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La mayoría de los últimos trabajos enviados por Turner a la exposición de la Royal Academy serían retocados en las últimas horas antes de la inauguración, lo que provocaba un importante revuelo de admiradores, críticos y público en general alrededor del maestro. Debido al deterioro de su salud desde el año 1845, buena parte de las obras fueron enviadas sin contar con la presencia del propio Turner por lo que tuvo que colocar un clavo para que no las expusiesen al revés. La razón de esto la encontramos en el alto grado de abstracción que consigue el maestro londinense en sus últimos trabajos como bien podemos comprobar en este paisaje. Ahora la preocupación exclusiva de Turner serán los colores, las luces y las atmósferas, eludiendo toda referencia figurativa. Las pinceladas son rápidas y empastadas, convirtiendo estas escenas en un claro precedente del impresionismo e incluso de la abstracción.
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Esta obra de Dughet presenta, a un tiempo, todas las similitudes y diferencias que conforman la personalidad artística del pintor respecto a la de su célebre cuñado y maestro Nicolas Poussin. Fue, precisamente, en el terreno paisajístico en el que Dughet alcanzó su madurez. El tema, al igual que en las obras de la última década de Poussin, sometido a la Naturaleza, la verdadera protagonista, es un pasaje legendario de la vida de San Agustín. Encontrábase el Santo en la playa de Ostia meditando sobre el Misterio de la Trinidad, que aparece en el cielo, entre las nubes (Padre, Hijo y Espíritu Santo como paloma), cuando se apercibió de un niño que se encontraba próximo a él, jugando a encerrar el agua del mar en un agujero en la arena. Al notar la inutilidad de semejante esfuerzo, San Agustín recibió del niño (¿Cristo?) la revelación de la futilidad de sus esfuerzos por desentrañar el Misterio. Como es también habitual en los paisajes de Poussin, las figuras, de reducido tamaño, insertas en un paisaje que todo lo domina, nos hablan de la insignificancia de la Humanidad frente a la naturaleza viva. Esta vida se expresa a través de diversos detalles, como la tormenta que va dotando de una compleja gama de tonalidades el cielo. Pero, como pintor barroco, el interés principal de Dughet se centra en la plasmación de la gradación de la lejanía a través de la representación visible del aire, es decir, por medio de una visión atmosférica del espacio.
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Nicolas Poussin fue representante de la vertiente clasicista del Barroco francés. Su obra se desarrolló en gran parte en Italia. Este lienzo que vemos, de gran formato, muestra un paisaje bajo la excusa de tratar un tema religioso, en un momento en que el género paisajístico comienza a alcanzar su autonomía. El ermitaño que aparece centrado en el primer plano es un anciano, pese a lo cual posee una anatomía extraordinariamente hercúlea y armoniosa. Esto se debe a su tendencia clasicista que ya hemos mencionado. El personaje está en medio de un paisaje feroz, salvaje pero armonioso, con una línea de horizonte casi a la mitad del lienzo. Los árboles y matorrales han sido pintados minuciosamente, casi hoja a hoja, con una calidad que era el secreto del éxito de Poussin.
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Está unido al Paisaje con San Mateo y el ángel, con el que comparte todas sus características. Fue entregado en octubre de 1640 al abate Roscioli. Su naturaleza grandiosa pero idealizada sorprende por su serenidad. El obelisco, el templo, las ruinas, representan la caída del mundo antiguo sobre el que se levanta el Nuevo Testamento. Precisamente a raíz de la persecución que lleva a cabo Roma, la encarnación de ese mundo que se ha de extinguir, se refugia San Juan (cuyo símbolo es el águila) en la isla de Patmos, en donde le será revelado el Apocalipsis.
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Está relacionado con el Paisaje con San Juan en Patmos, ya que ambas obras fueron pintadas a la vez, en 1640, poco antes de partir hacia París, para el abate Gian Maria Roscioli, secretario del papa Urbano VIII, de quien pasaron al Cardenal Barberini. En principio se trataba de una serie sobre los cuatro Evangelistas, pero Poussin sólo realizó dos, ya que al retornar a Roma no terminó ni el San Lucas ni el San Marcos. Con todo, son dos obras de importancia excepcional en la vida del pintor puesto que es la primera vez que afronta el tema del paisaje clásico en toda su grandeza, el cual será el elemento clave en su segunda madurez, en especial desde 1648. Ahora la naturaleza no es el escenario, el fondo en el que se desarrolla la acción, sino el personaje principal que absorbe las figuras en su interior. Para ello, como en el caso de este paisaje, se basa en los apuntes tomados del natural: estamos viendo el propio río Tiber en las cercanías de Roma. Sin embargo, Poussin no tiene intención de dejar que el natural fluya de sus pinceles, ni siquiera al modo de su amigo Claudio de Lorena; somete al paisaje a un proceso de elaboración mental. Es una naturaleza domesticada, idealizada, que desprende el estatismo de la escultura y una gran placidez.
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Junto a Guido Reni, Domenico Zampieri fue el más importante discípulo de los Carracci. Formado con Ludovico Carracci en Bolonia, pasó en 1602 a colaborar con Annibale Carracci en Roma. Tras la muerte del maestro, el Domenichino se convirtió en el más importante paisajista boloñés. Un hermoso ejemplo de estos paisajes es este lienzo de 1617 ó 1618. En él recrea una historia tomada del libro de Tobías, del Antiguo Testamento. Tobit quedó ciego al caerle sobre los ojos los excrementos de un gorrión mientras dormía. Pasó así cuatro años. Como creía que su muerte se acercaba, envió a su hijo, llamado Tobías, a cobrar una deuda. Durante el trayecto le acompañó el arcángel Rafael, aunque sin revelarle su identidad. Llegados al río Tigris, Tobías se acercó a la orilla para lavarse los pies. Un monstruoso pez lo atacó; lo pescó y, siguiendo las indicaciones del arcángel, lo destripó. Guardó el hígado y el corazón; quemados, sus cenizas le sirvieron más tarde para expulsar los demonios de su esposa Sara. Una vez vuelto junto a su padre, logró devolverle la vista untando sus ojos con la hiel del pez. El paisaje, de un sereno clasicismo, está desarrollado en una composición que, años más tarde, servirá de ejemplo a Claudio de Lorena, a pesar de que el colorido y la iluminación difieren de forma apreciable.
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En 1901 Gauguin recibe del marchante Vollard una mensualidad, 300 francos, a cambio de su producción. Su idea con esa asignación es abandonar Tahití para "con materiales totalmente nuevos y salvajes... hacer cosas muy bellas". Se instalará en septiembre de 1901 en Autona, en la isla de Hiva Hoa del archipiélago de las Marquesas. Se relacionará con una joven y construirá una confortable cabaña, la "Maison du Jouir" (Casa de los Goces) donde se dispone a vivir sus últimos años. El paisaje de los alrededores de su cabaña bien podría ser éste que contemplamos, animado con varias figuras de indígenas. El estilo empleado parece recuperar elementos impresionistas tamizados por su contundente personalidad. Así casi desaparecen los colores planos y se crea una sensación de ambiente, de atmósfera, que recuerda a Monet. Sin embargo, Gauguin no abandona su iconografía tropical, referencia al "salvaje" que llevaba dentro.
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Esta obra, en que el pintor cede a su gusto por el paisaje, es una de las más difíciles de clasificar de Poussin. En primer lugar, se desconoce para quién fue pintada y con qué destino, dado que no perteneció a la colección real de España hasta la época de Felipe V. Se suele situar en 1651, por su similitud con otros paisajes del momento. En segundo lugar, su atribución ha sido, hasta época reciente, polémica, ya que se veía en la obra una imitación salida del pincel de su familiar Dughet. La anécdota narrativa es, en apariencia, mínima. Dos caminantes preguntan por una dirección a un personaje, de azul y rojo, recostado sobre un montículo. Sin embargo, Poussin ha realizado aquí uno de sus personales ejercicios de erudición y nos propone un juego intelectual. En efecto, corresponde a un pasaje de Diógenes Laercio, que narra la salida del filósofo cínico Diógenes de Esparta hacia Atenas. En respuesta al extranjero que le pregunta, el filósofo griego responde, señalando a Esparta, que él prefiere la viril ciudad a la afeminada Atenas. De nuevo Poussin, a partir de notas sobre el paisaje tomadas durante sus paseos en torno a Roma, realiza un proceso de idealización consciente y muestra un paisaje ordenado, armónico, más elaborado que los de su amigo Claudio de Lorena.