CAPÍTULO III Entonces existieron también sus esposas y fueron hechas sus mujeres. Dios mismo las hizo cuidadosamente. Y así, durante el sueño, llegaron, verdaderamente hermosas, sus mujeres, al lado de Balam-Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam. Allí estaban sus mujeres, cuando despertaron, y al instante se llenaron de alegría sus corazones a causa de sus esposas. He aquí los nombres de sus mujeres: Cahá Paluna, era el nombre de la mujer de Balam Quitzé; Chomihá se llamaba la mujer de Balam Acab; Tzununihá, la mujer de Mahucutah; y Caquixahá era el nombre de la mujer de Iqui Balam. Éstos son los nombres de sus mujeres, las cuales eran Señoras principales. Ellos engendraron a los hombres, a las tribus pequeñas y a las tribus grandes, y fueron el origen de nosotros, la gente del Quiché. Muchos eran los sacerdotes y sacrificadores; no eran solamente cuatro, pero estos cuatro fueron los progenitores de nosotros la gente del Quiché. Diferentes eran los nombres de cada uno cuando se multiplicaron allá en el Oriente, y muchos eran los nombres de la gente: Tepeu, Olomán, Cohah, Quenech, Ahau, que así se llamaban estos hombres allá en el Oriente, donde se multiplicaron. Se conoce también el principio de los de Tamub y los de Ilocab, que vinieron juntos de allá del Oriente. Balam Quitzé era el abuelo y el padre de las nueve casas grandes de los Cavec; Balam Acab era el abuelo y padre de las nueve casas grandes de los Nihaib; Cahucutah, el abuelo y padre de las cuatro casas grandes de Ahau Quiché. Tres grupos de familias existieron; pero no olvidaron el nombre de su abuelo y padre, los que se propagaron y multiplicaron allá en el Oriente. Vinieron también los Tamub y los Ilocab, y trece ramas de pueblos, los trece de Tecpán, y los Rabinales, los Cakchiqueles, los de Tziquinahá, y los Zacahá y los Lamaq, Cumatz, Tuhalhá, Uchabahá, los de Chumilahá, los de Quibahá, los de Batenabá, Acul Vinac, Balamihá, los Canchaheles y Balam-Colob. Éstas son solamente las tribus principales, las ramas del pueblo, que nosotros mencionamos; sólo de las principales hablaremos. Muchas otras salieron de cada grupo del pueblo, pero no escribiremos sus nombres. Ellas también se multiplicaron allá en el Oriente. Muchos hombres fueron hechos y en la oscuridad se multiplicaron. No había nacido el sol ni la luz cuando se multiplicaron. Juntos vivían todos, en gran número existían y andaban allá en el Oriente. Sin embargo, no sustentaban ni mantenían a su Dios; solamente alzaban las caras al cielo y no sabían qué habían venido a hacer tan lejos. Allí estuvieron entonces en gran número los hombres negros y los hombres blancos, hombres de muchas clases, hombres de muchas lenguas, que causaba admiración oírlas. Hay generaciones en el mundo, hay gentes montaraces, a las que no se les ve la cara; no tienen casas, sólo andan por los montes pequeños y grandes, como locos. Así decían despreciando a la gente del monte. Así decían allá donde veían la salida del sol. Una misma era la lengua de todos. No invocaban la madera ni la piedra, y se acordaban de la palabra del Creador y Formador, del Corazón del Cielo, del Corazón de la Tierra. Así hablaban y esperaban con inquietud la llegada de la aurora. Y elevaban sus ruegos, aquellos adoradores de la palabra de Dios, amantes, obedientes y temerosos, levantando las caras al cielo cuando pedían hijas e hijos -"¡Oh tú, Tzacol, Bitol! ¡Míranos, escúchanos! ¡No nos dejes, no nos desampares, oh Dios, que estás en el cielo y en la tierra, Corazón del Cielo, Corazón de la Tierra! ¡ Danos nuestra descendencia, nuestra sucesión, mientras camine el sol y haya claridad! ¡Que amanezca, que llegue la aurora! ¡Danos muchos buenos caminos, caminos planos! ¡Que los pueblos tengan paz, mucha paz, y sean felices; y danos buena vida y útil existencia! ¡Oh tú, Huracán, Chipi Caculhá, Raxa Caculhá, Chipi Nanauac, Raxa Nanauac, Voc, Hunahpú, Tepeu, Gucumatz, Alom, Qaholom, Ixpiyacoc, Ixmucané, abuela del sol, abuela de la luz! ¡Que amanezca y que llegue la aurora! Así decían mientras veían e invocaban la salida del sol, la llegada de la aurora; y al mismo tiempo que veían la salida del sol, contemplaban el lucero del alba, la gran estrella precursora del sol, que alumbra la bóveda del cielo y la superficie de la tierra, e ilumina los pasos de los hombres creados y formados.
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CAPÍTULO III Entonces celebraron consejo nuevamente todas las tribus. -¿Qué haremos con ellos? En verdad grande es su condición, dijeron cuando se reunieron de nuevo en consejo. -Pues bien, los acecharemos, los mataremos, nos armaremos de arcos y de escudos. ¿No somos acaso numerosos? Que no haya uno, ni dos de entre nosotros que se quede atrás. Así hablaron cuando celebraron consejo. Y armáronse todos los pueblos. Muchos eran los guerreros cuando se reunieron todos los pueblos para darles muerte. Mientras tanto estaban Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam, estaban en el monte Hacavitz, en el cerro de este nombre. Estaban allí para salvar a sus hijos en la montaña. Y no era mucha su gente, no tenían una muchedumbre como la muchedumbre de los pueblos. Era pequeña la cumbre del monte donde tenían asiento y por eso las tribus dispusieron matarlos cuando se reunieron todos, se congregaron y levantaron todos. Así fue, pues, la reunión de todos los pueblos, todos armados de sus arcos y sus escudos. No era posible contar la riqueza de sus armas; era muy hermoso el aspecto de todos los jefes y varones y ciertamente todos cumplían sus órdenes. -Positivamente serán destruidos, y en cuanto a Tohil, será nuestro dios, lo adoraremos, si lo hacemos prisionero, dijeron entre ellos. Pero Tohil lo sabia todo y lo sabían también Quité, BalamAcab y Mahucutah. Ellos oían todo lo que proyectaban, porque no dormían, ni descansaban desde que se armaron de sus armas todos los guerreros. En seguida se levantaron todos los guerreros y se pusieron en camino con la intención de introducirse por la noche. Pero no llegaron, sino que estuvieron en vela en el camino todos los guerreros y luego fueron derrotados por Balam Quitzé, Balam Acab y Mahucutah. Quedáronse todos en vela en el camino y nada sintieron hasta que acabaron por dormirse. En seguida comenzaron a arrancarles las cejas y las barbas; luego les quitaron los adornos de metal del cuello, sus coronas y collares. Y les quitaron el metal del puño de sus picas. Hiciéronlo así para castigarlos y para humillarlos y para darles una muestra del poderío de la gente quiché. En cuanto despertaron quisieron tomar sus coronas y sus varas, pero ya no tenían el metal en el puño ni sus coronas. -¿Quién nos ha despojado? ¿Quién nos ha arrancado las barbas? ¿De dónde han venido a robarnos nuestros metales preciosos?, decían todos los guerreros. ¿Serán esos demonios que se roban a los hombres? Pero no conseguirán infundirnos miedo. Entremos por la fuerza a su ciudad y así volveremos a verle la cara a nuestra plata; esto les haremos, dijeron todas las tribus, y todos ciertamente cumplirían su palabra. Entre tanto estaban tranquilos los corazones de los sacerdotes y sacrificadores en la cumbre de la montaña. Y habiendo consultado Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam, construyeron una muralla en las orillas de su ciudad y la cercaron de tablas y aguijones. Luego hicieron unos muñecos que tomaron forma de hombres, y los pusieron en fila sobre la muralla, los armaron de escudos y de flechas y los adornaron poniéndoles las coronas de metal en la cabeza. Esto les pusieron a aquellos simples muñecos y maniquíes, los adornaron con la plata de las tribus que les habían ido a quitar en el camino y con esto adornaron a los muñecos. Hicieron unos fosos alrededor de la ciudad y en seguida le pidieron consejo á Tohil: -¿Nos matarán? ¿Nos vencerán?, dijeron sus corazones a Tohil. -¡No os aflijáis! Yo estoy aquí. Y esto les pondréis. No tengáis miedo, les dijo a Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam, luego les dieron los zánganos y las avispas. Esto fue lo que les fueron a traer. Y cuando vinieron los pusieron entre cuatro grandes calabazas que colocaron alrededor de la ciudad. Encerraron los zánganos y las avispas dentro de las calabazas, para combatir con ellos a los pueblos. La ciudad estaba vigilada desde lejos, espiada y observada por los agentes de las tribus. -No son numerosos, decían. Pero sólo vieron a los muñecos y los maniquíes que meneaban suavemente sus arcos y sus escudos. Verdaderamente tenían la apariencia de hombres, tenían en verdad aspecto de combatientes cuando los vieron las tribus, y todas las tribus se alegraron porque vieron que no eran muchos. Las tribus eran muy numerosas; no era posible contar la gente, los guerreros y soldados que iban a matar a Balam-Quitzé, Balam Acab y Mahucutah, quienes estaban en el monte Hacavitz, nombre del lugar donde se hallaban. Ahora contaremos cómo fue su llegada.
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CAPÍTULO III De la continua pelea que hubo hasta llegar al pueblo principal de Apalache Pareciendo al gobernador Hernando de Soto que por aquel día se había hecho harto en haber salido de los montes, donde tanta contradicción había tenido, y en haber castigado en parte a los indios, no quiso pasar adelante, sino alojar su ejército en aquel llano, por ser tierra limpia de monte. El real se asentó cerca de un pueblo pequeño, del cual empezaba la poblazón y sementeras de la provincia de Apalache, tan nombrada y famosa en toda aquella tierra. Los indios no quisieron reposar la noche siguiente, ni que los cristianos descansasen de los malos días y noches que después que llegaron a la ciénaga les habían dado, que en toda la noche cesaron de dar grita y vocería y arma y rebatos a todas horas, echando muchas flechas en el real. Con esta inquietud pasaron toda la noche los unos y los otros, sin llegar a las manos. Venido el día, caminaron los españoles por unas grandes sementeras de maíz, frisoles y calabazas y otras legumbres, cuyos sembrados a una mano y a otra del camino se tendían por aquellos llanos a perderse de vista y de travesía tenían dos leguas. Entre las sementeras se derramaba gran poblazón de casas sueltas y apartadas unas de otras, sin orden de pueblo. De las casas y sementeras salían los indios a toda diligencia a flechar los castellanos, obstinados en el deseo y porfía que tenían de los matar o herir. Los cuales, enfadados de tanta pertinacia y enojados del coraje y rencor que les sentían, perdida la paciencia, sin alguna piedad, los alanceaban por los maizales por ver si con el rigor de las armas pudiesen domarlos o escarmentarlos, mas todo era en vano, porque tanto más parecía crecer en los indios el enojo y rabia que contra los cristianos tenían cuanto ellos más deseaban vengarse. Pasadas las dos leguas de los sembrados, llegaron a un arroyo hondo, de mucha agua, y monte espeso que había de la una parte y otra de él. Era un paso bien dificultoso y que los enemigos lo tenían bien reconocido y prevenido para ofender en él a los castellanos. Los cuales, viendo las dificultades y defensas que el paso tenía, se apearon de los caballeros más bien armados y, a espada y rodela, y otros con hachas, ganaron el paso y derribaron las palizadas y barreras que había hechas para que los caballos no pudiesen pasar ni sus dueños ofenderles. Aquí cargaron los indios con grandísimo ímpetu y furor, poniendo su última esperanza de vencer a los cristianos en este mal paso por ser tan dificultoso, donde fue brava la pelea y hubo muchos españoles heridos y algunos muertos, porque los enemigos pelearon temerariamente haciendo como desesperados la última prueba; mas no pudieron salir con su mal deseo, porque los castellanos hubieron la victoria mediante el ánimo y esfuerzo que mostraron y la mucha diligencia que pusieron para que el daño no llegase a ser tan grande como habían temido recibir en paso tan dificultoso. Pasado el arroyo, caminaron los castellanos otras dos leguas de tierra limpia de sembrados y poblazón. En ellas no acudieron los indios porque en campo raso no podían medrar con los caballos. Los cristianos se alojaron en aquel campo, que era limpio de monte, porque los indios, con el temor de los caballos, viéndolos fuera de monte, los dejasen dormir que, según los cuatro días y las tres noches pasadas habían velado y trabajado tenían necesidad de descanso. Mas aquella noche durmieron tan poco como las pasadas, porque los enemigos, fiados en la oscuridad de la noche, aunque en tierra limpia, no cesaron en toda ella de dar arma y rebatos por todas las partes del real, no dejando reposar los castellanos por no perder la opinión y reputación que los de esta provincia de Apalache entre todos sus vecinos y comarcanos habían ganado de ser los más valientes y guerreros. El día siguiente, que fue el quinto después que pasaron la ciénaga, luego que empezó a caminar el ejército, se adelantó el gobernador con doscientos caballeros y cien infantes porque de los indios prisioneros supo que dos leguas de allí estaba el pueblo de Apalache y su cacique dentro con gran número de indios valentísimos esperando los castellanos para los matar y descuartizar a todos. Palabras son las mismas que los prisioneros dijeron al gobernador, que, aunque presos y en poder de sus enemigos, no perdían la bravosidad y presunción de ser naturales de Apalache. El general y los suyos corrieron las dos leguas alanceando cuantos indios a una mano y a otra del camino topaban. Llegaron al pueblo, hallaron que el curaca y sus indios lo habían desamparado. Los españoles, sabiendo que no iban lejos, los siguieron y corrieron otras dos leguas de la otra parte del pueblo, mas, aunque mataron y prendieron muchos indios, no pudieron alcanzar a Capasi, que así se llamaba el cacique. Este es el primero que hallamos con nombre diferente de su provincia. El adelantado se volvió al pueblo, que era de doscientas y cincuenta casas grandes y buenas, en las cuales halló alojado todo su ejército, y él se aposentó en las del cacique, que estaban a una parte del pueblo y, como casas de señor, se aventajaban a todas las demás. Sin este pueblo principal, por toda su comarca, a media legua, y a una, y a legua y media, y a dos, y a tres, había otros muchos pueblos, los cuales eran de cincuenta y de a sesenta casas, y otros de a ciento, y de a más, y de a menos, sin otra multitud de casas que había derramadas sin orden de pueblo. El sitio de toda la provincia es apacible: la tierra fértil, con mucha abundancia de comida y gran cantidad de pescado, que, para su mantenimiento, los naturales todo el año pescan y guardan preparado. El gobernador y sus capitanes y los ministros de la Hacienda Real, todos quedaron muy contentos de haber visto las buenas partes de aquella tierra y la fertilidad de ella, y, aunque todas las provincias que atrás habían dejado eran buenas, ésta les hacía ventaja, puesto que los naturales eran indómitos y temerariamente belicosos, como se ha visto y adelante veremos en algunos casos notables que, en particular y en general, entre los españoles e indios acaecieron en esta provincia, aunque por excusar prolijidad no los contaremos todos. Por los que se dijeren, se verá bien la ferocidad de estos indios de Apalache.
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Que trata de cómo el gobernador llegó con su armada ala isla de Santa Catalina, que es en el Brasil, y desembarcó allí con su armada Llegado que hobo el gobernador con su armada a la isla de Santa Catalina, mandó desembarcar toda la gente que consigo llevaba, y veintiséis caballos que escaparon de la mar, de los cuarenta y seis que en España embarcó, para que en tierra se reformasen de los trabajos que habían rescebido con la larga navegación, y para tomar lengua e informarse de los indios naturales de aquella tierra, porque por ventura acaso podrían sober del estado en que estaba la gente española que iban a socorrer, que residía en la provincia del Río de la Plata; y dio a entender a los indios cómo iba por mandado de Su Majestad a hacer el socorro, y tomó posesión de ella en nombre y por Su Majestad, y asimismo del puerto que se dice de La Cananea, que está en la costa del Brasil, en 25 grados, poco más o menos. Está este puerto cincuenta leguas de la isla de Santa Catalina; y en todo el tiempo que el gobernador estuvo en la isla, a los indios naturales de ella y de otras partes de la costa del Brasil (vasallos de Su Majestad) les hizo muy buenos tratamientos; de estos indios tuvo aviso cómo catorce leguas de la isla, donde dicen el Biaza, estaban dos frailes franciscos, llamados el uno fray Bernaldo de Armenta, natural de Córdoba, y el otro fray Alonso Lebrón, natural de la Gran Canaria; y dende a pocos días estos frailes se vinieron donde el gobernador y su gente estaban muy escandalizados y atemorizados de los indios de la tierra, que los querían matar, a causa de haberles quemado ciertas casas de indios, y por razón de ellos habían muerto a dos cristianos que en aquella tierra vivían; y bien informado el gobernador del caso, procuró sosegar y pacificar los indios, y recogió los frailes, y puso paz entre ellos, y les encargó a los frailes tuvieron cargo de doctrinar los indios de aquella tierra e isla.
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Del descubrimiento de Campeche Como acordamos de ir a la costa adelante hacia el poniente, descubriendo puntas y bajos y ancones y arrecifes, creyendo que era isla, como nos lo certificaba el piloto Antón de Alaminos, íbamos con gran tiento, de día navegando y de noche al reparo y pairando; y en quince días que fuimos desta manera, vimos desde los navíos un pueblo, y al parecer algo grande, y había cerca de él gran ensenada y bahía; creímos que había río o arroyo donde pudiésemos tomar agua, porque teníamos gran falta della; acabábase la de las pipas y vasijas que traíamos, que no venían bien reparadas; que, como nuestra armada era de hombres pobres, no teníamos dinero cuanto convenía para comprar buenas pipas; faltó el agua y hubimos de saltar en tierra junto al pueblo, y fue un domingo de Lázaro, y a esta causa le pusimos este nombre, aunque supimos que por otro nombre propio de indios se dice Campeche; pues para salir todos de una barcada, acordamos de ir en el navío más chico y en los tres bateles, bien apercibidos de nuestras armas, no nos acaeciese como en la Punta de Cotoche. Y porque en aquellos ancones y bahías mengua mucho la mar, y por esta causa dejamos los navíos ancleados más de una legua de tierra, y fuimos a desembarcar cerca del pueblo, que estaba allí un buen pozo de buena agua, donde los naturales de aquella población bebían y se servían de él, porque en aquellas tierras, según hemos visto, no hay ríos; y sacamos las pipas para las henchir de agua y volvernos a los navíos. Ya que estaban llenas y nos queríamos embarcar, vinieron del pueblo obra de cincuenta indios con buenas mantas de algodón, y de paz, y a lo que parecía debían ser caciques, y nos decían por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua e irnos luego a los navíos, y señalaron con la mano que si veníamos de hacia donde sale el sol, y decían "Castilan, Castilan", y no mirábamos bien en la plática de "Castilan, Castilan". Y después de estas pláticas que dicho tengo, nos dijeron por señas que fuésemos con ellos a su pueblo, y estuvimos tomando consejo si iríamos. Acordamos con buen concierto de ir muy sobre aviso, y lleváronnos a unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y estaban muy bien labradas de cal y canto, y tenían figurados en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras y otras pinturas de ídolos, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre muy fresca; y a otra parte de los ídolos tenían unas señales como a manera de cruces, pintados de otros bultos de indios; de todo lo cual nos admiramos, como cosa nunca vista ni oída. Y, según pareció, en aquella sazón habían sacrificado a sus ídolos ciertos indios para que les diesen victoria contra nosotros, y andaban muchos indios e indias riéndose y al parecer muy de paz, como que nos venían a ver; y como se juntaban tantos, temimos no hubiese alguna zalagarda como la pasada de Cotoche; y estando desta manera vinieron otros muchos indios, que traían muy ruines mantas, cargados de carrizos secos, y los pusieron en un llano, y tras estos vinieron dos escuadrones de indios flecheros con lanzas y rodelas, y hondas y piedras, y con sus armas de algodón, y puestos en concierto en cada escuadrón su capitán, los cuales se apartaron en poco trecho de nosotros; y luego en aquel instante salieron de otra casa, que era su adoratorio, diez indios, que traían las ropas de mantas de algodón largas y blancas, y los cabellos muy grandes, llenos de sangre y muy revueltos los unos con los otros, que no se les pueden esparcir ni peinar si no se cortan; los cuales eran sacerdotes de los ídolos que en la Nueva España se llaman papas, y así los nombraré de aquí adelante; y aquellos papas nos trajeron zahumerios, como a manera de resina, que entre ellos llaman copal, y con braseros de barro llenos de lumbre nos comenzaron a zahumar, y por señas nos dicen que nos vayamos de sus tierras antes que aquella leña que tienen llegada se ponga fuego y se acabe de arder, si no que nos darán guerra y nos matarán. Y luego mandaron poner fuego a los carrizos y comenzó de arder, y se fueron los papas callando sin más nos hablar, y los que estaban apercibidos en los escuadrones empezaron a silbar y a tañer sus bocinas y atabalejos. Y desque los vimos de aquel arte y muy bravosos, y de lo de la punta de Cotoche aun no teníamos sanas las heridas, y se habían muerto dos soldados, que echamos al mar, y vimos grandes escuadrones de indios sobre nosotros, tuvimos temor, y acordamos con buen concierto de irnos a la costa; y así, comenzamos a caminar por la playa adelante hasta llegar enfrente de un peñol que está en la mar, y los bateles y el navío pequeño fueron por la costa tierra a tierra con las pipas de agua y no nos osamos embarcar junto al pueblo donde nos habíamos desembarcado, por el gran número de indios que ya se habían juntado, porque tuvimos por cierto que al embarcar nos darían guerra. Pues ya metida nuestra agua en los navíos, y embarcados en una bahía como portezuelo que allí estaba, comenzamos a navegar seis días con sus noches con buen tiempo, y volvió un norte, que es travesía en aquella costa, el cual duró cuatro días con sus noches, que estuvimos para dar al través: tan recio temporal hacía, que nos hizo anclar la costa por no ir al través; que se nos quebraron dos cables, e iba garrando a tierra el navío. ¡Oh en qué trabajo nos vimos! Que si se quebrara el cable, íbamos a la costa perdidos, y quiso Dios que se ayudaron con otras maromas viejas y guindaletas. Pues ya reposado el tiempo seguimos nuestra costa adelante, llegándonos a tierra cuanto podíamos para tornar a tomar agua, que (como ya he dicho) las pipas que traíamos vinieron muy abiertas; y asimismo no había regla en ello, como íbamos costeando, creíamos que doquiera que saltásemos en tierra la tomaríamos de jagüeyes y pozos que cavaríamos. Pues yendo nuestra derrota adelante vimos desde los navíos un pueblo, y antes de obra de una legua de él se hacía una ensenada, que parecía que habría río o arroyo: acordamos de surgir junto a él; y como en aquella costa (como otras veces he dicho) mengua mucho la mar y quedan en seco los navíos, por temor dello surgimos más de una legua de tierra; en el navío menor y en todos los bateles, fue acordado que saltásemos en aquella ensenada, sacando nuestras vasijas con muy buen concierto, y armas y ballestas y escopetas. Salimos en tierra poco más de mediodía, y habría una legua desde el pueblo hasta donde desembarcamos, y estaban unos pozos y maizales, y caserías de cal y canto. Llámase este pueblo Potonchan, y henchimos nuestras pipas de agua; mas no las pudimos llevar ni meter en los bateles, con la mucha gente de guerra que cargó sobre nosotros; y quedarse ha aquí, y adelante diré las guerras que nos dieron.
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Capítulo III De cómo salió el capitán Francisco Pizarro al descubrimiento de la mar del Sur y por qué se llamó el Perú aquel reino Habiéndose embarcado Francisco Pizarro con los cristianos españoles que con él fueron, salió del puerto de la ciudad de Panamá mediando el mes de noviembre del año del Señor de mil y quinientos y veinte y tres, quedando en la ciudad Diego de Almagro para procurar gente, y lo más para la conquista necesario para enviar socorro a su compañero. Como Pizarro salió en su navío de Panamá, anduvieron hasta llegar a las islas de las Perlas, donde tomaron puerto y se proveyeron de agua y leña y de hierba para los caballos, de donde anduvieron hasta el puerto que llaman de Piñas, por las muchas que junto a él se crían, y saltaron los españoles todos en tierra con su capitán, que no quedó en la nave más que los marineros; determinaron de entrar la tierra adentro en busca de mantenimiento para fornecer el navío, creyendo que lo hallaría en la tierra de un cacique a quien llaman Beruquete o Peruquete; y anduvieron por un río arriba tres días con mucho trabajo, por que caminaban por montañas espantosas, que era la tierra por donde el río corría tan espesa que con trabajo podían andar; y llegando al pie de una muy grande sierra la subieron, yendo ya muy descaecidos del trabajo pasado y de lo poco que tenían de comer y para dormir en el suelo mojado entre los montes, llevando con todo esto sus espadas, y rodelas en os hombros con las mochilas y tan fatigados llegaron, que de puro cansancio y quebrantamiento murió un cristiano llamado Morales; los indios que moraban entre aquellas montañas entendieron la venida de los españoles, y por la nueva que ya tenían de que eran muy crueles, no quisieron aguardarlos antes desamparando sus casas hechas de madera y paja o hojas de palma, se metieron entre la espesura de la montaña donde estaban seguros. Los españoles habían llegado a unas pequeñas casas que decían ser del cacique Peruquete, donde no hallaron otra cosa que algún maíz y de las raíces que ellos comen. Dicen los antiguos españoles que el reino del Perú se llamó así por este pueblo, o señorete llamado Peruquete, y no por el río, porque no lo hay que tengan tal nombre. Los cristianos, como no pudieron ver indio ninguno ni hallaron bastimentos, ni nada de lo que pensaron, estaban muy tristes y espantados de ver tan mala tierra. Parecíales que el infierno no podía ser peor; mas encomendándose a Dios con mucha paciencia, el capitán y ellos dieron la vuelta por donde habían venido adonde dejaron el navío, y llegaron a la mar bien cansados y llenos de Iodos, y los más, descalzos con los pies llagados de la aspereza del monte y de las piedras del río. Luego se embarcaron y como mejor pudieron navegaron al poniente, prosiguiendo su descubrimiento, y al cabo de algunos días tomaron tierra en un puerto, que después llamaron "de la hambre", donde se proveyeron de agua y leña. De este puerto salieron y navegaron diez días, y faltábales el mantenimiento, que no daban a cada persona más que dos mazorcas o espigas de maíz para que comiese en todo el día; y también tenían poca agua, porque no llevaban muchas vasijas; y carne no comían, porque ya no la tenían ni ningún otro refrigerio. Iban todos muy tristes y algunos se maldecían por haber salido de Panamá, donde ya no les faltaba de comer. Pizarro muchos trabajos había pasado en su vida y hambres caninas, y esforzaba a sus compañeros, diciéndoles que confiasen en Dios, que él les depararía mantenimiento y buena tierra, y por consejo de todos se volvieron atrás al puerto que habían dejado, que llamaron de la hambre, por la mucha con que en él entraron. Y los españoles con el trabajo pasado estaban muy flacos y amarillos, tanto que era gran lástima para ellos verse los unos a los otros; y la tierra que tenían delante era infernal, porque aun las aves y las bestias huyen de habitar en ella. No se veían sino breñales de espesura y manglares y agua del cielo, y la que siempre había en la tierra. Y el sol con la espesura de los nublados tan ofuscado, que su claridad se pasaban algunos días que no veían sino la muerte; porque para volver a Panamá si lo quisiesen hacer, no tenían mantenimientos si no mataban los caballos. Y como hubiera entre ellos hombres de consejo y que deseaban ver el cabo de la jornada, se determinó que fuesen en el navío a las islas de las Perlas algunos de ellos a buscar mantenimiento; y esto platicado, se puso por efecto, puesto que ni los que habían de ir tenían comida que llevar, ni menos les quedaba a los demás.
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CAPÍTULO III Un amigo antiguo. --Breve relato sobre Yucatán. --Primeros viajes y descubrimiento. --Cristóbal Colón. --Solís y Pinzón. --Viajes de Grijalva. --Expedición de Cortés. --Misión de Montejo, quien recibe una merced del Emperador Carlos V. --Descubrimientos, conquistas y sufrimientos de Montejo y sus compañeros. --Esfuerzos para convertir a los naturales. --Contreras. --Ulteriores particulares con respecto a la conquista de Yucatán Espero que el lector no se habrá olvidado de nuestro antiguo amigo D. Simón Peón, a quien por supuesto consagramos nuestra primera visita. Recibionos él y su madre, D.? Joaquina, con la misma y aun con mayor bondad que en la primera ocasión. Ambos nos ofrecieron cuanto dependía de ellos para proseguir el objeto de nuestra visita, y hasta el último día de nuestra residencia en el país estuvimos continuamente recibiendo el beneficio de su amigable asistencia. En la actualidad, era todas las noches la sala de D.? Joaquina el punto de reunión de los individuos de su numerosa y respetable familia; teníamos la costumbre de visitarla siempre, y creemos fundadamente que siempre fuimos bien recibidos. Entre los primeros buenos oficios que debimos a D. Simón fue uno el de presentarnos al Gobernador del Estado. Este caballero, en virtud de las circunstancias políticas peculiares a Yucatán, ocupaba entonces una elevada e importante posición; pero, antes de introducirle al conocimiento del lector, no será ocioso presentar un relato sobre el país del cual era el primer magistrado. Recordárase que Cristóbal Colón, en sus tres primeros viajes, no llegó nunca al continente de América; pero en su última y desgraciada expedición, "después de sesenta días de un tiempo tempestuoso, sin ver el sol ni las estrellas", descubrió una pequeña isla llamada por los indios Guanajá, que se supone ser la que hoy se denomina en algunos mapas la isla de Bonaca. Cuando desembarcó en esta isla, vio venir del Oeste una gran canoa llena de indios, que parecían más civilizados que cuantos hasta allí habían encontrado los españoles. Respondiendo a las preguntas que sobre oro les hicieron éstos, apuntaron hacia el Oeste y se empeñaron en persuadirles que gobernasen hacia aquel rumbo. "Muy bien habría hecho Colón (dice Mr. Irving) en seguir aquel consejo. Entre uno o dos días habría llegado a Yucatán; y el descubrimiento de México y otros opulentos países de la Nueva España habría sido su necesaria consecuencia. Habría hallado el mar del Sur, y una serie de espléndidos descubrimientos habrían dado nueva gloria a sus canas, en vez de haber ido decayendo en medio de la tristeza, el desprecio y el desengaño". Cuatro años después, es decir, en 1506, Juan Díaz de Solís, en unión de Vicente Núñez Pinzón, uno de los compañeros de Colón en su último viaje, siguieron el mismo derrotero a la isla de Guanajá, y, gobernando desde allí hacia el Oeste, descubrieron la costa oriental de la provincia que hoy se llama Yucatán, navegando a lo largo de ella hasta alguna distancia, sin proseguir no obstante su descubrimiento. El 8 de febrero de 1517, Francisco Hernández de Córdova, hidalgo rico de Cuba, se hizo a la vela desde el puerto de Santiago con tres buques bien cargados de mercancías y 110 soldados, con el objeto de hacer un viaje de descubrimiento. Doblando el cabo llamado hoy de San Antonio y navegando al azar hacia el Oeste, al cabo de veintiún días vieron una tierra que jamás habían visto antes los europeos. El día 4 de marzo, mientras estaba haciendo preparativos para desembarcar, vieron dirigirse a los buques cinco canoas con velas y remos, conteniendo algunas de ellas hasta cincuenta indios; y, habiéndoseles hecho señales de invitación, subieron como treinta a bordo de la Capitana. Al siguiente día volvió el jefe con doce canoas grandes y numerosos indios, e invitó a los españoles a que fuesen a su pueblo, ofreciendo darles víveres y todo cuanto necesitasen. Las palabras que usó entonces fueron Conex Cotoch, lo que en la lengua de los indios actuales significa "Venid a nuestro pueblo". No entendiendo los españoles la significación, y suponiendo que aquello era el nombre de la población denomináronla Punta o Cabo Catoche, cuyo nombre lleva hasta el día. Los españoles aceptaron la invitación; pero, viendo la ribera cubierta de indios, desembarcaron en sus propios bateles conduciendo consigo quince ballestas y diez mosquetes. Después de hacer alto un momento, emprendieron la marcha para el interior, y pasando por un espeso bosque, a una señal dada por el jefe indio, salió de una emboscada un gran cuerpo de indios, arrojaron sobre los españoles una lluvia de flechas, que hirieron a quince a la primera descarga, arremetiendo después con sus lanzas, pero las espadas, ballestas y armas de fuego de los españoles infundieron sobre ellos un terror tal, que huyeron precipitadamente, dejando diecisiete muertos. Los españoles volvieron a sus embarcaciones y continuaron costeando hacia el Oeste. A los quince días descubrieron un gran pueblo con una especie de entrada, que parecía río. Desembarcaron para hacer aguada, y estaban a punto de volver a bordo cuando unos cincuenta indios vestidos con finas mantas de algodón vinieron hacia ellos, invitándoles a pasar a su pueblo. Después de haber vacilado algo, se dirigieron los españoles en su compañía y llegaron a un grupo de casas grandes de piedra, parecidas a las que habían visto en Cabo Catoche, con figuras, serpientes y otros ídolos en las paredes. Éstos eran templos, y cerca de uno de los altares había gotas de sangre fresca, que, según se supo después, era sangre de indios sacrificados para implorar la destrucción de los extranjeros. Al momento aparecieron algunos preparativos hostiles de un carácter formidable, y, temiendo los españoles tener un encuentro con tal muchedumbre, se retiraron a la playa embarcándose después con sus cascos de aguada. Llamábase este sitio Kimpech, y es conocido en el día con el nombre de Campeche. Continuando siempre hacia el Oeste, llegaron enfrente de un pueblo cerca de una legua de la costa, que se llamaba Potonchan o Champotón. Como también se hallaban escasos de agua, desembarcaron en la playa todos juntos y bien armados. Hallaron algunos pozos, llenaron sus cascos, y, cuando iban a reembarcarse en los botes, se lanzó del pueblo una multitud de indios guerreros, armados de arcos, flechas, lanzas, escudos, espadones, hondas y piedras, con las caras pintadas de negro, blanco y encarnado y adornadas las cabezas con plumas. Como iba ya anocheciendo, los españoles no pudieron embarcar sus cascos de agua y se resolvieron a permanecer en la playa. Al amanecer avanzaron por todas direcciones numerosas columnas de guerreros, desplegando sus colores y acometiendo a los extranjeros. La lucha duró más de media hora, muriendo en ella cincuenta españoles; y, viendo Córdova que era imposible hacer retroceder a tanta muchedumbre, formó en columna cerrada el resto de sus fuerzas, y se abrió paso hasta los botes. Siguiéronle los indios picándole la retaguardia y persiguiéndole hasta el mar. Fue tal la confusión con que se arrojaron sobre las pequeñas embarcaciones, que estuvieron a punto de ahogarse; pero, colgándose de los botes, medio nadando y medio vadeando, alcanzaron por fin la embarcación que vino a su auxilio. Cincuenta y siete de sus compañeros perecieron, muriendo cinco más de sus heridas. Sólo escapó ileso un soldado, todo el resto tuvo dos, tres o cuatro heridas, y el capitán Hernández de Córdova recibió doce flechazos. En los antiguos mapas españoles se marca este sitio con el nombre de "Bahía de Mala Pelea". Semejante desastre los determinó a volver a Cuba. Tantos eran los marineros heridos, que no pudieron gobernarse los tres bajeles; y en consecuencia quemaron el más pequeño de ellos, y, dividiendo la tripulación en los dos restantes, se hicieron a la vela. Para colmo de sus desgracias, dejaron olvidados los cascos de agua en la playa y llegaron a tal extremidad con la sed, que sus lenguas y labios se cubrieron de grietas. Sobre la costa de la Florida se procuraron alguna agua, y, cuando se trajo a bordo, un soldado se arrojó desde el buque hasta el bote y, tomando un cántaro bebió tanta, que se quedó muerto. Después de esto se abrió el casco de la Capitana; pero, a fuerza de dar a la bomba, pudieron evitar que se fuese a pique, llevándola a Puerto Carenas, que se llama hoy el puerto de La Habana. Todavía murieron tres soldados más de sus heridas: dispersose el resto, y el capitán Hernández de Córdova falleció diez días después de su arribo. Tal fue el desastrado fin de la primera expedición a Yucatán. En el mismo año de 1517 se puso en planta otra expedición. Equipáronse cuatro embarcaciones, se alistaron doscientos cuarenta voluntarios y nombrose capitán en jefe a Juan de Grijalva, "joven lleno de esperanzas y de buena conducta". El 6 de abril de 1518 salió de Matanzas la nueva expedición para Yucatán. Doblando el cabo de San Antonio, por la fuerza de las corrientes recalaron más abajo del punto a que habían tocado los que le precedieron, y llegaron con esto a descubrir la isla de Cozumel. Dobláronla y siguieron navegando a lo largo de la costa hasta llegar a la vista de la "bahía de Mala Pelea", memorable por la desastrada repulsa de los españoles. Enorgullecidos los indios con su primera victoria, cargaron sobre los extranjeros, aun antes de que desembarcasen, atacándoles sobre el agua misma; pero los españoles hicieron tal matanza sobre sus enemigos, que huyeron éstos despavoridos, dejando abandonado el pueblo. La victoria costó cara sin embargo, pues los españoles tuvieron tres muertos, más de setenta heridos y Juan de Grijalva recibió tres flechazos, uno de los cuales le hizo perder dos dientes. Embarcados otra vez y siguiendo siempre el rumbo del oeste, al cabo de tres días descubrieron la boca de un anchísimo río; y, como se estaba en la persuasión de que Yucatán era una isla, pensaron haber hallado sus límites y llamáronla, por lo mismo, Boca de Términos. En Tabasco escucharon, por primera vez, el famoso nombre de México; y, después de haber avanzado hasta Culua (hoy San Juan de Ulúa), Veracruz y algunos otros puntos más, regresaron a Cuba a echar nuevo pábulo al fuego de las aventuras y descubrimientos. Empezose otra expedición más en grande. Equipáronse diez embarcaciones, y se debe decir en honor de Juan de Grijalva que todos sus antiguos compañeros le deseaban por su jefe; pero por un conjunto de circunstancias hubo de conferirse este empleo a Hernán Cortés, alcalde, a la sazón, de Santiago de Cuba, hombre comparativamente desconocido, pero destinado a distinguirse como el Gran Capitán entre los soldados de aquel tiempo y a crearse un nombre, que casi oscureció el del descubridor de América. Las particularidades de estas expediciones forman parte de la historia de Yucatán; pero presentarlas detalladamente ocuparía una porción demasiado extensa de este libro; y, además, forman los eslabones de la gran cadena de sucesos que llevaron a la conquista de México, con cuya historia esperamos que adornará muy pronto los anales de la literatura el brillante autor de Fernando e Isabella. Entre los principales capitanes de las expediciones de Grijalva y de Cortés se hallaba D. Francisco de Montejo, caballero sevillano. Después de la llegada de Cortés a México, y, cuando estaba prosiguiendo sus conquistas en el interior, ocurriole dos veces enviar a España comisionados y en ambas fue nombrado D. Francisco de Montejo, la primera vez acompañado de otro, y solo la segunda. En esta última ocasión, después de habérsele ratificado sus primeras mercedes y privilegios y recibido un nuevo escudo de armas, en recompensa de los distinguidos servicios que había hecho a la Corona en las expediciones de Grijalva y de Cortés, obtuvo del Rey además un permiso para la pacificación y conquista de las islas (que así se les llamaba) de Yucatán y Cozumel, cuyos países habían quedado enteramente olvidados en medio de las estupendas escenas y brillantes prospectos de la conquista de México. Este permiso o real merced tiene la fecha de 8 de diciembre de 1526, y entre otras varias cosas quedó estipulado: Que el dicho D. Francisco de Montejo tendría poder y licencia para conquistar y poblar las islas de Yucatán y Cozumel: Que emprendería la obra dentro de un año contado desde la fecha del instrumento. Que sería Gobernador y Capitán General vitalicio. Que sería Adelantado durante su vida, y a su muerte pasaría el oficio a sus herederos y sucesores para siempre. Que le darían a él, a sus herederos y sus sucesores para siempre diez leguas cuadradas de tierra, y el cuatro por ciento de todos los aprovechamientos que produjesen las tierras conquistadas y pobladas. Que todos los que le acompañasen en la expedición sólo pagarían en los tres primeros años el diezmo del oro de las minas, en el cuarto año el noveno, y así sucesivamente hasta llegar a pagar el quinto. Que todos los efectos que llevase consigo quedarían libres del derecho de exportación, con tal que no fuesen para traficar o vender. Que a todos los expedicionarios, se darían porciones de tierras, y, después de vivir sobre ellas cuatro años completos, quedarían en libertad de venderlas o de usarlas como suyas. Que también se reducirían a esclavitud a los indios rebeldes, pudiéndose tomar o comprar los que tuviesen los caciques como tales, bajo las reglas que prescribiese el Consejo de Indias. Los diezmos se concedieron para emplearlos en las iglesias, ornamentos y cosas necesarias para el culto divino. La última provisión, que es acaso la más antiliberal, si no difamatoria, fue que ningún abogado o procurador fuese a aquellas tierras del Reino de España ni de ninguna otra parte, para evitar los litigios y controversias que se seguirían de esto. D. Francisco de Montejo, ahora Adelantado, le representa la historia como hombre "de mediana estatura, apacible continente y disposición alegre. Cuando llegó a México sería como de treinta y cinco años, más ducho en los negocios que en la guerra, de genio liberal, gastando más de lo que ganaba", en cuya última calificación para una grande empresa acaso no le faltarán semejantes en estos tiempos. El Adelantado gastó mucho en la compra de armas, municiones, caballos y víveres; y, habiendo vendido una posesión que le producía dos mil ducados de renta, equipó a sus expensas cuatro bajeles y embarcó en ellos cuatrocientos españoles, bajo el convenio de darles parte de los productos de la expedición. En el año de 1527, aunque no se sabe el día ni el mes, salió de Sevilla la expedición; y habiendo tocado en las islas para proveerse de algunas cosas que le hacían falta, se notó como una circunstancia de mal agüero la de que el Adelantado no llevase dos sacerdotes a bordo; lo cual, según una disposición general, debía hacer todo capitán, oficial o vasallo que tuviese licencia de descubrir y poblar las islas o tierra firme pertenecientes al Rey de España. La escuadrilla se detuvo en la isla de Cozumel, en donde, por la falta de intérprete, tuvo el Adelantado grandes dificultades para comunicarse con los indios. Tomando a bordo uno de ellos como guía, hizo rumbo la flotilla al continente y echó el ancla enfrente de la costa. Todos los españoles desembarcaron, y su primera operación fue la de tomar posesión formal del país en nombre del Rey, con las solemnidades acostumbradas en las nuevas conquistas. Gonzalo Nieto enarboló el estandarte real exclamando en alta voz: "¡España! ¡España! ¡Viva España!" Dejando entonces a bordo los marineros necesarios para cuidar de las embarcaciones, desembarcaron los españoles sus armas, caballos y municiones de boca y de guerra, permaneciendo allí algunos pocos días, porque el excesivo calor había hecho enfermarse a varios soldados. Sabían ya los indios que los españoles habían establecido una colonia en la Nueva España, y se determinaron a resistir esta invasión con todas sus fuerzas, pero resolvieron por el momento disimular toda demostración hostil. Como el Adelantado sólo había tocado en las costas, nada conocía del interior del país. Experimentando gran dificultad por falta de intérprete, emprendió su marcha a lo largo de la costa guiado del indio de Cozumel. El paso estaba muy poblado y los españoles procedieron de pueblo en pueblo, hasta que llegaron al de Aconil, sin cometer ninguna violencia sobre los habitantes, ni recibir ofensa alguna de ellos. Como en aquella plaza los indios se manejaban amigablemente al parecer, descuidáronse algo los españoles; y, en una ocasión, un indio que vino a hacerles una visita arrebató su alfanje a un negrillo esclavo, e intentó con él matar al Adelantado. Desenvainó éste su espada para defenderse, pero los españoles se arrojaron sobre el indio y lo dejaron muerto en el puesto. El Adelantado se determinó por fin a marchar desde Aconil hasta la provincia de Choaca, y desde luego comenzó a experimentar todas las inmensas penalidades que estaba condenado a sufrir para subyugar a Yucatán. No había allí caminos; el país era pedregoso y cubierto de espesas selvas. Fatigados con las dificultades de su marcha, con el calor y falta de agua llegaron los españoles a Choaca y encontraron abandonada la población, porque los habitantes se habían dirigido a juntarse con los otros indios que se estaban preparando para la guerra. Ni uno solo apareció a quien pudiese notificarse las intenciones pacíficas del Adelantado, y la noticia de que había sido muerto un indio había llegado antes que los invasores mismos. Avanzando siempre, guiados por el indio de Cozumel, llegaron a un pueblo llamado Aké, en donde se encontraron con una gran muchedumbre de indios, que se habían puesto en emboscada para esperarlos. Estos indios estaban armados de carcajes y flechas, estacas quemadas en la extremidad, lanzas de agudo pedernal y espadones de madera recia. Llevaban caramillos, enormes caracoles para trompetas y conchas de tortuga, que hacían sonar con astas de ciervo. Traían el cuerpo desnudo, a excepción de los lomos, y estaban pintados con tierra de diferentes colores, y adornados de anillos de piedra, que llevaban en las orejas y narices. Quedaron atónitos los españoles al ver tan extrañas figuras y al escuchar el ruido que hacían con las conchas y astas, acompañado de alaridos, que parecían estremecer la tierra. El Adelantado animó a los suyos refiriéndoles su experiencia en la guerra de los indios, y se trabó una sangrienta batalla, que duró todo aquel día. La noche vino a poner término a la carnicería, pero los indios quedaron dueños del terreno. Los españoles tuvieron tiempo de descansar y vendar sus heridos, pero estuvieron en vela toda la noche temiendo ser todos destruidos al día siguiente. Apenas hubo amanecido, cuando la batalla comenzó de nuevo y continuó tercamente hasta el mediodía, en que los indios dieron muestras de retroceder. Animados los españoles de las esperanzas de la victoria, estrecharon a sus enemigos hasta hacerlos huir y ocultarse en los bosques, pero, ignorantes del terreno y fatigados de tan terrible lucha, apenas pudieron hacerse dueños del campo sin pasar de allí. En esta batalla murieron más de mil doscientos indios. A principios del año 1528, determinose otra vez el Adelantado a reconocer el país, haciendo pequeñas marchas, y procurando evitar en lo posible tener un encuentro con los habitantes, cuyo carácter guerrero había ya descubierto. Con esta resolución salió de Aké, dirigiéndose a Chichen-Itzá, en donde a fuerza de bondad y contemplaciones logró reunir algunos indios y fabricar casas de madera y estacas, cubiertas de hojas de palma. Aquí hizo el Adelantado un infeliz y fatal movimiento. Desanimado con no encontrar señales de oro, y habiendo oído de los indios que aquel brillante metal se encontraba en la provincia de Bakhalal, determinose a enviar allí al capitán Dávila con cincuenta soldados de a pie y dieciséis de a caballo; y desde el tiempo de esta separación acumuláronse los peligros y dificultades sobre ambos. Todos sus esfuerzos para conservarse en comunicación fueron inútiles. Después de algunas batallas, peligros y sufrimientos, los que estaban en Chichen-Itzá se encontraron en la miserable alternativa de morir de hambre o a manos de los indios. Una inmensa muchedumbre de éstos se había reunido para destruirlos: los españoles dejaron entonces sus fortificaciones y bajaron a su encuentro: empeñose la más sangrienta batalla que se hubiese conocido en las guerras con los indios. Los españoles hicieron en ellos una gran matanza; pero tuvieron ciento cincuenta muertos y, agobiados de la fatiga, tuvieron que retirarse a sus fortificaciones, casi todos ellos heridos. Por fortuna no les siguieron los indios, pues, destruidos como estaban, habrían perecido miserablemente. A la siguiente noche se escaparon los españoles, pero, por las escasas y poco satisfactorias noticias que de estos sucesos han llegado hasta nosotros, no se sabe exactamente por qué camino llegaron hasta la costa; y no volvemos a oír hablar de estos sino cuando ya estaban en Campeche. No fue mejor la suerte de Dávila. Llegado a la provincia de Bakhalal, envió un mensaje al señor de Chemecal solicitando noticias sobre oro y pidiendo algún suplemento de provisiones; la fiera respuesta del cacique fue que enviaría las gallinas en las lanzas y el maíz en las flechas. Con cuarenta hombres y cinco caballos abandonó Dávila el sitio, se abrió paso hasta la costa y juntose con el Adelantado en Campeche, dos años después de su infortunada separación. Aún no estaban desalentados. Animado Montejo con la llegada de Dávila, determinó hacer otro esfuerzo para penetrar en el país. Con este objeto envió otra vez a Dávila con cincuenta hombres, quedándose en Campeche con sólo cuarenta soldados de a pie y diez de a caballo. Tan pronto como los indios descubrieron su pequeña fuerza cercaron su campo con una inmensa muchedumbre. Al escuchar el tumulto, salió el Adelantado a caballo y, dirigiéndose hacia un grupo reunido en una pequeña colina les dirigió la palabra procurando pacificarlos; pero, siguiendo los indios la dirección de su voz y reconociéndole, cayeron sobre él, echaron mano de las riendas de su caballo y quisieron arrancarle su lanza. El Adelantado metió espuelas a su caballo y logró desenredarse por un momento, pero era tal el número de los indios que sujetaron a su caballo por los pies, quitáronle su lanza y se esforzaban en conducirlo vivo con la intención de sacrificarle a sus ídolos, según dijeron después. Blas González era el único soldado que estaba cerca y, viendo el peligro de su caudillo, lanzose sobre un caballo, abriose paso a través de los indios con su lanza y, en unión de otros que acudieron al momento, logró libertar al Adelantado. Éste y el bravo González quedaron gravemente heridos, y el caballo de este último murió de sus heridas. Por este tiempo la fama del descubrimiento del Perú llegó a noticia de aquellos infortunados conquistadores, y, aprovechándose de la oportunidad que les presentaba su cercanía a la costa, muchos de los soldados desertaron. Para continuar la conquista de Yucatán era indispensable reclutar nuevas fuerzas, y con este objeto determinó el Adelantado ir a la Nueva España. Antes de esto, había dirigido informe al Rey sobre sus infortunios, y, en vista de él, envió el Rey su despacho a la Audiencia de México, haciendo presente los servicios del Adelantado, los trabajos y pérdidas que había sufrido, y encargando se le auxiliase en todo lo relativo a la conquista de Yucatán. Con el favor que tenía y sus rentas en la Nueva España logró reunir algunos soldados, y compró buques, armas y otras municiones de guerra para proseguir la conquista. Como desgraciadamente Tabasco pertenecía a su gobierno, y los indios de aquella provincia que habían sido sometidos por Cortés se hallaban ahora en insurrección, el Adelantado consideró oportuno reducirlos primero. Hiciéronse los buques a la vela desde Veracruz, y, deteniéndose en Tabasco con una fracción de sus reclutas, envió los buques y el resto de la fuerza, bajo el mando de su hijo, para continuar la conquista de Yucatán. Pero hallose el Adelantado con que la reducción de los indios de Tabasco era más difícil de lo que esperaba, y, mientras andaba empeñado en ella, los españoles de Campeche, en vez de poder penetrar al interior del país, estaban sufriendo gravísimas dificultades. Los indios suspendieron los suministros de provisiones que hacían, y los españoles, por estar tan escasamente alimentados, casi todos cayeron enfermos. Viéronse obligados a hacer constantes salidas, y fue necesario dejar sueltos los caballos, aun a riesgo de que los matasen. Se vieron reducidos a tan corto número, que apenas quedaron en pie cinco soldados para hacer la guardia y buscar provisiones para los demás. Hallando, pues, imposible permanecer por más tiempo, se resolvieron a abandonar la plaza; y Gonzalo Nieto, que había sido el primero que alzó el pendón real sobre las playas de Yucatán, fue el último en abandonarlas. En el año de 1535 no quedaba ni un solo español en todo el país. Sabido era que el Adelantado no había cumplido con la orden de llevar consigo clérigos; a lo cual atribuyeron algunos devotos de aquel tiempo el mal éxito de sus empresas en Yucatán. El Virrey de México, en uso de las facultades discrecionales que le había conferido un rescripto de la Reina gobernadora, determinó enviar sacerdotes que conquistasen el país, convirtiendo a los naturales al cristianismo. El venerable franciscano Fr. Jacobo de Testera, aunque superior y prelado de la rica provincia de México, celoso, dice el historiador, por la conversión de las almas y deseando reducir a todo el mundo al conocimiento del verdadero Dios, ofreciose espontáneamente para aquella conquista espiritual. Designáronse para compañeros suyos cuatro individuos de la propia orden; y, en unión de algunos mexicanos recién convertidos al cristianismo, el día 18 de marzo arribaron a Champotón, famoso por la mala pelea de los españoles. Los mexicanos avanzaron para dar noticia de su llegada, diciendo que venían de paz, en poco número y desarmados, únicamente con el objeto de salvar las almas y traer a aquel pueblo el conocimiento del verdadero Dios, a quien se le debía culto. Los señores de Champotón recibieron amigablemente a los mensajeros mexicanos, y, satisfechos de que no correrían riesgo alguno, permitieron a los misioneros penetrar en el país. Ajenos de las cosas del mundo, dice el historiador, y llevando una vida irreprochable lograron que los indios escuchasen sus prédicas, y dentro de pocos días consiguieron el fruto de sus trabajos. "Este fruto (añade el repetido historiador) no fue tan copioso como lo hubiera sido teniendo intérpretes familiarizados con el idioma; pero la divina gracia y el anhelo de los misioneros fueron tan poderosos, que, después de cuarenta días de comunicación, los caciques condujeron voluntariamente todos sus ídolos y los entregaron a los padres para quemar". Y para mejor prueba de su sinceridad, trajeron a sus hijos, que, como dice el obispo Las Casas, amaban más que a la luz de sus ojos, para que fuesen doctrinados y enseñados. Cada día fueron aficionándose más a los padres, construyéronles casas para vivir y un templo para el culto; y aun ocurrió una circunstancia sin ejemplar hasta entonces. Doce o quince señores de grandes territorios y numerosos vasallos, con el consentimiento de su pueblo, reconocieron la soberanía del Rey de Castilla. El obispo Las Casas dice que tenía en su poder el instrumento auténtico de aquel suceso, firmado y atestado por los religiosos. En este tiempo, cuando por tan buenos principios parecía cierta la conversión de todo el reino de Yucatán, ocurrió (para acercarme en lo posible al lenguaje del historiador) el mayor desastre que el diablo, hambriento de las almas, podría haber apetecido. Dieciocho soldados de a caballo y veinte de a pie, fugitivos de la Nueva España, penetraron en el país por algún punto desconocido, trayendo consigo de otras provincias cargas de ídolos. El capitán llamó a un cacique de aquella parte del país por donde habían entrado, y le dijo que tomase los ídolos y los distribuyese por la tierra, vendiendo cada uno por un indio o india que sirviesen de esclavos, añadiendo que si el cacique se resistía a verificarlo así, haría la guerra a todos. El cacique mandó a sus vasallos que tomasen los ídolos y les diesen culto, y que en recompensa pusiesen en su poder indios e indias para entregar a los españoles. Obedecieron los indios por temor y por respeto a las órdenes de su señor: el que tenía dos hijos daba uno, y el que tres, dos. Entonces todo el país desató su indignación contra los religiosos, acusándoles de impostura, al ver que, después de haber entregado sus ídolos para quemar, los españoles habían traído otros para venderles. Los religiosos procuraron apaciguarlos, y buscando a los treinta aventureros les hicieron ver el gravísimo mal que estaban haciendo, requiriéndoles dejasen el país; pero ellos lo rehusaron y pusieron un sello a su malignidad con decir a los indios que habían venido a Yucatán inducidos de los padres mismos. Olvidáronse entonces los indios de toda moderación y determinaron asesinar a los religiosos, de lo cual, teniendo éstos noticia, se escaparon en una noche. Arrepintiéronse, sin embargo, los indios muy pronto, y, recordando la vida inmaculada de los padres, satisfechos de su inocencia, enviaron mensajeros en pos de ellos hasta a cincuenta leguas de distancia, suplicándoles que retrocediesen. Los religiosos, procurando únicamente el bien de aquellas almas, los perdonaron y volvieron; pero, hallando que los españoles no querían dejar el país, que seguían constantemente oprimiendo a los indios, y especialmente que ellos no podían predicar en paz y sin temor continuo, determinaron salir y volver a México. Así quedó Yucatán sin la luz y auxilio de la predicación, y los pobres indios en las tinieblas de la ignorancia. Tal es el relato que de esta misión religiosa hacen los antiguos historiadores españoles; pero el prudente lector de estos tiempos creerá difícilmente que aquellos buenos padres "ignorantes de la lengua y sin intérpretes que entendiesen el idioma" pudiesen en cuarenta días persuadir a los indios a que trajesen los ídolos a sus pies; y menos todavía, que este pueblo guerrero que hizo tan fiera resistencia a Córdova, Grijalva, Cortés y al Adelantado se acobardase en presencia de treinta españoles vagabundos; pero dice el historiador que éstos son secretos de la divina justicia, y que acaso los indios, por la muchedumbre de sus pecados, no merecían en aquel tiempo que se les predicase la palabra divina. Volvamos ahora al Adelantado, a quien dejamos en Tabasco. Crudas guerras con los indios, falta de armas y provisiones y, sobre todo, la deserción causada en sus filas por la fama de las riquezas del Perú le habían reducido a la mayor decadencia. En tal situación, juntósele el capitán Gonzalo Nieto y la pequeña fuerza que se habían visto obligada a evacuar Yucatán, y reanimose algún tanto con la presencia de sus antiguos camaradas. Pero la pacificación de Tabasco era más difícil de lo que se suponía. Por su frecuente trato con los españoles habían perdido enteramente el miedo de los indios. El terreno era fatal para hacer la guerra, principalmente con caballería, a causa de los pantanos se les habían retirado las provisiones; muchos soldados estaban disgustados y otros, por tanta humedad y calor, cayeron enfermos y murieron. Cuando estaban en semejante extremidad, arribó a aquel puerto el capitán Diego de Contreras, sin destino fijo, y dispuesto a entrar en cualquiera de las grandes empresas que atraían, en aquel tiempo, al soldado aventurero. Traía consigo un buque de su propiedad con provisiones y otras cosas necesarias, un hijo suyo y veinte españoles. El Adelantado le hizo presente el gran servicio que podría hacer al Rey, y con promesas de premio le indujo a permanecer. Con este auxilio pudo sostenerse en Tabasco hasta que, habiendo recibido nuevos refuerzos, logró la pacificación de todo aquel país. El Adelantado hizo entonces sus preparativos para volver a Yucatán, eligiendo a Champotón para punto de desembarco. Según dicen algunos historiadores, él no vino en persona a esta expedición, sino que mandó a su hijo; pero lo que parece más cierto es que realmente vino al mando de la armada, y dejando después a su hijo. D. Francisco de Montejo a la cabeza de los soldados regresó a Tabasco para estar más cerca de México, de donde esperaba recibir refuerzos y provisiones para enviar. Desembarcaron los españoles en 1537, y enarbolaron de nuevo el pabellón real en Yucatán. Los indios les permitieron desembarcar sin oposición, pero estuvieron constantemente en acecho para destruirlos. Dentro de pocos días reuniose una gran muchedumbre de ellos, y aproximándose cautelosamente y en silencio a las veredas que llevaban al campo fortificado de los españoles, sorprendieron a uno de los centinelas y le dieron muerte, pero el ruido despertó a los españoles, quienes, sorprendidos menos del ataque que de la hora desusada en que los indios lo habían emprendido, acudieron a las armas. Como desconocían el terreno, todo era confusión en medio de la oscuridad: oían clamores y gritería de indios al oriente, al poniente y al sur. Sin embargo, hicieron grandes esfuerzos, y, viendo los indios que caían los suyos y escuchando los lamentos de sus heridos y moribundos, detuvieron la furia de su ataque, y al fin se retiraron. Los españoles permanecieron en su campo, sin perseguirlos, estando sobre las armas hasta que fue de día; y entonces recogieron y dieron sepultura a sus muertos. Por algunos días estuvieron los indios sin hacer ninguna demostración hostil; pero se mantuvieron alejados y ocultando los víveres todo lo posible. Viéronse con esto muy estrechados los españoles y obligados a mantenerse de la pesca, que hacían en las playas. En cierta ocasión, habiéndose alejado dos españoles de su campo, cayeron en manos de los indios y fueron llevados vivos para ser sacrificados a los ídolos y hacer un banquete de sus cuerpos. Entretanto, los indios se hallaban formando una gran confederación de todos los caciques de la tierra, y se estaba reuniendo en Champotón una inmensa muchedumbre. Tan pronto como se hallaron juntos los confederados, atacaron con un ruido horrible el campo de los españoles, quienes no podían luchar con buen éxito contra semejante multitud. Quedaron fuera de combate muchísimos indios; pero éstos se contentaban con perder mil de los suyos por cada español que muriese. No había esperanza de salvación sino en la fuga, y determináronse a ella los españoles, retirándose a la playa. Persiguiéronles los indios prodigándoles mil injurias; y, entrando en el campo abandonado, cargaron con cuanto los españoles habían dejado allí con la precipitación de su retirada, echáronse encima sus vestidos, y desde la playa les cubrían de baldones e improperios; y apuntándoles con el dedo les llamaban cobardes y preguntaban "¿en dónde está el valor de los españoles?" Escuchando éstos desde sus embarcaciones tales insultos, resolvieron preferir la muerte y la fama a la vida y a la ignominia y, heridos y derrotados como se hallaban, empuñaron de nuevo sus armas y volvieron a la playa. Trabose otra sangrienta batalla; y los indios desanimados, al ver la resolución con que unos hombres vencidos se atrevían a hacerles frente otra vez, se retiraron poco a poco, dejando a sus enemigos dueños del campo. Los españoles contentáronse con recobrar el terreno perdido, sin curarse de lo demás. Desde entonces los indios que se habían reunido en gran muchedumbre, venidos de diferentes lugares, determinaron no dar más batallas, se dispersaron y volvieron a sus casas. Con esto los españoles quedaron más tranquilos. Viendo los indios que no podían arrojarlos del país y que tampoco pensaban dejarlo, contrajeron con ellos una especie de amistad; pero era imposible penetrar en el interior del país. Cada tentativa que hacían al efecto los españoles eran tan mal tratados en ella, que se veían obligados a volver a Champotón, que era en efecto su único refugio. Como este pueblo estaba sobre la costa, que comenzaba ya a ser algo conocida, solían tocar allí algunos buques, con lo cual los pobres españoles remediaban algunas de sus necesidades. De cuando en cuando quedábase con ellos algún nuevo camarada, y no obstante se disminuía constantemente su número, porque muchos abandonaban la expedición viendo la demora y el poco fruto que sacaban de sus trabajos. Hubo vez en que sólo quedasen en Champotón diez y nueve españoles, conservándose aún los nombres de algunos de ellos, que afirman en una declaración judicial que debieron en esta crítica situación haberse libertado de morir a la prudencia y buen manejo de D. Francisco de Montejo, el hijo del Adelantado. Los españoles recibían nuevos refuerzos, y de nuevo volvía a disminuirse el número. La fama de las riquezas del Perú estaba en todas las bocas; y la pobreza de Yucatán era notoria. Allí no había minas, ni nada importante que alentase a otros a juntarse a la expedición, y los mismos que se hallaban en Champotón se hallaban desanimados. Luchando constantemente con peligros y contratiempos, no hacían progreso alguno en la conquista del país; todos los que podían escaparse lo verificaban en canoas o por tierra, según se les presentaba la ocasión. Con el objeto, pues, de conferenciar sobre los medios de mejorar la situación de las cosas, le fue necesario al hijo del Adelantado visitar a su padre en Tabasco; y al efecto partió para aquel punto dejando el mando de la tropa de Champotón a su primo, que también se llamaba D. Francisco. Empeoráronse las cosas con su ausencia. La gente seguía desertándose, y D. Francisco conocía que todo estaba perdido si abandonaban a Champotón, que tan caro les costaba. Consultando pues con los pocos que deseaban perseverar en la empresa, reunió a todos los que eran sospechosos de estar maquinando desertarse, y les dijo que se marchasen de una vez y dejasen a los otros entregados a su suerte. Embarazados los pobres soldados, y llenos de vergüenza al verse confrontados con sus compañeros a quienes intentaban abandonar, determinaron permanecer todavía. Pero el socorro tan ansiosamente esperado no llegaba. Cualquiera expedición que intentaba el hijo del Adelantado era ineficaz para favorecer a los que estaban en Champotón. Hacía tres años que estaban allí sin hacer progresos, ni impresión alguna en el país. Desesperados de esta conquista, e imposibilitados de permanecer en medio del apuro en que se hallaban, todos hablaban abiertamente de desbandarse y marchar a donde la fortuna pudiese llevarles. El capitán hizo cuanto pudo para darles aliento, pero en vano: todos tenían ya listos su equipaje para embarcar, y no se hablaba de otra cosa que de abandonar el país. La persuasión del capitán les indujo a proceder con más cordura, y convinieron en ejecutar su resolución con la menor demora posible, pero enviando antes noticia de sus intenciones al Adelantado, para librarse de cualquiera imputación injuriosa. Juan de Contreras fue enviado con despachos para el Adelantado, e hizo además un cabal relato de la situación desesperada en que se encontraban en Champotón. Tan infaustas nuevas llenaron de ansiedad a Montejo. Todos sus recursos estaban exhaustos: no podía proporcionar los socorros necesarios, y, sin embargo, conocía que, si los españoles llegaban a abandonar a Champotón, sería imposible proseguir la conquista de Yucatán. Sabedor de lo que pasaba, cuando las noticias llegaron ya había colectado algunos españoles para enviar algún auxilio; pero ahora, con empeños y promesas, logró hacer algunos aumentos; y, mientras quedaba todo listo, despachó a Alonso de Rosado, uno de los nuevos reclutas, para dar noticia del socorro que se preparaba. No consta en la historia si el Adelantado vino personalmente a Champotón; pero sí aparece que llegaron algunos buques conduciendo soldados, provisiones, vestidos y armas; y que hacia el fin de 1539 regresó su hijo de la Nueva España con veinte soldados de a caballo. El abatido espíritu de los españoles avivose con esto, y volvieron a conseguir esperanzas de llevar adelante la conquista del país. También a la sazón, pesaroso el Adelantado de sus infortunios y de la desgracia de los que habían sido sus compañeros, dudando de su propia fortuna y confiando en el valor de su hijo D. Francisco, determinó poner en manos de éste la pacificación de Yucatán. Como entonces se hallaba encargado del gobierno de Chiapas, hizo llamar allí a su hijo y por un acto formal sustituyó en él todos los poderes que le había dado el Rey. El acta de sustitución es digna de la cabeza y del corazón del Adelantado. Comienza con intimar a su hijo "que cuidase mucho de que las gentes puestas a su cargo viviesen como verdaderos cristianos, separándose de los vicios y pecados públicos; y que no permitiese hablar mal de Dios, ni de su bendita madre, ni de los santos", y concluye con estas palabras: "porque yo sé que vos sois una persona que sabrá el modo de obrar bien, acatando primero a Dios nuestro Señor, al servicio de su Majestad, al bien de la tierra y al cumplimiento de la justicia". Dentro de un mes después de haber sido llamado D. Francisco por su padre, volvió aquél a Champotón con todas las provisiones necesarias para seguir de su cuenta la conquista de Yucatán. Desde entonces pareció abierta a los españoles la puerta de una fortuna mejor. Inmediatamente determinó D. Francisco dirigirse a Campeche. A corta distancia de Champotón encontrose con una gran columna de indios. Derrotolos, y, resuelto a no hacer ningún movimiento retrógrado, hizo acampar sus tropas en aquel sitio mismo. Mortificados e irritados los indios de su derrota, erigieron desde este punto una serie de fortificaciones, que ocupaban toda la línea de marcha. Los españoles no podían avanzar sin encontrarse con murallas, trincheras y albarradas vigorosamente defendidas; pero las ganaron todas sucesivamente, y fue tal la matanza que hicieron sobre los indios, que alguna vez los cadáveres embarazaban la batalla y se veían los españoles obligados a pasar sobre los muertos, para pelear con los vivos. En un solo día tuvieron tres batallas, en que casi se gastaron con la lucha. Vuelven aquí a faltar los datos históricos, y no consta la manera en que los españoles fueron recibidos en Campeche, pero sábese por otras autoridades que en el año de 1540 fundaron allí una villa con el nombre de San Francisco de Campeche. Permaneciendo en esta plaza hasta terminar los arreglos necesarios, siguiendo D. Francisco las instrucciones de su padre, se determinó a invadir la provincia de Quepech y a fundar una ciudad española en el pueblo indio de Thoo. Persuadido de que toda dilación sería peligrosa, envió por delante a su primo el capitán Francisco de Montejo con cincuenta y siete hombres, quedándose en Campeche para recibir y organizar los soldados, estimulándoles con las nuevas de mejor fortuna que recibía de su padre diariamente. Salió, pues, D. Francisco para Thoo, y todos los relatos están conformes con respecto a la multitud de peligros que encontró en aquella jornada, por la pequeñez de su fuerza, la gran muchedumbre de indios guerreros, las fuertes trincheras y otras defensas que a cada paso les impedían avanzar. Los indios cegaban los pozos y cisternas, y, como no había fuentes ni arroyos, se abrasaban de sed los españoles; así es que sufrieron en su marcha guerra, sed y hambre, porque también les ocultaban las provisiones. Los caminos no eran sino estrechísimas veredas, con espesos bosques de ambos lados, sembrados de cadáveres y de hombres y animales; y lo que sufrieron los españoles, y principalmente por el hambre y por la sed, es superior a toda consideración. Después de llegar a un pueblo llamado Pokboc, plantaron y fortificaron su campo con intención de hacer algo; pero en la noche se levantaron alarmados al percibir que el campamento estaba ardiendo. Acudieron a las armas y, pensando en los indios más que en el fuego, esperaron en silencio descubrir por dónde serían atacados; pero, no escuchando rumor alguno y libres ya de la aprensión de ser asaltados, intentaron apagar las llamas; pero ya era tarde: el campamento y casi todo cuanto encerraba estaba ya destruido. No por eso desmayaron. El capitán dio noticia a su primo de este desastre y continuó su marcha. El año 1540 llegó a Thoo. Dentro de pocos días recibió un refuerzo de cuarenta hombres que, desde Campeche, le envió D. Francisco; y por entonces vinieron algunos indios diciendo: "¿Qué estáis haciendo aquí, "oh españoles"? Vienen contra vosotros más indios que pelos tiene la piel de un venado". Los españoles respondieron que saldrían a su encuentro; y, dejando resguardado el campamento, el capitán D. Francisco marchó inmediatamente hasta un lugar cinco leguas de allí, atacó con vigor a los indios, que al principio se defendieron bravamente, pero al fin fueron derrotados, muertos en gran número y obligados los demás a huir. Entretanto llegó de Campeche el hijo del Adelantado. Unidos ya, comenzaron, sin embargo, a sufrir mucho por la falta de provisiones, en razón de que los indios se las habían retirado; pero en estas circunstancias vino a ellos, cuando menos lo esperaban, un gran cacique del interior, y se sometió voluntariamente, con ciertas particularidades que se dirán después. Movidos de su ejemplo algunos caciques de las cercanías de Thoo, y viendo que después de tantos años de guerra no podían prevalecer contra los españoles, también se sometieron. Animados con la nueva amistad de estos caciques y creyendo que podían contar con su auxilio para terminar la sujeción del país, resolviéronse los españoles a fundar una ciudad en el sitio que ocupaba Thoo, mientras que una tremenda tempestad se preparaba contra ellos. Todos los indios del Oriente estaban reuniéndose; y en el mes de junio, víspera de la fiesta del apóstol San Bernabé, un inmenso cuerpo de ellos, cuyo número, según algunos relatos manuscritos, varía de cuarenta a sesenta mil, cayó furiosamente sobre el pequeño cuerpo de poco más de doscientos hombres que había entonces en Thoo. Al siguiente día fueron atacados los españoles por todas direcciones, y se empeñó la batalla más terrible de cuantas hasta entonces habían trabado con los indios. "El poder divino (dice el piadoso historiador) obra más que el valor humano. ¿Qué eran tan pocos católicos contra tan gran número de infieles?" La batalla duró la mayor parte del día. Murieron en ella muchos indios, pero eran inmediatamente reemplazados, porque su número era como el de las hojas de los árboles. Los arcabuces y ballestas causaron grande estrago, y los soldados de a caballo introducían la destrucción por dondequiera que se movían, cayendo sobre los fugitivos y hallando a los heridos y moribundos. Los montones de cadáveres embarazaban a los españoles en la persecución de los indios, que fueron completamente derrotados, dejando sembrado con sus muertos el terreno hasta larga distancia. Encumbrose más que nunca la fama de los españoles, y los indios ya no volvieron más a empeñar ninguna batalla general. En todo este año se ocuparon los invasores en atraerse y conciliarse a todos los caciques vecinos, y el día 6 de enero de 1542 fundaron con todas las formalidades de la ley la "Muy noble y muy leal ciudad de Mérida" en el sitio mismo que ocupaba el pueblo indio de Thoo. Allí les dejaré, y no pretendo excusarme por haber presentado esta historia. Cuarenta años antes, una errante canoa fue la primera en dar noticia de la existencia de Yucatán, y hacía dieciséis que D. Francisco Montejo recibiera autoridad real para conquistarlo y poblarlo. Durante este tiempo, Cortés había arrojado a Moctezuma de su trono y arrancado Pizarro su cetro a los incas del Perú. En la gloria y brillo de estas conquistas, Yucatán quedó olvidado, y lo está hasta el presente. Los antiguos historiadores hablan de él de paso y muy raras veces. El único libro que trata exclusivamente de este país es el que escribió Cogolludo, y se publicó en el año 1658. Es voluminoso, confuso, mal ordenado y casi puede denominarse historia de los frailes de San Francisco, a cuya orden perteneció el autor. Los sucesos ocurridos desde el real permiso concedido a Montejo los he extractado con gran trabajo de ese libro, único que hace un relato de todos esos sucesos; y, como jamás se ha traducido a nuestro idioma, y apenas es conocido fuera de Yucatán en donde igualmente es raro, debe ser, por lo menos, nuevo al lector.
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CAPÍTULO III Que en los indios hay algún conocimiento de Dios Primeramente, aunque las tinieblas de la infidelidad tienen escurecido el entendimiento de aquellas naciones, pero en muchas cosas no deja la luz de la verdad y razón algún tanto de obrar en ellos; y así comúnmente sienten y confiesan un Supremo Señor y Hacedor de todo, al cual los de Pirú llamaban Viracocha, y le ponían nombre de gran excelencia, como Pachacamac o Pachayachachic, que es creador del cielo y tierra, y Usapu, que es admirable, y otros semejantes. A este hacían adoración, y era el principal que veneraban, mirando al cielo. Y lo mismo se halla en su modo en los de México, y hoy día en los chinos y en otros infieles. Que es muy semejante a lo que refiere el libro de los Actos de los Apóstoles, haber hallado San Pablo en Atenas, donde vio un altar intitulado, Ignoto Deo, al Dios no conocido, de donde tomó el apóstol ocasión de su predicación, diciéndoles: "al que vosotros veneráis sin conocerle, ese es el que yo os predico". Y así al mismo modo los que hoy día predican el Evangelio a los indios, no hallan mucha dificultad en persuadirles que hay un supremo Dios y Señor de todo, y que éste es el Dios de los cristianos, y el verdadero Dios. Aunque es cosa que mucho me ha maravillado que con tener esta noticia que digo, no tuviesen vocablo proprio para nombrar a Dios. Porque si queremos en lengua de indios hallar vocablo que responde a este Dios, como en latín responde Deus y en griego Theos, y en hebreo Él y en arábigo Alá, no se halla en lengua del Cuzco, ni en lengua de México, por donde los que predican o escriben para indios usan el mismo nuestro español, Dios, acomodándose en la pronunciación y declaración a la propriedad de las lenguas índicas, que son muy diversas. De donde se ve cuán corta y flaca noticia tenían de Dios, pues aun nombrarle no saben sino por nuestro vocablo. Pero en efecto, no dejaban de tener alguna, tal cual, y así le hicieron un templo riquísimo en el Pirú, que llamaban el Pachacamac, que era el principal santurario de aquel reino. Y como está dicho, es lo mismo Pachacamac que el Creador, aunque también en este templo ejercitaban sus idolatrías, adorando al demonio y figuras suyas, y también hacían al Viracocha, sacrificios y ofrendas, y tenía el supremo lugar entre los adoratorios que los reyes ingas tuvieron. Y el llamar a los españoles, viracochas, fue de aquí por tenerlos en opinión de hijos del cielo, y como divinos, al modo que los otros atribuyeron deidad a Paulo y a Bernabé, llamando al uno Júpiter, y al otro Mercurio, e intentando de ofrecerles sacrificio como a dioses. Y al mismo tono los otros bárbaros de Melite, que es Malta, viendo que la víbora no hacía mal al Apóstol, le llamaban dios. Pues como sea verdad tan conforme a toda buena razón, haber un soberano Señor y Rey del Cielo, lo cual los gentiles con todas sus idolatrías e infidelidad no negaron, como parece así en la filosofía del Timeo de Platón, y de la Metafísica de Aristóteles, y Asclepio de Trismegisto, como también en las Poesías de Homero y de Vergilio. De aquí es que en asentar y persuadir esta verdad de un Supremo Dios, no padecen mucha dificultad los predicadores evangélicos, por bárbaras y bestiales que sean las naciones a quienes predican. Pero esles dificultosísimo de desarraigar de sus entendimientos, que ninguno otro dios hay ni otra deidad hay sino uno, y que todo lo demás no tiene proprio poder ni proprio ser, ni propria operación, más de lo que les da y comunica aquel supremo y solo Dios y Señor. Y esto es sumamente necesario persuadilles por todas vías, reprobando sus errores en universal, de adorar más de un Dios. Y mucho más en particular de tener por dioses y atribuir deidad y pedir favor a otras cosas que no son dioses, ni pueden nada, más de lo que el verdadero Dios, Señor y Hacedor suyo les concede.
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Capítulo III De la disposición de la Sierra y Andes La otra parte en que está dividido este amplísimo Reino del Perú, y la más ancha y extendida, se llama la Sierra porque, por la mayor parte que se camina, son todos cerros altísimos y valles profundos; y otras veces en los altos desta sierra hay algunas llanadas que, como están descubiertas y desabrigadas y los aires corren sin defensa, son frigidísimas, y en ellas hay continuamente nieve mucha o poca. Estas partes se llaman punas, y no sin particular misterio y providencia divina, como luego diremos. Desde Panamá y Nombre de Dios empieza a correr una cordillera de sierras que no para hasta el estrecho de Magallanes. Destas sierras, que ordinariamente están nevadas poco o mucho, proceden los ríos; y algunos son tan grandes, profundos y anchos que se tienen por los mayores del mundo, como son el río Marañón de Orellana, el de la Magadalena, el de la Plata y otros famosos, los cuales, sin duda, exceden a los mentados de los antiguos y modernos en la India Oriental, como son Ganges y el Indo, y en África, el Nilo, y en Europa, el Danubio y otros célebres, porque ninguno de ellos hay que tenga treinta y cinco leguas de boca como la tiene el de la Plata, el río Marañón, que tiene más de cincuenta leguas de boca y corre hasta la mar mil y quinientas, que quien le ve le juzgara por otro océano. Sin éstos hay otros de menor nombre, que unos van con sus aguas a pagar el tributo al Mar del Sur y otros al del Norte, y acontece en una sierra alta nacer de un mismo lugar en la cumbre dos ríos: uno por un lado y otro por otro; y el uno ir a parar del otro más de mil leguas de distancia, que es cosa notable y maravillosa. Estos ríos en tiempo del estío crecen, y sobrepujan de manera que más parecen mar que hijos de ella, porque entonces en la sierra son las lluvias más continuas y furiosas, y es de saber que en los Llanos, por los meses de mayo, junio, julio y agosto, caen las garuas que refrescan y alegran la tierra, y entonces llaman invierno, y los ríos van con poca o ninguna agua. Pero en la Sierra, desde el mes de abril hasta septiembre, no llueve cosa de consideración, y entonces son los fríos y hielos, y se abrasa y agota la tierra, y a este tiempo llaman verano, porque no llueve, aunque el sol está bien lejano y los días son cortísimos, tanto que por San Juan aún no ha bien aparecido el sol, cuando se esconde. Desde octubre empieza el cielo a arrojar agua de sí, que dura comúnmente hasta todo marzo, y, con mayor furia en el mes de enero y febrero, y entonces son los días grandísimos, al revés de España, y en este tiempo dicen en la Sierra invierno y en los Llanos verano, y procede de que la fuerza del sol eleva mayores vapores de la tierra que convierte en agua. Así son los aguaceros grandes, de manera que, a lo más ordinario, desde medio día para abajo se camina con riesgo de mojarse muy bien; y entonces los ríos crecen sin medida y llevan unas avenidas y raudales furiosísimos, porque de todas partes se les juntan arroyos que bajan de las sierras despeñándose, y los manantiales de agua brotan con mayor fuerza, y así bajan a los Llanos anchos y extendidos. Los pueblos de los indios, en esta sierra, están situados en los lugares más llanos que entre los cerros se hacen, o en las laderas y repechos; de suerte que pocos pueblos hay que estén extendidos, y que en ellos haya disposición para una carrera de caballo. En los valles hondos y calientes hay pueblos de indios yungas, como en los Llanos, y tienen huertas llenas de árboles frutales de las Indias y de Castilla, como son higos, membrillos, manzanas, duraznos y en algunas partes uvas, pero no con la perfección que en los Llanos. Y en estos valles siembran las semillas de ellos, como son camotes, maní, pepinos; pero el principal sustento de los serranos es el maíz que, sembrado en puestos templados, es mejor y de más fuerza que el de los Llanos; y de él los unos y los otros hacen chicha, que beben ordinariamente y las más veces hasta embriagarse, aunque hacen más estima y caudal del vino, como licor tan sabroso, y en sus convites lo dan por regalo. Las papas es otro sustento generalísimo entre ellos. Estas se dan en las punas y tierras frías, y son como las turmas de tierra de España. Destas papas hacen ellos, en las más provincias, el chuño, desta suerte que, cogidas las papas al tiempo de los más recios hielos, que son por San Juan, tiéndenlas y déjanlas al sereno toda la noche; y con aquel frío se endurecen, y después las pisan, y queda hecho el chuño, sabrosísima comida y de gran fuerza y de tal manera, que muchos que las han comido en las indias, vueltos a España, entre los regalos y frutas suaves de ella, se lamentan por el chuño. Cómenlo cocido, y otras veces en los locros, comida ordinaria de las indias; y hacen de ello molido mazmorras. Otras raíces también siembran, que dicen bocas, y las comen crudas y cocidas, y son dulces, y otras veces las secan, y secos se llaman caui. Es comida caliente. Sin estas cosas gozaban y gozan los indios serranos de más abundancia de carne de la tierra y de Castilla, que los yungas de los Llanos, lo cual les procede de los muchos pastos que tienen. Porque en las punas, que dije al principio, crían infinito número de ganados vacunos, ovejuno y de la tierra, que principalmente se reduce a dos suertes; una es de los que llaman carneros huancayo. Estos son a modo de unos potros de cuatro o seis meses, lanudos, pero no tanto como otra suerte que hay, dicha pacos. Estos carneros, mientras menos lana tienen, son mejores para cargas, porque en ellos se miran las circunstancias, que un buen caballo: buenos pies y manos y bajo. Si este ganado no hubiera en el Perú, no sé que fuera dél, porque las más mercaderías y trajines que en todo él se hacen, son con este ganado, porque un carnero de estos lleva dos botijas de vino de arroba cada una, y cuatro cestos grandes de coca y una petaca de un pasajero y, a veces, un almofrex, y mediante ellos se provee toda la sierra de vino que se lleva desde Arequipa, que hay ciento y cincuenta leguas, y desde la Nasca, que hay más de doscientas y veinte, a Potosí que es el centro, donde va a parar. No es ganado que ha menester gastar herraje. Camina cada día dos o tres leguas, y no le han de sacar de su paso porque, sin duda, Dios le ordenó conforme a la flema de los indios, porque, en apurando a estos carneros, vuelven el rostro, y rocían con la saliva y aguasa que llevan en la boca, que es sucia y hedionda, al indio o español que está más cerca. Si se cansa, y se echa, no hay levantarse hasta que le quitan la carga. De estos carneros hacen los indios la carne seca al sol, que comen y llaman charqui y, cuando son corderos, asada y guisada es muy sabrosa, y que se puede comer sin asco; y el charqui de los corderos es más preciado. Otra suerte hay de este ganado llamado pacos. Es menor y no sirve para género ninguno de carga, sino sólo la lana de ellos, porque les crece notablemente, y es blanca y negra pardayoque, que dicen frailesco, y cada vellón tiene a cinco o seis libras de ella, y es tan suave y blanda, que la seda casi no se le iguala. Desta lana se visten en general todos los indios serranos, y la blanca la tiñen con magno, que es finísima grana, y de amarillo, anaranjado, verde y azul, que lo tiñen con unas papas que hay azules, y llaman chapina. Con estas colores hacen sus listas para engalanar y hermosear sus vestidos. También comen la carne de estos pacos, aunque no es tan buena como los corderos de otro género que dijimos. Sin esto, cazan venados que hay muchos en la Sierra, y vicuñas y guanacos, de donde sacan las famosas y celebradas, contra todo género de ponzoña, piedras bezares, las cuales se hallan en el buche de estos animales, muchas o pocas conforme la edad que tienen. Cazan también infinitas perdices, y otros diversos géneros de pájaros que hay en las punas, como son garzas, ánades y patos. Son en tanto número los corrales que hay en las punas, y desiertos de estos ganados, que no admiten cuenta especial en la provincia del Collao, que como son, aunque llanas, frigidísimas, cubren el sol los ganados de la tierra y Castilla que en ella se crían. Así andan todos los indios serranos, o la más parte, hartos y satisfechos, especialmente los que son ricos de ganado; y en esto exceden notablemente a los yungas de los Llanos. El vestido es el mismo en el talle de los yungas, y una manta, que dicen yacolla, cuadrada, una camiseta que les llega a las rodillas, y a veces las hacen de raso, damasco y terciopelo. Su llauto a modo de rodete en la cabeza y sus ojotas, y los cabellos se los dejan crecer haste el parejo de la boca, y sólo lo que dice la frente cortado. Las mujeres los cabellos traen sueltos, y en algunas regiones lo cortan por encima de la frente, casi sobre los ojos, especialmente en los chinchaysuyos, y lo demás caído sobre las espaldas. El vestido ya está dicho. El lenguaje, desde la ciudad del Cuzco para abajo, se habla la lengua quichua, y en el Cuzco con toda la perfección posible; y de allí hacia Lima, hasta Quito, con más rudeza y menos elegancia. Del Cuzco para arriba: Collao, Chuquito, Chuquiapu y Charcas, la lengua aymara, también general y copiosa en vocablos y pulideza. Hay en la Sierra, entre los indios, lugares y naciones más políticas y entendidas unas que otras, y diversas inclinaciones. La nación de los Uros, que residen en la provincia del Collao y por riberas de la laguna famosa de Titicaca, dicha de Chucuito, es gente zafia, bruta y bestial, sin género de policía, inclinada a hurtar. Lo más en que entienden es en pescar en la laguna, y comen los peces crudos y la carne que hurtan, cruda. Solíanse vestir antiguamente de carrizo, tejiéndolo a modo de esteras, y de allí hacían una forma de jubones que se ponían, y comían yerbas crudas y una simiente que allí hay semejante al mijo. La condición, en general, de los indios es triste y melancólica, inclinada al vicio de la lujuria notablemente, y al comer y beber hasta perder el juicio. Son por la mayor parte mentirosos, sin traza algunas veces, y otras, con tanto artificio, que exceden a los más sutiles ingenios de los españoles; flemáticos, ingratos, no reconociendo el bien que los hacen; y así dice un refrán: al indio no le hagas bien si no es por Dios, porque, de otra suerte, es perdido, ni mal, porque es lástima. Son, por lo más ordinario, miserables y, en conclusión, a cualquiera cosa de virtud y trabajo los han de llevar, más por mal y miedo que por bien ni premio. La otra parte en que se divide este reino, es los Andes. Desta tenemos poca noticia, al menos de la tierra adentro. Es tierra montuosa, con los bosques espesísimos e intrincados; llueve en ella de ordinario, y así es humedísima y calidísima, de lo cual procede ser tierra más enferma y sin comparación que los Llanos y costa de la mar. Hay en esta tierra infinitas diferencias de árboles silvestres y muchas palmas, plátanos, cedros y piñas, que producen aquella fruta tan dulce y apetitosa y celebrada en el Perú. Hay mil diferencias de pájaros: hermosísimos papagayos, huacamayas, y otros géneros, pintados de varios colores. Críanse en ella animales bravos como son tigres, leones, onzas y culebras de extraña grandeza. Sobre todo se planta y beneficia en esta tierra el árbol, que lleva aquella hoja tan preciosa de los indios llamada coca, y con cuya contratación y trajín tantos españoles han ido ricos a España a descansar. Esta coca tienen los indios para sus contentos y regalos, y la mascan y comen y, siendo ella de suyo amarga, les parece dulce y sabrosa. Los indios de estas provincias de los Andes son grandes flecheros, y hasta ahora no han recibido el bautismo, y así no pertenecen al gremio de la Iglesia, ni quieren dar la obediencia al Rey Católico ni ministros. Como es tierra pobre de lo que buscan los españoles, que es oro y plata, no entran a conquistarlos. Tiénese por cosa cierta e infalible que, si se atravesasen estas montañas y se caminase hasta doscientas leguas, se hallarían tierras y provincias de bonísimos temples, y llenas de gente vestida rica y aun doméstica. Estos indios andes cada día van disminuyéndose. Tendrá esta tierra del Perú, de que vamos tratando, desde la costa del mar del Sur hasta los Andes (y el río famoso que por ellos va, que algunos tienen por sin duda es el Marañón), de ciento y diez a ciento y veinte leguas. Estos Andes corren de la misma manera que la Sierra: de abajo arriba, por todo el Perú con grandísimas y espesas montañas, como está dicho.
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CAPÍTULO III De la provincia Cofa y de su cacique y de una pieza de artillería que le dejaron en guarda El adelantado tenía costumbre, siempre que había de salir de una provincia e ir a otra, enviar delante mensajeros que avisasen al cacique de su ida. Esto hacía, lo uno por requerirles con la paz y asegurarlos de temor que de ver gente extraña en su tierra podían tener, y lo otro por descubrir en la respuesta que los indios le daban el ánimo bueno o malo que les quedaba y, cuando los indios, por la enemistad que entre ellos había, no osaban ir los de la una provincia a la otra, o cuando había algún despoblado en medio, entonces el mismo gobernador, como hemos visto atrás, hacía el descubrimiento por la mejor orden que le era posible. Guardando, pues, esta costumbre envió mensajeros, antes que saliese de la provincia Achalaque, al curaca de otra provincia llamada Cofa, que confinaba con ésta, haciéndole saber como iba a su tierra a reconocerle por amigo y a tratarle como hermano, que así lo había hecho con todos los demás señores de vasallos que le habían recibido de paz. Sin este recaudo, mandó a los indios que lo llevaban tuviesen cuidado de decir al cacique Cofa el buen tratamiento que los españoles habían hecho a su curaca Achalaque y a todos los naturales de aquella provincia porque los habían recibido de paz y mantenídola siempre. El cacique Cofa y todos sus vasallos mostraron holgar mucho con el mensaje, y así de común consentimiento y con gran fiesta y regocijo, respondieron diciendo que su señoría y todo su ejército fuesen muy enhorabuena a su casa y estado, donde los esperaban con mucho deseo de los ver y conocer para los servir con todas sus fuerzas. Por tanto, le suplicaban se diese prisa a caminar. Con la buena respuesta recibieron contento el general y todos sus soldados, y se dieron más prisa en su camino, y al cuarto día de como habían salido de la provincia de Achalaque llegaron al primer pueblo de la provincia Cofa, donde les esperaba el cacique con toda la demás gente que para muestra de la grandeza de su corte había llamado, y con la plebeya que para el servicio de los españoles había mandado recoger, y, como supiese que los castellanos iban cerca de su pueblo, salió un tercio de legua fuera a recibirlos y besó las manos al gobernador, volviendo a referir las mismas palabras que en su respuesta envió a decir. El gobernador le abrazó, mostrándole mucho amor, y así entraron los españoles en el pueblo, puestos en sus escuadrones los de a pie y los de a caballo. El curaca aposentó al gobernador en su casa y alojó el ejército en el pueblo, señalando él mismo los cuarteles y barrios para tales o tales compañías, acomodándolas todas por su orden, como si fuera el maese de campo, de que los ministros del ejército holgaron mucho, porque se mostraba hombre de guerra. Hecho el alojamiento, se fue el cacique con licencia del gobernador a otro pueblo que estaba como dos tiros de arcabuz del primero. Esta provincia Cofa es fértil y abundante de las comidas que hay en aquella tierra y tiene todas las demás buenas partes de montes y rasos que de las otras tierras hemos dicho para criar y sembrar. Es poblada de mucha y muy buena gente, doméstica y afable, donde el gobernador y los suyos fueron regalados y descansaron en el primer pueblo cinco días, porque el curaca no consintió que se fuesen antes, y el general, por vía de amistad, concedió en ello. No hemos hecho mención hasta ahora de una pieza de artillería que el gobernador llevaba en su ejército, y la causa ha sido no haberse ofrecido en toda la jornada dónde hablar de ella, hasta este lugar. Es así que, habiendo visto el adelantado que no servía sino de carga y pesadumbre, ocupando hombres que cuidasen de ella y acémilas que la llevasen, acordó dejársela al curaca Cofa para que se la guardase y, para que viese lo que le dejaba, mandó asestar la pieza desde la misma casa del cacique a una grande y hermosísima encina que estaba fuera del pueblo, y de dos pelotazos la desbarató toda, de que el curaca y sus indios quedaron admirados. El gobernador les dijo que, en señal y muestra de amor que les tenía y en pago de la buena amistad y hospedaje que le habían hecho, quería dejarles aquella pieza que él estimaba en mucho para que se la guardasen y tuviesen a buen recaudo hasta que él volviese por allí o se la enviase a pedir. El cacique y todos los indios principales que con él estaban tuvieron en mucho la confianza que de ellos se hacía en dejarles en prendas cosa tan señalada y así, habiendo rendido las gracias con las mejores palabras que supieron decir (principalmente por la confianza y después por la pieza), la mandaron guardar a mucho recaudo y puédese creer que hoy la tengan en gran veneración y estima. Habiendo descansado el ejército cinco días, salió de Cofa para ir a otra provincia llamada Cofaqui, la cual era de un hermano del cacique Cofa, más rico y más poderoso que él. El curaca Cofa salió con indios, soldados de guerra y otros de servicio acompañando al gobernador una jornada, y quisiera acompañarle todas las que por su tierra se habían de caminar, mas el general no consintió sino que se volviese a su casa y no pasase adelante. El cacique, vista la voluntad del gobernador, le besó las manos con mucha ternura y sentimiento de apartarse de él y dijo suplicaba a su señoría se acordase del amor y voluntad que le tenía para emplearla en su servicio, que le era muy aficionado servidor. El gobernador se lo agradeció con muy buenas palabras y así se despidieron el uno del otro. El curaca tuvo advertencia de despedirse del maese de campo y de los demás capitanes y ministros de la Hacienda Imperial, a los cuales todos habló como si los hubiera conocido de mucho tiempo atrás; luego que se hubo despedido de los españoles, llamó a sus capitanes y les dijo que con todos los indios de guerra y de servicio que consigo habían traído fuesen sirviendo y regalando al gobernador y a todo su ejército y que se tuviesen por dichosos que los castellanos los hubiesen recibido en su amistad y servicio. Mandó asimismo a un indio principal que se adelantase y avisase a su hermano Cofaqui de la ida de los españoles a su tierra, que le suplicaba los recibiese de paz y sirviese como él lo había hecho, porque lo merecían. Con este recaudo del cacique Cofa envió otro el general al curaca Cofaqui ofreciéndole paz y amistad. Proveídas estas cosas, se volvió el cacique a su casa y el adelantado siguió su descubrimiento, y, al fin de otras seis jornadas que anduvo, salió de la provincia de Cofa, tierra, como hemos dicho, fértil y abundante, poblada de gente dócil y plática más que otra alguna que hasta allí hubiesen visto los españoles.