Cursa estudios en la Ecole de Dessin y luego ingresa en la Academia de Dijón. Para completar su formación se traslada a París. En 1784 se instala en Roma, donde permanecería durante tres años. Allí mostró su interés por la obra de Mengs, Kauffman y Canova, además de declararse un apasionado de Correggio. Cuando a finales de la década de los ochenta regresa a París, se interesó por las nuevas corrientes revolucionarias. Se convirtió en uno de los miembros destacados del Club des Arts. Estuvo en el taller de Diderot como ilustrador de libros. A comienzos del siglo XIX empieza a recibir encargos de la alta sociedad. A esta época pertenece el Triunfo de Bonaparte y se hizo cargo de la decoración de la sala del Louvre destinada a arte griego. Napoleón y sus familiares posaron para el pintor, mientras duró el Imperio. Esta fue una de las épocas más prolíficas para Prud'hon. También se ocupó de la decoración de París con motivo de los festejos organizados en honor del emperador. De su obra hay que citar La Justicia y la Venganza divinas persiguen el crimen; Psique raptada por los Céfiros y El joven Céfiro.
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Giotto crea un espacio absolutamente ejemplar donde transcurre el episodio de la Prueba de fuego. La composición se centra en el espacio vacío donde queda la figura de San Francisco, al que acompaña otro hermano de la orden. Este eje central separa y dispone el resto de las estructuras: a la izquierda, delante de los muros de un palacio, las figuras de dos ayudantes del sultán que huyen atemorizados del fuego, cuyas llamas se recortan sobre las tonalidades azules del paramento del edificio; a la derecha, el sultán y su séquito queda articulado en las formas de una estructura muy decorada, a modo de tabernáculo. San Francisco está dispuesto a pasar la prueba de fuego, al que señala con la mano derecha, para convencer al sultán de su fe cristiana, hacia el que vuelve su rostro. La actitud del jefe musulmán es igualmente contradictoria, entre la mirada sorprendida por la huida de sus visires y el brazo extendido que señala el fuego. El resto de su séquito, al igual que los desertores de la parte izquierda, también está muy bien caracterizado y, aunque guarda las espaldas del sultán, no pasa desapercibido, por las diversas y contrastados tonalidades de sus ropajes con los que Giotto los ha representado. Años después, para la capilla Bardi, en Florencia, Giotto volverá a desarrollar este tema de manera más evolucionada.
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La prueba de fuego estaba situada en el registro intermedio del muro izquierdo de la capilla Bardi. La obra es, posiblemente la más brillante de todo el conjunto. Giotto toma como modelo la representada para la basílica Superior de Asís, pero da muestras de la maduración de su arte desde aquellas primeras decoraciones. El artista ha compuesto en esta ocasión una escena frontal al espectador, con el eje compositivo en la figura del sultán, sentado majestuosamente sobre su trono. El pedestal sobre el que se levanta el trono y su propia estructura, desarrollada arquitectónicamente, son los responsables del efecto de profundidad de la escena, en sus frontales retranqueados, con decoración al estilo cosmatesco, y el resto de los elementos, siguiendo un punto de fuga interior a la escena, hacia el fondo. La claridad de la composición centralizada queda compensada en sus lados por el grupo de San Francisco y un hermano dominico junto al fuego, a la derecha, y la huida de los ayudantes del sultán, que no aceptan la prueba, a la izquierda. El tono general de la obra es de gran intensidad, casi de dramatismo, ejemplificado por los gestos indecisos del sultán que, mientras señala con su mano la hoguera, mira incrédulo la marcha de sus súbditos. El modelado de los personajes es ejemplar, sobre todo en el amarillo intenso de la túnica de uno de los musulmanes. La individualización de los personajes es también muy fuerte, sobre todo en el rostro del sultán o en la súplica del franciscano que acompaña al santo, que junta las manos en señal de oración. El colorido es muy contrastado en el conjunto, y sigue el mismo ritmo solemne de la representación. A este contraste ayuda el fondo, de color verde y el amarillo de unos cortinajes. Posiblemente, la escenificación de este episodio de la vida de San Francisco venga a colación por las relaciones económicas que los comitentes de la obra tenían establecidas con Oriente; sus negocios se justifican por su labor en la conversión de infieles.
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El gran elector de Brandeburgo, Federico Guillermo, fue el verdadero artífice del poderío prusiano; ante la dispersión geográfica de sus dominios, él se centró en su electorado, donde afirmó su autoridad estableciendo un mecanismo institucional adecuado, con una serie de innovaciones en el aparato administrativo, creando una burocracia centralizada y competente, sometiendo a su poder a los diversos grupos sociales -nobleza- e instituciones provinciales Estados y municipios-. Todo ello se combinó con la introducción de gravámenes sobre el consumo y la reglamentación de la recaudación para obtener ingresos regularmente, al tiempo que creaba un ejército permanente e iniciaba una política exterior agresiva. Su hijo, Federico III de Brandeburgo, sigue sus pasos pero intentando ampliar considerablemente los objetivos de los Hohenzollern, y logrando satisfacción con la transformación de sus territorios en reino independiente; el estallido de la Guerra de Sucesión española le dio la oportunidad de conseguir plena soberanía para sus dominios a cambio de ayuda militar al emperador por lo que en enero de 1701 se convierte en primer rey de Prusia, con el reconocimiento internacional. Desde el primer momento se esforzó en romper definitivamente los lazos que le ataban a la soberanía imperial para crear una Monarquía de derecho divino basada en una estructura absolutista de corte feudal, en la que los objetivos básicos serían fortalecer la economía, aumentar la población, impulsar la obra colonizadora y dotarse de un aparato militar poderoso. No hizo innovaciones importantes a nivel social; la nobleza sigue siendo el grupo privilegiado por excelencia, que ocupa los altos cargos del Estado; los junkers son también privilegiados, sobre todo a nivel económico, pues no sólo están exentos de impuestos sino que obtienen franquicias para la exportación (lana y trigo), tienen el monopolio de la caza y siguen conservando un omnímodo poder sobre el campesinado. La burguesía apenas es importante todavía, y los campesinos, adscritos a la servidumbre en condiciones onerosas, siguen privados de tierras aunque obtuvieron el derecho a no ser desalojados de sus parcelas por los señores de manera arbitraria (1699). Con la Iglesia luterana ejerce una tutela que le lleva a convertirse en el summus episcopus de la nación, favoreciendo la inmigración de hugonotes huidos de Francia. En 1712 inicia una reforma del procedimiento judicial creando el Colegio del Comisariado General como órgano supremo de la Justicia. El Ejército, controlado permanentemente por el rey, aumentó paulatinamente sus efectivos humanos y comenzó su transformación hacia lo que sería el modelo militar del siglo XVIII. En el plano exterior, además de las dos guerras citadas, en las que Prusia participa por motivos propios, hay que resaltar las estrechas relaciones con Hannover y con Inglaterra, su principal valedora en la conferencia de Utrecht.
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La ofensiva y veloces progresos de los grupos de ejércitos soviéticos de Koniev y Zhukov en el frente de Polonia llegaron inmediatamente a conocimiento del general Reinhardt, jefe del grupo de Ejércitos Centro que defendía las fronteras de Prusia Oriental. Su situación se convertía en altamente delicada al haber sido arrasadas las divisiones alemanas en Polonia, quedando su costado derecho abierto a la penetración de los Ejércitos soviéticos. Los efectivos desplegados en el frente del Este por Stalin eran cinco y más veces superiores a los que alineaba Hitler y, dado que podían elegir al lugar donde concentrar los golpes, sus ofensivas siempre les daban al menos una ventaja de 10 a 1. Eso lo sabía muy bien Reinhardt, un veterano del frente del Este. Por eso solicitó de Hitler el permiso inmediato para replegarse en todo el frente y, sobre todo, para hacer retroceder su ala derecha, que, estaba en el aire. Al tiempo, solicitaba urgentes refuerzos para taponar la enorme brecha polaca. Ni obtuvo el permiso ni los refuerzos. Debía conservar todo el terreno y los refuerzos que en aquellos momentos sólo podían salir de Curlandia o de los países nórdicos ocupados, hacían más falta en otra parte, de modo que aun debió ceder Reinhardt la unidad más fuerte de su 2.° Ejército, la Grossdutschland, que a la sazón englobaba dos divisiones, una blindada y otra de granaderos. Estas fuerzas, enviadas al frente polaco, fueron arrolladas por el alud soviético antes de que alcanzasen sus posiciones de combate. Los tanteos soviéticos sobre el frente alemán los inició el mariscal Rokossovsky con su II grupo de Ejércitos de Rusia Blanca. La primera embestida cayó sobre el 2.° Ejército alemán que hubo de iniciar su repliegue ante la inmensa superioridad enemiga y el peligro de quedar envuelto por su zona derecha. El 16 de enero era ya evidente que las horas del 2.° Ejército estaban contadas. Las tropas soviéticas penetraron hasta 35 kilómetros en el dispositivo alemán, alcanzaban las fronteras de Prusia y se lanzaban decididamente hacia el importante nudo de comunicaciones de Elbing. Simultáneamente, el general Cherniajovsky, con su III Grupo de Ejércitos de Rusia Blanca, atacó el ala izquierda de Reinhardt, defendida por el 3.er Ejército Panzer. Con el suelo helado, en óptimas condiciones para las cadenas de los tanques y con el cielo limpio de nubes, en situación perfecta para el masivo empleo de sus aviones, la victoria soviética estaba garantizada. Los alemanes se batieron con tanta desesperación como inutilidad. Sus fuerzas eran sencillamente barridas, aplastadas cuando resistían, rechazadas cuando contraatacaban. Reinhardt propuso a Berlín la inmediata retirada de su centro, ocupado por el 4.° Ejército, pues ambas alas estaban quebradas y el peligro de cerco era inminente, pero todos sus razonamientos y ruegos fueron rechazados por Hitler y sus asesores. Guderian exigía en violentas entrevistas la retirada de los ejércitos inactivos en Curlandia y Hitler respondía que si se retiraban peligraba la posición de Suecia, sin cuyas exportaciones de hierro no podría Alemania proseguir la guerra. Cuando se le replicaba que para seguir en guerra era primordial rechazar al enemigo, el Führer urgía que, bajo la presión soviética, aquellos ejércitos sufrirían muchas bajas y perderían su material pesado. Ante esto Guderian demostraba que todo estaba planificado para que los hombres y el grueso del material de Curlandia se salvaran. Entonces Hitler razonaba que eran precisas aquellas topas para cuando se iniciara el contraataque alemán gracias a las nuevas armas... Tiempo y nervios perdidos en estériles discusiones, mientras la población de Prusia Oriental iniciaba el mayor calvario alemán de toda la guerra. Cuando se inició la ofensiva soviética en Polonia, los rumores catastrofistas se difundieron por toda Prusia Oriental, pero los fanáticos gobernadores de Hitler, fundamentalmente Erich Koch, Gauleiter de Königsberg, difundieron proclamas radiofónicas asegurando a la población civil que estuviera tranquila, que la Wehrmacht no daría un sólo paso atrás; más aún, los jefes políticos locales fueron convencidos de que no había nada que temer y que era necesario que todo el mundo permaneciera en sus hogares. Así se dio el terrible caso de que cuando la Wehrmacht retrocedía y soldados y oficiales trataban de convencer a los paisanos de que los rusos les pisaban los talones, mucho creían que se trataba de desertores, derrotistas, traidores etc. Centenares de poblaciones fueron sorprendidas durante la noche por los tanques soviéticos y cuando quisieron reaccionar ya sonaban en las puertas las culatas de sus fusiles. En las zonas más próximas al frente comenzó entonces un éxodo terrible hacia la costa, buscando la salvación en Königsberg, Danzig y la península de Samland. Las carreteras heladas se llenaron de vehículos arrastrados por caballos o bueyes, de coches de niño, de bicicletas, de ganados, de interminables riadas de gentes despavoridas que caían como moscas bajo el fuego de los aviones soviéticos y, más aún, a causa del frío, que llegaba por la noche a 25 grados bajo cero. Con frecuencia las terribles columnas que se arrastraban en busca de la salvación eran cortadas por las unidades motorizadas soviéticas, cuyos soldados desvalijaban a los viajeros, violaban a las mujeres, fusilaban a los escasos hombres que en ellas iban, acusándoles de partisanos, y hacían dar media vuelta a todos los demás... Las narraciones de los supervivientes son estremecedoras. Muchas de ellas se deben a prisioneros franceses, polacos, norteamericanos o británicos que trabajaban en las granjas alemanas sustituyendo a los hombres de aquellas familias que se hallaban en el frente. En centenares de casos fueron estos hombres los fusilados por los rusos; en muchos casos, también, fueron ellos quienes, en magnífica muestra de heroísmo, pusieron a salvo a las familias a quienes sirvieron como prisioneros. Cuando el cerco del 4.° Ejército ya era un hecho, Hitler permitió su retirada hacia el río Alle. El jefe de estas tropas, general Hossbach, había planeado una ruptura del cerco formando una bolsa móvil, en cuyo centro marcharía la población civil, rumbo a Danzig, maniobra que iba más allá de lo permitido por Berlín. Trágicamente para la población civil, el gauleiter Koch denunció a los generales Reinhardt y Hossbach de traición, de huir de Prusia sin combatir... Hitler no necesitó hacer comprobaciones. El día 27 de enero destituyó al primero, poniendo en su lugar a Rendulic. Hossbach, suponiendo que correría la misma suerte, aceleró las operaciones pero, aunque sus escasas tropas pelearon con una inmensa furia, conscientes de que en el envite les iba la vida y la de cientos de miles de paisanos que les acompañaban, su progreso fue lento. Los soviéticos resistieron con similar denuedo pero ellos también notaban el desgaste de 15 días de ofensiva y, finalmente, los alemanes rompieron la bolsa. Ya era tarde. Ese mismo día, 30 de enero, Hossbach era destituido y reemplazado por F. W. Müller, que paralizó las operaciones y giró su dispositivo hacia Königsberg, metiéndose en el cerco nuevamente. Más de dos millones de civiles quedaban en una bolsa de 40 kilómetros de radio, con una única salida hacia Danzig: la laguna de Frisches Haff, 90 kilómetros de largo por 8 de ancho. Cientos de miles de personas la atravesaron, caminando sobre hielo, bajo el fuego de los cañones soviéticos, ametrallados por los aviones cuando disponían de visibilidad, marchando día y noche, cayendo bajo el frío o tragados por las aguas heladas cuando el hielo se resquebrajaba... En toda Prusia y en Pomerania, conscientes de la suerte que les esperaba y de los horrores que tendría que pasar la población civil, las agotadas fuerzas de la Wehrmacht lucharon hasta la muerte, hasta el último hombre en muchas ocasiones (hubo divisiones que tenían 200 hombres cuando se rindieron) y hasta la última bala. De esa forma lograron retrasar la toma de los puertos de la bahía de Danzig, por los que lograron escapar millón y medio de personas. Muchas unidades lograron también abrirse paso a través de Pomerania hasta conseguir refugiarse al oeste del Oder... Pero nunca los prusianos lograron olvidarse de los espantos y sufrimientos pasados. En aquel éxodo, con temperaturas bajísimas, murieron cerca de dos millones de personas. El Ejército alemán perdió allí medio millón de hombres; la mitad murió combatiendo y de los que fueron capturados apenas si regresaron 50.000... Los desplazados de sus hogares, a los que jamás volverían, fueron 8 millones de personas. A finales de marzo se había consumado la tragedia. Pero los días de la ira no habían pasado todavía. Mientras los Ejércitos soviéticos se concentraban en el Oder para la última ofensiva, los fugitivos de tantas penalidades alcanzaban tierras muy castigadas por los bombardeos aliados. Una de las ciudades, en la que se hallaban refugiados unas 200.000 personas, procedentes en su mayoría de Silesia y Polonia, era Dresde. Esta ciudad tendría unos 700.000 habitantes la noche del 13 al 14 de febrero de 1945. Hacia las 10 sonaron las sirenas de alarma. Poco después comenzó a caer sobre ella una catarata de bombas, explosivas e incendiarias, que convirtieron la ciudad entera en un horno. La destrucción estaba bien calculada: incendiarlo todo y llenar las calles de escombros para dificultar su extinción. Pero mientras estos trabajos comenzaban en una ciudad que ardía por los cuatro costados, volvieron los bombarderos ingleses y soltaron sobre aquel horno, visible a cincuenta kilómetros, 200.000 bombas incendiarias de pequeño tamaño, junto a cinco mil explosivas de tipo mediano. El incendio se extendió a la mayoría de la ciudad y en muchas zonas no tocadas la muerte alcanzó también a sus habitantes, pues la ola de calor todo lo calcinaba incluso a 100 metros de distancia y los gases desprendidos de la combustión y el humo hicieron el resto. Los bombardeos continuaron durante los días 14 y 15, ingleses por la noche, norteamericanos por el día, sobre la ciudad. De sus ruinas se levantaba una columna de humo visible a más de 100 kilómetros. Según datos aliados, 1.300 grandes bombarderos participaron en la acción, lanzando cerca de 4.000 toneladas de bombas, explosivas, rompedoras y de fósforo. La ciudad quedó arrasada como ninguna en Alemania. Servicios militares, sanitarios y bomberos contabilizaron 29.000 muertos enterrados (la contabilidad se hacía por cráneos, tal era con frecuencia el despedazamiento y destrucción de los cuerpos), pero bajo los escombros de esta ciudad sin habitar durante muchos años se supone que quedaron muchos más (3). Cálculos recientes, sin embargo, multiplican el número de víctimas: de 140.000 a 200.000 muertos. A esas alturas de la guerra, sin aviación que pudiera protegerlas y sin artillería antiaérea que estorbase la acción de los atacantes, las ciudades alemanas eran víctimas propicias a todos los espantos... sin embargo, encerrado en su búnker de la Cancillería, Hitler seguía soñando con la victoria, y a quien acudía a visitarle, le mostraba la nueva maqueta de la ciudad de Linz, destruida por los bombardeos aliados, y que se disponía a reconstruir inmediatamente después de alcanzar la victoria. "Alemania ha perdido la guerra", comentaban sin tapujos los más capacitados políticos, militares e industriales alemanes. Sin embargo, el III Reich disponía aún de grandes recursos militares que, empleados de forma concentrada, hubieran podido causar estragos en la zona elegida. Guderian, el jefe del Estado Mayor de los vapuleados Ejércitos del Este, un prusiano desesperado por la tremenda tragedia de su patria chica, tenía un plan interesante a mediados de febrero.
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El detonante fue la invasión prusiana de Silesia. Federico II, ante las indecisiones francesas y sin declaración previa, entró en el territorio en diciembre de 1740 con los pretextos de ciertos derechos sobre cuatro ducados silesios y librar a la población de la conquista sajona. Confiado y con la esperanza de evitar una costosa contienda hizo varias propuestas a María Teresa para la cesión: el voto a Francisco de Lorena, su esposo, para el trono imperial, el pago de una indemnización, la confirmación del resto de los dominios austriacos y, por último, la aceptación de parte de Silesia como garantía de los anteriores compromisos. Buen estratega, el elector conocía bien el juego de poderes del momento y, por tanto, la difícil posición austriaca. Las propuestas de Federico II fueron desestimadas con la excusa de que el traspaso de Silesia iba en contra de la Pragmática Sanción, aunque únicamente contase con el hipotético compromiso de británicos, hannoverianos, holandeses, sajones y rusos. Tras la decisión tomada por Fleury con respecto a Baviera, envió al conde de Belle-Isle de embajador a Alemania para que preparase una coalición contra María Teresa. En marzo de 1741 se firmaba, en apoyo al candidato Carlos Alberto, el Tratado de Nymphenburg por Francia, España, las Dos Sicilias, el Palatinado y Colonia, al que se unió Federico II, por el Tratado de Breslau, de junio de 1741, con las garantías de una parte de Silesia y el respaldo francés. Sin previa declaración de guerra, un ejército franco-bávaro ocupó Bohemia y entró en Praga en noviembre de 1741. Mientras, Federico II se aprovechaba de dos situaciones: la apertura de varios frentes le permitía maniobrar con seguridad por la dispersión de fuerzas austríacas y las disputas en el gabinete británico entre Newcastle y Walpole, especialmente preocupados por los conflictos ultramarinos. Tales circunstancias condujeron al entendimiento entre Gran Bretaña y Prusia para la entrega de la Baja Silesia, al tiempo que se firmaba el armisticio de Kelin-Schellendorf, en 1741, entre Berlín y Viena. Las conversaciones iniciadas para un acercamiento a Francia no tuvieron los resultados previstos y Federico II firmó el segundo Tratado de Breslau, en julio dé 1742, donde Viena reconocía la cesión de toda Silesia a Prusia, no sin antes sufrir las presiones económicas de los diplomáticos británicos. Austria se sintió defraudada, pero era el único modo de frenar la ofensiva prusiana, y, además, necesitaba la paz porque Londres buscaba el respaldo holandés en la invasión de Francia. Desunidos sus enemigos, María Teresa reaccionó y recuperó Bohemia y entró en Baviera, gracias al respaldo militar de la nobleza húngara a la que hizo algunas concesiones relativas a sus libertades. Carteret denunció la Convención de Hannover de Jorge II y elaboró un plan de ataque dirigido contra Francia. Gracias a la política británica, María Teresa contaba ahora con su apoyo sin trabas, cuyo objetivo consistía en la creación de graves problemas a Francia. La red política londinense surtió pronto los efectos deseados. Augusto III pasó al bando austriaco cuando la archiduquesa accedió a varias de las cláusulas, que antes se había negado a ratificar, del tratado de abril de 1741, sobre subsidios, compensaciones territoriales en Sajonia y compromisos de conversión del Electorado en reino, a cambio de su voto a Francisco de Lorena y ayuda militar en la guerra. También aquí María Teresa cedía por la presión diplomática y, por tanto, consideraba provisionales los acuerdos. Vista la situación, la mayoría de los príncipes alemanes se acercaron a Austria, sobre todo tras la firma del Tratado de Westminster, en noviembre de 1742, entre Londres y Berlín. Los acontecimientos militares se sucedieron en contra de Francia y Jorge II, con un ejército de británicos, hannoverianos y austriacos, los derrotó en Dettingen, en junio de 1743. Luis XV era vencido en todos los frentes europeos y el fracaso definitivo parecía que sólo era cuestión de tiempo, pero un cambio de planes británico, ante la actitud antibelicista de los regentes holandeses, salvó la situación. Otro escenario fueron las ambicionadas posesiones italianas de los Habsburgo. Uno de los principales personajes era Carlos Manuel de Cerdeña, que buscaba el equilibrio entre Borbones y Habsburgos en su propio provecho, ya que París le ofrecía territorios y Viena el apoyo a sus pretensiones, previo reconocimiento de la Pragmática Sanción. Las reclamaciones de Felipe V e Isabel de Farnesio hicieron que, finalmente, se acercara al bando austriaco, ya que sólo la presencia de la marina británica, añadida a presiones militares terrestres, impidieron que se lograsen los deseos de los Borbones en Italia. Después de Dettingen, los políticos londinenses posibilitaron la firma del Tratado de Worms, en septiembre de 1743, por Austria, Cerdeña y Gran Bretaña, donde Carlos Manuel conseguía la ayuda económica británica y la cesión por la archiduquesa de parte del Milanesado, Piacenza y ciertos derechos sobre Finale. Las ventajas se debían al miedo de Londres a la amistad de Cerdeña con Francia y España. Ningún estadista había sido capaz de preveer las consecuencias de un tratado que, en principio, carecía de importancia con respecto a los anteriores. Sin embargo, la coyuntura internacional lo convirtió en una pieza clave en la Guerra de Sucesión austríaca. Génova denunció el punto relativo a Finale y Carlos Manuel rechazó la conquista y reparto de Nápoles y Sicilia por Austria porque alteraría el equilibrio peninsular en favor de los Habsburgo, lo que disgustó a María Teresa. La difusa diplomacia de París en Italia, tras la muerte de Fleury, se oponía tanto al acercamiento de Felipe V a Viena o Londres, como a una alianza familiar. No obstante, poco después, el enojo de ambos Estados por la firma del Tratado de Worms se plasmó en el segundo Pacto de Familia, en octubre de 1743, por el que Francia apoyaba la reconquista de Gibraltar y Menorca y aseguraba a don Felipe Parma, Piacenza y Lombardía. Además, Federico II participó en la contienda porque en Worms se confirmaba la Pragmática Sanción, inclusive en Silesia, lo que permitiría a María Teresa la ocupación de Baviera y las intrigas internas en el Imperio en favor de una reunificación bajo los Habsburgo. Carteret, respaldado por los éxitos militares, propició la más ambiciosa empresa diplomática del momento: la reunión de Carlos VII y María Teresa, con el fin de formar la antigua alianza antifrancesa de 1701. Los delegados británicos y bávaros llegaron a un consenso en julio de 1743 por el Tratado de Hanau: Carlos se pasaba al bando antifrancés, renunciaba a los derechos sobre los territorios de la archiduquesa, se le restituían sus dominios hereditarios y parte del Palatinado, recibía importantes cantidades de dinero y se le prometía la conversión en reino de su Electorado. Pero estos compromisos quedaron invalidados por la reanudación de la guerra y el rechazo del Parlamento británico a votar otros subsidios. A partir de 1744, la política londinense estuvo caracterizada por la ausencia de una dirección conveniente, la inestabilidad y la falta de coordinación entre el rey y los ministros. Europa septentrional también se vio mezclada en el conflicto por la instigación francesa a los suecos en contra de Rusia. Estocolmo, con la excusa de la Guerra de Sucesión austríaca, quiso recuperar las provincias bálticas en manos zaristas, de ahí que se aceptaran los encuentros secretos con la hija de Pedro I, Isabel, para la sustitución de Iván IV. A cambio de apoyo militar sueco, se procedería a la devolución de las pérdidas de Nystadt, pero la traición de la emperatriz y la existencia de problemas dinásticos concretos hicieron imposible cualquier reclamación. El asunto quedó zanjado con el Tratado de Abö, agosto de 1743, donde Suecia aceptaba la tutela rusa, rechazaba la francesa y perdía parte de Finlandia. La zarina tomó una actitud favorable a Austria y Gran Bretaña para garantizar las ganancias obtenidas y evitar el intervencionismo francés, siempre proclive a las pretensiones antirrusas.