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Noviembre de 1936 significó un giro muy importante en la guerra civil desde el punto de vista estrictamente militar, que como podremos comprobar tendría un paralelo también en la cada vez mayor intervención exterior. La guerra de columnas había llegado a su agotamiento porque los frentes habían ido consolidándose mientras que las milicias populares crecían en eficiencia, al menos defensiva. Ante esta realidad debía reaccionar también el alto mando sublevado. Hasta ahora las mayores dificultades las había tenido el Ejército de Franco al enfrentarse con un enemigo a la defensiva en una posición estable: en Badajoz el asalto legionario a pecho descubierto liquidó la resistencia, pero nada parecido pudo hacerse en Madrid mediante el ataque frontal. La estrategia adoptada a continuación por el general Franco tiene su perfecta coherencia. Si había fracasado el asalto a Madrid mediante una ofensiva directa ahora iba a intentar una maniobra de flanqueo; con ella además pensaba que podría atraer al enemigo hacia esos espacios abiertos en los que repetidamente la superioridad de sus tropas había quedado demostrada. Sin embargo, la batalla en torno a Madrid, que puede descomponerse en tres operaciones sucesivas, concluyó, tras un violento forcejeo, en la imposibilidad de lograr un resultado definitivo. Saliquet sugirió una maniobra envolvente por el Norte, pero la ofensiva inicial de las tropas de Franco, desarrollada entre noviembre de 1936 y enero del año siguiente, se centró en el flanco izquierdo del ataque a Madrid, sobre la carretera de La Coruña. Esta primera batalla constituye el testimonio evidente del endurecimiento de la guerra en unas condiciones precarias como las frecuentemente creadas por la niebla. Iniciada la operación con unos auspicios brillantes para los atacantes, pues el general Orgaz, que los dirigía, consiguió abrir una profunda brecha entre sus adversarios, concluyó, sin embargo, con un avance poco significativo que si suponía la toma de la carretera mencionada y de Las Rozas no tenía verdadera influencia en el desarrollo de las operaciones. A lo sumo Franco había logrado mejorar su situación comprometida en la zona de la Ciudad Universitaria y la Casa de Campo, pero lo había hecho a cambio de un desgaste considerable y avanzando tan sólo 15 kilómetros. En este sector las líneas bélicas quedaron ya prácticamente estabilizadas hasta el final de la guerra. Desde el punto de vista cronológico resulta imprescindible hablar de la conquista de Málaga antes de la batalla del Jarama, pero además lo es como antecedente de lo que sucedería en Guadalajara. La situación en la capital de provincia andaluza parece haber sido de un caos febril e inútil originado en la etapa anterior a la sublevación por el enfrentamiento entre la CNT, de un lado, y el PCE, el PSOE y la UGT, de otro, como consecuencia del cual fueron asesinados el presidente de la Diputación, que era socialista, y el primer concejal comunista. La CNT no sólo tenía predominio sino que además pretendió incorporar la UGT a sus filas. Hubo como autoridad política un Comité de enlace entre el Gobierno Civil y los partidos del Frente Popular, pero quien de verdad ejerció el poder fue un Comité de Salud Pública controlado por los anarquistas. Las autoridades civiles y militares se sucedieron, pero ninguna consiguió crear una disciplina para la lucha. Una de las segundas es descrita en los diarios de Azaña afirmando que "yo no hago fortificaciones; yo siembro revolución (y) si entran los facciosos la revolución se los tragará". Actuando como un cantón que quería tener relaciones por sí mismo con la URSS y Cataluña, Málaga tenía pocas posibilidades de sobrevivir frente a un ataque adversario, pero sus dificultades se vieron multiplicadas además por la difícil situación geográfica y por el empleo de las tropas italianas. En un mes, desde mediados de enero de 1936, la provincia de Málaga fue tomada reduciéndose un frente de 250 kilómetros a tan sólo 20. En realidad la historia de esta operación militar es muy simple, ya que consistió en el avance rápido de las bien pertrechadas tropas italianas, mientras que las de Queipo de Llano lo hacían lentamente limpiando el terreno de adversarios. A la crueldad practicada durante la etapa de dominio del Frente Popular le sucedió la de los adversarios, saldándose una y otra con unos dos millares y medio de ejecuciones. Largo Caballero había llegado a amenazar con no enviar armas a Málaga si no cambiaba la situación, pero ni a él, ni a Asensio, subsecretario de Guerra, ni a Martínez Cabrera, jefe de Estado Mayor, cabe atribuirles responsabilidad alguna en lo sucedido, que es de las autoridades locales. En cualquier caso a partir de este momento la guerra se alejó de Andalucía, pues Franco, por prevención a los italianos o a Queipo de Llano, no les dejó perseguir a los huidos hacia Almería. Otro intento ofensivo de Queipo de Llano a partir de marzo de 1937 en dirección a Pozoblanco y con el propósito de ayudar a los sitiados en el Santuario de la Virgen de la Cabeza no prosperó por falta de efectivos suficientes. La preocupación esencial de Franco seguía estando en torno a Madrid y eso es lo que explica la ofensiva del Jarama a lo largo de todo el mes de febrero. Era tan obvia la posibilidad de flanqueamiento por esa zona, que ambos contendientes la habían planeado, pero la iniciativa fue de los sublevados. El ataque tuvo como propósito llegar a Arganda y Alcalá de Henares para cortar las comunicaciones adversarias hacia el Levante. Según Cardona se trató de una batalla de transición en la técnica militar iniciada con un golpe de mano para ocupar los puentes sobre el río y permitir el paso de la caballería, al modo de la guerra de otro siglo, y seguida a continuación por el empleo de las unidades mejores por parte de ambos bandos. Los atacantes tuvieron como inconveniente no sólo el hecho de que sus adversarios hubieran empezado a concentrar allí sus efectivos, sino también lo intrincado del terreno. Del 6 al 18 de febrero las tropas atacantes consiguieron avanzar en terreno enemigo, pero a partir de este momento el enemigo contraatacó y se produjo una terrible lucha de desgaste durante algo más de una semana. Como prueba de la violencia de los combates baste decir que el llamado vértice Pingarrón cambió tres veces de manos. Además, como dice el general Rojo, la batalla del Jarama fue la primera batalla de material de la guerra con combates de más de un centenar de aviones. Al final la batalla concluyó por el puro agotamiento de los contrincantes. Por vez primera las tropas del Ejército Popular no sólo habían sido capaces de resistir la embestida adversaria sino que habían contraatacado. El general Kindelán llegó a escribir en sus Memorias, que "en ningún otro combate aprecié tal mordiente, tan en forma para el asalto al enemigo". Es posible incluso que si en la guerra hubo batallas tan encarnizadas como ésta, ninguna lo fue más. Mientras, se producía una nueva ofensiva de las milicias del Frente Popular sobre Oviedo. El general Aranda, uno de los militares más valiosos del Ejército español, era perfectamente consciente de lo insostenible de esas posiciones y había asegurado a sus superiores que lo más expuesto y caro es mantener la situación inestable actual; incluso estaba dispuesto al abandono de Oviedo, ya que no se podía emprender una operación ofensiva. Sin embargo, en Oviedo como en el Jarama, Franco siguió con su táctica parsimoniosa de enfrentarse hasta el desgaste con el adversario allí donde éste quisiera. La batalla de Guadalajara, a lo largo de marzo de 1937, exige unas palabras respecto de su gestación. Franco no había deseado la presencia de unidades italianas en la Península y menos aún que tuvieran un protagonismo excesivo en las operaciones militares. Por eso rechazó una operación propuesta por Roatta, que las dirigía, consistente en penetrar desde Teruel hasta Sagunto, lo que parece una maniobra audaz que por sí sola hubiera podido decidir la guerra, como querían los italianos, en el caso de lograr el triunfo. Tampoco pareció muy interesado en una operación sobre Guadalajara hasta el momento en que su avance en el Jarama flaqueó; prometió entonces una operación conjunta, pero el traslado de Varela, que había desempeñado allí el mando, parece demostrar que no tenía el propósito ni quizá la posibilidad de ayudar mucho a los italianos. Con todo esto tenían posibilidades de lograr un éxito importante que derivaba de tener a su disposición una máquina militar impresionante para lo que era la guerra civil española. Dotado de 170 piezas artilleras y de unos medios motorizados y tanques que, aunque con escaso blindaje, habían tenido un éxito espectacular en Málaga, el Corpo di truppe volontarie podía esperar llegar hasta la capital alcarreña y actuar como pinza en una maniobra envolvente que se complementara desde el Jarama. En un principio el CTV penetró bien, sin duda, pero pronto empezaron las dificultades. Los italianos se encontraron con unas condiciones climáticas muy malas que, además, dieron inmediata superioridad aérea al adversario: como advierte Hidalgo de Cisneros, uno de los principales dirigentes de la aviación republicana, los aeródromos enemigos estaban encharcados e inutilizables y los propios no. Además, y sobre todo, las tropas con las que los italianos tuvieron que habérselas no eran las que habían tenido como enemigas en Málaga; consiguieron, por ejemplo, concentrarse ante el ataque adversario con rapidez y ofrecer una dura resistencia. Se demostró entonces que el CTV había actuado con "petulancia y alegre despreocupación" sin proteger sus flancos ni calcular los problemas de transporte que podía tener. Además, la victoria precedente en el Sur había ocultado el hecho de que sólo una parte de las tropas italianas eran unidades militares, mientras que la mayoría eran civiles procedentes de un voluntariado político. Presionados en su flanco izquierdo y embotellados en las carreteras los italianos debieron retroceder aunque se mantuvieran por delante del punto de partida de su ataque, como en el caso del Jarama. Parece obvio que en estas tres batallas en torno a Madrid la victoria ha de atribuirse al Ejército Popular, pues por mucho que el adversario hubiera tenido menos bajas o hubiera visto adelantarse sus posiciones, no consiguió los objetivos que pretendía mientras que los gubernamentales libraban una batalla netamente defensiva. La iniciativa seguía siendo de Franco, pero el Ejército Popular era sin duda capaz de dejar en tablas un enfrentamiento con unidades netamente superiores hasta entonces, procedentes de África. En cualquier caso ahora era evidente que esas tres batallas venían a demostrar que la guerra civil de ninguna manera podía ganarse en la región Centro, en torno a Madrid. Conocida la detención de los italianos, Franco, aconsejado por Vigón, decidió concentrar sus esfuerzos en el frente Norte, planeando incluso una rectificación parcial del madrileño, que luego no se llevó a cabo. Como ha escrito Martínez Bande, "Guadalajara trajo Vizcaya". Mientras tanto la guerra en el mar adquiría unos rasgos que perdurarían hasta el final del conflicto. El dominio de los buques por comités compuestos por las propias dotaciones en la flota republicana redujo a la nada su eficacia militar. Los mandos tenían tan sólo responsabilidad técnica y una experiencia muy limitada. Fue incluso preciso recordar a los buques que no planearan operaciones por sí mismos, sino que atendieran las instrucciones superiores. Prácticamente después de las expedición al Norte, en septiembre de 1936, la flota republicana se dedicó tan sólo a la protección de los convoyes que traían armas desde Rusia. Los cruceros más modernos, rápidos y bien dotados de artillería de los sublevados (Canarias y Baleares) consiguieron la superioridad de hecho en el Mediterráneo, mientras que la flota republicana, mal protegida ante los ataques de la aviación, abandonaba cada noche la base de Cartagena. Conscientes de la inferioridad de las tripulaciones, Prieto, ministro de la Guerra, y Bruno Alonso, delegado político en la flota, consideraron "peligroso y una locura irreparable" enfrentarse con el adversario en el momento de la toma de Málaga.
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Esta gran composición pictórica recibe el nombre de "pintura mural de la expedición naval". En miniatura, están representados barcos con sus tripulantes y sus pasajeros, delfines nadando alrededor, ciudades con casas y sus habitantes, fieras salvajes cazando a otras, montes, árboles pintados con realismo, movimiento y gran originalidad. Posiblemente esta representación -de la que aquí contemplamos un detalle- constituya el relato de un hecho histórico. El fresco procede de la ciudad prehistórica de Acrotiri de Thera, en la isla de Santorini.
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La escena fue pintada por Tintoretto en la década de 1580, posiblemente durante los años en los que la producción del maestro es más variada e interesante. No olvidemos que está decorando la sala baja de la Scuola Grande di San Rocco, el Palacio Ducal veneciano y los Fastos para el Palacio de los Duques de Mantua. Sabemos que la Batalla Turca fue adquirida por Velázquez en su segunda estancia italiana, al resultar sorprendido por el impulso creador de Robusti. La violencia implícita en un combate ha sido perfectamente sugerida por Tintoretto en esta composición, cargada de torsiones, escorzos y movimiento, preludiando la obra de Rubens y el Barroco. La tensión del abordaje entre las dos barcazas está interpretada como sí el autor estuviera presente, mostrando todo lujo de detalles. Al fondo, donde continua la batalla, se aprecia una mayor soltura en la pincelada del maestro para conseguir captar la vorágine de la lucha. El colorido vivo de las figuras y el estudio de luces serán el marchamo de Tintoretto quién, según se cuenta, realizaba modelos de cera y los colocaba dentro de un teatrillo al que acoplaba luces para observar el contraste entre luces y sombras. Para lograr los escorzos colgaba las figuras de un hilo, observando el efecto que hacían vistas desde abajo. Estas anécdotas muestran suficientemente el interés del maestro por perfeccionar su pintura, que era su vida.
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Batalla y victoria de los bergantines contra los acalles El rey Cuahutimoccín, así que supo que Cortés tenía ya sus bergantines en agua y tan gran ejército para sitiarle México, reunió a los señores y capitanes de su reino para tratar del remedio. Unos le incitaban a la guerra, confiados en la mucha gente y fortaleza de la ciudad; otros, que deseaban la salud y bien público, y que fueron de parecer que no sacrificasen a los españoles cautivos, sino que los guardasen para hacer las amistades, aconsejaban la paz. Otros dijeron que preguntasen a los dioses lo que querían. El rey, que se inclinaba más a la paz que a la guerra, dijo que habría su acuerdo y plática con sus ídolos, y les avisaría de lo que consultase con ellos; y en verdad él querría tomar algún buen asiento con Cortés, temiendo lo que después le vino. Sin embargo, como vio a los suyos tan decididos, sacrificó cuatro españoles que aún tenía vivos y anjaulados, a los dioses de la guerra, y cuatro mil personas, según dicen algunos: yo bien creo que fueron muchas, pero no tantas. Habló con el diablo en figura de Vitcilopuchtli; el cual le dijo que no temiese a los españoles, pues eran pocos, ni a los demás que con ellos venían, por cuanto no perseverarían en el cerco; y que saliese a ellos y los esperase sin miedo ninguno, pues él le ayudaría y mataría a sus enemigos. Con esta palabra que del diablo tuvo, mandó Cuahutimoccín quitar en seguida los puentes, hacer baluartes, vigilar la ciudad y armar cinco mil barcos; y en esta determinación y preparativos estaba cuando llegaron Cristóbal de Olid y Pedro de Albarado a combatir los puentes y a quitar el agua a México; y no los temía mucho, antes bien los amenazaban desde la ciudad, diciendo que contentarían a los dioses con su sacrificio, y hartarían con la sangre a las culebras, y con la carne a los tigres, que ya estaban cebados con cristianos. Decían también a los de Tlaxcallan: "¡Ah, cornudos, ah, esclavos, oh, traidores a vuestros dioses y rey!: no os queréis arrepentir de lo que hacéis contra vuestros señores; pues aquí moriréis de mala muerte, pues os matará el hambre o nuestros cuchillos, os prenderemos y comeremos, haciendo de vosotros el mayor sacrificio y banquete que jamás en esta tierra se hizo; en señal y voto de lo cual os arrojamos ahí esos brazos y piernas de vuestros propios hombres, que por alcanzar victoria sacrificamos; y después iremos a vuestra tierra, asolaremos vuestras casas y no dejaremos casta de vuestro linaje". Los tlaxcaltecas se burlaban mucho de tales bravatas, y respondían que más les valdría entregarse que resistir a Cortés, pelear que echar bravatas, callar que injuriar a otros mejores; y si querían hacer algo, que saliesen al campo; y que tuviesen por muy cierto haber llegado al fin de sus bellaquerías y señorío, y hasta de sus vidas. Era muy digno de ver estas y semejantes charlas y desafíos que pasaban entre unos y otros indios. Cortés, que tenía aviso de esto y de todo lo demás que cada día pasaba, envió delante a Gonzalo de Sandoval a tomar Iztacpalapan, y él se embarcó para ir también allá. Sandoval comenzó a combatir aquel lugar por una parte, y los vecinos, ya por temor o por meterse en México, a salirse por otra y a refugiarse en las barcas. Entraron los nuestros y le prendieron fuego. Llegó Cortés a la sazón a un peñón grande, fuerte, metido en agua, y con mucha gente de Culúa, que al ver venir los bergantines a la vela hizo ahumadas; y que al tenerlos cerca les dio gritos y les tiró muchas flechas y piedras. Saltó Cortés a él con unos ciento cincuenta compañeros; lo combatió y tomó las trincheras, que para mejor defensa tenían hechas. Subió a lo alto, pero con mucha dificultad, y peleó arriba de tal forma que no dejó hombre con vida, excepto mujeres y niños. Fue una hermosa victoria, aunque fueron heridos veinticinco españoles, por la matanza que hubo, por el espanto que puso en los enemigos y por la fortaleza del lugar. Ya entonces había tantas humaredas y fuegos alrededor de la laguna y por la sierra, que parecía arder todo. Y los de México, comprendiendo que los bergantines venían, salieron en sus barcas, y algunos caballeros tomaron quinientas de las mejores, y se adelantaron para pelear con ellos, pensando vencer, o al menos, ver que cosa era esos navíos de tanta fama. Cortés se embarcó con el despojo, y mandó a los suyos estar quietos y juntos, para resistir mejor, y para que los contrarios pensasen que de miedo, para que sin orden ni concierto acometiesen y se perdiesen. Los de las quinientas barcas caminaron muy de prisa; mas se detuvieron a un tiro de arcabuz de los bergantines a esperar la flota, pues les pareció no dar batalla con tan pocas y cansados. Llegaron poco a poco tantas canoas, que llenaban la laguna. Daban tantas voces, hacían tanto ruido con atabales, caracolas y otras bocinas, que no se entendían unos a otros; y decían tantas villanías y amenazas, como habían dicho a los otros españoles y tlaxcaltecas. Estando, pues, así cada una de las armadas con intención de pelear, sobrevino un viento terral por la popa de los bergantines, tan favorable y a tiempo, que pareció milagro. Cortés, entonces, alabando a Dios, dijo a los capitanes que arremetiesen juntos y a una, y no parasen hasta encerrar a los enemigos en México, pues era nuestro Señor servido darles aquel viento para conseguir la victoria, y que mirasen cuánto les iba en que la primera vez ganasen la batalla y las barcas cogiesen miedo a los bergantines en el primer encuentro. En diciendo esto, embistieron a las canoas, que, con el tiempo contrario, ya comenzaban a huir. Con el ímpetu que llevaban, a unas las rompían, a otras las echaban al fondo; y a los que se alzaban y se defendían, los mataban. No hallaron tanta resistencia como al principio pensaban; y así, las desbarataron pronto. Las siguieron dos leguas, y las acorralaron dentro de la ciudad. Prendieron algunos señores, muchos caballeros y otra gente. No se pudo saber cuántos fueron los muertos, mas de que la laguna parecía de sangre. Fue una señalada victoria, y estuvo en ella la llave de aquella guerra, porque los nuestros quedaron señores de la laguna, y los enemigos con gran miedo y pérdida. No se perdieran así, sino por ser tantas, que se estorbaban unas a otras; ni tan pronto, sino por el tiempo. Albarado y Cristóbal de Olid, cuando vieron la derrota, estragos y alcance que Cortés hacía con los bergantines en las barcas, entraron por la calzada con sus huestes. Combatieron y tomaron algunos puentes y trincheras, por más duramente que se defendían; y con la ayuda que les llegó de los bergantines corrieron a los enemigos una legua, haciéndolos saltar en la laguna a la otra parte, pues no había fustes. Se volvieron con esto, mas Cortés pasó adelante; y como no aparecían más canoas, saltó en la calzada que va de Iztacpalapan con treinta españoles, combatió dos torres pequeñas de ídolos con sus cercas bajas de cal y canto, donde le recibiera Moctezuma. Las ganó, aunque con bastante peligro y trabajo; pues los que había dentro eran muchos y las defendían bien. Hizo luego sacar tres tiros para espantar a los enemigos, que cubrían la calzada y que estaban muy reacios y difíciles de echar. Tiraron una vez e hicieron mucho daño; pero como se quemó la pólvora, por descuido del artillero, y además por la puesta del Sol, cesaron de pelear los unos y los otros. Cortés, aunque otra cosa tenía pensada y acordada con sus capitanes, se quedó allí aquella noche. Envió luego por pólvora al real de Gonzalo de Sandoval, por cincuenta peones de su guardia y por la mitad de la gente de Culhuacan.