Del concierto y orden que se dio en nuestro real para ir contra Narváez, y el razonamiento que Cortés nos hizo, y lo que respondimos Llegados que fuimos al riachuelo que ya he dicho, que estará obra de una legua de Cempoal, y había allí unos buenos prados, después de haber enviado nuestros corredores del campo, personas de confianza, nuestro capitán Cortés a caballo nos envió a llamar, así a capitanes como a todos los soldados, y de que nos vio juntos dijo que nos pedía por merced que callásemos; y luego comenzó un parlamento por tan lindo estilo y plática, tan bien dichas (cierto, otras palabras más sabrosas y llenas de ofertas que yo aquí no sabré escribir); en que nos trajo a la memoria desde que salimos de la isla de Cuba, con todo lo acaecido por nosotros hasta aquella sazón, y nos dijo: "Bien saben vuestras mercedes que Diego Velázquez, gobernador de Cuba, me eligió por capitán general, no porque entre vuestras mercedes no había muchos caballeros que eran merecedores dello; y saben que creístes que veníamos a poblar, y así se publicaba y pregonó; y según han visto, enviaba a rescatar; y saben lo que pasamos sobre que me quería volver a la isla de Cuba a dar cuenta a Diego Velázquez del cargo que me dio, conforme a su instrucción; pues vuestras mercedes me mandasteis y requeristeis que poblásemos esta tierra en nombre de su majestad, como, gracias a nuestro señor, la tenemos poblada, y fue cosa cuerda; y demás desto, me hicisteis vuestro capitán general y justicia mayor della, hasta que su majestad otra cosa sea servido mandar. Como ya he dicho, entre algunos de vuestras mercedes hubo algunas pláticas de tornar a Cuba, que no lo quiero más declarar, pues a manera de decir, ayer pasó, y fue muy santa y buena nuestra quedada, y hemos hecho a Dios y a su majestad gran servicio, que esto claro está; ya saben lo que prometimos en nuestras cartas a su majestad (después de le haber dado cuenta y relación de todos nuestros hechos) que punto no quedó, e que aquesta tierra es de la manera que hemos visto y conocido della, que es cuatro veces mayor que Castilla, y de grandes pueblos y muy rica de oro y minas, y tiene cerca otras provincias; y cómo enviamos a suplicar a su majestad que no la diese en gobernación ni de otra cualquiera manera a persona ninguna; y porque creíamos y teníamos por cierto que el obispo de Burgos don Juan Rodríguez de Fonseca, que era en aquella sazón presidente de Indias y tenía mucho mando, que la demandaría a su majestad para el Diego Velázquez o algún pariente o amigo del Obispo, porque esta tierra es tal y tan buena para dar a un infante o gran señor, que teníamos determinado de no darle a persona ninguna hasta que su majestad oyese a nuestros procuradores, y nosotros viésemos su real firma, e vista, que con lo que fuere servido mandar "los pechos por tierra"; y con las cartas ya sabían que enviamos y servimos a su majestad con todo el oro y plata, joyas e todo cuanto teníamos habido"; y más dijo: "Bien se les acordará, señores, cuántas veces hemos llegado a punto de muerte en las guerras Y batallas que hemos habido. Pues no hay que traerlas a la memoria, que acostumbrados estamos de trabajos y aguas y vientos y algunas veces hambres, y siempre traer las armas a cuestas y dormir por los suelos, así nevando como lloviendo, que si miramos en ello, los cueros tenemos ya curtidos de los trabajos. No quiero decir más de cincuenta de nuestros compañeros que nos han muerto en las guerras, ni de todos vuestras mercedes como estáis entrajados y mancos de heridas que aun están por sanar; pues que les quería traer a la memoria los trabajos que trajimos por la mar y las batallas de Tabasco, y los que se hallaron en lo de Almería y lo de Cingapacinga, y cuántas veces por las sierras y caminos nos procuraban quitar las vidas. Pues en las batallas de Tlascala en qué punto nos pusieron y cuáles nos traían; pues la de Cholula ya tenían puestas las ollas para comer nuestros cuerpos; pues a la subida de los puertos no se les había olvidado los poderes que tenía Montezuma para no dejar ninguno de nosotros, y bien vieron los caminos todos llenos de pinos y árboles cortados; pues los peligros de la entrada y estada en la gran ciudad de México, cuántas veces teníamos la muerte al ojo, ¿quién los podrá ponderar? Pues vean los que han venido de vuestras mercedes dos veces primero que no yo, la una con Francisco Hernández de Córdoba y la otra con Juan de Grijalva, los trabajos, hambres y sedes, heridas y muertes de muchos soldados que en descubrir aquestas tierras pasasteis, y todo lo que en aquellos dos viajes habéis gastado de vuestras haciendas". Y dijo que no quería contar otras muchas cosas que tenía por decir por menudo, y no habría tiempo para acabarlo de platicar, porque era tarde y venía la noche; y más dijo: "Digamos ahora, señores: Pánfilo de Narváez viene contra nosotros con mucha rabia y deseo de nos haber a las manos, y no habían desembarcado, y nos llamaban de traidores y malos; y envió a decir al gran Montezuma, no palabras de sabio capitán, sino de alborotador; y además desto, tuvo atrevimiento de prender a un oidor de su majestad, que por sólo este delito es digno de ser castigado. Ya habrán oído cómo han pregonado en su real, guerra contra nosotros a ropa franca, como si fuéramos moros." Y luego, después de haber dicho esto Cortés, comenzó a sublimar nuestras personas y esfuerzos en las guerras y batallas pasadas, "y que entonces peleábamos por salvar nuestras vidas, y que ahora hemos de pelear con todo vigor por vida y honra, pues nos vienen a prender y echar de nuestras casas y robar nuestras haciendas: y demás desto, que nos sabemos si trae provisiones de nuestro rey y señor, salvo favores del obispo de Burgos, nuestro contrario; y si por ventura caemos debajo de sus manos de Narváez (lo cual Dios no permita), todos nuestros servicios, que hemos hecho a Dios primeramente y a su majestad, tornarán en deservicios, y harán procesos contra nosotros; y dirán que hemos muerto y robado y destruido la tierra; donde ellos son los robadores y alborotadores y deservidores de nuestro rey y señor, dirán que le han servido. Y pues vemos por los ojos todo lo que he dicho, y como buenos caballeros somos obligados a volver por la honra de su majestad y por las nuestras, y por nuestras casas y haciendas; y con esta intención salí de México, teniendo confianza en Dios y de nosotros; que todo lo ponía en las manos de Dios primeramente, y después en las nuestras: que veamos lo que nos parece." Entonces respondimos, y también juntamente con nosotros Juan Velázquez de León y Francisco dé Lugo y otros capitanes, que tuviese por cierto que, mediante Dios, habíamos de vencer o morir sobre ella, y que mirase no le convenciesen con partidos, porque si alguna cosa hacía fea, le daríamos de estocadas. Entonces, como vio nuestras voluntades, se holgó mucho, y dijo que con aquella confianza venía; y allí hizo muchas ofertas y prometimientos que seríamos todos muy ricos y valerosos. Hecho esto, tornó a decir que nos pedía por merced que callásemos, y que en las guerras y batallas es menester más prudencia y saber para bien vencer los contrarios, que no demasiada osadía; y que porque tenía conocido de nuestros grandes esfuerzos que por ganar honra cada uno de nosotros se quería adelantar de los primeros a encontrar con los enemigos, que fuésemos puestos en ordenanza y capitanías; y para que la primera cosa que hiciésemos fuese tomarles el artillería, que eran diez y ocho tiros que tenían asestados delante de sus aposentos de Narváez, mandó que fuese por capitán un pariente suyo de Cortés que se decía Pizarro, que ya he dicho otras veces que en aquella sazón no había fama de Perú ni Pizarros, que no era descubierto; y era el Pizarro suelto mancebo, y le señaló sesenta soldados mancebos, y entre ellos me nombraron a mí; y mandó que, después de tomada el artillería, acudiésemos todos a los aposentos de Narváez, que estaba en un muy alto cu; y para prender a Narváez señaló por capitán a Gonzalo de Sandoval con otros sesenta compañeros; y como era alguacil mayor, le dio un mandamiento que decía así: "Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor desta Nueva-España por su majestad, yo os mando que prendáis el cuerpo de Pánfilo de Narváez, e si se os defendiere, matadle, que así conviene al servicio de Dios y del rey nuestro señor, por cuanto ha hecho muchas cosas en deservicio de Dios y de su majestad, y le prendió a un oidor. Dado en este real"; y la firma, Hernando Cortés, y refrendo de su secretario Pedro Hernández. Y después de dado el mandamiento, prometió que al primer soldado que le echase la mano le daría tres mil pesos, y al segundo dos mil, y al tercero mil; y dijo que aquello que prometía que era para guantes, que bien veíamos la riqueza que había entre nuestras manos; y luego nombré a Juan Velázquez de León para que prendiese a Diego Velázquez, con quien había tenido la brega, y le dio otros sesenta soldados; y asimismo nombró a Diego de Ordás para que prendiese al Salvatierra, y le dio otros sesenta soldados, que cada capitán de éstos estaba en su fortaleza e altos cues, y el mismo Cortés por sobresaliente con otros veinte soldados para acudir adonde más necesidad hubiese, y donde él tenía el pensamiento de asistir era para prender a Narváez y a Salvatierra; pues ya dadas las copias a los capitanes, como dicho tengo, dijo: "Bien sé que los de Narváez son por todos cuatro veces más que nosotros; mas ellos no son acostumbrados a las armas, y como están la mayor parte dellos mal con su capitán, y muchos dolientes, les tomaremos de sobresalto; tengo pensamiento que Dios nos dará victoria, que no porfiarán mucho en su defensa, porque más bienes les haremos nosotros que no su Narváez; así, señores, pues nuestra vida y honra está, después de Dios, en vuestros esfuerzos y vigorosos brazos, no tengo más, que os pedir por merced mi traer a la memoria, sino que en esto está el toque de nuestras honras y famas para siempre jamás; y más vale morir por buenos que vivir afrentados"; y porque en aquella sazón llovía y era tarde no dijo más. Una cosa he pensado después acá, que jamás nos dijo tengo tal concierto en el real hecho, ni fulano ni zutano es en nuestro favor, ni cosa ninguna destas, sino que peleásemos como varones; y esto de no decirnos que tenía amigos en el real de Narváez fue muy de cuerdo capitán, que por aquel efecto no dejásemos de batallar como esforzados, y no tuviésemos esperanza en ellos, sino, después de Dios, en nuestros grandes ánimos. Dejemos desto, y digamos cómo cada uno de los capitanes por mí nombrados estaban con los soldados señalados cómo y de qué manera habíamos de pelear poniéndose esfuerzo unos a otros. Pues mi capitán Pizarro, con quien habíamos de tomar la artillería, que era la cosa de más peligro, y habíamos de ser los primeros que habíamos de romper hasta los tiros, también decía con mucho esfuerzo cómo habíamos de entrar y calar nuestras picas hasta tener la artillería en nuestro poder, y cuando se la hubiésemos tomado, que con ella misma mandó a nuestros artilleros, que se decían Mesa y el Siciliano y Usagre y Arbega, que con las pelotas que estuviesen por descargar se diese guerra a los del aposento de Salvatierra. También quiero decir la gran necesidad que teníamos de armas, que por un peto o capacete o casco o babera de hierro diéramos aquella noche cuanto nos pidieran por ello y todo cuanto habíamos ganado; y luego secretamente nos nombraron el apellido que habíamos de tener estando batallando, que era "Espíritu Santo, Espíritu Santo"; que esto se suele hacer secreto en las guerras porque se conozcan y apelliden por el nombre, que no lo sepan unos contrarios de otros; y los de Narváez tenían su apellido y voz "Santa María, Santa María." Ya hecho todo esto, como yo era gran amigo y servidor del capitán Sandoval, me dijo aquella noche que me pedía por merced que cuando hubiésemos tomado el artillería, si quedaba con la vida, siempre me hablase con él y le siguiese; e yo le prometí, e así lo hice, como adelante verán. Digamos ahora en qué se entendió un rato de la noche, sino en aderezar y pensar en lo que teníamos por delante, pues para cenar no teníamos cosa ninguna ;y luego fueron nuestros corredores del campo, y se puso espías y velas a mí y a otros dos soldados, y no tardó mucho, cuando viene un corredor del campo a me preguntar que si he sentido algo, y yo dije que no; y luego, vino un cuadrillero, y dijo que el Galleguillo que había venido del real de Narváez no parecía, y que era espía echada del Narváez; e que mandaba Cortés que luego marchásemos camino de Cempoal, e oímos tocar nuestro pífano y atambor, y los capitanes apercibiendo sus soldados, y comenzamos a marchar, y al Galleguillo hallaron debajo de unas mantas durmiendo; que, como llovió y el pobre no era acostumbrado a estar al agua ni fríos, metióse allí a dormir. Pues yendo nuestro paso tendido, sin tocar pífano ni atambor, que luego mandó Cortés que no tocasen, y nuestros corredores del campo descubrieron la tierra, llegamos al río, donde estaban las espías de Narváez, que ya he dicho que se decían Gonzalo Carrasco e Hurtado, y estaban descuidados, que tuvimos tiempo de prender al Carrasco, y el otro fue dando voces al real de Narváez y diciendo: "Al arma, al arma, que viene Cortés." Acuérdome que cuando pasábamos aquel río, como llovía venía un poco hondo, y las piedras resbalaban algo y, como llevábamos a cuestas las picas y armas, nos hacía mucho estorbo; y también me acuerdo cuando se prendió a Carrasco decía a Cortés a grandes voces: "Mira, señor Cortés, no vayas allá; que juró a tal que está Narváez esperándoos en el campo con todo su ejército"; y Cortés le dio en guarda a su secretario Pedro Hernández; y como vimos que el Hurtado fue a dar mandado, no nos detuvimos cosa, sino que el Hurtado iba dando voces y mandando dar alarma, y el Narváez llamando sus capitanes, y nosotros calando nuestras picas y cerrando con su artillería, todo fue uno, que no tuvieron tiempo sus artilleros de poner fuego sino a cuatro tiros, y las pelotas algunas dellas pasaron por alto, e una dellas mató a tres de nuestros compañeros. Pues en este instante llegaron todos nuestros capitanes, tocando alarma nuestro pífano y atambor; y como había muchos de los de Narváez a caballo, detuviéronse un poco con ellos, porque luego derrocaron seis o siete dellos. Pues nosotros los que tomamos el artillería no osábamos desampararla, porque el Narváez desde su aposento nos tiraba saetas y escopetas; y en aquel instante llegó el capitán Sandoval y sube de presto las gradas arriba, y por mucha resistencia que le ponía el Narváez y le tiraban saetas y escopetas y con partesanas y lanzas, todavía las subió él y sus soldados; y luego como vimos los soldados que ganamos el artillería que no había quien nos la defendiese, se la dimos a nuestros artilleros por mí nombrados, y fuimos muchos de nosotros y el capitán Pizarro a ayudar al Sandoval, que les hacían los de Narváez venir seis o siete grados abajo retrayéndose, y con nuestra llegada tornó a las subir, y estuvimos buen rato peleando con nuestras picas, que eran grandes; y cuando no me cato oímos voces del Narváez, que decía: "Santa María, valeme; que muerto me han y quebrado un ojo"; y cuando aquello oímos, luego dimos voces: "Victoria, victoria por los del nombre del Espíritu Santo; que muerto es Narváez"; y con todo esto no les pudimos entrar en el cu donde estaban hasta que un Martín López, el de los bergantines, como era alto de cuerpo, puso fuego a las pajas del alto cu, y vinieron todos los de Narváez rodando las gradas abajo; entonces prendimos a Narváez, y el primero que le echó mano fue un Pero Sánchez Farfán e yo se lo di al Sandoval, y a otros capitanes del mismo Narváez que con él estaban todavía dando voces y apellidando: "Viva el rey, viva el rey, y en su real nombre Cortés; victoria, victoria; que muerto es Narváez." Dejemos este combate, e vamos a Cortés y a los demás capitanes que todavía estaban batallando cada uno con los capitanes del Narváez que aún no se habían dado, porque estaban en muy altos cúes, y con los tiros que les tiraban nuestros artilleros y con nuestras voces de muerte del Narváez, como Cortés era muy avisado, mandó de presto pregonar que todos los de Narváez se vengan luego a someter debajo de la bandera de su majestad, y de Cortés en su real nombre, so pena de muerte; y aun con todo esto no se daban los de Diego Velázquez el mozo ni los de Salvatierra, porque estaban en muy altos cues y no los podían entrar; hasta que Gonzalo de Sandoval fue con la mitad de nosotros los que con él estábamos, y con los tiros y con los pregones les entramos, y se prendieron así al Salvatierra como los que con él estaban, y al Diego Velázquez el mozo; y luego Sandoval vino con todos nosotros los que fuimos en prender al Narváez a ponerle más en cobro, puesto que le habíamos echado dos pares de grillos, y cuando Cortés y el Juan Velázquez y el Ordás tuvieron presos a Salvatierra y al Diego Velázquez el mozo y a Gamarra y a Juan Yuste y a Juan Bono, vizcaíno, y a otras personas principales, vino Cortés desconocido, acompañado de nuestros capitanes, adonde teníamos a Narváez, y con el calor que hacía grande, y como estaba cargado con las armas e andaba de una parte a otra apellidando a nuestros soldados y haciendo dar pregones, venía muy sudando y cansado, y tal, que no le alcanzaban un huelgo a otro, e dijo a Sandoval dos veces, que no le acertaba a decir del trabajo que traía, e dijo: "¿Qué es de Narváez? ¿Qué es de Narváez?" E dijo Sandoval: "Aquí está, aquí está, e a muy buen recaudo"; y tornó Cortés a decir muy sin huelgo: "Mirad, hijo Sandoval, que no os quitéis dél vos y vuestros compañeros, no se os suelte mientras yo voy a entender en otras cosas; e mirad estos capitanes que con él tenéis presos que en todo haya recaudo"; y luego se fue, y mandó dar otros pregones que, so pena de muerte, que todos los de Narváez luego en aquel punto se vengan a someter debajo de la bandera de su majestad, y en su real nombre de Hernando Cortés, su capitán general y justicia mayor, e que ninguno trajese ningunas armas, sino que todos las diesen y entregasen a nuestros alguaciles; y todo esto era de noche, que no amanecía, y aún llovía de rato en rato, y entonces salía la luna, que cuando allí llegamos hacía muy oscuro y llovía, y también la oscuridad ayudó; que, como hacía tan oscuro, había muchos cucuyos (así los llaman en Cuba), que relumbraban de noche, e los de Narváez creyeron que eran mechas de las escopetas. Dejemos esto, y pasemos adelante: que, como el Narváez estaba muy mal herido y quebrado el ojo, demandó licencia a Sandoval para que un cirujano que traía en su armada, que se decía maestre Juan, le curase el ojo a él, y otros capitanes que estaban heridos, y se la dio; y estándole curando llegó allí cerca Cortés disimulando, que no le conociesen, a la ver curar; dijéronle al Narváez que estaba allí Cortés, y como se lo dijeron, dijo el Narváez: "Señor capitán Cortés, tened en mucho esta victoria que de mí habéis habido y en tener presa mi persona"; y Cortés le respondió que daba muchas gracias a Dios, que se la dio, y por los esforzados caballeros y compañeros que tenía, que fueron parte para ello. E que una de las menores cosas que en la Nueva-España ha hecho es prenderle y desbaratarle; y que si le ha parecido bien tener atrevimiento de prender a un oidor de su majestad. Y cuando hubo dicho esto se fue de allí, que no le hablé más, y mandó a Sandoval que le pusiese buenas guardas, y que no se quitase dél con personas de recaudo; ya le teníamos echado dos pares de grillos y le llevábamos a un aposento, y puestos soldados que le habíamos de guardar, y a mí me señaló Sandoval por uno dellos, y secretamente me mandó que no dejase hablar con él a ninguno de los de Narváez hasta que amaneciese, que Cortés le pusiese más en cobro. Dejemos desto, y digamos cómo Narváez había enviado cuarenta de a caballo para que nos estuviesen aguardando en el paso del río cuando viniésemos a su real, como dicho tengo en el capítulo que dello habla, y supimos que andaban todavía en el campo; tuvimos temor no nos viniesen a acometer para nos quitar sus capitanes, e al mismo Narváez, que teníamos presos, y estábamos muy apercibidos; y acordó Cortés de les enviar a pedir por merced que se viniesen al real, con grandes ofrecimientos que a todos prometió: y para los traer envió a Cristóbal de Olí, que era nuestro maestre de campo, e a Diego de Ordás, y fueron en unos caballos que tomaron de los de Narváez, que de todos los nuestros no trajimos ningunos, que atados quedaron en un montecillo junto a Cempoal; que no trajimos sino picas, espadas y rodelas y puñales; y fueron al campo con un soldado de los de Narváez, que les mostró el rastro por donde habían ido, y se toparon con ellos; y en fin, tantas palabras de ofertas y ofrecimientos les dijeron, por parte de Cortés que los trajeron. Y antes que llegasen a nuestro real ya era de día claro; y sin decir cosa ninguna Cortés ni ninguno de nosotros a los atabaleros que el Narváez traía, comenzaron a tocar los atabales y a tañer sus pífanos y tambores, y decían: "Viva, viva la gala de los romanos, que siendo tan pocos han vencido a Narváez y a sus soldados"; e un negro que se decía Guidela, que fue muy gracioso y truhan, que traía el Narváez, daba voces que decía: "Mirad que los romanos no han hecho tal hazaña"; y por más que les decíamos que callasen y no tañesen sus atabales, no querían, hasta que Cortés mandó que prendiesen al atabalero, que era medio loco, que se decía Tapia; y en este instante vino Cristóbal de Olí y Diego de Ordás, y trajeron a los de a caballo que dicho tengo, y entre ellos venía Andrés de Duero y Agustín Bermúdez, y muchos amigos de nuestro capitán; y así como venían, iban a besar las manos a Cortés, que estaba sentado en una silla de caderas, con una ropa larga de color como anaranjada, con sus armas debajo, acompañado de nosotros. Pues ver la gracia con que les hablaba y abrazaba, y las palabras de tantos cumplimientos que les decía; era cosa de ver qué alegre estaba; y tenía mucha razón de verse en aquel punto tan señor y pujante; y así como le besaban la mano se fueron cada uno a su posada. Digamos ahora de los muertos y heridos que hubo aquella noche. Murió el alférez de Narváez que se decía fulano de Fuentes, que era un hidalgo de Sevilla; murió otro capitán de Narváez que se decía Rojas, natural de Castilla la Vieja; murieron otros dos de Narváez; murió uno de los tres soldados que se le habían pasado, que habían sido de los nuestros, que llamábamos Alonso García "el carretero", y heridos de los de Narváez hubo muchos; y también murieron de los nuestros otros cuatro, y hubo más heridos; y el cacique gordo también salió herido: porque, como supo que veníamos cerca de Cempoal, se acogió al aposento de Narváez, y allí le hirieron, y luego Cortés le mandó curar muy bien y le puso en su casa, y que no se le hiciese enojo. Pues Cervantes "el loco" y Escalonilla, que son los que se pasaron al Narváez que habían sido de los nuestros, tampoco libraron bien, que Escalona salió bien herido, y el Cervantes bien apaleado, e ya he dicho que murió "el carretero". Vamos a los del aposento del Salvatierra, el muy fiero, que dijeron sus soldados que en toda su vida vieron hombres para menos ni tan cortado de muerte cuando nos oyó tocar al arma y cuando decíamos: "Victoria, victoria; que muerto es Narváez." Dicen que luego dijo que estaba muy malo del estómago, e que no fue para cosa ninguna. Esto lo he dicho por sus fieros y bravear; y de los de su compañía también hubo heridos. Digamos del aposento del Diego Velázquez y otros capitanes que estaban con él, que también hubo heridos, y nuestro capitán Juan Velázquez de León prendió al Diego Velázquez, aquel con quien tuvo las bregas estando comiendo con el Narváez, y le llevó a su aposento y le mandó curar y hacer mucha honra. Pues ya he dado cuenta de todo lo acaecido en nuestra batalla, digamos ahora lo que más se hizo.
Busqueda de contenidos
contexto
Capítulo CXXII Que trata de lo que hizo Pedro de Villagran en la ciudad Imperial y de cómo salió a un fuerte y de lo que le sucedió Ya tengo dicho cómo los indios de guerra de la costa de la mar llegaron legua y media de la ciudad Imperial, y de cómo se volvieron sin efectuar el propósito que traían, a causa de no querer los de la comarca de la ciudad ayudarles. Mas la causa de su vuelta fue que llamaron a ciertos hechiceros, ya tengo dicho cómo éstos son tenidos entre ellos, y les preguntaron que les dijesen si irían sobre los cristianos, y que mirasen si les sucedería bien. Y ellos le respondieron que esperasen. Y juntáronse estos hechiceros y miraron en sus abusiones, y como son tan agoreros, tomaron un león de los que hay en esta tierra, que son pardos pequeños, y lleváronlo donde estaba la gente de guerra. Y mandáronlos poner en orden y les dijeron que si aquel león se les iba, que se volviesen porque les iría mal con los cristianos, y si le matasen, que seguramente podían ir. Y suelto el león lo procuraron de matar, más fue Dios servido se les escapase, porque cierto, si no socorriera con su misericordia y fueran los indios a la ciudad, pusieran en gran trabajo a los españoles. Y ansí se deshizo esta junta y se volvieron a sus tierras. Pues visto por los señores y principales de la comarca de la ciudad imperial que los indios de la costa se habían vuelto a sus tierras, y el daño que habían hecho a Francisco de Villagran, y cómo se había despoblado la ciudad de la Concepción, acordaron alzarse y hacer el daño que pudiesen a los españoles. Y en un pueblo que se dice Reinaco todos los de aquella comarca hicieron un fuerte, y que metidos allí sus mujeres e hijos, ellos irían a correr la tierra, y que ya que no hiciesen daño en los cristianos, la harían en los indios que sirviesen. Y sabido por Pedro de Villagran, se informó del fuerte y cómo cada día se iban allegando más y convidaban a los que quisiesen ir a él. Y viendo Pedro de Villagran que al presente no tenían socorro, sino el de Dios, y que el fuerte estaba doce leguas de la ciudad hacia la cordillera nevada, y aunque salido él quedaba la ciudad en peligro, acordó, encomendándose a Dios nuestro Señor, salir a ellos con sesenta hombres. Salió de la ciudad a diez días del mes de junio de mil y quinientos y cincuenta y cuatro años y llegó al fuerte, el cual estaba en un cerro alto, y por la falda de él corría un pequeño río por hacia la banda del sur. Y toda esta parte de este cerro era montuosa de espesos cañaverales y por la otra parte tenía grandes peñas y muy fuertes. Y por un lado de este cerro era raso aunque peligroso de subir, y en este raso llegó Pedro de Villagran. En el alto de este cerro hacía un llano. Y todo este llano estaba por partes muy fuerte palizada, porque donde no la había, la peña lo tenía fortalecido. Y aquí tenían hechas sus casas, donde tenían sus hijos y mujeres. Visto por Pedro de Villagran y reconocido el sitio, les hizo acometimiento de subir. Luego los indios escomenzaron tocar sus cornetas y a dar grita y acometer, que salían del fuerte e se ponían en partes donde podían flechar. Y viendo Pedro de Villagran que aquella subida era peligrosa y que todos los indios estaban en aquella frontera, mandó secretamente diez peones arcabuceros que fuesen secretos por aquel monte hasta la otra cuchilla del cerro, y que por todas vías hiciesen por subir al fuerte, porque él subiría por la otra parte a favorecerlos. Idos hacia el fuerte los diez de a pie, llegaron al cerro, donde hallaron una pequeña senda que los indios tenían para su servicio, por donde subieron sin ser vistos de los indios hasta que llegaron a la palizada. Y viéndose en lo alto, acometieron a la palizada, y como había poca defensa a causa de estar toda la gente haciendo rostro al maestro de campo, pelearon con los indios que les defendían, de manera que entraron dentro. Pues ida la nueva a la gente que defendía la subida al maestre de campo, y viendo por todas partes les daban los españoles, acudía gente a defender los fuertes. Y viéndose ellos dentro del fuerte, con los arcabuces que llevaban y las espadas defendíanse tan bien que daban en qué entender a los indios. Y a esta sazón Pedro de Villagran estaba en la palizada, y como sintió el murmullo de los indios de como se dividían, entendió que los diez españoles estaban ya en lo alto y que tenían necesidad de socorro. Rompió con gran ímpetu que desbarató los indios y entró en el fuerte y socorrió los diez españoles. Y viendo los indios que no lo podían resestir, como no tenían huida, se despeñaban de lo más agro, y echábanse con tan lindo ánimo que muchos se hacían pedazos. Y querían más morir de esta manera que no verse en poder de los españoles. Ansí desbarató este fuerte. Murieron más de ochocientas ánimas y perdiose gran cantidad. Y de los indios que se prendieron castigó Pedro de Villagran, cortándoles las narices a unos y a otros las manos, que los demás escarmentasen. Y hecho esto se volvió a la ciudad, donde fue bien recebido.
contexto
Cómo después de desbaratado Narváez según y de la manera que he dicho, vinieron los indios de Chinanta que Cortés había enviado a llamar, y de otras cosas que pasaron Ya he dicho en el capítulo que dello habla, que Cortés envió a decir a los pueblos de Chinanta, donde trajeron las lanzas e picas, que viniesen dos mil indios dellos con sus lanzas, que son mucho más largas que no las nuestras, para nos ayudar, e vinieron aquel mismo día y algo tarde, después de preso Narváez, y venían por capitanes los caciques de los mismos pueblos e uno de nuestros soldados, que se decía Barrientos, que había quedado en Chinanta para aquel efecto; y entraron en Cempoal con muy gran ordenanza, de dos en dos; y como traían las lanzas muy grandes y de buen cuerpo, y tienen en ellas unas braza de cuchilla de pedernales, que cortan tanto como navajas, según ya otras veces he dicho, y traía cada indio una rodela como pavesina, y con sus banderas tendidas, y con muchos plumajes y atambores y trompetillas, y entre cada lancero e lancero un flechero, y dando gritos y silbos decían: "Viva el rey, viva el rey, y Hernando Cortés en su real nombre"; y entraron bravosos, que era cosa de notar; y serían mil y quinientos, que parecían, de la manera y concierto que venían, que eran tres mil; y cuando los de Narváez los vieron se admiraron, e dicen que dijeron unos a otros que si aquella gente les tomara en medio o entraran con nosotros, qué tal que les pararan; y Cortés habló a los indios capitanes muy amorosamente, agradeciéndoles su venida y les dio cuentas de Castilla, y les mandó que luego se volviesen a sus pueblos, y que por el camino no hiciesen daño a otros pueblos, y tornó a enviar con ellos al mismo Barrientos. Y quedarse ha aquí, y diré lo que más Cortés hizo.
contexto
Capítulo CXXIII Que trata de otro fuerte que fue a desbaratar Pedro de Villagran y de lo que ende le sucedió Estando Pedro de Villagran y los españoles que en la ciudad imperial estaban en el trabajo acostumbrado, porque no se desarmaban de noche ni de día, ni los caballos se desensillaban, a causa de que cada día les daban arma los indios que en una fuerza estaban, legua y media de la ciudad en una laguna, la cual tenía dentro islas. Y todos los indios de la comarca de esta laguna recogieron sus hijos e mujeres, y lo metieron en una isla que estaba en esta laguna, considerando que allí lo tendrían seguro y que ellos saldrían en canoas a hacer el daño que pudiesen, y que si acaso fuesen cristianos a ellos, metiéndose en su isla, no podían los españoles entrarles, y que harían que no le sirviesen ningunos indios, y que viendo los españoles que no tenían quien les sirviese, se irían e les dejarían sus tierras. Y ansí les corrían y llegaban cerca de la ciudad e les mataban las piezas de servicio, y hacían el daño que podían y amenazaban a los indios y prencipales que servían y estaban de paz. Pues viendo Pedro de Villagran el gran desasosiego que de aquellos indios recebían, determinó de salir con cincuenta y cinco hombres. Y salió miércoles, a veinte y seis de julio del año de mil y quinientos y cincuenta e cuatro años. Y antes que saliese recogió todas las canoas que pudo y mandó a veinte de a pie fuesen en ellas por el río abajo hasta la boca de la laguna, costa de la mar, y que él iría por la otra parte del río para defender de los indios que saliesen a ellos. Los que fueron en las canoas fueron amanecer a la boca del río, costa de la mar, donde entra el río de Cautén. Pedro de Villagran durmió de la otra banda del río de Cautén, una legua de la ciudad. Visto los indios que no había más españoles que iban en las canoas, salieron hasta seiscientos indios y dieron en los españoles, a los cuales hicieron huir en las mismas canoas por el río arriba, yendo los indios por la orilla del río siguiendo a los españoles. En esta sazón asomó Pedro de Villagran con la gente de a caballo, y visto por los indios se escomenzaron a retirar hacia su fuerte, y no fueron tan ligeramente que los caballos no alcanzaron algunos antes que se metiesen en las canoas. Quedaron más de ciento muertos. Luego mandó volver las canoas y sacar a tierra, y con amigos que llevaba las mandó llevar hasta el desaguadero de aquella laguna, que de donde sacaron las canoas hasta el desaguadero de esta alaguna hay media legua por junto a la mar. Tardaron en llevarse estas canoas dos días, a causa de las llevar arrastrando y haber poca gente que las llevase. Llegadas las canoas, las mandó echar en el río que desaguaba de la laguna. Y luego los indios se pusieron a la otra parte en defensa y flechaban. Y otro día mandó el capitán Pedro de Villagran a un caudillo, fuese con las canoas con veinte españoles por el desaguadero de la laguna y también envió a otro caudillo con catorce de a caballo, pasase de la otra banda y fuese haciendo espaldas a las canoas. Y él fue con la demás gente a orilla de la alaguna a vista de la isla. Las canoas no pudieron llegar aquel día a causa de las muchas canoas de los indios de guerra que salían a pelear con ellos, sino quedáronse aquella noche de la otra parte por donde iban los catorce de a caballo. Otro día de mañana allegaron las canoas a vista de la isla, los cuales encontraron muchas canoas que pasaban gente a la isla, y mataron aquel día algunos indios y tomáronse ciertas canoas. Viendo Pedro de Villagran el suceso de las canoas, les hizo seña que viniesen donde él estaba, y ansí vinieron. Y mandó entrar diez españoles más en las canoas, que por todas eran treinta, y que fuesen a la isla, y que desembarcasen, y que peleasen con los indios como españoles que eran e hiciesen por desbaratarlos. Idas las canoas y llegados cerca de la isla, salieron y se pusieron en defensa tres escuadrones de indios. Y visto por el caudillo que iban en las canoas la gente que estaba, mandó que diesen vuelta a la isla para descubrir si había más gente. E visto por el caudillo esto, acordaron de no acometer sino volver a dar aviso al capitán y decille lo que había en la isla, y cómo iban pocos españoles para acometer tanta cantidad de gente. Y dado el aviso a Pedro de Villagran, otro día siguiente mandó a doce españoles llevasen las canoas a una parte de la tierra firme que más cerca de la isla estaba, y que él se iba allá con la demás gente. Idas las canoas para ir aquella punta que tengo dicho, pasaron por junto a la isla y vieron estar cincuenta indios, y que no parecían más a causa de estar ocultos. Parecióle al caudillo que iba en las canoas con los doce españoles que aquella noche se habían huido los indios y acometió a los cincuenta indios. Visto los indios que las canoas iban a ellos, ellos mesmos se metían en el agua para los recebir. Pelearon los indios de tal manera que les tomaron una canoa a los españoles, hirieron algunos muy mal. Ya Pedro de Villagran estaba en esta sazón en la punta de la isla, y viendo que los españoles andaban envueltos con los indios, no poco enojado, mandó que llamasen a los de las canoas. Y ansí se retiraron las canoas y se fueron a donde Pedro de Villagran estaba.
contexto
Como Cortés envió al puerto al capitán Francisco de Lugo. y en su compañía dos soldados que habían sido maestres de hacer navíos, para que luego trajese allí a Cempoal todos los maestres y pilotos de los navíos y flota de Narváez, y que les sacasen las velas y timones e agujas, porque no fuesen a dar mandado a la isla de Cuba a Diego Velázquez de lo acaecido, y cómo puso almirante de la mar Pues acabado de desbaratar al Pánfilo de Narváez, e presos él y sus capitanes, e a todos los demás tomando sus armas, mandó Cortés al capitán Francisco de Lugo que fuese al puerto donde estaba la flota de Narváez, que eran diez y ocho navíos, y mandase venir allí a Cempoal a todos los pilotos y maestres de los navíos, y que les sacasen velas y timones e agujas, porque no fuesen a dar mandado a Cuba a Diego Velázquez; e que si no le quisiesen obedecer, que les echase presos; y llevó consigo el Francisco de Lugo dos de nuestros soldados, que habían sido hombres de la mar, para que le ayudasen; y también mandó Cortés que luego le enviasen a un Sancho de Barahona, que le tenía preso el Narváez con otros soldados. Este Barahona fue vecino de Guatemala, hombre rico; y acuérdome que cuando llegó ante Cortés, que venía muy doliente y flaco, y le mandó hacer honra. Volvamos a los maestres y pilotos, que luego vinieron a besar las manos al capitán Cortés, a los cuales tomó juramento que no saldrían de su mandado, e que le obedecerían en todo lo que les mandase; y luego les puso por almirante y capitán de la mar a un Pedro Caballero, que había sido maestre de un navío de los de Narváez; persona de quien Cortés se fió mucho, al cual dicen que le dio primero buenos tejuelos de oro; y a éste mandó que no dejase ir de aquel puerto ningún navío a parte ninguna, y mandó a todos los maestres y pilotos y marineros que todos le obedeciesen, y que si de Cuba enviase Diego Velázquez más navíos (porque tuvo aviso Cortés que estaban dos navíos para venir) que tuviese modo que a los capitanes que en él viniesen les echase presos, y les sacase el timón e velas y agujas, hasta que otra cosa en ello Cortés mandase. Lo cual así lo hizo Pedro Caballero, como adelante diré. Y dejemos ya los navíos y el puerto seguro, y digamos lo que se concertó en nuestro real e los de Narváez; y es que luego se dio orden, que fuese a conquistar y poblar: a Juan Velázquez de León a lo de Pánuco; y para ello Cortés le señaló ciento y veinte soldados, los ciento habían de ser los de Narváez, y los veinte de los nuestros entremetidos porque tenían más experiencia en la guerra; y también a Diego de Ordás dio otra capitanía de otros ciento y veinte soldados para ir a poblar a lo de Guazacualco, y los ciento habían de ser de los de Narváez y los veinte de los nuevos, según y de la manera que a Juan Velázquez de León; y había de llevar otros dos navíos para desde el río de Guazacualco enviar a la isla de Jamaica por ganados de yeguas y becerros, puercos y ovejas, y gallinas de Castilla y cabras, para multiplicar la tierra, porque la provincia de Guazacualco era buena para ello. Pues para ir aquellos capitanes con sus soldados y llevar todas sus armas, Cortés se las mandó dar, y soltar todos los prisioneros capitanes de Narváez, excepto el Narváez y el Salvatierra, que decía que estaba malo del estómago. Pues para darles todas las armas, algunos de nuestros soldados les teníamos ya tomado caballos y espadas y otras cosas, y mandó Cortés que luego se las volviésemos, y sobre no dárselas hubo ciertas pláticas enojosas: y fueron, que dijimos los soldados, que las teníamos, muy claramente, que no se las queríamos dar, pues que en el real de Narváez pregonaron guerra contra nosotros a ropa franca, y con aquella intención venían a nos prender y tomar lo que teníamos, e que siendo nosotros tan grandes servidores de su majestad, nos llamaban traidores, e que no se las queríamos dar; y Cortés todavía porfiaba a que se las diésemos, e como era capitán general, húbose de hacer lo que mandó, que yo les di un caballo que tenía ya escondido, ensillado y enfrenado, y dos espadas y tres puñales y una adarga, y otros muchos de nuestros soldados dieron también otros caballos y armas; y como Alonso de Ávila era capitán y persona que osaba decir a Cortés qué cosas convenían, e juntamente con él el padre de la Merced, hablaron aparte a Cortés, y le dijeron que parecía que quería remedar a Alejandro Macedonio, que después que con sus soldados había hecho alguna gran hazaña, que más procuraba de honrar y hacer mercedes a los que vencía que no a sus capitanes y soldados, que eran los que lo vencían; y esto, que lo decían porque lo han visto en aquellos días que allí estábamos después de preso Narváez, que todas las joyas de oro que le presentaban los indios de aquellas comarcas y bastimentos daba a los capitanes de Narváez, e como si no nos conociera, así nos olvidaba; y que no era bien hecho, sino muy grande ingratitud, hubiéndole puesto en el estado en que estaba. A esto respondió Cortés que todo cuanto tenía, ansí persona como bienes, era para nosotros, e que al presente no podía más sino con dádivas y palabras y ofrecimientos honrar a los de Narváez; porque, como son muchos, y nosotros pocos, no se levanten contra él y contra nosotros, y le matasen. A esto respondió el Alonso de Ávila, y le dijo ciertas palabras algo soberbias, de tal manera, que Cortés le dijo que quien no le quisiese seguir, que las mujeres han parido y paren en Castilla soldados; y el Alonso de Ávila dijo con palabras muy soberbias y sin acato que así era verdad: que soldados y capitanes e gobernadores, e que aquello merecíamos que dijese. Y como en aquella sazón estaba la cosa de arte que Cortés no podía hacer otra cosa sino callar, y con dádivas y ofertas le atrajo a sí; y como conoció de él ser muy atrevido, y tuvo siempre Cortés temor que por ventura un día o otro no hiciese alguna cosa en su daño, disimuló; y dende allí adelante siempre le enviaba a negocios de importancia, como fue a la isla de Santo Domingo, y después a España cuando enviamos la recámara y tesoro del gran Montezuma, que robó Juan Florin, gran corsario francés; lo cual diré en su tiempo y lugar. Y volvamos ahora al Narváez y a un negro que traía lleno de viruelas, que harto negro fue en la Nueva-España, que fue causa que se pegase e hinchiese toda la tierra dellas, de lo cual hubo gran mortandad; que, según decían los indios, jamás tal enfermedad tuvieron, y como no la conocían, lavábanse muchas veces, y a esta causa se murieron gran cantidad dellos. Por manera que negra la ventura de Narváez, y más prieta la muerte de tanta gente sin ser cristianos. Dejemos ahora todo esto, y digamos cómo los vecinos de la Villa-Rica que habían quedado poblados, que no fueron a México, demandaron a Cortés las partes del oro que les cabía, y dijeron a Cortés que, puesto que allí les mandó quedar en aquel puerto y villa, que tan bien servían allí a Dios y al rey como los que fuimos a México, pues entendían en guardar la tierra y hacer la fortaleza, y algunos dellos se hallaron en lo de Almería, que aún no tenían sanas las heridas, y que todos los más se hallaron en la prisión de Narváez, y que les diesen sus partes; y viendo Cortés que era muy justo lo que decían, dijo que fuesen dos hombres principales vecinos de aquella villa con poder de todos, y que lo tenía apartado, y que se lo darían; y paréceme que les dijo que en Tlascala estaba guardado, que esto no me acuerdo bien; e así, luego despacharon de aquella villa dos vecinos por el oro y sus partes, y el principal se decía Juan de Alcántara "el viejo". Y dejemos de platicar en ello, y después diremos lo que sucedió al Alcántara y al otro; y digamos cómo la adversa fortuna vuelve de presto su rueda, que a grandes bonanzas y placeres siguen las tristezas; y es que en este instante vienen nuevas que México estaba alzado, y que Pedro de Alvarado está cercado en su fortaleza y aposento, y que le ponían fuego por todas partes en la misma fortaleza, y que le han muerto siete soldados, y que estaban otros muchos heridos; y enviaba a demandar socorros con mucha instancia y prisa; y esta nueva trajeron dos tlascaltecas sin carta ninguna, y luego vino una carta con otros tlascaltecas que envió el Pedro de Alvarado, en que decía lo mismo. Y cuando aquella tan mala nueva oímos, sabe Dios cuánto nos pesó, y a grandes jornadas comenzamos a caminar para México, y quedó preso en la Villa-Rica el Narváez y el Salvatierra, y por teniente y capitán paréceme que quedó Rodrigo Rangel, que tuviese cargo de guardar al Narváez y de recoger muchos de los de Narváez que estaban enfermos. Y también en este instante, ya que queríamos partir, vinieron cuatro grandes principales que envió el gran Montezuma ante Cortés a quejarse del Pedro de Alvarado, y lo que dijeron llorando con muchas lágrimas de sus ojos fue, que Pedro de Alvarado salió de su aposento con todos los soldados que le dejó Cortés, y sin causa ninguna dio en sus principales y caciques, que estaban bailando y haciendo fiesta a sus ídolos Huichilobos y Tezcatepuca, con licencia que para ellos les dio el Pedro de Alvarado, e que mató e hirió muchos dellos, y que por se defender le mataron seis de sus soldados. Por manera que daban muchas quejas del Pedro de Alvarado; y Cortés les respondió a los mensajeros algo desabrido, e que él iría a México y pondría remedio en todo; y así, fueron con aquella respuesta a su gran Montezuma, y dicen la sintió por muy mala y hubo enojo della. Y asimismo luego despachó Cortés cartas para Pedro de Alvarado, en que le envió a decir que mirase que el Montezuma no se soltase, e que íbamos a grandes jornadas; y le hizo saber de la victoria que habíamos habido contra Narváez; lo cual ya sabía el gran Montezuma. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más adelante pasó.
contexto
Capítulo CXXIV Que trata de la orden que el capitán Pedro de Villagran dio para entrar en la isla y de cómo fueron los indios desbaratados Llegadas las canoas adonde Pedro de Villagran estaba, recibió muy grande enojo de ver que habían acometido a los indios y tenía gran pena de ver malheridos algunos españoles. Luego mandó que llevasen cuatro caballos ensillados y que fuesen nadando hasta donde tomasen pie, y que luego cabalgasen sus dueños y saliesen en tierra para que hiciesen lugar a las canoas para que la gente de cristianos saliesen en tierra. Llegadas las canoas a la isla, y en tomando pie los caballos, cabalgaron sus dueños. Había en la entrada cien indios que se les defendían y los tres de a caballo cabalgaron, porque el otro caballo se soltó, que los indios les daban en qué entender. Aunque andaban los de a caballo entre ramas luego fueron desbaratados los indios y se retiraron donde estaba la demás gente, los cuales estaban en una ciénaga que al pie de la loma que tengo dicho estaba. Y los que iban huyendo tapaban indios que les iban a socorrer y aún defendían la entrada a los españoles. Y viendo que los españoles estaban muy a tierra, se volvían la demás gente, los cuales se habían rehecho en la playa, teniendo aquella laguna por delante, y tenían a sus hijos y mujeres por las espaldas. Llegados los españoles adonde estaban los indios, escomenzaron los indios a pelear tan animosamente. Era por dos cosas, que lo primero era que no tenían huida, y la otra por tener sus hijos e mujeres allí y que no las tenían seguras. Y los españoles, que en semejantes tiempos no les suele faltar ánimo, pelearon con los indios más de dos horas grandes, y como los arcabuces y los filos de las espadas de los españoles no andaban perezosos, llevaron los cristianos a los indios hasta la laguna. Y no pudiendo resestir la fuerza de los cristianos, écharonse a nado, pensando escapar por allí las vidas. Y como había por donde ellos iban nadando a la tierra más cercana una legua y media, yendo en el camino y engolfados, y como se venía la tarde, levantóse un viento y tempestad furiosa que levantó las olas de la laguna que parecía mar. Y como iban cansados, se ahogaron todos, que fue una lástima muy grande de ver tantos cuerpos sobreaguados y echados por aquella playa de la laguna, que ahogados y muertos, ansí de españoles, fueron más de dos mil ánimas. Salieron doce españoles muy malheridos. Esta laguna tiene más de seis leguas de torno. Tiene esta isla que tengo dicho dentro otras dos pequeñas. Está media legua de la mar y legua y media de la ciudad Imperial. Y habida esta victoria, Pedro de Villagran se volvió a la ciudad. Fue tanto el miedo que los indios cobraron que no fue poco provecho. Y ansí, en este ejercicio acostumbrado y con el buen capitán que aquella ciudad tenía se sustentaban los naturales. Y ansí, en saliendo de juntas y fuerzas, salía Pedro de Villagran con sus compañeros y los desbarataba y no los dejaba juntar. Y de esta suerte temían tanto a los españoles que los llamaban "los cristianos de Cautén". Y desde aquí adelante escomenzaron a comerse que hasta aquí no lo habían hecho, que los españoles lo supiesen. Y ansí donde salían españoles, hallaban cuartos de carne de indios e indias como carnicería, como tengo dicho, porque había algunos prencipales que se juntaban con sesenta o setenta indios y su ejercicio era andar por los caminos en tomar gentes para comer. Y a las que llegaban, no dejaban chico ni grande que no mataban, que era lástima de ver la destruición que entre estos bárbaros había. Estando Pedro de Villagran en esta sustentación, y cada día salían a correr la tierra, supo cómo en los puertos de Peltacaví había muy gran junta de indios y que habían hecho un fuerte, y habían llegado a él catorce españoles, y que los habían hecho retirar los indios. Estaba diez leguas de la ciudad.
contexto
Cómo fuimos a la cabecera y mayor pueblo de Tlascala, y lo que allí pasamos Pues corno había un día que estábamos en el pueblezuelo de Gualipar, y los caciques de Tlascala por mí nombrados nos hicieron aquellos ofrecimientos, que son dignos de no olvidar y de ser gratificados, y hechos en tal tiempo y coyuntura; y después que fuimos a la cabecera y pueblo mayor de Tlascala, nos aposentaron, como dicho tengo, parece ser que Cortés preguntó por el oro que habían traído allí, que eran cuarenta mil pesos; el cual oro fueron las partes de los vecinos que quedaban en la Villa-Rica; y dijo Mase-Escaci y Xicotenga "el Viejo" y un soldado de los nuestros (que se había allí quedado doliente, que no se halló en lo de México cuando nos desbarataron) que habían venido de la Villa-Rica un Juan de Alcántara y otros dos vecinos, e que le llevaron todo porque traían cartas de Cortés para que se lo diesen; la cual carta mostró el soldado, que había dejado en poder del Mase-Escaci cuando le dieron el oro; y preguntando cómo y cuándo y en qué tiempo lo llevó, y sabido que fue, por la cuenta de los días, cuando nos daban guerra los mexicanos, luego entendimos cómo en el camino habían muerto y tomado el oro, y Cortés hizo sentimiento por ello; y también estábamos con pena por no saber de los de la Villa-Rica, no hubiesen corrido algún desmán; y luego y en posta escribió con tres tlascaltecas, en que les hizo saber los grandes peligros que en México nos habíamos visto, y cómo y de qué manera escapamos con las vidas, y no se les dio relación de cuántos faltaban de los nuestros; y que mirasen que siempre estuviesen muy alerta y se velasen; y que si hubiese algunos soldados sanos se los enviasen (y que guardasen muy bien al Narváez y al Salvatierra), y si hubiese pólvora o ballestas: porque quería tornar a correr los rededores de México; y también escribió al capitán que quedó por guarda y capitán de la mar, que se decía Caballero, y que mirase no fuese ningún navío a Cuba ni Narváez se soltase; y que si viese que dos navíos de los de Narváez, que quedaban en el puerto, no estaban para navegar, que diese con ellos al través, y le enviase los marineros con todas las armas que tuviesen; y en posta fueron y volvieron los mensajeros, y trajeron cartas que no habían tenido guerras; que un Juan de Alcántara y los dos vecinos que enviaron por el oro, que los deben de haber muerto en el camino; y que bien supieron la guerra que en México nos dieron, porque "el cacique gordo" de Cempoal se lo había dicho; y asimismo escribió el almirante de la mar, que se decía Pedro Caballero, y dijeron que harían lo que Cortés les mandaba, e enviaría los soldados, e que el un navío estaba bueno, y que al otro daría al través y enviaría la gente, e que había pocos marineros, porque habían adolescido y se habían muerto, y que ahora escribían las respuestas de las cartas, y luego vinieron con el socorro que enviaban de la Villa-Rica, que fueron cuatro hombres con tres de la mar, que todos fueron siete, y venía por capitán dellos un soldado que se decía Lencero, cuya fue la venta que ahora dicen de Lencero. Y cuando llegaron a Tlascala, como venían dolientes y flacos, muchas veces por nuestro pasatiempo y burlar ellos decíamos: "el socorro del Lencero": que venían siete soldados, y los cinco llenos de bubas y los dos hinchados, con grandes barrigas. Dejemos burlas, y digamos lo que allí en Tlascala nos aconteció con Xicotenga "el mozo", y de su mala voluntad, el cual había sido capitán de toda Tlascala cuando nos dieron las guerras por mí otras veces dichas en el capítulo que dello habla. Y es el caso que, como se supo en aquella su ciudad que salimos huyendo de México y que nos habían muerto mucha copia de soldados, ansí de los nuestros como de los indios tlascaltecas que habían ido de Tlascala en nuestra compañía, y que veníamos a nos socorrer e amparar en aquella provincia, el Xicotenga "el mozo" andaba convocando a todos sus parientes y amigos, y a otros que sentía que eran de su parcialidad, y les decía que en una noche, o de día, cuando más aparejado tiempo viesen, que nos matasen, y que haría amistades con el señor de México (que en aquella sazón habían alzado por rey a uno que se decía Coadlabaca); y que demás desto, que en las mantas y ropa que habíamos dejado en Tlascala a guardar y el oro que ahora sacábamos de México tendrían que robar, y quedarían todos ricos con ello; lo cual alcanzó a saber el viejo Xicotenga, su padre, y se lo riñó, y le dijo que no le pasase tal por el pensamiento, que era mal hecho; y que si lo alcanzase a saber Mase-Escaci y Chichimecatecle, que por ventura le matarían, y al que en tal concierto fuese; y por más que el padre se lo riñó, no curaba de lo que le decía, y todavía entendía en su mal propósito; y vino a oídos de Chichimecatecle, que era su enemigo mortal del mozo Xicotenga, y lo dijo a Mase-Escaci, y acordaron entrar en acuerdo y como cabildo; sobre ello llamaron al Xicotenga "el viejo" y los caciques de Guaxocingo, y mandaron traer preso ante sí a Xicotenga "el mozo", y Mase-Escaci propuso un razonamiento delante de todos, y dijo que si se les acordaba o habían oído decir de más de cien años hasta entonces que en toda Tlascala habían estado tan prósperos y ricos como después que los teules vinieron a sus tierras, ni en todas sus provincias habían sido en tanto tenidos, y que tenían mucha ropa de algodón y oro, y comían sal, la que hasta allí no solían comer; y por do quiera que iban de sus tlascaltecas con los teules les hacían honra por su respeto, puesto que ahora les habían muerto en México muchos dellos; y que tengan en la memoria lo que sus antepasados les habían dicho muchos años atrás, que de adonde sale el sol habían de venir hombres que les habían de señorear; e que ¿a qué causa ahora andaba Xicotenga en aquellas traiciones y maldades, concertando de nos dar guerra y matarnos? Que era mal hecho, e que no podía dar ninguna disculpa de sus bellaquerías y maldades, que siempre tenía encerradas en su pecho; y ahora, que los veía venir de aquella manera desbaratados, que nos había de ayudar para en estando sanos volver sobre los pueblos de México sus enemigos, quería hacer aquella traición. Y a estas palabras que el Mase-Escaci y su padre Xicotenga "el ciego" le dijeron, el Xicotenga "el mozo" respondió que era muy bien acordado lo que decía por tener paces con mexicanos, y dijo otras cosas que no pudieron sufrir; y luego se levantó el Mase-Escaci y el Chichimecatecle y el viejo de su padre, ciego como estaba, y tomaron al Xicotenga el mozo por los cabezones y de las mantas, y se las rompieron, y a empujones y con palabras injuriosas que le dijeron, le echaron de las gradas abajo donde estaba, y las mantas todas rompidas; y aun si por el padre no fuera, le querían matar, y a los demás que habían sido en su consejo echaron presos; y como estábamos allí retraídos, y no era tiempo de le castigar, no osó Cortés hablar más en ello. He traído esto aquí a la memoria para que vean de cuánta lealtad y buenos fueron los de Tlascala, y cuántos les debemos, y aun al buen viejo Xicotenga, que a su hijo dicen que le había mandado matar luego que supo sus tramas y traición. Dejemos esto, y digamos cómo había veinte y dos días que estábamos en aquel pueblo curándonos nuestras heridas y convaleciendo, y acordó Cortés que fuésemos a la provincia de Tepeaca, que estaba cerca, porque allí habían muerto muchos de nuestros soldados y de los de Narváez, que se venían a México, y en otros pueblos que están junto de Tepeaca, que se dice Cachula; y como Cortés lo dijo a nuestros capitanes, y apercibían a los soldados de Narváez para ir a la guerra, y como no eran tan acostumbrados a guerras y habían escapado de la rota de México y puentes y lo de Otumba, y no veían la hora de se volver a la isla de Cuba a sus indios e minas de oro, renegaban de Cortés y de sus conquistas, especial el Andrés de Duero, compañero de nuestro Cortés, (porque ya lo habrán entendido los curiosos lectores en dos veces que lo he declarado en los capítulos pasados, cómo y de qué manera fue la compañía) maldecían el oro que le había dado a él y a los demás capitanes, que todo se había perdido en las puentes, como habían visto las grandes guerras que nos daban, y con haber escapado con las vidas estaban muy contentos; y acordaron de decir a Cortés que no querían ir a Tepeaca ni a guerra ninguna, sino que se querían volver a sus casas; que bastaba lo que habían perdido en haber venido de Cuba; y Cortés les habló muy mansa y amorosamente, creyendo de los atraer para que fuesen con nosotros a lo de Tepeaca; y por más pláticas y reprensiones que les dio, no querían; y como vieron los de Narváez que con Cortés no aprovechaban sus palabras, le hicieron requerimiento en forma delante de un escribano del rey para que luego se fuese a la Villa-Rica, poniéndole por delante que no teníamos caballos ni escopetas ni ballestas ni pólvora, ni hilo para hacer cuerdas, ni almacén; que estábamos heridos, y que no habían quedado por todos nuestros soldados y los de Narváez sino cuatrocientos y cuarenta soldados; que los mexicanos nos tomarían todos los puertos y sierras y pasos; e que los navíos, si más aguardaban, se comerían de broma; y dijeron en el requerimiento otras muchas cosas. Y cuando se le hubieron dado y leído el requerimiento a Cortés, si muchas palabras decían en él, muy muchas más contrariedades respondió; y además desto, todos los más de nosotros de los que habíamos pasado con Cortés le dijimos que mirase que no diese licencia a ninguno de los de Narváez ni a otras personas para volver a Cuba, sino que procurásemos todos de servir a Dios e al rey; e que esto era lo bueno , y no volverse a Cuba. Cuando Cortés hubo respondido al requerimiento, como vieron las personas que le estaban requiriendo que muchos de nosotros ayudábamos el intento de Cortés y que les estorbábamos sus grandes importunaciones que sobre ello le hablaban y requerían, con no más de que decíamos que no es servicio de Dios ni de su majestad que dejen desamparado su capitán en las guerras. En fin de muchas razones que pasaron, obedecieron para ir con nosotros a las entradas que se ofreciesen; mas fue que les prometió Cortés que en habiendo coyuntura los dejaría volver a su isla de Cuba; y no por aquesto dejaron de murmurar dél y de su conquista, que tan caro les había costado en dejar sus casas y reposo y haberse venido a meter adonde no estaban seguros de las vidas; y más decían, que si en otra guerra entrásemos con el poder de México, que no se podría excusar tarde o temprano de tenerla, que creían e tenían por cierto que no nos podríamos sustentar contra ellos en las batallas, según habían visto lo de México y puentes, y en la nombrada de Otumba; y más decían , que nuestro Cortés por mandar y siempre ser señor, Y nosotros los que con él pasábamos no tener que perder sino nuestras personas, asistíamos con él; y decían otros muchos desatinos, y todo se les disimulaba por el tiempo en que lo decían; mas no tardaron muchos meses que no les dio licencia para que se volviesen a sus casas; lo cual diré en su tiempo y sazón. Y dejémoslo de repetir, y digamos de lo que dice el cronista Gómara, que yo estoy muy harto de declarar sus borrones, que dice que le informaron: las cuales informaciones no son así como él lo escribe; y por no me detener en todos los capítulos a tornarlos a recitar y traer a la memoria cómo y de qué manera pasó, lo he dejado de escribir; y ahora pareciéndome que en esto de este requerimiento que escribe que hicieron a Cortés no dice quiénes fueron los que lo hicieron, si eran de los nuestros o de los de Narváez, y en esto que escribe es por sublimar a Cortés y abatir a nosotros los que con él pasamos; y sepan que hemos tenido por cierto los conquistadores verdaderos que esto vemos escrito, que le debieron de granjear al Gómara con dádivas porque lo escribiese desta manera, porque en todas las batallas y reencuentros éramos los que sosteníamos a Cortés, y ahora nos aniquila en lo que dice este cronista que le requeríamos. También dice que decía Cortés en las respuestas del mismo requerimiento que para animarnos y esforzarnos que enviará a llamar a Juan Velázquez de León y al Diego de Ordás, que el uno dellos dijo estaba poblando en lo de Pánuco con trescientos soldados, y el otro en lo de Guazacualco con otros soldados, y no es ansí; porque luego que fuimos sobre México al socorro de Pedro de Alvarado, cesaron los conciertos que estaban hechos, que Juan Velázquez de León había de ir a lo de Pánuco y el Diego de Ordás a lo de Guazacualco, según más largamente lo tengo escrito en el capítulo pasado que sobre ello tengo hecha relación; porque estos dos capitanes fueron a México con nosotros al socorro de Pedro de Alvarado, y en aquella derrota el Juan Velázquez de León quedó muerto en las puentes, y el Diego de Ordás salió muy mal herido de tres heridas que le dieron en México, según ya lo tengo escrito cómo y cuándo y de qué arte pasó. Por manera que el cronista Gómara, si como tiene buena retórica en lo que escribe, acertara a decir lo que pasó, muy bien fuera. También he estado mirando cuando dice en lo de la batalla de Otumba, que dice que si no fuera por la persona de Cortés que todos fuéramos vencidos, y que él solo fue el que la venció en el dar, como dio el encuentro al que traía el estandarte y seña de México. Ya he dicho, y lo torno ahora a decir, que a Cortés toda la honra se le debe, como bueno y esforzado capitán; mas sobre todo hemos de dar gracias a Dios, que él fue servido poner su divina misericordia, con que siempre nos ayudaba y sustentaba; y Cortés en tener tan esforzados y valerosos capitanes y valientes soldados como tenía; e después de Dios, nosotros le dábamos esfuerzo y rompíamos los escuadrones y le sustentábamos, para que con nuestra ayuda y de nuestros capitanes guerreasen de la manera que guerreamos, como en los capítulos pasados sobre ello dicho tengo; porque siempre andaban juntos con Cortés todos los capitanes por mí nombrados, y aun ahora los torno a nombrar, que fueron Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olí, Gonzalo de Sandoval, Francisco de Morla, Luis Marín, Francisco de Lugo y Gonzalo Domínguez, y otros muy buenos y valientes soldados que no alcanzábamos caballos; porque en aquel tiempo diez y seis caballos y yeguas fueron los que pasaron desde la isla de Cuba con Cortés, y no los había, aunque nos costaran a mil pesos; ¿y cómo el Gómara dice en su Historia que sólo la persona de Cortés fue el que venció lo de Otumba?, ¿por qué no declaró los heroicos hechos que estos nuestros capitanes y valerosos soldados hicimos en esta batalla? Así que, por estas causas tenemos por cierto que por ensalzar a Cortés le debieron de untar las manos, porque de nosotros no hace mención; si no, pregúnteselo a aquel muy esforzado soldado que se decía Cristóbal de Olea, cuántas veces se halló en ayudar a salvar la vida a Cortés, hasta que en las puentes cuando volvimos sobre México perdió la vida él y otros muchos soldados por le salvar. Olvidádoseme había de otra vez que le salvó en lo de Suchimilco, que quedó mal herido el Olea; e para que bien se entienda esto que digo, uno fue Cristóbal de Olea y otro Cristóbal de Olí. También lo que dice el cronista en lo del encuentro con el caballo que dio al capitán mexicano y le hizo abatir la bandera, ansí es verdad; mas ya he dicho otra vez que un Juan de Salamanca, natural de la villa de Ontiveros, que después de ganado México fue alcalde mayor de Guazacualco, es el que le dio una lanzada y le mató y quitó el rico penacho que llevaba, y se le dio el Salamanca a Cortés; y su majestad, el tiempo andando, lo dio por armas al Salamanca; y esto he traído aquí a la memoria, no por dejar de ensalzar y tenerle en mucha estima a nuestro capitán Cortés; y débesele todo honor y prez e honra de todas las batallas e vencimientos hasta que ganamos esta Nueva-España, como se suele dar en Castilla a los muy nombrados capitanes, y como los romanos daban triunfos a Pompeyo y Julio César y a los Cipiones; más digno de loores es nuestro Cortés que no los romanos. También dice el mismo Gómara que Cortés mandó matar secretamente a Xicotenga "el mozo" en Tlascala por las traiciones que andaba concertando para nos matar, como antes he dicho. No pasa ansí como dice; que donde le mandó ahorcar fue en un pueblo junto a Tezcuco, como adelante diré sobre qué fue; y también dice este cronista que iban tantos millares de indios con nosotros a las entradas, que no tiene cuenta ni razón en tantos como pone; y también dice de las ciudades y pueblos y poblaciones que eran tantos millares de casas, no siendo la quinta parte; que si se suma todo lo que pone en su Historia, son más millones de hombres que en toda Castilla están poblados, y eso se le da poner mil que ochenta mil, y en esto se jacta, creyendo que va muy apacible su historia a los oyentes no diciendo lo que pasó; miren los curiosos lectores cuánto va de su historia a esta mi relación, en decir letra por letra lo acaecido, y no miren la retórica ni ornato; que ya cosa vista es que es más apacible que no ésta tan grosera mía; mas suple la verdad la falta de plática y corta retórica. Dejemos ya de contar ni de traer a la memoria los borrones declarados, y cómo yo soy más obligado a decir la verdad de todo lo que pasa que no a lisonjas; y demás del daño que hizo con no ser bien informado, ha dado ocasión que el doctor Illescas y Pablo Jobio se sigan por sus palabras. Volvamos a nuestra historia, y digamos cómo acordamos ir sobre Tepeaca; y lo que pasó en la entrada diré adelante.
contexto
Capítulo CXXIX Que trata de cómo sabido por el general Francisco de Villagran la llegada de Lautaro a los términos de esta ciudad y de lo que en ella hizo Sabido por el general la venida del capitán Lautaro tan cerca de esta ciudad, envió a Pedro de Villagran con cuarenta hombres. E llegado junto a los indios, les acometió a entrar, y los indios se defendían tan bien que los españoles no le podían ganar ninguna cosa. Viendo Pedro de Villagran que no les podían entrar en el fuerte, si no era con gran trabajo, acaudilló su gente e se volvió a su asiento. Otro día siguiente volvió a dar en el fuerte, mas no pudieron hacer más que el primer día, aunque murieron hartos indios. Y con esto se tornó a su asiento a causa de que le herían mucha gente. Y de allí le hablaban a este capitán indio los españoles y le decían que viniese de paz, y que le perdonarían. Respondía que no había venido para servir a los españoles, sino para matallos, y que él estaba allí en aquel fuerte esperando los indios de los pormocaes que se juntasen con él, porque ellos le habían enviado a llamar. Aquella noche siguiente llovió tan recio y tanto, que otro día les fue forzado a los españoles de dejar el asiento que tenían y retirarse dos leguas de allí, a causa que en lloviendo en esta tierra no pueden andar los caballos, porque se empantana la tierra, y donde estaba Lautaro era ciénaga. Visto por Lautaro que se habían retraído los españoles dos leguas de allí, y que de la ciudad de Santiago supo que venía otro capitán con cuarenta españoles, determinó de no los esperar y retiróse con toda su gente, y se fue marchando hasta riberas del río Maule en una montaña, e allí asentó su gente. Sabido por Pedro de Villagran que Lautaro se había retirado, se volvió a la ciudad de Santiago, y el caudillo que salió con los otros cuarenta españoles, que se decía Joan Gudinez, vecino de la ciudad de Santiago, pasó donde estaba Lautaro, que se había hecho fuerte en la montaña que tengo dicho, donde le llegó otro capitán con trescientos indios de socorro. Llegado donde Lautaro estaba, le envió con cien indios una legua de allí a hacer armas, que son unos garrotejos que tiran arrojadizos y flechas y lazos. Supo el caudillo que iba con los cuarenta soldados cómo estaban aquellos cien indios en aquel sitio haciendo armas. Fue a ellos, y de que los indios lo vieron se apercibieron, y los españoles dieron en ellos, y los desbarataron y los mataron a todos, salvo uno que se escapó y fue a dar mandato a Lautaro de lo que había acontecido con los españoles. Mataron los indios un español. Y visto Lautaro el desbarate de los cien indios, cobraron mucho temor y fuese de allí a Bibio. Sabido los españoles se habían retirado y vuelto a sus tierras, se volvieron a la ciudad. Y de aquí salió el general Francisco de Villagran a la Serena a verse con Francisco de Villagran a la ciudad de la Serena. En este tiempo llegó un mensajero al valle de Copiapó de los reinos del Pirú por tierra, el cual enviaba el marqués de Cañete, visorrey del Pirú, con despachos a esta gobernación y cartas para Francisco de Aguirre y Francisco de Villagran, por el cual se supo la muerte de Gerónimo de Alderete, que venía por gobernador por Su Majestad de la gobernación de Chile, y cómo enviaba a su hijo don García de Mendoza por gobernador de estos reinos de la Nueva Extremadura, del arte que Gerónimo de Alderete la traía por Su Majestad, y cómo se quedaba aderezando en los Reyes de armas y gente y cosas necesarias a la conquista de la ciudad de la Concepción, y que sería en todo el mes de abril del año de 1557 con todo recaudo. Y mandó en una carta que escribió al Cabildo de esta ciudad de Santiago, que tuviesen recaudo de bastimento en los caminos para la gente que viniese. Y sabido estas nuevas por Francisco de Villagran, que estaba en la ciudad de la Serena, en un navío que estaba allí de partida para los reinos del Pirú despachó el mensajero que vino, con cartas para el gobernador, donde le avisó de las cosas de esta tierra y de lo que era necesario traer para la conquista de ella y para la población de la ciudad de la Concepción. Y Francisco de Villagran se volvió para la ciudad de Santiago, despachado que hubo el navío y mensajeros que el virrey había enviado. Y dentro de quince días que hubo llegado, se partió para la Imperial para saber de las ciudades de arriba y socorrerlas. Los vecinos de la ciudad de Santiago tienen las minas junto al río Maule. Y estaban siete españoles en ella, y el Lautaro estaba en Bibio, y viendo que el general estaba en la imperial y que seguramente podía venir a la provincia de los pormocaes, y matar a los españoles que allí estaban y hacer el daño que pudiese y destruilles las comidas, salió con setecientos indios. Avisados los españoles que en las minas estaban, que venía Lautaro, desmampararon las minas y aun el oro que habían sacado, y viniéronse a la ciudad. Llegado el Lautaro a las minas, se entregó en las comidas que tenían los españoles y herramientas y en el oro. Están estas minas en una provincia que se dice Mataquito. Y en lo más fuerte que halló, asentó su campo con otros quinientos indios que se le allegaron, en un carrizal y monte a las espaldas. Hay dos acequias de agua por delante, porque los asientos que estos indios generalmente buscan es tener huida, prencipalmente cuando tienen guerra con los españoles. Y sabido en la ciudad de Santiago por los vecinos cómo se había vuelto aquel capitán indio allí, enviaron a un caudillo que se decía Joan Gudines por caudillo con veinte y nueve hombres. En el camino supo este caudillo cómo Francisco de Villagran estaba en el río de Maule. Fue avisado Francisco de Villagran por naturales cómo siete leguas de allí estaba Lautaro con más de mil indios de guerra, y también le avisaron cómo venía un capitán de la ciudad de Santiago con gente. Sabido esto por el general, escribió al caudillo que de la ciudad venía, mandándole que de allí a dos días se juntasen con él en la provincia de Gualemo, porque allí le estaría esperando para que de allí se saliesen juntos a hacer la guerra a los indios, que era tres leguas de donde estaba el Lautaro. Visto por Joan Gudinez la carta del general y lo que en ella le mandaba, luego lo puso por obra, y ansí se juntó con el general en aquel tiempo que le fue mandado. Había en todos setenta españoles. De aquí salió el general al cuarto del alba. Llegó ya que amanecía sobre los indios. Reconociendo el asiento en que estaban, dio en ellos sin ser sentidos ni vistos de las centinelas de los indios. Sentidos por los indios, luego se apellidaron y se pusieron en defensa. Y visto por el general la orden y el sitio en que estaban, mandó apear treinta hombres arcabuceros y rodeleros, y él con los cuarenta de a caballo rompieron por los indios, y los hizo huir y dejar el sitio. Aquí murió el Lautaro y otro capitán y más de doscientos y cincuenta indios. Los indios mataron un español que se decía Joan de Villagran. Este asiento tenía este capitán indio a orillas de un caudaloso río, y por delante tenía dos acequias de agua y un cañaveral y monte por las espaldas. Esta batalla se dio domingo, ocho de mayo de 1557 años. Hecho esto, se volvió el general a la ciudad de Santiago.
contexto
Cómo fuimos a grandes jornadas, así Cortés con todos sus capitanes como todos los de Narváez, excepto Pánfilo de Narváez y Salvatierra, que quedaban presos Como llegó la nueva referida cómo Pedro de Alvarado estaba cercado y México rebelado, cesaron las capitanías que habían de ir a poblar a Pánuco y a Guazacualco, que habían dado a Juan Velázquez de León y a Diego de Ordás, que no fue ninguno dellos, que todos fueron con nosotros; y Cortés habló a los de Narváez, que sintió que no irían con nosotros de buena voluntad a hacer aquel socorro, y les rogó que dejasen atrás enemistades pasadas por lo de Narváez, ofreciéndoles de hacerlos ricos y darles cargos; y pues venían a buscar la vida, y estaban en tierra, y enriquecerse, que ahora les venía lance; y tantas palabras les dijo, que todos a una se le ofrecieron que irían con nosotros; y si supieran las fuerzas de México, cierto está que no fuera ninguno. Y luego caminamos a muy grandes jornadas hasta llegar a Tlascala, donde supimos que hasta que Montezuma y sus capitanes habían sabido cómo habíamos desbaratado a Narváez, no dejaron de darle guerra a Pedro de Alvarado, y le habían ya muerto siete soldados y le quemaron los aposentos; y cuando supieron nuestra victoria cesaron de darle guerra; mas dijeron que estaban muy fatigados por falta de agua y bastimento, lo cual nunca se lo había mandado dar Montezuma; y esta nueva trajeron indios de Tlascala en aquella misma hora que hubimos llegado. Y luego Cortés mandó hacer alarde de la gente que llevaba, y halló sobre mil y trescientos soldados, así de los nuestros como de los de Narváez, y sobre noventa y seis caballos y ochenta ballesteros y otros tantos escopeteros; con los cuales le pareció a Cortés que llevaba gente para poder entrar muy a su salvo en México; y demás desto, en Tlascala nos dieron los caciques dos mil hombres, indios de guerra; y luego fuimos a grandes jornadas hasta Tezcuco, que es una gran ciudad, y no se nos hizo honra ninguna en ella ni pareció ningún señor, sino todo muy remontado y de mal arte; y llegamos a México día de señor San Juan de junio de 1520 años, y no parecía por las calles caciques ni capitanes ni indios conocidos, sino todas las casas despobladas. Y como llegamos a los aposentos en que solíamos posar, el gran Montezuma salió al patio para hablar y abrazar a Cortés y darle el bien venido, y de la victoria con Narváez; y Cortés, como venía victorioso, no le quiso oír, y el Montezuma se entró en su aposento muy triste y pensativo. Pues ya aposentados cada uno de nosotros donde solíamos estar antes que saliésemos de México para ir a lo de Narváez, y los de Narváez en otros aposentos, e ya habíamos visto e hablado con el Pedro de Alvarado y los soldados que con él quedaron, y ellos nos daban cuenta de las guerras que los mexicanos les daban y trabajo en que les tenían puestos, y nosotros les dábamos relación de la victoria contra Narváez. Y dejaré esto, y diré cómo Cortés procuró saber qué fue la causa de se levantar México, porque bien entendido teníamos que a Montezuma le pesó dello, que si le pluguiera o fuera por su consejo, dijeron muchos soldados de los que se quedaron con Pedro de Alvarado en aquellos trances, que si Montezuma fuera en ello que a todos les mataran; y que el Montezuma los aplacaba que cesasen la guerra; y lo que contaba el Pedro de Alvarado a Cortés sobre el caso era, que por libertar los mexicanos al Montezuma, e porque su Huichilobos se lo mandó porque pusimos en su casa la imagen de nuestra señora la virgen santa María y la cruz. Y mas dijo, que habían llegado muchos indios a quitar la santa imagen del altar donde la pusimos, y que no pudieron quitarla, y que los indios lo tuvieron a gran milagro, y que se lo dijeron al Montezuma, e que les mandó que la dejasen en el mismo lugar y altar, y que no curasen de hacer otra cosa; y así, la dejaron. Y más dijo el Pedro de Alvarado, que por lo que el Narváez les había enviado a decir al Montezuma, que le venía a soltar de las prisiones y a prendernos, y no salió verdad; y como Cortés había dicho al Montezuma que en teniendo navíos nos habíamos de ir a embarcar y salir de toda la tierra; e que no nos íbamos e que todo eran palabras, e que ahora habían visto venir muchos más teules; antes que todos los de Narváez y los nuestros tornásemos a entrar en México, que sería bien matar al Pedro de Alvarado y a sus soldados, y soltar al gran Montezuma, y después no quedar a vida ninguno de los nuestros e de los de Narváez, cuanto más que tuvieron por cierto que nos venciera el Narváez. Estas pláticas y descargo dio el Pedro de Alvarado a Cortés, y le tornó a decir Cortés que a qué causa les fue a dar guerra estando bailando y haciendo sus fiestas y bailes y sacrificios que hacían a su Huichilobos y a Tezcatepuca; y el Pedro de Alvarado dijo que luego le habían de venir a dar guerra, según el concierto que tenían entre ellos hecho; y todo lo demás que lo supo de un papa y de dos principales y de otros mexicanos; y Cortés le dijo: "Pues hanme dicho que os demandaron licencia para hacer el areito y bailes"; e dijo que así era verdad, e que fue por tomarles descuidados; e que porque temiesen y no viniesen a darle guerra, que por esto se adelantó a dar en ellos; y como aquello Cortés le oyó. le dijo, muy enojado, que era muy mal hecho, y grande desatino y poca verdad; e que plugiera a Dios que el Montezuma se hubiera soltado, e que tal cosa no la oyera a sus oídos; y así le dejó, que no le habló más en ello. También yo quiero decir que decía el Pedro de Alvarado que, cuando peleaban los indios mexicanos con él, que dijeron muchos de ellos que una gran tecleciguata, que es gran señora, que era otra como la que estaba en su gran cu, les echaba tierra en los ojos y les cegaba, y que un gran teule que andaba en un caballo blanco, les hacía mucho más daño, y que, si por ellos no fuera, que les mataran a todos; e que aquello diz que se lo dijeron al gran Montezuma sus principales: y si aquello fue así grandísimos milagros son y de continuo hemos de dar gracias a Dios y a la virgen Santa María nuestra señora, su bendita madre, que en todo nos socorre y al bienaventurado señor Santiago. También dijo el mismo Pedro de Alvarado que cuando andaba con ellos en aquella guerra, que mandó poner a un tiro, que estaba cebado, fuego, el cual tenía una pelota y muchos perdigones, e que como venían muchos escuadrones de indios a le quemar los aposentos, que salió a pelear con ellos, e que mandó poner fuego al tiro, e que no salió, y que hizo una arremetida contra los escuadrones que le daban guerra, y cargaban muchos indios sobre él, e que venía retrayéndose a la fuerza y aposento, e que entonces sin poner fuego al tiro salió la pelota y los perdigones y mató muchos indios; y que si aquello no acaeciera, que los enemigos los mataran a todos, como en aquella vez le llevaron dos de sus soldados vivos. Otra cosa dijo el Pedro de Alvarado, y esta sola cosa la dijeron otros soldados, que las demás pláticas solo el Pedro de Alvarado lo contaba; y es, que no tenía agua para beber, y cavaron en el patio, e hicieron un pozo y sacaron agua dulce, siendo todo salado también. Todo fue muchos bienes que nuestro señor Dios nos hacía. E a esto del agua digo yo que en México estaba una fuente que muchas veces y todas las más manaba agua algo dulce; que lo demás que dicen algunas personas, que el Pedro de Alvarado, por codicia de haber mucho oro y joyas de gran valor con que bailaban los indios, te fue a dar guerra, yo no lo creo ni nunca tal oí, ni es de creer que tal hiciese, puesto que lo dice el obispo fray Bartolomé de las Casas aquello y otras cosas que nunca pasaron; sino que verdaderamente dio en ellos por meterle temor, e que con aquellos males que les hizo tuviesen harto que curar y llorar en ellos, porque no le viniesen a dar guerra; y como dicen que quien acomete vence, y fue muy peor, según pareció. Y también supimos de mucha verdad que tal guerra nunca el Montezuma mandó dar, e que cuando combatían al Pedro de Alvarado, que el Montezuma les mandaba a los suyos que no lo hiciesen, y que le respondían que ya no era cosa de sufrir tenerle preso, y estando bailando irles a matar, como fueron; y que te habían de sacar de allí y matar a todos los teules que te defendían Estas cosas y otras sé decir que lo oí a personas de fe y que se hallaron con el Pedro de Alvarado cuando aquello pasé. Y dejarlo he aquí, y diré la gran guerra que luego nos dieron, y es desta manera.
contexto
Capítulo CXXV Que trata de cómo salió Pedro de Villagran para Peltacaví, adonde estaba un fuerte de indios, y de cómo los desbarató Viéndose Pedro de Villagran tan venturoso, e informado de este fuerte, y como Dios nuestro Señor le había ayudado en lo demás, y encomendándose a su bendita Madre, confiado que ansí le ayudaría en lo demás como hasta allí le había ayudado, salió con cincuenta hombres, lunes a veinte y ocho de agosto de mil quinientos y cincuenta y cuatro. Y llegado y reconocido el fuerte y sitio en que los indios estaban, se puso en una parte donde más raso estaba. E visto por los indios, escomenzaron a hacer aquello que acostumbran: a tocar las cornetas y hacer los fieros y dar grandes voces. Estaba este fuerte en medio de un grande y espeso monte de muy grandes malezas. Corría un hondable estero por junto a él que casi le cercaba y de esta banda estaba Pedro de Villagran con su gente. Tenía una gran plaza y junto a la orilla del río, que era raso, tenían una gruesa y fuerte trinchera hecha de palos, que tomaba desde el monte todo el raso, sin puerta. Y adelante, dejando otro compás de llano en largo, estaba otra trinchera, la cual llegaba a entrambas partes y se juntaba al monte con una puerta casi al cabo. Y más adelante, dejando otro compás en largo, iba de monte a monte otra paliza con una puerta en medio, la cual tapaba otra pequeña palizada. Y de la otra parte había otra gran plaza donde tenían sus casas y mujeres e hijos, cercado de montaña espesísima. Estos compases que había de las palizadas estaban llenos de hoyos. De esta causa no había sino caminos por donde ellos andaban. Viendo Pedro de Villagran el peligroso fuerte, escomenzaba y hacía que quería pasar, y los indios salían al compás que había de la palizada a riberas del estero y de allí flechaban a los españoles. Y viendo Pedro de Villagran que toda la gente de guerra, o casi la más, estaba en aquella frontera mandó a doce españoles de a pie fuesen por aquel monte adentro, porque si los indios caminaban había de ser por aquella espesura del monte, y que por donde pudiesen allegar al fuerte, hiciesen por entrar, porque él, en sintiendo ruido dentro, se arrojaría con los de a caballo, y a nado pasaría el estero y entraría a los favorecer. Pues idos los doce españoles por el monte adentro, aunque con trabajo, llegaron a una senda que los indios tenían para su servicio, y toparon piezas que les metían hasta la plaza que tengo dicho, donde tenían las casas. Y éstos fueron dentro sin ser sentidos. Luego les salieron los que estaban guardando las mujeres e hijos y pelearon con ellos. Ida la nueva a la gente que estaba con los otros españoles, que van entrando por otra parte españoles, escomenzáronse a dividir y haber gran ruido entre ellos. Y viendo el maestre de campo que los indios se dividían, consideró que los españoles estaban dentro e que habían menester socorro. Se echaron a nado con los caballos, y pasaron el estero y rompieron por una parte de la palizada. Entraron dentro a pesar de los indios, aunque algunos caballos caían en los hoyos, más solamente se hirió un caballo. Y ansí socorrieron a los doce españoles, que no poco menester lo habían cuando llegaron, porque como sea gente de pie, atrévense más los indios que no a los de a caballo. Y ansí acordaron los indios de desmamparar el fuerte y meterse por aquellas espesuras de monte. Y ansí fueron desbaratados y los españoles quedaron por señores del fuerte. Con esta buena diligencia y maña que Pedro de Villagran se daba, sustentó aquella ciudad todo el tiempo que estuvo, aunque el trabajo del invierno era grande.