Del descubrimiento de Yucatán y de un rencuentro de guerra que tuvimos con los naturales En 8 días del mes de febrero del año de 1517 años salirnos de la Habana, y nos hicimos a la vela en el puerto de Jaruco, que así se llama entre los indios, y es la banda del norte, y en doce días doblamos la de San Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama la tierra de los Guanataveis, que son unos indios como salvajes. Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes, ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con grandes riesgos de nuestras personas; porque en aquel instante nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder; y desque abonanzó, yendo por otra navegación, pasado veinte y un días que salimos de la isla de Cuba, vimos tierra, de que nos alegramos mucho, y dimos muchas gracias a Dios por ello; la cual tierra jamás se había descubierto, ni había noticia della hasta entonces; y desde los navíos vimos un gran pueblo, que al parecer estaría de la costa obra de dos leguas, y viendo que era gran población y no habíamos visto en la isla de Cuba pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran-Cairo. Y acordamos que con el un navío de menos porte se acercasen lo que más pudiesen a la costa, a ver que tierra era, y a ver si había fondo para que pudiésemos anclear junto a la costa; y una mañana, que fueron 4 de marzo, vimos venir cinco canoas grandes llenas de indios naturales de aquella población, y venían a remo y vela. Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes, de maderos gruesos y cavadas por de dentro y está hueco, y todas son de un madero macizo, y hay muchas dellas en que caben en pie cuarenta y cincuenta indios. Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las cinco canoas cerca de nuestro navío, con señas de paz que les hicimos, llamándoles con las manos y capeándoles con las capas para que nos viniesen a hablar, porque no teníamos en aquel tiempo lenguas que entendiesen la del Yucatán y mexicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, a los cuales dimos de comer cazabe y tocino, y a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando un buen rato los navíos; y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se quería tornar a embarcar en sus canoas y volver a su pueblo, y que otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra; y venían estos indios vestidos con unas jaquetas de algodón y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman mastates, y tuvimos los por hombres más de razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con sus vergüenzas defuera, excepto las mujeres, que traían hasta que les llegaban a los muslos unas ropas de algodón que llaman naguas. Volvamos a nuestro cuento: que otro día por la mañana volvió el mismo cacique a los navíos, y trajo doce canoas grandes con muchos indios remeros, y dijo por señas al capitán, con muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hubiésemos menester, y que en aquellas doce canoas podíamos saltar en tierra. Y cuando lo estaba diciendo en su lengua, acuérdeme decía: "Con escotoch, con escotoch"; y quiere decir, andad acá a mis casas; y por esta causa pusimos desde entonces por nombre a aquella tierra Punta de Cotoche, y así está en las cartas del marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los soldados los muchos halagos que nos hacía el cacique para que fuésemos a su pueblo, tomó consejo con nosotros, y fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos, y en el navío de los más pequeños y en las doce canoas saliésemos a tierra todos juntos de una vez, porque vimos la costa llena de indios que habían venido de aquella población, y salimos todos en la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez al capitán por señas que fuésemos con él a sus casas; y tantas muestras de paz hacía, que tomando el capitán nuestro parecer para si iríamos o no, acordóse por todos los más soldados que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar y con buen concierto fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas (que así se llamaban, escopetas y espingardas, en aquel tiempo), y comenzamos a caminar por un camino por donde el cacique iba por guía, con otros muchos indios que le acompañaban. E yendo de la manera que he dicho, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces y apellidar el cacique para que saliesen a nosotros escuadrones de gente de guerra, que tenían en celada para nos matar; y a las voces que dio el cacique, los escuadrones vinieron con gran furia, y comenzaron a nos flechar de arte, que a la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados, y traían armas de algodón, y lanzas y rodelas, arcos y flechas, y hondas y mucha piedra, y sus penachos puestos, y luego tras las flechas vinieron a se juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas luego les hicimos huir, como conocieron el buen cortar de nuestras espadas, y de las ballestas y escopetas el daño que les hacían; por manera que quedaron muertos quince dellos. Un poco más adelante, donde nos dieron aquella refriega que dicho tengo, estaba una placeta y tres casas de cal y canto, que eran adoratorios, donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios y otros como de mujeres, altos de cuerpo, y otros de otras malas figuras; de manera que al parecer estaban haciendo sodomías unos bultos de indios con otros; y en las casas tenían unas arquillas hechizas de madera, y en ellas otros ídolos de gestos diabólicos, y unas patenillas de medio oro, y unos pinjantes y tres diademas, y otras piecezuelas a manera de pescados y otras a manera de ánades, de oro bajo. Y después que lo hubimos visto, así el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos porque habíamos descubierto tal tierra, porque en aquel tiempo no era descubierto el Perú, ni aun se descubrió dende ahí a diez y seis años. En aquel instante que estábamos batallando con los indios, como dicho tengo, el clérigo. González que iba con nosotros, y con dos indios de Cuba se cargó de las arquillas y el oro y los ídolos, y lo llevó al navío; y en aquella escaramuza prendimos dos indios, que después se bautizaron y volvieron cristianos, y se llamó el uno Melchor y el otro Julián, y entrambos eran trastabados de los ojos. Y acabado aquel rebato acordamos de nos volver a embarcar, y seguir las costas adelante descubriendo hacia donde se pone el sol; y después de curados los heridos, comenzamos a dar velas.
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Capítulo II De cómo el gobernador Pedrarias nombró por capitán de la mar del Sur a Francisco Pizarro y cómo salió de Panamá al descubrimiento Después de Alonso de Ojeda y Nicusa, vino por gobernador Pedrarias Dávila y estuvo algunos tiempos en la ciudad del Darien, y como se poblase Panamá y el reino de Tierrafirme, siendo primero descubierta la mar del Sur por el adelantado Vasco Núñez de Balboa y por el piloto Pero Miguel, hijo de Juan de la Cosa, según algunos dicen; tratábase sobre descubrir tierras en la dicha mar del Sur. Y como el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, que fue oficial real en el Darien, tenga tan elegante y bien escrito lo de aquellos tiempos, pues se halló presente y lo vio lo más de ello, aunque yo alcancé a tener alguna noticia y pudiera tratar algo de ello, pasaré a lo mucho que tengo que hacer, remitiendo al lector a lo que Oviedo sobre ello escribe donde lo verá bien largo y copioso. Y con tanto digo, que en tiempo que el Darien estuvo poblado, hubo de los españoles que allí se hallaron dos llamados: el uno Francisco Pizarro, que primero fue capitán de Alonso de Ojeda, y Diego de Almagro; y eran personas con quien tuvieron los gobernadores cuenta porque fueron para mucho trabajo y con constancia perseveraron en él. Quedaron por vecinos en la ciudad de Panamá en el repartimiento que hizo de indios el gobernador Pedrarias; estos dos tenían compañía en sus indios y haciendas; y sucedió que Pedrarias envió a la isla Española al capitán Zaera, para que procurase de traer alguna gente y caballos para ir a poblar la provincia de Nicaragua antes que Gil González Dávila lo pudiera hacer, porque supo que lo andaba descubriendo para poblar. Informóme Nicolás de Ribera, vecino de la ciudad de los Reyes, que es de los de aquel tiempo y uno de los trece que descubrieron el Perú, que supo que llegado Zaera a la ciudad de Santo Domingo, contrató con un Juan Basurto para que viniese a Panamá, donde Pedrarias le haría su capitán general para que pudiese ir a la provincia de Nicaragua a poblar y descubrir; y codicioso Basurto de hacer aquella jornada, vino a Tierra Firme; él y Zaera trayendo alguna gente y caballos; y que en el ínter de esto, el gobernador Pedrarias había dado comisión para hacer la jornada dicha al capitán Francisco Hernández; de que Juan Basurto mostró sentimiento, y así lo entendió Pedrarias, y porque no tuviese su venida por perdida, platicó con él, para que, pues ya no podía ir a lo de Nicaragua, por estar Francisco Hernández proveído en el cargo, que fuese a descubrir con algunos navíos por la mar del Sur de que se tenía grandes esperanzas de hallar tierra rica. Dicen que Juan Basurto aceptó el cargo que le daba Pedrarias, y que para hacer la jornada más a su gusto, determinó de volver a Santo Domingo para traer más gente y caballos, porque en aquellos tiempos estaba desproveído el reino de Tierra Firme, y con mucha diligencia se partió para embarcarse en el Nombre de Dios, donde la muerte atajó su pensamiento y le llamó para que fuera a dar cuenta de la jornada de su vida. En Panamá, luego se supo de la muerte de este Basurto y cómo iba a hacer lo que se ha escrito; y estando en la misma ciudad por vecinos, y siendo en ella compañeros Francisco Pizarro y Diego de Almagro, que también lo era con ellos Hernando de Luque, clérigo, trataron, medio de burla, sobre aquella jornada y cuánto había deseado el adelantado Vasco Núñez de Balboa hacerla y descubrir a la parte del sur lo que hubiese. Pizarro dio muestra a sus compañeros tener deseo de aventurar su persona y hacienda en hacer aquella jornada, de que a Almagro plugo mucho, pareciéndole que sin aventurar, nunca los hombres alcanzan lo que quieren; y determinaron de pedir la jornada para el dicho Francisco Pizarro; y así afirman los que esto saben y de ellos son vivos, que fueron a Pedrarias y le pidieron la demanda de aquel descubrimiento; y después de haber tenido sobre ello grandes pláticas, Pedrarias se lo concedió con tanto que se hiciese con él compañía para que tuviese parte en el provecho que se hubiese, y siendo de ello contentos los compañeros, se hizo por todos cuatro la compañía, para que, sacando los gastos que se hiciesen, todo el oro y plata y otros despojos se partiesen entre ellos por iguales partes, sin que uno llevase más que otro; y dio Pedrarias a Francisco Pizarro provisión de su capitán, para que en nombre del emperador hiciese el descubrimiento que de su uso es dicho. Y divulgóse por Panamá de que no poco se reían los más de los vecinos teniéndolos por locos, porque querían gastar sus dineros para ir a descubrir manglares y ceborucos. Mas no por estos dichos dejaron de buscar dineros para proveimientos de la jornada, y mercaron un navío (que estaba en el puerto, que dicen que era uno de los que hizo Vasco Núñez) a un Pedro Gregorio, y llevaron por piloto, a lo que yo supe, que había por nombre Hernán Peñate. Diéronse prisa a aderezar el navío con velas y jarcia, y de lo que más que había menester para el viaje, y procuraron allegar alguna gente de la que había en la tierra y juntaron ochenta españoles, poco más o menos, de los cuales iba por alférez Saucedo y por tesorero Nicolás de Ribera, y por veedor Juan Carvallo; y habiendo puesto a punto lo que convenía meter en el navío, fueron llevados a él cuatro caballos, no más, que se pudieron haber; y la gente se embarcó, y Francisco Pizarro, despidiéndose de Pedrarias y de sus compañeros, hizo lo mismo.
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CAPÍTULO II Providencias para poner casa. --Descripción de una plaza de toros. --Espectadores. --Brutales tormentos infligidos a los toros. --Accidentes serios. --Noble bestia. --Una escena excitante. --Víctimas de la lucha de toros. --Peligros y ferocidad de estas luchas. --Efectos que producen sobre el carácter moral. --Misa mayor. --Procesión solemne. --La alameda. --Calesas. --Un concierto musical y sus arreglos. --Fiesta de Todos Santos. --Costumbre singular. --Un incidente A la mañana siguiente, muy temprano, llegó la carreta con nuestro equipaje; y para evitar el doble trabajo de descargar y cargar dispusimos que permaneciese a la puerta, mientras salíamos en demanda de una casa. No teníamos mucho tiempo disponible, y por consiguiente no podíamos elegir. Pero con el auxilio de D.? Micaela, en media hora, hallamos una casa que correspondía perfectamente a nuestros deseos. Regresamos, pues, y despachamos por delante la carreta, seguía después un indio conduciendo una mesa y sobre ella un aguamanil; después otro llevando tres sillas, perteneciente todo a D.? Micaela; y, por último, íbamos nosotros cerrando la procesión. La casa estaba en la calle del Flamenco, y lo mismo que la mayor parte de las de Mérida era fabricada de piedra, de un solo piso, con un frente de cerca de treinta pies, una sala de la propia extensión sobre una anchura de cerca de veinte. El techo era tal vez de dieciocho pies de elevación, y había en las paredes algunos trozos de madera para colgar las hamacas. Detrás de la sala se extendía un ancho corredor que daba a un patio, a uno de cuyos lados estaba el dormitorio, y más allá el comedor. Los suelos eran de una mezcla tosca. El patio tendría unos treinta pies en cuadro, con paredes elevadas y un pozo en el centro. Después seguía una cocina y un dormitorio para criados, habiendo detrás de todo el edificio un segundo patio de cuarenta pies de extensión con murallas de piedra de quince pies de altura. A fin de que mis compatriotas puedan formarse alguna idea del valor comparativo de las fincas de Mérida y de Nueva York, direles que el alquiler era de cuatro pesos mensuales, lo que en verdad no consideramos excesivo para tres personas. Teníamos nuestras camas de viaje: colocamos la mesa, aguamanil y asientos; y, antes del almuerzo, nuestra casa estaba arreglada y provista. Entretanto la fiesta de San Cristóbal seguía adelante. La misa mayor se había concluido y la próxima ceremonia, en orden, era una corrida de toros, que debía comenzar a las diez de la mañana. La plaza de toros estaba en la de San Cristóbal. El anfiteatro o sitio destinado a los espectadores la ocupaba casi toda: construcción extraña y original, que en su mecanismo podía dejar pasmado a un arquitecto europeo. Era un gigantesco tablado circular, acaso de mil y quinientos pies de circunferencia, capaz de contener de cuatro a cinco mil personas, erigido y asegurado sin emplear un solo clavo, fabricado de madera tosca tal como se extrae de los bosques, atada y sujeta con mimbres. El interior estaba cerrado con enormes postes, cruzados y enlazados entre sí, dejando una abertura para la puerta, y dividido sobre el propio mecanismo en una multitud de palcos. El conjunto formaba una grande obra de rústico enrejado, admirablemente a propósito para aquel clima caluroso, como que facilitaba al aire una circulación libre. La techumbre era una enramada de la hoja de la palma americana; y el edificio entero era simple y curioso a la vez. Los indios se emplean en construir esta clase de obras, que desbaratan tan pronto como se ha terminado una fiesta, convirtiendo después en leña todos los materiales. Cuando llegamos, había ya comenzado la corrida, y la plaza estaba henchida de espectadores. Era obra delicada la de escoger asientos, porque la mitad del tablado estaba directamente expuesta al influjo de los rayos del sol. Sobre las puertas veíamos escrito: "Palco n.? 1. Palco núm. 2, etc.", y cada palco tenía un propietario distinto, que, colocado a la puerta en el extremo superior de una ruda escalerilla de tres o cuatro peldaños, invitaba a voces a los concurrentes. Encargose uno de aquéllos de acomodarnos, y, habiendo pagado dos reales por cabeza, fuimos colocados en los asientos del frente. Había, si es posible, más calor que en la Lotería. En el movimiento y confusión que causamos para pasar a nuestros asientos, se estremeció el gran tablado y pareció vacilar bajo el peso de su viviente carga. Los espectadores eran de todas clases, colores y edades; desde la gente canosa hasta las criaturas dormidas en los brazos de sus madres; y a mi lado estaba una madre de familia con la llave de su casa en la mano, y sus hijillos colocados dentro de las piernas de sus vecinos, o metidos debajo de los bancos. Al pie de los que estaban sentados en la línea del frente había una fila de muchachos y muchachas, que sacaban sus pequeñas cabezas al través del enrejado, dejando colgar alrededor una matizada franja de piernas blancas y negras. Del lado opuesto, y sobre la parte superior del tablado, había una banda de música, cuyo director tenía una brillante máscara negra, remedando tal vez a un africano. Un toro estaba en la plaza, y dos agudos dardos con adornos de papel azul y amarillo pendían de sus costados. Su cuello estaba cubierto de heridas, de donde manaban arroyos de sangre. Los picadores manteníanse lejos con sangrientas lanzas en la mano: un dragón montado era el maestro de ceremonias; y además había allí ocho o diez vaqueros de las haciendas vecinas, vigorosos montadores de a caballo y acostumbrados a manejar el ganado que lleva una vida salvaje en los bosques. Los vaqueros estaban vestidos de camisa y calzones de color de rosa, llevando en la cabeza sombreros de paja recia, adornados de coronas y viradas para arriba las estrechas alas. Las sillas de montar tenían enormes faldas de cuero, que cubrían medio cuerpo del caballo; y cada uno llevaba un lazo o cuerda corrediza en la mano; y en los pies, un par de enormes espuelas de fierro tal vez de seis pulgadas de largo y dos o tres libras de peso; lo cual, contrastando notablemente con la pequeñez de sus caballos, les daba la apariencia del personaje ridículo de Bombastes el furioso. Por orden del dragón, los vaqueros sacudiendo sus lazos contra los flancos de sus sillas se lanzaron sobre el toro persiguiéndolo alrededor de la plaza; lazáronle, al fin, por las astas y lo arrastraron a un poste fijo en un lado de la plaza, en donde lo ataron abatiéndole la cabeza hasta el suelo. Colocado en esta posición, algunos de los otros vaqueros pasaron dos veces una cuerda alrededor de su cuerpo, precisamente detrás de sus pies delanteros y asegurándola en la espalda pasáronsela después bajo la cola, y retrocediendo con la misma operación quedó perfectamente liado el cuerpo del animal. Entonces dos o tres hombres de cada lado tiraron con fuerza de la cuerda, lo cual comprimió horriblemente el cuerpo del toro y por su tensión bajo de la cola casi le hacía levantar del suelo los pies traseros. Todo esto se hacía para excitar y enfurecer al animal; y la pobre bestia bramaba, arrojábase al suelo y luchaba con todas sus fuerzas para librarse de la brutal atadura. Desde el sitio en que estábamos sentados veíamos plenamente el frontispicio de la iglesia, sobre cuya puerta se leía escrito en grandes caracteres: Haec est domus Dei; haec est porta coeli. Ésta es la casa del Señor; y ésta es la puerta del cielo. Pero todavía tuvieron los toreadores que emplear una nueva aguijonada contra el toro; pues, habiéndole atado fuertemente las astas con todo el cuidado posible a fin de que no se desatase, fijáronle sobre los lomos la figura de un soldado con sombrero de picos, sentado en una silla de montar; lo cual excitó la risa tremenda entre todos los espectadores. Muy luego supimos que tanto la silla como la figura del soldado eran de madera, papel y pólvora, cuyo conjunto formaba una pieza formidable de obras de fuego. Luego que estuvo bien atada, retrocedieron todos, y los picadores, montados y guardando el equilibrio con sus lanzas, ocuparon sus respectivos sitios en la arena. La banda de música, tal vez para cumplimentarnos y traernos un recuerdo de la patria, ejecutó la bella melodía nacional de Pim-Crow. Un feísimo mocetón arrojó cerca del animal un zumbante cohete: otro dio fuego por el talón a la figura del soldado;los espectadores gritaron de alegría; soltose la cuerda, y el animal quedó libre. Su primera acometida fue verdaderamente furiosa. Saltando hacia adelante y tirando para arriba los pies traseros, enardecido por los gritos de la turba, por el zumbido y explosión, por el fuego y humo de la máquina de tormento que llevaba a cuestas, acometió ciegamente a todos los picadores, recibiendo una lanzada tras otra hasta que, en medio de la estrepitosa risa y algazara de los espectadores, extinguida la pólvora y cubierta de heridas la pobre bestia, corría sin dirección, hacía por escaparse por alguna de las puertas, lo cual, siéndole entonces imposible, giraba alrededor del circo mirando a los concurrentes, y con ojos suplicantes parecía implorar socorro de la hermosa fisonomía de las mujeres. A los pocos minutos, el toro fue lazado de nuevo y sacado de la arena; pero apenas había desaparecido, cuando introdujeron otro, de una manera todavía más brutal y bárbara, si cabe, que ninguno de los tormentos infligidos al primero. Venía tirado de una cuerda de dos o trescientos pies de largo, introducida a través de la parte carnosa del hocico, y asegurada por las dos extremidades de la silla del vaquero. De esta horrible manera fue conducido por las calles hasta el circo; mientras que otro vaquero le seguía y sujetaba por detrás,con un lazo asegurado en las astas, para evitar que acometiese a su guía. Llegado el animal al centro de la plaza, el primer vaquero soltó una de las extremidades de la cuerda, y tirándola con fuerza hizo pasarla en la mitad de su larga extensión a través de la sangrienta herida del animal, quedando impregnada de sangre por un lado y de polvo por otro. El toro quedó desatado igualmente del lazo que le sujetaba por las astas; y, cuando acabó de pasar la cuerda delantera, lamiose la herida, socavó con rabia el suelo y lanzó un bramido. Lazado de nuevo, asegurósele al poste, atósele la cuerda alrededor del cuerpo lo mismo que al otro, y como a él se le dejó suelto otra vez en medio de la música, cohetes y alaridos. Acercándosele los chulos, agitaban delante de él con la mano izquierda una tira de bayeta roja y amarilla, mientras que en la mano derecha tenían dardos hechos con obras de fuego y adornados de retazos de papel amarillo, que clavaron en el cuello y costados de la bestia. El viento aceleraba la explosión de los cohetes, y después hacía seguir zumbando el papel en sus oídos. Los picadores volvieron a montar en sus caballos; pero, después de algunos golpes de lanza, echose a tierra el toro, e indignados los espectadores de que no mostrase más deseos de luchar, gritaron: ¡saca esa vaca! En seguida fue conducido otro toro tirado también del hocico por una cuerda. Lo mismo que los otros, fue a su vez atado, atormentado con dardos y alanceado por los picadores de a caballo, que desmontaron para atacarlo a pie, porque no lo hacían bien del primer modo. Esta clase de lucha se considera como la más peligrosa, así para el hombre como para la bestia. Formáronse los picadores enfrente de ella con una bayeta negra y amarilla en la mano izquierda y vibrando la lanza en la otra, conservando extendidas las piernas y dobladas las rodillas como para conservar un piso firme, cambiando a cada instante de posición por un salto hacia adelante, hacia atrás o hacia cualquiera de los lados para seguir los movimientos de la cabeza del toro. El objeto era herirlo entre las astas, en la parte posterior del cuello: dos o tres acertaron en el blanco y sacaron sus lanzas chorreando sangre; pero uno dirigió mal el golpe y el toro sacudió la cabeza conservando aún en posición vertical el mango de la lanza, y, arrojándose sobre el picador, derribole en tierra; y, cruzando sobre su cuerpo, hollole al parecer con sus cuatro cascos. El pobre hombre no se movió más: tendido en el suelo con los brazos abiertos parecía muerto. El toro siguió corriendo con el mango de la lanza en la misma posición, causando en la plaza un terror profundo. Arrojáronse los vaqueros a perseguirle con los lazos, hasta que, estrechándole en un círculo, cayó la lanza y pudieron asegurarle. Al mismo tiempo, el hombre caído fue alzado por algunos de sus compañeros y conducido fuera del circo con el cuerpo doblado, y curado aparentemente y para siempre del deseo de volver a torear más. Pero después supimos que sólo se le había roto una costilla. Apenas desapareció de la vista del público el herido, cuando el accidente quedó olvidado: el toro fue asaltado de nuevo, despedazado a su vez y alejado del circo. Otros siguieron a éste hasta formar el número de ocho por todos. A las doce del día sonaron las campanas de la iglesia y terminó la corrida; pero al bajar se nos hizo presente que en aquella misma tarde había otra. Así es que a las cuatro en punto estábamos ya en nuestro sitio. El motivo particular que tuvimos para ser tan puntuales fue el habérsenos dicho que por la mañana sólo concurría el populacho a aquel espectáculo, pero que en la tarde estaría allí toda la gente decente de Mérida. Me es muy satisfactorio decir, sin embargo, que no era éta la verdad, y que la única diferencia sensible que notamos fue que la muchedumbre era mayor, el calor más sofocante y doble el precio de la entrada. Ésta era la última corrida de la fiesta, y los mejores toros se habían reservado para ella. El primero que se presentó en la palestra fue recibido con aclamaciones por haberse distinguido anteriormente; pero llevaba un horrible sello para ser un favorito del pueblo, pues había sido tirado con la cuerda del cartílago nasal hasta habérselo destrozado completamente. El segundo habría sido digno de las mejores luchas de toros de la vieja España, cuando un caballero, a la vista de su dama, arrojábase a la arena, espada en mano, para representar el papel de matador. Era un hermoso toro negro, sin ninguna de las señales aparentes de ferocidad; pero un hombre que estaba sentado en nuestro palco, y cuyo juicio me mereció un profundo respeto, al encender un nuevo cigarro de paja, lo calificó de muy bravo. El animal ni bramaba, ni socavaba la arena, ni hacía ostentación ninguna, sino que mostraba una calma y una posesión tal que indicaba la persuasión que tenía de su propia fuerza. Atacáronle los picadores a caballo y lo mismo que el negro Faineante, o el caballero Sluggish en los torneos de Ashby, contentose por algún tiempo meramente con repeler los ataques de sus enemigos, pero de improviso, como si se hubiese ya indignado un tanto, inclinó la cabeza, miró las lanzas que amenazaban su cuello y, cerrando los ojos, se arrojó sobre uno de los picadores, hincó uno de sus cuernos en el vientre del caballo, y jinete y caballo fueron a caer a gran distancia. El caballo cayó sobre el jinete rodando completamente sobre él con los cascos al aire, y se levantó con uno de los pies del caballero metido en el estribo. Por un momento estuvo el caballo azorado, abierto el hocico y caídas las orejas; pero después, mirando de nuevo al toro, echó a correr por el circo arrastrando en pos de sí al desgraciado picador, que sin sentido y sin recibir auxilio alguno llevaba el cuerpo cubierto de polvo y sin más apariencia de vida, que la que podía dar un tronco. A cada salto, parecía que el caballo iba a estrellarle en la frente con sus cascos. Un frío terror cundió en todos los espectadores. Aquel hombre era un favorito de la plebe: tenía allí amigos y parientes, y todo el mundo sabía su nombre, ¡Pobre! Yo sentí en aquel instante que me arrancaban de mi asiento; pues nada al parecer en el mundo podía librarle de una muerte segura. Los demás picadores permanecían estupefactos: el toro suelto en la plaza estaba bramando siendo acaso el único espectador indiferente. Yo estaba indignadísimo contra sus compañeros, quienes, después de estarse un siglo resguardándose del toro, al fin salieron con lazos en persecución del caballo, hasta que lograron detener su carrera. Los picadores desenredaron a su caído compañero y sacáronle fuera del circo. Su cara estaba tan desfigurada con el polvo, que no se le percibía ninguna de sus facciones; pero al atravesar cargado la plaza, entreabrió los ojos que parecían saltársele de terror. Apenas se le había sacado, cuando la turba lanzó un grito unánime exclamando: ¡a pie!, ¡a pie! Los picadores desmontaron, atacando a pie a la bestia que, casi a la primera herida, se arrojó sobre uno de sus adversarios, pasando sobre su cuerpo y siguiendo adelante su carrera, sin volver atrás la vista para mirar a su víctima; la cual, a su turno, fue también cargada en hombros y sacada de la arena. Renovose el ataque, y el toro volvió a ensoberbecerse. En pocos momentos echó por tierra a otro picador y, conducido más allá por su ímpetu, cayó sobre su propio cuerpo; pero recobrose con un violento esfuerzo, convirtiéndose hacia su postrada víctima, mirola un momento arrojando un bramido sordo que más parecía aullido, y levantando poco a poco sus pies delanteros, como para dar más fuerza al golpe que meditaba, hincó ambas astas en el estómago del postrado picador. Felizmente las puntas estaban romas; y, furioso por no poder herirle introdujo una de las astas en la banda del picador y arrojole lejos con violencia. Sin embargo de que estaban acostumbrados los espectadores a escenas de esta clase, todos lanzaron un grito de horror. No hubo un hombre de aquéllos que se moviese a salvar a la víctima. Acaso sería injusto el tacharles de cobardes; por más brutal y degradante que quiera suponerse el vínculo que los unía entre sí, no hay duda que tenían el sentimiento de sociedad y compañía de suerte. Pero, sea lo que fuese, nadie se atrevió a salvar al hombre caído, y el toro, después de mirarle ferozmente, olerle y hollarle por un momento, momento en verdad de una excitación intensa para todos, dio la vuelta y abandonó su víctima. También este otro infeliz fue sacado del circo en hombros. La simpatía de los espectadores les hizo guardar silencio por un rato; pero, tan pronto como el hombre maltratado desapareció de su vista, desatose contra el toro la más tremenda indignación, y un grito universal en que las suaves entonaciones de la voz femenina mezclábanse con la voz bronca de los hombres, decía ¡mátalo!, ¡mátalo! Los picadores permanecían asombrados en su sitio: tres de sus compañeros habían sido estropeados y quedaban fuera de combate; el toro estaba herido en varias partes y bañado en su sangre; pero tan enérgico como al principio y aun más fiero todavía, giraba alrededor de la plaza lanzando bramidos, mientras que los picadores temían evidentemente arremeterle de nuevo. Los concurrentes les apostrofaban con el epíteto de cobardes, cobardes. El dragón les intimó que obedeciesen a la voz del público; y, animándose con un buen trago de aguardiente, presentáronse otra vez ante el toro, balanceaban sus lanzas a su vista, pero con manos vacilantes y temblándoles el corazón, hasta que por último volvieron las espaldas, en medio de los gritos de desprecio que recibían de la muchedumbre, dejando al toro dueño del campo sin haber recibido ninguna nueva herida. Introdujeron otros más todavía en la liza, y ya estaba casi oscuro cuando se terminó la lucha. Cuando el último toro estaba en la plaza, abriose a los muchachos la puerta del circo; y ellos, en medio de una risa estrepitosa, tiraban, empujaban y hacían girar al pobre animal, en términos de que no podía tenerse en pie, hasta que, en medio de las solemnes detonaciones de la campana de vísperas, terminose la pelea de toros en honor de San Cristóbal. Hubo quien nos dijese, que las leyes modernas habían hecho bastante para disminuir el peligro y ferocidad de estas luchas. Asiérranse las astas del animal de manera que no pueda herir con ellas; y está prohibido que las lanzas tengan más de cierta extensión, a fin de que el toro no pueda ser muerto por un golpe directo; pero a mi juicio sería de mucho mejor efecto sobre el carácter moral que, como lo fue en otros tiempos, esta lucha fuese a muerte entre el hombre y la bestia; pues esto era antes una muestra de astucia y atrevimiento, de donde se derivaban frecuentemente las gracias de la caballería. El peligro a que el hombre se exponía disminuía hasta cierto punto las barbaridades cometidas contra el toro. Aquí, por espacio de ocho días, los toros despuntados habían sido expuestos al hambre, destrozados y atormentados; algunos sin duda perecieron de sus heridas, o fueron muertos, porque era imposible que se recobrasen de ellas; y en aquel día nosotros habíamos visto caer mal heridos a cuatro hombres, dos de los cuales habían escapado con vida. Esos hombres, después de la inmediata excitación causada por el peligro, concitaban la conmiseración en un grado menor que las bestias; pero todo ello mostraba los efectos, sangrientos todavía, de este modificado sistema de torear. Van los hombres a estos espectáculos sin avergonzarse, aunque no sin hacerse algunos reproches; pero me cabe mucha satisfacción en poder decir que ninguna de las señoras que en Mérida se llaman de alta clase estaban presentes. Sin embargo, había allí algunas señoritas, cuyas jóvenes y bellas fisonomías no ofrecían la idea de que ellas pudiesen hallar placer en aquellas escenas de sangre, aunque la sangre fuese de brutos. Aquella misma noche tomamos en la lotería otro baño de vapor. El día siguiente era domingo, último de la fiesta, y que comenzó en la mañana con una misa solemne en San Cristóbal. La grande iglesia, los altares y pinturas, el aroma del incienso, la música, las imponentes ceremonias del altar y las figuras arrodilladas inspiraban, como siempre, un sentimiento solemne, si no es religioso; y de la misma manera que en la misa mayor de la catedral, cuando mi primera visita a Mérida, entre las figuras arrodilladas de las mujeres, fijáronse mis ojos sobre una de mantón negro en la cabeza, un libro de oraciones en la mano y una india a su lado; y en su fisonomía ostentábase una tal pureza y suavidad intelectual, que bien podía la imaginación revestirla con todos los atributos que hacen perfecta a una mujer. ¡Jamás he sabido si era doncella, casada o viuda! A las cuatro de la tarde salimos para la procesión y el paseo. El calor intenso del día estaba concluido, había sombra en las calles y reinaba en ellas una brisa fresca y agradable. La carrera de la procesión estaba adornada de ramas, formando en las esquinas, con su espesor, sotos de verdura. Las ventanas aparecían cubiertas de cortinas y banderolas de seda, y en las puertas, lo mismo que a lo largo de las aceras, estaban las señoras en hilera vestidas brillantemente, aunque con simplicidad, descubierta la cabeza, adornado el cabello con flores y el cuello de joyas preciosas. Cerca de la iglesia fuimos detenidos por la muchedumbre, y obligados a esperar hasta que vino la procesión. Encabezábanla tres clérigos ricamente vestidos, llevando el primero de ellos una gran cruz de plata de diez pies de elevación y cada uno de los otros un corpulento candelabro también de plata. Seguía un grupo abigarrado de músicos indios, a cuya cabeza estaban tres de la propia raza, por supuesto, dos de ellos soportando las extremidades de un enorme contrabajo. Luego venía otra reunión, de indios igualmente, conduciendo en hombros unas andas sobre las cuales estaba fija otra gran cruz de plata, a cuyos pies aparecía sentada la figura de María Magdalena, de tamaño natural, trayendo un vestido encarnado, una mantilla de seda azul y anchos bordados de oro en la cabeza, y recostada en su regazo la figura de Jesucristo difunto. La peana estaba adornada de flores y guirnaldas, con guardabrisas de cristal, bajo las cuales ardían muchas velas. Esto era lo que constituía lo esencial de la procesión, que venía acompañada de un gran concurso de indios, hombres y mujeres, vestidos de blanco, y llevando en las manos velas encendidas. Cuando toda la muchedumbre hubo pasado, seguimos vagando hasta la alameda, que es el gran sitio de paseo de Mérida, y consiste en una amplia avenida pavimentada, con una línea de bancos de piedra a cada lado y, detrás de cada línea, una calle para carruajes, sombreada de hileras de árboles. En plena vista, que da a la escena una belleza pintoresca, se eleva el castillo, que es una fortaleza arruinada con bastiones de piedra verdinegra, descollando en el interior las torres de la antigua iglesia de San Francisco, de apariencia romántica, e identificadas con la historia de la conquista española. Regularmente cada domingo se forma un paseo alrededor del castillo y a lo largo de la alameda; y en este día, con ocasión de la fiesta, era el paseo uno de los mejores y más alegres del año. Lo más característico del paseo, es decir, su vida y belleza, eran las calesas. A excepción de uno o dos calesines, y algún oscuro carretón cuadrado que ocasionalmente desfigura los paseos, la calesa es el único carruaje usual en Mérida. El cajón se parece algo al de los antiguos calesines de lujo que se usaron en nuestro país, con la diferencia de ser mucho mayor y fijado un poco más adelante de las ruedas. La calesa está pintada de rojo, con ligeras cortinillas de colores para neutralizar la acción del sol, tirada de un solo caballo, montado por un muchacho, simple, fantástico y peculiar a Yucatán. Cada calesa lleva dos, y algunas veces tres señoras: en este último caso se coloca en el medio la más bella, un tanto avanzada hacia el frente, todas sin sombrerillo ni velo, pero con el cabello elegantemente adornado y guarnecido de flores. A pesar de que están así expuestas a las miradas de millares de personas, no por eso poseen desenvoltura de maneras y apariencia; al contrario, reina en ellas un hermoso aire de modestia y simplicidad, y todas tienen una gentil y dulce expresión; y a la verdad, paseando sin compañía, a través de una gran reunión de personas de a pie, su propia gentileza parecía servirles de protección contra cualquier insulto de las gentes groseras. Sentámonos en uno de los bancos de piedra de la alameda en consorcio de la juventud bella y alegre de Mérida. Los extranjeros no han ido allí para reírse ciertamente, y hacer desaparecer las antiguas costumbres del país. Era aquel un pequeño rincón, casi desconocido al resto del mundo e independiente de él, gozando de lo que tan raras veces puede hallarse en esta edad de positivismo; a saber, una especie de primitivo estado patriarcal. El mayor encanto era cierto aire de contento que reinaba en todos. Si las jóvenes señoritas de las calesas hubiesen ocupado los más brillantes equipajes en Hyde-Park, no habrían parecido más felices. No era menos atractiva la gran muchedumbre de mestizas e indias, siendo algunas de las primeras extremadamente bellas y poseyendo todas la misma suave y gentil expresión. Llevaban éstas un pintoresco vestido blanco, de bordados encarnados en el cuello y ruedo, y con aquella extraordinaria pulcritud que yo había notado ser como característica en las clases pobres de Mérida. Por espacio de una hora continuó el torrente de calesas, y las señoras, mestizas e indias, acabaron de pasar ante nosotros sin ningún ruido, confusión o tumulto; sino que en todo había un aire tal de goces pacíficos, que de veras nos entristecimos cuando vino la noche. Así que el sol se ocultó detrás de las ruinas del viejo castillo, nos figuramos que habría en el mundo muy pocos paisajes en que pudiese ponerse en medio de una escena más bella y feliz. Termináronse las ceremonias de la fiesta con fuegos artificiales en la plaza de la iglesia, a que siguieron un baile y un concierto. Diose lo primero para el pueblo, y lo último para algunas personas escogidas. Y esta selección, sea dicho de paso, apenas podría considerarse rigurosamente escogida, supuesto que todos los individuos que componían nuestra casa recibieron boletos de entrada, a la simple insinuación de nuestra huéspeda. Aquel entretenimiento fue dado por una asociación de jóvenes llamada La Sociedad Filarmónica. Era el segundo concierto de una serie de ellos, que se habían propuesto dar en domingos alternados, y ya predecían los que miraban con frialdad los esfuerzos de aquellos jóvenes, que la empresa duraría poco; y su pronóstico salió cierto desgraciadamente. Diose aquel concierto en una casa situada en una calle que partía de la plaza grande, y era una de las pocas de Mérida que tenían dos pisos, y que bien podría considerarse respetable entre lo que en Italia se llama Palazzos. Daba la entrada a un entresuelo con pavimentos colorados y subíase por una ancha escalinata de piedra. La pieza destinada para el concierto era la sala: en un extremo había un estrado con instrumentos para los músicos y aficionados; y se extendían a lo largo dos hileras de asientos en líneas paralelas, la una enfrente de la otra. Cuando entramos, una de las hileras estaba enteramente ocupada de señoras, mientras que la otra se hallaba del todo vacía. Acercámonos a ella, pero felizmente, antes de dar en espectáculo nuestra ignorancia de la etiqueta meridana se nos ocurrió que también aquella hilera de sillas estaría destinada, a las señoras y por tanto nos retiramos a una extremidad de ella, desde donde podíamos disfrutar de una vista longitudinal sobre una línea, y otra vista oblicua sobre la opuesta. Conforme iban llegando las señoras, después de dejar a la puerta sus chales y demás agregados, entraba un caballero conduciéndolas de la mano, lo que parece mucho más gracioso y galante que nuestra costumbre de llevarlas enganchadas del brazo, particularmente si son dos señoras a la vez. El caballero acompañaba a la señora hasta su asiento, y, sin más, se retiraba al corredor o al hueco de una ventana. Siguió así hasta que se cubrió toda la hilera y fuimos excluidos de nuestro rincón por personas que, por descontado, suponían más que nosotros; de manera que, de esta suerte, la sala presentaba un golpe de vista únicamente de señoras. Sentábanse allí no para que se las hablase ni tocase, sino para ser vistas únicamente, lo cual ya las había fastidiado aún mucho antes de concluirse el concierto, y creo que no mereceré reproche ninguno, si me atrevo a decir que, cuando el concierto comenzó y los caballeros fueron invitados a sacar parejas, se animó vivamente la fisonomía de algunas bellas. Por la primera vez en mi vida hube de encontrar belleza en un vals. No era aquel furioso torbellino del vals francés que hace montar la sangre a la cabeza, baña de sudor a un hombre y enciende la faz de una señorita; no en verdad: era un suave, gentil y gracioso movimiento, que producía, al parecer, una situación lánguida, embelesadora y deliciosa. También la música, en vez de ser una atronadora explosión, hería el oído con tal delicadeza, que, aunque cada nota era oída con claridad y distinción, no había ruido; y, cuando los pies de los danzantes caían en gentil cadencia, parecía que las modulaciones de la música sólo ejercían su influjo en la imaginación. Todas las fisonomías tenían una marcada expresión de un puro y refinado goce, que provenía más bien del sentimiento, que de la excitación de los espíritus animales. No había allí la ostentación y esplendor que se ve en los salones de baile en Europa o en nuestro país; pero, en recompensa, había belleza en la apariencia personal, gusto en el vestido, y propiedad y simplicidad de maneras. Terminose el baile a las once; y, si bien la lotería no deja de ser objecionable, y es brutal la lucha de toros, el paseo y el baile lo recompensaron todo y dejaron en nuestra alma una impresión agradable de la fiesta de San Cristóbal. Apenas se terminó una fiesta, cuando comenzó otra. El lunes era la gran fiesta de Todos Santos. Díjose misa solemne en todas las iglesias, y las familias ofrecieron sus oraciones por las almas de los difuntos; pero, además de las ceremonias que usa la iglesia católica en todo el mundo, hay una que es peculiar en Yucatán, derivada de las costumbres de los indios y que se llama mucbilpoyo. En este día todos los indios, según sus recursos, compran y encienden cierto número de velas benditas en honor de sus parientes difuntos, y en memoria de los individuos de la familia que han muerto durante el año. Fuera de esto, cuecen debajo de tierra un pastel hecho de maíz, relleno de puerco y gallinas y sazonado con chile. Durante ese día, ningún buen yucateco come otra cosa que mucbilpoyo. Allá en el interior del país, en donde los indios son menos civilizados, colocan religiosamente al aire libre una porción de esta pasta, bajo de algún árbol o en algún sitio retirado para que coman sus amigos ya finados, lo cual, dicen ellos, que se verifica en realidad; y esto les hace creer que los difuntos pueden ser atraídos de nuevo a la vida, con acudir a los mismos apetitos que les dominaba mientras vivían en el mundo, pero algunas personas maliciosas y escépticas explican el hecho con decir que en la vecindad hay otros indios más pobres que los que hacen la ofrenda a sus parientes difuntos, y que en materias de esta especie no consideran pecaminoso colocarse entre los vivos y los muertos. Tenemos motivo para acordarnos de esta fiesta por una desmañada circunstancia. Un vecino amigo nuestro, que, además de visitarnos frecuentemente en unión de su esposa e hija, tenía la costumbre de enviarnos frutas y dulces en más cantidad de la que podíamos consumir, en aquel día nos remitió un enorme trozo de mucbilpoyo, tan recio como un tablón de encina, y como de seis pulgadas de espesor. Después de haber agotado vanamente nuestros esfuerzos para reducir aquel trozo a una disposición razonable y poderlo comer, en un arrebato de desesperación lo arrojamos al patio y allí lo enterramos en un hoyo. Aún permanecería hasta hoy en aquel sitio, si no hubiese sido por un malvado perro que acompañó a nuestro vecino en su próxima visita. Pasó el animal al patio, escarbó y, cuando estábamos apuntando los platos vacíos y expresando al vecino nuestro reconocimiento por su bondad, he aquí que el malignísimo perro se presenta en la sala, la atraviesa y sale por la puerta del frente llevando en la boca el enorme pastel, que parecía haber aumentado sus dimensiones después de enterrado. Termináronse ahora las fiestas y no nos pesó en verdad, porque así ya teníamos esperanzas de que se lavase nuestra ropa. Desde que llegamos a Mérida, la ropa sucia acumulada durante el viaje había permanecido en los líos, pidiendo que hiciéramos algo por ella; pero durante las fiestas no podía hallarse una lavandera en Mérida que quisiese encargarse de lavarla.
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CAPÍTULO II De los géneros de idolatrías que han usado los indios La idolatría, dice el Sabio, y por él el Espíritu Santo, que es causa y principio y fin de todos los males, y por eso el enemigo de los hombres ha multiplicado tantos géneros y suertes de idolatría, que pensar de contarlos por menudo es cosa infinita. Pero reduciendo la idolatría a cabezas, hay dos linajes de ella: una es cerca de cosas naturales; otra cerca de cosas imaginadas o fabricadas por invención humana. La primera de estas se parte en dos, porque o la cosa que se adora es general como sol, luna, fuego, tierra, elementos, o es particular como tal río, fuente o árbol, o monte, y cuando no por su especie sino en particular, son adoradas estas cosas, y este género de idolatría se usó en el Pirú en gran exceso, y se llama propriamente guaca. El segundo género de idolatría, que pertenece a invención o ficción humana, tiene también otras dos diferencias: una de lo que consiste en pura arte e invención humana, como es adorar ídolos o estatua de palo, o de piedra o de oro, como de Mercurio o Palas, que fuera de aquella pintura o escultura, ni es nada ni fue nada. Otra diferencia es de lo que realmente fue y es algo, pero no lo que finge el idólatra que lo adora, como los muertos o cosas suyas que por vanidad y lisonja adoran los hombres. De suerte que por todas contamos cuatro maneras de idolatría que usan los infieles, y de todas convendrá decir algo.
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Capítulo II De la disposición del reino del Perú La disposición deste gran reino no se puede decir fácilmente, ni mi intención es querer enumerar y desmenuzar todas las particularidades dél, porque sería nunca acabar. Sólo iré tocando las cosas más notables dél y de lo que al presente sabemos, sin tocar en las tierras que tiene hacía el septentrión, de la otra parte de los Andes, pues de éstas, al presente, sólo hay una noticia confusa, y por eso poco cierta, por no haber los españoles penetrado a las provincias que en aquella parte caen, como luego lo diré. Toda esta tierra se divide en Llanos, Sierra y Ancles. Todas tres partes diferentísimas en temples, calidades y gentes que las habitan, y aun casi en frutos. Los llanos corren toda la costa de la mar hasta Chile desde Tumbez; casi mil leguas de largo y de ancho, hasta doce a catorce. En unas partes más y en otras menos, en esta distancia hay grandísimos arenales en unas partes, y en otras tierras fertilísimas, las cuales se riegan de los ríos que bajan de las sierras con raudales y corrientes furiosas, de los cuales se sacan acequias con que, a sus tiempos y sazones, soltándolas empapan la tierra, y la empreñan para dar los frutos colmados. Porque, aunque dicen que en el Perú en los llanos no llueve, es porque sólo cae una garua y agua mansa no bastante ni suficiente, a que con ellas los frutos y sementeras lleguen a sazón; pero es verdad, que los aguaceros no son como en la Sierra, tan recios y abundantes que basten a fertilizar la tierra, y engrasarla sin otras ayudas. No cae en toda esta costa rayo ni granizo ni helada; y así las sementeras están seguras de hielos y desmedros. Por esta parte es caliente y algo húmeda en algunos lugares, y por el consiguiente, aparejada para el crecimiento de las plantas. Hay en esta costa muchas ciudades y, villas de españoles, y hubo, cuando los Yngas la enseñorearon, infinitos cuentos de indios y millares de pueblos por ella, que todos ellos se podían decir un verjel espaciosísimo, por estar fundados cerca de los ríos y entre árboles frutales y, otros infructíferos, debajo de cuyas sombras hacían sus casas y vivían los indios. Siémbranse por todos estos llanos mucha cantidad de algodonares, de que principalmente se visten los indios. Hay infinitos árboles de guaiabos y pacaes y lúcumas; y, todas las diferencias de frutas, que de España se han traído y trasplantado a este reino, se dan abundantísimamente por todos los llanos, y las flores de Castilla suaves y olorosas. El principal sustento de los indios en llanos y sierra es el maíz, y en los llanos los camotes y, maní y fríjoles, aunque también se da en la sierra, en valles calientes. Las viñas que de España se han traído, ha sido cosa maravillosa, lo que han multiplicado en los lugares de la costa donde se han puesto. Muchos indios han hecho viñas y, vino que les ha costado las vidas, por beberlos sin moderación y antes que llegue a tiempo en mosto hirviendo. Es de suerte la abundancia de vino que se coge en el Perú, que se provee todo sin mengua ninguna, y se lleva a Nueva España, y, ya el de Castilla, que se solía traer, es superfluo. Los olivares a sido cosa de bendición lo que han multiplicado, y en cuanto número den el fruto, de que ya en muchas partes se hace aceite, harto mejor y más sano que el que se trae de España, que por el largo viaje y tiempo, cuando al Perú llega, ya rancioso, y por eso de menos valor. El trigo, que fue lo primero que de España se trajo, se siembra en todos los llanos con tanto aumento, que acontece de una hanega darse ciento. En algunos lugares se han plantado cañaverales, que es sin cuento el azúcar y miel que se saca de ellos, para proveer todo el reino. Los ganados que de Castilla se trajeron, de vacas, ovejas, cabras y puercos, se multiplican tanto, que valen más baratos en el Perú que en España. Ganados propios y naturales de los que en tanto número se crían en la Sierra, no los hubo antiguamente en cantidad sino muy poco. Aún hoy los ganados que de la Sierra bajan a los Llanos, con la mudanza del temple mueren, disminuyen y enflaquecen notablemente, aunque el ganado ovejuno en la sierra, como más fría y más abundante de pastos por las lluvias, se aumenta más. En conclusión, para los naturales destos Llanos es mejor la tierra y más descansada que para los serranos, como de diferente temple son los indios yungas, que así los llaman a los de la costa, de más fuerzas y brío y más animosos y determinados, que los de la sierra, y así son para más trabajo. Su principal sustento ya está dicho: pescan de ordinario en la mar y en los ríos, con seguridad, porque no hay lagartos ni otros animales nocivos que teman. Comen el pescado y camarones, y suelen rescatar con los serranos. El hábito es el mismo en el traje, pero lo más ordinario es de algodón, aunque ya los más se visten al modo de españoles, y traen sombreros y zapatos en lugar de sus ojotas y llautos y valones y aun camisas, y lo mismo las indias de los llanos. Esta gente, desde que los españoles entraron en este reino, ha sido cosa notable la disminución en que ha venido, que lugar que tenía diez mil indios, no tiene hoy ciento y, sin duda, que es castigo del cielo y justo juicio de Dios por sus pecados ocultos. Así se ven infinitos pueblos despoblados, sin que haya en ellos más que las paredes caídas que causa lástima y compasión, y cada día van a menos, de suerte que se entiende que en pocos años se consumirán y acabarán del todo. El lenguaje que en estos llanos se habla, propio y nativo, es muy diverso que el de la sierra, y dificultosísimo de pronunciar por otros que ellos, por ser la pronunciación gutural, aunque por la mayor parte hablan y entienden la lengua quichua y general, que el Ynga les dio. Los ríos que salen a los Llanos de la sierra, que son de donde les proviene el sustento por el regadío, como está ya dicho, se extienden de manera en sus avenidas, que es imposible hacerles puente a lo más ordinario, y las corrientes son furiosísimas, arrebatando tras de sí piedras grandísimas y árboles, y si salen de madre, arruinando los sembrados. El sembrar el trigo y otras semillas, se hace en los llanos de ordinario por el mes de junio y julio, que es cuando el sol está más apartado de estas regiones, y en España abrasa. La cosecha se hace por enero y febrero, que es el tiempo más ardiente y caluroso del año acá, y entonces maduran los frutos de los árboles, como son uvas, higos, duraznos, membrillos, manzanos y camuesos. Por marzo están todos en sazón; y las vendimias se hacen por abril, y la trasiega y poda por el mes de agosto. Que parece es todo al revés de España en los Llanos, pero en la sierra hay algunas diferencias que en el capítulo siguiente diremos. La primavera empieza por el mes de septiembre; y todo lo que se dice verano, hasta fin de marzo; y el invierno, por abril y se remata en agosto y septiembre. Hay en los Llanos, en alguna partes, montañas espesas de diferentes árboles silvestres y especialmente de algarrobas. Los ganados de vacas suélenlos mudar dos veces al año a las lomas, adonde gozan de la yerba que nace de las garuas, hasta que falta y se seca, que lo pasan más abajo. Toda la ribera del mar es abundantísima de pescado, de suerte, que en ninguna parte falta. Los puertos de la costa, maravillosos y muy seguros. Hay salinas donde se coge tanta cantidad de sal, que se puede proveer a toda España, Francia e Italia de ella, especialmente en el Puerto de Gauta, que está diez y ocho leguas de la Ciudad de los Reyes. El ser el temple caliente y más sabroso, es causa que haya más poblaciones de españoles en los Llanos que en la sierra, aunque es verdad que los miembros están más lacios y flojos a causa del calor, y así los hombres no son ni tienen tantas fuerzas como tuvieran; pero todo se lleva por aquella libertad que tienen de poder salir de día y de noche, y a cualquier hora con ropa y sin ella, cubiertos y descubiertos, sin tener ofensa del frío, ni aguas ni lodos, que es gran bien, aunque los asmáticos y otros, en quien se asientan algunas enfermedades, se suelen subir a la sierra, a convalecer y mejorar de sus enfermedades, y se hallan en ella mucho mejor y con más salud. Tiene esta tierra de la costa de la mar un contrapeso notable, que es temblar a menudo. Y son algunas veces los temblores tales y tan recios, que derriban las casas, y aun asuelan los lugares, como diremos adelante tratando de algunas ciudades.
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CAPÍTULO II Llegan los españoles a Altapaha y de la manera que fueron hospedados Con la desgracia y pérdida de los seis españoles, salió el gobernador del pueblo península de la provincia de Apalache y, habiendo caminado otras dos jornadas, que por todas fueron cinco las que anduvieron para salir de esta provincia, entraron en los términos de otra llamada Altapaha. El adelantado, por ver si los naturales de aquella provincia eran tan ásperos y belicosos como los de Apalache, quiso ser el primero que la viese, y también porque era costumbre suya muy guardada que a cualquier nuevo descubrimiento de provincia había de ir él mismo, porque no se satisfacía de relación ajena sino que la había de ver por propios ojos. Para lo cual eligió cuarenta de a caballo y sesenta infantes, veinte rodeleros y veinte arcabuceros, y veinte ballesteros, que siempre que iban a cualquier hecho iban los infantes sorteados de esta manera. Con ellos caminó el gobernador dos días, y, al amanecer del día tercero, entró en el primer pueblo de la provincia de Altapaha, y halló que los indios se habían retirado a los montes y llevado consigo sus mujeres, hijos y hacienda. Los castellanos corrieron el pueblo y prendieron seis indios. Los dos eran caballeros y capitanes en la guerra, los cuales se habían quedado en el pueblo para echar fuera de él la gente menuda. Lleváronlos todos seis ante el gobernador para que supiese de ellos lo que había en la provincia. Los indios principales, antes que el adelantado les preguntase cosa alguna, dijeron: "¿Qué es lo que vosotros queréis en nuestras casas? ¿Queréis paz o guerra?" Esto dijeron sin muestra alguna de pesadumbre que tuviesen de verse presos en poder ajeno, antes mostraron un semblante señoril como si estuvieran en toda su libertad y hablaran con otros indios sus comarcanos. El general respondió por su intérprete Juan Ortiz diciendo que con nadie quería guerra sino paz y amistad con todos; que ellos iban en demanda de ciertas provincias que adelante había y que para su camino tenían necesidad de bastimento, porque no se podía excusar el comer, y que sola esta pesadumbre, y no otra, daban por los caminos; que esto era lo que querían y no otra cosa. Los principales dijeron: "Pues para eso no hay para qué nos prendáis, que aquí os daremos todo buen recaudo para vuestro viaje y os trataremos mejor que os trataron en Apalache, que bien sabemos cómo os fue por allá." Dicho esto, mandaron a dos indios de los cuatro que con él habían preso que, con toda diligencia, fuesen a dar aviso a su curaca y señor principal y le dijesen lo que habían visto y oído a los castellanos y, de camino, avisasen a los indios que topasen que, pasando la palabra de unos a otros, acudiesen todos a servir los cristianos que en su tierra estaban, porque eran amigos y no venían a ofenderles. El gobernador, oída la buena razón de los indios, fiándose de ellos y viendo que se negociaba mejor por bien que por mal, mandó soltarlos luego y que los regalasen y tratasen como amigos. Los indios fueron con el recaudo y los cuatro quedaron con el general y le dijeron tuviese por bien su señoría de volver atrás a otro pueblo mejor que aquel donde estaban y que lo llevarían por un camino más apacible que el que había traído. El gobernador, porque se acercaba su ejército, holgó de hacer lo que los indios le dijeron, y mandó a uno de ellos que llevase aviso al maese de campo que fuese derecho a aquel pueblo y no rodease por donde él había venido. Como llegasen los castellanos al pueblo donde los indios los llevaron, fueron hospedados con muestra de mucho amor y el cacique, luego que tuvo nueva de la amistad hecha con los españoles, vino a besar las manos al gobernador, y entre los dos pasaron palabras de comedimiento y afabilidad. Con el curaca vinieron todos sus vasallos con las mujeres e hijos que habían retirado a los campos y poblaron sus pueblos. Entre tanto llegó el ejército y se alojó dentro y fuera del pueblo, y entre los españoles e indios, en todo el tiempo que estuvieron en esta provincia, se mantuvo toda buena paz y amistad, que no la tuvieron los nuestros en poco según la mucha guerra que los de Apalache les habían hecho. Habiendo descansado los castellanos tres días en el pueblo de Altapaha, salieron de él y caminaron diez jornadas por la ribera de un río arriba, y vieron que toda aquella tierra parecía ser tan fértil y más que la de Apalache y la gente doméstica y apacible. Con los cuales se mantuvo la paz que al principio se había asentado, de manera que ninguna molestia recibieron los indios, sino fue de la comida que les gastaron, y ésa tomaban los españoles muy tasadamente por no escandalizar los naturales. En esta provincia de Altapaha se hallaron morales grandísimos que, aunque los habían en las otras, eran nada en comparación de éstos. Al fin de las diez jornadas que los nuestros caminaron norte sur el río arriba, salieron de la provincia Altapaha, dejando al curaca y a sus indios muy contentos de la amistad que con ellos se había hecho y entraron en otra provincia llamada Achalaque, la cual era pobre y estéril de comida, y había en ella pocos indios mozos, que casi todos los moradores de ella eran viejos y en común cortos de vista y muchos de ellos ciegos. Y, como el haber en un pueblo y provincia muchos viejos sea indicio de que haya muchos más mozos, no los hallando en esta tierra, se admiraron los españoles y aun sospecharon que estuviesen amotinados y escondidos en alguna parte para hacer algún mal hecho contra los cristianos, mas por la pesquisa se entendió que no había cosa encubierta más de lo que parecía en público. Empero, la causa por que había tantos viejos y tan pocos mozos no la inquirieron. Por esta provincia de Achalaque caminaron los españoles grandes jornadas por salir presto de ella, así porque era estéril de comida como porque deseaban verse ya en la de Cofachiqui, donde por las nuevas que habían tenido que en aquella provincia había mucho oro y plata, pensaban cargarse de grandes tesoros y volverse a España. Con este deseo doblaban las jornadas, y podíanlo hacer con facilidad porque la tierra era llana, sin montes, sierras ni ríos que les estorbasen el paso largo. En cinco jornadas atravesaron la provincia de Achalaque y dejaron al curaca y naturales de ella en mucha paz y amistad con los castellanos, y, porque se acordasen de ellos, les dio el gobernador, entre otras dádivas, dos cochinos, macho y hembra, para que criasen. Y lo mismo había hecho con el cacique de Altapaha y con los demás señores de provincias que habían salido de paz y hecho amistad a los españoles, y, aunque hasta ahora no hemos hecho mención que el adelantado hubiese llevado este ganado a la Florida, es así que llevó más de trescientas cabezas, machos y hembras, que multiplicaron grandemente y fueron de mucho provecho en grandes necesidades que nuestros castellanos tuvieron en este descubrimiento. Y si los indios (aborreciendo más la memoria de los que les llevaron este ganado que estimando el provecho de él) no lo han consumido, es de creer que, según la comodidad que aquel gran reino tiene para lo criar, hay hoy gran cantidad de él, porque, sin los que el gobernador daba a los curacas amigos, se perdieron muchos por los caminos, aunque sobre ellos llevaban mucha guarda y cuidado, que particularmente se les señalaba, cuando caminaban, una de las compañías de a caballo que por su rueda los guardasen.
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CAPÍTULO II Visita a un edificio arruinado cerca de Chaac. --Un tohonal o campo cubierto de tah. --Descripción del edificio. --Un enjambre de avispas. --Un pequeño buitre. --Vista pintoresca desde la terraza. --Pozo de Chaac. --Explotación de sus pasadizos. --Vuelta al rancho. --Partida de Chaví. --El camino real. --Rancho Sacnicté. --Salvaje apariencia de los indios. --Escasez continuada de agua. --Otra ciudad arruinada. --Edificios arruinados. --Departamentos, columnas, etc. --Pared elevada. --Continuación de la jornada. --Rancho Sabacché. --Casa real. --Pozo. --Choza del alcalde. --La señora. --Ruinas de Sabacché. --Edificio pintoresco. --Regocijo de los indios. --Fachada. --Pilastras, cornisas, etc. Encuentro con una iguana. --Otro edificio arruinado. --Agave americana. --Nuevas ruinas. --Vestigios de la mano roja. --La mano roja usada como un símbolo entre los indios de Norteamérica. --Conclusiones que se deducen de esta circunstancia. --Delicada manera de prestar un servicio A la mañana siguiente, mientras que Mr. Catherwood se hallaba ocupado en arreglar sus dibujos de las ruinas de Zayí, el Dr. Cabot y yo nos dirigimos a visitar el edificio que habíamos visto viniendo del rancho Chaac. En los suburbios del rancho dimos vuelta, hacia la derecha, penetrando en una vereda que seguimos hasta cierta distancia a caballo: cuando esta vereda cambió de dirección, tuvimos que desmontar. Desde este sitio, nuestros guías abrieron un pasadizo a través del bosque y salimos a un tahonal, o campo cubierto de la planta llamada en el país tah o taje, que crece en largos y compactos tallos, estrechos, de ocho o diez pies de elevación, como de media pulgada de diámetro, con una flor amarilla en la parte superior, y que es un alimento favorito de los caballos. Estos tallos se usan como antorchas, formando haces de tres o cuatro pulgadas de espesor. A un lado de este campo vimos el edificio, de que voy hablando, y del otro se percibía uno nuevo que aún no habíamos visto. El doctor quiso tomar un pájaro que se hallaba posado en un árbol que crecía sobre este edificio, y con esto nos dirigimos primero hacia él; pero, no habiendo encontrado en él cosa alguna particular, cruzamos el campo sembrado de tah y nos encaminamos al primer edificio. Peor es el tránsito que se hace por un tahonal que el que se verifica a través de un bosque, porque esa planta crece lo bastante para interceptar el aire, pero no lo suficiente para proteger a uno contra los rayos del sol. El edificio estaba en la parte superior de una colina de piedra, en una terraza todavía firme y sólida. Constaba de dos cuerpos, formando el techo de la inferior la plataforma del superior, con un ramal de escaleras que se halla destruido y arruinado. El edificio superior tenía un departamento grande en el centro, y otro pequeño de cada lado, bastante cubiertos de escombros: de uno de ellos nos expulsó un enjambre de avispas, y de otro salió un buitre tierno haciendo un ruido extraordinario y abriéndose paso, con las alas sin plumas todavía, hasta la puerta exterior. Desde la terraza se obtenía una pintoresca vista de las colinas cubiertas de arboleda, de la casa grande y de la elevada muralla, de que he hecho referencia anteriormente. Había una distancia tal vez de tres o cuatro millas, y todo el terreno intermedio estaba cubierto de maleza. En tiempo de la seca, cuando el follaje no impide la vista, los indios lo habían cruzado en todas direcciones, y decían que no había un solo vestigio de edificios antiguos en todo aquel trecho. Habiendo encontrado tan cercanos entre sí los restos de las habitaciones antiguas, se me hacía duro creer que existiesen ciudades distintas e independientes dentro de un espacio tan corto; y, sin embargo, todavía parece más difícil imaginarse que una sola ciudad se comprendiese dentro de los límites de estos edificios, distantes entre sí hasta cuatro millas, y que la desolada región intermedia hubiese estado ocupada antiguamente por una numerosa y activa población. Dejamos este sitio, montamos de nuevo a caballo, reasumimos nuestro camino, y, pasando por medio del rancho, como a cerca de una milla de allí, llegamos al pozo o cenote, cuya fama había venido a nuestros oídos desde la primera vez que estuvimos en Chaac. Cerca de la boca había algunos hermosos árboles de ceiba, que extendían en derredor sus prolongadas ramas, bajo de las cuales se veían varios grupos de indios aderezando sus calabazos y antorchas para descender al pozo: otros que acababan de salir se enjugaban el sudor que les bañaba el cuerpo. Observamos que allí no había mujeres, sin embargo de que por toda la provincia son ellas las que sacan el agua y siempre se las ve alrededor de los pozos, pero se nos dijo que jamás entraba una sola mujer en el pozo de Chaac, siendo los hombres los que estaban encargados de proporcionar agua al rancho; y ya esto solo era un indicante de que aquel pozo era de un carácter extraordinario. Habíamos llevado un rollo de hilo; hicimos desde luego los necesarios preparativos para descender, y aligeramos nuestro vestido para acercarlo en lo posible al que usaban los indios. Nuestro primer movimiento fue entrar en un hoyo bajando por una escalera perpendicular, a cuya extremidad inferior nos encontramos de repente con una gran caverna. Precedíannos los guías con antorchas de tah encendidas, y de esa suerte llegamos a un segundo descenso casi tan perpendicular como el primero, que lo recorrimos por medio de una escalera plana pegada a la roca. Caminando hasta una corta distancia más allá, siempre descendiendo y siguiendo a nuestros guías, vimos desaparecer las antorchas por otro nuevo agujero que también tuvimos que bajar por medio de una ruda y prolongada escalera. Al pie de ésta, la roca estaba húmeda y resbalosa, y tan estrecha que apenas había sitio para dar vuelta y tomar otra escalera que descendía por el mismo agujero, que era allí tan reducido y pequeño, que tocábamos las paredes con los codos asentando las manos en las caderas. En aquellos momentos nuestros indios estaban fuera del alcance de nuestra vista; y, sintiendo en medio de tan profunda oscuridad que sólo a tientas podíamos bajar la escalera, dimos voces para que se detuviesen: ellos nos respondieron con gritos lejanos, que salían directamente bajo de nosotros; detuvímonos a mirar, y percibimos las antorchas, como pequeñas chispas de fuego, que vagaban como a una interminable distancia allá abajo. Al pie de esta escalera había una ruda plataforma o descanso, que servía para facilitarse recíprocamente el paso los que subían y bajaban. Un grupo de indios desnudos, palpitando y sudando bajo el peso de sus calabazos, estaban allí esperando que dejásemos vacante la escalera para emprender la ascensión; y todavía, en medio de este formidable abismo, oprimidas las espaldas con la carga, ceñidas las frentes con el mecapal, jadeando de fatiga y de calor, abatían sus antorchas y mostraban su obediencia a la sangre del hombre blanco. Al bajar la próxima escalera, brillaban las antorchas sobre nuestras cabezas y debajo de nuestros pies, iluminando la densa oscuridad. Todavía tuvimos otra escalera más que bajar, y la profundidad de este último agujero era tal vez de doscientos pies. A la extremidad inferior de esta escalera se veía a la derecha una abertura, desde la cual penetramos a un bajo y estrecho pasadizo que nos fue necesario atravesar arrastrándonos sobre las manos y rodillas. Con la fatiga y el humo de las antorchas el calor era casi insoportable. El pasadizo se dilataba y estrechaba alternativamente, descendiendo sobre un terreno escabroso y siempre tan bajo, que con los hombros tocábamos el techo. Abríase éste, sobre una gran hendidura hacia un lado, pasada la cual llegamos a otro agujero perpendicular, que descendimos por unos escalones cortados en la misma roca. Desde allí se desarrollaba otro pasadizo bajo y tortuoso, y al fin, casi sofocados por el calor y el humo, llegamos a una pequeña abertura en que estaba el pozo o depósito de agua. El sitio estaba concurrido de indios ocupados en llenar sus calabazos, y se sobresaltaron al ver nuestras caras blancas cubiertas de humo, como si el demonio hubiese descendido entre ellos. Sin duda era ésa la primera vez que el pie de un hombre blanco había llegado hasta aquel pozo. A nuestro regreso medimos la distancia yendo delante el Dr. Cabot con un cordel como de cien pies, atravesando por los ásperos pasadizos, frecuentemente fuera de mi vista y del alcance de mi voz. Seguíale yo con un indio encargado de tirar el cordel, mientras que me ocupaba en hacer las notas. Otros dos indios me acompañaban con largas teas encendidas, quienes cuantas veces me detenía yo a escribir o se mantenían tan lejos que la luz de nada me servía, o me acercaban ésta al rostro hasta el punto de tostarme la piel o dejarme ciego con el humo. Yo estaba como en un baño de vapor: el rostro y las manos estaban ennegrecidos del humo, e incrustados de lodo; gruesas gotas de sudor caían sobre mi libro, cuyas hojas quedaron pegadas y entretejidas por la suciedad de las manos, de tal suerte que mis notas vinieron a ser casi inútiles. Es indudable que esas notas eran imperfectas; pero yo no creo que sea posible, ni con los detalles más exactos, formarse una idea del carácter de esta caverna con sus profundos agujeros y pasadizos a través de un lecho de roca, ni de la extraña escena presentada por los indios marchando con sus antorchas y calabazos, sin murmurar ni quejarse, a su diaria tarea de buscar, en lo profundo de las entrañas de la tierra, uno de los grandes elementos de la vida. La distancia, tal cual la atravesamos con sus escaleras, subidas y bajadas, estrechos y tortuosos pasadizos, pudiera muy bien computarse en media legua, según la representaban los indios; por las medidas que tomamos, no excedía, sin embargo, de mil quinientos pies, que es casi igual a la longitud del parque en el frente que da sobre Broadway. No puedo presentar la verdadera medida perpendicular desde la superficie de la tierra hasta el lecho del agua, pero alguna idea puede formarse de estos pasadizos con el hecho de que los indios no conducen sus calabazos en los hombros, porque con la inclinación del cuerpo podrían romperlos contra el techo o rodarles sobre la cabeza, sino que los llevan con unas correas sujetas a la frente y tan largas, que los calabazos quedan más abajo de las caderas, de manera que, cuando se arrastran sobre las manos y los pies, su carga no exceda ni una línea del nivel de sus espaldas. Y este pozo no era, como el de Xkooch, un sitio en que se presentaba por casualidad un indio vagabundo, ni tampoco un depósito de aguas meramente tradicional de alguna ciudad antigua. No; era el pozo regular de donde únicamente se abastecía de agua toda una población viva. El rancho de Chaac dependía enteramente de él; y en la estación de la seca también se auxiliaba de allí el rancho Chaví, que está a tres millas de distancia. La paciente industria de un pueblo semejante puede suponerse muy bien que había levantado las inmensas terrazas y las grandes construcciones de piedra desparramadas sobre la superficie del país. Nosotros consumimos un calabazo de agua en lavarnos y apagar la sed; y, cuando caminábamos de vuelta dirigiéndonos hacia el rancho Chaví, establecimos la conclusión de que el ser admitidos en la comunidad de este pueblo exclusivo, no era por cierto un gran privilegio, supuesto que quien lo obtuviese tendría que estar sujeto, por seis meses en el año, a un descenso diario en el pozo subterráneo de Chaac. Llegamos al rancho a muy buen tiempo. Mr. Catherwood había concluido sus dibujos y Bernardo tenía lista la comida. Nada había, pues, que nos detuviese: mandamos a los cargadores que se adelantasen con nuestro equipaje, y a las dos y media estábamos de nuevo en camino buscando otras ciudades arruinadas. El lector tiene ya alguna idea de lo que son los caminos reales en este país. Pues bien, comparados con los que encontramos al dejar el rancho Chaví, eran unas verdaderas carreteras inglesas. En efecto, no eran más que una vereda practicada a través de los bosques con sólo cortar las ramas de los árboles a una altura apenas suficiente para dar paso a un indio con su carga de maíz. Ya se nos había hecho saber que era muy difícil andar a caballo por allí; y así nos vimos obligados a andar huyendo la cabeza e inclinando el cuerpo para evitar las ramas, y aun alguna vez nos encontramos detenidos por una rama tan gigantesca de algún árbol, que fue preciso apearse del caballo. A la distancia de dos leguas llegamos al rancho Sacnicté, cuyos habitantes indios eran los de más cerril apariencia que hubiésemos visto hasta allí. A nuestra entrada, todas las mujeres corrieron a ocultarse, y los hombres, agachándose en el suelo con la cabeza descubierta y el negro cabello colgándoles sobre los ojos, nos contemplaban con un asombro estúpido. Continuaba la misma escasez de agua, y el rancho carecía de ella: no había allí pozo de ninguna especie, antiguo o moderno, y los habitantes se proveían en Sabacché, a una distancia de seis millas. Esta provisión se traía diariamente a lomo de indios; y, sin embargo, en una región tan árida y destituida de aquel elemento, todavía se encontraba una prueba palpitante de una población antigua: allí existían las desoladas ruinas de otra ciudad. Algo más allá de las afueras del rancho, en un terreno despejado para una milpa, se presentaban en plena vista y sin obstáculo dos antiguos edificios. La milpa tenía un cercado, y se hallaba cubierta de un tahonal: atamos los caballos a los troncos de los tahes, y, dejándolos allí para que comiesen las flores, seguimos una vereda que guiaba a los edificios. El de la izquierda estaba construido en una terraza, fuerte aún y sólida, y por fortuna limpia de árboles, aunque algunos de ellos crecían en la parte superior. Tenía cinco departamentos: la fachada que decoraba la parte alta de la cornisa había caído enteramente; y entre puerta y puerta se veían los fragmentos de unas pequeñas columnas embebidas en el muro. Al otro lado de la milpa estaba el segundo edificio, con una elevada y sólida muralla o pared, idéntica a la que vimos en Zayí, extraordinaria en su apariencia e incomprensible en sus usos y objeto. Por la práctica y facilidad que habíamos adquirido, poco tiempo nos bastó para el examen de este sitio, y, con un nombre más añadido a nuestra lista de ciudades arruinadas, montamos a caballo y proseguimos la jornada. A las cinco y media de la tarde llegamos al rancho Sabacché, situado en el camino real de Ticul a Bolonchén, y habitado exclusivamente de indios. La casa real descollaba en una elevación sobre un terreno despejado y abierto. Era una casa de guano y paredes de barro con una mesa y bancos en la parte interior, y una enramada en la parte exterior. En su conjunto, era la de mejor apariencia y moblaje de cuantas habíamos encontrado hasta allí, y, según supimos después, esto era debido a la circunstancia particular de que la tal casa, además de los otros usos a que estaba destinada, servía también de residencia a la dueña o señora del rancho en sus visitas anuales, pero es más grave e interesante el hecho de que este rancho se distinguía por la existencia de un pozo, cuya vista nos agradó mucho más de lo que pudiera agradar a un viajero el hallarse en el mejor hotel de los países civilizados. Las espinas y zarzas nos habían destrozado la piel, y las garrapatas se habían cebado en nuestros cuerpos: necesitábamos, pues, del refrigerio de un baño. Al punto obtuvieron nuestros caballos el beneficio de él, como que en ese país, en donde casi se desconoce la almohaza y la escobilla es de poco uso, los caballos no tienen más refrigerio que el del baño. El pozo había sido construido por la actual propietaria, y antes de este suceso los indios tenían que acudir a la hacienda Tabí, distante seis millas de allí, en demanda de agua. Además de su valor e importancia intrínseca, presentaba un vivo y curioso espectáculo. Un grupo de indios estaba alrededor de él. Allí no había máquinas o apoyos de ninguna especie para hacer elevar el agua, sino que cruzaba la boca una enorme viga cilíndrica apoyada en dos postes, desde la cual las mujeres hacían bajar y subir sus pequeños baldes o cubos. Cada mujer llevaba y traía consigo un cubo y soga, formándose con ésta una especie de peinado o adorno y dejando arrastrar una de sus puntas. Cerca del pozo estaba la cabaña del alcalde, cercada de una ruda empalizada, y dentro de la cual había perros, cerdos, pavos y gallinas, todos los cuales formaban una terrible zambra en el momento en que entramos. El patio estaba cubierto de naranjos, cargados a la sazón de frutas maduras y de un tamaño poco común. Bajo uno de esos árboles había una larga hilera de quijadas y colmillos de jabalí, trofeos de la caza y recuerdo de las hazañas de los perros. El ladrido de éstos atrajo al alcalde hasta las puertas de la casa: era un viejo gordo y valetudinario, aparentemente rico y que estaba mortificado por el ruido que hacían sus animales; recibionos con dulzura y humildad. Ante todas cosas, entablamos una negociación para la compra de algunas naranjas, que nos vendió a treinta por medio real, con la estipulación de que fuesen todas las mejores y de las más grandes que tenían los árboles; después de lo cual, apoyándose el buen alcalde en su bastón, encaminose a la casa real, dispuso que se barriese y designó algunos indios para servirnos. Si él no estaba muy alegre, sabía infundir la alegría en su pueblo supliendo a todas las deficiencias con deferencia y respeto. Hacía una noche bellísima, y preparamos la mesa de cenar bajo la enramada. El anciano alcalde permaneció en nuestra compañía, y un grupo de indios se sentó en las escaleras, no como la orgullosa e independiente raza de Chaví, sino reconociéndose como criados o sirvientes obligados a obedecer las órdenes de la ama. La señora era a sus ojos una copia en miniatura de la reina Victoria. Había allí unos cincuenta y cinco labradores obligados a preparar, sembrar y cosechar para ella diez mecates de milpa cada uno. Cada mecate produce diez cargas de maíz, sacando por todo quinientas cincuenta cargas, que, vendidas al precio ordinario de tres reales por carga, dan una renta anual a esta señora de cerca de doscientos pesos; pero esto da más poder e influjo, que el que pudiera dar el dinero y las tierras en nuestro país, por mayor que se pusiese la cantidad o extensión del uno y de las otras. Siendo los tales criados electores libres e independientes, en cualquier emergencia podían calcularse cincuenta y cinco votos en favor del principio que apoyase la señora. Hechos los arreglos para el siguiente día, entramos en la casa y cerramos la puerta. Pasado algún tiempo, el viejo alcalde envió a pedirnos permiso para retirarse a su casa, porque ya tenía mucho sueño; concedímoselo de buena voluntad, y por orden suya tres o cuatro indios colgaron sus hamacas bajo la enramada para hallarse cerca de nosotros, por si acaso se nos ofrecía algo. Durante la noche sentimos bastante frío; y con las ligeras cubiertas que habíamos llevado en nuestro equipaje, trabajo nos costó encontrarnos en una situación confortable. Por la mañana, muy temprano, hallamos alrededor de la puerta una numerosa reunión de indios preparada ya para escoltarnos a las ruinas. En los suburbios del rancho apartámonos hacia la izquierda, y pasamos por entre las cabañas de los habitantes, perdidas casi entre la arboleda y decoradas en las puertas de muchas macetas de barro cubiertas de vegetales, y puestas fuera del alcance de los cerdos. Después de cruzar el último cercado, entramos en un bosque espeso. Como por un movimiento instintivo, cada indio desenvainó su machete, y en pocos minutos quedó practicada una vereda que nos guió al pie de un pequeño edificio no muy rico en adornos, pero de buen gusto. Tenía algunos puntos de diferencia con los que habíamos visto hasta allí, era muy pintoresco y estaba enteramente cubierto de árboles. En uno de los ángulos del techo un buitre había fabricado su nido, y en el momento de acercarnos salió volando, no sin lanzar hacia abajo algunas miradas como de azoramiento. Dimos nuestras instrucciones, todos los indios se pusieron a trabajar con sujeción a ellas y en poco tiempo la pequeña terraza del frente quedó despejada. Yo no esperaba tan gran número de indios, y, no sabiendo cómo podría aprovecharme del servicio de tantos como se habían reunido, les dije que yo no tenía necesidad del trabajo de todos ellos, y que únicamente pagaría a los que yo mismo comprometiese a prestarme sus servicios. Detuviéronse todos, y, cuando el espíritu de mis palabras les fue debidamente explicado, dijeron que eso no traería ninguna diferencia. Pusiéronse de nuevo a trabajar, y el machete cayó otra vez sobre los troncos con una actividad nunca vista por nosotros hasta allí. En media hora apareció un espacio despejado, suficiente para que Mr. Catherwood colocase cómodamente su cámara lúcida. La misma destreza y prontitud mostraron para preparar un sitio en que estuviese en pie, con media docena de indios que estaban prontos para sostener una sombrilla que le protegiese contra los rayos del sol. El edificio tenía una sola puerta de entrada, que conducía a una cámara de veinticinco pies de largo y diez de ancho; sobre la puerta había una porción de pared lisa y sin adorno, y encima una cornisa soportando doce pequeñas pilastras con adornos diamantinos en los intermedios y, sobre ésta, otra y otra más, formando en todo cuatro cornisas en un orden que jamás habíamos visto antes. Mientras Mr. Catherwood estaba haciendo su dibujo, los indios permanecían alrededor, a la sombra de los árboles, mirándole quieta y respetuosamente y haciéndose entre sí mutuas observaciones. Todos ellos pertenecían a una bella raza. Algunos, particularmente un viejo de elevada talla, tenían faces nobles y romanas, y parecían poseer más respetabilidad de apariencia, que la que cumplía a hombres que no gastaban pantalones. En esto, una enorme iguana, doblando el ángulo del edificio, corrió a lo largo del frente y se introdujo en una abertura sobre la puerta ocultando todo el cuerpo, pero dejando fuera la cola. Entre aquellas gentes, muy vecinas al estado natural, este reptil es un platillo delicado, y con su presencia estaba provocando una cena para algunos de ellos. Los machetes salieron al punto de la vaina, y cortando algunos matojos, formaron un gancho, claváronlo contra la pared y enganchando la cola, tiraron de ella; pero el animal se sostuvo con los pies, lo mismo que si formase parte del edificio. Todos los indios, uno en pos de otro, tiraron con fuerza de la cola; al fin, dos de ellos reunieron sus esfuerzos y arrancaron la cola a raíz, que medía pie y medio de largo, quedándose con ella en las manos. El animal parecía entonces más fuera del alcance de sus perseguidores, pues todo su cuerpo permaneció oculto en la pared; más no por eso logró escaparse. Los indios derribaron la mezcla con sus machetes y dilataron el agujero hasta descubrir los pies traseros del reptil: entonces tiraron del cuerpo por medio de los pies, y, aunque la iguana sólo podía sostenerse con los delanteros, todavía opuso tal resistencia, que los indios no lograron su objeto. Entonces desataron las cuerdas de sus cacles y atando los pies del animal tiraron con fuerza hasta que casi a punto de partirse, como había sucedido con la cola, salió por fin el cuerpo. Aseguráronle después con una apretadura en la mitad de él y le rompieron el espinazo y los huesos de las piernas para que no pudiese correr más, abriéronle las mandíbulas, manteniéndolas separadas con una pequeña estaca puntiaguda a fin de que no mordiese, y entonces lo arrojaron a un lado en la sombra. Esta refinada crueldad era con el objeto de evitar la necesidad de dar muerte a la iguana, porque muerta habría quedado incomible en aquel clima ardiente, mientras que, mutilada y destrozada, podía vivir aún hasta la noche. Concluida esta operación, nos trasladamos en cuerpo, conduciendo la iguana hasta el próximo edificio que estaba situado como a un cuarto de milla en diferente dirección, y se hallaba materialmente sepultado dentro de los bosques. Era de setenta y cinco pies de largo, con tres puertas de entrada que conducían a otros tantos departamentos. Una gran parte del frontispicio había caído y, con alguna ligera diferencia en los pormenores del adorno, su carácter era el mismo que el de todos los demás edificios, y ofrecía el mismo conjunto agradable. En el techo crecían dos plantas de maguey o agave americana, que en nuestra latitud se habrían tenido por plantas centenarias, mientras que bajo el sol ardiente de los trópicos se reproducen cada cuatro o cinco años. Cuatro especies hay de esa planta en Yucatán: el maguey de que se hace el pulque, bebida común en todas las provincias mexicanas, y que tomada con exceso produce embriaguez; el henequén, que produce el artículo conocido en nuestros mercados con el nombre de Sisal hemp; la zabila, con la cual las indias destetan a sus hijos, cubriéndose el pecho con el jugo, que es de un sabor amarguísimo; y la pita, que tiene pencas dos veces más largas que la zabila, y de la cual se extrae una hebra muy blanca y delicada. Estas plantas, en algunas o todas de sus variedades, se encuentran siempre en las cercanías de las ruinas formando alrededor de ellas un muro de espinas, que nos veíamos obligados a cortar a fin de llegar a los edificios. Mientras que Mr. Catherwood estaba ocupado en dibujar esta estructura, los indios nos dijeron que había otras dos a distancia como de media legua. Escogí dos que me sirviesen de guías, y con el mismo contento que habían mostrado en todo lo demás se presentaron nueve voluntarios para acompañarme. Tuvimos una buena vereda por casi todo el tránsito, hasta que los indios me designaron un objeto blanco que apenas se distinguía a través de los árboles, empleando de nuevo con fuerza gutural la familiar expresión de Xlab-pak. En pocos minutos abrieron un paso hasta el edificio. Era éste mayor que el último, con el frontispicio adornado de la misma manera y muy destruido, si bien presentaba un interesante espectáculo. Como no estaba muy cubierto de árboles, nos pusimos desde luego a trabajar en despejarlo; pero dejamos la obra para ir en busca del otro edificio, respecto del cual los indios me habían hecho formar cierta curiosa expectación, porque me lo habían descrito como muy nuevo. Estaba situado en la misma vereda, a la izquierda, y separado de nosotros por un gran tahonal, a cuyo través tuvimos que cortar un camino de algunos centenares de yardas para arribar al pie de la terraza. Los muros estaban intactos y eran muy macizos; pero, habiendo subido, sólo encontramos un pequeño edificio de dos departamentos, el frente destruido y las puertas cubiertas de escombros, sin que hubiese allí señal ni motivo ninguno para suponerle más nuevo o moderno que los demás. Después de sabido, lo que por cierto pude saber desde entonces con sólo haber preguntado, que le llamaban muy nuevo, porque los indios le habían descubierto apenas hacia doce años mientras tumbaban el monte para su milpa, hasta cuyo tiempo les era tan desconocido como el resto del universo. Esta especie da grave peso a la consideración que se me había presentado muy a menudo de que muchas ciudades semejantes a las ya conocidas podían existir sepultadas en los bosques, perdidas y ocultas, que acaso nunca llegarán a descubrirse. Sobre los muros de este desolado edificio aparecían las impresiones de la mano roja. Jamás vi sin interés este vestigio: era la impresión de una mano con vida, que siempre me aproximaba a los constructores de estas ciudades; y, en medio de la soledad, ruinas y desolación figurábaseme que allí inmediato, detrás de alguna cortina, se ocultaba la mano en actitud de saludar al curioso. Estos vestigios eran mayores de los que yo había visto hasta allí. En algunos lugares los medí con mi propia mano, extendiendo los dedos en la misma forma en que aparecían extendidos los de la mano sobre la pared. Los indios decían que esa mano era la del amo o dueño del edificio. El misterioso interés que a mis ojos tenía la mano roja ha llegado a tomar una forma más definida. Yo he sabido que en la colección de curiosidades indias formada por Mr. Cattin, durante una residencia larga entre nuestras tribus norteamericanas, hay una tienda que le fue presentada por el jefe de la antes poderosa y hoy extinguida raza de los mandans, la cual representa entre otros signos dos vestigios de la mano roja; y he sabido, además, que dicho vestigio se ve constante sobre los vestidos de búfalo y otras pieles de animales salvajes traídos por los cazadores de las Montañas Rocallosas, y que en efecto es un símbolo común y reconocido entre todos los actuales indios americanos del Norte. No hago mención de estos hechos, como conocidos por mí, sino con la esperanza y el deseo de llamar la atención de aquellas personas que pudieran tener la oportunidad de verificarlos, y permítaseme indicar la consideración interesante de que, si es verdad que en esa tienda y esos vestidos de piel de búfalo se ven los vestigios de la mano roja, eso pone en contacto a nuestras tribus errantes del Norte con las naciones comparativamente civilizadas que han construido las ciudades del Sur; y que, si hasta hoy nuestros indios norteamericanos usan de ese signo como un símbolo, su significado puede comprenderse con la explicación de testigos que viven aún, y con eso, un rayo de luz, atravesando la oscuridad de las edades pasadas, puede caer hoy sobre esos misteriosos e incomprensibles caracteres, que dejan confundido y perplejo al extranjero que se acerca a los muros de las desoladas ciudades del Sur. A mi vuelta al rancho supe la causa de la extraordinaria distinción que se nos había mostrado, que, sin embargo de haberla recibido como una cosa corriente, no había dejado, en efecto, de llamarnos la atención. Nuestras incursiones en las cercanías habían gozado de cierta notoriedad. La visita preliminar de Albino y nuestras intenciones habían llegado a oídos de la señora, y la noche anterior a nuestro arribo al rancho los indios habían recibido órdenes terminantes de que se pusiesen a nuestra disposición; y esta fina y delicada manera de prestar un servicio es uno de los muchos rasgos de bondad que tengo que agradecer a los ciudadanos de Yucatán. El anciano alcalde estuvo en nuestra compañía otra vez hasta que le dio sueño; y entonces nos pidió permiso para retirarse a su cabaña, dejando, como la noche precedente, cuatro o cinco indios que colocaron sus hamacas bajo la enramada.
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CAPÍTULO II Del modo de cómputo y calendario que usaban los mexicanos Comenzando pues, por el repartimiento de los tiempos y cómputo que los indios usaban, que es una de las más notorias muestras de su ingenio y habilidad, diré primero de qué manera contaban y repartían su año los mexicanos, y de sus meses y calendario, y de su cuenta de siglos o edades. El año dividían en diez y ocho meses; a cada mes daban veinte días, con que se hacen trescientos y sesenta días, y los otros cinco que restan para cumplimiento del año entero, no los daban a mes ninguno, sino contábanlos por sí, y llamábanlos días baldíos, en los cuales no hacía la gente cosa alguna, ni acudían al templo; sólo se ocupaban en visitarse unos a otros, perdiendo tiempo, y los sacerdotes del templo cesaban de sacrificar; los cuales días cumplidos, tornaban a comenzar la cuenta de su año, cuyo primer mes y principio era por marzo, cuando comienza a reverdecer la hoja, aunque tomaban tres días de febrero, porque su primer día del año era a veinte y seis de febrero, como consta por el calendario suyo, en el cual está incorporado el nuestro con notable cuenta y artificio, hecho por los indios antiguos que conocieron a los primeros españoles, el cual calendario yo vi y aún lo tengo en mi poder, que es digno de considerar para entender el discurso y habilidad que tenían estos indios mexicanos. Cada uno de los diez y ocho meses que digo, tiene su nombre especial, y su pintura y señal propria, y comúnmente se tomaba de la fiesta principal que en aquel mes se hacía, o de la diferencia que el año va entonces causando. Y para todas sus fiestas, tenían sus ciertos días señalados en su calendario. Las semanas contaban de trece en trece días, y a cada día señalaban con un cero, o redondo pequeño, multiplicando los ceros hasta trece, y luego volvían a contar uno, dos, etc. Partían también los años de cuatro en cuatro signos, atribuyendo a cada año un signo. Estas eran cuatro figuras: la una de casa, la otra de conejo, la tercera de caña, la cuarta de pedernal, y así las pintaban y por ellas nombraban el año que corría, diciendo: "A tantas casas o a tantos pedernales de tal rueda, sucedió tal y tal cosa"; porque es de saber que su rueda, que es como siglo, contenía cuatro semanas de años, siendo cada una de trece, de suerte que eran por todos, cincuenta y dos años. Pintaban en medio un sol, y luego salían de él en cruz cuatro brazos o líneas hasta la circunferencia de la rueda, y daban vuelta de modo que se dividía en cuatro partes la circunferencia, y cada una de ellas iba con su brazo de la misma color, que eran cuatro diferentes, de verde, de azul, de colorado, de amarillo, y cada parte de éstas tenía sus trece apartamientos con su signo de casa, o conejo o caña, o pedernal, significando en cada uno su año, y al lado pintaban lo sucedido en aquel año. Y así vi yo en el calendario que he dicho, señalado el año que entraron los españoles en México, con una pintura de un hombre vestido a nuestro talle, de colorado, que tal fue el hábito del primer español que envió Hernando Cortés. Al cabo de los cincuenta y dos años que se cerraba la rueda, usaban una ceremonia donosa, y era que la última noche quebraban cuantas vasijas tenían y apagaban cuantas lumbres había, diciendo que en una de las ruedas había de fenecer el mundo, y que por ventura sería aquella en que se hallaban, y que pues se había de acabar el mundo, no habían de guisar ni comer, que para qué eran vasijas ni lumbre, y así se estaban toda la noche, diciendo que quizás no amanecería más, velando con gran atención todos para ver si amanecía. En viendo que venía el día, tocaban muchos atambores, y bocinas y flautas, y otros instrumentos de recocijo y alegría, diciendo que ya Dios les alargaba otro siglo, que eran cincuenta y dos años, y comenzaban otra rueda. Sacaban el día que amanecía, para principio de otro siglo, lumbre nueva, y compraban vasos de nuevo, ollas y todo lo necesario para guisar de comer, e iban todos por lumbre nueva, donde la sacaba el sumo sacerdote, precediendo una solemnísima procesión en hacimiento de gracias, porque les había amanecido y prorrogádoles otro siglo. Este era su modo de contar años, y meses y semanas y siglos.
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Capítulo II Llegada de los españoles Que los primeros españoles que llegaron a Yucatán, según se dice, fueron Gerónimo de Aguilar, natural de Écija, y sus compañeros, los cuales, el año de 1511, en el desbarato del Darien por las revueltas entre Diego de Nicuesa y Vasco Núñez de Balboa, siguieron a Valdivia que venía en una carabela a Santo Domingo, a dar cuenta al Almirante y al Gobernador de lo que pasaba, y a traer 20 mil ducados del rey; y que esta carabela, llegando a Jamaica, dio en los bajos que llaman de Víboras donde se perdió, no escapando sino 20 hombres que con Valdivia entraron en un batel sin velas y con unos ruines remos y sin mantenimiento alguno anduvieron trece días por la mar. Después de muertos de hambre casi la mitad, llegaron a la costa de Yucatán, a una provincia que llaman de la Maya, de la cual la lengua de Yucatán se llama mayathan, que quiere decir lengua de maya. Que esta pobre gente vino a manos de un mal cacique, el cual sacrificó a Valdivia y a otros cuatro a sus ídolos y después hizo banquetes (con la carne) de ellos a la gente, y que dejó para engordar a Aguilar y a Guerrero y a otros cinco o seis, los cuales quebrantaron la prisión y huyeron por unos montes. Y que dieron con otro señor enemigo del primero y más piadoso, el cual se sirvió de ellos como de esclavos; y que el que sucedió a este señor los trató con buena gracia, pero que ellos, de dolencia, murieron quedando solos Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, de los cuales Aguilar era buen cristiano y tenía unas horas por las cuales sabía las fiestas. Y que éste se salvó con la ida del marqués Hernando Cortés, el año de 1519, que Guerrero, como entendía la lengua, se fue a Chectemal, que es la Salamanca de Yucatán, y que allí le recibió un señor llamado Nachancán, el cual le dio a cargo las cosas de la guerra en que (est)uvo muy bien, venciendo muchas veces a los enemigos de su señor, y que enseñó a los indios pelear mostrándoles (la manera de) hacer fuertes y bastiones, y que con esto y con tratarse como indio, ganó mucha reputación y le casaron con una muy principal mujer en que hubo hijos; y que por esto nunca procuró salvarse como hizo Aguilar, antes bien labraba su cuerpo, criaba cabello y harpaba las orejas para traer zarcillos como los indios y es creíble que fuese idólatra como ellos. Que el año de 1517, por cuaresma, salió de Santiago de Cuba Francisco Hernández de Córdoba con tres navíos a rescatar esclavos para las minas, ya que en Cuba se iba apocando la gente. Otros dicen que salió a descubrir tierra y que llevó por piloto a Alaminos y que llegó a la Isla de Mujeres, que él puso este nombre por los ídolos que allí halló de las diosas de aquella tierra como Aixchel, Ixchebeliax, Ixbunic, Ixbunieta, y que estaban vestidas de la cintura abajo y cubiertos los pechos como usan las indias; y que el edificio era de piedra, de que se espantaron, y que hallaron algunas cosas de oro y las tomaron. Y que llegaron a la punta de Cotoch y que de allí dieron vuelta hasta la bahía de Campeche donde desembarcaron (el) domingo de Lázaro, y que por esto la llamaron Lázaro. Y que fueron bien recibidos por el señor, y que los indios se espantaban de ver los españoles y les tocaban las barbas y personas. Que en Campeche hallaron un edificio dentro de la mar, cerca de tierra, cuadrado y gradado todo, y que en lo alto estaba un ídolo con dos fieros animales que le comían las ijadas, y una sierpe larga y gorda de piedra que se tragaba un león; y que los animales estaban llenos de sangre de los sacrificios. Que desde Campeche entendieron que había cerca un pueblo grande que era Champotón, donde llegados hallaron que el señor se llamaba Mochcouoh, hombre belicoso que lanzó a su gente contra los españoles, lo cual pesó a Francisco Hernández viendo en lo que había de parar; y que por no mostrar poco ánimo, puso también su gente en orden e hizo soltar artillería de los navíos; y que aunque a los indios les fue nuevo el sonido, humo y fuego de los tiros, no dejaron de acometer con gran alarido; y los españoles resistieron dando muy fieras heridas y matando a muchos. Pero que el señor animó tanto (a los indios) que hicieron retirar a los españoles y que mataron a veinte, hirieron a cincuenta y prendieron dos vivos que después sacrificaron. Y que Francisco Hernández salió con treinta y tres heridas y que así volvió triste a Cuba, donde público que la tierra era muy buena y rica por el oro que halló en la Isla de Mujeres. Que estas nuevas movieron a Diego Velázquez, gobernador de Cuba, y a otros muchos, y que envió a su sobrino Juan de Grijalva con cuatro navíos y doscientos hombres; y que fue con él Francisco de Montejo cuyo era uno de los navíos, y que partieron el primero de mayo de 1518. Que llevaron consigo al mismo piloto Alaminos, y llegaron a la isla de Cuzmil, desde la cual el piloto vio Yucatán; y como la otra vez, con Francisco Hernández, la había corrido a la mano derecha, quiso bojarla, (para comprobar) si fuere isla, y echó a mano izquierda siguiendo por la bahía que llamaron de la Ascensión porque en tal día entraron en ella; y que dieron la vuelta a toda la costa hasta llegar otra vez a Champotón donde sobre tomar agua les mataron un hombre y les hirieron cincuenta, entre ellos a Grijalva, de dos flechas, y le quebraron diente y medio. Y que así se fueron y nombraron a este puerto el Puerto de la Mala Pelea; y en este viaje descubrieron la Nueva España, y Pánuco y Tabasco, y que con esto gastaron cinco meses, y quisieron saltar a tierra en Champotón, lo cual les estorbaron los indios con tanto coraje que en sus canoas entraban hasta cerca de las carabelas a flecharlos, y que así se hicieron a la vela y los dejaron. Que cuando Grijalva tornó a su descubrimiento y rescate de Tabasco y Ulúa, estaba en Cuba el gran capitán Hernando Cortés y que oyendo la nueva de tanta tierra y tantas riquezas deseó verlas y aun ganarlas para Dios y para su rey, para sí y para sus amigos. Que Hernando Cortés salió de Cuba con once navíos de los cuales el mayor era de cien toneladas y que puso en ellos once capitanes siendo él uno de ellos; y que llevaba quinientos hombres y algunos caballos, y mercancías para rescatar, y a Francisco de Montejo por capitán y al dicho piloto Alaminos, piloto mayor de la armada; y que puso en su nao capitana una bandera de fuegos blancos y azules en reverencia a Nuestra Señora, cuya imagen, con la cruz, ponía siempre donde quitaba ídolos; y que en la bandera había una cruz colorada con un letrero en torno que decía: amici sequamur crucem, & si nos habuerimus fidem in hoc signo vincemus. Que con esta flota y no más aparato partió y que llegó a Cuzmil con diez navíos porque el otro se le apartó con una refriega, y que después le recobró en la costa. Que la llegada a Cuzmil fue por la parte del norte y halló buenos edificios de piedra para los ídolos y un buen pueblo, y que la gente viendo tanto navío y salir los soldados a tierra, huyó a los montes. Que llegados los españoles al pueblo lo saquearon y se aposentaron en él, y que buscando gente por el monte toparon con la mujer del señor y con sus hijos, de los cuales, con Melchor, intérprete indio que había ido con Francisco Hernández y con Grijalva entendieron que era la mujer del señor, a la cual y a sus hijos regaló mucho Cortés e hizo enviasen a llamar al señor, al cual venido trató muy bien y le dió algunos donecillos y le entregó su mujer e hijos y todas las cosas que por el pueblo se habían tomado; y que le rogó que hiciese venir los indios a sus casas, y que venidos les hizo restituir a cada uno lo que era suyo; y que después de asegurados les predicó la vanidad de los ídolos y les persuadió que adorasen la cruz, y que la puso en sus templos con una imagen de Nuestra Señora, y que con esto cesaba la idolatría pública. Que Cortés supo allí que unos hombres barbados estaban camino de seis soles en poder de un señor y que persuadió a los indios que los fuesen a llamar, y que halló quien fuese, aunque con dificultad, porque tenían miedo al señor de los barbados. Y escribioles esta carta: "Nobles señores: yo partí de Cuba con once navíos de armada y quinientos españoles, y llegué aquí, a Cuzmil, de donde os escribo esta carta. Los de esta isla me han certificado que hay en esa tierra cinco o seis hombres barbados y en todo a nosotros muy semejables. No me saben decir otras señas, mas por éstas conjeturo y tengo por cierto que sois españoles. Yo y estos hidalgos que conmigo vienen a poblar y descubrir estas tierras, os rogamos mucho que dentro de seis días que recibiereis ésta, os vengáis para nosotros sin poner otra dilación ni excusa. Si viniereis, conoceremos y gratificaremos la buena obra que de vosotros recibirá esta armada. Un bergantín envío para que vengais en él, y dos naos para seguridad." Que los indios llevaron esta carta envuelta en el cabello y la dieron a Aguilar, y que los navíos, porque tardaban los indios más del tiempo del plazo, creyeron que los habrían muerto y se volvieron al puerto de Cuzmil; y que Cortés, sabiendo que ni los indios ni los barbados tornaban, se hizo al otro día a la vela. Mas aquel día se les abrió un navío y les fue necesario tornar al puerto; y que estando aderezando (el navío), Aguilar, recibida la carta, atravesó en una canoa el canal entre Yucatán y Cuzmil y que viéndole los de la armada fueron a ver quién era; y que Aguilar les preguntó si eran cristianos y respondiéndole que sí, y españoles, lloró de placer y puestas las rodillas en tierra dió gracias a Dios y preguntó a los españoles si era miércoles. Que los españoles lo llevaron a Cortés así desnudo como venía, el cual le vistió y mostró mucho amor; y que Aguilar contó allí su pérdida y trabajos y la muerte de sus compañeros y cómo fue imposible avisar a Guerrero, en tan poco tiempo por estar más de ochenta leguas de allí. Que con este Aguilar que era muy buen intérprete, tornó Cortés a predicar la adoración de la cruz y quitó los ídolos de los templos y dicen que hizo esta predicación de Cortés tanta impresión en los de Cuzmil, que salían a la playa diciendo a los españoles que por allí pasaban: María, María; Cortés, Cortés. Que partió Cortés de allí y que tocó de paso en Campeche y no paró hasta Tabasco, donde entre otras cosas e indias que le presentaron los de Tabasco, le dieron una india que después se llamó Marina, la cual era de Xalisco, hija de padres nobles y hurtada de pequeña y vendida en Tabasco; y que de ahí la vendieron también en Xicalango y Champotón donde aprendió la lengua de Yucatán, con la cual se vino a entender Aguilar, y que así proveyó Dios a Cortés de buenos y fieles intérpretes, por donde vino a tener noticia y entrada en las cosas de México, de las cuales la Marina sabía mucho por haber tratado con mercaderes indios y gente principal que hablaban de esto cada día.
contexto
Capítulo II Que trata de la llegada de Pedro de Valdivia al valle de la Nasca, donde estaba el marqués don Francisco Pizarro, y del cargo que le dio Allegado al real Pedro de Valdivia donde fue bien recibido del marqués, y platicando con él como hombre que entendía las cosas de la guerra, y viendo que era persona que se le podría dar y encargar cualquier cargo por importante que fuese, le hizo su maese de campo. Viendo Pedro de Valdivia la voluntad del marqués y la confianza que de él había hecho y viendo los negocios como estaban, tomó cuarenta de a caballo para ir donde Alonso Alvarado estaba. Allegado el maestre de campo Pedro de Valdivia a la provincia de los suras, diez leguas antes de llegar a la puente de Abancay supo como ciertos caballeros de la gente de Alonso de Alvarado, por ser aficionados a la parte del adelantado, hicieron tal pacto y concierto que le dieron la gente a don Diego de Almagro, y apoderado de ella, prendió al capitán Alonso de Alvarado. Sabido este suceso por el maese de campo, hizo vuelta y vínose a ver con el marqués. Sabido el marqués el suceso del dicho cómo el adelantado venía tan pujante, y que para resistir su pujanza no tenía gente, tomó parecer del maese de campo y de los demás capitanes. Retiráronse por sus pareceres a la ciudad de los Reyes con la gente que tenían. Luego en aquella sazón se vino el adelantado con toda su gente y sentó su campo en el gran valle de Chincha, y de allí escribió al marqués a la ciudad de los Reyes. El marqués le respondió, y en las cartas que se escribieron dieron orden en como se vieron en el valle de Mala, y vistos ninguna confederación quedó entre ellos. Luego el adelantado se fue a Chincha, y el marqués se fue al valle del Guarco, donde estaba el uno del otro ocho leguas. Estando allí dieron tal orden que el adelantado soltó a Hernando Pizarro y se fue de Chincha, que son los llanos, y él se fue a la sierra a la provincia de Guaitara, parte muy fuerte y fragosa de sierras. El marqués se fue al valle de Chincha, donde el adelantado había salido. Viendose Hernando Pizarro suelto, entró en si mayor enemistad e insistió a su hermano a mayor odio contra el adelantado, y dieron orden en cómo le seguirían y efectuasen su propósito, y ordenada su gente. Y en lo que había tratado el marqués don Francisco Pizarro a su maestre de campo había conocido de su persona ser hábil y suficiente, de que no estaba poco contento, para los negocios que entre manos tenían. Otro día de mañana fueron en busca del adelantado don Diego de Almagro. Caminando por las sierras ásperas de la provincia de Guaitara allegó con gran trabajo a donde halló un paso muy agro y fuerte. En lo alto de la sierra estaba un capitán que se decía Francisco de Chaves con ciento y cincuenta hombres. E habiendo caminado aquella noche dos leguas de subida acometió el maese de campo a pasar con su gente. Era un camino angosto y el maese de campo Pedro de Valdivia iba una pieza delante con doce hombres. Viéndose en lo más peligroso y cerca de sus enemigos, animó a sus compañeros, dándoles a entender como iban en servicio de Su Majestad y que eran españoles, y que allí se hallaban en parte donde lo habían de haber con sus iguales, y que si no vendían bien sus vidas, que morirían despeñados en aquellas sierras y bravas montañas, que era infamia de nobles, y que ninguno pretendiese la huida ni la tuviese por mejor partido, aunque la oscuridad de la noche se la convidaba. "Y en todo, hermanos míos, más vale y mejor nos será ganar fama de buenos que ser infamados de cobardes". Un poco espacio más adelante marchando por su paso muy asosegadamente tomó tres centinelas que tenía puestas el capitán Francisco de Chaves. Y tomadas y viéndose cerca de donde estaba Francisco de Chaves, dando arma acometió con sus once soldados. Y como la gente de Francisco de Chaves estaba descuidada, diéronse arma y diéronla al adelantado, y como era de noche y tomados de repente, pensaron que el maese de campo Valdivia y sus once españoles era el marqués con toda la gente. Desampararon el sitio y marcharon con toda priesa. Ansí que de esta suerte fueron desbaratados por el maese de campo Pedro de Valdivia y viéndose con la victoria, llamó al marqués que subiese con el campo. Oída la nueva, el marqués venía subiendo por el paso, y en tanto amaneció y vino el día. El adelantado caminó hacia el Cuzco, e por parecer de sus capitanes, don Francisco Pizarro se volvió a la ciudad de los Reyes, dejando el campo encargado a su hermano Hernando Pizarro y a Pedro de Valdivia, su maese de campo. Sabido por ellos que el adelantado iba al Cuzco, caminaron con su gente y asentaron el real en el valle de las Salinas a vista de la ciudad del Cuzco. Como el adelantado los vio, salió a ellos, y dieron una batalla, la cual fue muy crudamente herida de ambas partes, como de mano de españoles, y en fin de ella fue don Diego de Almagro y su gente vencida y desbaratada, y el marqués don Francisco Pizarro vencedor, pues su hermano Hernando Pizarro y el maese de campo Pedro de Valdivia habían vencido. Esta es la batalla que dicen de las Salinas.