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Cómo nos dieron guerra en México, y los combates que nos daban, y otras cosas que pasamos Como Cortés vio que en Tezcuco no nos habían hecho ningún recibimiento, ni aun dado de comer, sino mal y por mal cabo, y que no hallamos principales con quien hablar, y lo vio todo rematado y de mal arte, y venido a México lo mismo; y vio que no hacían tianguez, sino todo levantado, e oyó al Pedro de Alvarado de la manera y desconcierto con que les fue a dar guerra; y parece ser había dicho Cortés en el camino a los capitanes, alabándose de sí mismo, el gran acato y mando que tenía, e que por los pueblos e caminos le saldrían a recibir y hacer fiestas, y que en México mandaba tan absolutamente, así al gran Montezuma como a todos sus capitanes, e que le darían presentes de oro como solían; y viendo que todo estaba muy al contrario de sus pensamientos, que aun de comer no nos daban, estaba muy airado y soberbio con la mucha gente de españoles que traía, y muy triste y mohino; y en este instante envió el gran Montezuma dos de sus principales a rogar a nuestro Cortés que le fuese a ver, que le quería hablar, y la respuesta que le dio fue: "Vaya para perro, que aun tianguez no quiere hacer ni de comer nos manda dar"; y entonces, como aquello le oyeron a Cortés nuestros capitanes, que fue Juan Velázquez de León y Cristóbal de Olí y Alfonso de Ávila y Francisco de Lugo, dijeron: "Señor, temple su ira, y mire cuánto bien y honra nos ha hecho este rey destas tierras, que es tan bueno, que si por él no fuese ya fuéramos muertos y nos habrían comido, e mire que hasta las hijas le han dado". Y como esto oyó Cortés, se indignó más de las palabras que le dijeron, como parecían de reprensión, e dijo: "¿Qué cumplimiento tengo yo de tener con un perro que se hacía con Narváez secretamente, e ahora veis que aun de comer no nos da?" Y dijeron nuestros capitanes: "Esto nos parece que debe hacer, y es buen consejo." Y como Cortés tenía allí en México tantos españoles, así de los nuestros como de los de Narváez, no se le daba nada por cosa ninguna, e hablaba tan airado y descomedido. Por manera que tornó a hablar a los principales que dijesen a su señor Montezuma que luego mandase hacer tianguez y mercados; si no, que hará e que acontecerá; y los principales bien entendieron las palabras injuriosas que Cortés dijo de su señor, y aun también la reprensión que nuestros capitanes dieron a Cortés sobre ello; porque bien los conocían, que habían sido los que solían tener en guarda a su señor, y sabían que eran grandes servidores de su Montezuma, y según y de la manera que lo entendieron, se lo dijeron al Montezuma; y de enojo, o porque ya estaba concertado que nos diesen guerra, no tardó un cuarto de hora que vino un soldado a gran priesa muy mal herido, que venía de un pueblo que está junto a México, que se dice Tacuba, y traía unas indias que eran de Cortés, e la una hija de Montezuma, que parece ser las dejó a guardar allí al señor de Tacuba, que eran sus parientes del mismo señor, cuando fuimos a lo de Narváez. Y dijo aquel soldado que estaba toda la ciudad y camino por donde venía lleno de gente de guerra con todo género de armas, y que le quitaron las indias que traía y le dieron dos heridas, e que si no se les soltara, que le tenían ya asido para le meter en una canoa y llevarle a sacrificar, y habían deshecho una puente. Y desque aquello oyó Cortés y algunos de nosotros, ciertamente nos pesó mucho; porque bien entendido teníamos los que solíamos batallar con indios, la mucha multitud que de ellos se suelen juntar, que por bien que peleásemos, y aunque más soldados trajésemos ahora, que habíamos de pasar gran riesgo de nuestras vidas, y hambres y trabajos, especialmente estando en tan fuerte ciudad. Pasemos adelante, y digamos que luego mandó a un capitán que se decía Diego de Ordás, que fuese con cuatrocientos soldados, y entre ellos, los más ballesteros y escopeteros y algunos de a caballo, e que mirase qué era aquello que decía el soldado que había venido herido y trajo las nuevas; e que si viese que sin guerra y ruido se pudiese apaciguar, lo pascificase; y como fue el Diego de Ordás de la manera que le fue mandado, con sus cuatrocientos soldados, aun no hubo bien llegado a media calle por donde iba, cuando le salen tantos escuadrones mexicanos de guerra y otros muchos que estaban en las azoteas, y les dieron tan grandes combates, que le mataron a las primeras arremetidas ocho soldados, y a todos los más hirieron, y al mismo Diego de Ordás le dieron tres heridas. Por manera que no pudo pasar un paso adelante, sino volverse poco a poco al aposento; y al retraer le mataron otro buen soldado, que se decía Lezcano, que con un montante había hecho cosas de muy esforzado varón; y en aquel instante si muchos escuadrones salieron al Diego de Ordás, muchos más vinieron a nuestros aposentos, y tiran tanta vara y piedra con hondas y flechas, que nos hirieron de aquella vez sobre cuarenta y seis de los nuestros, y doce murieron de las heridas. Y estaban tantos guerreros sobre nosotros, que el Diego de Ordás, que se venía retrayendo, no podía llegar a los aposentos por la mucha guerra que le daban, unos por detrás y otros por delante y otros desde las azoteas. Pues quizá aprovechaban mucho nuestros tiros y escopetas, ni ballestas ni lanzas, ni estocadas que les dábamos, ni nuestro buen pelear; que, aunque les matábamos y heríamos muchos dellos, por las puntas de las picas y lanzas se nos metían; con todo esto, cerraban sus escuadrones y no perdían punto de su buen pelear, ni les podíamos apartar de nosotros. Y en fin, con los tiros y escopetas y ballestas, y el mal que les hacíamos de estocadas, tuvo lugar el Ordás de entrar en el aposento; que hasta entonces, aunque quería, no podía pasar, y con sus soldados bien heridos y veinte y tres menos, y todavía no cesaban muchos escuadrones de nos dar guerra y decirnos que éramos como mujeres, y nos llamaban bellacos y otros vituperios. Y aun no ha sido nada todo el daño que nos han hecho hasta ahora, a lo que después hicieron. Y es, que tuvieron tanto atrevimiento, que, unos dándonos guerra por una parte y otros por otra, entraron a ponernos fuego en nuestros aposentos, que no nos podíamos valer con el humo y fuego, hasta que se puso remedio en derrocar sobre él mucha tierra y atajar otras salas por donde venía el fuego, que verdaderamente allí dentro creyeron de nos quemar vivos; y duraron estos combates todo el día y aun la noche, y aun de noche estaban sobre nosotros tantos escuadrones, y tiraban varas y piedras y flechas a bulto y piedra perdida, que entonces estaban todos aquellos patios y suelos hechos parvas dellos. Pues nosotros aquella noche en curar heridos, y en poner remedio en los portillos que habían hecho y en apercibirnos para otro día, en esto se pasó. Pues desque amaneció, acordó nuestro capitán que con todos los nuestros y los de Narváez saliésemos a pelear con ellos, y que llevásemos tiros y escopetas y ballestas, y procurásemos de los vencer, a lo menos que sintiesen más nuestras fuerzas y esfuerzo mejor que el día pasado. Y digo que si nosotros teníamos hecho aquel concierto, que los mexicanos tenían concertado lo mismo, y peleábamos muy bien; mas ellos estaban tan fuertes y tenían tantos escuadrones, que se mudaban de rato en rato, que aunque estuvieren allí diez mil Hectores troyanos y otros tantos Roldanes, no les pudieran matar. Porque saberlo ahora yo aquí decir cómo pasó, y vimos este tesón en el pelear, digo que no lo sé escribir; porque ni aprovechaban tiros ni escopetas ni ballestas, ni apechugar con ellos, ni matarles treinta ni cuarenta de cada vez que arremetíamos; que tan enteros y con más vigor, peleaban que al principio; y si algunas veces les íbamos ganando alguna poca de tierra o parte de calle, y hacían que se retraían, era para que les siguiésemos, por apartarnos de nuestra fuerza y aposento, para dar más a su salvo en nosotros, creyendo que no volveríamos con las vidas a los aposentos; porque al retraernos nos hacían mucho mal. Pues para pasar a quemarles las casas, ya he dicho en el capítulo que dello habla, que de casa a casa tenían una puente de madera elevadiza, alzábanla, y no podíamos pasar sino por agua muy honda. Pues desde las azoteas, los cantos y piedras y varas no lo podíamos sufrir. Por manera que nos maltrataban y herían muchos de los nuestros, e no sé yo para qué lo escribo así tan tibiamente; porque unos tres o cuatro soldados que se habían hallado en Italia, que allí estaban con nosotros, juraron muchas veces a Dios que guerras tan bravosas jamás habían visto en algunas que se habían hallado entre cristianos, y contra la artillería del rey de Francia ni del Gran Turco, ni gente como aquellos indios con tanto ánimo cerrar los escuadrones vieron; y porque decían otras muchas cosas y causas que daban a ello, como adelante verán. Y quedarse ha aquí, y diré cómo con harto trabajo nos retrajimos a nuestros aposentos, y todavía muchos escuadrones de guerreros sobre nosotros con grandes gritos e silbos, y trompetillas y atambores, llamándonos de bellacos y para poco, que no sabíamos atenderles todo el día en batalla, sino volvernos retrayendo. Aquel día mataron diez o doce soldados, y todos volvimos bien heridos; y lo que pasó de la noche fue en concertar para que de ahí a dos días saliésemos todos los soldados cuantos sanos había en todo el real, y con cuatro ingenios a manera de torres, que se hicieron de madera bien recios, en que pudiesen ir debajo de cualquiera dellos veinte y cinco hombres; y llevaban sus ventanillas en ellos para ir los tiros, y también iban escopeteros y ballesteros; y junto con ellos habíamos de ir otros soldados escopeteros y ballesteros, y todos los demás de a caballo hacer algunas arremetidas. Y hecho este concierto, como estuvimos aquel día que entendíamos en la obra y fortalecer muchos portillos que nos tenían hechos, no salimos a pelear aquel día; no sé cómo lo diga, los grandes escuadrones de guerreros que nos vinieron a los aposentos a dar guerra, no solamente por diez o doce partes, sino por más de veinte; porque en todo estábamos repartidos, y otros en muchas partes; y entre tanto que los adobábamos y fortalecíamos, como dicho tengo, otros muchos escuadrones procuraron entrarnos los aposentos a escala vista, que por tiros ni ballestas ni escopetas, ni por muchas arremetidas y estocadas les podían retraer. Pues lo que decían, que en aquel día no había de quedar ninguno de nosotros, y que habían de sacrificar a sus dioses nuestros corazones y sangre, y con las piernas y brazos, que bien tendrían para hacer hartazgas y fiestas; y que los cuerpos echarían a los tigres y leones y víboras y culebras que tienen encerrados, que se harten dellos: e que a aquel efecto ha dos días que mandaron que no les diesen de comer; y que el oro que teníamos, que habríamos mal gozo dél y de todas las mantas; y a los de Tlascala que con nosotros estaban les decían que les meterían en jaulas a engordar, y que poco a poco harían sus sacrificios con sus cuerpos. Y muy afectuosamente decían que les diésemos su gran señor Montezuma, y decían otras cosas; y de noche asimismo siempre silbos y voces, y rociadas de vara y piedra y flecha; y cuando amaneció, después de nos encomendar a Dios, salimos de nuestros aposentos con nuestras torres, que me parece a mí que en otras partes donde me he hallado en guerras en cosas que han sido menester, las llaman burros y mantas; y con los tiros y escopetas y ballestas delante, y los de a caballo haciendo algunas arremetidas; e como he dicho, aunque les matábamos muchos dellos, no aprovechaba cosa para les hacer volver las espaldas, sino que si siempre muy bravamente habían peleado los doce días pasados, muy más fuertes con mayores fuerzas y escuadrones estaban este día; y todavía determinamos que, aunque a todos costase la vida, de ir con nuestras torres e ingenios hasta el gran cu del Huichilobos. No digo por extenso los grandes combates que en una casa fuerte nos dieron, ni diré cómo a los caballos los herían ni nos aprovechábamos dellos; porque, aunque arremetían a los escuadrones para romperlos, tirábanles tanta flecha y vara y piedra, que no se podían valer, por bien armados que estaban; y si los iban alcanzando, luego se dejaban caer los mexicanos a su salvo en las acequias y laguna, donde tenían hechos otros reparos para los de a caballo; y estaban otros muchos indios con sus lanzas muy largas para acabar de matarlos; así que no aprovechaba cosa ningún dellos. Pues apartarnos a quemar ni deshacer ninguna casa, era por demás; porque, como he dicho, están todas en el agua, y de casa a casa una puente levadiza; pasarla a nado era cosa muy peligrosa, porque desde las azoteas tiraban tanta piedra y cantos, que era cosa perdida ponernos en ello. Y demás desto, en algunas casas que les poníamos fuego tardaba una casa en se quemar un día entero, y no se podía pegar el fuego de una casa a otra, lo uno por estar apartadas la una de otra, el agua en medio, y lo otro por ser de azoteas; así que eran por demás nuestros trabajos en aventurar nuestras personas en aquello. Por manera que fuimos al gran cu de sus ídolos, y luego de repente suben en él más de cuatro mil mexicanos, sin otras capitanías que en ellos estaban, con grandes lanzas y piedra y vara, y se ponen en defensa, y nos resistieron la subida un buen rato, que no bastaban las torres ni los tiros ni ballestas ni escopetas, ni los de a caballo; porque, aunque querían arremeter los caballos, había unas losas muy grandes, empedrado todo el patio, que se iban a los caballos los pies y manos; y eran tan lisas, que caían; e como desde las gradas del alto cu nos defendían el paso, e a un lado e otro teníamos tantos contrarios, aunque nuestros tiros llevaban diez o quince dellos, e a estocadas y arremetidas matábamos otros muchos, cargaba tanta gente, que no les podíamos subir al alto cu, y con gran concierto tornamos a porfiar sin llevar las torres, porque ya estaban desbaratadas, y les subimos arriba. Aquí se mostró Cortés muy varón, como siempre lo fue. ¡Oh qué pelear y fuerte batalla que aquí tuvimos! Era cosa de notar vernos a todos corriendo sangre y llenos de heridas, e más de cuarenta soldados muertos. E quiso nuestro señor que llegamos adonde solíamos tener la imagen de nuestra señora, y no la hallamos; que pareció, según supimos, que el gran Montezuma tenía o devoción en ella o miedo, y la mandó guardar, y pusimos fuego a sus ídolos, y se quemó un pedazo de la sala con los ídolos Huichilobos y Tezcatepuca. Entonces nos ayudaron muy bien los tlascaltecas. Pues ya hecho esto, estando que estábamos unos peleando y otros poniendo fuego, como dicho tengo, ver los papas que estaban en este gran cu y sobre tres o cuatro mil indios, todos principales; ya que nos bajábamos, cuál nos hacían venir rodando seis gradas y aun diez abajo, y hay tanto que decir de otros escuadrones que estaban en los pretiles y concavidades del gran cu, tirándonos tantas varas y flechas, que así a unos escuadrones como a los otros no podíamos hacer cara ni sustentarnos; acordamos, con mucho trabajo y riesgo de nuestras personas, de nos volver a nuestros aposentos, los castillos deshechos y todos heridos, y muertos cuarenta y seis, y los indios siempre apretándonos, y otros escuadrones por las espaldas, que a quien no nos vio, aunque aquí más claro lo diga, yo no lo sé significar; pues aún no digo lo que hicieron las escuadrones mexicanos, que estaban dando guerra en los aposentos en tanto que andábamo; fuera, y la gran porfía y tesón que ponían de les entrar a quemarlos. En esta batalla prendimos dos papas principales, que Cortés nos mandó que los llevasen a buen recaudo. Muchas veces he visto pintada entre los mexicanos y tlascaltecas esta batalla y subida que hicimos en este gran cu; y tiénenlo por cosa muy heroica, que aunque nos pintan a todos nosotros muy heridos corriendo sangre, y muchos muertos en retratos que tienen dello hechos, en mucho lo tienen esto de poner fuego al cu y estar tanto guerrero guardándolo en los pretiles y concavidades, y otros muchos indios abajo en el suelo y patios llenos, y en los lados y otros muchos, y deshechas nuestras torres, cómo fue posible subirle. Dejemos de hablar dello, y digamos cómo con gran trabajo tornamos a los aposentos; y si mucha gente nos fueron siguiendo, y dando guerra, otros muchos estaban en los aposentos que ya les tenían derrocadas unas paredes para entrarles; y con nuestra llegada cesaron, mas no de manera que en todo lo que quedó del día dejaban de tirar vara y piedra y flecha, y en la noche grita y piedra y vara. Dejemos de su gran tesón y porfía que siempre a la continua tenían de estar sobre nosotros, como he dicho; e digamos que aquella noche se nos fue en curar heridos y enterrar los muertos, y en aderezar para salir otro día a pelear, y en poner fuerzas y mamparos a las paredes que habían derrocado e a otros portillos que habían hecho, y tomar consejo cómo y de qué manera podríamos pelear sin que recibiésemos tantos daños ni muertas; y en todo lo que platicamos no hallábamos remedio ninguno. Pues también quiero decir las maldiciones que los de Narváez echaban a Cortés, y las palabras que decían, que renegaban dél y de la tierra, y aun de Diego Velázquez, que acá les envió; que bien pacíficos estaban en sus casas de la isla de Cuba; y estaban embelesados y sin sentido. Volvamos a nuestra plática, que fue acordado de demandarles paces para salir de México; y desque amaneció vienen muchos más escuadrones de guerreros, y muy de hecho nos cercan por todas partes los aposentos; y si mucha piedra y flecha tiraban de antes, mucho más espesas y con mayores alaridos y silbos vinieron este día; y otros escuadrones por otras partes procuraban de nos entrar, que no aprovechaban tiros ni escopetas, aunque les hacían harto mal. Y viendo todo esto, acordó Cortés que el gran Montezuma les hablase desde una azotea, y les dijesen que cesasen las guerras y que nos queríamos ir de su ciudad; y cuando al gran Montezuma se lo fueron a decir de parte de Cortés, dicen que dijo con gran dolor: "¿Qué quiere de mí ya Malinche? Que yo no deseo vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído." Y no quiso venir; y aun dicen que dijo que ya no le querían ver ni oír a él ni a sus falsas palabras ni promesas ni mentiras; y fue el padre de la Merced y Cristóbal de Olí, y le hablaron con mucho acato y palabras muy amorosas. Y díjoles el Montezuma: "Yo tengo creído que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la guerra, porque ya tienen alzado otro señor, y han propuesto de no os dejar salir de aquí con la vida; y así, creo que todos vosotros habéis de morir en esta ciudad." Y volvamos a decir de los grandes combates que nos daban, que Montezuma se puso a un pretil de una azotea con muchos de nuestros soldados que le guardaban, y les comenzó a hablar a los suyos con palabras muy amorosas, que dejasen la guerra, que nos iríamos de México; y muchos principales mexicanos y capitanes bien le conocieron, y luego mandaron que callasen sus gentes y no tirasen varas ni piedras ni flechas, y cuatro dellos se allegaron en parte que Montezuma les podía hablar, y ellos a él, y llorando le dijeron: "¡Oh señor, e nuestro gran señor, y como nos pesa de todo vuestro mal y daño, y de vuestros hijos y parientes! Hacémoos saber que ya hemos levantado a un vuestro primo por señor"; y allí le nombró cómo se llamaba, que se decía Coadlabaca, señor de Iztapalapa; que no fue Guatemuz, el cual desde a dos meses fue señor. Y más dijeron, que la guerra que la habían de acabar, y que tenían prometido a sus ídolos de no lo dejar hasta que todos nosotros muriésemos; y que rogaban cada día a su Huichilobos y a Tezcatepuca que le guardase libre y sano de nuestro poder, e como saliese, como deseaban, que no lo dejarían de tener muy mejor que de antes por señor, y que les perdonase. Y no hubieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella sazón tiran tanta piedra y vara, que los nuestros le arrodelaban; y como vieron que entre tanto que hablaba con ellos no daban guerra, se descuidaron un momento del rodelar, y le dieron tres pedradas e un flechazo, una en la cabeza y otra en un brazo y otra en una pierna; y puesto que le rogaban que se curase y comiese, y le decían sobre ello buenas palabras, no quiso; antes cuando no nos catamos, vinieron a decir que era muerto. Y Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados; e hombres hubo entre nosotros, de los que le conocíamos y tratábamos, que tan llorado fue como si fuera nuestro padre; y no nos hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era; y decían que había diez y siete años que reinaba, y que fue el mejor rey que en México había habido, y que por su persona había vencido tres desafíos que tuvo sobre las tierras que sojuzgó.
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Capítulo CXXVI Que trata de cómo salió Francisco de Villagran de la ciudad de Santiago para ir a socorrer a las ciudades de arriba Habiendo oído Francisco de Villagran los embajadores de arriba, y habiendo repartido la moneda que dicho tengo, salió de esta ciudad para la imperial a primero de noviembre del año mil y quinientos y cincuenta y cuatro. Llegó a la ciudad Imperial en fin de noviembre. Y visto por los indios que no se habían alterado que les había llegado socorro aunque eran pocos, comenzaron a quemar las comidas que alrededor de la ciudad había en las sementeras, que por este tiempo en esta tierra se coge el trigo. Esto hacían ellos pensando que por hombre se irían los españoles de la tierra, mas al cabo la peor parte les cae, y escomenzaron de alzarse de nuevo. Visto el general el suceso, enviaba caudillos a todas partes a hacelles la guerra. Vinieron los indios en tan gran necesidad de comida en algunas partes que se vinieron a comer unos a otros. Y algunos más lo hacían de vicio e de bellaquería que no de falta de comida que tenían, porque se vio en un pueblo estar el marido y la mujer al fuego, y tener un hijo de año y medio, y con unos cuchillos que tienen de cobre y de pedernal cortaban del hijo y lo asaban y lo comían. Y viose más, en casa de un vecino una india comer de sus carnes de esta manera, que se ataban dos cuerdas al muslo abajo y arriba, y del medio cortaba y comía. Y también se vido el marido a la mujer y la mujer al marido. Y ansí, andando los españoles por estas partes, se hallaban casas con cuartos colgados como carnecería y se vendían. Y para que no les hiciese mal, tomaron un remedio que lo cocían con aryán, y de esta arte no les hacía daño. Y comiendo les dio tan gran pestilencia, que lo uno con lo otro fue para desmenuirse en tal manera que faltan de tres partes las dos. He querido hacer mención de esto porque es cosa admirable, y cierto no lo osara poner por memoria, si de ello no tuviera muchos testimonios. Y de comerse unos a otros no es de maravillar, que otra vez, según ellos dicen, se habían comido en tiempos pasados en que otra pestilencia y hambre había habido, de manera que quedó la tierra despoblada, y dicen indios antiguos, que de otra tierra de arriba se había vuelto a poblar aquella vez. En esto los tiene el demonio nuestro adversario, tan ensistidos, diciéndoles que ni más ni menos volverán a poblar como la otra vez pasada los mismos que mueren, y que no se les dé nada de morir, pues han de resucitar. Y a mi parecer les debe de decir el día del juicio. Y como es gente de tan poca razón creen que será así. E con esto, cuando vienen a pelear con los españoles no traen otro apellido sino que "muera el que muriese", que poco se les da de ello con la mala y errónea que tienen que han de resucitar. A diez y siete días del mes de abril de mil y quinientos y cincuenta e cinco años vinieron los navíos a esta gobernación al puerto de Valparaíso, y Francisco de Villagran bajaba de visitar las ciudades de arriba, con los cuales navíos vino una provisión del Audiencia Real del Pirú, en que por ella proveían y mandaban que los alcaldes mandasen y proveyesen en todo aquello que ellos viesen que era necesario a la tierra, y que otra persona ninguna no se entremetiese en ello, y que Francisco de Aguirre se estuvise en la ciudad de la Serena, y Francisco de Villagran en la ciudad de Santiago. Y en ella mandaba que habiendo posibilidad y pudiéndose poblar, se poblase la ciudad de la Concepción, y que si para ello fuese menester gente se despoblase una ciudad de las de arriba, y que la justicia de la ciudad de Santiago diese favor y ayuda. Llegado Francisco de Villagran a la ciudad de Santiago, se publicó la provisión, que aún no se había publicado hasta en tanto que llegase, porque le esperaron para ello, la cual provisión se publicó sábado a veinte y siete días del mes de abril del dicho año. Vista por Francisco de Villagran habló en general a todos, diciendo de esta manera: "Señores y caballeros, ya ven vuestras mercedes lo que por los señores del Audiencia es proveído. Y hasta agora vuestras mercedes han cumplido lo que yo les he mandado como general e desde aquí adelante suplico a vuestras mercedes obedezcan a los alcaldes, porque ansí lo haré yo. Y el que al contrario hiciere, sepa que seré yo alguacil de los alcaldes para ejecutar la justicia", e que de allí adelante no era él más de una persona particular. Y ansí estuvo en la ciudad de Santiago sin ir ni venir contra cosa que los alcaldes hiciesen.
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Desque fue muerto el gran Montezuma, acordó Cortés de hacerlo saber a sus capitanes y principales que nos daban guerra, y lo que más sobre ello pasó Pues como vimos a Montezuma que se había muerto, ya he dicho la tristeza que todos nosotros hubimos por ello, y aun al fraile de la Merced, que siempre estaba con él, se lo tuvimos a mal no le atraer a que se volviese cristiano; y él dio por descargo que no creyó que de aquellas heridas muriese, salvo que él debía de mandar que le pusiesen alguna cosa con que se pasmó. En fin de más razones, mandó Cortés a un papa e a un principal de los que estaban presos, que soltamos para que fuesen a decir al cacique que alzaron por señor, que se decía Coadlabaca, y a sus capitanes, cómo el gran Montezuma era muerto, y que ellos lo vieron morir, y de la manera que murió, y heridas que le dieron los suyos, y dijesen cómo a todos nos pesaba dello, y que lo enterrasen como gran rey que era, y que alzasen a su primo del Montezuma que con nosotros estaba, por rey, pues le pertenecía heredar, o a otros sus hijos; e que al que habían alzado por señor que no le venía de derecho, e que tratasen paces para salirnos de México: que si no lo hacían ahora que era muerto Montezuma, a quien teníamos respeto, y que por su causa no les destruíamos su ciudad, que saldríamos a darles guerra y quemarles todas las casas, y les haríamos mucho mal; y porque lo viesen cómo era muerto el Montezuma, mandó a seis mexicanos muy principales y los más papas que teníamos presos que lo sacasen a cuestas y lo entregasen a los capitanes mexicanos, y les dijesen lo que Montezuma mandó al tiempo que se quería morir, que aquellos que llevaron a cuestas se hallaron presentes a su muerte; y dijeron al Coadlabaca toda la verdad, cómo ellos propios le mataron de tres pedradas y un flechazo; y cuando así le vieron muerto, vimos que hicieron muy gran llanto, que bien oímos las gritas y aullidos que por él daban; y aun con todo esto no cesó la gran batería, que siempre nos daban, que era sobre nosotros, de vara y piedra y flecha, y luego la comenzaron muy mayor, y con gran braveza nos decían: "Ahora pagaréis muy de verdad la muerte de nuestro rey y el deshonor de nuestros ídolos; y las paces que nos enviáis a pedir, salid acá, y concertaremos cómo y de qué manera han de ser"; y decían tantas palabras sobre ello, y de otras cosas que ya no se me acuerda, y las dejaré aquí de decir y que ya tenían elegido buen rey, y que no era de corazón tan flaco, que le podáis engañar con palabras falsas, como fue al buen Montezuma; y del enterramiento, que no tuviesen cuidado, sino de nuestras vidas, que en dos días no quedarían ningunos de nosotros, para que tales cosas enviemos a decir; y con estas pláticas, muy grandes gritas y silbos, y rociadas de piedra, vara y flecha, y otros muchos escuadrones todavía procurando de poner fuego a muchas partes de nuestros aposentos; y como aquello vio Cortés y todos nosotros, acordamos que para otro día saliésemos del real, y diésemos guerra por otra parte, adonde había muchas cosas en tierra firme, y que hiciésemos todo el mal que pudiésemos, y fuésemos hacia la calzada, y que todos los de a caballo rompiesen con los escuadrones y los alanceasen o echasen en la laguna, y aunque les matasen los caballos; y esto se ordenó para ver si por ventura con el daño y muerte que les hiciésemos cesaría la guerra y se trataría alguna manera de paz para salir libres sin más muertes y daños. Y puesto que otro día lo hicimos todos muy varonilmente, y matamos muchos contrarios y se quemaron obra de veinte casas, y fuimos hasta cerca de tierra firme, todo fue nonada para el gran daño y muertes de más de veinte soldados, y heridas que nos hicieron; y no pudimos ganarles ninguna puente, porque todas estaban medio quebradas, y cargaron muchos mexicanos sobre nosotros, y tenían puestas albarradas y mamparos en parte adonde conocían que podían alcanzar los caballos. Por manera que, si muchos trabajos teníamos hasta allí, muchos mayores tuvimos adelante. Y dejarlo he aquí, y volvamos a decir cómo acordamos de salir de México. En esta entrada y salida que hicimos con los de a caballo, que era un jueves, acuérdome que iba allí Sandoval y Lares el buen jinete, y Gonzalo Domínguez, Juan Velázquez de León y Francisco de Morla, y otros buenos hombres de a caballo de los nuestros; y de los de Narváez, asimismo iban otros buenos jinetes; mas estaban espantados y temerosos los de Narváez, como no se habían hallado en guerras de indios, como nosotros los de Cortés.
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Capítulo CXXVII Que trata de cómo se revelaron los indios de la provincia de los pormocaes y de cómo fue un capitán a ellos y de lo que hizo Salido el general Francisco de Villagran a socorrer las ciudades Imperial y Valdivia, y llevado la más gente de Santiago, la provincia de los pormocaes viendo que quedaba poca gente en la ciudad, y que los que iban con Francisco de Villagran iban a Arauco, echando cuenta que aquellos indios matarían aquellos españoles y que ellos matarían los que quedaban en la ciudad, se rebelaron, haciendo el daño que en las haciendas de sus amos podían, comiéndoles los ganados y comidas que en los pueblos tenían sus amos, y a enviar sus mensajeros a los caciques de la comarca de la ciudad de Santiago. Y ansí se comenzaron a rebelar muchos caciques hasta el valle de Anconcagua, y los españoles, que los señores de indios tenían en sus pueblos, a recogerse a la ciudad. Viendo el Cabildo de la ciudad de Santiago la tierra alterada y que no se sabía de Francisco de Villagran, y que no había caballos ni armas a causa de haberlo llevado Francisco de Villagran, y haber falta en la tierra, comenzaron a dar orden de hacer frenos y sillas de cobre, e los estribos de las sillas de palo y las corazas de las sillas de guadameciles, e domar potros. Enviaron al capitán Joan Jufré fuese a los pormocaes con nueve hombres, y castigase y asentasen los indios, que le enviarían socorro. Salido el capitán Joan Jufré de la ciudad doce leguas, supo cómo en el pueblo de Gualemo se hacía una junta y que había tres mil indios, y camino en una noche. Hallándose cerca de ellos, confiándose en su buena ventura, animó sus nueve soldados, diciéndoles que no tuviesen temor, que él quería dar de madrugada en aquellos indios, y que él tenía confianza en Dios nuestro Señor de desbaratallos, y que mirase que retirarse era peor, y dejarlos hacer más junta vendría más daño, y que allí podían ganar honra de nobles. Ansí caminaron secretos y sin ser sentidos de los indios ni de sus centinelas, y como dieron en ellos de repente, parecióles a los indios que el capitán y sus nueve compañeros era más gente. Comenzaron unos a defenderse y otros a huir por un espeso cañaveral de montaña, y de esta manera los desbarataron. Mataron cincuenta indios y los indios hirieron a siete españoles. Prendiéronse algunos indios y el capitán hizo justicia de ellos. E luego comenzó hacer mensajeros a los indios viniesen en paz. E luego salieron de Gualemo, que eran del capitán Joan Jufré. E vistos los demás el suceso, e desbaratados el principio de su junta, salieron de paz y los demás asentaron. Y de esta manera el capitán Joan Jufré y sus nueve soldados aplacó este alzamiento, que no poco soberbia tenían los indios.
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Cómo acordamos de nos ir huyendo de México, y lo que sobre ello se hizo Como vimos que cada día iban menguando nuestras fuerzas, y las de los mexicanos crecían, y veíamos muchos de los nuestros muertos, y todos los más heridos; e que aunque peleábamos muy como varones, no los podíamos hacer retirar ni que se apartasen los muchos escuadrones que de día y de noche nos daban guerra, y la pólvora apocada, y la comida y agua por el consiguiente, y el gran Montezuma muerto, las paces que les enviamos a demandar no las quisieron aceptar; en fin, veíamos nuestras muertes a los ojos, y las puentes que estaban alzadas; y fue acordado por Cortés y por todos nuestros capitanes y soldados que de noche nos fuésemos, cuando viésemos que los escuadrones guerreros estuviesen más descuidados; y. para más les descuidar, aquella tarde les enviamos a decir con un papa de los que estaban presos, que era muy principal entre ellos, y con otros prisioneros, que nos dejen ir en paz de ahí a ocho días, y que les daríamos todo el oro; y esto por descuidarlos y salirnos aquella noche. Y demás desto, estaba con nosotros un soldado que se decía Botello, al parecer muy hombre de bien y latino, y había estado en Roma, y decían que era nigromántico, otros decían que tenía "familiar", algunos le llamaban astrólogo; y este Botello había dicho cuatro días había que hallaba por sus suertes y astrologías que si aquella noche que venía no salíamos de México, y si más aguardábamos, que ningún soldado podría salir con la vida; y aun había dicho otras veces que Cortés había de tener muchos trabajos y había de ser desposeído de su ser y honra, y que después había dé volver a ser gran señor y de mucha renta; y decía muchas cosas deste arte. Dejemos al Botello, que después tornaré hablar en él, y diré cómo se dio luego orden que se hiciese de maderos y tablas muy recias una puente que llevásemos para poner en las puentes que tenían quebradas; y para ponerla y llevarla, y guardar el paso hasta que pasase todo el fardaje y los de a caballo y todo nuestro ejército, señalaron y mandaron a cuatrocientos indios tlascaltecas y ciento y cincuenta soldados; y para llevar el artillería señalaron doscientos y cincuenta indios tlascaltecas y cincuenta soldados; y para que fuesen en la delantera peleando señalaron a Gonzalo de Sandoval y a Francisco de Saucedo, el pulido, y a Francisco de Lugo y a Diego de Ordás e Andrés de Tapia; y todos estos capitanes, y otros ocho o nueve de los de Narváez, que aquí no nombro, y con ellos, para que les ayudasen, cien soldados mancebos sueltos; y para que fuesen entre medias del fardaje y naborías y prisioneros, y acudiesen a la parte que más conviniese de pelear, señalaron al mismo Cortés y a Alonso de Ávila, y a Cristóbal de Olí e a Bernardino Vázquez de Tapia, y a otros capitanes de los nuestros, que no me acuerdo ya sus nombres, con otros cincuenta soldados; y para la retaguardia señalaron a Juan Velázquez de León y a Pedro de Alvarado, con otros muchos de a caballo y más de cien soldados, y todos los más de los de Narváez; y para que llevasen a cargo los prisioneros y a doña Marina y a doña Luisa señalaron trescientos tlascaltecas y treinta soldados. Pues hecho este concierto, ya era noche, y para sacar el oro y llevarlo y repartirlo, mandó Cortés a su camarero, que se decía Cristóbal de Guzmán, y a otros sus criados, que todo el oro y plata y joyas lo sacasen de su aposento a la sala con muchos indios de Tlascala, y mandó a los oficiales del rey, que eran en aquel tiempo Alonso de Ávila y Gonzalo Mejía, que pusiesen en cobro todo el oro de su majestad, y para que lo llevasen les dio siete caballos heridos y cojos y una yegua, y muchos indios tlascaltecas, que, según dijeron, fueron más de ochenta, y cargaron dello lo que más pudieron llevar, que estaba hecho todo lo más dello en barras muy anchas y grandes, como dicho tengo en el capítulo que dello habla, y quedaba mucho más oro en la sala hecho montones. Entonces Cortés llamó su secretario, que se decía Pedro Hernández, y a otros escribanos del rey, y dijo: "Dadrne por testimonio que no puedo más hacer sobre guardar este oro. Aquí tenemos en esta casa y sala sobre setecientos mil pesos por todo, y veis que no lo podemos pasar ni poner cobro más de lo puesto; los soldados que quisieren sacar dello, desde aquí se lo doy, como se ha de quedar aquí perdido entre estos perros"; y desque aquello oyeron, muchos soldados de los de Narváez y aun algunos de los nuestros cargaron dello. Yo digo que nunca tuve codicia del oro, sino procurar salvar la vida (porque la teníamos en gran peligro); mas no dejé de apañar de una petaquilla que allí estaba cuatro chalchihuites, que son piedras muy preciadas entre los indios, que de presto me eché entre los pechos entre las armas; y aun entonces Cortés mandó tomar la petaquilla con los chalchihuites que quedaban, para que la guardase su mayordomo; y aun los cuatro chalchihuites que yo tomé, si no me los hubiera echado entre los pechos, me los demandara Cortés; los cuales me fueron muy buenos para curar mis heridas y comer del valor dellos. Volvamos a nuestro cuento: que desque supimos el concierto que Cortés había hecho de la manera que habíamos de salir y llevar la madera para las puentes, y como hacía algo escuro, que había neblina e llovizna, y era antes de media noche, comenzaron a traer la madera e puente, y ponerla en el lugar que había de estar, y a caminar el fardaje y artillería y muchos de a caballo, y los indios tlascaltecas con el oro; y después que se puso en la puente, y pasaron todos así como venían, y pasó Sandoval e muchos de a caballo, también pasó Cortés con sus compañeros de a caballo tras de los primeros, y otros muchos soldados. Y estando en esto, suenan los cornetas y gritas y silbos de los mexicanos, y decían en su lengua: "Taltelulco, Taltelulco, salid presto con vuestras canoas, que se van los teules; atajadlos en las puentes"; y cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíamos valer, y muchos de nuestros soldados ya habían pasado. Y estando desta manera, carga tanta multitud de mexicanos a quitar la puente y a herir y matar a los nuestros que no se daban a manos unos a otros; y como la desdicha es mala, y en tales tiempos ocurre un mal sobre otro, como llovía, resbalaron dos caballos y se espantaron, y caen en la laguna, y la puente caída y quitada; y carga tanto guerrero mexicano para acabarla de quitar, que por bien que peleábamos, y matábamos muchos dellos, no se pudo aprovechar della. Por manera que aquel paso y abertura de agua presto se hinchó de caballos muertos y de los caballeros cuyos eran (que no podían nadar, y mataban muchos dellos) y de los indios tlascaltecas e indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería; y de otros muchos soldados que allí en el agua mataban y metían en las canoas, que era muy gran lástima de lo ver y oír, pues la grita y lloros y lástima que decían demandando socorro: "Ayúdame, que me ahoga"; otros, "Socorredme, que me matan"; otros demandando ayuda a nuestra señora Santa María y al señor Santiago; otros demandaban ayuda para subir al puente, y éstos eran ya que escapaban nadando, y asidos a muertos y a petacas para subir arriba, adonde estaba la puente; y algunos que habían subido, y pensaban que estaban libres de aquel peligro, había en las calzadas grandes escuadrones guerreros que los apañaban e amorrinaban con unas macanas, y otros que les flechaban y alanceaban. Pues quizá había algún concierto en la salida, como lo habíamos concertado, ¡maldito aquel!, porque Cortés y los capitanes y soldados que pasaron primero a caballo, por salvar sus vidas y llegar a tierra firme, aguijaron por las puentes y calzadas adelante, y no aguardaron unos a otros; y no lo erraron, porque los de a caballo no podían pelear en las calzadas; porque yendo por la calzada, ya que arremetían a los escuadrones mexicanos, echábanseles al agua, y de la una parte la laguna y de la otra azoteas, y por tierra les tiraban tanta flecha y vara y piedra, y con lanzas muy largas que habían hecho de las espadas que nos tomaron, como partesanas, mataban los caballos con ellas; y si arremetía alguno de a caballo y mataban algún indio, luego le mataban el caballo; y así, no se atrevían a correr por la calzada. Pues vista cosa es que no podían pelear en el agua; y puestos sin escopetas ni ballestas y de noche, ¿qué podíamos hacer sino lo que hacíamos? Qué era que arremetiésemos treinta y cuarenta soldados que nos juntábamos, y dar algunas cuchilladas a los que nos venían a echar mano, y andar y pasar adelante, hasta salir de las calzadas; porque si aguardábamos los unos a los otros, no saliéramos ninguno con la vida, y si fuera de día, peor fuera; y aun los que escapamos fue que nuestro señor Dios fue servido darnos esfuerzos para ello; y para quien no lo vio aquella noche la multitud de guerreros que sobre nosotros estaban, y las canoas que de los nuestros arrebataban y llevaban a sacrificar, era cosa de espanto. Pues yendo que íbamos cincuenta soldados de los de Cortés y algunos de Narváez por nuestra calzada adelante, de cuando en cuando salían escuadrones mexicanos a nos echar manos. Acuérdome que nos decían: "¡Oh, oh, oh cuilones!", que quiere decir: Oh putos, ¿aún aquí quedáis vivos, que no os han muerto los tiacahuanes? Y como les acudimos con cuchilladas y estocadas, pasamos adelante; e yendo por la calzada cerca de tierra firme, cabe el pueblo de Tacuba, donde ya habían llegado Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olí y Francisco de Saucedo "el pulido", y Gonzalo Domínguez, y Lares, y otros muchos de a caballo, y soldados de los que pasaron adelante antes que desamparasen la puente, según y de la manera que dicho tenga; e ya que llegábamos cerca oíamos voces que daba Cristóbal de Olí y Gonzalo de Sandoval y Francisco de Morla, y decían a Cortés, que iba adelante de todos: "Aguardad, señor capitán; que dicen estos soldados que vamos huyendo, y los dejamos morir en las puentes y calzadas a todos los que quedan atrás; tornémoslos a amparar y recoger; porque vienen algunos soldados muy heridos y dicen que los demás quedan todos muertos, y no salen ni vienen ningunos." Y la respuesta que dio Cortés, que los que habíamos salido de las calzadas era milagro; que si a las puentes volviesen, pocos escaparían con las vidas, ellos y los caballos; y todavía volvió el mismo Cortés y Cristóbal de Olí, y Alonso de Ávila y Gonzalo de Sandoval, y Francisco de Morla y Gonzalo Domínguez, con otros seis o siete de a caballo, y algunos soldados que no estaban heridos; mas no fueron mucho trecho, porque luego encontraron con Pedro de Alvarado bien herido, con una lanza en la mano, a pie, que la yegua alzana ya se la habían muerto, y traía consigo siete soldados, los tres de los nuestros y los cuatro de Narváez, también muy heridos, y ocho tlascaltecas, todos corriendo sangre de muchas heridas; y entre tanto volvió Cortés por la calzada con los capitanes y soldados que dicho tengo, reparamos en los patios junto a Tacuba, y ya habían venido a México, como está cerca, dando voces, y a dar mandado a Tacuba y a Escapuzalco y a Tenayuca para que nos saliesen al encuentro. Por manera que nos comenzaron a tirar vara y piedra y flecha, y con sus lanzas grandes, engastonadas en ellas de nuestras espadas que nos tomaron en este desbarate; y hacíamos algunas arremetidas, en que nos defendíamos dellos y les ofendíamos. Volvamos a Pedro de Alvarado, que, como Cortés y los demás capitanes y soldados le encontraron de aquella manera que he dicho, y como supieron que no venían más soldados, se les saltaron las lágrimas de los ojos; porque el Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, con otros más de a caballo y más de cien soldados, habían quedado en la retaguardia; y preguntando Cortés por los demás, dijo que todos quedaban muertos, y con ellos el capitán Juan Velázquez de León y todos los más de a caballo que traía, así de los nuestros como de los de Narváez, y más de ciento y cincuenta soldados que traía; y dijo el Pedro que después que les mataron los caballos y la yegua, que se juntaron para se amparar obra de ochenta soldados, y que sobre los muertos y petacas y caballos que se ahogaron, pasaron la primera puente; en esto no se me acuerda bien si dijo que pasó sobre los muertos, y entonces no miramos lo que sobre ello dijo a Cortés, sino que allí en aquella puente le mataron a Juan Velázquez y más de doscientos compañeros que traía, que no les pudieron valer. Y asimismo a esta otra puente, que les hizo Dios mucha merced en escapar con las vidas; y decía que todas las puentes y calzadas estaban llenas de guerreros. Dejemos esto, y diré que en la triste puente que dicen ahora que fue el salto del Alvarado, yo digo que en aquel tiempo ningún soldado se paró a verlo, si saltaba poco o mucho, que harto teníamos en mirar y salvar nuestras vidas, porque eran muchos los mexicanos que contra nosotros había; porque en aquella coyuntura no lo podíamos ver ni tener sentido en salto, si saltaba o pasaba poco o mucho; y así sería cuando el Pedro de Alvarado llegó a la puente, como él dijo a Cortés, que había pasado asido a petacas y caballos y cuerpos muertos, porque ya que quisiera saltar y sustentarse en la lanza en el agua, era muy honda, y no pudiera allegar al suelo con ella para poderse sustentar sobre ella; y demás desto, la abertura muy ancha y alta, que no la podría saltar por muy más suelto que era. También digo que no la podía saltar ni sobre la lanza ni de otra manera; porque después desde cerca de un año que volvimos a poner cerco ,a México y la ganamos, me hallé muchas veces en aquella puente peleando con escuadrones mexicanos, y tenían allí hechos reamparos y albarradas, que se llama ahora la puente del salto de Alvarado; y platicábamos muchos soldados sobre ello, y no hallábamos razón, ni soltura de un hombre que tal saltase. Dejemos este salto, y digamos que, como vieron nuestros capitanes que no acudían más soldados, y el Pedro de Alvarado dijo que todo quedaba lleno de guerreros, y es que ya que algunos quedasen rezagados, que en las puentes los matarían, volvamos a decir desto del salto de Alvarado: digo que para qué porfían algunas personas que no lo saben ni lo vieron, que fue cierto que la saltó el Pedro de Alvarado la noche que salimos huyendo, aquella puente y abertura del agua; otra vez digo que no la pudo saltar en ninguna manera; y para que claro se vea, hoy día está la puente; y la manera del altor del agua que solía venir y qué tan alta estaba la puente, y el agua muy honda, que no podía llegar al suelo con la lanza. Y porque los lectores sepan que en México hubo un soldado que se decía fulano de Ocampo, que fue de los que vinieron con Garay, hombre muy plático, y se preciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas a manera de masepasquines; y puso en ciertos libelos a muchos de nuestros capitanes cosas feas que no son de decir no siendo verdad; y entre ellos, demás de otras cosas que dijo de Pedro de Alvarado, que había dejado morir a su compañero Juan Velázquez de León con más de doscientos soldados y los de a caballo que les dejamos en la retaguardia, y se escapó él, y por escaparse dio aquel gran salto, como suele decir el refrán: "Saltó, y escapó la vida." Volvamos a nuestra materia: e porque los que estábamos ya en salvo en lo de Tacuba no nos acabásemos del todo de perder, e porque habían venido muchos mexicanos y los de Tacuba y Escapuzalco y Tenayuca y de otros pueblos comarcanos sobre nosotros, que a todos enviaron mensajeros desde México para que nos saliesen al encuentro en las puentes y calzadas, y desde los maizales nos hacían mucho daño, y mataron tres soldados que ya estaban heridos; acordamos lo más presto que pudiésemos salir de aquel pueblo y sus maizales, y con seis o siete tlascaltecas que sabían o atinaban el camino de Tlascala, sin ir por camino derecho nos guiaban con mucho concierto hasta que saliésemos a unas caserías que en un cerro estaban, y allí junto a un cu e adoratorio y como fortaleza, adonde reparamos; que quiero tornar a decir: que seguidos que íbamos de los mexicanos, y de las flechas y varas y piedras con sus hondas nos tiraban; y cómo nos cercaban, dando siempre en nosotros, es cosa de espantar; y como lo he dicho muchas veces, estoy harto de decirlo, los lectores no lo tengan por cosa de prolijidad, por causa que cada vez o cada rato que nos apretaban y herían y daban recia guerra, por fuerza tengo que tomar a decir de los escuadrones que nos seguían, y mataban muchos de nosotros. Dejémoslo ya de traer tanto a la memoria, y digamos como nos defendíamos; en aquel cu y fortaleza nos albergamos, y se curaron los heridos, y con muchas lumbres que hicimos. Pues de comer no lo había, y en aquel cu y adoratorio, después de ganada la gran ciudad de México, hicimos una iglesia, que se dice nuestra señora de los Remedios, muy devota, e van ahora allí en romería y a tener novenas muchos vecinos y señoras de México. Dejemos esto, y volvamos a decir qué lástima era de ver curar y apretar con algunos paños de mantas nuestras heridas; y como se habían resfriado y estaban hinchadas, dolían. Pues más de llorar fue los caballos y esforzados soldados que faltaban; ¿qué es de Juan Velázquez de León, Francisco de Saucedo y Francisco de Morla, y un Lares el buen jinete, y otros muchos de los nuestros de Cortés? ¿Para qué cuento yo estos pocos? Porque para escribir los nombres de los muchos que de los nuestros faltaron, es no acabar tan presto. Pues de los de Narváez, todos los más en las puentes quedaron cargados de oro. Digamos ahora, ¿qué es de muchos tlascaltecas que iban cargados de barras de oro, y otros que nos ayudaban? Pues al astrólogo Botello no le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo. Pasemos adelante y diré como se hallaron en una petaca deste Botello, después que estuvimos en salvo, unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales, que decía en ellas: ¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios? Y decía en otras rayas y cifras más adelante: No morirás. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: Sí morirás. Y respondía la otra raya: No morirás. Y decía en otra parte: Si me han de matar también mi caballo. Decía adelante: Sí matarán. Y de esta manera tenía otras como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras en aquellos papeles, que era como libro chico. Y también se halló en la petaca una natura como de hombre, de obra de un jeme hecha de baldres, ni más ni menos, al parecer, de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor. Volvamos a decir cómo quedaron muertos, así los hijos de Moctezuma como los prisioneros que traíamos, y el Cacamatzin y otros reyezuelos. Dejemos ya de contar tantos trabajos, y digamos cómo estábamos pensando en lo que por delante teníamos, y era que todos estábamos heridos, y no escaparon sino veinte y tres caballos. Pues los tiros y artillería y pólvora no sacamos ninguna; las ballestas fueron pocas, y ésas se remediaron luego, e hicimos saetas. Pues lo peor de todo era que no sabíamos la voluntad que habíamos de hallar en nuestros amigos los de Tlascala. Y demás desto, aquella noche (siempre cercados de mexicanos, y grita y vara y flecha, con hondas sobre nosotros) acordamos de nos salir de allí a media noche, y con los tlascaltecas, nuestros guías, por delante con muy gran concierto; llevábamos los muy heridos en el camino en medio, y los cojos con bordones, y algunos que no podían andar y estaban muy malos a ancas de caballos de los que iban cojos, que no eran para batallar, y los de a caballo sanos delante, y a un lado y a otro repartidos; y por este arte todos nosotros los que más sanos estábamos haciendo rostro y cara a los mexicanos, y los tlascaltecas que estaban heridos iban dentro en el cuerpo de nuestro escuadrón, y los demás que estaban sanos hacían cara juntamente con nosotros; porque los mexicanos nos iban siempre picando con grandes voces y gritos y silbos, diciendo: "Allá iréis donde no quede ninguno de vosotros a vida"; y no entendíamos a qué fin lo decían, según adelante verán. Olvidado me he de escribir el contento que recibimos de ver viva a nuestra doña Marina y a doña Luisa, hija de Xicotenga, que las escaparon en las puentes unos tlascaltecas; y también a una mujer que se decía María de Estrada, que no teníamos otra mujer de Castilla, sino aquella, y los que las escaparon, y salieron primero de las puentes, fueron unos hijos de Xicotenga hermanos de la doña Luisa, y quedaron muertas todas las más naborías, que nos habían dado en Tlascala y en México. Y volvamos a decir cómo llegamos aquel día a un pueblo grande que se dice Gualtitán, el cual pueblo fue de Alonso de Ávila; y aunque nos daban grita y voces y tiraban piedra y vara y flecha, todo lo soportábamos. Y desde allí fuimos por unas caserías y pueblezuelos, y siempre los mexicanos siguiéndonos, y como se juntaban muchos, procuraban de nos matar, y nos comenzaban a cercar, y tiraban tanta piedra con hondas, y vara y flecha, que mataron a dos de nuestros soldados en un paso malo, que iban mancos, y también un caballo, e hirieron a muchos de los nuestros; y también nosotros a estocadas les matamos a algunos dellos, y los de a caballo a lanzadas les mataban, aunque pocos; y así, dormimos en aquellas casas, y allí comimos el caballo que mataron. Y otro día muy de mañana comenzamos a caminar con el concierto de antes, y aun mejor, y siempre la mitad de los de a caballo delante; y poco más de una legua, en un llano, ya que creímos ir en salvo, vuelven tres de los nuestros de a caballo, y dicen que están los campos llenos de guerreros mexicanos aguardándonos; y cuando lo oímos, bien que tuvimos temor, e grande, mas no para desmayar del todo, ni dejar de encontrarnos con ellos y pelear hasta morir; y allí reparamos un poco, y se dio orden cómo habían de entrar y salir los de a caballo a media rienda, y que no se parasen alancear, sino las lanzas por los rostros hasta romper sus escuadrones, y que todos los soldados, las estocadas que diésemos, que les pasásemos las entrañas, y que todos hiciésemos de manera que vengásemos muy bien nuestras muertes y heridas: por manera que, si Dios fuese servido, escapásemos con las vidas; y después de nos encomendar a Dios y a Santa María muy de corazón, e invocando el nombre de señor Santiago, desque vimos que nos comenzaban a cercar, de cinco en cinco de a caballo rompieron por ellos, y todos nosotros juntamente. ¡Oh qué cosa de ver era esta tan temerosa y rompida batalla, cómo andábamos pie con pie, y con qué furia los perros peleaban, y qué herir y matar hacían en nosotros con sus lanzas y macanas y espadas de dos manos! Y los de a caballo, como era el campo llano, cómo alanceaban a su placer, entrando y saliendo a media rienda; y aunque estaban heridos ellos y sus caballos, no dejaban de batallar muy como varones esforzados. Pues todos nosotros los que no teníamos caballos, parece ser que a todos se nos ponía esfuerzo doblado, que aunque estábamos heridos, y de refresco teníamos más heridas, no curábamos de las apretar, por no nos parar a ello, que no había lugar, sino con grandes ánimos apechugábamos a les dar de estocadas. Pues quiero decir cómo Cortés y Cristóbal de Olí, y Pedro de Alvarado, que tomó otro caballo de los de Narváez, porque su yegua se la habían muerto, como dicho tengo; y Gonzalo de Sandoval, cuál andaban de una parte a otra rompiendo escuadrones, aunque bien heridos; y las palabras que Cortés decía a los que andábamos envueltos con ellos, que la estocada y cuchillada que diésemos fuese en señores señalados; porque todos traían grandes penachos con oro y ricas armas y divisas. Pues oír cómo nos esforzaba el valiente y animoso Sandoval, y decía: "Ea, señores, que hoy es el día que hemos de vencer; tened esperanza en Dios que saldremos de aquí vivos; para algún buen fin nos guarda Dios". Y tornaré a decir los muchos de nuestros soldados que nos mataban y herían. Y dejemos esto, y volvamos a Cortés y Cristóbal de Olí y Sandoval, y Pedro de Alvarado y Gonzalo Domínguez, y otros muchos que aquí no nombro; y todos los soldados poníamos grande ánimo para pelear; y esto, nuestro señor Jesucristo y nuestra señora la virgen Santa María nos lo ponía, y señor Santiago, que ciertamente nos ayudaba; y así lo certificó un capitán de Guatemuz, de los que se hallaron en la batalla. Y quiso Dios que allegó Cortés con los capitanes por mí nombrados en parte donde andaba el capitán general de los mexicanos con su bandera tendida, con ricas armas de oro y grandes penachos de argentería; y como lo vio Cortés al que llevaba la bandera, con otros muchos mexicanos, que todos traían grandes penachos de oro, dijo a Pedro de Alvarado y a Gonzalo de Sandoval y a Cristóbal de Olí y a los demás capitanes: "Ea, señores, rompamos con ellos." Y encomendándose a Dios, arremetió Cortés y Cristóbal de Olí, y Sandoval y Alonso de Ávila y otros caballeros, y Cortés dio un encuentro con el caballo al capitán mexicano, que le hizo abatir su bandera, y los demás nuestros capitanes acabaron de romper el escuadrón, que eran muchos indios; y quien siguió al capitán que traía la bandera, que aun no había caído del encuentro que Cortés le dio, fue un Juan de Salamanca, natural de Ontiveros, con una buena yegua overa, que le acabó de matar y le quitó el rico penacho que traía, y se le dio a Cortés, diciendo que, pues él le encontró primero y le hizo abatir la bandera e hizo perder el brío, le daba el plumaje; mas dende a ciertos años su majestad se le dio por armas al Salamanca, y así las tienen en sus reposteros sus descendientes. Volvamos a nuestra batalla, que nuestro señor Dios fue servido que, muerto aquel capitán que traía la bandera mexicana y otros muchos que allí murieron, aflojó su batallar de arte, que se iban retrayendo, y todos los de a caballo siguiéndoles y alcanzándoles. Pues a nosotros no nos dolían las heridas ni teníamos hambre ni sed, sino que parecía que no habíamos habido ni pasado ningún mal trabajo. Seguimos la victoria matando e hiriendo. Pues nuestros amigos los de Tlascala estaban hechos unos leones, y con sus espadas y montantes y otras armas que allí apañaron, hacíanlo muy bien y esforzadamente. Ya vueltos los de a caballo de seguir la victoria, todos dimos muchas gracias a Dios, que escapamos de tan gran multitud de gente; porque no se había visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya dado, tan gran número de guerreros juntos; porque allí estaba la flor de México y de Tezcuco y Saltocan, ya con pensamiento que de aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros. Pues qué armas tan ricas que traían, con tanto oro y penachos y divisas, y todos los más capitanes y personas principales, y allí junto donde fue esta reñida y nombrada y temerosa batalla para en estas partes (así se puede decir, pues Dios nos escapó con las vidas), había cerca un pueblo que se dice Otumba: la cual batalla tienen muy bien pintada, y en retratos entallada los mexicanos y tlascaltecas, entre otras muchas batallas que con los mexicanos hubimos hasta que ganamos a México. Y tengan atención los curiosos lectores que esto leyeren, que quiero traer aquí a la memoria que cuando entramos al socorro de Pedro de Alvarado en México fuimos por todos sobre más de mil y trescientos soldados, con los de a caballo, que fueron noventa y siete, y ochenta ballesteros y otros tantos escopeteros, y más de dos mil tlascaltecas, y metimos mucha artillería; y fue nuestra entrada en México día de señor San Juan de junio de 1520 años, y fue nuestra salida huyendo a 10 del mes de julio del año siguiente, y fue esta nombrada batalla de Otumba a 14 del mes de julio. Digamos ahora, ya que escapamos de todos los trances por mí atrás dichos, quiero dar otra cuenta que tantos mataron, así en México, en puentes y calzadas, como en todos los reencuentros, y en esta de Otumba, y los que mataron por los caminos. Digo que en obra de cinco días fueron muertos y sacrificados sobre ochocientos y setenta soldados, con setenta y dos que mataron en un pueblo que se dice Tustepeque, y a cinco mujeres de Castilla; y estos que mataron en Tustepeque eran de los de Narváez, y mataron sobre mil y doscientos tlascaltecas. También quiero decir cómo en aquella sazón mataron a un Juan de Alcántara "el Viejo", con otros tres vecinos de la Villa-Rica, que venían por las partes del oro que les cabía; de lo cual tengo hecha relación en el capítulo que dello trata. Por manera que también perdieron las vidas y aun el oro; y si miramos en ello, todos comúnmente hubimos mal gozo de las partes del oro que nos dieron; y si de los de Narváez murieron muchos más que de los de Cortés en las puentes, fue por salir cargados de oro, que con el peso dello no podían salir ni andar. Dejemos de hablar en esta materia, y digamos cómo íbamos muy alegres y comiendo unas calabazas que llaman ayotes, y comiendo y caminando hacia Tlascala; que por salir de aquellas poblaciones, por temor no se tornasen a juntar escuadrones mexicanos, que aun todavía nos daban grita en parte, que no podíamos ser señores dellos, y nos tiraban mucha piedra con hondas, y vara y flecha, hasta que fuimos a otras caserías y pueblo chico; porque estaba todo poblado de mexicanos, y allí estaba un buen cu y casa fuerte, donde reparamos aquella noche y nos curamos nuestras heridas, y estuvimos con más reposo; y aunque siempre teníamos escuadrones de mexicanos que nos seguían, mas ya no se osaban llegar; y aquellos que venían era como quien decía: "Allá iréis fuera de nuestra tierra." Y desde aquella población y casi donde dormimos se parecían las sierrezuelas que están cabe Tlascala, y como las vimos, nos alegramos como si fueran nuestras casas. Pues: quizá sabíamos cierto que nos habían de ser leales o qué voluntad tendrían, o qué había acontecido a los que estaban poblados en la Villa-Rica, si eran muertos o vivos. Y Cortés nos dijo que, pues éramos pocos, que no quedamos sino cuatrocientos y cuarenta, con veinte caballos y doce ballesteros y siete escopeteros, y no teníamos pólvora, y todos heridos y cojos y mancos, que mirásemos bien cómo nuestro señor Jesucristo fue servido escaparnos con las vidas; por lo cual siempre le hemos de dar muchas gracias y loores, y que volvimos otra vez a disminuirnos en el número y copia de los soldados que con él pasamos desde Cuba, y que primero entramos en México, cuatrocientos y cincuenta soldados; y que nos rogaba que en Tlascala no les hiciésemos enojo, ni se les tomase ninguna cosa; y esto dio a entender a los de Narváez, porque no estaban acostumbrados a ser sujetos a capitanes en las guerras, como nosotros; y más dijo, que tenía esperanza en Dios que los hallaríamos buenos y leales; e que si otra cosa fuese, lo que Dios no permita, que nos han de tornar a andar los puños con corazones fuertes y brazos vigorosos, y que para eso fuésemos muy apercibidos, y nuestros corredores del campo adelante. Llegamos a una fuente que estaba en una ladera, y allí estaban unas como cercas y reamparos de tiempos viejos, y dijeron nuestros amigos los tlascaltecas que allí partían términos entre los mexicanos y ellos; y de buen reposo nos paramos a lavar y a comer de la miseria que habíamos habido, y luego comenzamos a marchar, y fuimos a un pueblo de los tlascaltecas, que se dice Gualipar, donde nos recibieron y nos daban de comer; mas no tanto, que si no se lo pagábamos con algunas piecezuelas de oro y chalchihuites que llevábamos algunos de nosotros, no nos lo daban de balde; y allí estuvimos un día reposando, curando nuestras heridas, y ansimismo curamos los caballos. Pues cuando lo supieron en la cabecera de Tlascala, luego vino Mase-Escaci y principales, y todos los más sus vecinos, y Xicotenga el viejo, y Chichimecatecle y los de Guaxocingo; y como llegaron a aquel pueblo donde estábamos, fueron a abrazar a Cortés y a todos nuestros capitanes y soldados; y llorando algunos dellos, especial el Mase-Escaci y Xicotenga, y Chichimecatecle y Tecapaneca, dijeron a Cortés: "Oh Malinche, Malinche!, y cómo nos pesa de vuestro mal y de todos vuestros hermanos, y de los muchos de los nuestros que con vosotros han muerto; ya os lo habíamos dicho muchas veces, que no os fiaseis de gente mexicana, porque de un día a otro os habían de dar guerra; no me quisisteis creer: ya es hecho, al presente no se puede hacer más de curaros y daros de comer; en vuestras casas estáis, descansad, e iremos luego a nuestro pueblo y os aposentaremos; y no pienses Malinche, que habéis hecho poco en escapar con las vidas de aquella tan fuerte ciudad y sus puentes; e yo digo que si de antes os teníamos por muy esforzados, ahora os tenemos en mucho más. Bien sé que lloran muchas mujeres e indios destos nuestros pueblos las muertes de sus hijos y maridos y hermanos y parientes; no te congojes por ello, y mucho debes a tus dioses, que te han aportado aquí, y salido de entre tanta multitud de guerreros que os esperaban para os matar. Yo quería ir en vuestra busca con treinta mil guerreros de los nuestros, y no pude salir, a causa que no estábamos juntos y los andaba juntando." Cortés y todos nuestros capitanes y soldados los abrazamos, y les dijimos que se lo teníamos en merced, y Cortés les dio a todos los principales joyas de oro y piedras (que todavía se escaparon, cada cual soldado lo que pudo) y asimismo dimos algunos de nosotros a nuestros conocidos de lo que teníamos. Pues qué fiesta y alegría mostraron con doña Luisa y con doña Marina cuando las vieron en salvamento, y qué llorar, y qué tristeza tenían por los demás indios que no venían, que se quedaron muertos, en especial el Mase-Escaci por su hija doña Elvira, y lloraba la muerte de Juan Velázquez de León, a quien la dio. Y desta manera fuimos a la cabecera de Tlascala con todos los caciques, y a Cortés aposentaron en las casas de Mase-Escaci, y Xicotenga dio sus aposentos a Pedro de Alvarado, y allí nos curamos y tornamos a convalecer, y aun se murieron cuatro soldados de las heridas, y a otros soldados no se les habían sanado. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más pasó.
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Capítulo CXXVIII Que trata de cómo visto el mandado de los oidores los alcaldes de las ciudades tomaron la mano a ir a poblar la ciudad de la Concepción y del suceso Visto por los alcaldes de todas las ciudades de arriba, que al presente estaban en la ciudad de Santiago, lo que los señores oidores por su provisión mandaban, cada uno con la gente de las ciudades se fueron a poblallas, no entendiendo lo que la provisión mandaba, que era que los de la ciudad de Santiago mandasen y proveyesen aquello que conviniese a la ciudad de la Concepción. Y cada uno tomólo por sí por mandar el tiempo que le cabía, que yo vi en esta gobernación doce cabezas. Y ansí los alcaldes de la Imperial se fueron a su ciudad, y los de la Villarrica a la suya a poblarla con treinta y cinco hombres, y los del pueblo de los Confines se fueron a poblarle. De este pueblo no he dicho porque nunca ha estado poblado, sino un mes solamente. Antes que el gobernador muriese señaló aquel asiento para poblar un pueblo, que es en triángulo de la ciudad Imperial y de la Concepción a la falta de la cordillera nevada. Y los de la Concepción se fueron con sesenta hombres a poblalla. Y ansí se dividió la gente, que no quisieron dar socorro, ni ir a favorecer a los de la Concepción para que se sustentase aquella ciudad. Visto por el general que los alcaldes tomaban la mano y que él no era parte para estorbárselo, aconsejó a los de la Concepción que no entrasen a poblalla en su asiento, sino que estuviesen cuatro leguas o cinco en los llanos de Quilacura, porque el asiento de la Concepción tiene malos pasos y malas entradas a causa de la cordillera que tengo dicho que pasa por ella. Y a este efecto les dijo Francisco de Villagran a los vecinos de ella, que porque iba poca gente para poder sustentarla. Llegados que fueron al asiento de Quillacura, no quisieron sino entrar, aunque de los más vecinos fueron requeridos que no entrasen, porque se ponían en muy gran peligro. Mas, no mirando los alcaldes el inconveniente, entraron. Y entrados dentro, enviaron dos hombres a esta ciudad de Santiago a decir cómo estaban poblados y que les enviasen algún socorro. Estando los mensajeros en la ciudad de Santiago, pasó cinco leguas de allí el maestre de campo Pedro de Villagran con diez hombres, el cual habló con un alcalde de ellos que estaba con veinte hombre corriendo la tierra, el cual se vino a esta ciudad de Santiago, visto que la voluntad de los alcaldes era quererse estar en la Concepción. Estando en este medio tiempo, visto los indios que eran pocos españoles, se ajuntaron y dieron en ellos un sábado, veinte y cuatro de noviembre del año de 1555, y pelearon con ellos los españoles, y como eran pocos no pudieron resistirlos. Hiciéronlos huir y dejar la ciudad con pérdida de diez y siete españoles, y en un navío que tenían en el puerto se escaparon algunos echándose a nado, y los demás por tierra se volvieron a la ciudad de Santiago. Acabados de desbaratar los españoles de la Concepción, les venían catorce hombres de socorro de la ciudad Imperial, que es de allí cuarenta leguas, y entraron lunes siguiente. Y como vieron indios muertos y los españoles que no estaban en el asiento, subiéronse por el río de Andalién arriba, y toparon un indio de la otra parte del río que se estaba lavando, y llegáronse los españoles a la orilla y le preguntaron qué cuyo era. Y el indio se salió del agua y se vistió y tomó una lanza, y blandeándola les dijo: "Mamo inche y tata", que quiere decir tanto como "éste es mi amo señor". ¡Cierto fue dicho para ponerle aquí! Los españoles se volvieron a la Imperial sin que los indios los enojasen, a causa que con la vitoria pasada estaban todos juntos en sus convites, porque es su costumbre de que salen con alguna victoria se juntan a beber. Sabido este negocio los españoles que estaban en los Confines, despoblaron el pueblo y se fueron a la Imperial. Visto por el general Francisco de Villagran la despoblación de la Concepción segunda vez, y cómo les habían muerto diez y siete españoles, acordó de despachar un galeón que estaba en el puerto de Valparaíso, para que fuese a la ciudad de Valdivia. Navegando este galeón para hacer su viaje, pasó adelante de Valdivia a causa de que, como he dicho, cuando vienta el norte oscurece la tierra. Dieron en una bahía diez y siete leguas de Valdivia. Fue Dios servido que se escapase la gente. Solamente se ahogó un esclavo. Estuvieron aquí dos meses sin que los indios los enojasen, y en este tiempo aderezaron el batel lo mejor que pudieron, y se metieron en él todos, que eran veinte y siete españoles y cuatro mujeres que iban con sus maridos, y así se vinieron a la ciudad de Valdivia. Luego los de la ciudad de Valdivia e Imperial despacharon aquel barco a la ciudad de Santiago, avisando al general la necesidad que tenían de socorro. Y visto los despachos por el general Francisco de Villagran, y viendo que por tierra no los podía socorrer, acordó de ir a visitar aquellas ciudades. E con sus amigos se fue al puerto de Valparaíso, donde se embarcó con treinta soldados e navegó para hacer su viaje. Y como en este tiempo vienta el viento sur como ya tengo dicho, es trabajosa la navegación. Por ser a veinte de noviembre e por la necesidad de bastimento, le fue forzoso arribar al puerto, e se desembarcó. Sabido por los alcaldes de la ciudad de Santiago que el general había arribado e que se venía a la ciudad, le escribieron que no entrase en la ciudad más de con dos criados, porque ansí convenía al servicio de Su Majestad. E visto el general las cartas de los alcaldes, una noche dejando toda la gente, se salió e vino a la ciudad con dos criados, y llegado a la ciudad estuvo en ella sin entremeterse en ninguna cosa, hasta en tanto que llegaron los navíos del Pirú, que fue ocho de mayo de mil y quinientos y cincuenta y seis años, donde le vino una provisión de la Real Audiencia, en que por ella le nombraba por justicia mayor de esta gobernación, para que la tuviese en justicia hasta en tanto que el adelantado Gerónimo de Alderete viniese, porque tenían noticia que venía por gobernador de Su Majestad. Publicada la provisión en la ciudad de Santiago, luego proveyó su teniente a la ciudad de la Serena, estando conformes él y Francisco de Aguirre. En este tiempo los indios de la provincia de los pormocaes tornaron a enviar sus mensajeros a los indios de Arauco a que viniese la más gente que pudiese a su tierra, y que allí les tendrían mucha comida y todo recaudo para la gente de guerra que trajesen. Puesto allí, se juntarían todos y vendrían sobre la ciudad de Santiago, y que harían la guerra a los españoles. Visto los indios de Arauco el mensaje que les enviaban, y como estaban victoriosos; pareciéndoles que con el favor de los de Santiago saldrían con ello, e luego enviaron al general Lautaro, el que tengo dicho, con tres mil indios. Partido con esta gente, llegó a un pueblo que se dice Teno, veinte leguas de la ciudad de Santiago, y llegado a este asiento, este capitán indio hizo un fuerte con el favor que le dieron los pormocaes, e metió la comida que pudo e su gente dentro.
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Cómo fuimos a la provincia de Tepeaca, y lo que en ella hicimos; y otras cosas que pasaron Como Cortés había pedido a los caciques de Tlascala, ya otras veces por mí nombrados, cinco mil hombres de guerra para ir a correr y castigar los pueblos adonde habían muerto españoles, que era a Tepeaca y Cachula y Tecamachalco, que estaría de Tlascala seis o siete leguas, de muy entera voluntad tenían aparejados hasta cuatro mil indios; porque, si mucha voluntad teníamos nosotros de ir a aquellos pueblos, mucha más gana tenían el Mase. Escaci y Xicotenga, el viejo, porque les habían venido a robar unas estancias y tenían voluntad de enviar gente de guerra sobre ellos; y la causa fue esta: porque, como los mexicanos nos echaron de México, según y de la manera que dicho tengo en los capítulos pasados que sobre ello hablan, y supieron que en Tlascala nos habíamos recogido, y tuvieron por cierto que en estando sanos que habíamos de venir con el poder de Tlascala a correrles las tierras de los pueblos que más cercanos confinan con Tlascala; a este efecto enviaron a todas las provincias adonde sentían que habíamos de ir muchos escuadrones mexicanos de guerreros que estuviesen en guarda y guarniciones, y en Tepeaca estaba la mayor guarnición dellos. Lo cual supo el Mase-Escaci y el Xicotenga, y aun se temían dellos. Pues ya que todos estábamos a punto, comenzamos a caminar; y en aquella jornada no llevamos artillería ni escopetas, porque todo quedó en las puentes; e ya que algunas escopetas escaparon, no teníamos pólvora; y fuimos con diez y siete de a caballo y seis ballestas y cuatrocientos y veinte soldados, los más de espada y rodela, y con obra de cuatro mil amigos de Tlascala y el bastimento para un día, porque las tierras adonde íbamos era muy poblado y bien abastecido de maíz y gallinas y perrillos de la tierra; y como lo teníamos de costumbre, nuestros corredores del campo adelante; y con muy buen concierto fuimos a dormir a obra de tres leguas de Tepeaca. E ya tenían alzado todo el fardaje de las estancias y población por donde pasamos, porque muy bien tuvieron noticia cómo íbamos a su pueblo; e porque ninguna cosa hiciésemos sino por buena orden y justificadamente, Cortés les envió a decir con seis indios de su pueblo de Tepeaca, que habíamos tomado en aquella estancia, que para aquel efecto los prendimos, e con cuatro de sus mujeres, cómo íbamos a su pueblo a saber e inquirir quién y cuántos se hallaron en la muerte de más de diez y ocho españoles que mataron sin causa ninguna, viniendo camino para México; y también veníamos a saber a qué causa tenían ahora nuevamente muchos escuadrones mexicanos, que con ellos habían ido a robar y saltear unas estancias de Tlascala, nuestros amigos; que les ruega que luego vengan de paz adonde estábamos para ser nuestros amigos, y que despidan de su pueblo a los mexicanos; si no, que iremos contra ellos como rebeldes y matadores y salteadores de caminos, y les castigaría a fuego y sangre y los daría por esclavos; y como fueron aquellos seis indios y cuatro mujeres del mismo pueblo, si muy fieras palabras les enviaron a decir, mucho más bravosa nos dieron la respuesta con los mismos seis indios y dos mexicanos que venían con ellos; porque muy bien conocido tenían de nosotros que a ningunos mensajeros que nos enviaban hacíamos ninguna demasía, sino antes darles algunas cuentas para atraerlos; y con estos que nos enviaron los de Tepeaca, fueron las palabras bravosas dichas por los capitanes mexicanos, como estaban victoriosos de lo de las puentes de México; y Cortés les mandó dar a cada mensajero una manta, y con ellos les tornó a requerir que viniesen a le ver y hablar y que no hubiesen miedo; e que pues ya los españoles que habían muerto no los podían dar vivos, que vengan ellos de paz y se les perdonará todos los muertos que mataron; y sobre ello se les escribió una carta; y aunque sabíamos que no la habían de entender, sino como veían papel de Castilla tenían por muy cierto que era cosa de mandamiento; y rogó a los dos mexicanos que venían con los de Tepeaca como mensajeros, que volviesen a traer la respuesta, y volvieron; y lo que dijeron era, que no pasásemos adelante y que nos volviésemos por donde veníamos, si no que otro día pensaban tener buenas hartazgas con nuestros cuerpos, mayores que las de México y sus puentes y la de Otumba; y como aquello vio Cortés comunicólo con todos nuestros capitanes y soldados, y fue acordado que se hiciese un auto por ante escribano que diese fe de todo lo pasado, y que se diesen por esclavos a todos los aliados de México que hubiesen muerto españoles, porque habiendo dado la obediencia a su majestad, se levantaron, y mataron sobre ochocientos y sesenta de los nuestros y sesenta caballos, y a los demás pueblos por salteadores de caminos y matadores de hombres; e hecho este auto, envióseles a hacer saber, amonestándolos y requiriendo con la paz; y ellos tornaron a decir que si luego no nos volvíamos, que saldrían a nos matar; y se apercibieron para ello, y nosotros lo mismo. Otro día tuvimos en un llano una buena batalla con los mexicanos y tepeaqueños; y como el campo era labranzas de maíz e magüeyales, puesto que peleaban valerosamente los mexicanos, presto fueron desbaratados por los de a caballo, y los que no los teníamos no estábamos de espacio ¡pues ver a nuestros amigos de Tlascala tan animosos cómo peleaban con ellos y les siguieron el alcance! Allí hubo muertos de los mexicanos y de Tepeaca muchos, y de nuestros amigos de Tlascala tres, e hirieron dos caballos, el uno se murió, y también hirieron doce de nuestros soldados, mas no de suerte que peligró ninguno. Pues seguida la victoria, allegáronse muchas indias y muchachos que se tomaron por los campos y casas; que hombres no curábamos dellos, que los tlascaltecas los llevaban por esclavos. Pues como los de Tepeaca vieron que con el bravear que hacían los mexicanos que tenían en su pueblo y guarnición eran desbaratados, y ellos juntamente con ellos, acordaron que sin decirles cosa ninguna viniesen adonde estábamos; y los recibimos de paz y dieron la obediencia a su majestad, y echaron los mexicanos de sus casas, y nos fuimos nosotros al pueblo de Tepeaca, adonde se fundó una villa que se nombró la villa de Segura de la Frontera, porque estaba en el camino de la Villa-Rica, en una buena comarca de buenos pueblos sujetos a México, y había mucho maíz, y guardaban la raya nuestros amigos los de Tlascala; y allí se nombraron alcaldes y regidores, y se dio orden en cómo se corriese los rededores sujetos a México, en especial los pueblos adonde habían muerto españoles; y allí hicieron hacer el hierro con que se habían de herrar los que se tomaban por esclavos, que era una G. que quiere decir guerra. Y desde la villa de Segura de la Frontera corrimos todos los rededores, que fue Cachula y Tecamachalco y el pueblo de las Guayaguas, y otros pueblos que no se me acuerda el nombre; y en lo de Cachula fue adonde habían muerto en los aposentos quince españoles; y en este de Cachula hubimos muchos esclavos: de manera que en obra de cuarenta días tuvimos aquellos pueblos pacíficos y castigados. Ya en aquella sazón habían alzado en México otro señor por rey, porque el señor que nos echó de México era fallecido de viruelas, y aquel señor que hicieron rey era un sobrino o pariente muy cercano del gran Montezuma, que se decía Guatemuz, mancebo de hasta veinte y cinco años, bien gentil hombre para ser indio, y muy esforzado; y se hizo temer de tal manera, que todos los suyos temblaban dél; y estaba casado con una hija de Montezuma, bien hermosa mujer para ser india; y como este Guatemuz, señor de México, supo cómo habíamos desbaratado los escuadrones de mexicanos que estaban en Tepeaca, y que habían dado la obediencia a su majestad del emperador Carlos V, y nos servían y daban de comer, y estábamos allí poblados; y temió que les correríamos lo de Guaxaca y otras provincias, y que a todos les atraeríamos a nuestra amistad, envió a sus mensajeros por todos los pueblos para que estuviesen muy alerta con todas sus armas, y a los caciques les daba joyas de oro, y a otros perdonaba los tributos; y sobre todo, mandaba ir muy grandes capitanes y guarniciones de gente de guerra para que mirasen no les entrásemos en sus tierras; y les enviaba a decir que peleasen muy reciamente con nosotros, no les acaeciese como en lo de Tepeaca e Cachula e Tecamachalco, que todos les habíamos hecho esclavos. Y adonde más gente de guerra envió fue a Guacachula e Ozúcar que está de Tepeaca a donde estaba nuestra villa doce leguas. Para que bien se entiendan los hombres destos pueblos, un nombre es Cachula, otro nombre es Guacachula. Y dejaré de contar lo que en Guacachula se hizo, hasta su tiempo y lugar; y diré cómo en aquel tiempo e instante vinieron de la Villa-Rica mensajeros cómo había venido un navío de Cuba, y ciertos soldados en él.
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Capítulo CXXX Que trata de cómo fue proveído don García Hurtado de Mendoza por gobernador y capitán general de las provincias de Chile Y tengo dicho de cómo despachó el gobernador don Pedro de Valdivia a Gerónimo de Alderete a España a sus negocios. Y en este tiempo los naturales de la provincia de Arauco se rebelaron y yendo a la pacificación del alzamiento con ciertos españoles, hubo una batalla con los indios, donde fue desbaratado y muerto. Sabido en España esta nueva, Su Majestad hizo a Gerónimo de Alderete gobernador y capitán general de las provincias de Chile, y en esta sazón había proveído Su Majestad al marqués de Cañete por visorrey de los reinos del Pirú, los cuales embarcaron en la ciudad de Sevilla en una armada para pasar al Nombre de Dios. Y en Panamá de cierta enfermedad Gerónimo de Alderete fue difunto. Llegado el visorrey don Hurtado de Mendoza a la ciudad de los Reyes donde reside la Audiencia Real, y entrando en acuerdo los oidores en los estrados reales en viendo la necesidad que las provincias de Chile tenían de una persona que gobernase, porque los procuradores que habían enviado estaban diferentes, porque unos pedían a Francisco de Villagran y otros pedían a Francisco de Aguirre. Informado de las cosas que habían pasado, y que proveer a ninguno de aquellos capitanes que los procuradores pedían haya inconvenientes, e que la necesidad que tenían era de gente, y si no había persona que la llevase del Pirú, no iría, y viendo la necesidad que había, en acuerdo se proveyó a don García Hurtado de Mendoza, su hijo, por gobernador y capitán general, de la suerte que Su Majestad lo había dado a Gerónimo de Alderete. Y con este proveimiento fueron contentos los procuradores, porque no se podía proveer a persona que más necesaria fuese en aquellas provincias, por ser los indios belicosos, y yendo su persona saldría mucha gente del Pirú, y de otra manera había muy pocos que fuesen. Y viendo el provecho que redundaba al servicio de Dios y de Su Majestad para aquellas provincias, se le dio la provisión, y publicada se le vinieron a ofrecer muchos soldados y algunos vecinos de los reinos del Pirú, para venir con él la jornada. Escomenzó a proveer a los soldados de cosas que tenía necesidad para la jornada. Envió por tierra a don Luis de Toledo con ochenta hombres y doscientos caballos, avisándole que por doquiera que fuese, no hiciese daño a los naturales. Y luego dio orden en mandar proveer los navíos que tenían en que él había de ir, y proveerlos de bastimentos y cosas necesarias. Trajo consigo dos letrados religiosos para tomar sus pareceres y cómo se había de hacer la guerra y los requerimientos que había de hacer a los indios como Su Majestad lo mandaba, el cual era uno de ellos fray Jil Gonzáles de San Nicolás, de la orden del bienaventurado Santo Domingo, y el otro era fray Joan Gallegos, de la orden del señor San Francisco. Llevó consigo muchos casados con sus mujeres e hijos. Y llegado el tiempo para la navegación, se embarcó con trescientos hombres, postrero día del mes de enero de mil y quinientos y cincuenta y siete. Llegó al puerto de Arica, y tomó bastimento y luego se hizo a la vela para seguir su viaje. Y con el trabajo que tengo dicho de la navegación de esta costa, llegó al puerto de la ciudad de la Serena.
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Cómo vino un navío de Cuba que enviaba Diego Velázquez, e venía en él por capitán. Pedro Barba, y la manera que el almirante que dejó nuestro Cortés por guarda de la mar tenía para los prender, y es desta manera Pues como andábamos en aquella provincia de Tepeaca, castigando a los que fueron en la muerte de nuestros compañeros, que fueron diez y ocho los que mataron en aquellos pueblos, y atrayéndolos de paz, y de todos daban la obediencia a su majestad; vinieron cartas de la Villa-Rica cómo había venido un navío al puerto, y vino con él por capitán un hidalgo que se decía Pedro Barba, que era muy amigo de Cortés; y este Pedro Barba había estado por teniente del Diego Velázquez en la Habana, y traía trece soldados y un caballo y una yegua, porque el navío que traía era muy chico; y traía cartas para Pánfilo de Narváez, el capitán que Diego Velázquez había enviado contra nosotros, creyendo que estaba por él la Nueva-España, en que le enviaba a decir el Diego Velázquez que si acaso no había muerto a Cortés, que luego se le enviase preso a Cuba, para enviarle a Castilla: que así lo mandaba don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, presidente de Indias, que luego fuese preso con otros de nuestros capitanes; porque el Diego Velázquez tenía por cierto que éramos desbaratados, o a lo menos que Narváez señoreaba la Nueva-España. Pues como el Pedro Barba llegó al puerto con su navío y echó anclas, luego le fue a visitar y dar el bien venido el almirante de la mar que puso Cortés, el cual se decía Pedro Caballero o Juan Caballero, otras veces por mí nombrado, con un batel bien esquifado de marineros y armas encubiertas, y fue al navío de Pedro Barba; y después de hablar palabras de buen comedimiento: "qué tal viene vuestra merced", y quitar las gorras y abrazarse unos a otros, como se suele hacer, preguntó el Pedro Caballero por el señor Diego Velázquez, gobernador de Cuba, qué tal queda, y responde el Pedro Barba que bueno; y el Pedro Barba y los demás que consigo traían preguntan por el señor Pánfilo de Narváez, y cómo le va con Cortés; y responden que muy bien, e que Cortés anda huyendo y alzado con veinte de sus compañeros, e que Narváez está muy próspero e rico, y que la tierra es muy buena; y de plática en plática le dicen al Pedro Barba que allí junto estaba un pueblo, que desembarque e que se vayan a dormir y estar en él, que les traerán comida y lo que hubieren menester, que para solo aquello estaba señalado aquel pueblo; y tantas palabras les dicen, que en el batel y en otros que luego allí venían de los otros navíos que estaban surtos les sacaron en tierra, y cuando los vieron fuera del navío, y tenían copia de marineros junto con el almirante Pedro Caballero, dijeron al Pedro Barba: "Sed preso por el señor capitán Cortés, mi señor"; y así los prendieron, y quedaban espantados, y luego les sacaban del navío las velas y timón y agujas, y los enviaban adonde estábamos con Cortés en Tepeaca; por los cuales habíamos gran placer, con el socorro que venía en el mejor tiempo que podía ser; porque en aquellas entradas que he dicho que hacíamos, no eran tan en salvo, que muchos de nuestros soldados no quedábamos heridos, y otros adolecían del trabajo; porque, de sangre y polvo que estaba cuajado en las entrañas, no echábamos otra cosa del cuerpo y por la boca; como traíamos siempre las armas a cuestas, y no parar noches ni días; por manera que ya se habían muerto cinco de nuestros soldados de dolor de costado en obra de quince días. También quiero decir que con este Pedro Barba vino un Francisco López, vecino y regidor que fue de Guatemala, y Cortés hacía mucha honra al Pedro Barba, y le hizo capitán de ballesteros, y dio nuevas que estaba otro navío chico en Cuba, que le quería enviar el Diego Velázquez con cazabe y bastimentos; el cual vino dende a ocho días, y venía en él por capitán un hidalgo natural de Medina del Campo, que se decía Rodrigo Morejón de Lobera, y traía consigo ocho soldados y seis ballestas y mucho hilo para cuerdas, e una yegua; y ni más ni menos que habían prendido al Pedro Barba, así hicieron a este Rodrigo de Morejón, y luego fueron a Segura de la Frontera, y con todos ellos nos alegramos, y Cortés les hacía mucha honra y les daba cargos; y gracias a Dios, ya nos íbamos fortaleciendo con soldados y ballestas y dos o tres caballos más. Y dejarlo he aquí, y volveré a decir lo que en Guacachula hacían los ejércitos mexicanos que estaban en frontera, y cómo los caciques de aquel pueblo vinieron secretamente a demandar favor a Cortés para echarlos de allí
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Capítulo CXXXI Que trata de la llegada de don García Hurtado de Mendoza por gobernador y capitán general de estas provincias de Chile A veinte y cuatro días del mes de abril, año de nuestra salud de mil y quinientos y cincuenta y siete, llegó don García Hurtado de Mendoza por gobernador y capitán general de estas provincias de Chile al puerto de la Serena con cinco navíos, donde desembarcó. Luego salió Francisco de Aguirre a recebirle, y lo llevó a su posada, donde hizo juntar el Cabildo de la ciudad, y le recibió por tal gobernador y capitán general de estas provincias, donde halló al capitán don Luis de Toledo que con la gente de por tierra había llegado. Habiendo resposado dos días, mandó al capitán Joan Remón que con él venía, vecino de la ciudad de Nuestra Señora de la Paz en los reinos del Pirú, que prendiesen a Francisco de Aguirre y lo metiesen en un navío. Y ansí lo prendió y lo llevó al puerto y lo embarcó. Y hecho esto, despachó al capitán Joan Remón para la ciudad de Santiago con veinte hombres, con un treslado de la provisión que traía de gobernador y capitán general, de estos nombres nombrado por el Audiencia Real que reside en la ciudad de los Reyes. Y diole su poder para que le recibiesen en su lugar, y diole un mandamiento para que prendiese a Francisco de Villagran. Salió de la Serena a veinte y seis del dicho mes. Llegó a la ciudad de Santiago a cinco días del mes de mayo, e hizo juntar el Cabildo de ella y presentó el treslado de la provisión y poder del gobernador para que le recibiesen. Y ansí le obedecieron. Y recibido que fue, quitó la vara a Francisco de Villagran y a los alcaldes y alguacil mayor, y mandó a pregonar la provisión en la plaza de la ciudad con las ceremonias que se acostumbran, que fue el día que llegó. Y puso por teniente a Pedro de Mesa que con él había venido. Y luego, a seis del dicho mes, se partió al puerto de Valparaíso, llevando preso a Francisco de Villagran para embarcalle en un navío que para ello al puerto de Valparaíso había venido. Y con esto se volvió, después de habelle embarcado, a la ciudad. Embarcado Francisco de Villagran, se partió el navío para el puerto de la Serena, y llegado que fue, sacaron a Francisco de Aguirre de otro navío en que estaba y le pasaron al navío en que iba Francisco de Villagran. Y entrado dentro se hizo a la vela el navío, sin verlos el gobernador, para la ciudad de los Reyes del Pirú, para que pareciesen ante el visorrey. De aquí proveyó el gobernador a Joan Pérez Zorita por capitán y justicia mayor para los jurís y diaguitas, y le dio cuarenta hombres que fuesen con él. Y hecho esto, se embarcó y se hizo a la vela, jueves veinte y ocho de junio. Y haciéndoles buen tiempo pasó adelante, que no quiso entrar en el puerto de Valparaíso, y fue a tomar puerto a la Concepción, e no tuvo en nada el trabajo del invierno que no poco trabajoso es en esta tierra como tengo dicho, a la isleta que está a la boca del puerto que tengo dicho, donde desembarcó con toda la gente. De aquí envió el gobernador al capitán Vasco Juares, vecino de la ciudad de Guamanga en los reinos del Pirú, al asiento de la Concepción en dos barcas con treinta y cinco hombres, y que hiciese por tomar algunas piezas de que se pudiese informar de la tierra. Salió a medianoche y fue al asiento de la Concepción ya que amanecía, y dio en una ranchería de indios y tomó veinte indios e indias, con los cuales se volvió adonde estaba el gobernador. Y el gobernador habló a esta gente y le dijeron lo que tenían ordenado los señores. Y el gobernador les dio algunas cosas de que ellos carecen y envió algunos por mensajeros. Y de allí a ocho días salió el gobernador con cuarenta hombres, y fue al asiento de la Concepción, donde salieron algunos prencipales a hablarle apartados. Y él les daba a entender a lo que venían, y que saliesen en paz, y que no tuviesen temor que les sería mejor partido. Luego vinieron algunos prencipales de paz, mas fue esta venida para usar de alguna cautela como ellos lo suelen hacer, y para ver cómo estaban los españoles, que no para aprovechar en alguna cosa. Y vuelto el gobernador a la isla, despachó al capitán Ladrillero en un navío a la ciudad de Santiago a sus capitanes, haciéndoles saber cómo él estaba en aquella isla. Y envió una provisión al capitán Joan Remón de maestre de campo y otra provisión a don Luis de Toledo de su coronel. Mandóles saliesen con la gente cuando fuese tiempo. Llegado este capitán a la ciudad de Santiago y dadas las provisiones a aquellos capitanes, despachó el maestre de campo a Joan Fernández Alderete, vecino de la ciudad de Santiago, para el río Maule para hacer balsas para que estuviesen apercebidos para cuando la gente llegase, y en los más ríos hubiese recaudo, y para que recogiese bastimento. Luego se despacharon dos navíos con bastimento y la gente que de pie había para ir arriba a la conquista. Llegaron estos navíos donde estaba el gobernador, miércoles once de septiembre del año de cincuenta y siete. Luego el domingo siguiente, que fue día de Nuestra Señora, vio la gente que tenía y hallo doscientos y cincuenta hombres. Luego lunes siguiente despachó un navío a la ciudad de Santiago, mandando a sus capitanes partiesen con toda la gente, porque él iba a hacer un fuerte al asiento de la Concepción para salir a tierra. Visto por los capitanes lo que el gobernador mandaba, se partieron por tierra, sábado veinte y ocho del dicho mes. Y el capitán Rodrigo de Quiroga salió el lunes siguiente con la gente que quedaba, y fueron los más, vecinos de la ciudad de Santiago. Con él fueron por todos doscientos y treinta hombres muy bien aderezados. Llevaban ochocientos caballos. Despachado el gobernador el navío, otro día se acercó junto al asiento de la Concepción con los navíos, donde dio orden en cómo hizo un fuerte de palizada encima de una loma baja, teniendo por espalda la mar. Y hecho, salió con toda la gente de guerra a tierra, viernes veinte de agosto. El miércoles siguiente vinieron hasta siete mil indios acometelle una hora antes que amaneciese. Y sentidos por las centinelas, se puso el gobernador en arma dentro de su fuerte, mandando a sus capitanes no saliesen fuera, sino que dentro del fuerte peleasen con los enemigos, jugando el arcabucería y con las piezas de artillería, mas los arcabuces y artillería se la hicieron perder, que dejando muertos cien indios, huyeron los indios. Pelearon hasta dos horas. Los indios mataron dos españoles e hirieron veinte. Del río de Maule se adelantó el maestre de campo con sesenta de a caballo, y la demás gente llegó en fin de septiembre, con lo cual se holgó mucho en tener consigo la gente de a caballo. Y llegaron a muy buen tiempo porque estaban los indios una legua de allí para de ahí a dos días dar en la ciudad. Y sabido por los indios que a los españoles había venido más socorro, dejaron el propósito que tenían y se volvieron a sus tierras. Esto se supo por indios.