendo términos pacíficamente, y atendiendo con una honesta competencia a ampliar e ilustrar su república cada cual, hasta llegar a gran crecimiento y pujanza. Los bárbaros chichimecos, viendo lo que pasaba, comenzaron a tener alguna pulicia, y cubrir sus carnes y hacérseles vergonzoso lo que hasta entonces no lo era, tratando ya con esa otra gente, y con la comunicación, perdiéndoles el miedo, fueron aprendiendo de ellos, y ya hacían sus chozas y buhios, y tenían algún orden de república, eligiendo sus señores y reconociéndoles superioridad. Y así salieron en gran parte de aquella vida bestial que tenían, pero siempre en los montes y llegados a las sierras, y apartados de los demás. Por este mismo tenor tengo por cierto que han procedido las más naciones y provincias de Indias, que los primeros fueron hombres salvajes, y por mantenerse de caza, fueron penetrando tierras asperísimas y descubriendo nuevo mundo, y habitando en él, cuasi como fieras sin casa, ni techo ni sementera, ni ganado ni rey, ni ley ni Dios ni razón. Después otros, buscando nuevas y mejores tierras, poblaron lo bueno e introdujeron orden y pulicia y modo de república, aunque es muy bárbara. Después, o de estos mismos o de otras naciones, hombres que tuvieron más brío y maña que otros, se dieron a sujetar y oprimir a los menos poderosos, hasta hacer reinos e imperios grandes. Así fue en México, así fue en el Pirú, y así es sin duda donde quiera que se hallan ciudades y repúblicas fundadas entre estos bárbaros. Por donde vengo a confirmarme en mi parecer, que largamente traté en el primer libro, que los primeros pobladores de las Indias Occidentales vinieron por tierra, y por el consiguiente, toda la tierra de Indias está continuada con la de Asia, Europa y África y el Mundo Nuevo con el Viejo, aunque hasta el día presente no está descubierta la tierra que añuda y junta estos dos mundos, o si hay mar en medio es tan corto, que le pueden pasar a nado fieras y hombres, en pobres barcos. Mas dejando esta filosofía, volvamos a nuestra historia.
contexto
CAPÍTULO III Sale el gobernador de Guancane, pasa por otras siete provincias pequeñas y llega a la de Anilco De la provincia Guancane salió el gobernador con propósito de volver al Río Grande que atrás había dejado, no por el mismo camino que hasta allí había traído después que lo pasó, sino por otro diferente, haciendo un cerco largo para volver descubriendo otras nuevas tierras y provincias, sin las que había visto, y pensaba pasar tomando noticia de ellas. El motivo que para esto tuvo fue deseo de poblar antes que las fuerzas de su ejército se acabasen de gastar, porque, así en la gente como en los caballos, las veía irse disminuyendo de día en día, porque de los unos y de los otros, con las batallas y enfermedades pasadas, se había gastado más que la mitad, a lo menos, de los caballos, y sentía gran dolor que, sin provecho suyo ni ajeno, se perdiese tanto trabajo como en aquel descubrimiento habían pasado y pasaban, y que tierras tan grandes y fértiles quedasen sin que los españoles las poblasen, principalmente las que tenían presentes, porque no dejaba de entender que si él se perdía o moría sin dar principio al poblar de la tierra, que en muchos años despues no se juntaría tanta y tan buena gente y tantos caballos y armas como él había metido en la conquista. Por lo cual, arrepentido del enojo pasado, que había sido causa que no poblase en la provincia y puerto de Achusi como lo tenía determinado, quería remediarlo ahora como mejor pudiese. Y porque estaba lejos de la mar y había de perder tiempo si para poblar en la costa la fuese a buscar, había propuesto (llegado que fuese al Río Grande) poblar un pueblo en el sitio mejor y más acomodado que en su ribera hallase y hacer luego dos bergantines y echarlos por el río abajo con gente de confianza de los que él tenía por más amigos, que saliesen al mar del Norte y diesen aviso en México y Tierra Firme, y en las islas de Cuba y la Española, y en España, de las provincias tan largas y anchas que en la Florida habían descubierto, para que de todas partes acudiesen españoles o castellanos, con ganados y semillas de las que en ellas no había, para la poblar, cultivar y gozar de ella. Todo lo cual se pudiera hacer con mucha facilidad, como después veremos. Mas estos propósitos tan grandes y tan buenos atajó la muerte, como ha hecho con otros mayores y mejores que en el mundo ha habido. Decimos que el gobernador salió de Guancane hacia el Poniente en demanda del Río Grande, y es así que, aunque en este paso, y en otros de esta nuestra historia, hemos dicho la derrota que el ejército tomaba cuando salía de una provincia para ir a otras, no ha sido con la demostración de los grados de cada provincia, ni con señalar derechamente el rumbo que los nuestros tomaban, porque, como ya en otra parte he dicho, aunque lo procuré saber, no me fue posible, porque quien me daba la relación, por no ser cosmógrafo ni marinero, no lo sabía, y el ejército no llevaba instrumentos para tomar la altura, ni habían quién lo procurase ni mirase en ello, porque, con el disgusto que todos traían de no hallar oro ni plata, nada les sabía bien. Por lo cual se me perdonará esta falta con otras muchas que esta mi obra lleva, que yo holgara que no hubiera de qué pedir perdón. Habiendo salido el gobernador de Guancane, atravesó siete provincias a las mayores jornadas que pudo, sin parar día en alguna de ellas por llegar presto al Río Grande y hacer en aquel verano lo que llevaba trazado para empezar a poblar la tierra y hacer asiento en ella, de cuya causa no quedaron en la memoria los nombres de las provincias, más de que las cuatro de ellas eran de tierra fértil, donde los nuestros hallaron mucha comida. Tenían grande arboleda, con ríos no grandes y arroyos pequeños que por ellas corrían. Y las otras tres eran mal pobladas, de poca gente y tierra no tan fértil ni tan apacible como las otras, aunque se sospechaba que las guías, por ser de la misma tierra, los hubiesen llevado por lo peor de ella. Los naturales de estas siete provincias, unos salieron a recibir al gobernador de paz y otros de guerra, mas con los unos ni los otros no sucedió cosa de momento que poder contar sino que con los que se daban por amigos se procuraba conservar la paz y con los enemigos excusar la guerra y pelea, porque con todo cuidado andaban ya los nuestros huyendo de ella. Así pasaron las siete provincias, que por lo menos debían de tener ciento y veinte leguas de travesía. Al fin de este apresurado camino llegaron a los términos de una gran provincia que había nombre Anilco. Y caminaron por ella treinta leguas hasta el pueblo principal, que tenía el mismo nombre, el cual estaba asentado a la ribera de un río mayor que nuestro Guadalquivir. Tenía cuatrocientas casas grandes y buenas, con una hermosa plaza en medio de ellas; las casas del curaca estaban en un cerro alto, hecho a mano, que señoreaba todo el pueblo. El cacique, que también se llamaba Anilco, estaba puesto en arma y tenía delante del pueblo, al encuentro de los nuestros, un escuadrón de mil y quinientos hombres de guerra, toda gente escogida. Los españoles, viendo el apercibimiento de los indios, hicieron alto para esperar que llegasen los últimos y ponerse todos en orden para pelear con ellos. Entretanto que los españoles se detuvieron, pusieron en cobro los indios, las mujeres, hijos y hacienda que en sus casas tenían, unos pasándola en balsas y canoas de la otra parte del río, otros metiéndola por los montes y malezas que en la ribera del mismo río había. Los castellanos, habiéndose puesto en escuadrón, caminaron hacia el de los indios, mas ellos no osaron esperar, y, sin tirar flecha, se retiraron al pueblo y de allí al río, y, unos en canoas y otros en balsas y otros a nado, pasaron casi todos de la otra parte, que la intención de ellos no había sido pelear con los españoles sino entretenerlos que no entrasen tan presto en el pueblo, para tener lugar de poner en cobro lo que en él había. Los nuestros, viendo huir los indios, arremetieron con ellos y al embarcar prendieron algunos, y en el pueblo hallaron muchas mujeres de todas edades, y niños y muchachos que no habían podido huir. El gobernador envió luego recaudos a toda prisa al cacique Anilco ofreciéndole paz y amistad y pidiéndole la suya, y también se los había enviado antes de entrar en el pueblo, mas el curaca estuvo tan extraño que no quiso responder a los primeros, ni respondió a los segundos, ni hablaba palabra a los mensajeros, sino que, como mudo, les hacía señas con la mano que se fuesen de su presencia. Los españoles se alojaron en el pueblo, donde estuvieron cuatro días procurando canoas y haciendo grandes balsas y, cuando tuvieron recaudo de ellas, pasaron el río sin contradicción de los enemigos. Y caminaron cuatro jornadas por unos despoblados de grandes montañas y, al fin de ellas, entraron en otra provincia, llamada Guachoya. Lo que en ella sucedió, que fueron cosas de notar, contaremos, con el favor divino, en el capítulo siguiente.
contexto
CAPÍTULO III Los españoles matan a la guía. Cuéntase un hecho particular de un indio El gobernador Luis de Moscoso mandó llamar ante sí al indio que le había guiado y por sus intérpretes le preguntó cómo no los sacaba de aquel despoblado al fin de ocho días que había que andaban perdidos por él, pues a la salida de su pueblo se había ofrecido pasarlo en cuatro días y salir a tierra poblada. El indio no respondió a propósito, antes dijo impertinencias que le parecía le disculpaban del cargo que le hacían, de lo cual, enojado el gobernador, y de ver su ejército en tanta necesidad por malicia del indio, mandó lo atasen a un árbol y le echasen los alanos que llevaban, y uno de ellos lo zamarreó malamente. El indio, viéndose lastimar, y con el miedo que cobró de que lo habían de matar, pidió le quitasen el perro, que él diría la verdad de todo lo que en aquel caso pasaba y, habiéndoselo quitado, dijo: "Señores, mi curaca y señor natural me mandó a vuestra partida hiciese lo que he hecho con vosotros, porque me abrió su pecho diciendo que porque él no tenía fuerza para degollaros todos en una batalla, como lo quisiera, había determinado mataros con astucia y maña metiéndoos en estos montes y desiertos bravos, donde pereciésedes de hambre, y que, para poner en obra este su deseo, me elegía a mí como a uno de sus más fieles criados para que os descaminase por donde nunca acertásedes a salir a poblado, y que, si yo saliese con la empresa, me haría grandes mercedes, y donde no, me mataría cruelmente. Yo, como siervo, hice lo que mi señor me mandó, como creo que lo hiciera cualquiera de vosotros si el vuestro os lo mandara. Fui forzado a lo hacer por el respeto y obediencia del superior, y no por voluntad y ánimo que yo haya tenido de mataros, que cierto no lo he deseado ni lo deseo porque no me habéis hecho por qué. Y, bien mirado, vosotros tenéis la mayor parte de esta culpa que me ponéis, porque os habéis dejado traer así con tanto descuido de vosotros mismos, que no habéis sido para hablarme una palabra acerca del camino, que, si el primer día que se perdió me preguntárades algo de lo que ahora me pedís, os hubiera dicho todo esto y con tiempo se hubiera remediado el mal presente. Y aún ahora no es tarde, que, si me queréis otorgar la vida (pues para lo pasado fui mandado y no pude hacer otra cosa), yo enmendaré el yerro que todos hemos hecho, que yo me ofrezco a sacaros de este desierto y poneros en tierra poblada antes que pasen los tres días venideros, que, caminando siempre hacia el poniente, sin torcer a otra parte, saldremos presto de este despoblado, y, si dentro de este término no os sacare de él, matadme entonces, que yo me ofrezco al castigo." El general Luis de Moscoso y sus capitanes se indignaron tanto de saber la mala intención del curaca y el engaño que el indio les había hecho que ni admitieron sus buenas razones para que le disculparan de su delito ni quisieron concederle sus ruegos para otorgarle la vida, ni aceptar sus promesas para fiarse en ellas; antes, diciendo todos a una "quien tan malo nos ha sido hasta aquí peor nos será de aquí adelante", mandaron soltar los perros, los cuales, con la mucha hambre que tenían, en breve espacio lo despedazaron y se lo comieron. Esta fue la venganza que nuestros castellanos tomaron del pobre indio que les había descaminado, como si ella fuera de alguna satisfacción para el trabajo pasado o remedio para el mal presente, y después de haberla hecho, vieron que no quedaban vengados, sino peor librados que antes estaban, porque totalmente les faltó quien los guiase, por haber dado licencia para que se volviesen a sus tierras los demás indios que habían traído el maíz luego que se les acabó la comida, y así se hallaron del todo perdidos. Puestos en esta necesidad los españoles, confusos y arrepentidos de haber muerto al indio, el cual, si lo dejaran vivo, pudiera ser que, como lo había prometido, los sacara a poblado, viendo que no tenían otro remedio, tomaron el mismo que el indio les había dicho, dándole crédito después de muerto a lo que no le habían querido creer en vida, que era que caminasen hacia el poniente sin torcer a una mano ni a otra. Así lo hicieron y caminaron tres días con grandísima hambre y necesidad, porque en los otros tres pasados no habían comido sino hierbas y raíces. Valioles mucho en este trabajo ser los montes de aquel despoblado claros, y no cerrados como los hay en otras partes de Indias, que son como un muro, que, si lo fueran, perecieran de hambre antes de salir de ellos. Con estas dificultades siguieron su camino, siempre al poniente, y, al fin de los tres días, desde lo alto de unos cerros por donde iban descubrieron tierras pobladas, de que recibieron el contento que se puede imaginar, aunque llegando a ellas hallaron que los indios se habían ido al monte y que las tierras eran flacas y estériles, con pueblos no como los pasados, sino de casas derramadas por el campo de cuatro en cuatro y de cinco en cinco, mal hechas y peor aliñadas, que más parecían chozas de meloneros que casas de morada, mas con todo eso mataron su hambre con mucha carne fresca de vaca, que en ellas hallaron, y pellejos de poco tiempo quitados, aunque nunca hallaron vacas en pie, ni los indios quisieron decir jamás de dónde las traían. El segundo día que caminaron por aquella provincia estéril y mal poblada, la cual los nuestros llamaron de los Vaqueros por la carne y pellejos de vacas que en ella hallaron, quiso un indio mostrar su ánimo y valentía con un hecho extraño, que hizo de loco, y fue que, habiendo caminado los españoles la jornada de aquel día, se alojaron en un llano y, estando todos sosegados, vieron salir de un monte, que estaba no lejos del real, un indio solo, y venir hacia ellos con un hermoso plumaje en la cabeza y su arco en la mano y el carcaj de las flechas a las espaldas, que declinaba algún tanto sobre el hombre derecho, como todos ellos lo traen siempre. Los castellanos, que estaban por donde el indio acertó a salir del monte, viéndole venir solo y tan pacífico, no se alborotaron, antes, entendiendo que traía algún recaudo del cacique para el gobernador, le dejaron llegar. El cual, viéndose a menos de cincuenta pasos de una rueda de españoles, que en pie estaban hablando, puso con toda presteza y gallardía una flecha en el arco y, apuntando a los de la rueda que le estaban mirando, la soltó con grandísima pujanza. Los cristianos, viendo que les tiraba, se apartaron aprisa a una mano y a otra, y algunos se dejaron caer en el suelo, y así se libraron del tiro, mas la flecha pasó adelante y dio en cinco o seis indias que debajo de un árbol estaban aderezando de comer para sus amos, y a una de ellas dio por las espaldas, y la pasó de claro, y a otra que estaba de frente dio por los pechos, y también la pasó, aunque quedó la flecha en ella, y las indias cayeron luego muertas. Habiendo hecho este bravo tiro, volvió el indio huyendo al monte, y corría con tanta velocidad y ligereza que bien mostraba haberse fiado en ella para venir a hacer lo que hizo. Los españoles tocaron arma y dieron grita al indio, ya que no podían seguirle. El capitán Baltasar de Gallegos, que acertó a hallarse a caballo, acudió al arma, y, viendo ir huyendo al indio y oyendo que los españoles decían "muera, muera", sospechó lo que podía haber hecho y corrió en pos de él y cerca de la guarida lo alcanzó y mató, que no gozó el triste de su valentía temeraria, como son todas las más que en la guerra se hacen.