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Aunque diferentes, los problemas del reinado de Jaime I(1214-1276) guardan un cierto paralelismo con los estudiados en Castilla: revueltas nobiliarias que, en el caso de Aragón, se complican con tendencias nacionalistas o anticatalanas; intervención en Navarra, sin éxito a pesar de los pactos de mutua filiación firmados con Sancho VII: implicación en los problemas europeos desde Toulouse y Provenza a pesar del fracaso de Muret, interviniendo indirectamente en la sucesión política de Federico II y de manera directa en las luchas por el control del comercio en el Mediterráneo Occidental... Durante el período que media entre la muerte de Pedro el Católico y la mayoría de edad de Jaime I la anarquía fue total en Aragón, y al ser proclamado rey Jaime I tuvo que reprimir los abusos de Rodrigo de Lizana, de Pedro Fernández de Azagra y, más tarde, de Pedro Ahonés... En Cataluña, la situación no fue muy diferente. La campaña mallorquina permitió resolver las dificultades económicas de los nobles catalanes y desviar su belicosidad hacia el exterior: antes de iniciar la conquista, Jaime se comprometió a recompensar a los prelados y ricoshombres que participaran en ella, de acuerdo con los hombres de guerra y los medios económicos que cada uno aportara. La conquista del reino de Valencia pudo tener en Aragón los mismos efectos que la de Mallorca en Cataluña, pero los problemas surgidos sobre la aplicación del fuero aragonés complicaron las relaciones entre el monarca y la nobleza y entre Aragón y Cataluña. A partir de la ocupación del reino valenciano, aun manteniéndose las rivalidades entre los nobles, se observa una polarización, una alianza de la nobleza aragonesa como grupo contra el monarca, que cuenta con el apoyo de los nobles catalanes; la división por familias, predominante en la nobleza castellana y en la catalano-aragonesa de los primeros momentos, es sustituida por la oposición por países; aunque nunca falten los tránsfugas de uno y otro campo, los catalanes apoyan al rey, los aragoneses se le oponen. A la supresión del fuero aragonés en Valencia, problema que no será solucionado hasta mediados del siglo XIV, se unieron como motivo de los agravios aragoneses los repartos y divisiones de sus dominios por Jaime I, que separa de Aragón el reino de Valencia, reino independiente, y las tierras de Lérida, incorporada a Cataluña. La desmembración de Lérida, la negativa real a aceptar el fuero aragonés en Valencia y, sobre todo, la preferencia dada a Cataluña mantuvieron el resentimiento aragonés, que se manifestó de manera especial en 1264 con motivo de la petición de ayuda económica y militar para intervenir en Murcia contra los mudéjares sublevados contra Castilla. Las Cortes de Aragón, controladas por los nobles, tras recordar que no estaban obligados a servir al rey fuera de Aragón y mucho menos en aquel caso en el que la guerra no les afectaba de modo directo, negaron la ayuda solicitada por el monarca hasta que se repararan los agravios sufridos y se aceptara la vigencia del fuero aragonés en Valencia. Ante la urgencia de la situación, Jaime accedió en parte a las peticiones nobiliarias: a no dar tierras ni honores a los extranjeros o a quienes no fueran ricoshombres por sangre y por naturaleza, a que los nobles aragoneses que tuvieran posesiones en Valencia fueran juzgados a fuero de Aragón y a que los pleitos entre el rey y los nobles fueran sometidos al Justicia de Aragón, que de ser un asesor de la Curia se convirtió en juez en los asuntos nobiliarios. A pesar de estas concesiones, la nobleza aragonesa no participó en la campaña murciana. Una nueva oportunidad o pretexto para manifestar su disconformidad se presentó a los nobles aragoneses con motivo del enfrentamiento entre el infante Pedro y su hermanastro Fernán Sánchez (1271) a los que se unieron algunos catalanes enemistados con el monarca por razones que nada tenían que ver con la disputa entre los infantes. En Cataluña, quizá por la mejor situación económica del Principado, no puede hablarse hasta 1270 de sublevaciones nobiliarias sino de banderías o enfrentamientos entre grupos de nobles, pero la devolución del reino de Murcia a los castellanos provocó un malestar que se tradujo en oposición abierta cuando Jaime I solicitó ayuda para una nueva expedición a Andalucía en apoyo de Alfonso X, amenazado por los benimerines, por Granada y por los nobles sublevados. Jaime respondió a la negativa de los nobles ordenando el embargo de los castillos y honores recibidos en feudo por los rebeldes, y el grupo nobiliario se alió a los aragoneses partidarios de Fernán Sánchez y a los castellanos sublevados contra Alfonso X, justificando, como ellos, la revuelta con la necesidad de defender los usos y costumbres que se habían guardado por los reyes pasados y no respetaban Jaime ni su hijo Pedro, que pretendían ocupar los castillos de quienes se opusieron a la campaña andaluza, siempre que no tuvieran título de propiedad de los castillos: la falta de títulos autorizaba al rey a considerar los castillos como feudos entregados por sus antecesores a los nobles y perdidos por éstos al negarle los servicios militares pedidos. En principio, la medida iba dirigida contra el vizconde de Cardona, que tuvo la habilidad de convertir su caso personal en general: si se permitía la confiscación del castillo de Cardona, la misma medida podría tomarse contra otros muchos que tenían villas y castillos de su patrimonio y no tenían instrumentos, títulos de propiedad. Con estos argumentos logró el vizconde atraer a una gran parte de la nobleza catalana, que mantuvo su rebeldía hasta que en 1275 Fernán Sánchez fue vencido y ajusticiado. Los nobles volvieron a la amistad del monarca, conservaron sus bienes y alejaron el peligro de nuevas intervenciones monárquicas en 1282 al hacerse pagar sus servicios militares con el reconocimiento de los derechos tradicionales tras la ocupación de Sicilia por Pedro el Grande.
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Hay que tener en cuenta la proyección del taller trecentista toledano hacia territorios más lejanos. En este sentido se distinguen tres focos importantes en Andalucía (Sevilla, Cádiz y Granada), que han sugerido hipótesis de una posible vía andaluza para la penetración del estilo trecentista. Sin embargo, la presencia de caracteres comunes al taller toledano nos hace pensar más bien en unas relaciones con el núcleo toledano. Formando parte de los escasos restos del estilo italogótico en Andalucía se sitúan un conjunto de Vírgenes con Niño sevillanas. Obras que, a pesar de los repintes sufridos en el siglo XVI, muestran un buen ejemplo de iconografía mariana de tradición trecentista. Representan el tema de la Virgen con el Niño, de raíz bizantina, en sus distintas variantes. En unos casos la Virgen, en pie, ofrece una flor a su hijo mientras el niño juega con un pajarillo (Virgen de la Antigua, en la catedral, y Virgen de Rocamador, en la iglesia de San Lorenzo). En otras ocasiones se ha preferido el tema de la Virgen de la leche, como sucede con la Virgen de los Remedios, en el trascoro de la catedral sevillana, que ofrece un modelo de Virgen lactante, de tradición trecentista, con un magnífico estudio giottesco en el trono. Todas ellas responden a modelos italianos con un elemento común en la expresión de ternura entre madre e hijo y la presencia de donantes. La disposición de los ángeles que las rodean, y sobre todo el tratamiento de sus vestiduras, con abundante empleo de motivos decorativos en dorado, permiten establecer una relación con modelos italianos, muy especialmente con vírgenes venecianas, llegando incluso a repetir los mismos motivos. De esta forma vemos modelos semejantes en la Virgen con el Niño de la Basílica de Santa María dei Frari de Venecia, obra de Paolo Veneciano, así como en otras obras del momento. Destacan, por otra parte, y con un mayor italianismo, los restos de pintura mural de la iglesia de Santa María de Arcos de la Frontera, en Cádiz, descubiertos en 1912 por Miguel Mancheño Olivares, cuyo tema de la Coronación de la Virgen, en bastante buen estado, parece estar próximo al círculo de Orcagna. Pero junto a esta influencia trecentista hay que considerar también el carácter local de la obra, reflejado en la presencia de elementos islámicos (arcos de herradura) en los caracteres góticos españoles que presentan algunos de los instrumentos musicales. Todo ello apunta hacia un artista local o arraigado en Andalucía, sin olvidar su fuerte influencia italiana, en la que podemos ver sin duda la proyección toledana. Pero, al mismo tiempo, el taller toledano en su proyección hacia Andalucía nos ofrece, en su tercer foco, uno de los ejemplos más singulares de la pintura gótica del siglo XV en las pinturas sobre cuero que cubren las tres falsas bóvedas de la Sala de los Reyes de la Alhambra de Granada. En ellas vemos una rica iconografía de carácter profano, de difícil interpretación, con inspiración caballeresca en la literatura de la época, sin olvidar contactos con las artes decorativas, en donde se combinan temas de amor cortés, caza y juego con elementos fantásticos y simbólicos, en los que se une la estética islámica con la cristiana. El estilo, con bastantes recuerdos del gótico lineal en el abundante empleo de la línea y el dorado, responde también a los caracteres del Trecento: en los rasgos de las figuras, la preocupación por el volumen, así como en algunas indumentarias que evidencian notas florentinas. El conjunto se debe sin duda a artistas cristianos conocedores del mundo musulmán, en donde se mezclan la estética italiana con la islámica, poniéndose de manifiesto la influencia del taller toledano como base de la amistad existente entre don Pedro I de Castilla y Muhammad V de Granada por esos años. No obstante, la obra ofrece toda una serie de interrogantes, tanto en relación con la identidad del artista y del cliente como en torno a la interpretación iconográfica. En la bóveda central, dispuestos simétricamente en torno a su espacio oval y conversando entre sí, se sitúan diez figuras de musulmanes, sentados sobre cojines, lujosamente ataviados, destacando sobre un fondo dorado, con una decoración de estrellas en su eje; en sus extremos se sitúan dos escudos de la Orden de la Banda con cabezas de sierpes y leones custodiándolos. La identificación de los diez personajes ofrece diferentes interpretaciones: para unos será la representación de los reyes de Granada (Gómez Moreno); otros piensan que se trata de un consejo árabe (Contreras); una tercera postura apunta hacia personajes de la aristocracia granadina o fantásticos guerreros, sorprendidos en el momento en que son investidos de la Orden de la Banda. La identificación de estos escudos como cristianos y no como nazaríes justifica las relaciones entre Toledo y Granada. No olvidemos que los ejércitos de la Banda ayudaron a Muhammad V a recobrar el trono granadino en 1362. Fecha a partir de la cual Muhammad ayudaría a don Pedro en sus luchas con su hermano Enrique, lo que sin duda favoreció el intercambio cultural de toda índole con Toledo, así como la presencia de artistas cristianos en la Alhambra. La temática de las bóvedas laterales, de difícil interpretación por el momento, recoge un relato de signo caballeresco en el que un cristiano y un musulmán parecen disputarse el amor de una dama. La historia que comienza en la bóveda izquierda tiene su desenlace en la derecha.
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En efecto, Alejandro como eje de los cambios se convierte en mito, lo que no quiere decir que su figura se halle exenta de crítica. Antes bien, por eso mismo, los juicios se colocan en posiciones opuestas, siempre resaltando el carácter excepcional de su personalidad. En este plano, la versión mítica más definida es la que ha llegado a través de Diodoro de Sicilia, que le dedica prácticamente todo el libro XVII. Al parecer, esta versión, mayoritariamente recibida de Clitarco, historiador vinculado a la corte de los Lágidas en Alejandría, a donde Ptolomeo trasladó el cadáver del Rey macedónico, se encuentra en la tendencia que procuraba hacer notar que la realeza benefactora tenía carácter divino, al estilo de los dioses propios de la visión evemerista, que los consideraba grandes benefactores de la humanidad transformados en dioses. Lo mismo podría aplicarse a Alejandro e incluso a Ptolomeo Lago. Sin embargo, para Goukowsky, la teoría tenía su fundamento en la personalidad misma de Alejandro, cuya biografía, insertada en el mundo de la conquista asiática había producido unas importantes mutaciones desde la realeza macedónica hasta el despotismo orientalizante, cuyo carácter carismático necesitaba el apoyo de la identificación con la divinidad. Los síntomas se habían manifestado precisamente en Egipto, en el santuario de Zeus Amón. En ese proceso, la victoria se convierte en elemento clave para consolidarse en el poder al que se atribuye un carácter sobrehumano que heredarán los reyes helenísticos. Paralelamente, de modo en muchas ocasiones inseparable, Alejandro es objeto de críticas basadas en su actuación violenta y en sus excesos de todo tipo. Si en algunas ocasiones se trata de descalificar un modelo negativo de Rey, en otras representa más bien un ornamento para destacar los aspectos excepcionales de una personalidad colocada en los limites de lo humano y lo divino. Sólo él es capaz de conjugar los aspectos extremos que caracterizan al héroe. Pero, curiosamente, el retrato de la imagen de Alejandro sólo se completa si se tiene en cuenta que de la misma corte de Ptolomeo surge la versión que transmiten las fuentes de Arriano para proporcionar una imagen de Alejandro como Rey sereno y reflexivo, contrapunto del tirano, modelo de otra imagen igualmente mítica del Rey macedónico. Desde el principio, Alejandro se presta a que se configuren imágenes polisémicas de su personalidad y del sentido de la misma en la realidad histórica del momento.
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El último cuarto del siglo XIX fue un período de franca recuperación de la influencia social de la Iglesia en España. Es cierto que fracasó el intento de crear una organización que centralizara y dirigiera todas las iniciativas católicas existentes: el movimiento católico impulsado por los Congresos Católicos, que comenzaron a celebrarse en Madrid en 1889. Pero el hecho fue que a través de esas múltiples iniciativas, dispersas y variadas, los católicos estuvieron presentes e influyeron poderosamente en la sociedad. Los campos más importantes donde se manifestó esta actividad fueron la enseñanza, las publicaciones y la asistencia social. Con relación a la enseñanza, el fenómeno más importante fue el enorme desarrollo de los centros religiosos, favorecido por una ley del ministro conservador Alejandro Pidal, en 1885, que creó los colegios asimilados, con plena capacidad para examinar y conceder títulos. Las órdenes y congregaciones religiosas que, por aquellos mismos años, vieron engrosados considerablemente sus efectivos con miembros desplazados de Francia por la política anticlerical de los republicanos, aprovecharon la ocasión y se extendieron por todas las ciudades del país, en cuyos ensanches ocuparon magníficos emplazamientos. A las completas redes de centros de escolapios y jesuitas, se sumaron las de los agustinos y las de otras congregaciones -salesianos, maristas, marianistas, ursulinas, principalmente- procedentes de Francia. Su dedicación preferente fue la enseñanza secundaria de las clases acomodadas, aunque en locales anexos -perfectamente separados- también pusieron en práctica iniciativas dirigidas a las clases trabajadoras, como clases nocturnas o para sirvientas. Una iniciativa surgida espontáneamente, fueron las Escuelas del Ave María, fundadas en Granada, en 1888, por el sacerdote Andrés Manjón, con el propósito de educar a niños y niñas pobres. La letra impresa fue otro de los medios más importantes de irradiación católica en la sociedad. Feliciano Montero ofrece una cumplida relación de los diferentes tipos de publicaciones: populares y universales, como Almanaques-Calendarios, literatura recreativa pero edificante, como la Biblioteca escogida de la juventud, publicaciones destinadas a adultos como la Velada de la familia cristiana o el Manual de las madres católicas, 38 diarios, como el integrista El Siglo Futuro, La Fe o El Correo Español, 64 semanarios, o 60 boletines eclesiásticos. Por otra parte, impulsaron la creación de editoriales -el Mensajero del Corazón de Jesús, el Apostolado de la Prensa, entre otras- y dispusieron de librerías perfectamente situadas en las principales ciudades, desde las que potenciar la difusión de sus publicaciones o silenciar las de sus enemigos, como el impío Baroja, o Pérez Galdós. La beneficencia continuó siendo -de acuerdo con una tradición secular- una de las principales actividades sociales de la Iglesia; según José Andrés Gallego, de los 606 establecimientos asistenciales públicos que había en España, en 1909, 422 eran atendidos por religiosos, mujeres en su mayoría; sólo en Barcelona, en 1900, eran más de 30.000 las personas que recibían algún tipo de atención médica o alimenticia en centros eclesiásticos. A partir de la publicación de la encíclica Rerum Novarum, en 1891, se pondrán en marcha diversas iniciativas sociales, como los Círculos Católicos de Obreros -uno de cuyos principales promotores fue el padre Vicent-, las asociaciones profesionales de carácter mixto, obrero y patronal, y la promoción de las cajas de ahorro rurales.
fuente
Munición de los carros de combate Cruiser A-9 británicos, era utilizado en las prácticas de carga.